Lunes, 3 de mayo de 1943
Me sacaron de la celda un par de horas antes del proceso judicial, para que me lavara, comiera algo, me pusiera el uniforme y consultara con el juez Johannes Conrad, que había accedido a defenderme. Nos reunimos en un despacho en la Kommandatura, donde Conrad me informó de que se me acusaba del intento de homicidio de Alok Dyakov, que también era el testigo principal, que Von Schlabrendorff hacía las veces de fiscal, y que el mariscal de campo Von Kluge presidía el tribunal en persona.
—¿Puede hacerlo? —le pregunté a Conrad—. No es precisamente imparcial.
—Es un mariscal de campo —respondió Conrad—. Puede hacer prácticamente lo que le venga en gana en este teatro de operaciones. El mismísimo káiser tendría menos poder que Von Kluge en el óblast de Smolensk.
—¿No tendría que haber dos jueces más?
—Lo cierto es que no —dijo Conrad—. No es un requisito legal que haya otros dos jueces. E incluso si los hubiera, se limitarían a hacer lo que les dijese él. —Negó con la cabeza—. Esto no tiene buena pinta, ¿sabe? Me temo que está decidido a ahorcarlo. De hecho, casi parece tener una prisa escandalosa por hacerlo.
—Lo cierto es que no me preocupa tanto —aseguré—. Hay demasiadas pruebas en contra de su Putzer, Dyakov. En cuanto salgan a la luz, el asunto se vendrá abajo como una casita de papel.
Le expliqué a Conrad que había averiguado quién era Dyakov en realidad y que el coronel Von Gersdorff y el expediente de la NKVD sobre el comandante Krivyenko que había pasado todo el sábado traduciendo demostrarían todo lo que decía.
—El coronel y yo hemos estado trabajando codo con codo en este asunto —dije—. Está tan ansioso como yo por demostrar que Dyakov es en realidad el comandante Krivyenko. Esos dos no pueden ni verse.
Conrad se mostró afligido.
—Todo eso está muy bien —reconoció—, pero nadie ha visto al coronel Von Gersdorff desde la cena de oficiales en los grandes almacenes que se celebró el sábado por la noche. Y al parecer nadie conoce su paradero.
—¿Cómo?
—Recibió un mensaje mientras estaba cenando, se levantó y se fue, y nadie lo ha visto desde entonces. Su coche también ha desaparecido.
Tragué saliva. ¿Era posible que Krivyenko hubiera asesinado ya al coronel cuando intentó disparar contra mí? Eso desde luego explicaría por qué estaba tan confiado en que seguiría en libertad.
—A ver si puede averiguar la hora exacta en que se fue el coronel de la cena en los grandes almacenes —dije.
Johannes Conrad asintió.
—Luego necesito que envíe un mensaje urgente al Ministerio de Propaganda.
—Eso ya lo he hecho —explicó Conrad—. El doctor Goebbels está en Dortmund en estos mismos instantes. Por desgracia las comunicaciones y los enlaces ferroviarios han quedado interrumpidos a causa de un bombardeo de la RAF la otra noche. El más intenso desde Colonia, por lo visto. Y nuestras comunicaciones también se han interrumpido por culpa de una nueva ofensiva rusa, en los sectores de Kuban y Novorosíisk.
—Empiezo a entender la prisa escandalosa de Von Kluge —dije—. ¿Qué hay de la Oficina de Crímenes de Guerra? ¿Qué hay del juez Goldsche? ¿Ha podido ponerse en contacto con ellos?
—Sí. Pero tampoco ha servido de gran cosa.
—¿Y eso?
—Me temo que el juez Goldsche tiene las manos atadas —dijo Conrad—. Como usted bien sabe, su oficina no es más que una sección dentro del departamento jurídico del Alto Mando. Él recibe órdenes de la sección de derecho internacional del OKW y de Maximilian Wagner; y Wagner, que de todas maneras ha estado enfermo, bueno, él está a las órdenes del doctor Rudolf Lehmann. Y lamento decírselo, pero no es muy probable que Lehmann haga nada en absoluto. Me temo que la situación política es muy delicada en este caso, Gunther.
—Igual que mi cuello.
—Resulta que hace poco Lehmann envió un informe al Ministerio de Asuntos Exteriores, defendiendo la postura de que de los responsables de crímenes de guerra franceses contra soldados alemanes tendrían que ocuparse tribunales franceses. También ordenó que se suspendieran todas las ejecuciones en Francia, para mejorar las relaciones con el gobierno francés. Ninguna de las dos propuestas sentó muy bien a algunos de los generales de mayor antigüedad en Berlín, quienes consideraron que Lehmann se había excedido y que esas cuestiones eran cosa de los altos oficiales locales del ejército, la mayoría de los cuales detestan a los abogados, como mínimo. Y la cosa no acaba ahí. Rudolf Lehmann es de Posen, igual que Von Kluge. Es un prusiano oriental amigo íntimo del mariscal de campo que debe su carrera como coronel general del departamento jurídico de las fuerzas armadas nada menos que a Günther von Kluge. Es impensable que el doctor Lehmann intente interferir con el modo en que Von Kluge dirige las cosas en el Grupo de Ejércitos del Centro. Perdería su base de poder y a su principal mecenas. —Conrad dejó escapar un suspiro—. Lo siento, Gunther, pero así están las cosas.
Asentí y encendí un cigarrillo de Conrad. Fuera hacía el día más cálido del año. Todos, incluidos los rusos, tenían una sonrisa en el semblante como si por fin hubiera llegado el verano. Todos menos yo, claro.
—¿Tendrá la bondad de hablar con el general Von Tresckow? —dije—. Me debe un gran favor. Un enorme favor de tamaño Magnetophon. Puede recordárselo. Y puede usar esas palabras exactas. Él ya sabrá lo que quieren decir.
—El general está fuera de la ciudad desde ayer —respondió Conrad—. Como debe saber, se está planificando una gran ofensiva al norte de aquí, en un lugar llamado Kursk, y como oficial en jefe de operaciones del Grupo de Ejércitos del Centro está allí analizando el apoyo logístico con el mariscal de campo Von Manstein y el general Model. No regresará a Smolensk hasta el jueves.
—Y para entonces ya me habrán ahorcado. —Le ofrecí una sonrisa única—. Sí, ya empiezo a ver hasta qué punto estoy en un aprieto.
—También he hablado con el teniente Voss —dijo Conrad—. Está dispuesto a declarar a su favor.
—Vaya, qué alivio.
—A regañadientes.
—Teme enfurecer al mariscal de campo.
—Claro. El mariscal de campo ha apoyado mucho a la policía militar en este teatro de operaciones. Fue el mariscal quien concedió a Voss su insignia de la infantería de asalto. Y quien se aseguró de que a la policía militar le fuera asignado un alojamiento más que acogedor en Grushtshenki. —Mostró su desdén—. Teniendo en cuenta las circunstancias, no creo que vaya a ser un testigo muy convincente.
—Me parece que no tengo muchos amigos, ¿eh?
—Hay algo más —me advirtió Conrad.
—¿Sí?
—El profesor Buhtz, que también debe su cargo actual al mariscal de campo Von Kluge, e incluso podría decirse incluso que su rehabilitación, ha llevado a cabo unas pruebas forenses con la Walther PPK de su propiedad. No está seguro por completo, pues debido a la falta de equipo adecuado aquí, en Smolensk, los resultados no han sido concluyentes; pero parece ser que cabe la posibilidad de que su arma se haya utilizado para asesinar al cabo de telecomunicaciones Quidde. El propio profesor Buhtz ha sugerido que podría haberlo hecho usted mismo.
Moví los hombros como para restarle importancia.
—Bueno, no veo que el hecho de que fue mi arma demuestre nada —repuse—. La Mauser de palo de escoba de Von Gersdorff se utilizó para asesinar al doctor Berruguete. Es muy probable que Krivyenko esté intentando incriminarme en la muerte de Berruguete, de la misma manera que intentó incriminar al coronel Von Gersdorff.
—Sí, eso ya lo veo, capitán —reconoció Conrad—. Por desgracia Krivyenko no es quien va a ser juzgado. Van a juzgarlo a usted. Y quizá deba tener en cuenta también lo siguiente: esa Mauser la encontraron en su cabaña, no en la de Dyakov. Perdón, me refiero a Krivyenko.
Sonreí.
—Alguien se encarga de la limpieza de un modo admirable —comenté—. Ahorcarme es una manera excelente de barrer un montón de delitos sin resolver hasta la ratonera más cercana.
—A decir verdad, creo que su única oportunidad real es admitir que cometió un error de juicio —dijo Conrad—. Ponerse a merced del tribunal y reconocer que, si bien disparó contra Alok Dyakov, lo hizo sin intención de matarlo. No veo ninguna otra alternativa.
—¿Esa es la mejor defensa a mi alcance?
—Eso creo. —Se encogió de hombros—. Luego ya nos ocuparemos de exculparlo de las demás acusaciones. Tal vez para entonces el coronel haya regresado de Smolensk.
—Sí, tal vez.
—Mire, yo creo lo que me está contando. Pero sin ninguna prueba que respalde su versión, demostrarlo a satisfacción de este tribunal, tal como está constituido, va a ser casi imposible. No se puede negar que hay un elemento de mala suerte, ya que todo este asunto se ha precipitado en el momento más inoportuno.
—No solo un elemento… —Resoplé—. Es la tabla periódica entera.
Me froté el cuello con nerviosismo.
—Dicen que la perspectiva de ser ahorcado obra maravillas con la concentración de un hombre. Yo no habría optado por la expresión «obrar maravillas», pero desde luego eso de la concentración estaba claro. Sobre todo cuando uno ha visto más de un ahorcamiento.
—¿Se refiere a Hermichen y Kuhr?
—¿A quién si no? —Me aparté un poco el cuello de la guerrera, que me quedaba muy ajustado, e inspiré profundamente—. Más vale que me lo diga. ¿Han vuelto a levantar un cadalso en el patio de la cárcel de la Kiewerstrasse?
—Lo cierto es que no lo sé —contestó Conrad.
Puesto que venía de interrogar a un posible testigo de lo acaecido en Katyn en la cárcel de la Kiewerstrasse, sabía que mentía.
Por un momento me asaltó una imagen de pesadilla de mí mismo ahogándome en el cadalso de la Kiewerstrasse, con los pies oscilando cual colgajos, un hombro levantado hacia el cielo, la lengua asomando de la boca como un molusco que estuviera abandonando su concha. Y el corazón me dio un vuelco, y luego otro.
—Hágame un favor —le dije a Conrad—. Voy a escribirle una carta a la doctora Kramsta. Si llegan a ahorcarme por esto, ¿se asegurará de que la reciba?
El consejo de guerra dio comienzo a las diez de la mañana en la Kommandatura, justo en la misma sala donde juzgaron a Hermichen y Kuhr en marzo, antes de ahorcarlos, claro. Después de mi conversación con el mariscal de campo Von Kluge, al parecer había sido un desenlace inevitable, tanto para mí como para él. Él, qué duda cabe, era del mismo parecer respecto de este último proceso. No me cupo la menor duda cuando entró en la sala con gesto desdeñoso y evitó cruzar la mirada conmigo. Había presenciado suficientes juicios por delitos de sangre como para saber que no era buena señal. Miró su reloj de pulsera. Tampoco era buena señal. Lo más probable es que esperase declararme culpable para que me ahorcaran antes de comer.
Tal vez podría haber alegado algo para interrumpir mi juicio, aunque dudo que hubiera servido para salvarme la vida. No era muy probable que mi alegación no demostrada —la grabación se había destruido, claro— de que Adolf Hitler ofreció un soborno sustancioso a cambio de la lealtad de Von Kluge fuera a ganarme la simpatía del juez, y había muchas posibilidades de que hubiera ordenado mi ejecución inmediata de todos modos. Sobre todo teniendo en cuenta que aún estaba por ver su probable implicación en los homicidios de los dos operadores del castillo que podían haber oído casualmente su conversación con el Führer. Sin duda era eso lo que tenía prisa por ocultar. ¿Cambiaría algo que yo mencionara ante ese tribunal nada de eso? ¿Quién de entre los barones y caballeros prusianos de la Wehrmacht creería a un plebeyo como yo, en vez de a alguien de la aristocracia?
No, el juez Conrad tenía razón. Mi única posibilidad real era reconocer un terrible error: ponerme a merced del tribunal militar y confesar que, aunque había disparado contra Dyakov, dos veces, en realidad no quería matarle. Al menos eso era cierto. Y sin duda ni siquiera un mariscal de campo podía ordenar la ejecución de un oficial alemán meramente por herir a un Putzer ruso. Violar y asesinar era una cosa. Un simple caso de lesiones físicas a un Iván, otra muy distinta.
Pero no tardó en quedar claro que me equivocaba. Pese a mi alegato, Von Kluge seguía empeñado en oír todas las declaraciones, lo que solo podía significar una cosa: que tenía intención de ahorcarme de todas maneras, pero necesitaba justificarlo con la prueba de su Putzer: la declaración del ruso de que en realidad había intentado matarlo.
Krivyenko, con el brazo cubierto por un grueso vendaje y en cabestrillo, pero por lo demás en absoluto desmejorado, fue, he de reconocerlo, un testigo muy convincente, como hubiera cabido esperar de un comandante de la NKVD. Por su manera de hablar, me llevé la intensa impresión de que el mío no era el primer juicio al que asistía o en el que declaraba. Hablaba haciendo un alarde de probidad que hubiera convencido a la Inquisición. Incluso se las arregló para dar la impresión de que lamentaba relatar ante el tribunal cómo lo había amenazado y torturado disparándole una vez y luego otra. En un momento dado le resbaló por la cara una lágrima auténtica cuando declaró hasta qué punto había temido por su vida. Incluso yo quedé convencido de mi culpabilidad.
El ruso casi había acabado de prestar testimonio cuando, para mi eterno alivio, se abrió la puerta al fondo de la sala y entró el coronel Von Gersdorff. Su entrada causó un gran revuelo, no porque llegara tarde sino porque lo acompañaba un hombrecillo con uniforme de almirante alemán. Los almirantes no eran precisamente habituales en esa parte de Rusia sin salida al mar. El hombre tenía el pelo cano, la tez rubicunda de un marinero, las cejas pobladas y los hombros redondeados. La única condecoración en su guerrera más bien andrajosa era una Cruz de Hierro de primera clase, como si eso fuera todo lo necesario. Supuse de inmediato quién era, aunque no lo reconocí en persona. Von Kluge no tuvo ese problema, y tanto él como el resto de la sala se pusieron en pie de inmediato, pues a fin de cuentas ese hombre estaba al mando de la Abwehr: era nada menos que el almirante Wilhelm Canaris. Iba acompañado de dos perros salchicha blancos pegados en todo momento a los talones de sus botas, que habían visto tiempos mejores.
—Caballeros, hagan el favor de disculpar la interrupción —dijo Canaris en voz queda. Paseó la mirada por la sala, en la que ahora se había cuadrado hasta el último hombre, y sonrió con dulzura—. Descansen, caballeros, descansen.
La sala del tribunal se relajó. Todos salvo el mariscal de campo Von Kluge, claro, a quien por lo visto la llegada del jefe de los espías de toda Alemania había dejado perplejo.
—Wilhelm —tartamudeó Von Kluge—. Qué sorpresa. No estaba informado. Nadie…, no tenía ni idea de que venía a Smolensk.
—Yo tampoco —repuso Canaris—. Y para ser franco, casi no llego. Mi avión ha tenido que regresar a Minsk con problemas en el motor, y el coronel Von Gersdorff se ha visto obligado a ir a recogerme en su coche, un viaje de ida y vuelta de seiscientos kilómetros. Pero lo hemos logrado. No puedo responder por el pobre barón, pero yo estoy encantado de estar aquí.
—Estoy bien, señor —dijo Von Gersdorff, que me lanzó un guiño—. Y después de todo, hace un día precioso.
—Sí, ahora que ya estoy aquí me alegro mucho de haber venido —continuó Canaris—. Porque veo que no llego demasiado tarde para desempeñar un papel de utilidad en este proceso.
—Me parece que sabe algo que yo ignoro, Wilhelm —dijo Von Kluge.
—No por mucho tiempo, amigo mío. No por mucho tiempo. —Señaló una silla—. ¿Puedo tomar asiento?
—Mi querido Wilhelm, naturalmente. Aunque si ha hecho un trayecto tan largo por carretera, igual sería mejor posponer la sesión, para que se refresque, y luego podríamos hablar en privado usted y yo.
—No, no. —Canaris se quitó la gorra de oficial naval, tomó asiento y encendió un purito de aroma acre—. Y con el debido respeto, no he venido a verle a usted, ni al coronel Von Gersdorff, ni desde luego a este tipo insolente —Canaris me señaló—, sobre el que oído hablar largo y tendido durante mi viaje.
Von Kluge meneó la cabeza, malhumorado.
—Es más que insolente, señor. Es un embustero descarado, una auténtica sabandija sobre quien pende la acusación de intentar asesinar a un inocente y deshonrar el uniforme de oficial alemán.
—En ese caso sin duda debería ser castigado con severidad —dijo Canaris—. Y usted debería seguir adelante con este juicio de inmediato. Así que no interrumpa la sesión por mi causa.
—Me alegra que esté de acuerdo, Wilhelm —dijo Von Kluge, al tiempo que se sentaba de nuevo—. Gracias. —Volvió la vista hacia Von Schlabrendorff y asintió para indicarle que siguiera interrogando a su testigo, pero por lo visto Canaris aún no había terminado de hablar. De hecho, apenas había comenzado.
—Sin embargo, me gustaría saber a quién intentó matar el capitán Gunther.
—A mi Putzer ruso, señor —contestó Von Kluge—. Es el hombre con el brazo en cabestrillo que ahora presta testimonio. Se llama Alok Dyakov.
Canaris negó con la cabeza.
—No, señor. Ese hombre no se llama Alok Dyakov. Y sería impensable describirlo como un inocente. No en esta vida. Y probablemente tampoco en la otra. —Dio una chupada al puro con gesto paciente.
El ruso se puso en pie, y dio la impresión de que estaba a punto de hacer algo hasta que vio que Von Gersdorff lo apuntaba con un arma.
—¿Qué demonios ocurre aquí? —farfulló Von Kluge—. ¿Coronel Von Gersdorff? Explíquese.
—Todo a su debido tiempo, señor.
—Creo que llegados a este punto —dijo Canaris—, tal vez sea conveniente que hagamos salir de la sala a todos aquellos que no estén directamente implicados en el proceso judicial. Voy a decir cosas que quizá no todo el mundo deba oír, amigo mío.
Von Kluge hizo un seco gesto de asentimiento y se puso en pie.
—El juicio se suspende —anunció—. Mientras… el almirante Canaris… y yo…
—Usted y yo podemos quedarnos, naturalmente —le dijo Canaris al mariscal de campo mientras los hombres empezaban a abandonar en tropel la sala—. Coronel Von Gersdorff, capitán Gunther, juez Conrad: más vale que se queden ustedes también, puesto que son fundamentales en todo este asunto. Y usted también, Herr Dyakov, claro. Sí, creo que más vale que se quede por el momento, ¿no le parece? Después de todo, usted es el motivo por el que he venido.
Cuando hubieron abandonado la sala todos aquellos a quienes no había mencionado el almirante, Von Kluge encendió un pitillo e intentó aparentar que seguía al mando de un consejo de guerra, aunque en realidad ahora todo el mundo sabía quién tenía la sartén por el mango. Canaris jugueteó con la oreja de uno de los perros salchicha durante unos momentos antes de seguir adelante.
—Creo que debe prepararse para recibir toda una impresión, Günther —le dijo Canaris a Von Kluge—. El caso es que ese hombre, el hombre que usted conoce como Alok Dyakov, su Putzer, es un oficial de la NKVD, y lo he reconocido en cuanto he entrado en la sala de este consejo de guerra.
—¿Cómo? —exclamó Von Kluge—. Tonterías. Era maestro de escuela.
—Este hombre y yo nos hemos visto las caras al menos en otra ocasión —aseguró Canaris—. Como tal vez sepan, durante la guerra civil española fui a España en varias ocasiones para establecer una red alemana de inteligencia que sigue en funcionamiento a día de hoy y que continúa haciéndonos un gran servicio. De tanto en tanto me divertía poner a prueba mi soltura con el español trabajando entre los rojos. Y fue en Madrid donde conocí al hombre que ahora veo ante este tribunal, aunque tal vez él me recuerde mejor como el señor Guillermo, un empresario argentino que se hacía pasar por simpatizante comunista. Fui a la embajada soviética en Madrid en enero de 1937 para reunirme con él cuando era el agregado militar Mijaíl Spiridónovich Krivyenko. Estaba en España a fin de contribuir a la organización de las brigadas internacionales en el bando republicano, aunque lo cierto es que, como comisario político en Barcelona y Málaga, se las apañó para fusilar a tantos miembros de las brigadas como del bando falangista. ¿Verdad que sí, Mijaíl? Anarquistas. Trotskistas. Del POUM. Cualquiera que no fuese estalinista, en realidad. Ha matado a toda clase de gente.
Krivyenko guardó silencio.
—No me lo creo —dijo Von Kluge—. Eso no es más que una invención.
—Ah, le aseguro que es totalmente cierto —dijo Canaris—. El coronel tiene el expediente de la NKVD de Krivyenko para demostrarlo. Supongo que por eso intentó asesinar al capitán Gunther. Porque se dio cuenta de que el capitán iba tras él. Y desde luego asesinó al desafortunado doctor Berruguete, debido a lo que había averiguado sobre él mientras era comisario en España. Creo que también podría haber asesinado a varias personas más desde que los alemanes conquistamos Smolensk. ¿No es así, Mijaíl?
Ahora Krivyenko tenía la mirada puesta en la salida. Pero el cañón de la Walther de Von Gersdorff se interponía.
—Y antes de estos últimos crímenes, él y otro hombre, llamado Blojin, pasaron a menudo por Smolensk con un grupo de verdugos de la NKVD, asesinando a los enemigos de la revolución y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Me arriesgaría a decir que a varios miles de oficiales polacos en la primavera de 1940. Eso es lo que mejor se le da a Krivyenko: asesinar. Siempre se le ha dado bien. Ah, es muy astuto. Para empezar, es un excelente políglota: habla ruso, español, alemán e incluso catalán, un idioma muy difícil de aprender para cualquiera. Yo no lo conseguí. Pero la especialidad de Krivyenko es el asesinato. Por lo visto fracasó en España, y es muy difícil justificar el fracaso ante un tirano como Stalin, ante cualquier tirano, en realidad. Eso explica por qué ahora no es más que comandante cuando en 1937 era coronel. Supongo que ha tenido que cometer un montón de asesinatos para compensar sus fracasos en España. ¿No es así, Mijaíl? Casi lo fusilan a su regreso a Rusia, ¿verdad?
Krivyenko no dijo nada, pero su expresión dejó bien a las claras que el juego había llegado a su fin.
—En cuanto el coronel Von Gersdorff me habló de Krivyenko, supe que tenía que tratarse del mismo tipo. Lo que suponía que sencillamente tenía que venir a Smolensk y, digamos, ¿presentarle mis respetos? Lo que ninguno de ustedes puede saber es que el coronel Krivyenko fue directamente responsable de la muerte de uno de mis mejores agentes en España, un hombre que respondía al nombre de Eberhard Funk. Funk fue asesinado, pero no antes de haber sido incesante y brutalmente torturado por el hombre que tenemos ante nosotros. Con un cuchillo. Así es como prefiere matar. Bueno, está dispuesto a tirar de gatillo, si se ve obligado a ello. Pero a Krivyenko le gusta sentir el último suspiro de la víctima en la cara. —Canaris volvió a darle una chupada al puro—. Era un buen hombre, Funk. Pariente lejano del ministro de Economía de nuestro Reich. Para ser sincero, nunca creí que podría decirle a Walther Funk que el hombre que torturó y mató a Eberhard por fin había sido detenido.
El rostro de Von Kluge se había vuelto de un tono gris apagado y su cigarrillo seguía sin fumar en el cenicero. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y parecía un colegial al que le hubieran confiscado su juguete preferido.
—La cuestión, claro está —dijo Canaris— es qué hacía Krivyenko aquí, en Smolensk, trabajando para usted, viejo amigo. ¿Qué ha estado haciendo mientras era su Putzer?
—Hemos ido de caza a menudo —respondió Von Kluge—. Eso es todo. Ir de caza.
—Seguro que sí. Según Rudi, Krivyenko le organizó alguna cacería de jabalíes estupenda. Sí, debieron pasarlo en grande. No hay nada de malo en ello. Pero Rudi tiene ciertas opiniones sobre otras cosas que se traían entre manos, ¿no es así, Rudi?
—Sí, señor —asintió Von Gersdorff—. Según queda claro en su expediente de la NKVD, Krivyenko no tenía formación de espía. Tenía experiencia como policía y verdugo, tal como ha explicado el almirante. Desde que los alemanes llegamos a Smolensk, ha procurado no hacerse notar y ganarse nuestra confianza. Su confianza, mariscal de campo. A la espera de la oportunidad adecuada para empezar a enviar información sobre nuestros planes a los rusos. Yo me confieso responsable de ello en parte. Después de todo, fui yo quien los presentó a ustedes dos.
—Sí, sí, así es —dijo Von Kluge, como si tuviera la esperanza de que eso fuera a arrojar sobre él una luz más favorable en Berlín.
—Todo ha estado bastante tranquilo durante el invierno, claro, así que Krivyenko no ha tenido gran cosa que hacer, más allá de interferir en el desarrollo de las investigaciones del capitán Gunther sobre la masacre del bosque de Katyn. Es probable que fuera Krivyenko quien ayudó a esfumarse o tal vez incluso asesinar a otro oficial de la NKVD llamado Rudakov, que también estaba involucrado en la masacre de Katyn, y que además asesinara a un médico local, el doctor Batov, que nos habría aportado pruebas documentales de valor incalculable sobre lo que en realidad les ocurrió a todos esos pobres oficiales polacos.
»Esas pruebas habrían sido del todo irrefutables —añadió Canaris—. Tal como están las cosas, el Kremlin ya empieza a argüir que toda esta investigación de Katyn ha sido un montaje, una lúgubre y cínica artimaña propagandística llevada a cabo por la Abwehr para abrir una brecha entre los miembros de la coalición enemiga. Aunque a nadie se le escapa que esos polacos fueron asesinados por los rusos, eso no impedirá que los rusos digan lo contrario. Como es natural, una vez que llevemos al comandante Krivyenko a la tribuna de los testigos en Berlín, les costará mucho más mantener ese embuste. Desde luego seguirán argumentando que lo coaccionamos, o alguna tontería por el estilo. A los bolcheviques se les da muy bien mentir. Pero, pese a todo, Krivyenko nos ofrece una oportunidad única de presentar ante el mundo una verdad incontrovertible en esta guerra. Seguro que usted lo aprecia en la misma medida que yo, mariscal de campo.
Von Kluge profirió un leve gruñido.
—Ahora que solo faltan unas semanas para nuestra ofensiva en Kursk, Krivyenko ha pasado a la acción —dijo Von Gersdorff—. Casi con toda seguridad asesinó a los dos operadores del 537.º porque descubrieron que había estado escuchando a escondidas sus conversaciones privadas con el Führer, probablemente acerca de la nueva ofensiva, y usando la radio del castillo para enviar mensajes a su contacto en la inteligencia militar soviética: el GRU, el Departamento Central de Inteligencia. Y también asesinó a un tercer operador, el cabo Quidde, cuando este descubrió pruebas irrefutables de que Krivyenko había matado a sus dos camaradas.
Nada de esto último era cierto, claro. Sin duda, Von Gersdorff debía haber informado a Canaris sobre la grabación de la conversación de Hitler con Von Kluge y el soborno, pero Canaris era muy astuto para decirle a Von Kluge que estaba al tanto de que era ese el auténtico motivo por el que habían asesinado a los operadores. A todas luces abochornar a un mariscal de campo no estaba en el orden del día de la Abwehr. Desde luego no estaba en el mío, y juzgué más adecuado seguir el astuto ejemplo del almirante y callarme lo que sabía.
—Al menos eso voy a escribir en mi informe, Günther —comentó Canaris.
—Ya veo —dijo Von Kluge en voz baja.
—No sea tan duro consigo mismo, amigo mío —dijo Canaris—. Hay espías por todas partes. Es muy fácil que los oficiales caigan en trampas así durante una guerra. Incluso un mariscal de campo. Precisamente el año pasado salió a la luz que uno de mis hombres, un tal comandante Thümmel, espiaba para los checos.
Tiró el puro al suelo de madera y lo aplastó con la suela de una bota antes de coger a uno de los perros para subírselo al regazo.
—Véalo así —dijo Canaris—, ha ayudado a atrapar a un testigo importante de lo que ocurrió aquí, en Katyn. Alguien directamente implicado en los asesinatos de esos pobres oficiales polacos. No es tan bueno como tener fotografías y libros mayores, pero es lo mejor a nuestro alcance. Y estoy seguro por completo de que usted va a salir muy bien parado de todo esto.
Von Kluge asentía con aire pensativo.
Krivyenko había permanecido todo el rato más o menos en silencio, fumando un pitillo y mirando fijamente la automática en la mano de Von Gersdorff como un gato a la espera de la oportunidad de escabullirse por la ranura de una puerta que se iba cerrando despacio. Tal vez llevara un brazo en cabestrillo, pero seguía siendo peligroso. De vez en cuando, no obstante, sonreía o negaba con la cabeza y mascullaba algo en ruso, y estaba claro que en algún momento posterior —tal vez en Berlín— tenía intención de rebatir la versión de los hechos que había ofrecido el almirante. El mariscal de campo también se había dado cuenta. No por nada lo apodaban Hans el Astuto.
Al cabo, cuando Canaris parecía haber terminado de hablar, el ruso se puso en pie lentamente y, volviendo la espalda a su antiguo amo, se inclinó en dirección al pequeño almirante.
—¿Puedo decir algo, almirante? —preguntó con educación.
—Sí —accedió Canaris.
—Gracias —dijo Krivyenko, y apagó la colilla.
No parecía atemorizado en absoluto. Su actitud, me pareció, era sorprendentemente desafiante, aunque debía saber que le esperaban tiempos bastante difíciles en Berlín.
—Entonces me gustaría decir que sin duda maté a todas las personas que ha mencionado, Herr almirante: el doctor Berruguete, el doctor Batov y su hija. Los hermanos Rudakov van flotando Dniéper abajo. No niego ni por un instante nada de eso. Sea como sea, tal vez le interese saber que la auténtica razón por la que maté a los dos operadores no es exactamente la que ha descrito usted. Había otro…
El estruendo del disparo nos sobresaltó a todos, a todos menos a Krivyenko: la bala lo alcanzó justo en la nuca y se derrumbó de bruces contra el suelo, igual que un perchero sobrecargado. Por un breve instante pensé que debía de haber disparado Von Gersdorff, hasta que vi la Walther en la mano tendida del mariscal de campo.
—No creería usted ni por un momento que iba a dejar que ese cabrón me pusiera en evidencia delante de todo el mundo en Berlín, ¿verdad, Wilhelm? —dijo con frialdad.
—No, supongo que no —reconoció Canaris.
Von Kluge puso el seguro a la automática, la dejó en la mesa delante de él y salió de la sala a paso firme. Hubo justo el tiempo suficiente para que Canaris cogiera el arma de Von Kluge y la dejase con cuidado junto al cadáver de Krivyenko antes de que todos aquellos a los que se había pedido que salieran antes entrasen de nuevo a toda prisa.
No pude por menos de reconocérselo al almirante: tenía una presencia de ánimo sorprendente. Todo parecía indicar que Krivyenko había llevado el arma hasta su propia nunca y apretado el gatillo. Aunque supongo que en el fondo tampoco hubiera importado: no era probable que nadie acusara al mariscal de campo de asesinato, no en Smolensk.
—Este ruso se ha pegado un tiro —anunció Canaris para que lo oyesen todos los presentes—. Con la pistola del mariscal de campo. —En voz queda, añadió—: Como una escena de una obra de Chéjov. ¿Qué cree usted, Rudi?
—Sí, señor. Justo eso estaba pensando. Ivanov, diría yo.
Me acerqué al cuerpo inmóvil de Krivyenko y lo toqué con la puntera de la bota. El hombre no tenía aliento y había tanta sangre en el suelo que no me hizo falta agacharme para buscarle el pulso, aunque habría sido fácil cogerle la muñeca para comprobarlo. Era curioso cómo había caído de bruces, con una mano ligeramente a la espalda, casi como si la tuviera atada allí. La causa de la muerte había sido un solo disparo en la cabeza. La bala lo había alcanzado justo encima de la nuca, atravesando el occipital, cerca de la parte inferior del cráneo; el orificio de salida estaba en la parte inferior de la frente. El disparo se había efectuado con una pistola de fabricación alemana para balas de menos de ocho milímetros. El disparo en la cabeza de la víctima parecía ser obra de un hombre con experiencia. Me pareció más que probable que el cadáver fuese a parar a una tumba poco profunda, sin nombre ni nadie que la llorase.
—Es curioso, pero creo que se ha quedado sin su testigo de la masacre del bosque de Katyn después de todo, Bernie —comentó Von Gersdorff.
—Sí —dije—. Sí, eso parece. Aunque tal vez, si bien de manera muy modesta, se ha hecho justicia a los muertos.