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Sábado, 1 de mayo de 1943

La comisión internacional con el profesor Naville a la cabeza regresaba a Berlín para redactar el informe dirigido al doctor Conti, director del Departamento de Salud del Reich, dejando a la Cruz Roja polaca —los polacos habían trabajado aparte de la comisión internacional desde el primer momento— todavía en Katyn. Gregor Sloventzik y yo acompañamos al aeropuerto en el autobús a los miembros de la comisión, que, como era comprensible, estaban encantados de irse: el Ejército Rojo se acercaba cada día más y nadie quería estar por allí cuando por fin llegara a Smolensk.

Me alegré de perderlos de vista, y aun así fue un trayecto que me dejó una intensa sensación de vacío, ya que Inés Kramsta —una vez concluido su trabajo con el profesor Buhtz— había decidido regresar a Berlín con la comisión. Pasó de mí totalmente durante todo el camino al aeropuerto, prefiriendo mirar por la ventanilla, como si yo no existiera. Le ayudé a llevar el equipaje al Focke-Wulf que esperaba —Goebbels envió su propio avión, claro—, con la intención de decir algo a modo de expiación por haber sospechado que estaba implicada en la muerte del doctor Berruguete; pero pedir disculpas no me pareció a la altura de la situación. Y cuando se volvió sobre sus elegantes talones de charol y desapareció por la puerta del avión sin decir una sola palabra, casi me eché a llorar de dolor.

Podría haberle dicho la verdad: que tal vez ella pedía demasiado de un hombre. En cambio, lo dejé correr. Durante las pocas semanas que había estado Inés en Smolensk, había tenido la sensación de que mi vida importaba a otra persona más de lo que me importaba a mí mismo. Y ahora que se marchaba, volvía a no importarme gran cosa en un sentido u otro. A veces las cosas suceden así entre un hombre y una mujer: algo se interpone, como la vida real, la naturaleza humana y un montón de asuntos que no son en absoluto favorables para dos personas que creen sentirse atraídas la una por la otra. Naturalmente, uno se puede ahorrar mucho sufrimiento y problemas pensándoselo dos veces antes de meterse en nada, pero así se pierde buena parte de la vida. Sobre todo en una guerra. No lamentaba lo ocurrido —¿cómo lo iba a lamentar?—, pero ella viviría el resto de su vida ignorando total y absolutamente el resto de la mía.

Tras la conmovedora escenita, Sloventzik y yo volvimos a subir al autobús y regresamos al bosque, donde nos encontramos un gran revuelo: los prisioneros de guerra rusos, que trabajaban bajo la supervisión de la policía militar y Alok Dyakov, habían descubierto otra fosa. Esta —la número ocho— estaba más de un centenar de metros al sudoeste de las otras y también mucho más cerca del Dniéper, pero no presté mucha atención a la noticia hasta que el conde Casimir Skarzynski, secretario general de la Cruz Roja polaca, me informó durante el almuerzo de que ninguno de los cadáveres de la Fosa Número Ocho vestía ropa de invierno. Además había en sus bolsillos cartas, cédulas de identificación y recortes de periódico que parecían indicar que habían muerto un mes más tarde que los otros polacos que habíamos encontrado. De resultas de ello se inició una discusión entre Skarzynski, el profesor Buhtz y el teniente Sloventzik sobre el campo de internamiento ruso del que habían sacado a esos hombres, pero yo me mantuve al margen y, en cuanto se me presentó la ocasión, volví a mi cabaña e intenté contener la impaciencia mientras el coronel Von Gersdorff seguía en la suya traduciendo el expediente que recuperamos de la cripta en la catedral de la Asunción.

Fue una tarde muy larga, así que fumé un poco, bebí un poco y leí un poco a Tolstói, que equivale a mucho de cualquier otra cosa y es casi contradictorio.

Para eludir al mariscal de campo, cené temprano y salí a dar un paseo. Cuando regresé a la cabaña, una nota que habían pasado por debajo de la puerta decía lo siguiente:

TENGO ENTENDIDO QUE BUSCA MÁS INFORMACIÓN SOBRE ALOK DYAKOV: EL AUTÉNTICO ALOK DYAKOV Y NO EL CAMPESINO INCULTO QUE FINGE SER ESE HOMBRE. LE VENDO SU EXPEDIENTE DE LA GESTAPO/NKVD POR CINCUENTA MARCOS. VENGA SOLO A LA IGLESIA DE SVIRSKAYA EN SMOLENSK ENTRE LAS DIEZ Y LAS ONCE EN PUNTO DE ESTA NOCHE Y LE DARÉ TODO LO QUE NECESITA PARA DESTRUIRLO DE UNA VEZ POR TODAS.

El papel y el sobre eran de buena calidad: levanté el papel a la luz para ver la filigrana. La papelería Hermanos Nathan de Unter den Linden había sido una de las más caras de Berlín hasta que el boicot a los judíos precipitó su cierre. No pude por menos de preguntarme por qué alguien que antes se podía permitir papel caro pedía ahora cincuenta marcos a cambio de un expediente.

Volví a leer la nota y sopesé de forma minuciosa cómo estaba redactada. Cincuenta marcos era casi todo el dinero que tenía en metálico, y no podía desprenderme de él sin más, aunque si el expediente resultaba ser auténtico valdría hasta el último pfennig. Naturalmente, como detective en Berlín me había servido de muchos confidentes, y la petición de cincuenta marcos me ofrecía un móvil más fiable para la traición. Si vas a delatar a alguien, más vale que cobres por ello. Eso podía entenderlo. Pero ¿por qué había utilizado el autor las palabras «expediente de la Gestapo/NKVD»? ¿Cabía la posibilidad de que la Gestapo supiera mucho más acerca de Alok Dyakov de lo que había supuesto yo? Aun así, las diez de la noche no eran horas para pasear por una parte alejada de una ciudad en un país enemigo. Y se me podrá acusar de supersticioso, pero decidí llevarme dos armas, para que me dieran suerte: la Walther PPK que llevaba siempre y —con su pulcro culatín y su práctica correa— la Mauser de palo de escoba que aún tenía que devolver a Von Gersdorff. Desde el comienzo de la guerra, siempre había pensado que dos armas eran mejor que una. Cargué las dos automáticas y fui a por el coche.

La carretera hacia Smolensk por el este, justo al norte del puente de San Pedro y San Pablo a través del Dniéper, estaba bloqueada como siempre por una patrulla de la policía militar y —como siempre— charlé con ellos un rato antes de seguir mi camino. La única manera de llegar a la iglesia de Svirskaya —sin dar un rodeo hacia el oeste de cuarenta y tantos kilómetros— era cruzar ese puente hacia el centro de Smolensk, y pensé que hablar con los que vigilaban el puesto de control podía darme alguna pista sobre la identidad de mi nuevo confidente. Se pueden averiguar muchas cosas gracias a los policías militares si se los trata con respeto.

—A ver, muchachos —dije, ya que me conocían, claro, pero al igual que todos los demás tuve que enseñarles la documentación—, ¿quién más ha pasado por aquí durante la última hora?

—Un transporte de tropas —dijo uno de los policías, un sargento—. Unos hombres del 56.º Cuerpo de Panzer que estaban estacionados en Vitebsk y han recibido órdenes de ir al norte. Iban camino de la estación de tren. Han dicho que se dirigían a un lugar llamado Kursk y que se está cociendo una batalla de las grandes allí. Luego han pasado unos tipos del 537.º de Telecomunicaciones que iban a divertirse un rato en el Glinka.

Dijo lo de «divertirse un rato en el Glinka» como si se refiriera a una inocente excursión al cine.

—Han tomado sus nombres, naturalmente —dije.

—Sí, señor, naturalmente.

—Me gustaría verlos, si no hay inconveniente.

El sargento fue a por la tablilla, y aunque era otra noche de luna radiante, iluminó la lista con la linterna que llevaba colgada del abrigo.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

—No, sargento —repuse, recorriendo la lista con la mirada. Ninguno de los nombres me dijo nada—. Solo estoy fisgoneando.

—En eso consiste nuestro trabajo, ¿verdad? La gente no lo entiende, pero ¿dónde estaríamos todos sin unos cuantos polis fisgones que velen por nosotros?

La iglesia estaba en una parte de la ciudad aislada y tranquila, hacia el oeste del muro del Kremlin y lejos de cualquier vivienda civil o puesto avanzado militar. Construida con piedra rosa y una sola cúpula, estaba ubicada en la cima de un montículo cubierto de hierba y parecía una versión más pequeña de la catedral de la Asunción. Incluso había un muro circundante de estuco blanco con un campanario octogonal y una puerta de madera verde de gran tamaño a través de la que se accedía a la iglesia y sus jardines. No había luces encendidas en el interior de la iglesia y, aunque la puerta estaba abierta, daba la impresión de que hasta los murciélagos del campanario se habían tomado la noche libre para ir a algún lugar con más animación.

Aparqué al final de un pequeño sendero que llevaba a la puerta y empuñé con ganas el mango de escoba. La automática me pareció alentadoramente grande en la mano y cómoda cuando apoyé la culata en el hombro. Aunque el viejo cañón de bolsillo debía de resultar bastante difícil de limpiar —una de las razones por las que fue sustituida por la Walther—, era un arma sólida y reconfortante a la hora de apuntar y abrir fuego. Sobre todo por la noche, cuando el cañón, de mayor longitud, permitía hacer puntería con más precisión y el culatín le confería un aspecto más sustancial en conjunto. No era que esperase encontrarme con problemas, pero siempre es mejor estar preparado con un arma en la mano por si esos problemas aparecen.

Crucé lentamente la puerta del campanario, que era casi tan alto como la cúpula de la propia iglesia y ocupaba un ángulo del muro desde el que se tenía una vista excelente de al menos dos tercios de los terrenos de la iglesia. Antes de entrar en el edificio, lo rodeé una vez —en el sentido de las agujas del reloj, para que me diera buena suerte— solo por ver si alguien esperaba en la parte de atrás para tenderme una emboscada. No me esperaba nadie. Pero cuando intenté entrar en la iglesia me encontré con que la puerta estaba cerrada.

Llamé con los nudillos y aguardé sin obtener respuesta. Llamé de nuevo y el interior de la iglesia sonó tan hueco como los latidos del corazón en mi pecho. Era evidente que no había nadie dentro. Debería haberme marchado en ese preciso instante, pero supuse que tal vez había otra entrada que no había visto. Así que rodeé la iglesia una vez más. Esta vez fui en sentido inverso a las agujas del reloj, lo que, al volver la vista atrás, creo que probablemente fue un error. No había otra entrada —al menos ninguna que estuviera abierta— y convencido de que todo había sido una excursión inútil, fui pendiente abajo hacia la puerta del campanario. No había llegado muy lejos cuando me detuve en seco, pues solo me llevó una fracción de segundo darme cuenta de que alguien había cerrado la puerta. En ese mismo momento me pareció igualmente obvio que desde la torre octogonal del campanario esa persona debía de verme sin el menor obstáculo. Se me contrajeron las ventanas de la nariz: era igual que un conejo en tierra de nadie. Se me contrajeron de nuevo, pero ya era demasiado tarde. Había sido un estúpido y fui consciente de ello, pero a esas alturas ya no se podía hacer nada al respecto.

En la otra mitad de esa misma fracción de segundo un sonoro disparo alcanzó el culatín de roble pulido que sujetaba contra el pecho. De no ser por eso creo que hubiera muerto sin lugar a dudas, e incluso así, el impacto me derribó de espaldas y me dejó despatarrado sobre la hierba. Pero no me pareció conveniente arrastrarme en busca de cobijo. Por una parte no había ningún lugar que pudiera haber alcanzado a tiempo, y por otra, quien me había disparado, fuera quien fuese, ya había corrido el cerrojo e introducido otra bala en la recámara, y con toda probabilidad ya me tenía en la mira del rifle. En una noche así hasta un topo tuerto habría sido capaz de meterme un balazo en la cabeza. Mi mejor opción era hacerme el muerto. Después de todo, el tirador me había alcanzado en mitad del cuerpo, y no tenía por qué saber que su bala se había topado con un pedazo de madera endurecida.

Me dolía el pecho y también la nuca, y me asaltaron las ganas de gemir y luego de toser, pero me quedé tan inmóvil como me fue posible y me aferré al aliento que me quedaba en el cuerpo, a la espera del olvido casi bienvenido que me brindaría otro tiro, o el sonido de los pasos de mi atacante caminando hacia mí cuando, casi inevitablemente, se acercara a ver dónde me había alcanzado la bala. Aún no había conocido a un hombre al que no le gustara comprobar su puntería si se le presentaba la ocasión. Transcurrieron varios minutos antes de que oyera pasos en las escaleras, y después abrirse una puerta. Observé a vista de gusano la imagen de un hombre que se me acercaba por el jardín a la luz de la luna.

La Mauser —desprovista del culatín que, partido en dos, ahora estaba en el suelo a ambos lados de mi cuerpo— seguía en mi mano, y al verlo él, tendría que haberme pegado otro tiro solo para asegurarse. En cambio, se colgó el rifle al hombro por la correa y se acercó a mí, se detuvo un momento y encendió un pitillo con el mechero. No alcanzaba a verle la cara pero tenía una perspectiva excelente de sus botas de caña alta. Al igual que el papel de carta caro y los cigarrillos, el hombre era alemán. Dio una sonora calada al pitillo y luego lanzó un puntapié contra la pistola que tenía yo en la mano con la puntera de su lustrosa bota militar alemana. Eso me sirvió de indicación. Sin perder un segundo me apoyé en una rodilla, hice caso omiso del dolor en el esternón y apunté con el largo cañón de la Mauser de palo de escoba al hombre del rifle para apretar el gatillo sin preocuparme mucho de dónde lo alcanzara, siempre y cuando cayera abatido. Maldijo, alargó la mano hacia la correa del rifle y dejó caer el cigarrillo, pero ya era tarde. El disparo le hizo volverse bruscamente hacia un lado y supe con seguridad que le había alcanzado en el hombro izquierdo.

Lucía abrigo de cuero de oficial y un Stahlhelm; llevaba las gafas de motorista sobre del casco y, metidos en el cinturón, unos gruesos guantes. Parecía alemán pero la barba era inconfundible. Era o había sido Alok Dyakov, a quien ahora conocía un poco mejor como el comandante Krivyenko. Se mordió el labio y se retorció de lado a lado en el suelo como si intentara acomodarse. Debería haber disparado contra él de nuevo, pero no lo hice. Algo me impidió apretar el gatillo por segunda vez, pese a lo mucho que deseaba hacerlo.

Ese titubeo fue suficiente para que arremetiera contra mí bayoneta en mano.

Me puse en pie sobre las punteras en un instante y me giré, describiendo un círculo casi completo para evitar la punta afilada de la hoja. De haber sido el gran Juan Belmonte con un capote en la mano no lo habría hecho mejor. Luego volví a disparar contra él. El segundo disparo tuvo consecuencias tan afortunadas para él como para mí: la bala le atravesó el dorso de la mano que blandía la bayoneta y esta vez se vino abajo, agarrándose la mano con aspecto de ser completamente incapaz de emprender un tercer ataque, pero aun así le di una patada en la sien, solo por si acaso. Me molesta que alguien intente pegarme un tiro y luego acuchillarme en el transcurso de unos pocos minutos.

Resoplé y luego tomé aire a bocanadas.

Después el único problema que tenía era cómo llevar a Krivyenko a la cárcel de la Kiewerstrasse. No disponía de esposas, el Tatra no tenía maletero en el que lo pudiera meter y la radio de campaña que estaba en la trasera del coche se había quedado en el castillo. Darle una patada en la cabeza tampoco había sido de mucha ayuda, ya que meramente lo había dejado inconsciente, cosa que ya empezaba a lamentar. Un rato después le quité la correa de cuero a su rifle y la usé, en combinación con mi corbata, para atarle los brazos a la espalda. Después me fumé un pitillo mientras esperaba a que volviera en sí. Decidí que lo mejor era interrogarlo antes de llevarlo detenido, y para hacerlo como era debido lo necesitaba para mí solo un rato.

Al final se incorporó y dejó escapar un gruñido. Encendí otro cigarrillo, le di unas buenas caladas y se lo metí entre los labios manchados de sangre.

—Ha sido un buen disparo —dije—. En todo el centro. Por si se lo preguntaba, la bala ha dado en la culata de la Mauser. Es la misma Mauser que utilizó para matar al doctor Berruguete.

—Me preguntaba cómo habría sobrevivido, pizda zhopo glazaya.

—Soy un tipo con suerte, supongo.

Pozhi vyom uvidim —masculló—. Si usted lo dice… El caso es que debería darme las gracias, Gunther. Podría haberlo matado antes y no lo hice. En Krasny Bor.

—Sí, no consigo explicármelo. Debía tenerme a tiro. Igual que esta noche.

—Por entonces me bastaba con que no se entrometiera. No quería matarlo. Un gran error, ¿eh? —Dio una fuerte chupada al pitillo y asintió—. Gracias por el cigarrillo, pero ya he terminado.

Se lo quité de la boca y lo tiré.

—El papel de carta de buena calidad ha sido un bonito detalle —comenté—. Estaba convencido de que el autor era un alemán. Supongo que ha usado el papel de carta personal del mariscal de campo. Y lo de pedir cincuenta marcos. Eso también ha estado bien. Uno no se espera que alguien que le ha pedido dinero en realidad solo quiera quitarlo de en medio. —Miré en derredor—. Tengo que reconocérselo. Este lugar…, es de lo más inspirado. Tranquilo, apartado, sin nadie que oiga el disparo. Yo entro, igual que una rata en una trampa, y usted está ahí arriba, en el campanario, con un campo de tiro excelente. Bueno, en su mayor parte. Dígame, ¿qué habría ocurrido si llego a ir detrás de la iglesia?

—No habría llegado tan lejos —repuso—. Por lo general no me hace falta un segundo disparo.

—No, supongo que no.

—No tendrá algo de beber, ¿eh, camarada?

—Pues la verdad es que sí. —Saqué una petaca de bolsillo llena de schnapps que había sustraído del comedor y le dejé echarse un lingotazo antes de tomar yo otro. Yo lo necesitaba casi tanto como él. Notaba el pecho igual que si me lo hubiera pisado un elefante.

—Gracias. —Sacudió la cabeza—. Pensé que si solo mataba a Berruguete, ustedes intentarían ocultarlo, por el bien de su comisión internacional. Von Kluge odia a todos esos malditos extranjeros de todos modos. Solo quería que se largaran de Krasny Bor lo antes posible. Pero como usted es oficial y todo eso, aunque a usted también lo odia, bueno, se habría sentido obligado a ordenar a la policía militar que llevase a cabo una investigación. Ya sé que Voss es incapaz de encontrarse la polla dentro de los pantalones, pero aun así, después de todo lo ocurrido, no me hacía ninguna falta un lío semejante. Así que disparé para que la bala pasara rozándole el cráneo de manera que tuviera que mantenerse a cubierto hasta que hubiera logrado huir.

—De acuerdo. Le debo una. Pero ¿por qué mató a Berruguete? No logro entenderlo. ¿Qué salía usted ganando?

—No sabe de la misa la media, ¿eh? —Esbozó una sonrisa dolorosa—. Lo cierto es que es gracioso lo poco que sabe después de tanto tiempo. Deme otro trago y se lo cuento.

Le dejé tomar un poco más de schnapps. Asintió y se relamió los labios.

—Antes de la guerra fui comisario político con las brigadas internacionales en España. Barcelona me encantó. Fue la mejor época de mi vida. Oí todo lo que había que oír sobre ese médico fascista en esa época, lo que les hizo a algunos camaradas míos. Experimentos en el cerebro de hombres vivos porque eran comunistas, cosas así. Juré que si alguna vez se me presentaba la oportunidad, lo mataría. Así que, cuando apareció en Smolensk, no podía creérmelo, joder. Y sabía que no se me presentaría otra ocasión, así que lo hice y no lo lamento ni por un momento. Lo haría otra vez sin pensarlo un instante.

—Pero ¿por qué con la Mauser y no con el rifle?

—Por sentimentalismo. He estado enamorado de las armas toda mi vida.

—Sí, he visto en su expediente de la NKVD que ganó la Insignia Tirador Voroshílov.

No hizo caso del comentario y siguió hablando:

—Cuando estuve en Cataluña llevaba una Mauser, igual que la que tiene en la mano. Me encantaba esa pistola. La mejor pistola que han fabricado los alemanes, en mi opinión. La Walther está bien: tiene un poder de parada considerable, cabe en el bolsillo del abrigo y no se encasquilla, eso hay que reconocerlo, pero sobre el terreno la Mauser no tiene rival, sobre todo porque lleva un peine de carga de diez balas. Utilizaron esa pistola para matar al zar, ¿lo sabía? Cuando vi que el coronel Von Gersdorff tenía una, me entraron unas ganas tremendas de usarla. Así que la tomé prestada para matar al doctor.

—Es un maldito embustero —dije—. Sabía perfectamente que el profesor Buhtz es experto en balística. Lo que quería era despistarnos. Lo mismo que con la cuerda que usó como sujeción para apuntar mejor: era la que utilizaba Peshkov para atarse el abrigo, ¿verdad? Solo buscaba que algún otro cargara con la culpa.

Krivyenko volvió a sonreír.

—Supuso que si usaba el rifle, le daríamos al profesor Buhtz la bala y nos diría el tipo de arma que se usó. Su rifle. Así que cogió la pistola de Von Gersdorff. Sabía que estaba guardada en la puerta de su coche, igual que sabía que había una bayoneta en la guantera, la misma bayoneta que usó para matar al doctor Batov y a su hija, y antes con toda probabilidad a los dos operadores delante del hotel Glinka. Supongo que fue Von Kluge quien le instigó a hacerlo.

—Quizá sí y quizá no, pero esa es mi póliza de seguros, ¿no? Porque todo lo que sabe cabría en una puta caja de cerillas. Y con lo que puede demostrar a los ojos del mariscal de campo no tendría ni para untar un mendrugo de pan con mantequilla.

—No sé si tengo que probar gran cosa, ¿no cree? ¿Su palabra contra la de un oficial alemán? En cuanto le hayamos afeitado la barba en el hospital de la cárcel lo compararemos con la foto de su expediente de la NKVD y quedará demostrado sin lugar a dudas que usted es un oficial del Comisariado del Pueblo. Dudo que ni el mariscal de campo quiera ayudarle una vez quede probado.

—Igual pensará que tiene que ayudarme. Para que no me vaya de la lengua. ¿No se lo ha planteado? Además, ¿por qué iba a matar yo al doctor Batov? ¿O quizá piensa que también me instigó él a hacerlo? ¿No se le había ocurrido eso?

—Yo diría que usted tuvo algo que ver con lo que pasó en el bosque de Katyn. Igual incluso formaba parte del grupo de asesinos que ejecutaron a todos esos polacos. Cuando se enteró por el mariscal de campo de que yo había solicitado asilo en Alemania para Batov y su hija le hizo unas cuantas preguntas, y Von Kluge le dijo lo que le había dicho yo a él: que Batov tenía pruebas documentales de lo ocurrido en el bosque de Katyn. Así que torturó y mató a los dos, y se llevó los libros mayores y las fotografías del apartamento de Batov. Supongo que Batov debió de delatar a Rudakov y posiblemente usted también lo mató. Su hermano, el portero del hotel Glinka…, bueno, igual ese ató cabos y se largó. O igual también acabó con él, solo por si acaso. Además, es lo que mejor sabe hacer, ¿no? Se le da bien matar jabalíes y lobos, pero se le da mejor aún matar gente. Como casi descubrí yo al precio más alto.

—No tan bien. Si se me diera tan bien como dice, capitán, le habría pegado otro tiro en la cabeza antes de bajar de la torre.

—Es posible que no se alegre de no haberme matado. Pero yo estoy encantado de que siga usted con vida, amigo mío. Va a ser un testigo sumamente útil en Alemania. Se hará famoso.

Idl ti na fig. —Krivyenko negó con la cabeza—. Chto za chepukha —dijo—. El jefe no permitirá nada de eso.

—Bueno, tendrá que permitirlo —repuse—. No soy yo el único dispuesto a convencerle de que tiene hacerlo. También está el coronel Von Gersdorff. E incluso si Von Kluge no quiere creer que usted estuvo implicado en lo que le pasó a Batov y lo que ocurrió en Katyn, no le quedará otro remedio que aceptarlo si se lo dice alguien de la nobleza como él.

Krivyenko me dirigió otra sonrisa torcida.

—Creo que más le vale dejarme marchar. Será mejor para usted y mejor para mí. Él se verá en un aprieto y no le gustará nada. Ya tebya o-chen proshu. Déjeme ir y no volverá a verme nunca. Desapareceré sin más. —Señaló hacia la derecha con la cabeza—. El río está por ahí. Me iré en esa dirección y desapareceré. Pero si intenta que todo esto llegue a los tribunales, lo pagaremos muy caro, los dos.

—¿Cree que voy a soltarlo solo porque Von Kluge puede verse en una situación delicada?

—Si no me suelta usted, lo hará él. Solo para evitar la posibilidad de que haya un escándalo.

—Me parece que, llegado el caso de que usted lo acuse de instigar los asesinatos de los operadores, será su palabra, la de un comandante de la NKVD, contra la palabra de un mariscal de campo alemán. Nadie creerá nada de lo que diga usted. En cuanto lo detenga, seguro que Von Kluge intentará distanciarse tanto como le sea posible de usted. —Fruncí el ceño—. Por cierto, ¿cómo ha cruzado el control del puente sin que su nombre quedara anotado en el registro de la policía? No ha cruzado nadando, así que ¿cómo lo ha hecho? El verano pasado requisaron todas las embarcaciones de aquí a Vitebsk.

—El problema de ustedes, los alemanes, es que creen que solo hay una manera de despellejar un gato.

—Según tengo entendido, la mayoría de la gente usa un cuchillo.

—Se lo contaré a cambio de otro trago —dijo—, porque supongo que incluso alguien como usted se las arreglará para averiguarlo, tarde o temprano.

Le acerqué la petaca a los labios y la incliné para que bebiera.

Spasiva. —Se estremeció—. Unos quinientos metros río arriba hay una simple balsa de madera. Me la hicieron unas amigas. Probablemente las haya visto: en el río, atando troncos para transportar mercancía arriba y abajo. Y tenía una pértiga que he usado para darme impulso. Tan sencillo como eso. Encontrará una moto oculta entre unos arbustos en la otra orilla. Mire, si no va a dejarme ir, entonces quiero que me vea un médico. Me duele el hombro y estoy sangrando. Ha mencionado el hospital de una cárcel, ¿no?

—Tendría que matarlo aquí mismo…

—Es posible.

Lo cogí por el cuello del abrigo y le hice ponerse en pie.

—En marcha.

—¿Y si no quiero andar?

—Entonces puedo pegarle otro tiro. Tendría que saber que hay muchas maneras de hacerlo sin causarle heridas demasiado graves. —Lo agarré por la oreja y le metí el cañón de la Mauser en el oído—. O podría arrancarle a tiros estas putas orejas mugrientas, primero una y luego la otra. No creo que a nadie salvo a usted y el verdugo le importe gran cosa si lo dejo desorejado.

Conduje de regreso al puente de San Pedro y San Pablo e hice caer al suelo de una patada al prisionero que llevaba en el asiento del acompañante. Ordené a la policía militar que llevaran a Krivyenko a la cárcel de la Kiewerstrasse y, después de que el médico le hubiera tratado las heridas, lo encerraran para que pasara la noche en una celda de aislamiento.

—Me presentaré allí con una lista de acusaciones a primera hora de la mañana —dije—, en cuanto haya hablado con el coronel Von Gersdorff.

—Pero este es Dyakov, señor —contestaron—. El Putzer del mariscal de campo.

—No, no lo es —repuse—. El auténtico Dyakov está muerto. Este hombre es un comandante de la NKVD llamado Krivyenko. Es el que asesinó a aquellos dos operadores alemanes. —No mencioné a los rusos que había matado, ni al español; a los alemanes no les preocupaba mucho la gente de ningún país aparte de Alemania—. Y sigue siendo peligroso, así que ándense con cuidado, ¿entendido? Este tipo es un zorro. Acaba de intentar pegarme un tiro. Y casi lo consigue. Si no llega a ser porque se ha interpuesto la culata de un arma, ahora sería hombre muerto.

El pecho aún me dolía, así que me desabroché la camisa para echar un vistazo, y a la luz de la linterna del sabueso vi una magulladura del tamaño y el color de un tatuaje tribal frisio.

De regreso en Krasny Bor me fijé de inmediato en que el Mercedes del coronel había desaparecido, y cuando llamé a la puerta de su cabaña para decirle que Krivyenko había cantado de plano no hubo respuesta ni se encendió luz alguna.

Fui al comedor de oficiales en busca de información sobre su paradero.

—¿No ha visto el cartel? —preguntó el sargento a cargo del comedor, un berlinés bastante simpático, a mi juicio.

—¿Qué cartel?

—La mayoría de los oficiales del Alto Mando cenan esta noche en el comedor de los grandes almacenes de Smolensk, como invitados del comandante de la guarnición.

Así que dejé una nota en la puerta de Von Gersdorff diciéndole que me llamara en cuanto volviese a Krasny Bor.

Luego me acosté.