9

Domingo, 14 de marzo de 1943

Pasé otra noche en el castillo de Dniéper, y esta vez no me quitó el sueño el frío, ni los recuerdos de los tres niños harapientos que había visto —ni desde luego ningún sentimiento espiritual acerca de lo que pudiera haber ocurrido en el bosque de Katyn—, sino el teniente Hodt al entrar en mi cuarto.

—Capitán Gunther —dijo.

—Sí, ¿qué ocurre, teniente?

—El coronel Ahrens se disculpa por las molestias y le pide que se reúna con él lo antes posible. Su coche lo espera fuera, delante del castillo.

—¿Fuera? ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—Será mejor que se lo explique todo el coronel —dijo Hodt.

—Sí. Sí, claro. ¿Qué hora es?

—Las dos de la madrugada, señor.

—Joder.

Me vestí y salí. Un Kübelwagen del ejército esperaba en la nieve con el motor al ralentí. Me monté junto al coronel Ahrens y detrás de otro oficial al que no había visto nunca. En torno al cuello del segundo oficial colgaba una gola de metal que lo identificaba como miembro de la policía militar uniformada, que era el equivalente fácilmente reconocible de la insignia de la Kripo que llevaba yo en el bolsillo de la chaqueta en mis tiempos de detective de paisano. Estaba bastante claro que no íbamos a ir a la biblioteca local. En cuanto tomé asiento, el suboficial que conducía el Kübelwagen metió la marcha estruendosamente y salimos a toda velocidad.

—Capitán Gunther, le presento al teniente Voss, de la policía militar.

—De no ser tan tarde, tal vez sería un placer conocerle, teniente.

—El capitán Gunther trabaja en la Oficina de Crímenes de Guerra en Berlín —le explicó Ahrens—. Pero antes era comisario de policía de la Kripo, en la Alexanderplatz.

—¿De qué va todo esto, coronel? —le pregunté a Ahrens.

—Dos de mis hombres han sido asesinados, capitán.

—Lamento oírlo. ¿Han sido los partisanos?

—Esperamos que usted nos ayude a averiguarlo.

—Supongo que la esperanza no tiene nada de malo —comenté sarcásticamente.

Fuimos en dirección este por la carretera de Smolensk. Un cartel colocado en la cuneta advertía: PELIGRO, PARTISANOS. ¡NO PASAR VEHÍCULOS INDIVIDUALES! MANTENER LAS ARMAS PREPARADAS.

—Me temo que ya han llegado a una conclusión —observé.

—El experto es usted —replicó Voss—. Tal vez cuando haya echado un vistazo al escenario nos diga qué le parece.

—¿Por qué no? —contesté—. Siempre y cuando todos tengan presente que dentro de diez horas voy a tomar un vuelo a Berlín.

—Solo un vistazo —insistió Ahrens—. Por favor. Luego, si lo desea, puede tomar ese vuelo a casa.

Lo de «si lo desea» no me hizo la menor gracia, pero me mordí la lengua. De un tiempo a esta parte se me daba mejor hacerlo. Además, vi que el coronel estaba disgustado, y decirle que en realidad me traía sin cuidado quién hubiera matado a sus hombres no facilitaría mi partida de Smolensk, ya demorada. Tenía tantas ganas de quedarme en esa ciudad como de darme un baño en agua helada.

Unas manzanas al este de la estación de ferrocarril la carretera se bifurcaba y tomamos el ramal sur, por la Schlachthofstrasse, antes de doblar hacia la Dnieperstrasse, donde el chófer derrapó y detuvo el vehículo. Nos apeamos, pasamos por delante de un Opel Blitz que estaba lleno a rebosar de policías militares y bajamos por una pendiente cubierta de nieve hasta la orilla del río Dniéper, donde estaba aparcado otro vehículo militar provisto de un foco que iluminaba dos cadáveres tendidos, uno junto a otro, al borde del agua medio congelada. Dos de los hombres del teniente estaban al lado de los cadáveres, dando taconazos al suelo para combatir el frío y la humedad. El río se veía tan negro como la laguna Estigia y casi igual de manso en el silencio iluminado por la luna.

Voss me alcanzó una linterna y, aunque estaba deseoso de no verme implicado, procuré aparentar que rastreaba con ojo profesional el escenario del crimen del teniente. No revestía excesivas dificultades: dos hombres de uniforme, con la cabeza descubierta y aplastada, y el cuello limpiamente cortado de oreja a oreja como la amplia sonrisa de un payaso, con sangre derramada sobre la nieve, que, a la luz de la luna, casi no parecía sangre.

—Teniente, a ver si encuentra sus «tapacapullos», ¿quiere?

—¿Sus qué?

—Las gorras, las malditas gorras. Búsquelas.

Voss miró a uno de sus hombres y transmitió la orden. El soldado subió con dificultad el terraplén.

—Y a ver si encuentra el arma homicida, ya que está —le grité—. Un cuchillo o una bayoneta.

—Sí, señor.

—Bueno, ¿qué se sabe de momento? —pregunté sin dirigirme a nadie en concreto y sin mucho interés en recibir una respuesta.

—Son el sargento Ribe y el cabo Greiss —dijo el coronel—. Dos de mis mejores hombres. Han estado de guardia en la central hasta las cuatro de esta tarde más o menos, después de marcharse el Führer.

—¿Qué hacían?

—Ocuparse de la centralita telefónica. La radio. Descifrar mensajes con la máquina Enigma.

—Así que al acabar la guardia, se han marchado del castillo. ¿Cómo? ¿En un vehículo militar?

—No, a pie —contestó Ahrens—. Se puede llegar aquí andando en media hora.

—Solo si se tiene mucho interés, diría yo. ¿Qué alicientes hay por aquí? No me diga que se trata de esa iglesia cerca de la estación de tren o empezaré a preocuparme por haberme perdido algo importante.

—¿La de San Pedro y San Pablo? No.

—Hay una piscina de la que se sirve el ejército en la Dinieperstrasse —sugirió Voss—. Por lo visto fueron a nadar y a la sauna, y después fueron a la puerta de al lado.

—¿Y la puerta de al lado es…?

—Un prostíbulo —contestó Voss—. En el hotel Glinka. O lo que antes era el hotel Glinka.

—Ah, sí, Glinka, ya lo recuerdo. Es el padre de la música clásica rusa, ¿verdad? —Lancé un sonoro bostezo—. Tengo ganas de conocer su música. Seguro que es un cambio agradable respecto al frío viento ruso. Dios, tengo las orejas como si me las hubieran mordido.

—Las putas del prostíbulo aseguran que los dos hombres estuvieron allí hasta medianoche y luego se fueron —dijo Voss—. No hubo problemas ni peleas. Nada sospechoso.

—¿Putas? ¿Cómo es que no me dijeron nada? Pasé la velada a solas con un buen libro.

—No es un lugar para oficiales alemanes —aseguró Voss—. Es un local para reclutas. Un cyria.

—¿Qué es un cyria? —pregunté.

—Un prostíbulo de prisioneras.

—Ah —dije—, así que, en el sentido estricto de la palabra, no son putas en absoluto. Solo chicas inocentes de fuera de la ciudad obligadas a prestar sus servicios a la patria en posición horizontal. Ahora me alegro de haberme quedado en mi cuarto con el libro. ¿Quién los ha encontrado?

—¿Cómo dice?

—Los cadáveres. ¿Quién los ha encontrado? ¿Una puta? ¿Otro Fritz? ¿El barquero del Volga? ¿Quién?

—Un sargento de las SS que ha salido del Glinka en busca de un poco de aire fresco —explicó Voss—. Había bebido más de la cuenta y se sentía mal, dice. Ha visto una figura inclinada sobre estos dos hombres aquí abajo y ha pensado que se trataba de un robo. Ha dado el alto al hombre, que ha huido en dirección al puente oeste. —El teniente Voss señaló a lo largo del cauce del río—. Por ahí.

—Que está en ruinas, ¿no? Así que podemos dar por sentado que no tenía intención de cruzar el río esta noche. A menos que fuera un nadador de mil demonios.

—Correcto. El sargento ha perseguido a la figura un rato pero la ha perdido en la oscuridad. Poco después ha oído que arrancaba un motor y se ponía en marcha un vehículo. Asegura que sonaba como una motocicleta, aunque he de decir que no sé cómo lo podía saber sin verla.

—Humm. ¿En qué dirección ha ido la moto? ¿Lo ha dicho?

—Hacia el oeste —contestó Voss—. No ha vuelto.

Encendí un pitillo para no seguir bostezando.

—¿Ese sargento ha facilitado alguna información sobre el hombre que ha visto? Aunque no es que tenga mucha importancia, si iba borracho.

—Dice que estaba muy oscuro.

Levanté la mirada hacia la luna. Había unas cuantas nubes, y de vez en cuando una de ellas tendía una cortina oscura sobre la luna, aunque nada hacía presagiar que el tiempo fuera a retrasar de nuevo mi vuelo de regreso a Berlín.

—Es posible, supongo.

Luego volví a contemplar a los dos muertos. Un hombre con el cuello cortado es un espectáculo especialmente horrendo. Supongo que es porque recuerda el sacrificio de un animal, por no hablar de la enorme cantidad de sangre que implica. Pero la manera en que esos dos hombres habían sido degollados —pues era eso lo que les había ocurrido— revestía un horror adicional, ya que les habían cortado el cuello con tanta fuerza que casi los habían decapitado, de tal modo que la espina dorsal quedaba a la vista. Si me hubiera acercado lo suficiente, es probable que hubiera visto lo que había cenado cada cual. En cambio, les levanté las manos en busca de cortes defensivos, pero no había ninguno.

—Creo recordar que a los partisanos les gusta arrancarles la cabeza a los soldados alemanes capturados —dije.

—Se han dado casos —concedió Voss—. Y no solo la cabeza.

—Así que tal vez nuestro asesino tenía intención de hacer precisamente eso, pero ese sargento de las SS se lo ha impedido.

—Sí, señor.

—Por otra parte, las víctimas siguen con el arma corta enfundada y ni siquiera desabrocharon el botón de la funda, lo que quiere decir que no estaban asustados. —Empecé a registrarle los bolsillos a uno—. Otro indicio de que no fueron partisanos. Y casi con toda seguridad un partisano se habría llevado estas armas. Las armas son más valiosas que el dinero. Sin embargo, no hay ni rastro de un billetero.

—Está aquí, señor —dijo Voss, que me mostró una cartera—. Lo siento. Les he cogido el billetero a los dos cuando intentaba identificarlos antes.

—¿Me deja ver uno de ellos?

Voss me entregó una cartera. Pasé un par de minutos revisando el contenido y encontré varios billetes.

—Supongo que esas prostitutas no cobran mucho. A este le queda dinero de sobra, cosa muy poco habitual cuando alguien sale de un prostíbulo. Bueno, el móvil no era el robo sino alguna otra cosa, pero ¿qué? —Iluminé con la linterna pendiente arriba, en dirección a la calle y el prostíbulo—. Tal vez sencillamente el asesinato… Parece ser que les han cortado el cuello aquí, cuando estaban tendidos en el suelo.

—¿Cómo lo ha deducido? —quiso saber el coronel Ahrens.

—La sangre les ha empapado el pelo de la nuca —señalé—. Si les hubieran cortado el cuello estando de pie, habría resbalado por la pechera de la guerrera, cosa que no ha ocurrido. La mayor parte de la sangre está en la nieve, ahí. Además, se trata de un trabajo limpio, casi quirúrgico, como si les hubiera cortado el cuello alguien que sabía lo que se hacía.

El policía militar regresó con la gorra de uno de los fallecidos en la mano.

—He encontrado las gorras en la calle, señor. La otra la he dejado donde estaba para que pueda echarle usted un vistazo.

Cogí la gorra, la desplegué y encontré sangre y pelo dentro.

—Vamos —dije sin perder un instante—. Indíqueme dónde está. —Y luego a Ahrens y Voss—: Esperen aquí, caballeros.

Seguí al hombre terraplén arriba hasta un lugar en la calle donde otro policía militar estaba plantado alumbrando la otra gorra con la linterna. La recogí e inspeccioné el interior: también había sangre. Luego regresé pendiente abajo hasta donde se encontraban Ahrens y Voss. Con el haz de la linterna iba alumbrando primero en un sentido y luego en el otro.

—Probablemente el asesino los ha golpeado en la cabeza ahí arriba, en la calle —aseguré—. Y luego los ha arrastrado hasta aquí abajo, donde estaría más a cubierto, y los ha matado a los dos.

—¿Cree que ha sido un partisano?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Pero supongo que, a menos que podamos probar que no lo ha sido, la Gestapo querrá ejecutar a unos cuantos vecinos para demostrar a todo el mundo que están tomándose el asunto en serio, como solo la Gestapo puede hacerlo.

—Sí —comentó Voss—, no había pensado en eso.

—Probablemente por eso no trabaja usted para la Gestapo, teniente. Espere un momento. ¿Qué es esto?

Algo brillaba entre la nieve, algo metálico, aunque no era un cuchillo ni una bayoneta.

—¿Alguien sabe qué es esto?

Teníamos ante nuestros ojos dos trozos ondulados de metal plano y dúctil, unidos por un encaje ovalado en el ángulo; los pedazos de metal se desplazaron igual que un par de naipes entre mis dedos. El coronel Ahrens me cogió el objeto de la mano y lo examinó.

—Creo que es del interior de una vaina de una bayoneta alemana —dijo.

—¿Está seguro?

—Sí —afirmó Ahrens—. Esto sirve para mantener la bayoneta en su sitio. Evita que se desprenda. A ver, soldado —le dijo Ahrens al policía militar—, ¿lleva bayoneta?

—Sí, señor.

—Démela. Y la vaina también.

El policía obedeció, y con ayuda de su navaja suiza el coronel no tardó en retirar el tornillo de la vaina del soldado y sacar un muelle idéntico de su interior.

—No tenía idea de que la bayoneta permanece envainada gracias a ese mecanismo —comentó Voss—. Qué interesante.

Regresamos pendiente arriba hacia el hotel Glinka.

—Dígame, coronel, ¿hay algún otro prostíbulo en Smolensk?

—Cómo voy a saberlo… —respondió con frialdad.

—Sí que los hay, capitán Gunther —respondió Voss—. Está el hotel Moskva, hacia el sudoeste de la ciudad, y el hotel Archangel cerca de la Kommandatura. Pero el Glinka es el que más cerca queda del castillo y del 537.º de Telecomunicaciones.

—Desde luego sabe usted lo suyo sobre prostíbulos, teniente —comenté.

—Como policía militar, tengo que saberlo.

—Así que si iban a pie como usted dice, coronel, lo más probable es que hubieran optado por el Glinka.

—Eso tampoco lo sé —dijo el coronel.

—No, claro que no. —Dejé escapar un suspiro y miré el reloj, pensando que ojalá estuviera ya en el aeropuerto—. Igual debería guardarme mis preguntas, coronel, pero se me había metido en la cabeza que usted quería que lo ayudase con esto.

El Glinka era un edificio blanco de apariencia recargada con más florituras arquitectónicas afeminadas que el pañuelo de encaje de un cortesano. En el tejado había una suerte de aguja almenada con una veleta; en la calle se veía una entrada arqueada con gruesas columnas en forma de pimentero que hacían pensar en un templo filisteo de saldo, y casi esperé encontrarme a un Iván musculoso encadenado entre ellas para regocijo de algún dios de la fertilidad local. En realidad, solo había un portero con barba que sujetaba un sable oxidado, lucía un abrigo rojo de cosaco y tenía el pecho lleno de medallas baratas de aspecto inverosímil. En París tal vez hubieran sacado partido a una entrada como esa, como tal vez hubieran conseguido que el interior del establecimiento pareciera atractivo e incluso elegante, con abundantes espejos franceses, mobiliario dorado y cortinas de seda: los franceses saben regentar un prostíbulo decente de la misma manera que saben llevar un buen restaurante. Pero Smolensk está muy lejos de París y el Glinka estaba a cien mil kilómetros de ser un prostíbulo decente. No era más que un mostrador de embutidos, una casa de putas barata donde con solo trasponer la puerta de cristal sucio y oler el intenso hedor a perfume barato y a fluidos masculinos uno empezaba a temer la posibilidad de pillar la gonorrea. Compadecí a cualquier hombre que acudiera allí, aunque no tanto como a las chicas, muchas de ellas polacas —y algunas de quince años apenas—, que habían sido arrebatadas de sus hogares para que se dedicaran al «trabajo agrícola» en Alemania.

Unos minutos de conversación con un surtido de esas desgraciadas me bastó para descubrir que Ribe y Greiss eran clientes habituales del Glinka, que tenían un comportamiento impecable —o al menos tan impecable como cabía esperar teniendo en cuenta las circunstancias— y que se habían marchado solos poco antes de las once, con la antelación suficiente para regresar al castillo a tiempo de estar presentes cuando pasaran revista a medianoche. Enseguida tuve la impresión de que la horrenda suerte que habían corrido los dos soldados probablemente no había tenido nada que ver con lo ocurrido en el Glinka.

Cuando terminé de interrogar a las prostitutas polacas del Glinka, salí y respiré hondo el aire limpio y frío de la calle. El coronel Ahrens y el teniente Voss me siguieron y esperaron a que dijera algo. Pero cuando cerré los ojos un momento y me apoyé en una de las columnas de la entrada, el coronel interrumpió mis pensamientos.

—Bueno, capitán Gunther —dijo con impaciencia—. Tenga la bondad de decirnos qué impresión se ha llevado.

Encendí un pitillo y meneé la cabeza.

—Hay veces que ser hombre parece casi tan malo como ser alemán —comenté.

—De veras, capitán, es usted de lo más exasperante. Procure olvidar sus sentimientos personales y céntrese en su trabajo de policía, haga el favor. Sabe perfectamente que me refiero a mis muchachos y lo que ha podido ocurrirles, maldita sea.

Tiré el cigarrillo al suelo con rabia y luego me cabreé más aún por haber malgastado un buen pitillo.

—Esa sí que es buena viniendo de usted, coronel. Me despierta para que ayude a la policía militar aportando un par de ojos de poli más y luego se calza las espuelas y se pone en plan estirado cuando estos ojos de poli ven algo que no le gusta. Si usted me lo pregunta, sus malditos muchachos se lo tenían merecido por estar ahí dentro. Bastante mal me siento ya entrando por la puerta de una pocilga como esa, ¿sabe? Pero también es verdad que en esos asuntos soy bastante peculiar. Igual tiene usted razón. A veces se me olvida que soy un soldado alemán.

—Oiga, solo le he preguntado por mis hombres. Los han asesinado, después de todo.

—Se ha puesto en plan estirado conmigo, y si algo detesta un berlinés es que se le pongan en plan estirado. Es posible que sea usted coronel, pero no intente meterme una baqueta por el culo, señor.

—Capitán Gunther, qué temperamento tan violento tiene usted.

—Igual es porque estoy harto de que la gente piense que toda esta mierda tiene alguna importancia en realidad. Sus hombres han sido asesinados. Sería para partirse de risa si toda la situación en Rusia no fuera tan trágica. Habla usted de asesinato como si aún significara algo. Por si no se ha dado cuenta, coronel, estamos todos en el peor lugar del mundo con una bota en el puto abismo, y fingimos que hay ley y orden, y algo por lo que merece la pena luchar. Pero no lo hay. Ahora no. Solo hay locura y caos, matanzas y tal vez algo peor que está aún por llegar. Hace solo un par de días me dijo usted que dieciséis mil judíos del gueto de Vitebsk acabaron en el río o convertidos en fertilizante humano. Dieciséis mil personas. ¿Y se supone que tienen que importarme un par de Fritz de permiso a los que les han rebanado el gaznate a la salida de un burdel?

—Veo que está usted bajo mucha tensión, señor —dijo el coronel.

—Todos lo estamos —convine—. Es la tensión de tener que apartar la mirada todo el tiempo. Bueno, no me importa decirle que se me están cansando los músculos del cuello.

El coronel Ahrens reprimió su furia.

—Sigo esperando una respuesta a una pregunta perfectamente razonable, capitán.

—De acuerdo, le diré lo que creo, y usted puede decirme que estoy equivocado y luego el teniente puede llevarme al aeropuerto. Coronel, sus hombres fueron asesinados por un soldado alemán. Tienen el arma reglamentaria enfundada, así que no creyeron estar en peligro, y con esta luna es poco probable que el asesino haya podido sorprenderlos. Es posible que incluso conocieran a su verdugo. Es un hecho forense incómodo, pero la mayoría de la gente que es asesinada conoce a su asesino.

—No doy crédito a lo que dice —replicó Ahrens.

—Dentro de un momento le daré más razones por las que creo lo que creo —dije—. Pero ¿me permite? Es probable que el ataque inicial ocurriera en la calle. El asesino los golpeó en la cabeza con un instrumento contundente que luego lanzó al río. Debía de ser bastante fuerte, según se desprende de las heridas en la cabeza: no me sorprendería que Ribe y Greiss hubieran acabado por fallecer igualmente de resultas de esos golpes. Luego los arrastró hacia el río. Se aseguró de lo que hacía, además, a juzgar por el tamaño de los tajos de bayoneta. He visto caballos de tiro con una boca más pequeña que esas heridas. Les cortó el cuello mientras seguían inconscientes, así que quería asegurarse de que estaban muertos. Y creo que eso es importante. Asimismo, me da la impresión de que la laceración termina más arriba en un lado del cuello de cada hombre que en el otro. El lado izquierdo del cuello según se mira, lo que puede indicar que se trata de un zurdo.

»Ahora bien: tal vez lo interrumpieron o tal vez no. Es posible que tuviera intención de empujar los cadáveres hasta el agua y dejar que se los llevara la corriente para así tener más tiempo de huir. Eso habría hecho yo. Con cabeza o sin ella, un cadáver que ha estado en el agua tarda más en empezar a dar pistas al patólogo, por muy experimentado que sea, y no creo que haya muchos así en Smolensk ahora mismo.

»Cuando emprendió la huida y se fue siguiendo el cauce del río, iba en busca de la moto. Sí, no dudo que el sargento de las SS estaba en lo cierto. No hay nada equiparable al sonido de una BMW con motor refrigerado por aire. Ni siquiera la música de Glinka. Los partisanos pueden robar motos, claro, pero no tendrían el descaro de pasearse con ellas por Smolensk, con tantos controles como hay en la ciudad. Si aparcó la moto hacia el oeste su nombre no figurará en la lista de ningún policía militar. Y no olvidemos que el arma homicida era alemana. Según los testigos, la moto fue hacia el oeste por la carretera de Vitebsk. Y, teniendo en cuenta que el puente del oeste está cortado, no cabe duda de que no cruzó el río. Lo que significa que su asesino debe estar acuartelado en esa dirección. Hacia el oeste de Smolensk. Supongo que encontrará la bayoneta por esa carretera, teniente. Sin el muelle de la vaina es muy posible que se le haya caído.

—Pero si ha ido hacia el oeste —dijo el coronel—, eso significa que, según usted, debía de ir en dirección al 537.º, en el castillo, el Estado Mayor en Krasny Bor o la Gestapo en Gnezdovo.

—Así es —convine—. Yo en su lugar, teniente, comprobaría los registros de salida de vehículos en los tres lugares. Es posible que así atrape a su hombre. Moto alemana, bayoneta alemana y el autor acuartelado en algún punto de la carretera de Vitebsk.

—No puede estar hablando en serio —dijo el coronel—. Acerca de dónde presta servicio el asesino, me refiero.

—No puedo decir que le envidie el deber de desmentir alguna de esas puñeteras coartadas, teniente. Pero le guste o no, así son las cosas con los homicidios. Rara vez se desenmarañan con la misma pulcritud que un jersey de lana que ya no queremos. Por lo que respecta a por qué los mató, a eso es más difícil responder. Pero, ya que hemos descartado el robo y una pelea por causa de una prostituta preferida, todo indica que fue un homicidio por un motivo detestable, según lo especifica la ley: en otras palabras, fue un asesinato premeditado. Así es, caballeros, tenía intención de matarlos a los dos. La pregunta es: ¿por qué hoy? ¿Por qué hoy y no ayer, o anteayer o el fin de semana pasado? ¿Fue porque se le presentó la oportunidad o podría haber alguna otra razón? Solo lo averiguará, teniente, cuando investigue la vida de estos dos soldados mucho más a fondo. Descubra quiénes eran en realidad y averiguará el móvil, y cuando lo averigüe estará mucho más cerca de dar con su asesino.

Prendí otro pitillo y sonreí. Ahora que había soltado un poco de presión me notaba más tranquilo.

—Podría encontrarlo usted —dijo el coronel—. Si se queda una temporada aquí, en Smolensk.

—Oh, no —repuse—. Yo no. —Miré mi reloj de pulsera—. Dentro de ocho horas vuelvo a Berlín. Y no pienso regresar aquí. Nunca. Aunque me pongan una bayoneta en el cuello. Ahora, si no le importa, me gustaría volver al castillo. Es posible que aún pueda dormir un poco antes del vuelo.

Seis horas después el teniente Rex estaba delante de la puerta principal del castillo esperando para llevarme al aeropuerto de Smolensk. Era una hermosa mañana despejada con el cielo más azul que la cruz de una bandera imperial prusiana y hacía un día perfecto para volar, si es que tal cosa es posible. Tras casi cuatro días en Smolensk, lo cierto es que tenía ganas de pasar doce horas a bordo de un gélido avión. El cocinero del regimiento del castillo de Dniéper me había preparado un termo grande de café y unos sándwiches, e incluso me las había apañado para conseguir un pasamontañas del almacén del ejército para ponérmelo debajo de la gorra, a fin de mantener mis orejas calientes. La vida era agradable. Tenía un libro, un periódico reciente y todo el día para mí.

—El coronel le envía saludos —me informó Rex— y se disculpa por no poder despedirse de usted en persona, pero se ha visto retenido de manera inevitable en el cuartel general del Grupo de Ejércitos.

Encogí los hombros quitándole importancia.

—A la vista de los sucesos de anoche, supongo que tiene mucho de lo que hablar allí —dije.

—Así es, señor.

Rex guardó silencio, cosa que le agradecí y lo achaqué a la pérdida de sus dos camaradas. No los mencioné. Eso ya no era de mi incumbencia. Lo único que me importaba era subirme al avión de regreso a Berlín antes de que ocurriera alguna otra cosa que me retuviese en Smolensk. No me hubiera extrañado nada que el coronel Ahrens le pidiese al mariscal de campo Von Kluge que demorase mi partida el tiempo suficiente para que investigase los asesinatos. Y Von Kluge estaba en posición de hacer algo así. Tal vez yo fuera del SD, pero seguía dependiendo de la Oficina de Crímenes de Guerra, y eso suponía que estaba a las órdenes del ejército.

Poco después de dejar atrás la estación de ferrocarril, doblamos hacia el norte por la Lazarettstrasse, para encontrarnos un grupo de personas reunidas en un solar en la esquina de la Grosse Lermontowstrasse. De pronto sentí ganas de vomitar, como si hubiera ingerido veneno.

—Pare el coche —le pedí a Rex.

—Tal vez sea mejor no parar, señor —me advirtió—. No tenemos escolta, y si el gentío se desmanda, no lo podremos contener.

—Pare el maldito coche, teniente.

Me apeé del vehículo militar, desabroché la funda de mi arma y me dirigí hacia el grupo de gente, que se apartó en un silencio hosco para abrirme paso. El horror no necesita de la oscuridad, y a veces un acto malvado de verdad elude las sombras. Habían erigido un patíbulo con seis postes de los que colgaban ahora otros tantos cadáveres, cinco de ellos jóvenes y todos evidentemente rusos a juzgar por la ropa. Los hombres seguían con su gorro de campesinos. En torno al cuello de la figura central —una joven a la que le faltaba un zapato y que llevaba un pañuelo en la cabeza— colgaba un cartel escrito en alemán y luego en ruso: SOMOS PARTISANOS Y ANOCHE ASESINAMOS A DOS SOLDADOS ALEMANES. Ninguno llevaba mucho rato muerto; un charco de orina debajo de uno de los cadáveres que se mecían al viento aún no se había helado. Era una de las cosas más tristes que había visto en mi vida, y noté una profunda vergüenza, la misma clase de vergüenza que sentí la primera vez que vine a Rusia y fui testigo de lo que les ocurría a los judíos en Minsk.

—¿Por qué lo han hecho? Anoche dejé perfectamente claro a todo el mundo que esos hombres no fueron asesinados por partisanos. Se lo dije al coronel con toda claridad. Y se lo dije al teniente Voss. Estoy seguro de que los dos entendieron que Ribe y Greiss murieron a manos de un soldado alemán. Todas las pruebas de que disponemos señalan en esa dirección.

—Sí, señor, lo oí.

—Pues todo lo dije en serio. Sin excepción.

El teniente Rex reculó hacia mí como si no quisiera apartar la mirada del gentío, pero a decir verdad bien podía ser que no quisiera mirar a las seis personas que colgaban de aquella horca hecha con troncos de haya.

—Le aseguro que esta ejecución no ha tenido nada que ver con el coronel ni con la policía militar —explicó Rex.

—¿Ah, no?

—No, señor.

—Bueno, al menos ahora entiendo por qué su coronel no quería acompañarme al aeropuerto en persona. Ha sido astuto por su parte. Difícilmente podría haber evitado ver esto, ¿eh?

—No le hacía la menor gracia, señor, pero ¿qué podía hacer él? Esto es cosa de la Gestapo. Son ellos quienes llevan a cabo las ejecuciones en Smolensk, no el ejército. Y pese a lo que acaba de decir usted, que fue un soldado alemán quien asesinó a Ribe y Greiss, creo que han creído necesario dejar bien claro a los habitantes de Smolensk que los asesinatos de alemanes no quedarán impunes. Al menos esa información tenía el coronel.

—Aunque se castigue a inocentes —señalé.

—Bueno, esos no eran inocentes —repuso Rex—. No exactamente, por lo menos. Creo que ya estaban presos en la cárcel de la Kiewerstrasse, por un motivo u otro. Probablemente eran ladrones o estraperlistas. Hay muchos de esos en Smolensk. —Rex había sacado la pistola y la blandía pegada al costado, con cierta rigidez—. Ahora, si no le importa, deberíamos largarnos de aquí antes de que nos cuelguen junto a esos otros.

—El caso es que debería haber imaginado que ocurriría algo así —dije—. Tendría que haber ido anoche al cuartel general de la Gestapo y habérselo explicado en persona. Habrían prestado atención a la maldita calaverita con las tibias cruzadas que llevo en la gorra.

—Señor. Más vale que nos vayamos.

—Sí. Sí, claro. —Suspiré—. Lléveme al aeropuerto. Cuanto antes salga de este infierno, mejor.

Considerablemente aliviado, Rex me siguió de vuelta al coche, y de pronto empezó a charlar por los codos, entrelazando explicaciones y evasivas de esas que había oído a menudo y sin duda volvería a oír.

—A nadie le gustan esos asuntos —dijo cuando íbamos hacia el norte por la Flugsplatzstrasse—. Las ejecuciones públicas. Y a mí menos que a nadie. No soy más que un teniente de telecomunicaciones. Trabajaba para la Siemens en Berlín antes de la guerra, ya sabe. Instalaba teléfonos en los domicilios de la gente. Por suerte, no tengo que verme implicado en eso. Ya sabe, las medidas policiales. Hasta el momento he superado esta guerra sin dispararle a nadie, y con un poco de suerte, eso no cambiará. A decir verdad, sería tan incapaz de colgar a un montón de civiles como de interpretar un impromptu de Schubert. Si quiere saber mi opinión, señor, los Ivanes son unos tipos bastante decentes y cabales que solo intentan alimentarse y alimentar a sus familias, en la mayoría de los casos. Pero intente decírselo a la Gestapo. Para ellos todo es ideológico: todos los Ivanes son bolcheviques y comisarios políticos, y nunca hay motivo para mostrar clemencia con ellos. Siempre están en plan: «Vamos a dar ejemplo con alguien para disuadir al resto», ¿sabe? De no ser por ellos y las SS…, lo que ocurrió en el gueto de Vitebsk fue del todo innecesario…, bueno, en realidad Smolensk no es un sitio tan malo.

—Y hasta hay una catedral magnífica. Sí, ya la mencionó. Lo que pasa es que no creo que sepa usted para qué sirve una catedral, teniente. Ya no.

Es difícil sentirse orgulloso de la patria cuando tantos compatriotas se comportan con una brutalidad tan despiadada. Al despegar de Smolensk y dejarla atrás, noté que la imagen de aquellos seis ahorcados me había sacudido con tanta violencia como poco después se vería sacudido el avión por las bolsas de aire cálido que el piloto denominó «turbulencias». La situación alcanzó un punto tan aterradoramente grave que dos pasajeros del avión —un coronel de la Abwehr llamado Von Gersdorff, que era uno de los aristócratas que fueron a recibir a Von Dohnanyi al aeropuerto de Smolensk el miércoles anterior, y un comandante de las SS— empezaron a persignarse a toda prisa y a rezar en voz alta. Me pregunté de qué podía servir una plegaria en alemán. Durante un rato los rezos de los dos oficiales me produjeron un leve placer sádico. Eran un indicio satisfactorio de que aún podía haber cierta justicia en un mundo injusto, y tal como me sentía, no me hubiera importado que nuestro avión sufriera un accidente catastrófico.

Tal vez fueran las sacudidas del avión que soportamos durante más de una hora lo que me aflojó algún tornillo. Había estado pensando en el capitán Max Schottlander, que era el autor polaco del informe de la inteligencia militar —pues eso es lo que era— que encontré dentro de su bota congelada, y que el doctor Batov me tradujo. De pronto, como si los vaivenes del avión hubieran insuflado vida a una parte de mi cerebro, me pregunté qué efecto causaría si revelara el contenido de ese informe, aunque no hubiera sabido decir a quién podría revelar ese contenido. Por un momento me inundaron el cerebro varias ideas acerca de lo que se podría hacer, todas al mismo tiempo; pero al ver que cada una de ellas solo iba ligada a un pensamiento pasajero, tuve la sensación de que esas ideas se desvanecían de forma simultánea, como si hubiera sido necesaria una mente más cálida y hospitalaria que la mía para que se desarrollasen, como otras tantas abejas de esas que tenía el coronel Ahrens.

Lo que había dejado una huella más firme y perdurable en mi mente era el convencimiento de que lo que había descubierto en esa bota suponía un peligro nada desdeñable para mí.