Domingo, 2 de mayo de 1943
Me despertaron unos golpes en la puerta que me parecieron más fuertes de lo razonable incluso para un hombre que hubiera pasado toda la velada bebiendo con el comandante de la guarnición de la ciudad. Encendí la luz y, todavía en pijama, me levanté de la cama, di un paso hacia la puerta —no era una cabaña muy grande— y la abrí. En lugar del coronel Von Gersdorff había tres militares —un cabo y dos soldados rasos— allí plantados. Llevaban metralleta y por su expresión parecía que querían hacer algo más que enseñarme lo bonita que estaba la luna llena.
—¿Capitán Gunther? —dijo el cabo al mando.
Miré mi reloj.
—Son las dos de la madrugada —señalé—. ¿Es que no duermen ustedes nunca? Largo de aquí.
—Haga el favor de acompañarnos, señor. Está usted arrestado.
Mi bostezo se convirtió en una expresión de sorpresa.
—¿Por qué demonios me arrestan?
—Tenga la amabilidad de venir con nosotros, señor.
—¿Quién ha dado la orden de que se me arreste? ¿De qué se me acusa?
—Haga lo que le digo, señor. No tenemos toda la noche.
Hice una pausa para sopesar mis opciones, lo que no me llevó mucho rato tras fijarme en que uno de los soldados rasos tenía el dedo en el gatillo de su MP40. Al igual que muchos soldados en esa parte del mundo, parecía estar muriéndose de ganas de cargarse a alguien.
—¿Puedo ponerme algo de ropa o es estrictamente necesario que vaya tal como estoy?
—Tengo órdenes de que venga con nosotros de inmediato, señor.
—De acuerdo. Si es eso lo que quiere.
Cogí el abrigo y estaba a punto de ponérmelo cuando el cabo me lo quitó y empezó a hurgar en los bolsillos. Entonces recordé que tenía la Walther allí, solo que él la encontró antes.
—Un tipo gracioso, ¿eh?
Noté que sonreía avergonzado.
—Estaba a punto de mencionárselo, cabo.
—Claro —replicó el cabo—. Cuando la tuviera en la mano, apuntándome a las tripas. No me gusta nada eso de que intente ocultar una pistola cuando me lo llevo detenido. —Se acercó un paso más, lo bastante para que alcanzase a oler el sudor de su camisa y la cena en su aliento—. Tal como yo lo veo, eso es resistirse a ser arrestado, ¿sabe?
—No, cabo, solo quería ponerme el abrigo. Es tarde y he olvidado que llevaba el arma en el bolsillo.
—Y un cuerno —me espetó el cabo.
—No nos gusta que la gente se resista a la detención —comentó el soldado del dedo nervioso en el gatillo.
—De veras, no me resisto a que me arresten —dije—. Lo del arma ha sido un descuido.
—Eso dicen todos —repuso el cabo.
—¿Todos? ¿Quiénes son todos? Cualquiera diría que arresta a militares cada dos por tres, cuando está claro que no tiene ni puñetera idea de lo que hace. Ahora devuélvame el abrigo y vamos adondequiera que sea para poder aclarar este disparate.
Me devolvió el abrigo, y al tiempo que me lo ponía los seguí afuera. Me llevaron no al comedor, ni al despacho del asistente —ni siquiera a los alojamientos del mariscal de campo—, sino a un vehículo militar que nos aguardaba.
—¿Adónde vamos?
—Suba. Lo averiguará a su debido momento.
—Está claro que no es así —contesté, a la vez que me montaba en el asiento trasero—, porque su debido momento sería ahora mismo.
—¿Por qué no se calla, señor? —soltó el cabo y se subió al vehículo.
—Señor. Así me gusta. Es curioso lo respetuosa que suena la gente cuando se muere de ganas de partirle a uno la cabeza.
No me contradijo, así que guardé silencio unos minutos, pero no duró mucho después de que saliéramos por la puerta principal y fuésemos camino de la ciudad. Cada vez me hacía menos gracia mi situación. Cuanto más nos alejáramos de Krasny Bor, más me costaría dar con un oficial de alto rango que resolviera mi aprieto. Y no solo eso: también sería más fácil matarme. Sabía de qué eran capaces esos hombres. A pesar de los ímprobos esfuerzos de gente como el juez Goldsche, la Wehrmacht era tan cruel e indiferente hacia la vida humana y el sufrimiento como nuestros enemigos. Los primeros días de la Operación Barbarroja, había visto a soldados de camino a Rusia ametrallar civiles porque sí.
—Mire —dije—, si esto tiene algo que ver con ese maldito idiota ruso de Dyakov, consideraría un favor que fueran en busca del coronel Von Gersdorff, de la Abwehr, y le pusieran al tanto de mi situación. Responderá por mí. Igual que el teniente Voss de la policía militar.
Ninguno de los dos abrió la boca. Siguieron mirando al frente hacia la carretera rural desierta como si yo no existiese.
—El caso es que lo consideraría un favor mayor incluso si me sacaran ese MP40 de la oreja. Como nos encontremos con un bache en la carretera, es muy posible que acabe con un problema de oído de los gordos.
—Creo que ya tiene un problema de oído —insistió el cabo—. ¿No me ha oído decirle que se calle?
Me crucé de brazos y meneé la cabeza.
—No sé si sabe que estamos en el mismo bando, cabo, en esta guerra. Es posible que yo no sea de la confianza del Führer, pero el ministro de Propaganda se lo tomará muy mal si no estoy disponible para pasear a nuestros invitados extranjeros por el bosque de Katyn esta misma mañana. Eso hará que toda su minuciosa planificación se vaya al garete. No creo pecar de presunción si les digo que el doctor se enfadará muchísimo cuando averigüe que he sido arrestado. Desde luego, me aseguraré de averiguar quién es usted e informarle de que no ha hecho nada por ayudar.
Me detesté por decir todo eso, pero lo cierto es que estaba asustado. Me habían detenido en otras ocasiones, claro, pero la vida parecía tener muy poco valor tan lejos de casa, y después de lo que había visto en el bosque de Katyn parecía muy fácil que la mía tocara a su fin repentinamente en alguna zanja, con un tiro en la nuca a manos de un cabo del ejército gruñón.
—Yo solo obedezco órdenes —respondió el cabo—. Y me importa una mierda quién sea usted. A alguien como yo, que es el último mono, todas esas chorradas le traen sin cuidado. Yo me limito a hacer lo que me dicen, ¿entiende? Y no hay más. Un oficial dice: «Fusila a ese cabrón», y yo voy y fusilo a ese puto cabrón. Así que, ¿por qué no deja de malgastar saliva, capitán Gunther? Estoy muerto de cansancio. Lo único que quiero es acabar mi jodida guardia y acostarme para dormir un par de horas antes de que tenga que levantarme y hacer lo que me digan otra vez. Así que ya les pueden dar por el saco a usted y a su amiguito el ministro.
—Desde luego no tiene pelos en la lengua, cabo.
Guardé silencio y me refugié en el calor del cuello del abrigo. Llegamos a las afueras de Smolensk y de nuevo al punto de control en el puente de San Pedro y San Pablo. Estaban de guardia los mismos muchachos de la policía militar. Y fueron ellos quienes rellenaron parte de los espacios en blanco mientras el cabo les enseñaba las órdenes firmadas.
—¿Saben qué está pasando aquí? —pregunté a los de la policía militar.
—Lo siento, señor —se disculpó uno, el hombre con el que había hablado antes—, pero hemos hecho lo que ha dicho usted. Íbamos camino de la cárcel con el prisionero, pero cuando nos hemos detenido en el punto de control cerca de la Kommandatura, el mariscal de campo, que pasaba en un coche, nos ha visto y ha visto sobre todo a su Putzer, Dyakov. Este le ha contado no sé qué de que usted lo había torturado como represalia por la bronca que le echó el otro día el mariscal de campo en el comedor de oficiales. Por lo menos eso me parece que ha dicho. Sea como sea, el mariscal de campo lo ha creído y se ha enfurecido. No lo había visto nunca tan cabreado. Se ha puesto de color remolacha. Me temo que ha revocado sus órdenes y ha encargado a su escolta que llevara a Dyakov directamente a la Academia Médica; luego ha preguntado dónde estaba usted. Le hemos dicho que había regresado a Krasny Bor y ha dicho que si lo veíamos antes que él debíamos arrestarlo de inmediato y llevarlo a la torre de Luchinskaya.
—¿Dónde demonios está eso? —pregunté.
—En la muralla del Kremlin local, señor. No es un lugar muy agradable. A veces la Gestapo lo utiliza para ablandar a sus prisioneros. Lo siento, señor.
—Dígaselo a Voss —le pedí—. Dígale a Voss que creo que ahora me llevan allí.
Uno de los otros policías devolvió nuestras órdenes al cabo y nos indicó con la mano que siguiéramos adelante.
Pocos minutos después llegamos a una torre circular de ladrillo rojo en una esquina de la muralla. Desde fuera tenía un aspecto intimidatorio. Una vez dentro, la intimidación se convertía lisa y llanamente en una condena: era un sitio húmedo y hediondo, y eso no era más que el vestíbulo. A la celda en la que iba a pasar lo que quedaba de noche se accedía por una gruesa trampilla de madera en el suelo y una serie de resbaladizos peldaños de piedra. Era como sumergirse en un relato de E. T. A. Hoffmann. Casi a los pies de la escalera caí en la cuenta de que estaba solo, y cuando me di la vuelta vi las botas del cabo saliendo por la trampilla. Fue lo último que alcancé a ver. A continuación la trampilla se cerró con un estruendo, como si un meteorito hubiera alcanzado la cima de una montaña, y me vi sumido en una oscuridad que se podría haber cortado con un cuchillo.
Cuando por fin me sobrepuse, bajé el resto de la escalera con el trasero apoyado en los peldaños y me puse en pie. Entornando los ojos para ver si había algo más que un pobre servidor, con las manos extendidas para no darme de bruces contra una pared o una puerta, miré de aquí para allá, pero lo único visible era la oscuridad. Me armé del maltrecho valor que me quedaba, tomé una bocanada de aire frío y húmedo y grité:
—¿Hola? ¿Hay alguien aquí abajo?
No hubo respuesta.
Estaba solo. Nunca me había sentido tan solo. La propia muerte no debía de ser mucho peor. Si el objetivo de mi encarcelación era —tal como había dicho el miembro de la policía militar en el puente— ablandarme, ya me habían ablandado de sobra. No habría estado más blando aunque hubiera sido de queso cremoso.
Tomé asiento y aguardé pacientemente a que viniera alguien a decirme qué suerte iba a correr. Pero no sirvió de nada. No vino nadie.