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Viernes, 30 de abril de 1943

Cuando por fin desperté con un sobresalto, me brotaba por los ojos y la piel el miedo a la idea de ser enterrado en vida. O una vez muerto. Tanto lo uno como lo otro me parecían una perspectiva intolerable. Mis sueños siempre parecían diseñados para advertirme sobre la muerte, y pronto se convertían en pesadillas cuando me sobrevenía la sensación de que la advertencia había llegado demasiado tarde. Estimulada por el alcohol y la depresión, esta pesadilla no había sido muy distinta de las peores.

Las tres chicas se habían ido y todo estaba bañado en una luz de luna de color orina que hacía parecer un poco más repugnante todavía la habitación, sórdida ya de por sí. Más allá de la ventana ladraba un perro y una locomotora se desplazaba por el lejano apartadero del ferrocarril como un enorme animal jadeante que no lograra decidir qué dirección tomar. A través del suelo se oía música, voces de hombres y risas de mujeres. Me sentí igual que si uno de los muelles desiguales del somier me estuviera atravesando el estómago.

Un carro blindado dobló hacia la Schlachthofstrasse por delante de la ventana, haciendo temblar el cristal sucio en el marco empapado de humedad. Miré mi reloj de muñeca y vi que era mucho más de medianoche, lo que suponía que era hora de adecentarme y marcharme. Una delegación de franceses, incluido Fernand de Brinon, el secretario de Asuntos Exteriores de Vichy, había llegado en avión la víspera por la tarde, y esa misma mañana varios oficiales alemanes, incluido yo, teníamos que escoltarlos hasta las fosas de los cadáveres ya exhumados del bosque de Katyn, entre ellos los de dos generales polacos, Mieczysław Smorawiński y Bronisław Bohatyrewicz.

Cuando me levanté de la cama cayeron al suelo una botella de vodka vacía y un cenicero que tenía en equilibrio sobre el pecho. Dejando de lado una abrumadora sensación de náusea, busqué las botas y la guerrera, y cuando metí las manos en los bolsillos y encontré el trozo de cuerda que había desatado del árbol en Krasny Bor me vino a la cabeza lo que había estado intentando recordar antes de que la bebida se hubiera apoderado de mí.

El abrigo de Peshkov. Al pasar en coche por su lado en la carretera de Krasny Bor al castillo, llevaba el abrigo suelto. Por lo general lo llevaba atado por la cintura con un trozo de cuerda. ¿Había perdido la cuerda? ¿Era la que tenía yo ahora en el bolsillo? Y si lo era, ¿había sido Peshkov el tirador que asesinó a Berruguete y luego disparó contra mí?

Bajé las escaleras y —tras dar las gracias por extenso y con sinceridad a la dueña por dejarme dormir— salí al aire nocturno de Smolensk, vomité en la alcantarilla y regresé al coche, congratulándome de que lo otro —lo que había intentado olvidar— ya estaba olvidado. Aunque, eso sí, me hubiera gustado ser capaz de recordar mi propio nombre.

Cuando por fin salí a la carretera de Vitebsk había empezado a encontrarme lo bastante bien para volver a pensar en mis obligaciones, y me detuve en el castillo a fin de enviar un mensaje a Goebbels como había sido mi intención en un principio. El teniente Hodt, el oficial de telecomunicaciones de guardia, operaba la radio en persona porque varios hombres a su cargo, incluido Lutz, estaban de baja con fiebre.

—Es este puñetero sitio —dijo—. Los insectos pican a los hombres una y otra vez.

Señalé con un gesto de cabeza el bulto rojo amoratado que tenía en un lado del cuello.

—Parece que a usted también le han picado.

Negó con la cabeza.

—No, esto fue una abeja del coronel. Duele como una maldita quemadura.

Le ofrecí un cigarrillo.

—Lo he dejado —repuso, a la vez que negaba con la cabeza.

—Debería empezar de nuevo —le advertí—. A los insectos no les gusta el humo. A mí no me han picado desde que llegué.

—No es eso lo que he oído. —Hodt me ofreció una sonrisa torcida—. Corre el rumor de que Von Kluge se cebó con usted de lo lindo, Gunther. Dicen que su cabeza aún está tirada en el suelo del comedor de oficiales.

Procuré sonreír por primera vez en una temporada. Casi lo conseguí, creo.

—Ya se le pasará —dije—. Ahora que han dado de alta del hospital a su Putzer.

—En mi opinión no le dio lo bastante fuerte.

—Teniendo en cuenta que el mariscal de campo amenazó con ahorcarme —contesté—, me lo tomaré como un cumplido.

Otra vez la soga. Tendría que buscar a Peshkov y devolverle su cinturón sin quitar ojo a su expresión para ver cómo reaccionaba.

—Sí, debería —asintió Hodt—. Ese tipo es un puñetero incordio. Siempre anda por aquí como por su propia casa. Pero nadie quiere irritar al mariscal de campo diciéndole que se largue.

—Puede que este incidente hará entrar en razón a Dyakov —comenté—. Seguro que el mariscal de campo habla con él.

—Ojalá tuviera tanta confianza como usted en el mariscal de campo.

De nuevo en el coche pensé un poco más en Peshkov y recordé lo familiarizado que estaba con la historia de la NKVD: lo que sabía de Yagoda, Yezhov y Beria. ¿Se debería ese conocimiento a algo más aparte de su interés por la política y los asuntos de actualidad? Abrí la guantera y estaba metiendo la cuerda dentro cuando reparé en un sobre marrón y recordé que aún tenía las pertenencias de Alok Dyakov que me habían entregado en el hospital. Dejé el sobre en el asiento, a mi lado, para no olvidar devolvérselas y seguí adelante. No había llegado muy lejos cuando un animal salió disparado de entre la maleza y se me cruzó en el camino, e instintivamente pisé el freno a fondo. ¿Un lobo, quizá? No estaba seguro, pero ahora que habíamos abierto las fosas el olor de los cadáveres los estaba atrayendo y los centinelas aseguraban haber visto más de uno por la noche. Miré por la ventanilla del acompañante y vi que el contenido del sobre se había derramado por el suelo del coche, así que me arriesgué a despertar la ira del guardia que velaba para que se cumpliera la orden de mantener todas las luces apagadas encendiendo la lucecita del techo para recogerlo. Tal como dijo la enfermera Tanya, había un reloj, un anillo de oro, unas gafas, dinero de la ocupación, una llave y un fragmento de latón fino de unos diez centímetros de longitud.

Y de pronto se me fueron de la cabeza las ideas que había concebido sobre la cuerda y Peshkov.

Lo que tenía ante mis ojos era el peine de carga vacío de latón de un arma automática. Funcionaba de la siguiente manera: se encajaba el peine de carga de nueve balas, colocadas una encima de otra, en la parte superior de la pistola y luego se presionaba hacia abajo para introducirlo directamente en la recámara, de modo que el peine seguía sobresaliendo del arma. Cuando se retiraba el peine, el cerrojo recaía sobre el primer proyectil en la recámara y el arma estaba lista para disparar. Mauser era el único fabricante que utilizaba un mecanismo de carga similar. El peine de carga de un M98 tenía cinco balas y era más corto. Este era el peine de una Mauser de palo de escoba y, a juzgar por el lustre de la pieza, era casi seguro que se trataba de uno de los peines que había en la guantera del Mercedes de Von Gersdorff, y antes de eso en el inmaculado estuche de madera de su padre.

Eran útiles y por lo general no se tiraban. A menos que se tratase de pruebas de un homicidio, en cuyo caso lo normal hubiera sido deshacerse de él nada más cargar el arma, y no guardarlo en el bolsillo por costumbre, eso seguro. El que tenía en la mano era la prueba más clara de un asesinato que había visto en mucho tiempo, y de no ser por la resaca me hubiera puesto a dar saltos de alegría. Pero, pensándolo un poco mejor, llegué a la conclusión de que había motivos más que suficientes para tener precaución. Un sencillo peine de carga en el bolsillo del ruso difícilmente hubiera convencido a un hombre como el mariscal de campo Von Kluge de que su Putzer había asesinado al doctor Berruguete. Iba a tener que averiguar por qué lo había asesinado, y para hacerlo tendría que averiguar mucho más sobre Alok Dyakov antes de informar a su amo de lo que había descubierto.

Fue entonces cuando recordé la bayoneta en el coche de Von Gersdorff. Si Dyakov había asesinado a Berruguete con el arma de Von Gersdorff, ¿no era posible también que hubiera utilizado la afiladísima bayoneta del oficial de la Abwehr para rebanar algún que otro pescuezo?

Apagué la lucecita del techo y permanecí sentado en la oscuridad del bosque de Katyn antes de dar con la única explicación razonable. Una explicación que tenía en cuenta la extraña lealtad del mariscal de campo hacia su Putzer. Todo era exactamente tal como lo había supuesto desde el principio, y la red de chicas de compañía que gestionaba Ribe desde la centralita del castillo no había sido más que el humo de una pista falsa que me había cegado.

Von Kluge estaba al tanto de que el teléfono de su mesa no funcionaba como era debido. Recordé que le había oído quejarse de ello a un operador cuando estaba en su despacho. Debía de haber caído en la cuenta —demasiado tarde— de que su comprometedora conversación con Adolf Hitler podía haber llegado a oídos de los dos operadores del 537.º a cargo de la centralita del castillo. A Alok Dyakov —que iba y venía del castillo con frecuencia para ver a su amiga Marusya— le habría sido relativamente sencillo echar un vistazo a la lista de turnos para ver quiénes se encargaban de los teléfonos durante la visita del Führer a Smolensk y —cumpliendo las órdenes de su amo— matarlos, sin saber que a uno de ellos ya se le había ocurrido grabar la conversación en una cinta. Como es natural, Von Kluge habría supuesto correctamente que el Führer aprobaría la actuación de Dyakov.

Si había algo de cierto en todo eso tendría que proceder con la investigación sobre Alok Dyakov más cautelosamente incluso de lo que había imaginado.

Volví a encender la lucecita y eché otro vistazo a la llave del sobre marrón. Era la llave de una moto BMW.

Ahora todo empezaba a cobrar sentido. La noche de sus asesinatos, Ribe y Greiss difícilmente se hubieran puesto en guardia al encontrarse con una figura tan familiar como Dyakov delante del hotel Glinka. Y el ruido de una moto alemana que oyó el sargento de las SS que sorprendió a su asesino ahora quedaba explicado: Dyakov tenía acceso a una BMW. Eso explicaba también por qué su asesino había decidido huir por la carretera de Vitebsk: se dirigía a Krasny Bor.

Y si había asesinado a Ribe y Greiss, ¿por qué no al doctor Batov y su hija también? En este caso el móvil era más difícil de desentrañar, aunque la predilección del asesino por el cuchillo parecía convincente. Dyakov bien podía haberse enterado de su existencia por Von Kluge después de que yo le pidiera al mariscal de campo que concediese asilo a los dos rusos en Berlín. Una petición a la que él se había resistido. ¿Era posible que el mariscal de campo estuviera en contra de la idea de que se les otorgara el derecho a vivir en Berlín hasta el punto ordenar a su Putzer que los matara también?

Pero si poco antes había acabado con la vida del doctor Berruguete a tiros, ¿por qué había ido Dyakov a emborracharse al bosque de Katyn? ¿Para celebrar la muerte de un criminal de guerra, quizá? ¿O se debía a una razón más prosaica: montando un numerito en el bosque de Katyn sencillamente intentaba tener una coartada para lo que había ocurrido en Krasny Bor? Después de todo, ¿quién iba a sospechar que un borracho que amenazaba con pegarse un tiro hubiera cometido el asesinato frío y premeditado del médico español? ¿Y habría contribuido yo a su coartada dejándolo inconsciente de un porrazo?

Pero me estaba adelantando a los acontecimientos. Primero tenía que llevar a cabo cierto trabajo de investigación elemental. Un trabajo que debería haber acometido semanas atrás.

Conduje de regreso a Krasny Bor y aparqué al lado del Mercedes de Von Gersdorff. Como siempre la portezuela del coche no estaba cerrada con llave. Sentado en el asiento del acompañante busqué la bayoneta en la guantera, con la intención de dársela al profesor Buhtz para ver si encontraba restos de sangre humana en el filo. Pero no estaba. Miré también en la guantera lateral, y debajo del asiento, pero tampoco estaba por allí.

—¿Busca algo?

Von Gersdorff estaba justo al lado del coche, con una pistola en la mano. La pistola me apuntaba a mí. Me incorporé bruscamente.

—Oh, Gunther, es usted. ¿Qué demonios se ha creído que hace en mi coche casi a la una de la madrugada?

—Busco su bayoneta.

—¿Para qué demonios la quiere?

—Porque creo que la utilizaron para asesinar a esos dos operadores. Igual que utilizaron su Mauser para asesinar al doctor Berruguete. Por cierto, he encontrado el culatín del arma.

—¿Ah, sí? Me alegro. Mire, no me cuesta ningún esfuerzo entender que yo sea mejor sospechoso que Inés Kramsta. Sus piernas son mucho más bonitas.

—No he dicho que sea usted sospechoso, coronel —puntualicé—. Después de todo, dudo que hubiera sido tan negligente como para utilizar su propia Mauser. No, creo que otra persona usó una pistola y una bayoneta que sabía que estaban en este coche, quizá con la intención de implicarlo a usted más adelante. O sencillamente las tenía a mano, no lo sé.

Von Gersdorff enfundó la Walther y rodeó el coche hasta la parte de atrás para abrir el maletero.

—La bayoneta está aquí —dijo al tiempo que la sacaba—. Y cuando dice «alguna persona», Gunther, supongo que no se refiere a la doctora Kramsta.

—No —contesté.

—Es curioso lo de esta bayoneta —comentó Von Gersdorff, entregándomela—. Cuando la cogí de la guantera el otro día, por un instante me pareció que no era la mía.

—¿Por qué? —Saqué la bayoneta de la vaina y el filo relució a la luz de la luna.

—Bueno, era la mía. Sencillamente me pareció que no. Por eso la guardé en el maletero.

—Sí, pero ¿por qué le pareció que no era la suya?

—Es la misma bayoneta, sin duda, pero la funda es distinta. La mía era más holgada. Esta se ciñe a la hoja. —Se encogió de hombros—. Es un pequeño misterio, en realidad. Después de todo, no se arreglan solas, ¿verdad?

—No, no se arreglan solas —coincidí—. Y creo que acaba usted de contestar mi pregunta.

Le conté lo de la bayoneta y las piezas de una vaina rota encontradas en la nieve cerca de los cadáveres de Ribe y Greiss.

—Así que cree que probablemente se trataba de mi vaina, ¿no? —comentó Von Gersdorff.

—Sí, eso creo.

—Dios santo.

Entonces le hablé del peine de carga que había encontrado en el bolsillo de Alok Dyakov; y de cómo Alok Dyakov era ahora mi sospechoso principal de los asesinatos de Ribe y Greiss.

—Vamos a tener que proceder con suma cautela en este asunto —dijo.

—¿Vamos?

—Sí. No creerá que voy a dejarle hacer esto solo, ¿verdad? Además, me encantaría perder de vista de una vez por todas a ese ruso cabrón.

—¿Y Von Kluge?

Von Gersdorff negó con la cabeza.

—No creo que vaya a tener ocasión de hacerle mucho daño con esto —dijo—. No sin esa grabación.

—¿A qué se refiere?

—Se la di al general Von Tresckow —explicó Von Gersdorff—. La juzgó demasiado peligrosa y la destruyó.

—Qué pena —lamenté, pero no podía culpar al general por pensar, tal como pensé yo, que una grabación del Führer ofreciéndose a comprar la lealtad de uno de sus principales mariscales de campo con un sustancioso cheque fuera algo muy peligroso de guardar.

—Recordará que Von Dohnanyi y Bonhoeffer fueron detenidos. Entonces nos preocupó más la Gestapo que Günther von Kluge. Y me temo que hará falta mucho más que la grabación de una conversación comprometedora para derrocar a Hitler.

Asentí y le devolví la bayoneta.

—Bueno, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó—. Me refiero a que vamos a ir detrás de Dyakov, ¿verdad?

—Tenemos que hablar con el teniente Voss —dije—. Después de todo fue él quien tropezó primero con Alok Dyakov. El ruso me contó su versión de lo ocurrido en la carretera, buena parte de la cual he olvidado. Me distrajo la llegada de los miembros de la comisión internacional mientras me lo contaba. Me parece que tenemos que oír la versión de Voss.

Antes de acostarme devolví a Dyakov el sobre que contenía sus pertenencias. Tenía la luz de la cabaña encendida, así que me vi obligado a llamar a la puerta y contarle un cuento que creo que solo se creyó a medias.

—La enfermera me ha dado el sobre para que se lo devolviera —dije—, y luego me temo que se me ha ido de la cabeza por completo. Sus cosas han estado en mi coche toda la tarde.

—He vuelto al hospital a por ellas —contestó—. Y luego he estado buscándolo, señor. Nadie sabía dónde estaba.

¿Habría recordado que llevaba en el bolsillo el peine de carga?

—Lo lamento —me disculpé—, pero me ha surgido un contratiempo. ¿Qué tal la cabeza, por cierto?

—No tan mal como la suya, quizá —repuso.

—Vaya, ¿es tan evidente?

—Solo para un borracho como yo, quizá.

Le resté importancia al asunto.

—Recibí malas noticias, nada más. Pero ahora ya estoy bien. —Le di una palmada en el hombro—. Me alegra ver que ya se encuentra bien, amigo mío. Todo olvidado, ¿eh?

—Todo olvidado, señor.

Esa mañana delante de las fosas de los polacos estábamos veinte personas, de las cuales al menos la mitad eran franceses, incluido De Brinon, dos oficiales del ejército de alto rango y tres periodistas que llevaban boina y fumaban cigarrillos franceses de aroma acre y que, en líneas generales, tenían aspecto de personajes de Pépé le Moko. De Brinon era un individuo de cincuenta y tantos años con un impermeable pardo claro y una gorra de oficial que le hacía parecerse un poco a Hitler y resultaba afectada, teniendo en cuenta que no era más un abogado. Von Gersdorff, que sabía de esas cosas, me informó de que De Brinon era un aristócrata, marqués nada menos, y que también tenía una esposa judía a la que había conseguido que la Gestapo de París pasase por alto. Lo que tal vez explicara por qué tenía tanto interés en parecer nazi. Los franceses estaban dando mucha importancia a su visita al bosque de Katyn, pues por lo visto, antes de la guerra polaco-soviética de 1920, los franceses enviaron a cuatrocientos oficiales del ejército para contribuir a la preparación del ejército polaco, y muchos de ellos —incluidos los dos generales que ahora estaba en Katyn— se quedaron como parte del Quinto Batallón de Chasseurs Polonais para luchar contra el Ejército Rojo del mariscal Tujachesvski. Todo ello supuso que Voss, Conrad, Sloventzik, Von Gersdorff y yo soportamos una mañana desaprovechada respondiendo interminables preguntas y disculpándonos por el hedor, las cruces de madera más bien improvisadas en las tumbas y el súbito cambio del tiempo. Incluso Buhtz asomó la cabeza, tras haber dejado a la comisión internacional en manos de la Cruz Roja polaca para que realizaran sus propias autopsias como les pareciera conveniente. Alguien nos hizo una foto: Voss aparece explicando el «peor crimen de guerra» de Rusia a De Brinon, que lo mira incómodo, como si fuera plenamente consciente de que a él también lo fusilarían los franceses como criminal de guerra en abril de 1947, mientras los dos generales franceses hacen lo que mejor saben hacer los generales franceses: estar elegantes.

No había sacerdote: los polacos ya habían celebrado un funeral adecuado, y a nadie le pareció importante volver a rezar por los fallecidos. La religión era lo último que teníamos en la cabeza.

Después de deshacernos de los franceses —cosa que a los alemanes nunca nos lleva mucho tiempo—, Von Gersdorff y yo llevamos aparte a Voss y le pedimos que nos acompañara al coche del coronel de la Abwehr. Con su largo abrigo de policía militar y su gorra tapacapullos, al alto policía —había sido el de mayor estatura de cuantos estábamos junto a las fosas— se le veía elegante. Los hombres esbeltos tienen buen aspecto con tapacapullos, y si son oficiales alemanes les confieren un aire serio, como de no tener tiempo para cortesías ni formalidades. No se apreciaba más que un atisbo de Heydrich en sus rasgos caninos y en su porte, y por un instante me pregunté qué opinión habrían merecido al antiguo Reichsprotector de Bohemia mis esfuerzos en Katyn. No muy buena, seguramente.

Von Gersdorff repartió cigarrillos y poco después estábamos envueltos en una neblina de humo de tabaco que suponía un cambio muy agradable respecto del aire maloliente del bosque de Katyn.

—Háblenos de Alok Dyakov —dijo el coronel, yendo directo al grano.

—¿Dyakov? —Voss negó con la cabeza—. Ese tipo es listo como un zorro. Bueno, para ser un antiguo maestro de escuela, tiene una puntería magnífica con el rifle. Hace unas semanas uno de los motoristas que escoltan el coche del mariscal de campo me contó que vio a Dyakov cargarse un perro a setecientos cincuenta metros. Por lo visto creyeron que era un lobo, pero resultó que era el pobre chucho de algún maldito campesino. Dyakov se llevó un buen disgusto. Le encantan los perros, según dijo. Le encantan los perros, odia a los rojos. Es verdad que su rifle lleva mira telescópica —igual que el del mariscal de campo—, pero si daba clases de algo, desde luego no eran de Latín e Historia.

—¿Qué clase de mira? —indagué.

—Una Zeiss. ZF42. Pero en realidad ese rifle no está diseñado para llevar mira. Lo tiene que modificar a máquina un armero especializado.

—Es cierto —convino Von Gersdorff—. Yo tengo uno igual.

—¿Cómo? ¿Aquí, en Smolensk?

—Sí. Aquí, en Smolensk. ¿Debería buscarme un abogado?

Al ver que Voss fruncía el ceño, le expliqué con detalle la situación y luego le insté a que nos diera más información sobre el Putzer ruso.

—Estábamos probablemente a principios del mes de septiembre de 1941 —comenzó Voss—. Mis muchachos se encontraban en el sudeste de la ciudad, dentro del saliente de Yelnia.

—Era un frente de cincuenta kilómetros que el Cuarto Ejército había ampliado desde la ciudad a fin de contar con una zona desde la que lanzar una ofensiva prolongada contra Viazma —explicó Von Gersdorff—. Los rusos intentaron una maniobra de envolvimiento que fracasó gracias a nuestra superioridad aérea. Pero fracasó por los pelos. Fue el ataque más costoso en vidas que sufrieron nuestros ejércitos, hasta Stalingrado.

—Estábamos operando en los flancos del saliente —continuó Voss—. Alrededor de unos diez kilómetros a lo largo de la carretera de Mscislau debíamos acabar con cualquier reducto de resistencia. Partisanos, unos cuantos desertores de la 106.ª División de Infantería Mecanizada y el Vigésimo Cuarto Ejército, algunas unidades de la NKVD. Nuestras órdenes eran sencillas. —Se encogió de hombros y adoptó una actitud evasiva—. Disparar contra cualquiera que ofreciera resistencia, claro. Acabar también con cualquiera que se hubiera rendido y coincidiera con las directrices impuestas por el general Müller que aún estaban vigentes por aquel entonces. Hasta que se cancelaron en junio del año pasado.

Voss se refería a la orden del comisario de Hitler que estipulaba que los prisioneros que fueran representantes activos del bolchevismo —entre los que sin duda se encontraban los miembros de la NKVD— debían ser fusilados sumariamente.

—Ya habíamos fusilado a muchos —continuó—. Era una venganza por lo que habíamos padecido. Por lo visto, cuanto más se aleja uno de Berlín, menos importancia tiene la Convención de Ginebra. Sea como sea, nos encontramos con un GAZ descapotable que se había salido de la carretera cerca de una granja.

El GAZ era un vehículo ruso con tracción en las cuatro ruedas, el equivalente al Tatra.

—Había tres personas dentro. Dos llevaban uniforme de la NKVD, el conductor y uno de los que iban detrás. Estaban muertos. El tercero, Dyakov, vestía de civil. Estaba consciente solo a medias y seguía esposado a la barandilla lateral, en el asiento trasero del GAZ, y al parecer se alegró mucho de vernos cuando volvió en sí. Aseguró que lo había detenido la NKVD y los otros dos lo llevaban a la cárcel, o algo peor, cuando un Stuka ametralló la carretera.

»Encontramos las llaves de las esposas y lo curamos. Se había llevado unos cuantos golpes al salirse el coche de la carretera, y probablemente también a manos de los tipos de la NKVD. Hablaba alemán bastante bien, y cuando lo interrogamos nos dijo que era maestro de alemán en la escuela de Vitebsk, razón por la que lo detuvieron en primer lugar, aunque se ganaba la vida como cazador furtivo. Según él, hablar alemán convertía a cualquiera automáticamente en sospechoso a los ojos de la policía secreta, pero luego dedujimos que el auténtico motivo de su detención quizá tenía más que ver con su actividad como cazador furtivo que con cualquier otra cosa.

—¿Qué documentos llevaba encima Dyakov? —pregunté.

—Solo su propiska —dijo Voss—. Es un permiso de residencia que hace las veces de registro de migración.

—¿No tenía pasaporte interno?

—Dijo que se lo había confiscado la NKVD en un registro de seguridad previo. Es lo que la NKVD dio en llamar «detención abierta», ya que en la Rusia soviética no se puede hacer gran cosa sin pasaporte interno.

—Qué oportuno. ¿Y los hombres de la NKVD? ¿Qué documentos llevaban?

—Las típicas cartillas de identidad encuadernadas en cuero de la NKVD. Y en el caso del chófer el carné de conducir, la cédula de identidad del Komsomol, unos sellos de circulación y la licencia de armas.

—Confío en que guardaran esos documentos —comenté.

—Me temo que los originales quedaron destruidos en un incendio junto con muchos otros documentos —contestó Voss—. Creo que uno de los oficiales se llamaba Krivyenko.

—¿Destruidos?

—Sí —confirmó Voss—. No mucho después de alojarnos en Grushtshenki, los partisanos lanzaron contra nosotros un ataque con morteros.

—Ya. Eso también fue muy oportuno. Para Dyakov.

—Supongo que tendremos fotografías de los mismos en las oficinas de la Abwehr en Smolensk —dijo Von Gersdorff—. La Abwehr tiene por costumbre guardar registros fotográficos de la documentación de todos los miembros de la NKVD capturados.

—¿Sabe eso Dyakov?

—Lo dudo.

—No hay mejor momento que ahora —dije—. ¿Echamos un vistazo?

De camino a la Kommandatura hice algunas preguntas más sobre Dyakov.

—¿Cómo demonios llegó a conocer al mariscal de campo?

Von Gersdorff carraspeó con incomodidad.

—Me temo que es culpa mía —reconoció—. Yo me ocupé del interrogatorio. Le apreté las tuercas para ver qué nos decía sobre la NKVD. Lo malo de aquella orden del comisario era que nunca obteníamos información valiosa, y tener en nuestras manos a uno de sus prisioneros era lo que más se acercaba. En realidad nos fue muy útil. O así nos lo pareció por aquel entonces. En el transcurso del interrogatorio Dyakov y yo hablamos de las presas que se pueden cazar por aquí.

—Claro —dije, sin darle mayor importancia.

—Esperaba que me hablase de ciervos, pero Dyakov me contó que los cazadores locales habían acabado con todos los ciervos el invierno anterior para alimentarse, pero que aún quedaban muchos jabalíes y que, si estaba interesado, podía mostrarme cuáles eran los mejores lugares de caza e incluso organizar una batida. Se lo comenté de pasada a Von Kluge, que como ya sabe es muy aficionado a la caza, y le entusiasmó la perspectiva de cazar jabalíes en Rusia; en su finca de Prusia celebra varias cacerías así cada año. No lo veía tan contento desde que conquistamos Smolensk. Se organizó una cacería de jabalíes —el mariscal de campo, el general, yo mismo, Von Boeselager, Von Schlabrendorff y otros oficiales de alto rango— y debo reconocer que fue todo un éxito. Creo que cobramos tres o cuatro piezas. El mariscal de campo quedó encantado, y casi de inmediato ordenó preparar otra cacería, que también fue un éxito. Después de aquello decidió hacer de Dyakov su Putzer, y desde entonces se han organizado más batidas, aunque de un tiempo a esta parte los jabalíes parecen haber desaparecido. Creo que acabamos con todos, a decir verdad, razón por la que el mariscal de campo va ahora tras los lobos, por no mencionar liebres, conejos y faisanes. Por lo visto Dyakov conoce los mejores sitios. Voss está en lo cierto. Me parece mucho más probable que ese tipo fuera un cazador furtivo local.

—Por no decir un asesino —señalé.

Von Gersdorff se mostró avergonzado.

—¿Cómo iba a saber yo que ocurriría algo así? En muchos aspectos Dyakov es un individuo de lo más afable. Lo que ocurre es que, desde que el mariscal de campo lo tomó bajo su protección, dicta sus propias leyes y es tan arrogante que no hay quien lo aguante, como usted mismo comprobó la otra noche.

—Por no decir un asesino —repetí.

—Sí, sí, ya lo ha dejado claro.

—Claro para ustedes —dije—. Pero si quiero que esto siga adelante voy a necesitar algo más que un maldito peine de carga. Así que más vale que encontremos algo en los archivos de la Abwehr.

La oficina de la Abwehr en la Kommandatura de Smolensk tenía vistas a una pequeña huerta en la que había plantadas algunas verduras y daba a las ventanas de la sede local del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Más allá se veían las almenas melladas que coronaban el Kremlin. En la pared de la oficina había un mapa del óblast de Smolensk y otro más grande de Rusia, con el frente claramente señalado en rojo e inquietamente más próximo de lo que había supuesto. Kursk —que era donde estaban agrupadas las fuerzas blindadas alemanas enfrente del Ejército Rojo— estaba quinientos kilómetros escasos al sudoeste de donde nos encontrábamos. Si los tanques rusos conseguían rebasar nuestras líneas, alcanzarían Smolensk en apenas diez días.

Un joven oficial de guardia con un acento de clase tan pasmosamente alta que casi me hizo reír —¿de dónde sacaban a gente así?— estaba hablando por teléfono y puso fin a la conversación de inmediato cuando me vio entrar por la puerta. Se puso en pie y saludó con elegancia. Von Gersdorff, que por lo general tenía unos modales impecables, fue directo a los archivadores sin molestarse en presentarnos y se puso a hurgar en los cajones.

—¿Qué decía usted sobre el alzamiento en el gueto de Varsovia, teniente Nass? —murmuró.

—Los informes del brigadier Stroop indican que se ha puesto fin a toda resistencia, señor.

—Eso ya lo hemos oído antes —dijo—. Me asombra que la resistencia haya durado tanto. Mujeres y niños luchando contra el poder y la furia de las SS. Escúchenme bien, caballeros, no será la última vez que oigamos hablar del asunto. Dentro de un mes los puñeteros judíos seguirán saliendo de sus criptas y sus sótanos.

Al final encontró el informe que buscaba y lo dejó en una mesa de mapas delante de la ventana.

Me enseñó las fotografías de los documentos incautados a los miembros de la NKVD muertos y a Alok Dyakov.

—La propiska que llevaba encima Dyakov no nos da ninguna pista —señalé—. No lleva fotografía y podría pertenecer a cualquiera. Al menos a cualquiera llamado Alok Dyakov.

Pasé los minutos siguientes contemplando fijamente las fotos de las dos cartillas de identidad de la NKVD, una a nombre del comandante Mijaíl Spiridónovich Krivyenko y la otra a nombre del sargento Nikolái Nikoláyevich Yushko, chófer de la NKVD.

—Bueno, ¿qué le parece? —pregunté a Von Gersdorff.

—Este —señalé, a la vez que les mostraba a los dos la foto de la cartilla de identificación de Krivyenko—. No estoy seguro de este.

—¿Por qué? —inquirió Voss.

—La página derecha está bastante clara —expliqué—. No es fácil saberlo con seguridad sin tener el documento original delante, pero el sello en la página de la foto está sospechosamente borroso en el ángulo inferior derecho de la fotografía. Casi como si lo hubieran arrancado de otro sitio y pegado encima. Además la circunferencia del sello me parece algo desalineada.

—Sí, tiene razón —coincidió Voss—. No me había fijado.

—Habría sido mejor si se hubiera dado cuenta entonces —dije intencionadamente.

—Bueno, ¿qué es lo que quiere decir, Gunther? —preguntó Von Gersdorff.

—¿Que tal vez Dyakov es en realidad Mijaíl Spiridónovich Krivyenko? —Me encogí de hombros—. No lo sé. Pero piénsenlo un momento. Usted es un comandante en un vehículo de la NKVD con un prisionero cuando cae en la cuenta de que probablemente los alemanes están pocos kilómetros carretera adelante. Van a capturarlo en cualquier momento, lo que significa la pena de muerte automática para los oficiales de la NKVD. No se olviden de la orden del comisario. De modo que ¿qué hace? Quizá le pega un tiro a su propio chófer y luego obliga a su prisionero, el auténtico Alok Dyakov, a desnudarse y ponerse su uniforme de la NKVD. Después se pone su ropa y lo asesina también. Coge la foto del pasaporte interno de Dyakov y la usa para sustituir la de su propia cartilla de identidad de la NKVD. Los encontraron cerca de una granja, así que igual utilizó un poco de clara de huevo para pegar la foto. O quizá grasa del eje del coche, no lo sé. Luego destruye su propia foto y el pasaporte interno del auténtico Dyakov. Tal vez podría colar un documento falso, pero no dos. Después se sale de la carretera con el GAZ y lo hace pasar por un accidente. Al final se esposa a la barandilla y espera a que lo rescaten como Alok Dyakov. ¿Qué alemán discutiría con un hombre que a todas luces era prisionero de la NKVD? Sobre todo si ese hombre habla bien alemán. Casi automáticamente no sospecharía de él.

—Es cierto —dijo Voss, que aún estaba dolido por mi comentario anterior—. No sospechamos de él en absoluto. Bueno, no se sospecha de alguien que es prisionero de los rojos, ¿no es verdad? Sencillamente se da por sentado… Además, mis hombres estaban cansados. Llevábamos dos días en danza.

—No se preocupe, teniente —lo tranquilicé—. Mejores hombres que usted han caído en trampas rusas parecidas. Nuestro gobierno lleva ciñéndose a los Protocolos de los Sabios de Sión como si fueran los Evangelios desde los años veinte.

—Tal como lo cuenta usted, Gunther —dijo Von Gersdorff—, parece evidente. Pero haría falta una sangre fría impresionante para llevarlo a cabo.

Me volví hacia Voss.

—¿Más o menos a cuántos supuestos comisarios ejecutó su unidad, teniente?

Voss se encogió de hombros.

—Perdí la cuenta. Cuarenta o cincuenta por lo menos. Al final era como matar conejos, a decir verdad.

—Entonces Dyakov, llamémoslo así, ¿de acuerdo?, no tenía nada que perder, diría yo. Ejecutado sumariamente o fusilado después de llevar a cabo una treta para seguir con vida.

—Sí, pero después de habernos engañado —indagó Von Gersdorff—, ¿por qué no se limitó a escabullirse una noche de regreso a sus líneas?

—¿Y renunciar a un alojamiento tan acogedor aquí, en Smolensk? ¿A la confianza del mariscal de campo? ¿A tres comidas al día? ¿A tanta bebida y tabaco como fuera capaz de aguantar? Por no hablar de la excelente oportunidad de espiarnos, tal vez incluso de llevar a cabo pequeños actos de sabotaje y algún asesinato. No, yo diría que está muy bien aquí. Además, sus líneas quedan a cientos de kilómetros. En cualquier punto de ese trayecto podría haber sido detenido y fusilado por la policía militar. Y en el caso de que regresara a sus propias líneas, ¿qué? Todo el mundo sabe que Stalin no confía en aquellos que han estado en manos de los alemanes. Seguramente habría acabado con un balazo en la nuca en una de esas fosas poco profundas, igual que los malditos polacos.

—Es muy convincente —reconoció el teniente Voss—. Si se tratara de cualquier otro Iván, podría meterlo en chirona sin más. Pero eso no es más que una teoría, ¿verdad? No tiene pruebas de nada.

—Es cierto —coincidió Von Gersdorff—. Sin los documentos de identidad originales sigue sin tener nada.

Lo pensé un momento.

—¿Qué es lo que estaba diciendo usted hace un momento, sobre los judíos del gueto de Varsovia? Que seguirán saliendo de las criptas y los sótanos.

—Hay que elogiar semejante valor. Y deplorar la clase de trato que provoca una situación en la que los militares alemanes se comportan como un ejército de condotieros de la Edad Media. Yo por lo menos lo hago, y muchos otros conmigo.

Von Gersdorff se mordió el labio un momento y movió la cabeza con amargura. Intenté interrumpirle con una idea que se me acaba de ocurrir, pero al ver que el coronel no había terminado cerré la puerta de un puntapié para que nadie oyera nuestras voces. Incluso después de Stalingrado había muchos hombres al servicio de la Wehrmacht en Smolensk que aún sentían veneración por Adolf Hitler.

—Todo este asunto del bosque de Katyn… ¿No son horribles los rojos? Esa es la clase de barbarie bolchevique contra la que lucha Alemania… Todo eso no es más que una chorrada mientras nos afanamos en hacer saltar por los aires sinagogas y disparamos con tanques contra escolares que solo disponen de cócteles Molotov. ¿Acaso creemos que el mundo no se ha dado cuenta de lo que hacemos en Varsovia? ¿De verdad pensamos que la opinión pública va a pasar por alto un heroísmo semejante? ¿Esperamos de veras que, después de haber asesinado a miles de judíos sin apenas armamento en Polonia, los estadounidenses se pongan de nuestra parte solo por lo que estamos descubriendo aquí, en Smolensk? —Cerró el puño y lo sostuvo en alto delante de la cara un momento, como si deseara golpear a alguien. A mí, probablemente—. La sublevación del gueto de Varsovia lleva dándonos problemas desde el 18 de enero, mucho antes de que nadie encontrara un hueso humano en el bosque de Katyn, y es el mayor escándalo de Europa. ¿Qué clase de ministro de Propaganda es capaz de creer que los cadáveres de trece mil insurgentes judíos pueden ocultarse o pasarse por alto mientras traemos aquí a los periodistas del mundo entero para enseñarles los cuerpos de cuatro mil polacos muertos? Eso me gustaría saber a mí.

—Visto así —reconocí—, la verdad es que parece ridículo.

—¿Ridículo? —Von Gersdorff se echó a reír—. Es la estrategia de relaciones públicas más pasmosamente necia que he oído en mi vida. Y gracias a usted, Gunther, mi nombre quedará asociado para siempre a ella como el de quien encontró el primer cadáver en el bosque de Katyn.

—Entonces dígaselo a él —sugerí—. A Joey el Cojo. Dígaselo la próxima vez que le vea.

—Es imposible que yo sea el único que piensa así. Dios bendito, seguro que hay montones de nazis que reconocen la verdad evidente de lo que digo, así que tal vez se lo diga.

—¿Y de qué serviría? En serio. Mire, coronel, soy muy viejo para engañarme a mí mismo, pero no tan estúpido como para no poder engañar al prójimo. Cada mañana durante los diez últimos años vengo notando el estómago revuelto. No ha transcurrido ni un solo día en que no me pregunte si podré vivir bajo un régimen que ni entiendo ni deseo. Pero ¿qué se supone que debo hacer? De momento, solo quiero echarle el guante a un hombre por el asesinato de tres, o posiblemente cinco, personas. No es gran cosa, de acuerdo. Y ni siquiera si consigo echarle el guante quedaré muy satisfecho. Por ahora, ser policía parece lo único correcto que puedo hacer. No sé si esto tiene mucho sentido para un hombre con un sentido del honor tan acusado como el suyo. Pero es lo único que tengo. Lo que decía hace un momento sobre los judíos de Varsovia saliendo de las criptas y los sótanos me ha dado una idea sobre lo que hacer con Dyakov.

La entrada a la catedral de Smolensk estaba formada por una escalinata de amplios peldaños que conducía bajo una enorme bóveda blanca del tamaño de una carpa de circo. Los pórticos exteriores con tejados bajos y frescos de ángeles de aspecto fantástico parecían más bien grutas de hadas. Dentro, el dorado iconostasio recordaba a un par de puestos de venta en una calle llena de joyerías y enmarcaba el huevo de Fabergé de un sagrario central y una reproducción de una Virgen —cuyo original había quedado destruido durante la batalla de Smolensk— que miraba por la ventana de su reluciente hogar con una mezcla de despecho y vergüenza. La luz de cientos de cirios titilantes que ardían en arañas de latón suspendidas a gran altura aportaba un toque antiguo y pagano al interior de la catedral, y en vez de la Virgen cristiana no me hubiera sorprendido ver una virgen vestal alimentando el fuego secreto de los numerosos cirios o tejiendo una figura de paja para lanzarla al Tíber. Todas las religiones me resultan herméticas por igual.

Precedido por un sargento de ingenieros Panzer, que era experto en la desactivación de bombas ocultas —según Von Gersdorff, el sargento Schlächter había retirado más de veinte minas dejadas por los rojos en los dos puentes restantes que cruzaban el Dniéper y, como resultado, había sido condecorado como zapador en dos ocasiones—, el coronel y yo bajamos con cautela por una escalera de caracol de piedra que desembocaba en la cripta de la catedral. Había un ascensor pequeño, pero dejó de funcionar y nadie se molestó en intentar arreglarlo, por si también habían puesto una trampa explosiva.

Nos llegó a la nariz un fuerte olor a humedad y podredumbre, como si estuviéramos adentrándonos tanto en las entrañas oscuras de la tierra que fuéramos a darnos de bruces con la laguna Estigia; pero según nos informó Schlächter, en realidad la cripta y la iglesia no eran tan antiguas:

—Se cuenta que durante el gran sitio de Smolensk en 1611 los defensores de la ciudad se encerraron aquí abajo y prendieron fuego al depósito de municiones para evitar que cayese en manos polacas. Hubo una explosión y todo lo que había en la cripta, incluidos los propios Ivanes, saltó por los aires. Probablemente es verdad. Sea como sea, la edificación entera quedó hecha cisco y tuvo que ser demolida en 1647. Pero no se terminó la reconstrucción hasta 1772, porque el primer intento se vino abajo, de modo que, cuando apareció Napoleón y contó a todo el mundo lo maravillosa que era la catedral, solo podía tener unos treinta o cuarenta años de antigüedad. Aquí abajo hay tanta humedad solo porque no construyeron un alcantarillado como es debido para los cimientos; queda justo al lado de un manantial subterráneo, ¿lo ven? Por eso a los antiguos defensores de la ciudad les pareció un buen lugar en el que hacerse fuertes: por el acceso al agua dulce. Pero no hay tanta humedad como para que no estalle una carga explosiva.

»Retiramos las principales cargas explosivas cuando tomamos la catedral —explicó—. Al menos el material que debía haber enviado todo esto al séptimo cielo cuando los Ivanes se largaron de Smolensk. Eso sí que habría sido una ascensión en toda regla, coño. El Ejército Rojo había llenado toda la puta cripta de explosivos, tal como hicieron en 1611, y tenían pensado detonarlos con fusibles radiocontrolados a varios cientos de kilómetros de distancia, igual que en Kiev. Solo que esta vez olvidaron que la señal no se transmitía bajo tierra, así que las cargas no estallaron. Estuvimos dando vueltas por arriba durante días antes de encontrar los explosivos aquí abajo. Podrían haber estallado y haber acabado con nosotros en cualquier momento.

—¿Seguro que quiere hacerlo? —le pregunté a Von Gersdorff—. No le veo ningún sentido a que arriesguemos la vida los dos. Esta locura de idea ha sido mía, no suya.

—Se le olvida —me advirtió Von Gersdorff— que he activado y desactivado minas antipersona en otras ocasiones. ¿O ha olvidado el Arsenal? Además, hablo ruso mucho mejor que usted, y lo que es más importante, también lo leo. Aunque se las arreglara usted para abrir alguno de los archivadores de la NKVD sin que una explosión le reviente la cabeza, en realidad no sabría qué demonios busca.

—No le falta razón —reconocí—. Aunque ni siquiera estoy seguro de que lo que estamos buscando esté aquí abajo.

—No, claro que no. Pero, al igual que usted, creo que merece la pena intentarlo. Tenía ganas de bajar aquí desde hace tiempo y ahora me ha dado una buena razón para hacerlo. Sea como sea, entre los dos podemos hacer el trabajo mucho más deprisa que uno solo.

A los pies de la escalera Schlächter abrió una recia puerta de roble y encendió una luz para iluminar un largo sótano sin ventanas que estaba lleno de archivadores, estanterías y parafernalia religiosa, incluidos iconos plateados de aspecto semiprecioso y un par de arañas de luces de repuesto. Un cartel de gran tamaño con una calavera amarilla y dos tibias cruzadas colgaba de un cable que se extendía de lado a lado de la estancia y en algunos sitios —en paredes y armarios— se veían marcas de tiza roja.

—Bien, caballeros —advirtió Schlächter—. Hagan el favor de prestar atención. Voy a decirles lo que le digo a cualquiera que entra a formar parte de los ingenieros Panzer. Les pido disculpas si esto suena a entrenamiento básico, pero es lo básico lo que les permitirá seguir con vida.

»Lo que tenemos aquí abajo es obra de un Iván de lo más gracioso. Debió de pasar días enteros preparándonos bromas. Muy divertidas para el enemigo, sin duda, pero no tanto para nosotros. Uno abre algo y se encuentra con que aquello de lo que tira —un cajón, la puerta de un archivador, un fichero en un estante— va unido por medio de un trozo de mecha detonante a medio kilo de explosivo plástico que estalla antes de que haya acabado de mover el brazo. Uno de mis muchachos perdió la cara y otro la mano, y a decir verdad no me sobran hombres para un trabajo como este ahora mismo; no cuando todavía tenemos tanto por despejar arriba. Las SS me han ofrecido prisioneros de guerra rusos para despejar esta sala, pero estoy chapado a la antigua. Eso no me convence. Además, de nada serviría desactivar las bombas ocultas a mano si se acaba destruyendo justo aquello que hace necesaria la desactivación a mano de esta clase de explosivos.

»Así que he aquí cómo funciona. Ustedes tienen que encontrar los explosivos. Eso es lo más difícil. Quiero decir que es difícil encontrarlos sin llevarse una sorpresa desagradable. Luego iré yo y me ocuparé del asunto. Ahora lo primero es llegar a entender a su adversario. El objetivo de utilizar una bomba oculta no es infligir bajas y daños. Eso no es más que un medio para conseguir algo. Lo principal es provocar una actitud de incertidumbre y recelo en la mente del enemigo. Eso hace que decaiga la moral y da pie a un grado de precaución que retrasa sus movimientos. Es posible que así sea. Pero aquí no tiene nada de malo andarse con un poco de recelo.

»Alejen de su mente cualquier idea previa que pudieran tener sobre los rusos, porque les aseguro que el hombre o los hombres que prepararon estos dispositivos entienden plenamente la esencia de las bombas trampa, que es la astucia rastrera y la diversidad, por no hablar de la psicología humana. Es esencial que no bajen la guardia ni un instante mientras estén aquí. Tiene que salirles de manera natural. La mirada atenta y el recelo los mantendrán con vida en esta sala, caballeros. Tienen que buscar indicios fuera de lo común que les adviertan de posibles riesgos. Dediquen un buen rato a mirar algo antes de decidirse a tocarlo.

»Y las siguientes pistas pueden indicar la presencia de una trampa: cualquier objeto valioso o curioso que podría ser un buen recuerdo u objetos en apariencia inocuos pero incongruentes. En otras ocasiones hemos encontrado bombas en las cosas más insospechadas: una linterna llena de rodamientos y explosivos, una botella de agua, un cuchillo de cocina, un colgador, la culata de un rifle abandonado. Si se puede mover o coger, también puede explotar, caballeros.

Señaló un icono ladeado contra la pared de la cripta. Tenía un marco plateado que parecía valioso. En la pared justo al lado del icono había una marca de tiza roja.

—Fíjense en ese icono, por ejemplo —dijo—. Es lo típico que mangaría un Fritz con los dedos largos. Pero debajo del marco hay un trozo de papel que cubre un agujero en las tablas del suelo y un dispositivo de activación conectado a quinientos gramos de explosivo plástico. Lo suficiente para arrancarle el pie a un hombre. Tal vez la pierna entera. Las arañas de luces están cableadas, así que tampoco las toquen. Y por si se lo estaban preguntando, los restos del archivador que ven al fondo de la sala deberían ser un indicio elocuente del peligro que corren.

Señaló un archivador de madera ennegrecida que antes tenía tres cajones y más o menos la estatura de un hombre: el cajón superior colgaba en ángulo de los rieles y su contenido parecía los restos de una hoguera. En el suelo de madera inmediatamente debajo había una mancha marrón oscuro que bien podría haber sido sangre.

—Échenle un buen vistazo. El cajón ocultaba apenas doscientos gramos de plástico, pero fue suficiente para arrancarle la cara a un hombre y dejarlo ciego. De vez en cuando mírenlo y pregúntense: ¿quiero estar delante de una bomba trampa como esa cuando estalle?

»Otras cosas a las que conviene estar atentos son clavos, enchufes o trozos de cable; tablones sueltos en el suelo, obras recientes en la pared; cualquier indicio de que se ha intentado ocultar algo; pintura nueva o marcas que no coinciden con el entorno. Pero a decir verdad esta lista no tiene fin, así que es mejor que les explique los tres métodos principales de manipular una bomba trampa como las que encontrarán en este lugar. Son el método del tirón, el método de la presión y el método del desprendimiento. Tengan también en cuenta que una trampa evidente podría disimular la presencia de otra. Y recuerden siempre lo siguiente: cuantas más trampas falsas encontremos, más probable es que vayan bajando la guardia. Así que no dejen de prestar atención. El procedimiento más seguro es hacerlo todo despacio. Si lo que están haciendo encuentra la más mínima resistencia, deténganse. No lo suelten. Llámenme y yo le echaré un vistazo más de cerca. En la mayoría de estas bombas trampa hay un dispositivo de seguridad. Con el fin de neutralizarla utilizaré un clavo, una clavija o un trozo de cable resistente para introducirlo en el orificio del dispositivo de seguridad, después de lo cual se podrá manejar sin peligro.

El sargento de ingenieros se pasó la mano por la barbilla y pensó un momento. La barba incipiente que le cubría la cara no era muy distinta de sus cejas ni del pelo corto de su cabeza, que parecía una piedra recubierta de musgo seco. Su voz no era menos áspera y lacónica, y tenía probablemente acento de la Baja Sajonia, como si estuviera a punto de contar un chiste del Pequeño Ernie. Llevaba al cuello un pequeño crucifijo colgado de una cadena que, como no tardamos en descubrir, era la parte más importante de su equipo de desactivación.

—¿Qué más? Ah, sí. —De una mochila que llevaba nos dio a cada uno un espejito, una navaja, una tiza verde y una linternita—. Su equipo de protección. Estas tres cosas los ayudarán a seguir con vida, caballeros. Muy bien, manos a la obra.

Von Gersdorff consultó su libreta.

—Según nuestros registros, creemos que los expedientes de casos están en los estantes, mientras que los expedientes personales de los miembros de la NKVD probablemente están en esos archivadores marcados con el símbolo del Comisariado del Pueblo, que es la hoz y el martillo encima de una espada y una bandera roja con los símbolos cirílicos. Al parecer ninguno de los cajones está etiquetado por orden alfabético, aunque hay una pequeña ranura, así que cabe la posibilidad de que retiraran las tarjetas. Afortunadamente Krivyenko empieza por la letra cirílica K, que es una de las más fáciles de identificar para alguien como usted que no lee ruso. Por desgracia hay treinta y tres letras en el alfabeto cirílico. Tome, le he anotado el alfabeto para que se haga una idea de lo que va viendo. Yo me ocuparé de los archivadores de la izquierda de la sala y usted, Gunther, vaya revisando los de la derecha.

—Y yo revisaré las estanterías —añadió el sargento Schlächter—. Si el cajón es seguro, señálenlo con una cruz verde. Y, por el amor de Dios, cuando acaben de revisarlo no lo cierren de golpe.

Me acerqué al primer archivador y lo escudriñé durante un minuto largo antes de centrar la atención en el cajón inferior.

—Fíjese en la parte de abajo del cajón así como en la de arriba —me advirtió Schlächter—. Busque un cable o un trozo de cordón. Si el cajón se abre sin problemas y resulta ser el que busca, no saque el expediente sin tomar las mismas precauciones.

Me arrodillé y abrí el pesado cajón de madera solo dos o tres centímetros, enfocando la linterna con cuidado hacia el espacio que había abierto. Al no ver nada sospechoso, tiré hacia fuera del cajón un poco más, hasta que tuve la seguridad de que no había cables ni bombas ocultas y luego miré dentro. Todos los expedientes estaban encabezados con la letra K. Hice una breve pausa y empecé a examinar el exterior del cajón inmediatamente superior. Sabía que en la parte de abajo no había nada, así que una vez más lo abrí un par de centímetros y escudriñé la estrecha hendidura. Ese cajón también era inofensivo y contenía expedientes que empezaban por la letra K, de modo que me levanté y empecé a mirar el último cajón del archivador. Cuando por fin quedé convencido de que tampoco revestía peligro —al igual que los dos anteriores, contenía expedientes que empezaban por la K—, tracé una cruz sobre los tres cajones con la tiza y dejé escapar el aire en una larga espiración al tiempo que me apartaba. Miré mi reloj y entrelacé las manos un momento para evitar que me temblasen. Comprobar un archivador y llegar a la conclusión de que no había ninguna bomba escondida en él me había llevado diez minutos.

Miré alrededor. Schlächter estaba entre dos altas estanterías de metal llenas a rebosar de documentos y archivos; Von Gersdorff revisaba la cara inferior de un cajón con el espejito dental.

—A este paso nos llevará todo el día —comenté.

—Van por buen camino —dijo el sargento—. Despejar una sala así puede llevar hasta una semana.

—Pues qué bien —murmuró Von Gersdorff. Trazó una cruz verde en el cajón que tenía delante y pasó al siguiente archivador un metro o así detrás de mí.

Seguimos de esa guisa —los tres trabajando a paso de tortuga— durante otros quince o veinte minutos. Fue Von Gersdorff quien encontró el primer dispositivo.

—Vaya —dijo con calma—. Me parece que he encontrado algo, sargento.

—Quédese quieto. Voy a echar un vistazo. ¿Herr Gunther? Deje lo que esté haciendo y vaya a la puerta, señor. Es mejor que no encuentre ningún otro dispositivo mientras ayudo al coronel.

—Además —añadió Von Gersdorff—, no tiene sentido que nos alcance a los tres el petardazo si el expediente está activado, por así decirlo.

Era un buen consejo y, tal como me habían indicado, retrocedí hacia la puerta. Encendí un cigarrillo y aguardé.

El sargento Schlächter se acercó a Von Gersdorff y miró con atención el cajón que el coronel todavía sujetaba abierto solo a medias, pero no antes de haber besado la crucecita de oro que llevaba colgada al cuello de una cadena y habérsela metido en la boca.

—Oh, sí —dijo con el crucifijo entre los dientes—. Hay un clip enganchado al borde del cajón. Va unido a un trozo de cable. El cable cuelga un poco, así que podemos estar seguros de que no es un dispositivo de tensión sino una bomba concebida para estallar al quitarse una anilla de seguridad. Si no le importa, señor, quizá podría abrir el cajón con suavidad unos centímetros más hasta que yo le diga «basta».

—Muy bien —asintió el coronel.

—Basta —dijo el sargento—. Ahora, manténgalo firme, señor.

Schlächter introdujo las manos en el cajón por la abertura estrecha.

—Explosivo plástico —anunció—. Medio kilo más o menos, creo. Más que suficiente para matarnos a los dos. Una pila eléctrica seca y dos contactos de metal. Es un dispositivo sencillo, pero no por eso menos letal. Si uno sigue tirando del cajón, acerca una lengüeta hacia la otra, hacen contacto, la pila envía una señal al detonador y bum. Es posible que la pila esté gastada después de tanto tiempo, pero no tiene sentido arriesgarse. Páseme un trocito de plastilina, señor.

Von Gersdorff hurgó en el macuto del sargento y sacó un trozo de plastilina.

—Si no le importa dejármelo dentro del cajón, señor…

El coronel introdujo la mano en el cajón junto a la de Schlächter y luego la sacó con suavidad.

—Voy a poner un poco de plastilina en torno a los contactos de metal para evitar que hagan circuito —explicó el sargento—. Y así podremos sacar el detonador.

Un largo minuto después, Schlächter nos enseñaba el explosivo plástico y el detonador que hasta poco antes contenía. Aproximadamente del tamaño de una pelota de tenis, el explosivo era verde y tenía justo el mismo aspecto que la plastilina utilizada por Schlächter para aislar las lengüetas de contacto. Arrancó los cables del detonador y luego probó la pila AFA de un voltio y medio con un par de cables suyos conectados a un pequeño faro de bicicleta, que brilló con intensidad.

—Una pila alemana. —Esbozó una sonrisa torcida—. Por eso sigue funcionando, supongo.

—Me alegra que eso le divierta —comentó Von Gersdorff—. A mí no me hace mucha gracia la idea de saltar por los aires gracias a nuestro propio material.

—Ocurre constantemente. Si algo tienen los Ivanes que se dedican a poner bombas es ingenio. —Schlächter olisqueó el explosivo—. Almendras —añadió—. Esto también es nuestro, Nobel 808. Un poco demasiado, en mi opinión. Con la mitad se conseguiría el mismo resultado. Aun así, quien no malgasta no pasa necesidades. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Es posible que lo use cuando me toque a mí preparar trampas para los Ivanes.

—Bueno, desde luego es un consuelo —comenté.

—Ellos nos joden a nosotros —repuso Schlächter—. Y nosotros los jodemos a ellos.

La tarde transcurrió sin percances. Encontramos y neutralizamos tres bombas trampa más antes de dar con lo que andábamos buscando: los archivos personales del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos que empezaban con la letra K.

—Los he encontrado —anuncié—. Los expedientes K.

Von Gersdorff y el sargento aparecieron a mi espalda. Unos minutos después aquel había identificado el expediente que estábamos buscando.

—Mijaíl Spiridónovich Krivyenko —dijo Von Gersdorff—. Parece que su idea ha dado resultado, Gunther.

El cajón parecía seguro, pero el sargento me recordó que no sacara el expediente hasta que tuviéramos la certeza de que no había peligro, y lo comprobó él mismo, con el crucifijo en la boca otra vez.

—¿Eso da resultado? —preguntó Von Gersdorff.

—Sigo aquí, ¿verdad? No solo eso sino que ahora sé seguro que es de oro puro. Si no lo fuera ya se habría deshecho a fuerza de chuparlo. —Le entregó a Von Gersdorff el expediente del comandante Krivyenko, que tenía por lo menos cinco centímetros de grosor—. Más vale que se lo lleven fuera —añadió—, mientras yo cierro esto.

—Encantado —dijo Von Gersdorff—. El corazón está a punto de atravesarme la guerrera.

—A mí también —admití y salí con el coronel de la Abwehr por la puerta de la cripta—. No estaba hecho un manojo de nervios de esta manera desde la última vez que la RAF pasó por Berlín.

En la puerta el coronel abrió el expediente con emoción y miró la fotografía del hombre en la primera página que, a diferencia de Dyakov, iba afeitado. Von Gersdorff tapó la parte inferior de la cara del individuo con la mano y me miró de soslayo.

—¿Qué le parece? —preguntó—. No es una foto muy buena.

—Sí, podría ser él —dije—. Las cejas son casi iguales.

—Pero o pintamos una barba encima de la foto y la estropeamos o tendremos que convencer a Dyakov de que vaya al barbero.

—Igual podemos hacer una copia —sugerí—. De una manera u otra, la foto de este expediente no se parece nada a la foto que tiene usted de la cédula de identidad del comandante Krivyenko. Es un hombre distinto. El auténtico Dyakov, espero.

—Sí, me parece que tiene usted razón.

—Si no tuviera los nervios destrozados de estar ahí dentro, le sugeriría ir en busca del expediente de Dyakov. Apuesto a que hay algo sobre él en esas estanterías, ¿eh, sargento?

—Estoy con ustedes en un momento, caballeros —contestó el sargento Schlächter—. Voy a tomar nota rápidamente en el registro de dónde se han encontrado todos los dispositivos de hoy.

Von Gersdorff asintió con aire pensativo.

—Página uno: informe personal del comandante Mijaíl Spiridónovich Krivyenko del departamento de la NKVD en el óblast de Smolensk. Firmado de puño y letra por el entonces subdirector de la NKVD, un tal Lavrenti Beria, nada menos, en Minsk. Insignia Dneprostroi, lo que significa que fue oficial de la NKVD a cargo de la supervisión de los condenados a trabajos forzados en un campo de prisioneros; medalla del Mérito al Trabajo de la NKVD, que supongo es lo que cabría esperar de un comandante; Insignia Tirador Voroshílov por su puntería, en la pechera izquierda de la guerrera. Bueno, eso desde luego encaja con lo que ya sabemos sobre él: que dispara muy bien. Pero me pregunto contra qué. ¿Jabalíes? ¿Lobos? ¿Enemigos del Estado? Fascinante. Pero bueno, tenemos que analizar más este expediente antes de poder enseñárselo al mariscal de campo. Me parece que no voy a dormir mucho esta noche mientras traduzco lo que hay aquí.

—Ya está —dijo el sargento—. Voy para allá.

Pero no volvimos a verlo. Por lo menos con vida.

Más tarde solo fuimos capaces de decirle al comandante Ondra, su furioso oficial al mando —el sargento Schlächter era su hombre más veterano en Smolensk— que no teníamos ni la menor idea de lo que había ocurrido.

Él dedujo que había una tabla deliberadamente suelta cerca de la puerta en la zona despejada que quedaba delante del cartel de aviso; el espacio de debajo de la tabla ya lo habían revisado en busca de un interruptor de presión y era perfectamente seguro, pero cada vez que alguien se ponía encima de un extremo de la tabla un clavo al descubierto en el extremo opuesto se acercaba varios milímetros a otro clavo en la pared. Nosotros —y también otros— debíamos de haber cruzado esa parte del suelo muchas veces antes de que por fin hiciera contacto y cerrase el circuito que provocó la explosión de varios kilos de gelignita ocultos detrás de un pedazo de enlucido falso en la pared. La onda expansiva nos derribó al coronel y a mí. Si hubiéramos estado en la sala junto al sargento, lo más probable es que también hubiésemos muerto. Pero no fue la explosión en sí lo que mató al sargento sino los rodamientos de bicicleta prensados en el explosivo plástico como varios puñados de golosinas. Su efecto combinado fue como el disparo de una escopeta de cañón recortado, y le arrancó la cabeza tan limpiamente como un sable de caballería.

—Espero que estén convencidos de que ha merecido la pena —dijo el comandante Ondra—. Nos hemos mantenido alejados de esa cripta durante dieciocho meses, y por una buena razón, maldita sea. Es una puta trampa mortal. ¿Y todo para qué? Un expediente de mierda que probablemente ya está anticuado de todos modos. Es una puñetera vergüenza, caballeros, eso es: una puñetera vergüenza.

Asistimos al funeral del sargento esa misma tarde. Sus camaradas lo enterraron en el cementerio militar de la iglesia de Okopnaya, en la Gertnereistrasse, cerca de los alojamientos de los granaderos Panzer de Novoselki, justo al oeste de Smolensk. Después el coronel y yo nos llegamos a las orillas del Dniéper y contemplamos la ciudad y la catedral donde Schlächter había fallecido apenas unas horas antes. La catedral parecía estar suspendida encima de la colina sobre la que había sido construida como si, al igual que en la ascensión de Cristo, estuviera elevándose a los cielos, cosa que, supongo, era el efecto buscado. Pero ninguno de los dos hallamos mucho consuelo en esa historia en particular. Ni mucha verdad. Incluso Von Gersdorff, que era católico romano, confesó que de un tiempo a esta parte se persignaba más que nada por costumbre.

Cuando condujimos de regreso a Krasny Bor me fijé en que la guantera de Von Gersdorff ahora contenía todo el explosivo Nobel 808 que el sargento Schlächter había desactivado en la cripta: al menos un par de kilos de material.

—Estoy seguro de que le puedo dar buen uso —comentó en voz queda.