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Domingo, 21 de marzo de 1943

El Zeughaus o Arsenal era un edificio barroco de piedra rosada en Unter den Linden que albergaba un museo militar. En mitad de la fachada había un frontón clásico abierto, y en torno al tejado, un antepecho de balaustres ahusados a lo largo del que había una serie de catorce armaduras clásicas, hechas de piedra y vacías, como si aguardaran la llegada de un autobús lleno de héroes griegos. Pero a mí me daba la impresión de que esas armaduras vacías pertenecían a hombres que ya habían fallecido, y por tanto eran más típicas de la Alemania nazi y la desastrosa guerra que estábamos librando contra Rusia. Eso parecía especialmente acorde con el primer Día Conmemorativo de los Héroes que se celebraba en Berlín después de la rendición de Stalingrado, y seguro que muchos de los centenares de oficiales que estaban en formación delante de la enorme escalinata en el lado norte del patio interior, para escuchar el discurso de diez minutos del Führer, tendrían el mismo mal sabor de boca que yo: nuestros auténticos héroes yacían bajo varios palmos de nieve rusa, y ni todas las conmemoraciones del mundo cambiarían el hecho de que la retirada de Moscú de Hitler no tardaría en producirse, como se produjo la de Napoleón, con un efecto igualmente fatídico sobre su liderazgo.

Ese domingo por la mañana en concreto, no obstante, muchos rogábamos por un final más inminente del liderazgo de Hitler. Nos colocamos en posición de firmes bajo las bocas de los cañones con un calibre de diez centímetros que el Grupo de Ejércitos del Centro había requisado a los rusos, y a mí, por lo menos, me hubiera encantado que alguien lanzara un proyectil de fragmentación a nuestro amado Führer. El K353 de diez centímetros disparaba un proyectil de diecisiete kilos con unas seiscientas balas y resultaba devastador para el cincuenta por ciento de los objetivos en un área de entre veinte y cuarenta metros, cosa que ya me iba bien. Probablemente yo también hubiera fallecido, pero no tenía inconveniente siempre y cuando el Führer no saliera bien parado de la explosión.

Escuchamos una sombría pieza de Bruckner que no hizo gran cosa por alentar el optimismo de nadie. Luego, con la cabeza descubierta y un abrigo de cuero gris, el Führer se acercó al atril, e igual que un pescador malévolo que con un golpe de caña lanzara el anzuelo a un negro lago infernal, intentó rescatar nuestro ánimo hundido con el anuncio de que se levantaba la suspensión de los permisos para los hombres de servicio porque el frente había quedado «estabilizado». Luego abordó temas más habituales como el de los judíos y los bolcheviques, Churchill el belicista y que los enemigos del Reich tenían intención de secuestrar y esterilizar a nuestros jóvenes antes de acabar por asesinarnos a todos en nuestra propia cama.

En ese escenario de guerra y destrucción, la voz fría y dura de Hitler parecía más oscura y apagada de lo normal, lo que no estimulaba ninguna clase de sentimiento, y mucho menos un sentimentalismo militar por los camaradas caídos. Era como escuchar los tonos sepulcrales de Mefistófeles mientras, en un recinto cavernoso en plena montaña, nos amenazaba a todos con que iríamos a parar al Infierno. Solo que las amenazas no surtían ningún efecto. El Infierno nos aguardaba camino adelante y todos lo sabíamos. Se olía en el aire igual que el lúpulo cerca de una fábrica de cerveza.

Pese a todo lo que me había dicho el juez Goldsche, lo cierto es que yo no creía que fuera a ocurrirle nada a Hitler, pero eso desde luego no me impedía desear que el coronel Von Gersdorff —pues así se llamaba el magnicida de la Abwehr, y, tal como sospechaba, era el oficial que había visto en el avión de regreso de Smolensk— lograra demostrar que estaba equivocado.

Cuando el Führer terminó de hablar, todos los presentes —incluido yo— aplaudimos con entusiasmo. Miré de reojo mi reloj de pulsera y me dije que aplaudía porque el discurso de Hitler había tenido una duración comparativamente breve de diez minutos, pero era mentira y lo sabía: aplaudir un discurso del Führer era una simple medida de autoconservación, pues el vestíbulo estaba lleno de hombres de la Gestapo. Agradeciendo la ovación con un mecánico saludo hitleriano, el Führer fue hacia la entrada de la exhibición, donde lo recibió el coronel, y los demás lo seguimos a distancia. A una distancia segura, esperaba yo.

Según el juez, estaba previsto que la visita a la exposición guiada por Von Gersdorff durase treinta minutos. Tal como fueron las cosas, duró menos de cinco. Cuando entré en la sala, donde estaban expuestos una serie de estandartes napoleónicos, vi que el Führer daba media vuelta y luego salía rápidamente del Arsenal por una puerta lateral que daba al río, dejando a su aspirante a magnicida perplejo ante el inesperado giro de los acontecimientos. A menos que saliera corriendo detrás de Hitler y se lanzara contra la trasera de su Mercedes, todo indicaba que la tentativa de asesinato de Von Gersdorff había tocado a su fin antes de empezar.

—Eso no tenía que haber ocurrido —musitó el juez—. Algo ha ido mal. Deben de haber puesto sobre aviso a Hitler.

Paseé la mirada por la sala. A los miembros de la guardia personal de las SS de Hitler que aún seguían allí se los veía bastante tranquilos. A algunos oficiales con franjas rojas en las perneras, que presumiblemente formaban parte del complot, no tanto.

—No creo que sea el caso —dije—. No parece haber ningún indicio de alarma por parte de las SS.

—Sí, tiene razón. —El juez meneó la cabeza—. Dios santo, tiene una suerte asombrosa. Maldito sea, es como si tuviera un instinto para la supervivencia…

Von Gersdorff seguía plantado donde estaba, por lo visto sin saber qué hacer a continuación, con la boca abierta de par en par como el túnel de Engelberg. En torno a él había varios oficiales que a todas luces no tenían idea de que el coronel iba pertrechado con explosivos que podían estallar en cualquier momento.

—En el caso de su amigo, no estoy tan seguro de su instinto para la supervivencia —comenté.

—¿Cómo?

—El coronel Von Gersdorff. Sigue con la bomba encima, ¿no?

—Ay, Dios, sí. ¿Qué va a hacer ahora?

Durante aproximadamente un minuto nos quedamos observándolo, y poco a poco empezó a quedar claro que Von Gersdorff no iba a hacer nada. Seguía mirando alrededor como si se preguntara por qué seguía allí y aún no había saltado hecho pedazos. De pronto me sobrevino la certeza de que tenía que sacarlo de allí: en la Alemania de 1943 no abundaban los hombres valientes y concienciados. Como prueba de ello tenía el espejo en el que me afeitaba.

—Espere aquí —le dije al juez.

Atravesé a paso ligero la exposición, apartando a los demás oficiales para acercarme al coronel. Me detuve delante de él e hice una reverencia cortés. Era un hombre de unos cuarenta años, moreno y medio calvo y, por si hubiera dudado de su valor, lucía una Cruz de Hierro colgada del cuello —por no hablar de lo que llevaba escondido en el bolsillo de su abrigo— para recordármelo. Supuse que había más de un cincuenta por ciento de posibilidades de saltar por los aires. Tenía el corazón en la boca y me temblaban tanto las rodillas que lo único que me sostenía en pie eran las botas. Tal vez fuera el Día Conmemorativo de los Héroes, pero yo no me sentía heroico en absoluto.

—Tiene que venir conmigo, coronel —dije en voz queda—. Ahora mismo, señor, si no le importa…

Al verme, y, lo que es más importante, al ver la pequeña calavera plateada de mi gorra y el brazalete de hechicero que lucía en la manga, Von Gersdorff me ofreció una sonrisa triste, como si estuviera siendo detenido, que era lo que yo quería: dejarlo al menos con esa impresión. Le temblaban las manos y estaba pálido como un día de invierno prusiano, pero seguía con los pies pegados al suelo.

—Lo mejor para todos sería que no se demore ni un instante, señor —dije con firmeza.

—Sí —respondió con un manso aire de resignación—. Sí, claro.

—Por aquí, haga el favor.

Di media vuelta y fui hacia la salida de la sala de exposiciones. No volví la vista. No me hizo falta. Oía las botas de Von Gersdorff contra el suelo de madera inmediatamente detrás de mí. Pero cuando abandonábamos la sala, un capitán del SD llamado Wetzel al que conocía de la Gestapo me cogió por el brazo.

—¿Va todo bien? —preguntó—. ¿Por qué se ha marchado el Führer tan de repente?

—No lo sé —dije a la vez que apartaba el brazo—. Pero por lo visto algo que ha dicho ha disgustado un tanto al coronel, eso es todo. Así que si nos disculpa…

Miré en torno. A estas alturas ya veía el miedo en los ojos de Von Gersdorff, pero ¿tenía miedo de mí o, lo que era más probable, de la bomba que llevaba en el bolsillo?

—Por aquí, señor —indiqué y lo llevé hasta la puerta de unos servicios, donde el coronel titubeó, así que me vi obligado a cogerlo por el codo y empujarlo dentro. Comprobé los seis cubículos para asegurarme de que no había nadie dentro. Nos sonreía la suerte: estábamos solos.

—Ya vigilo yo —dije— mientras desactiva el dispositivo. Rápido, por favor.

—¿Quiere decir que no va a detenerme?

—No —contesté y me coloqué inmediatamente detrás de la puerta—. Ahora desactive esa puta bomba antes de que los dos averigüemos el auténtico sentido del Día Conmemorativo de los Héroes.

Von Gersdorff asintió y se acercó a la hilera de lavabos.

—En realidad, hay dos bombas —dijo, y de los bolsillos del abrigo sacó con cuidado dos objetos planos, más o menos del tamaño de un cargador de rifle—. Los explosivos son británicos. Minas lapa utilizadas para el sabotaje. Es curioso que el material de los Tommies para esta clase de asuntos sea mejor que el nuestro. Pero las espoletas son alemanas. Varillas de mercurio de diez minutos.

—Bueno, por lo menos algo hacemos bien —solté—. No sabe lo orgulloso que me siento.

—Yo no estoy tan seguro —repuso—. No entiendo por qué no han explotado todavía.

Alguien empujó la puerta de los servicios y dejé que apenas se abriera una ranura. Era otra vez Wetzel, con su larga nariz ganchuda y su fino bigotillo que le daban un aspecto sumamente ratonil a través de la abertura.

—¿Va todo bien, capitán Gunther? —preguntó.

—Es mejor que busque otro cuarto de baño —le advertí—. Me temo que el coronel está vomitando.

—¿Quiere que envíe a alguien a por un cubo y una fregona?

—No —dije—. No hay necesidad. Mire, agradezco que se ofrezca a ayudarnos, pero el coronel está un poco indispuesto, así que lo mejor es que nos deje a solas un momento, ¿de acuerdo?

Wetzel miró por encima de mi hombro como si no acabara de creerse la historia.

—¿Seguro?

—Seguro.

Asintió y se marchó, y yo volví la mirada con inquietud para ver a Von Gersdorff retirar cautelosamente la espoleta de una de las bombas.

—Seré yo el que vomite si no se da prisa y desactiva esos trastos —dije—. Ese puto capitán de la Gestapo volverá en cualquier momento. Estoy seguro.

—Sigo sin entender por qué se ha ido el Führer tan rápidamente —se extrañó Von Gersdorff—. Estaba a punto de enseñarle el sombrero de Napoleón. Se lo dejó en la carroza después de la batalla de Waterloo y lo recogieron unos soldados prusianos.

—Napoleón fue derrotado. Igual no le gusta que se lo recuerden. Sobre todo ahora que no nos está yendo muy bien en Rusia.

—Sí, quizá. Pero tampoco entiendo por qué me ayuda usted.

—Digamos que detesto ver cómo un valiente salta por los aires solo porque es tan tonto que se le olvida que lleva una bomba en el bolsillo. ¿Qué tal va eso?

—¿Está nervioso?

—¿Qué le hace pensarlo? Siempre disfruto estando cerca de explosivos a punto de detonar. Pero la próxima vez tendré cuidado de llevar un blindaje bajo el abrigo y unos tapones para los oídos.

—No soy tan valiente, ¿sabe? —confesó—. Pero desde que murió mi esposa el año pasado…

Von Gersdorff retiró la segunda espoleta y dejó las dos varillas de mercurio en el lavabo.

—¿Ya no hay peligro? —pregunté.

—No —respondió, y volvió a meterse las minas en el bolsillo—. Y gracias. No sé qué me ha pasado. Supongo que he debido de bloquearme, igual que un conejo ante los faros de un coche.

—Sí —admití—, desde luego lo parecía.

Se cuadró de inmediato delante de mí, entrechocó los talones e hizo una inclinación de cabeza.

—Rudolf Christoph Freiherr von Gersdorff —me saludó—. A su servicio, capitán. ¿A quién tengo el honor de dar las gracias?

—No. —Sonreí y negué con la cabeza—. No, me parece que no.

—No lo entiendo. Me gustaría saber su nombre, capitán. Y luego me gustaría llevarle a mi club e invitarle a una copa. Para templar los nervios. Está a la vuelta de la esquina.

—Es muy amable por su parte, coronel Von Gersdorff. Pero quizá sería mejor que no sepa quién soy. Por si la Gestapo le pide una lista de todas las personas que le ayudaron a organizar este pequeño desastre. Además, el mío no es precisamente uno de esos nombres que recordaría alguien como usted.

Von Gersdorff se irguió, como si le hubiera dado a entender que era un bolchevique:

—¿Sugiere usted que sería capaz de delatar a mis hermanos del ejército? ¿A patriotas alemanes?

—Créame, todo el mundo tiene un límite cuando se trata de la Gestapo.

—No sería una conducta propia de un oficial y un caballero.

—Claro que no. Y por eso la Gestapo no se sirve de oficiales y caballeros. Recurren a matones sádicos que pueden doblegar a un hombre con la misma facilidad que una de esas varillas de mercurio suyas.

—Muy bien —accedió—. Si así lo prefiere usted…

Von Gersdorff se dirigió a paso decidido hacia la puerta de los servicios como un hombre —o mejor dicho, un aristócrata— que hubiera sido gravemente insultado por un capitán de tres al cuarto.

—Espere un momento, coronel —dije—. Hay un oficial de la Gestapo especialmente fisgón al otro lado de esa puerta que está convencido de que ha entrado usted a vomitar. Por lo menos, espero que lo esté. Me temo que es lo único que se me ha ocurrido, teniendo en cuenta las circunstancias. —Me acerqué a un lavabo para llenarlo de agua—. Como le digo, es un malnacido de lo más receloso y ya huele a chamusquina, así que más vale que demos un poco más de verosimilitud a mi historia, ¿no cree? Acérquese.

—¿Qué va a hacer?

—Salvarle vida, espero. —Recogí un poco de agua en el cuenco de las manos y se la derramé por la pechera de la guerrera—. Y salvar la mía, tal vez. A ver, quédese quieto.

—Alto ahí. Es mi uniforme de gala.

—No dudo ni por un instante de su valentía, coronel, pero casualmente sé que se trata de su segundo fracaso en otras tantas semanas, así que no estoy muy seguro de que usted ni ninguno de sus colaboradores sepan de verdad qué demonios están haciendo. Me parece que usted y sus elegantes amigos carecen de las aptitudes letales necesarias para ser asesinos. Vamos a dejarlo ahí, ¿de acuerdo? Nada de nombres, nada de agradecimientos ni explicaciones, solo adiós.

Le eché un poco más de agua a Von Gersdorff por la pechera, y al oír que se abría la puerta, apenas tuve tiempo de coger una toalla del rodillo y empezar a secársela. Me volví para ver a Wetzel plantado en el cuarto de baño. La sonrisa en su rostro de roedor era cualquier cosa menos cordial.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—Ya le he dicho que sí, ¿no? —contesté en tono irritado—. Dios santo.

—Sí, eso me ha dicho, pero…

—No he tirado de la cadena —murmuró Von Gersdorff—. Las varillas siguen ahí.

—Cállese y déjeme hablar a mí —le advertí.

Von Gersdorff asintió.

—¿Qué le ocurre, Wetzel? —exclamé—. Maldita sea, ¿es que es incapaz de entender una puta indirecta? Le he dicho que ya me ocupaba yo.

—Tengo la clara impresión de que algo no va del todo bien por aquí —insistió Wetzel.

—No sabía que fuera usted fontanero. Pero adelante. Como en su casa. Ya que está aquí, a ver si consigue desatascar el retrete. —Tiré la toalla a un lado, miré de arriba abajo al coronel y asentí—. Ya está, señor. Un poco húmedo, tal vez, pero puede pasar.

—Lo siento —dijo Von Gersdorff.

—No tiene importancia. Puede pasarle a cualquiera.

Wetzel no era de los que se tragan un insulto. Cogió un cepillo para la ropa y me lo lanzó. Lo atrapé al vuelo.

—¿Por qué no le cepilla el uniforme, ya que está? —se mofó Wetzel—. Una nueva carrera como ayuda de cámara o encargado de los servicios no estaría fuera de lugar en estas circunstancias.

—Gracias. —Cepillé las hombreras del coronel unos segundos y dejé el cepillo. Probablemente era una opción más precavida, aunque mucho menos placentera, que intentar metérselo a Wetzel por el culo.

Wetzel olisqueó el aire.

—Desde luego no huele a que haya vomitado nadie ahí dentro —dijo—. Me pregunto por qué será.

Me reí.

—¿He dicho algo gracioso, capitán Gunther?

—Hay que ver por qué motivos intenta trincarte la Gestapo hoy en día. —Señalé con un gesto de cabeza los seis cubículos a nuestro lado—. ¿Por qué no comprueba si el coronel ha tirado de la cadena, ya que estamos, Wetzel?

Había un frasco de agua de lima en el estante detrás de los lavabos. Lo cogí, retiré el corcho y le eché un poco a las manos al coronel, que se frotó las mejillas con ella.

—Ya me encuentro bien, capitán Gunther —dijo—. Gracias por su ayuda. Ha sido muy amable. No lo olvidaré. He pensado que iba a desmayarme.

Wetzel miró detrás de la puerta del primer cubículo.

Volví a reír.

—¿Ha encontrado algo, Wetzel? ¿Un judío prófugo, tal vez?

—En la Gestapo tenemos un antiguo dicho, capitán —señaló Wetzel—. Un sencillo registro es siempre mejor que una sospecha.

Entró en el segundo cubículo.

—Es el último —murmuró Von Gersdorff.

Asentí.

—Tal como lo dice usted, Wetzel, suena afable, casi amistoso —comenté.

—La Gestapo no es poco amistosa —replicó Wetzel—. Siempre y cuando uno no sea enemigo del Estado.

Salió del segundo cubículo y entró en el tercero.

—Bueno, no hay nadie así por aquí —dije en tono despreocupado—. Por si no se había dado cuenta, el coronel estaba a punto de mostrarle al Führer la exposición. No encargan algo así a cualquiera, creo yo.

—¿Y cómo es que son amigos ustedes dos, capitán?

—Eso no es asunto suyo, pero acabo de regresar del cuartel general del Grupo de Ejércitos del Centro en Smolensk —respondí—. Es allí donde está destinado el coronel. Vinimos en el mismo avión de regreso a Berlín. ¿Verdad que sí, coronel?

—Sí —convino Von Gersdorff—. Todas las piezas que hoy se exhiben fueron recogidas por el Grupo de Ejércitos del Centro. Me alegra decir que me correspondía el enorme honor de enseñar la exposición al Führer esta mañana. Sin embargo, creo que he debido de contraer algún bacilo mientras estaba allí. Espero no habérselo contagiado al Führer.

—Dios no lo quiera —dije.

Wetzel entró en el cuarto cubículo. Le vi mirar dentro del retrete. En el caso de que hiciera lo mismo en el sexto y último cubículo sin duda vería las dos varillas de mercurio y seríamos arrestados, y entonces estaríamos perdidos. Corría el rumor por la Alexanderplatz de que Georg Elser —el autor del atentado frustrado de Múnich en agosto de 1939— había sido torturado por Heinrich Himmler en persona tras su intento de asesinar al Führer; se decía que Himmler había estado a punto de matarlo a patadas. Nadie sabía a ciencia cierta qué había sido de él desde entonces, pero los mismos rumores daban a entender que habían dejado que se muriera de hambre en Sachsenhausen. Cuando se trataba de asesinos, los nazis siempre eran sumamente rencorosos y vengativos.

—¿Cree que se ha ido por eso? —pregunté—. ¿Porque ha visto que usted estaba enfermo y no quería contagiarse?

—Es posible. —Von Gersdorff cerró los ojos y asintió, entendiendo al fin por dónde iban los tiros—. Creo que bien podría ser, sí.

—No se le puede echar en cara —comenté—. Había una epidemia de tifus en Smolensk cuando nos marchamos. En Vitebsk, ¿verdad? Donde murieron todos esos judíos…

—Eso le dije al Führer —aseguró Von Gersdorff—, cuando fue a nuestro cuartel general en Smolensk el fin de semana pasado.

—¿Tifus? —Wetzel frunció el entrecejo.

—No creo que haya contraído el tifus —dijo Von Gersdorff—. Al menos eso espero. —Se llevó las manos al estómago—. Aun así, vuelvo a sentirme bastante mal. Si me perdonan, caballeros, me temo que voy a vomitar otra vez.

El coronel se apartó de mí y se cuadró delante del capitán de la Gestapo, que retrocedió cuando, por un breve instante, Von Gersdorff le posó una mano en el hombro antes de abalanzarse hacia el último cubículo. Abrió la puerta y la cerró apresuradamente a su espalda. Hubo una breve pausa y luego le oímos sufrir fuertes arcadas. No me quedó más remedio que reconocérselo al coronel: era un actor estupendo. A esas alturas hasta yo había quedado casi convencido de que estaba vomitando.

Wetzel y yo nos sostuvimos la mirada con aversión evidente.

—Esto no tiene nada de personal. El que usted no me caiga bien, capitán Gunther, no tiene nada que ver con lo que estoy haciendo aquí.

—Asegúrese de tirar por el retrete la metralleta, coronel —le grité a través de la puerta—. Y ya que está, las bombas que lleva en los bolsillos.

—Me limito a hacer mi trabajo, capitán —aseguró Wetzel—. Nada más. Solo quiero asegurarme de que todo está en orden.

—Claro que sí —dije en tono amable—. Pero, por si no se ha dado cuenta, la corriente ya se ha llevado el gato río abajo. No dudo que el Führer quedaría sumamente impresionado con sus esfuerzos por garantizar su seguridad, capitán Wetzel, pero se ha marchado, de regreso a la cancillería del Reich, a almorzar a cuerpo de rey, no me cabe duda.

Von Gersdorff sufrió otra arcada.

Me acerqué al lavabo y empecé a lavarme las manos con energía.

—Por cierto —dije—, ¿el tifus se contagia por el aire o hay que comer algo que esté contaminado?

Por un momento el capitán Wetzel vaciló. Luego se lavó las manos a toda prisa. Le pasé la toalla. Wetzel empezó a secarse las manos, recordó que había usado esa misma toalla para, supuestamente, secarle el vómito de la guerrera al coronel, y la dejó caer de pronto al suelo. Luego dio media vuelta y se marchó.

Expulsé el aliento contenido, me apoyé en la pared y encendí un cigarrillo.

—Se ha ido —anuncié—. Ya puede salir. —Tomé una buena bocanada de humo y meneé la cabeza—. Me ha impresionado que consiguiera imitar de esa manera los vómitos. Sonaba de lo más convincente. Creo que sería usted un gran actor, coronel.

La puerta del cubículo se abrió muy despacio para revelar a Von Gersdorff, sumamente pálido.

—Me temo que no actuaba —reconoció—. Entre las bombas y ese maldito capitán de la Gestapo, tengo los nervios hechos polvo.

—Es perfectamente comprensible —dije—. Uno no intenta volarse por los aires todos los días. Hay que tener agallas para hacer algo así.

—Uno no fracasa todos los días tampoco —contestó con amargura—. Diez minutos más y Adolf Hitler estaría muerto.

Le di un pitillo y se lo encendí con la colilla del mío.

—¿Tiene familia?

—Una hija.

—Entonces, no sea tan duro con usted mismo. Piense en ella. Es posible que aún tengamos a Hitler, pero ella lo tiene a usted, y eso es lo que importa ahora mismo.

—Gracias. —Por un momento asomaron lágrimas a los ojos de Von Gersdorff; luego asintió y se las enjugó rápidamente con el dorso de la mano—. Me preguntó por qué se habrá ido tan de repente.

—Si me lo pregunta a mí, ese hombre no es un ser humano en absoluto. O eso o ha olido la colonia que llevaba antes de que le echara agua de lima en las manos. Era horrible.

Von Gersdorff sonrió.

—¿Sabe? —dije—. Creo que nos vendrá bien esa copa después de todo. Ha mencionado un club, ¿verdad? ¿A la vuelta de la esquina?

—Creía que prefería usted tener bien lejos a necios como yo.

—Eso era antes de que ese idiota del capitán abriera la boca y le dijera cómo me llamo —repuse—. ¿Y qué mejor compañía para un necio que otro necio?

—¿Eso somos? ¿Necios?

—Desde luego. Pero al menos sabemos que lo somos. Y hoy en día en Alemania eso pasa por sabiduría.

Fuimos al Club Alemán —antes el Herrenclub— en el número 2 de la Jäger Strasse, que era un vivero neobarroco de arenisca rojiza para cualquiera que tuviera un «Von» en el apellido, y esa clase de lugar en la que uno se siente inadecuadamente vestido sin una franja roja en la pernera del pantalón y una Cruz de Caballero al cuello. Había estado allí en una ocasión, pero solo porque confundí el establecimiento con el palacio dorado de Nerón y ellos me tomaron por un mensajero. Como es natural, las mujeres tenían prohibido el acceso. Bastante duro para los miembros era ver mi brazalete de hechicero en la guerrera allí dentro; si hubieran visto a una mujer en ese sitio alguien habría ido a por un atizador al rojo vivo.

Von Gersdorff pidió una botella de Prince Bismark. No deberían haberla tenido, pero naturalmente la tenían porque era el Club Alemán y los setenta y siete príncipes y treinta y ocho condes alemanes se contaban entre los socios que podrían haberse preguntado adónde estábamos yendo a parar si no se podía conseguir una botella decente de aguardiente. Me atrevería a decir que August Nöthling no era el único tendero de Berlín que sabía cómo eludir las estrictas medidas de racionamiento vigentes. Bebimos el licor solo, frío y aprisa, con brindis patrióticos en voz queda, porque si alguien estuviera escuchando nuestra conversación podría haberlos considerado desleales. Fue una suerte que estuviéramos en la bolera, que estaba vacía.

Un rato después estábamos los dos un poco borrachos y tiramos unos cuantos bolos, momento que aproveché para informar a Von Gersdorff de un aspecto de la trama para asesinar a Hitler que me parecía repelente.

—Desde que volví de Smolensk hay algo que me reconcome —dije.

—¿Oh? ¿Y de qué se trata?

—No tengo inconveniente en que intenten hacer saltar por los aires a Hitler —aseguré—. Pero sí en que rebanaran el gaznate a dos operadores en Smolensk porque oyeron casualmente algo que no deberían haber oído.

Von Gersdorff dejó de jugar a los bolos y negó con la cabeza.

—Me temo que no sé de qué me está hablando —dijo—. ¿Cuándo fue eso?

—El domingo 14 de marzo, de madrugada —contesté—. El día después de la visita del Führer a Smolensk. Hallaron asesinados a la orilla del río Dniéper a dos operadores del 537.º, cerca de un burdel llamado hotel Glinka. Yo me encargué de la investigación. Extraoficialmente, al menos.

—De veras, no sé nada al respecto —insistió—. Le aseguro, capitán Gunther, que en el cuartel general del Grupo de Ejércitos no hay nadie capaz de cometer semejante crimen. Ni de ordenar que se cometiera, desde luego.

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro. Estamos hablando de oficiales y caballeros. —Encendió un cigarrillo y negó con la cabeza—. Mire, a mí eso me suena mucho más a partisanos. ¿Por qué está tan seguro de que no fue algún puñetero Popov quien los asesinó?

Le expliqué mis razones.

—Les habían cortado el cuello con una bayoneta alemana. Y el asesino escapó a lomos de una moto BMW hacia el oeste, en dirección al cuartel general del Grupo de Ejércitos. También sospecho que las dos víctimas conocían a su asesino.

—Dios, qué horror. Pero si ocurrió cerca de un burdel, como usted dice, tal vez no fue más que una pelea entre soldados por una prostituta.

Me encogí de hombros.

—La Gestapo ahorcó a unos inocentes por el crimen, claro, como represalia. Así que se ha restablecido cierta idea de orden. Sea como sea, he pensado que podía pedirle su opinión. —Negué con la cabeza—. Igual fue una discusión por una prostituta, después de todo.

En realidad no lo creía. Tampoco es que importara gran cosa lo que creyese sobre los asesinatos ahora que había vuelto a Berlín. Averiguar quién asesinó a los dos operadores del ejército era tarea del teniente Voss en Smolensk, y pensé —y así se lo dije a Von Gersdorff— que si no volvía a ver ese lugar hasta el año 2043 sería un siglo antes de lo que me hubiera gustado.