Jueves, 18 de marzo de 1943
En el jardín del Invernadero crecían cientos de campanillas; la primavera ya se presentía y yo estaba de nuevo en Berlín; la ciudad rusa de Járkov había sido reconquistada por las fuerzas de Von Manstein y la víspera los nombres de una serie de miembros destacados del Estado y el Partido habían salido a relucir en el juicio de un célebre carnicero de Berlín llamado August Nöthling. Lo habían acusado de especulación, aunque habría sido más exacto decir que su auténtico delito había sido suministrar grandes cantidades de carne sin los cupones de racionamiento requeridos a altos cargos del gobierno como Frick, Rust, Darré, Hierl, Brauchitsch y Raeder. Frick, ministro del Interior, había recibido más de cien kilos de carne de ave, en una época en la que se rumoreaba que el Ministerio de Alimentación se estaba planteando reducir cincuenta gramos más la ración de carne diaria.
Todo eso debería haberme animado. En términos generales, nada me hacía disfrutar tanto como un escándalo de carácter abiertamente público que implicara a los nazis. Pero el juez Goldsche me había pedido que fuera a verle por segunda vez para hablar de mi informe sobre el bosque de Katyn, y aunque ya había enviado al juez Conrad a Smolensk para que se ocupara de una investigación que seguía siendo extraoficial y secreta, mucho me temía que aún no me había librado del asunto. La razón de ese temor era sencilla: a pesar de que llevaba tres días reincorporado a mi oficina, aún no me habían encargado otro caso, aunque había uno nuevo que requería una investigación a fondo.
Grischino era una zona al noroeste de Stalino, en Rusia. Tras la contraofensiva de febrero, el área había sido retomada por la 7.ª División Acorazada, que se encontró con que casi todos los que estaban en un hospital de campaña alemán —soldados heridos, enfermeras, trabajadores civiles, unos seiscientos, incluidos ochenta y nueve italianos— habían sido asesinados por el Ejército Rojo durante su retirada. Por si fuera poco, los rusos habían violado a las enfermeras antes de cortarles los pechos y luego rebanarles el pescuezo. Varios jueces —Knobloch, Block, Wulle y Goebel— ya se habían desplazado a Yekaterinovka para tomar declaración a los testigos locales, lo que dejó la Oficina de Crímenes de Guerra casi despoblada. Había unos cuantos supervivientes de la masacre de Grischino en el hospital de la Caridad de Berlín a los que aún debíamos tomar declaración, y yo no alcanzaba a entender que Goldsche no me hubiera pedido que me ocupase de ello a mi regreso de Smolensk. Había visto las fotografías suministradas por el batallón del Servicio de Propaganda. En una casa en particular, los cadáveres estaban apilados hasta un metro y medio de altura. En otra foto de diez soldados alemanes tendidos en fila a la orilla de la carretera se veía que los cráneos de los hombres habían sido aplastados hasta la tercera parte de su tamaño normal, como si les hubiera pasado por encima un camión o un tanque, muy probablemente mientras seguían aún con vida. Grischino era el peor crimen de guerra cometido contra Alemania que había visto llegar a nuestra oficina, pero el juez no parecía dispuesto a discutirlo conmigo.
—¿Cree que hay motivos para que sigamos adelante con esos asesinatos en Smolensk que investigó? —dijo al tiempo que encendía su pipa.
Brahms sonaba en la radio de su despacho, lo que era indicio de que íbamos a mantener una conversación muy privada.
—Supongo que se refiere a los dos soldados del regimiento de telecomunicaciones, y no a los seis civiles que ahorcó la Gestapo en plena calle.
—Ojalá no reaccionaran de manera tan exagerada —se lamentó Goldsche—. Matar a inocentes como represalia pone en grave peligro la esencia misma de esta oficina. Ya lo pueden adornar como quieran, que sigue siendo un crimen.
—¿Se lo dirá usted o lo haré yo?
—Bueno, creo que es mejor que lo haga usted, ¿no le parece? Después de todo, antes trabajaba para Heydrich, Bernie. Seguro que Müller lo escuchará.
—Pondré manos a la obra de inmediato, juez.
Goldsche rio entre dientes y dio una chupada a la pipa. La chimenea de su despacho debía de haber resultado dañada por las bombas —cosa bastante habitual en Berlín— porque era difícil distinguir el humo del fuego de carbón del humo de su pipa.
—Estoy seguro de que fue un alemán quien los asesinó —dije. Estaban empezando a llorarme los ojos, aunque bien podía ser por la almibarada música de Brahms—. Probablemente no fue más que una pelea por una prostituta. Ese caso se lo podemos dejar a la policía militar local.
—¿Cómo es ese teniente Ludwig Voss?
—Es un buen tipo, creo yo. Sea como sea, le dije al juez Conrad que podía confiar en él. Del coronel Ahrens no estoy tan seguro. Tiene una actitud demasiado protectora con sus hombres como para sernos de ayuda. Con sus hombres y sus abejas.
—¿Abejas?
—Tiene una colmena en el castillo donde está acuartelado el 537.º, que es en mitad del bosque de Katyn. Por la miel.
—Supongo que no le dio un poco, ¿verdad?
—¿Miel? No. De hecho, para cuando me fui tenía la impresión de que no le caía bien en absoluto.
—Bueno, me parece que tendrá abejas de sobra dándole la tabarra antes de que termine esta investigación —observó Goldsche—. Y supongo que será precisamente por eso, ¿no cree?
—Apuesto a que August Nöthling podría haberle vendido un poco de miel.
—Es carnicero.
—Es posible. Pero aun así se las apañó para suministrarles veinte kilos de chocolate al ministro del Interior y al mariscal de campo.
—Eso es justo lo que cabría esperar de alguien como Frick. Pero desde luego no me lo esperaba del ministro del Interior y del mariscal de campo.
—Después de ser jubilado por el Führer, ¿qué otra cosa puede hacer un viejo militar salvo comer si no quiere consumirse?
El juez sonrió.
—Bueno, y ahora ¿qué? —pregunté—. En mi caso, quiero decir. ¿Por qué no me permite tomar declaración a esos soldados heridos en el hospital de la Caridad? Los de Grischino.
—En realidad, voy a tomarles declaración yo mismo. Para no perder la costumbre. Sea como fuere, esperaba matar dos pájaros de un tiro. Tengo una indigestión espantosa, y he pensado convencer a algún médico o alguna enfermera de que me facilite un frasco de sal de frutas. Es imposible encontrarla en ninguna tienda.
—Como desee. Desde luego no pienso interponerme entre usted y la sal de frutas. Mire, no me apetece nada regresar a Rusia, pero me da la impresión de que hay mucho trabajo por hacer en Stalino, ahora mismo. Queda cerca de Járkov, ¿no es así?
—Depende de a qué se refiera con «cerca». Está trescientos kilómetros al sur de Járkov. Lo necesito aquí, en Berlín. Sobre todo ahora, este fin de semana.
—¿Le importa decirme por qué?
—El ministro de Propaganda me ha advertido de que pueden emplazarnos para que nos personemos en el palacio del Príncipe Carlos en cualquier momento, para que informemos al ministro en persona acerca de lo que descubrió usted en el bosque de Katyn.
Dejé escapar un gruñido.
—No, escuche, Bernie, quiero asegurarme de que en su informe no haya nada a lo que pueda ponerle pegas. No creo que la Oficina de Crímenes de Guerra esté en posición de permitirse defraudarle otra vez tan poco tiempo después de la decepción que se llevó cuando perdimos a nuestro testigo del hundimiento del buque Hrotsvitha von Gandersheim.
—Yo creía que la esencia de la propaganda es sobreponerse a la decepción.
—Además, este domingo es el Día Conmemorativo de los Héroes. Hitler pasará revista a una exhibición de material militar soviético requisado y pronunciará un discurso, y necesito que alguien de uniforme me acompañe al edificio del Arsenal y me ayude a representar a esta oficina. Estará presente todo el Estado Mayor, como siempre.
—Búsquese a otro, juez. Por favor. Yo no soy nazi. Eso ya lo sabe.
—Eso es lo que dice todo el mundo en esta oficina. Y no hay nadie más. Por lo visto, este fin de semana solo quedamos usted y yo.
—No será más que otra diatriba del gran nigromante contra la ponzoña bolchevique. Pero ahora empiezo a entenderlo. Por eso se han marchado de la ciudad tantos jueces de nuestra oficina, ¿no es así? Quieren eludir esa obligación.
—Así es, sin duda. Ninguno de ellos quiere estar ni remotamente cerca de Berlín este fin de semana. —Dio unas chupadas a la pipa y añadió—: Tal vez temen no demostrar el nivel adecuado de respeto y entusiasmo por la capacidad de Hitler para liderar nuestro país en un momento tan solemne. —Se encogió de hombros—. Por otra parte, es posible que no sea más que miedo.
Encendí un pitillo —si no puedes vencerles, únete a ellos— y le di una larga calada antes de volver a hablar.
—Espere un momento. ¿Va a ocurrir algo, juez? ¿En el Arsenal? ¿Va a pasarle algo al Estado Mayor?
—Creo que va a pasar algo, sí —admitió el juez—. Pero no al Estado Mayor. Al menos no de inmediato. Más tarde es posible que se dé alguna clase de reacción exagerada por parte de la Gestapo y las SS. Como esa de la que hablábamos antes. Así que yo en su lugar no olvidaría el arma. De hecho, le agradecería mucho que la lleve consigo. A mí nunca se me ha dado muy bien disparar.
Mientras hablaba el juez recordé un comentario del coronel Ahrens durante una de nuestras conversaciones más sinceras —algo relativo a que en Smolensk la traición iba de boca en boca— y de pronto cobró sentido buena parte de lo que había visto: el paquete dirigido al coronel Stieff en Rastenburg que Von Dohnanyi había llevado desde Berlín y que, curiosamente, el teniente Von Schlabrendorff había pedido al coronel Brandt que llevase en el avión de Hitler de regreso a Rastenburg tenía que haber sido una bomba, si bien una bomba que no explotó.
¿Y qué mejor motivo podía haber para que alguien hubiera matado a un par de operadores que la posibilidad de que hubieran oído por casualidad los detalles de un plan para asesinar a Hitler? Pero al fracasar ese plan, debía de haberse puesto en funcionamiento otro plan. Eso también tenía sentido: Hitler se estaba volviendo cada vez más solitario y las oportunidades de asesinarlo eran por tanto más escasas y se podían producir con menos frecuencia. Del mismo modo, si era esa la razón de que hubieran asesinado a los dos operadores, me parecía un acto repugnante. Hitler merecía morir, sin duda, y mantener el secreto tenía suma importancia para que el magnicidio llegara a buen puerto, pero no a costa de asesinar a sangre fría a dos inocentes. ¿O estaba pecando de ingenuidad?
—Claro —dije—. Se levanta la niebla. Empiezo a ver al rey de los elfos, padre. Se acerca.
El juez frunció el ceño, intentando identificar mi referencia.
—¿Goethe?
Asentí.
—Dígame una cosa, juez. Supongo que Von Dohnanyi está implicado, ¿no?
—Dios santo, ¿es tan evidente?
—No para todos —repuse—. Pero yo soy detective, ¿recuerda? Mi trabajo consiste en oler la mecha cuando arde. Sin embargo, si yo lo he supuesto, es posible que otros también se hayan percatado. —Me encogí de hombros—. Igual por eso no estalló la bomba en el avión de Hitler. Porque alguien lo descubrió.
—Dios bendito —masculló el juez—. ¿Cómo sabía usted eso?
—Para tratarse de un oficial de inteligencia de la Abwehr, su amigo no es muy listo —dije—. Valiente, pero no listo. Él y yo íbamos en el mismo avión a Smolensk. Si va a llevar un paquete dirigido a alguien que está en Rastenburg, resulta mucho menos sospechoso si lo entrega la primera vez que pasa por allí.
—El paquete que vio no era más que un plan de apoyo por si fallaba el plan A.
—¿Y cuál era el plan A? ¿Manipular los frenos del coche de Hitler? ¿Envenenar el menú vegetariano en el comedor de oficiales? ¿Hacerle tropezar en la nieve? El problema de esos malditos aristócratas es que lo saben todo acerca de los buenos modales y ser un caballero, pero no tienen ni idea de asesinar a sangre fría. Para hacer algo así hace falta un profesional. Como el que asesinó a esos dos telefonistas. Ese sí sabía lo que se hacía.
—No sé a ciencia cierta cuál era el plan.
—Entonces, ¿qué sabe? ¿Cómo van a intentar hacerlo esta vez?
—Otra bomba, me parece.
Sonreí.
—Me parece que es usted un pésimo vendedor, señor juez. Me invita a una fiesta y luego me dice que va a estallar una bomba mientras estamos allí. Cada vez me entusiasma menos la perspectiva del domingo por la mañana.
—Un oficial muy valiente del Grupo de Ejércitos del Centro, en Smolensk, a quien corresponde mostrar a Hitler la exhibición de armamento soviético requisado, ha accedido a llevar la bomba en el bolsillo de la chaqueta. Creo que tiene planeado estar tan cerca como le sea posible del Führer cuando estalle.
Me pregunté si ese oficial sería el coronel de la Abwehr al que había visto en el avión de regreso de Smolensk. Se lo habría preguntado al juez, pero me dio la impresión de que ya lo había importunado bastante con mis comentarios sobre Von Dohnanyi. Desde luego no quería que Goldsche llamara a ese oficial y le dijera que suspendiese el magnicidio a causa de lo que había descubierto yo.
—Entonces esperemos que todo vaya bien —comenté—. Es la única opción que nos queda en la Alemania nazi.