Jueves, 29 de abril de 1943
Era más de medianoche cuando llegamos al bosque de Katyn. Lo prefería en la oscuridad: el hedor y las moscas no eran tan malos por la noche. Todo estaba más tranquilo, además, o al menos tendría que haberlo estado. Oímos a Dyakov mucho rato antes de verlo: cantaba una canción lacrimosa en ruso. Von Gersdorff aparcó el coche delante de la puerta principal del castillo, donde el coronel Ahrens esperaba con los tenientes Voss y Schlabrendorff y varios hombres de la policía militar y del 537.º. Todos agacharon los hombros al mismo tiempo cuando resonó un disparo en el bosque. Era fácil imaginar ese tiro multiplicado por cuatro mil a principios de la primera de 1940.
—Lo hace de vez en cuando —explicó el coronel Ahrens—. Dispara la pistola al aire, solo para que todos sepamos que lo de que está dispuesto a disparar contra cualquiera no es un farol.
Miré a todos y lancé un bufido desdeñoso. Dyakov no era el único que se había tomado unas copas.
—No es más que un Iván borracho —me burlé—. ¿No pueden buscar un tirador para que le pegue un tiro a ese cabrón?
—No es un Iván cualquiera —respondió Von Schlabrendorff—. Es el Putzer del mismísimo mariscal de campo. Es el hombre que duerme junto al perro, en su porche.
—Él tiene razón, Gunther —coincidió Von Gersdorff—. Si le pega un tiro a Dyakov es muy probable que Von Kluge le pegue un tiro a usted. Le tiene mucho aprecio a ese maldito Putzer.
—No podría disparar contra él aunque quisiera —añadió Voss—. Ha derribado todos los puñeteros focos, los que iluminan la Fosa Número Uno, que es donde creemos que está. A consecuencia de ello, es difícil apuntarle.
—Sí, pero para él no —señaló Von Schlabrendorff—. Ese tipo es como un gato. Borracho o no, juro que es capaz de ver en la oscuridad.
—Deme su porra —le dije a un policía militar—. Ese estará oyendo Berliner Luft para cuando acabe de machacarle la cabeza.
El poli me entregó la porra y yo la sopesé en la mano un momento.
—Deséeme suerte —le dije a Von Gersdorff—. Y en mi ausencia ponga a Voss al tanto del último homicidio. Nunca se sabe, es posible que sepa quién lo ha cometido.
«Venga, Gunther —me dije al tiempo que echaba a andar pendiente arriba, en dirección al ruso que cantaba—, ahora va en serio. Después de tanto alardear, ahora vas a tener que enseñarles cómo se las gasta un poli a la antigua usanza».
Naturalmente, había pasado mucho tiempo desde la última vez que hice nada tan honesto.
Hasta la fecha se habían encontrado cuatro grandes fosas comunes en el bosque de Katyn, pero algunas prospecciones habían revelado la existencia de al menos tres más. Las fosas uno, dos, tres y cuatro ya estaban completamente descubiertas hasta una profundidad de unos dos metros y el estrato superior de cadáveres estaba plenamente a la vista. La mayoría de los cadáveres exhumados hasta el momento provenían de las fosas dos, tres y cuatro. De las fosas cinco, seis y siete se habían retirado únicamente unos centímetros de tierra, y las otras fosas solo estaban parcialmente al descubierto. Todo eso significaba que era difícil desplazarse por la zona, incluso a la luz del día, y me vi obligado a dirigirme hacia Dyakov en diagonal, a través de las fosas cinco y seis. Un par de veces tropecé y estuve a punto de delatarme y mandarlo todo al garete.
Dyakov seguía bebiendo y cantando, sentado en el tramo más corto de la Fosa Número Uno, en forma de L, que seguía llena de cadáveres. Sabía precisamente dónde estaba porque veía relucir en la oscuridad el rojo candente de su cigarrillo. Me pareció reconocer la melodía pero no la letra de la canción, que no se parecía a ningún dialecto ruso que hubiera oído.
—Del passat destruïm misèries, esclaus aixequeu vostres cors, la terra serà tota nostra, no hem estat res i ho serem tot.
Naturalmente no era nada fuera de lo común: en Smolensk no solo hablaban ruso sino también ruteno blanco, sin olvidar el polaco y, hasta que aparecieron los alemanes, yídish. Supongo que ya no quedaba nadie que hablase yídish. Nadie vivo, claro.
Cuando estaba quizá a menos de diez metros, cogí un trozo de madera, con la intención de tirárselo a Dyakov a la cabeza, pero acabé lanzándolo mucho más alto cuando descubrí que no era un palo sino unos restos humanos. El hueso cayó ruidosamente entre unos abedules cerca de donde estaba sentado el ruso. Dyakov maldijo y disparó contra las ramas. Fue distracción suficiente para que yo cubriera a toda velocidad el resto del terreno que nos separaba y lo golpeara en la cabeza con la porra del agente.
Hacía tiempo que no blandía una cachiporra de poli. Cuando era un agente de uniforme solo habrían conseguido quitármela por encima de mi cadáver. Patrullando por callejuelas oscuras en Wedding a las dos de la madrugada, una porra era tu mejor amigo. Resultaba útil para llamar a puertas, golpear el mostrador en los bares, despertar a borrachos dormidos o dominar un perro arisco; pocas cosas ponían fin a una trifulca más rápido que un buen porrazo en el hombro o la sien. Estaba recubierta de caucho, pero solo para que resultara más fácil de coger cuando llovía. Por dentro era toda de plomo y su efecto te dejaba literalmente aturdido. Un golpe en el hombro producía la misma sensación que si te hubiera atropellado un coche que no hubieses visto venir. Un golpe en la cabeza y parecía que te hubiera pasado por encima un tranvía. Hacía falta cierta maña para asestar un golpe que dejase a un hombre inconsciente sin provocarle daños más graves. Y en una pelea, rara vez era posible. Pero me faltaba mucha práctica y estaba oscuro. Quería golpear a Dyakov en el hombro, solo que el terreno irregular me había desequilibrado, y le acerté en la sien, justo encima de la oreja, y más fuerte de lo que era mi intención. Sonó como un drive de cien metros con un buen palo de nogal en el punto de salida del primer hoyo en el campo de golf de Wannsee.
Cayó en silencio a la Fosa Número Uno como si no fuera a levantarse nunca. Lancé una maldición, no por haberle golpeado demasiado fuerte, sino porque sabía que ahora iba a tener que meterme entre los cadáveres de todos aquellos polacos apestosos y sacarlo de allí. Posiblemente incluso llevarlo al hospital.
Prendí un cigarrillo, cogí la Walther P38 y la botella que tenía en la mano cuando lo golpeé, eché un trago y pedí a gritos a Voss y Von Schlabrendorff que trajeran linternas y una camilla. Unos minutos después sacamos su cuerpo inconsciente de la fosa y el Oberfeldwebel Krimminski, que tenía conocimientos médicos, se arrodilló a su lado para tomarle el pulso.
—Estoy impresionado de veras —reconoció Von Gersdorff, a la vez que examinaba la P38 de Dyakov.
—Igual que su cráneo —señalé—. Me parece que le he dado un poco más fuerte de lo debido.
—A mí no me haría ninguna gracia tener que enfrentarme a un hombre armado en la oscuridad —añadió con amabilidad—. Mire, este idiota ha tenido ocasiones de sobra para rendirse. No tiene nada que reprocharse, Gunther. Ha disparado contra usted, ¿verdad? Y le quedaban tres balas en el cargador. Bien podría haberle matado.
—Lo que me preocupa no es mi propia opinión —dije—. Con eso me las puedo apañar. Lo que me inquieta es el disgusto del mariscal de campo.
—En eso tiene razón. Es posible que este tipo tarde una temporada en ser capaz de encontrar su propio trasero, por no hablar de los mejores lugares para cazar en Smolensk.
—¿Cómo está? —le pregunté a Krimminski.
—Sigue vivo —murmuró el Oberfeldwebel—. Pero apenas respira. Puede ser por la bebida, claro. De un modo u otro, tendrá un dolor de cabeza de mil demonios. Lo que tiene en la sien parece un huevo de pato.
—Más vale que lo llevemos al hospital y lo tengamos en observación —dije, sintiéndome un poco culpable.
—Buena idea —coincidió Von Schlabrendorff.
—Póngame al tanto de su estado por la mañana —pedí—. Haga el favor.
—Claro. Haré que le llamen al despacho a primera hora.
—No le comenten nada de esto al profesor Buhtz, por el amor de Dios —dije sin dirigirme a nadie en concreto—. Si se entera de que hemos pisoteado su escenario del crimen para sacar a este Iván de aquí se pondrá como una fiera.
—Se las arregla para enfurecerse con todo el mundo, ¿verdad, Gunther? —comentó el coronel Ahrens—. Tarde o temprano.
—Usted también se ha dado cuenta, ¿eh?
En el castillo, Von Gersdorff envió un telegrama a la Abwehr en Berlín pidiendo información sobre el doctor Berruguete. Nos sentamos en la pulcra salita de estar que había habilitado Ahrens para los oficiales que esperaban una respuesta, bajo un grabado de Iliá Repin de unos rusos tirando de una barcaza por un tramo de costa. Les estaba costando sudor y lágrimas, y sus caras barbudas y desesperadas me recordaron a los prisioneros del Ejército Rojo que estábamos utilizando para sacar los cadáveres de las fosas. No sé qué tienen los rusos, pero no puedo mirar a uno de ellos sin que empiecen a dolerme el alma y luego la espalda.
—Menuda nochecita —observó Von Gersdorff.
—Suelen ser así cuando te disparan —dije—. En dos ocasiones. —Le conté lo de los disparos en Krasny Bor.
—Eso explica por qué no lleva camisa —comentó, y me ofreció un pitillo—. Y por qué tiene la guerrera manchada de tierra.
—Sí, pero no explica por qué han disparado contra mí.
—Yo no diría que sea uno de los grandes misterios de la vida. No en el caso de alguien tan insubordinado como usted.
—No soy siempre insubordinado. Es un pequeño servicio especial que presto a todo aquel que luce una franja roja en la pernera del uniforme.
—Entonces ¿no podría ser un caso de identificación errónea? —Von Gersdorff encendió los dos cigarrillos con su mechero y se retrepó en el sillón. Era el fumador más elegante que había visto en mi vida: sostenía el pitillo entre el anular y el corazón para mancharse lo menos posible las uñas sumamente arregladas, y por consiguiente todo lo que decía parecía tener el mismo aire mesurado—. Igual el asesino quería disparar contra usted y acabó alcanzando al doctor Berruguete. El coronel Ahrens, tal vez. Y por cierto, ¿qué ha hecho usted para ofenderlo de manera tan atroz, Gunther? Por lo visto le ha tomado una antipatía personal que va mucho más allá de la simple insubordinación.
—Los perros que duermen ahí fuera… —dije, señalando con un gesto de cabeza hacia la ventana—. Me parece que él preferiría que no los azuzara.
—Sí. Ya me lo imagino. Este era un destino de lo más agradable hasta que empezamos a excavar. Desde luego resultaba mucho más fácil respirar.
—Creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que uno de los dos primeros disparos acabó con el doctor Berruguete y solo el tercero iba dirigido contra mí. O no, si tenemos en cuenta que el tirador falló, quizás adrede, quizá sencillamente porque me encontraba lejos. Después de todo, Berruguete estaba en la otra punta del bosque. Por eso no me trago lo del caso de identificación errónea. ¿Hasta qué punto es precisa esa pistola de palo de escoba suya?
—¿Con el culatín puesto? Es muy precisa a una distancia de hasta cien metros. Los fabricantes tienen aspiraciones mucho más optimistas. Hablan de unos mil metros, pero en mi opinión son solo cien. Aunque, si me disculpa la pregunta, ¿por qué iba alguien a disparar contra usted con la intención de fallar?
—Igual para obligarme a mantenerme a cubierto hasta que hubiera logrado huir.
—Sí, la Mauser es buena para algo así. Si se aprieta fuerte el gatillo, es como una manguera que rociara balas.
—Hace tiempo que no disparo con una de esas. Y no lo he hecho nunca con munición de nueve milímetros. ¿Tiene mucho retroceso?
Von Gersdorff negó con la cabeza.
—Prácticamente nada. ¿Por qué?
Yo también meneé la cabeza, pero como el oficial de inteligencia que era, Von Gersdorff no aceptaba evasivas ni permitía que lo tomaran por idiota. Sonrió.
—¿Se refiere a si podría haberla disparado una mujer?
—¿He dicho yo tal cosa?
—No, pero es a eso a lo que se refería. Maldita sea, Gunther, ¿está sugiriendo que la doctora Kramsta podría haber asesinado al doctor Berruguete?
—Yo no he sugerido nada semejante —insistí—. Me parece que lo ha sugerido usted. Yo solo he preguntado si la C96 tiene mucho retroceso.
—Es doctora —dijo, haciendo caso omiso de mi evasiva—. Y una dama. Aunque cualquiera podría pensar lo contrario, ya que, inexplicablemente, parece dispensarle a usted un trato de favor.
—He conocido médicos más letales que una Mauser. Las elegantes clínicas de Wannsee están llenas de doctores así. Solo que en esos centros lo que causa estragos es la factura, no la munición. Por lo que respecta a las damas, coronel, me ciño a un criterio muy simple: si son capaces de zanjar a una discusión de un portazo, pueden servirse de un arma con el mismo fin.
—Así que cree que es sospechosa, ¿eh?
—Ya lo veremos, ¿no?
El operador de telecomunicaciones Lutz entró en la sala con un telegrama de Berlín. Hizo un elegante saludo hitleriano y nos dejó a solas, aunque tras haber descifrado el mensaje con la Enigma, estaba perfectamente al tanto de su contenido.
—Es del mismísimo almirante Canaris —dijo Von Gersdorff.
Miré mi reloj.
—Supongo que es uno de esos almirantes que no pueden conciliar el sueño en tierra firme.
—No con Himmler acosándolo.
Von Gersdorff empezó a leer en voz alta.
CONOCÍ A BERRUGUETE EN 1936. NO ME SORPRENDE QUE HAYA SIDO ASESINADO. ERA UNO DE LOS PRINCIPALES ARTÍFICES DE LA REPRESIÓN FRANQUISTA EN LA POSGUERRA.
—Sí, claro —comentó, interrumpiendo la lectura un momento—, el almirante estuvo destinado en España durante la guerra civil, estableciendo nuestra red de espionaje en ese país. Canaris aprendió a hablar español con soltura mientras estuvo prisionero en Chile durante la última contienda. En todo Tirpitzufer no hay nadie que sepa tanto como él sobre la península Ibérica. Fue el almirante quien convenció a Hitler de que apoyase a Franco durante la guerra. Siempre ha tenido un interés especial en España.
—Pues sí que salió bien la cosa —comenté.
Von Gersdorff lo pasó por alto —se le daba bien hacerlo— y siguió leyendo el telegrama.
B. ESTUDIÓ MEDICINA EN LA UNIV. DE VALLADOLID Y ANTROPOLOGÍA EN EL INSTITUTO KÁISER GUILLERMO EN BERLÍN DONDE SE VIO INFLUIDO POR OTMAR FREIHERR VON VERSCHUER Y EL PROF. VON DOHNA-SCHLODIEN, QUE DEFENDÍAN LA ESTERILIZACIÓN DE LOS DISCAPACITADOS MENTALES. ENSEÑÓ GENÉTICA EN LA CLÍNICA MILITAR DE CIEMPOZUELOS. EN 1938 PUSO EN MARCHA EL DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIÓN E INSPECCIÓN DE CAMPOS DE CONCENTRACIÓN DE PRISIONEROS DE GUERRA CERCA DE SAN PEDRO DE CARDEÑA. LLEVÓ A CABO EXPERIMENTOS CON PRISIONEROS DE GUERRA DE LAS BRIGADAS INTERNACIONALES PARA DETERMINAR LA EXISTENCIA DE UN GEN ROJO, CONVENCIDO DE QUE TODOS LOS MARXISTAS ERAN RETRASADOS GENÉTICOS. PROPORCIONÓ A FRANCO ARGUMENTOS CIENTÍFICOS PARA JUSTIFICAR LAS IDEAS FASCISTAS SOBRE LA NATURALEZA INFRAHUMANA DE LOS ADVERSARIOS ROJOS. LLEVÓ A CABO TRABAJOS FORENSES CON MUCHOS COMUNISTAS ESPAÑOLES EN BUSCA DE PRUEBAS DE QUE TENÍAN EL CEREBRO MÁS PEQUEÑO. PROB. FUE RESPONSABLE DEL PROGRAMA DE ESTERILIZACIÓN ESPAÑOL Y EL ROBO DE 30.000 NIÑOS A FAMILIAS ROJAS. CREÍA QUE TODOS LOS ROJOS ERAN DEGENERADOS Y SI SE LES PERMITÍA REPRODUCIRSE DEBILITARÍAN LA RAZA ESPAÑOLA. TONTERÍAS, CLARO, DE MODO QUE ASÍ SE PUDRA. LOS COMUNISTAS NO SON DIABÓLICOS, SOLO ESTÁN EQUIVOCADOS. ROSA LUXEMBURGO ES LA MUJER MÁS INTELIGENTE QUE HE CONOCIDO. CANARIS.
Von Gersdorff dio una última calada a su cigarrillo antes de apagarlo.
—Dios santo —dijo.
—Supongo que no están emparentados, ¿no? —pregunté con crueldad—. ¿Von Verschuer y el profesor Von Dohna-Schlodien?
Von Gersdorff frunció el ceño.
—Creo que conocí a un Von Dohna-Schlodien que estaba al mando de un Freikorps en las sublevaciones de Silesia. Era oficial de la Armada, no médico. Quizá Canaris se refería a su hijo. Pero no le tolero la sugerencia implícita de que mi familia consiente en modo alguno la esterilización de los discapacitados mentales.
—Tranquilo, Bismarck. No sugiero nada que pueda provocar su expulsión del club.
—De veras, Gunther, me sorprende que haya conseguido seguir con vida tanto tiempo. Sobre todo con el gobierno que tenemos ahora.
—Me gusta cómo lo dice —observé—. Como si creyera que hay otro gobierno esperando a la vuelta de la esquina.
—Es muy sencillo. Cuando nos libremos de Hitler, tendremos un gobierno digno de su nombre.
—Se refiere a un gobierno de barones. O incluso a la restauración de la monarquía…
—¿Tan mal le parecería? Dígamelo. Me interesa su opinión.
—No, no le interesa. Solo cree que le interesa. Yo estoy más interesado en su opinión acerca de lo que está ocurriendo en Alemania ahora mismo, y no en lo que podría pasar en el futuro. Forma usted parte de la Abwehr. Se supone que sabe más que la mayoría sobre lo que ocurre. ¿Cree posible que haya médicos alemanes llevando a cabo experimentos similares?
—¿Sinceramente? Creo que los nazis son capaces de cualquier cosa. Después de lo de Borisov…
—¿Borisov?
—Es una ciudad del óblast de Minsk. A principios de 1942 nos enteramos de que estaban funcionando seis campos de exterminio en los alrededores de Borisov, donde habían sido sistemáticamente asesinados más de treinta mil judíos. Desde entonces hemos averiguado la existencia de numerosos campos más grandes: Sobibor, Chelmno, Auschwitz-Birkenau, Treblinka. No dudo ni por un instante que allí ocurren cosas que dejarían horrorizado a cualquier alemán decente. Es igual de cierto que los débiles mentales ya están siendo asesinados en clínicas especiales por todo el Reich.
—Ya me parecía a mí.
Los dos guardamos silencio un momento antes de que Von Gersdorff blandiera el texto en la mano.
—Bueno, aquí tiene su móvil —dijo—. Está claro que el doctor Berruguete era un cabrón. Y se merecía que lo asesinaran.
—Con semejante actitud no creo que tenga usted mucho futuro como policía, coronel.
—No, es posible que no.
—¿No dijo que la doctora Kramsta tenía un hermano, Ulrich, que fue asesinado en un campo de concentración español?
—Sí, así es. Solo que no sé si Berruguete tuvo algo que ver.
—Pero tal vez ella sí lo sepa.
—Sí, tal vez lo sepa.
—La doctora Kramsta iba muy callada en el autobús del aeropuerto cuando se enteró de que el doctor Cortés había sido sustituido por el doctor Berruguete. Por lo visto reconoció el nombre de inmediato. Está eso por un lado y por otro, el detalle de que sabía dónde estaba su Mauser. Según ha reconocido ella misma, sabía utilizarla. No me sorprendería que fuera capaz de hacer pasar una bala por un ojal a cien metros de distancia.
—¿Algo más antes de que llame usted a la policía militar?
—Había un cigarrillo cerca de la Mauser. Un Caruso. La doctora Kramsta fuma Caruso. Y tenía barro en los zapatos cuando he ido a verla antes.
Von Gersdorff bajó la vista hacia sus botas hechas a mano.
—Yo también tengo barro en las botas, Gunther, pero no he asesinado a nadie. —Negó con la cabeza—. Sin embargo, tal vez eso explique por qué el tirador ha fallado al disparar contra usted. Aunque a decir verdad empiezo a creer que ha sido un error. No quiero ni pensar cómo trata usted a sus enemigos si a sus amigos los trata así.
Aplasté la colilla y le ofrecí una sonrisa irónica.
—Yo no he dicho que vaya a detenerla —puntualicé—. Solo quiero averiguar quién lo ha hecho, nada más. Por si la doctora decide asesinar a algún otro experto de la comisión internacional. Mire, es posible que salgamos impunes de una muerte, aunque el jurado no emitirá su veredicto hasta la hora de desayunar, pero no creo que vayan a quedarse en Krasny Bor y a llevar a cabo sus investigaciones con toda tranquilidad mientras una Medea moderna ejecuta su venganza personal contra toda la profesión forense europea.
—No, es posible que no —reconoció Von Gersdorff—. Aunque no me parece probable que la doctora Kramsta tenga un móvil para matar a ninguno de ellos.
—No lo sé. Ese francés, el doctor Costedoat, me parece una presa bastante tentadora.
Von Gersdorff se echó a reír.
—Sí, a un alemán no hay que rogarle mucho para que se cargue a un francés. Bueno, ¿qué va a hacer? ¿Ajustarle las cuentas? ¿Conseguir una confesión de la doctora a punta de pistola antes de que termine el día? No dude en tomar prestado mi foco.
—No estoy seguro. —Me encogí de hombros—. Sigue siendo un disparo excelente con una pistola de palo de escoba. Dispararon contra mí con la intención de fallar. Esa bala me pasó a escasos centímetros.
—Sí, ya sé a lo que se refiere —dijo—. Creo.
—Lo que quiero decir es que podría haberme alcanzado muy fácilmente. Eso es lo que más me cuesta entender, si ha sido ella la que ha disparado contra Berruguete.
—Lo aprecia demasiado para arriesgarse a matarle, ¿eso quiere decir?
—Algo por el estilo.
—Igual tiene mejor puntería de lo que cree.
—Yo pensaba que estaba usted de su parte.
—Estoy de su parte. Solo que me gusta verle sopesar la idea de que una persona que a usted evidentemente le gusta mucho tal vez estaba dispuesta a matarlo para culminar su venganza.
—Sí, resulta muy gracioso cuando lo dice así. Me extraña que no tenga una partitura que leer mientras disfruta del espectáculo. Solo para ir unos compases por delante de lo que ocurre.
—Eso haría un buen oficial de inteligencia.
—Ajá. Yo también leo partituras, ¿sabe, coronel? No están encuadernadas en cuero ni impresas por Bernhard Schott, y no creo que a usted le parezcan muy divertidas, pero a mí me entretienen. La que tengo ahora mismo en el regazo es una ópera, no con un asesinato sino con varios. Incluso es posible que estén todos vinculados por el mismo leitmotiv, solo que no tengo el oído lo bastante instruido para saber cuál es todavía. El caso es que no tengo mucho oído musical.
—Recuérdeme los otros asesinatos.
—Los dos operadores, Ribe y Greiss; el doctor Batov y su hija, y ahora el doctor Berruguete.
—No olvidemos el asesinato del pobre Martin Quidde. Aunque al menos sabemos quién lo mató.
—Sí, es verdad. Y lo cierto es que me estoy hartando de oírle mencionarlo, puesto que se me ocurrió la estúpida idea de matarlo para sacarle a usted las castañas del fuego. A usted y a la mitad del Estado Mayor en Smolensk.
—No crea que no le estoy agradecido. Al contrario. Y el general Von Tresckow también. ¿O no estaba prestando atención?
—Igual es que no oigo muy bien desde que me dispararon.
—Pero esos otros… No creerá que también acabó con ellos la doctora Kramsta, ¿verdad?
—No, claro que no. Porque ni siquiera estaba aquí cuando se cometieron esos asesinatos. Solo procuro tener presente que no soy un detective tan bueno, ya que nadie ha sido detenido aún. Lo que tal vez sea la mejor razón que se me ocurre para convencerme de que la doctora Kramsta es inocente después de todo.
—Sí, tiene razón. Hasta el momento es usted mucho más efectivo como asesino que en cualquier otro cometido que se le haya asignado.
—Ojalá pudiera hacerle a usted el mismo cumplido, coronel.
Me levanté temprano y fui al comedor. El desayuno era siempre la mejor comida del día en Krasny Bor. Había café —café de verdad, Von Kluge no hubiera tolerado nada menos—, queso, pan de centeno e integral, mantequilla con sal, panecillos de canela, tarta de café y, por supuesto, abundantes salchichas. La vida era muy distinta para los soldados rasos, claro, y en el cuartel general del Grupo nadie hacía muchas preguntas sobre lo que desayunaban ellos; tampoco hacían muchas preguntas sobre las salchichas, y por lo general se creía que eran de carne de caballo, aunque también había latas de auténtica mostaza Löwensenf de Düsseldorf en la mesa para que las salchichas supieran más a las de auténtica carne de cerdo que comían en casa. La licorera de schnapps se dejaba siempre visiblemente en la mesa para aquellos a quienes les gustaba empezar el día con un buen lingotazo. Por lo general, yo probaba de todo —incluido el schnapps—, porque tenía poco tiempo para comer y menos tiempo aún para el café y la tarta de manzana que aparecían como por arte de magia en el comedor a eso de las cuatro. Algunos oficiales alemanes se las arreglaban para engordar mientras estaban en Smolensk; a diferencia de los habitantes de Smolensk, claro, por no hablar de nuestros prisioneros de guerra. Estos no tenían la menor posibilidad de engordar.
A pesar de acostarme tan tarde la víspera llegué al comedor antes que ninguno de los miembros de la comisión internacional. El mariscal de campo también, y en cuanto me vio, Von Kluge se acercó a mi mesa, apartó una silla de un puntapié impaciente y tomó asiento. Su cara de tono gris granito era la viva imagen de la ferocidad, como la gárgola de una antigua iglesia alemana.
—Me he enterado por el coronel Ahrens de que a usted le pareció adecuado golpear a mi amigo Dyakov en la cabeza con una porra anoche —siseó entre sus amarillentos dientes. Saltaba a la vista que se habría liado a mordiscos de no ser porque era un oficial y un caballero.
—Señor, con todo respeto, estaba borracho y disparaba contra la gente —repuse.
—Tonterías. Tal vez hubiera entendido su comportamiento, Gunther, si hubiera estado en un tranvía, o en un edificio abarrotado. Pero no, estaba en mitad de un maldito bosque. Por la noche. Yo creía que cualquiera con dos dedos de frente habría caído en la cuenta de que no iba a hacerle daño a nadie. Me parece que los únicos que corrían peligro de recibir un disparo eran esos miles de polacos muertos suyos a los que tiene tanto aprecio.
De pronto eran mis polacos muertos.
—No nos lo pareció así en su momento, señor. El general Von Tresckow me pidió que echara una mano a su asistente y…
—¿Había salido alguien herido? No, claro que no. Pero como un estúpido y patoso matón berlinés, tenía que partirle el cráneo. Probablemente disfrutó con ello. Esa reputación tiene la policía de Berlín, ¿no? Primero abren cabezas y luego hacen preguntas, ¿eh? Debería haberle dejado en paz para que durmiera la mona. Tendría que haber esperado a la mañana siguiente. A estas alturas estaría dócil en vez de inconsciente, joder.
—Sí, señor.
—Acabo de recibir una llamada del hospital. Aún no ha recuperado el conocimiento. Y tiene un chichón del tamaño de su miserable cerebro, Gunther.
Von Kluge se inclinó hacia delante y extendió un índice largo y fino hacia el centro de mi cara. El aliento le olía ligeramente a alcohol y me pregunté si ya le habría dado un tiento a la licorera de schnapps. Yo tenía claro que en cuanto se marchase, iba a dárselo: hay mejores maneras de empezar el día que recibiendo la bronca de un mariscal de campo furioso.
—Voy a decirle una cosa, mi amigo nazi de ojos azules. Más le vale rezar para que mi Putzer se recupere, maldita sea. Si Alok Dyakov muere, lo someteré a un consejo de guerra y le pondré la soga al cuello yo mismo. ¿Me ha oído? Lo ahorcaré por asesinato. Igual que colgué a esos dos cabrones de la Tercera de Granaderos Panzer. Y no crea que no está en mi mano hacerlo. Ahora está usted muy lejos de la protección de la RSHA y el supuesto Ministerio de Información Pública. Aquí soy yo quien corta el bacalao, no Goebbels ni ningún otro. Aquí estoy yo al mando.
—Sí, señor.
—Gilipollas.
Se puso en pie de repente, derribando la silla en la que estaba sentado, se volvió, la apartó de una patada y salió del comedor a largas zancadas, dejándome convencido de que me hacía falta una muda limpia. Había sufrido reprimendas en otras ocasiones, pero nunca de manera tan pública o tan amenazante, y Von Kluge tenía razón en una cosa: me encontraba muy lejos de la seguridad relativa de Berlín. Un mariscal de campo alemán —en especial uno cuya lealtad había comprado Hitler a precio de oro— podía hacer más o menos lo que le viniera en gana con el respaldo de todo un ejército.
Tampoco es que hubiera indicios de que el ministerio me fuera a ser de gran ayuda, pues poco después de haberse marchado el mariscal de campo, se presentó un ordenanza con un teletipo del secretario de Asuntos Exteriores, Otto Dietrich, informándome de que si la comisión internacional se iba de Smolensk antes de terminar su trabajo, no hacía falta que Sloventzik ni yo nos molestáramos en regresar a casa. Teníamos —según se me informaba en el mensaje— la responsabilidad conjunta de asegurarnos de que la muerte del doctor Berruguete no saliera a la luz, costara lo que costase. Me metí otro trago de schnapps entre pecho y espalda, ya que no parecía probable que pudiera sentirme peor de lo que ya me sentía.
—Es un poco temprano para eso, ¿no crees?
Inés Kramsta estaba a mi espalda con una taza de café, un bollo de canela y un pitillo. Vestía la misma combinación de pantalones, blusa y chaqueta que la víspera, pero aun así estaba más atractiva que la mayoría de las mujeres.
—Eso depende de si me acosté o no.
—¿Te acostaste?
—Sí, al final. Pero no pude dormir. Tenía mucho en lo que pensar. —Le quité el cigarrillo de la boca y le di unas caladas mientras la llevaba a una mesa libre para sentarnos.
—Estoy convencida de que el schnapps no te ayudará a pensar con más claridad de lo que piensas normalmente.
—Bueno, se trata justo de eso. Pensar demasiado me sienta muy mal. Cuando pienso se me ocurren ideas. Ideas absurdas como que sé lo que hago aquí.
—¿Me incluye a mí alguna de esas ideas absurdas?
—¿Después de anoche? Podría ser. Aunque tampoco es una sorpresa precisamente. Me parece que eres una mujer con muchas facetas.
—Yo me había llevado la impresión de que solo estabas interesado en una de ellas. ¿Estás enfurruñado porque anoche no te dejé dormir conmigo?
—No. Lo que pasa es que cuando creo que empiezo a conocerte, me doy cuenta de que no te conozco en absoluto.
—¿Crees que es porque soy más lista que tú?
—Por eso o por todo lo que he descubierto sobre ti, doctora.
No se inmutó. No pude por menos de reconocérselo: si había matado al doctor Berruguete tenía una sangre fría impresionante.
—Ah. ¿Como qué, por ejemplo?
—Para empezar, he averiguado que tú y el coronel Rudolf Freiherr von Gersdorff estáis emparentados.
Inés frunció el ceño.
—Eso te lo podría haber dicho yo.
—Sí, y me pregunto por qué no me lo dijiste cuando me insinuaste que lo detuviera por el homicidio del doctor Berruguete. Fue muy astuto por tu parte. —Apagué la colilla en un cenicero antes de guardármela con discreción.
Ella me ofreció una sonrisa traviesa que luego interrumpió para mordisquear el bollo de canela. No dejó de parecer una monada.
—No somos exactamente íntimos, Rudolf y yo. Ya no.
—Eso me dijo él.
—¿Qué más te dijo?
—Que antes eras comunista.
—Eso es historia, Gunther. Una de las asignaturas preferidas de los alemanes. Sobre todo de los prusianos más bien retrógrados como Rudolf.
Suspiré.
—Una disputa familiar, ¿eh?
—Lo cierto es que no. Tolstói dice que cada familia desgraciada lo es a su propia manera. Pero sencillamente no es verdad. En todas las familias los problemas vienen siempre motivados por las mismas razones: la política, el dinero, el sexo. Así fue en nuestro caso. Creo que así es en todos los casos.
Lancé otro suspiro.
—No creo que ninguno de esos motivos ataña a la clase de problema en que estoy metido ahora.
—Tu problema es que insistes en verte como un individuo en un mundo colectivista y sistematizado. El problema es lo que te define, Gunther. Sin problemas no tendrías ningún sentido. Tal vez podrías pensar en ello alguna vez.
—Cuando me cuelguen será un auténtico consuelo saber que en realidad no tuve otra opción que hacer lo que hice.
—Estás en un lío de los buenos, ¿eh? —Me tocó el brazo con gesto solícito—. ¿Qué ocurre?
—El mariscal de campo me ha dicho que me hará ahorcar si muere su Putzer.
—Tonterías.
—Lo dice en serio.
—Pero ¿qué tiene eso que ver contigo?
—Después de que te acostaras intenté hacer entrar en razón a ese tipo. Estaba borracho y amenazaba con pegarle un tiro a alguien. A algún alemán.
—Y lo golpeaste un poco más fuerte de la cuenta, ¿no?
—Lo entiende usted todo, doctora.
—¿Dónde está ahora?
—En el hospital. Inconsciente. Igual algo peor que eso. No estoy seguro de que haya alguien allí en estos momentos que reconozca la diferencia.
—¿Es allí donde llevaron el cadáver de Berruguete anoche?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no vamos a echarle un vistazo antes de que lleve a cabo la autopsia?
—¿Puede pasar sin ti el profesor Buhtz?
—Las autopsias son un poco como hacer el amor, Gunther. A veces no hay necesidad de exprimirles el jugo hasta la última gota.
Su sinceridad me hizo sonreír.
—Bueno, pues que aproveche, doctora.
—Voy a por el maletín.
* * *
En el hospital encontramos a Alok Dyakov en un ajetreado pabellón lleno de rusos en el que las camas estaban a escasos centímetros unas de otras; a diferencia de los pabellones alemanes del hospital, era muy ruidoso y andaba falto de personal. Con una raída bata blanca que le daba un aspecto insólitamente limpio y un vendaje en la cabeza, Dyakov estaba recostado en la cama, recuperado en buena medida y arrepentido a más no poder de su comportamiento de la víspera. La enfermera de la sala resultó ser Tanya. Cruzó la mirada conmigo con mucho cuidado un par de veces mientras mantenía una breve conversación con Inés y luego nos dejó a los tres a solas. No dije nada a ninguno de ellos acerca de lo que sabía sobre el pasado de Tanya. Ahora que había visto las condiciones en que trabajaba, casi lamenté haber ayudado al teniente Voss a poner fin a su otra fuente de ingresos.
—Señor —dijo Dyakov, a la vez que me cogía la mano; me la hubiera besado si no llego a retirarla—. Lamento mucho lo que ocurrió anoche. Soy un estúpido pyanitsa.
—No se disculpe. Fui yo el que lo golpeó.
—¿Ah, sí? No lo recuerdo. No me acuerdo de nada. Ya se bye protiven. —Se llevó la mano a la sien por instinto e hizo una mueca de dolor—. Me dio un buen golpe, señor. Bashka bolit. No sé por qué me duele más la cabeza, si por el vodka o por el porrazo que me dio. Pero me lo merecía. Y se lo agradezco, señor. Se lo agradezco mucho.
—¿Qué me agradece?
—Que no me pegara un tiro, claro. —Hizo una mueca—. El Ejército Rojo, la NKVD, seguro que habrían abatido a un borracho con un arma. Sin dudarlo. Le aseguro que no volverá a ocurrir. Lamento causar tantos problemas. Se lo diré también al coronel Ahrens.
—Marusya —dije—, la ayudante de cocina del castillo. Estaba preocupada por ti, Dyakov. Y el mariscal de campo también.
—¿Sí? ¿El mariscal de campo también? Pizdato. ¿Me guardará mi puesto de Putzer? ¿Aún puedo tener esperanzas?
—Yo diría que hay muchas probabilidades, sí.
Dyakov profirió un largo suspiro de alivio que me hizo alegrarme de no estar a punto de encender un pitillo. Luego rio con ganas.
—Entonces soy muy afortunado.
—Le presento a la doctora Kramsta —dije—. Va a echarle un vistazo para asegurarse de que está bien.
—Lo cierto es que deberían hacerle una radiografía —murmuró—. El aparato funciona, pero según la enfermera no hay placas en las que fijar la imagen.
—¿Con una cabeza tan dura como la suya? —Sonreí—. Dudo que una radiografía consiguiera atravesarle el hueso.
A Dyakov le pareció gracioso:
—No es tan fácil matar a Dyakov, ¿eh?
Inés se sentó en el borde de la cama de Dyakov y le examinó el cráneo y luego los ojos, los oídos y la nariz antes de poner a prueba sus reflejos y declarar que no corría ningún peligro inmediato.
—¿Quiere decir eso que puedo irme de aquí? —preguntó Dyakov.
—Si fuera cualquier otra persona en cualquier otro lugar le aconsejaría que se quedara en cama y descansase unos días. Pero aquí… —Esbozó una débil sonrisa y volvió la vista al oír que un hombre empezaba a gritar al otro extremo de la sala—. Sí, puede irse. Creo que estará mucho mejor en un entorno como el de Krasny Bor.
Dyakov le besó la mano, y cuando lo dejamos aún seguía dándonos las gracias.
—¿Seguro que se encuentra bien? —pregunté.
—¿Lo preguntas preocupado por él o por ti mismo?
—Por mí mismo, claro.
—Creo que de momento tu cuello no corre peligro —me dijo.
—Me quitas un peso de encima.
Bajamos al sótano, al depósito de cadáveres del hospital, donde el cadáver del doctor Berruguete, todavía vestido de la cabeza a los pies y tendido en la misma camilla mugrienta y manchada de sangre en la que lo habían sacado del bosque en Krasny Bor, estaba en el suelo. Había también otros cadáveres, apilados en estantes de madera barata como otras tantas latas de alubias. Cuando llegamos a la sala, Inés indicó que guardáramos silencio un momento acercándome la mano a la boca.
—Ay, Dios mío… —murmuró lentamente.
Había una mesa de disección de porcelana, llena de manchas y con aspecto de haber estado ocupada recientemente, provista de una manguera que llegaba hasta un grifo y de un desagüe. La atmósfera de la sala estaba como cuajada por una luz artificial que se tornaba verde en las baldosas agrietadas de la pared y relució sobre los instrumentos quirúrgicos de Inés cuando, meneando la cabeza, los dispuso de forma metódica como si fueran naipes en un solitario letal. El lugar apestaba igual que un matadero; cada vez que respiraba tenía la sensación de estar inhalando algo peligroso, efecto que el zumbido de algún que otro insecto volador y la humedad que notaba bajo los pies no hacían sino agravar.
—Ni siquiera han lavado el cadáver —comentó despectivamente—. ¿En qué clase de hospital estamos, maldita sea?
—En un hospital ruso —le recordé—. En un hospital de los que hacen lo que pueden en plena guerra. En un hospital en el que a nadie le importa nada un carajo. Elige.
—Y yo que creía haber visto hospitales espantosos en España, durante la guerra civil… —comentó—. El pabellón de arriba era un zoo. Pero esto, esto es el foso de los reptiles.
—¿Estuviste en España? —pregunté inocentemente—. ¿Durante la guerra civil?
—Me parece que voy a necesitar tu ayuda. Al menos para subirlo a la mesa. —Haciendo caso omiso de mi pregunta, Inés se puso la bata y los guantes, y luego se dio unos toques de perfume bajo las ventanas de su preciosa nariz—. ¿Quieres un poco?
—Por favor.
Me untó unas gotas, trazándome el signo de la cruz en la frente con perfume para darle un toque de comedia a la situación, y luego subimos el cuerpo rígido a la mesa, donde en apenas unos segundos le cortó la ropa con un cuchillo afilado como una navaja y se la quitó. Iba remangada y la zona entre el borde de la bata y el guante dejaba a la vista un brazo en el que se le marcó la musculatura bien definida al blandir el cuchillo. Por un momento pensé que la quería, pero antes de estar seguro, supe que primero tendría que responder la pregunta que seguía importunándome en algún rincón de mi mente igual que un botón de camisa incómodo. ¿Había asesinado Inés a Berruguete?
—Me parece que no es tu primera autopsia —comentó.
—No.
Bien podría haber añadido que, sin embargo, era la primera autopsia a la que asistía en que la sospechosa principal llevaba a cabo el procedimiento, pero estaba interesado en ver si Inés decía cualquier cosa que pusiera de manifiesto su culpabilidad. No era un gran plan y la situación me incomodaba, porque no distaba mucho de una sucia treta para obtener algún tipo de respuesta emocional de una mujer a la que admiraba. Después de todo, si Berruguete era la mitad de cabrón de lo que había dicho Canaris e Inés era culpable de su asesinato, entonces había que felicitarla, no engañarla para que admitiera tácitamente su propia culpabilidad. Pero su rostro apenas reflejaba emoción, como tampoco se apreciaba ninguna en sus manos ni en su tono.
—Estuve en Barcelona, una temporada en el treinta y siete —dijo, respondiendo por fin mi pregunta de antes. Su voz sonó firme, sin apenas modulación ni expresión, como si estuviera concentrada casi por completo en el cuchillo que trazaba una línea de color gris rosáceo por el centro del torso del fallecido—. Pasé diez meses trabajando en una clínica del Frente Popular. Durante esa época vi cosas que recordaré durante el resto de mi vida. Y atrocidades cometidas por ambos bandos. Eso me hizo renegar para siempre de la política. Se lo puedes decir a Rudolf la próxima vez que cotilleéis acerca de mí.
—¿Por qué no se lo dices tú misma?
—Oh, no. —Se mostró recelosa un momento—. Ha corrido demasiada agua montaña abajo desde entonces para algo así. Fuimos amantes durante un corto espacio de tiempo. ¿Te lo dijo?
—No. No me lo dijo. Pero sí me contó que tu hermano encontró un final desafortunado, en España.
—Es una manera de describirlo. —Se permitió esbozar una suave sonrisa—. Yo en tu lugar no me apresuraría a descartarlo como culpable. Rudi es mucho más despiadado de lo que parece.
—Sí, lo sé. Puede ser muy expeditivo. ¿Y quién dice que lo haya descartado?
—Es que te mostraste susceptible al respecto cuando lo mencioné anoche. El doctor Berruguete asistió a la boda de Rudolf, ¿lo sabías? En 1934. Berruguete estaba terminando sus estudios en Alemania y creo que conocía a la familia de Renata. Los Kracker von Schwartzenfeldt.
—Según él, tú también estuviste en la boda.
—Es verdad, pero no invité a Berruguete. —Sonrió de nuevo—. El mundo es un pañuelo, ¿eh?
—Eso parece, sí. —Me interrumpí—. Al menos así debe parecerlo desde allí arriba. Supongo que esa alta cumbre que los Von, los Zu y tú compartís de mil amores está muy concurrida.
—Te saca de quicio, ¿verdad? La idea de una aristocracia alemana…
—Supongo que a ti también debía de sacarte de quicio. Si no, ¿a qué vino hacerte bolchevique en tu juventud?
—Así es. Pero ahora hay muchas más razones para estar desquiciado que la simple cuestión de la riqueza y los privilegios heredados. ¿No crees?
—Eso no te lo discuto. ¿Qué fue de ella, por cierto? De su esposa.
—¿Renata? Dios, era una mujer encantadora. La mujer más encantadora que he conocido. Murió el año pasado, ¿no? Tenía apenas veintinueve años, creo. No recuerdo la causa exactamente. Complicaciones tras el parto, quizá, lo he olvidado.
Se afanó con rapidez y sin titubeos, revelando en primer lugar que Berruguete había recibido dos disparos —en la cabeza y el corazón—, antes de sacarle una bala del pecho y, a falta de una placa de Petri, dejarla en un cenicero, aunque solo después de tirar la ceniza y las cerillas usadas. Su pulso era firme. Lo bastante firme como para haber disparado una Mauser de palo de escoba y alcanzado su objetivo.
—Vaya, qué sorpresa —murmuró.
—¿Qué pasa?
—Yo creía que solo había recibido un disparo en la cabeza.
—A mí no me sorprende tanto. Anoche oí tres disparos, pero solo una de las balas vino hacia mí.
—Pues a mí me sorprende la segunda herida por una parte y por otra el mero hecho de que tuviera corazón.
—Hablas como si lo conocieras. De la boda, tal vez.
—No —contestó—. No hablé nunca con él. Ya te lo dije. Pero sabía de él, claro. Su reputación lo precedía. Como te comenté, tenía opiniones más bien radicales sobre la higiene racial. Sobre cualquier tema, probablemente. —Miró con más atención la bala que había extraído del pecho y que ahora sostenía con el fórceps—. La balística no es lo mío, me temo. No sé si es de una Mauser de palo de escoba o no. Tienes que darle el proyectil al profesor Buhtz. A ver qué descubre. El experto en balística es él.
—Eso creo.
—Conociéndolo, es posible que te diga de qué remesa de munición procede.
—Sí, eso espero.
—Una en el corazón, otra justo entre los ojos. El que disparó contra este hombre debía de ser todo un tirador. La Mauser que encontraron estaba al menos a setenta y cinco metros del cadáver. Suponiendo que la tirase en el lugar desde el que efectuó los disparos, es una puntería notable con luz crepuscular, ¿no?
—¿Con la culata puesta? No lo sé.
—Yo no creo que hubiera sido capaz de hacer un disparo así. Además, el arma no llevaba la culata cuando la encontraron.
—En el coche tampoco estaba —dije—. Supongo que desmontó el arma, con la intención de volver a dejarla en la guantera, y luego le entró el pánico, tiró la pistola y se deshizo de la culata.
—A mí este tirador no me parece de los que se dejan llevar por el pánico. Roba el arma del vehículo de Von Gersdorff y luego dispara tranquilamente contra Berruguete en una zona de seguridad patrullada por soldados de la Wehrmacht. Hace falta tener la cabeza muy fría para hacer algo así. Incluso se las arregló para efectuar un tercer disparo contra ti antes de emprender la huida.
—Solo que ese no fue muy preciso.
—Eso depende, ¿no? —replicó—. De si intentaba alcanzarte o no.
—Sí, bien visto. No se me había ocurrido.
—Claro que se te había ocurrido. Estás con la mosca detrás de la oreja desde que pasó.
Inés levantó la cabeza de Berruguete por el pelo. El orificio de salida, del tamaño de una ciruela, en la nuca resultaba bastante evidente.
—Supongo que no tiene mucho sentido llevar a cabo una obducción cerebral —dijo—. La bala que lo alcanzó en la cabeza a todas luces no está dentro. No vamos a descubrir nada más allá de que recibió un disparo.
—No, supongo que no.
Dejó caer la cabeza en la mesa con un golpe sordo como si le trajera sin cuidado lo que le ocurriese. Estaba muerto, claro, y a Berruguete no podría haberle importado menos, pero aun así yo estaba acostumbrado a ver que los patólogos trataban a sus cadáveres con un poco más de respeto.
—Es un cambio, supongo —comentó.
—¿Y eso?
—En el bosque de Katyn todos recibieron un tiro en la nuca, con el correspondiente orificio de salida en la frente. A este le ocurrió al revés.
—Supongo que uno encuentra novedades donde puede.
—Claro —reconoció en tono grave—. Se podría decir así, si quieres. El caso es que cualquiera de estas dos balas habría sido suficiente para acabar con su vida.
—Es imposible saber cuál lo alcanzó primero, supongo. El disparo en la cabeza o el disparo en el pecho.
Negó con la cabeza.
—Imposible. Sea como sea, por lo visto el tirador quería asegurarse de que su víctima estaba bien muerta.
Lavó los guantes con agua de la manguera y se los quitó, pese a que la cavidad pectoral de Berruguete seguía abierta. Parecía que hubiera brotado de sus entrañas un pequeño volcán.
—¿No se acostumbra a volver a meter el hígado y el tocino y a coserlo de nuevo? —señalé.
—Sí —reconoció mientras encendía fríamente un cigarrillo—. Pero ¿qué sentido tendría eso aquí? Tampoco es que vaya a verlo su familia. No hay la más mínima posibilidad de que lo envíen a España desde Smolensk. No, yo diría que lo meterán en una caja y lo enterrarán, ¿no crees? En cuyo caso, coserlo no sería más que una pérdida de tiempo.
Encogí los hombros restándole importancia.
—Supongo que tienes razón.
—Claro que la tengo.
—Igualmente, me parece una falta de respeto. A él.
—Quizá no te lo he dejado lo bastante claro, Gunther, pero no era un buen hombre. De hecho, me atrevería a decir que era un monstruo.
—No discrepo de esa descripción. Prácticamente no hay nada peor que la esterilización por la fuerza.
—Es normal que lo pienses —dijo—. Pero si te dijera que este tipo hizo fusilar a republicanos para poder llevar a cabo autopsias a fin de ver si su cerebro tenía algo de particular, ¿qué dirías? ¿Aún querrías que lo cosiera limpiamente por respeto a su cadáver?
—Creo que sí. Estoy chapado a la antigua, supongo. Me gusta ceñirme a las reglas, si puedo. Ya sabes, hacer las cosas como es debido. Tal como se hacían antes de 1933. A veces creo que soy el único hombre cabal que conozco.
—No tenía idea de que fueras tan puntilloso, Gunther.
—Sí, es cierto. Cada vez lo soy más, creo. De un tiempo a esta parte ni siquiera hago trampas cuando estoy haciendo solitarios, si puedo evitarlo. La semana pasada me chivé de mí mismo a mi asistente por servirme dos raciones para cenar.
Inés lanzó un suspiro.
—Ay, está bien.
Tiró el pitillo al suelo y hurgó en el maletín forense antes de sacar una larga aguja curvada con la que se podría haber zurcido una vela del buque Kruzenstern. Enhebró hilo de sutura en el ojo de la aguja con velocidad experta y la levantó para que yo la inspeccionase.
—¿Te parece bien?
Asentí para dar mi aprobación.
Se concentró un momento delante de la mesa y puso manos a la obra, suturando a Berruguete hasta dejarlo con el aspecto de un balón de fútbol alargado. No era el trabajo más pulcro que había visto, pero al menos no lo utilizarían como reclamo en el escaparate de la carnicería local.
—Seguro que nunca trabajarás de sastre —comenté—. No si coses así.
Chasqueó la lengua sonoramente en señal de desaprobación.
—Nunca se me han dado muy bien los puntos de sutura. Sea como sea, me temo que es todo lo que puedo hacer por él. Es más de lo que hizo él por sus víctimas, eso seguro.
—Eso tengo entendido. —Prendí un cigarrillo y observé cómo volvía a lavar los guantes y luego el instrumental—. ¿Cómo te metiste en este asunto, por cierto?
—¿La medicina forense? Ya te lo conté, ¿no? No tengo paciencia para las quejas, los dolores y las enfermedades imaginarias de los pacientes vivos. Prefiero de lejos trabajar con los muertos.
—Me parece apropiadamente cínico —dije—. Para los tiempos que corren, quiero decir. Pero en serio, ¿por qué? Me gustaría saberlo.
—¿De verdad?
Me cogió el cigarrillo de la boca, le dio una larga calada y luego me acarició la mejilla.
—Gracias —dijo.
—¿Por qué?
—Por preguntármelo. Porque casi había olvidado la auténtica razón por la que empecé a trabajar con los muertos. Y tienes razón: no es por lo que te he dicho. Eso no es más que una tontería que me inventé para no decir la verdad a la gente. El caso es que he repetido esa mentira tan a menudo que casi he empezado a creérmela. Como un auténtico nazi, se podría decir. Casi como si fuera otra persona distinta por completo. Y tal vez creas que lo que voy a contarte es altisonante, incluso un tanto pretencioso, pero lo digo de corazón, hasta la última palabra.
»El único objetivo de la medicina forense es la búsqueda de la verdad, y por si no te habías dado cuenta, es un bien muy escaso y precioso en la Alemania de hoy. Pero especialmente en la profesión médica, donde lo que es cierto y lo que está bien tienen muy poca importancia en comparación con lo que es alemán. La teoría y la opinión no tienen cabida ante la mesa de disección, por el contrario. Como tampoco la tienen la política y las ideas descabelladas sobre la biología y la raza. La medicina forense solo requiere el rastreo discreto de pruebas científicas auténticas y la obtención de deducciones razonables sobre la base de la observación honrada, lo que supone que es prácticamente la única faceta de la práctica médica que no ha sido secuestrada por los nazis y los fascistas como él. —Tiró la ceniza sobre el cadáver de Berruguete antes de volver a ponerme el cigarrillo en los labios—. ¿Responde eso tu pregunta?
Asentí.
—¿Tuvo algo que ver el doctor Berruguete con la muerte de tu hermano, tal vez?
—¿Por qué lo dices?
—Por nada, salvo que acabas de utilizarlo como cenicero.
—Puede que sí. No lo sé con seguridad. Ulrich y unos cincuenta miembros rusos de las brigadas internacionales fueron capturados y encarcelados en el campo de concentración de San Pedro de Cardeña, un antiguo monasterio cerca de Burgos. No creo que nadie que no estuviera en España pueda hacerse una idea de la barbarie en que se sumió ese país durante la guerra. De las crueldades que cometieron ambos bandos, pero sobre todo los fascistas. Mi hermano y sus camaradas estaban siendo utilizados como mano de obra esclava cuando Berruguete —cuyo modelo era casualmente la Inquisición y que escribió un ensayo a favor de la castración de los criminales— recibió permiso del general Franco para dar a las ideas izquierdistas un sesgo patológico. Por supuesto, a los militares franquistas les encantó que se recurriera a la ciencia para justificar su opinión de que todos los republicanos eran animales. Así que concedieron a Berruguete un alto rango militar y los prisioneros, incluido mi pobre hermano, fueron transferidos a una clínica en Ciempozuelos, dirigida por otro criminal llamado Antonio Vallejo-Nájera. No se volvió a ver a ninguno de ellos, pero está claro que es allí donde murió mi hermano. Y si Berruguete no acabó con su vida, lo hizo Vallejo. A decir de todos era igual de malo.
—Lo siento —dije.
Volvió a quitarme el cigarrillo de la boca y esta vez se lo quedó.
—Así que, si bien lamento que el trabajo de la comisión internacional se haya puesto en peligro, no me apena lo más mínimo la muerte de Berruguete. Hay muchos hombres y mujeres buenos en España que se alegrarán y darán gracias a Dios cuando se enteren de que por fin se ha hecho justicia con él. Si alguien merecía un balazo en la cabeza era él.
—De acuerdo —dije—. Muy bien.
Llevé la mano a su suave mejilla y ella se inclinó hacia la palma y la besó, con cariño. Empezó a llorar un poco y le pasé el otro brazo por los hombros para acercarla a mí. No dijo ni una palabra más, pero tampoco hizo falta: mis sospechas se habían esfumado. Soy un poco lento a la hora de decidirme en cuestiones así, y tengo la precaución propia de un poli, lo que me impide comportarme como un hombre normal, pero ahora estaba seguro de que Inés Kramsta no había matado a Berruguete. Después de diez años como policía, se aprende a reconocer si alguien es un asesino o no lo es. La había mirado a los ojos y había visto la verdad, y la verdad era que Inés era una mujer de principios que tenía creencias, y esas creencias no incluían el subterfugio y el asesinato a sangre fría, aunque se tratara de alguien que mereciera morir asesinado.
También había visto otra verdad igual de importante, y era que la amaba.
—Venga —la insté—. Vámonos de aquí de una maldita vez.
A la salida del hospital me abordó la enfermera Tanya.
—Herr Gunther —dijo—. ¿Va a Krasny Bor?
—Sí.
—¿Puede devolverle estas cosas a Alok Dyakov? —me pidió, al tiempo que me entregaba un sobre marrón de gran tamaño—. Se ha ido hace unos diez minutos, en el vehículo de unos granaderos a los que también han dado de alta, antes de que tuviera tiempo de devolverle sus efectos personales: el reloj, las gafas, el anillo, un poco de dinero. El hospital tiene la norma de vaciar los bolsillos de los pacientes cuando ingresan, para guardarlos en lugar seguro. —Se encogió de hombros—. Hay mucho ladrón por aquí, ya sabe.
—Desde luego. —Miré a Inés—. ¿Quieres ir allí? ¿De regreso a Krasny Bor?
Miró su reloj de pulsera y negó con la cabeza.
—Lo más probable es que el profesor Buhtz esté en Grushtshenki a estas alturas, con la comisión —dijo—. Igual podrías llevarme allí.
Asentí.
—Claro. Adonde quieras.
—Puedes darle la bala que hemos sacado del corazón de Berruguete, si te apetece —añadió, amablemente—. A ver qué le parece. No creo que vaya plantear muchas dudas respecto a si salió de la nueve milímetros roja que encontrasteis.
—No —contesté—. Primero voy a echar otro vistazo al escenario del crimen, a ver si he pasado algo por alto. Y tal vez encuentre el culatín desaparecido.
Así que la llevé al cuartel general de la policía militar en Grushtshenki, donde ahora estaban expuestos todos los documentos de Katyn recuperados de la Fosa Número Uno en un porche acristalado.
Cuando llegamos saltaba a la vista que la comisión internacional ya estaba en el escenario y que tanto Buhtz como Sloventzik —fácilmente identificables por sus uniformes grises de campaña— estaban rodeados por los expertos. La mayoría de los hombres pasaban de los sesenta años, muchos tenían barba, llevaban maletín y tomaban notas mientras Sloventzik traducía pacientemente los comentarios del profesor Buhtz. Los fotógrafos oficiales tomaban fotos y había un zumbido en el ambiente que no se debía solo a las preguntas. El aire estaba atestado de mosquitos. Aquello se parecía más al mercado Zadneprovski o la plaza Bazarnaya que a una comisión internacional de investigadores forenses.
Aparqué cerca del coronel Von Gersdorff, que estaba apoyado en el capó de su Mercedes, fumando un cigarrillo.
Me saludó con un gesto de cabeza cuando nos apeamos del Tatra y luego, con ademán más receloso, saludó a Inés.
—¿Qué tal estás, Inés? —preguntó.
—Bien, Rudolf.
—Dios santo, ¿aún no ha detenido a esta mujer, Gunther? —añadió—. ¿Acaso no manó sangre otra vez de las heridas de Sigfrido cuando Hagen, el culpable, se acercó al cadáver, por así decirlo? —Sonrió abiertamente—. Yo creía que era la sospechosa más probable del homicidio del doctor la última vez que hablamos del asunto. Móvil, oportunidad, todo lo que señala Dorothy L. Sayers en sus libros. Y no olvide que las bolcheviques guapas son las más peligrosas, ya sabe.
Volvió a reír y naturalmente lo había dicho de broma, pero Inés Kramsta no lo interpretó así. Y a la luz de lo que ocurrió entonces, yo tampoco.
Por un momento ella me miró de hito en hito sin decir palabra, pero cuando se quedó boquiabierta no me cupo duda de que creía que la había traicionado.
—Ah, ya veo —dijo Inés en voz queda—. Eso explica que…
Inés parpadeó, evidentemente perpleja, e hizo ademán de darse la vuelta, pero me acerqué un paso a ella y la cogí por el brazo.
—Por favor, Inés —dije—. No es eso. Él no hablaba en serio. ¿Verdad que no, Von Gersdorff? Dígale que bromeaba. No tenía ninguna intención de detenerte.
Von Gersdorff tiró el pitillo y se irguió.
—Esto…, sí. No era más que una broma, claro. Querida Inés, ninguno pensamos ni por un instante que fueras tú la que mató a ese médico. Bueno, yo desde luego no. Ni por un instante.
La confesión no fue menos torpe que la broma, y el semblante de Inés dejó bien a las claras que el daño ya estaba pero que muy hecho. Me sentí como si alguien acabara de apartar de una patada el taburete en el que estaba apoyado y ahora colgase por el cuello de una cuerda muy fina.
—Ahora me resulta evidente —dijo, apartando el brazo por el que la agarraba—. Todas esas preguntas interesadas sobre España y mi hermano. Intentabas averiguar si disparé contra el doctor Berruguete, ¿no? —Se le ensancharon un poco las ventanas de la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas, otra vez—. Sí que se te pasó por la cabeza… Creías que podía haber hecho la autopsia de un hombre a quien yo misma había asesinado…
—Inés, por favor, créeme —supliqué—. No tenía ninguna intención de detenerte.
—Pero aun así te planteaste la posibilidad de que lo hubiera matado yo, ¿no es así?
Estaba en lo cierto, claro, y me avergoncé en cierta medida de ello, cosa que, naturalmente, ella leyó en mis ojos y mi cara.
—Ay, Bernie —dijo.
—Tal vez solo un momento —reconocí, titubeando en busca de las palabras que la satisficieran. Sentí que mis pies intentaban desesperadamente alcanzar el taburete en el que estaba apoyado hasta poco antes, pero ya era muy tarde—. Pero ya no. —Negué con la cabeza—. Ya no, ¿me oyes?
Su decepción conmigo, su consternación porque la hubiera llegado a considerar sospechosa de homicidio, ya se estaban convirtiendo en ira. Enrojeció y los músculos de la mandíbula se le tensaron cuando, mordiéndose el labio, me miró con desprecio renovado.
—Yo creía de veras que había algo especial entre nosotros —aseguró—. Ahora veo que estaba terriblemente equivocada.
—De verdad, Inés —dijo Von Gersdorff, volviendo a meter la pata con toda su pulida bota militar—. Estás haciendo una montaña de un grano de arena. En serio. El pobre hombre se limitaba a cumplir con su deber. Es policía, después de todo. Su trabajo consiste en sospechar de gente como tú y como yo, de si hemos hecho cosas que no hemos hecho. Y tienes que reconocer que durante unas horas ha sido bastante razonable sospechar de ti.
—Cállate, Rudi —exclamó—. Date cuenta por una vez de cuándo tienes que mantener la boca cerrada.
—Inés, tenemos algo especial —le dije—. Sí que lo tenemos. Yo también lo creo.
Pero Inés sacudía la cabeza.
—Quizá lo tuvimos. Al menos durante un instante o dos.
Su voz sonó ronca de emoción. Me hizo cobrar plena conciencia de lo mucho que deseaba consolarla y cuidar de ella. Y de no ser porque yo mismo había provocado su malestar, es posible que lo hubiera hecho.
—Sí, hacíamos buena pareja, Gunther. Desde la primera vez que estuve contigo sentí de veras que éramos algo más que un hombre y una mujer. Pero eso no importa un comino cuando uno de los dos decide ponerse en plan policía con el otro, como hiciste tú conmigo.
—En serio, Inés… —rezongó Von Gersdorff.
Pero ella ya se iba, en dirección a Buhtz y la comisión internacional, sin volver la mirada, alejándose de mi vida para siempre.
—Lo siento, Gunther. No tenía intención de que ocurriera nada parecido. Lo cierto es que debería haberlo recordado. Como muchos izquierdistas, Inés nunca ha tenido mucho sentido del humor. —Sonrió—. Pero bueno, supongo que se le pasará. Hablaré con ella. Lo solucionaré. Conseguiré que le perdone. Ya verá.
Negué con la cabeza porque estaba seguro de que no obtendría perdón alguno.
—No creo que sea posible, coronel —dije—. De hecho, estoy seguro.
—Me gustaría intentarlo —respondió—. De veras, me siento fatal. —Meneó la cabeza—. No tenía idea de que usted y ella… hubieran intimado tanto. Ha sido… desconsiderado por mi parte.
No podía decir gran cosa al respecto. Von Gersdorff tenía razón en que había sido desconsiderado, aunque podría haber añadido que era una actitud típicamente desconsiderada por su parte y por la de todos los aristócratas prusianos. Sencillamente eran gente desconsiderada, desconsiderada porque en realidad no les importaba nadie salvo ellos mismos. Era su desconsideración la que había permitido que Hitler se alzara con el poder del país en 1933; y por culpa de su desconsideración habían fracasado en sus intentos de eliminarlo ahora, diez años después. Ellos eran desconsiderados y luego otros tenían que solucionar sus errores, o lidiar con ellos.
O no.
Me marché. Fumé un par de cigarrillos a solas, contemplé el cielo azul entre las hojas que acababan de brotar en las copas de los altos abedules plateados y caí en la cuenta de que, en esa parte del mundo en especial, toda vida humana era grotescamente frágil. Y gracias al roce de la cruda luz del sol rusa sobre mi cara —que, después de todo, era mucho más de lo que podrían haber hecho los pobres espectros de cuatro mil polacos—, me las arreglé por fin para recuperar unos cuantos fragmentos ennegrecidos y cubiertos de ceniza de mi antigua serenidad.
Poco después me encontré al teniente Voss, ligeramente apartado de la multitud, con aspecto de estar nervioso. Varios policías militares estaban haciendo todo lo posible para distinguir a aquellos que tenían motivos para estar allí de quienes no los tenían, cosa que no era fácil, pues habían acudido muchos soldados alemanes fuera de servicio y vecinos de la zona a ver a qué venía tanto revuelo.
—Vaya circo de mierda. —Voss se palmeó el cuello con irritación—. Sabe Dios qué pasará si a los partisanos se les ocurre atacar hoy.
—Me parece que es más probable que algunos de estos tipos mueran de malaria o de viejos que por culpa de una granada de mano rusa —comenté, y me di una fuerte palmada en la mejilla—. Casi preferiría que hiciese frío otra vez, para no tener que aguantar esta maldita plaga de insectos.
Voss se mostró de acuerdo con un gruñido.
—Por cierto, ¿qué tal está el cabrón ruso al que le metió un porrazo en la cabeza anoche? ¿Dyakov? Buen trabajo, por cierto, señor. Si alguien se merecía un buen coscorrón era el Iván preferido del mariscal de campo.
—Sigue vivo, gracias a Dios. Y viene camino de Krasny Bor para reunirse con su amo.
—Sí, ya he oído que Hans el Astuto le ha arrancado la piel a tiras esta mañana. Cualquiera sabe qué secreto conoce Dyakov sobre el mariscal de campo para que se comporte así, ¿eh?
—Sí, ¿verdad?
Me llevé a Voss un poco aparte para preguntarle si la súbita ausencia del doctor Berruguete había provocado alguna inquietud entre nuestros distinguidos invitados.
—En absoluto —respondió Voss—. Al contrario, más de uno parecía aliviado al enterarse de que había tenido que regresar a España. Eso les ha dicho Sloventzik, por lo menos. Una tragedia en la familia que ha requerido su regreso inmediato en plena noche.
—Después de lo que he averiguado hoy sobre él, no me extraña que se alegren de perder de vista a ese tipo. Y tampoco me extraña que alguien le metiera un balazo. Dos, en realidad. Según la autopsia, a la que acabo de asistir, le alcanzaron una vez en la cabeza y otra en el pecho.
—¿Pudo haberlo hecho alguno de ellos? —preguntó Voss, volviendo la vista hacia la comisión.
Torcí el gesto.
—No creo, ¿verdad? Mírelos. Ninguno parece capaz de acertar en la vena con una aguja, y mucho menos de disparar una Mauser de palo de escoba y darle a nada.
—Pero si no fue uno de ellos, ¿quién lo hizo?
—No lo sé. ¿Han encontrado ya el culatín?
—No. A decir verdad no me sobran hombres para buscarlo. Estamos muy ocupados manteniendo alejada a la gente de este lugar.
—No se preocupe. Voy de regreso a Krasny Bor. Buscaré la culata yo mismo.
De nuevo en el bosque de Krasny Bor todas las flores silvestres habían florecido y costaba trabajo creer que se estuviera librando una guerra. El enorme vehículo militar de Von Kluge estaba aparcado delante de su villa, pero prácticamente en ningún sitio se observaban indicios de que aquel lugar fuera otra cosa que un sanatorio. Detrás de las pulcras cortinas de las cabañas de madera donde los rusos se alojaban antes para tomar las aguas sulfurosas de los manantiales a fin de agilizar sus movimientos intestinales, no se movía nada. No había más que árboles susurrando bajo la brisa y algún que otro pájaro que rompía el silencio exclamando con alegría que por fin había llegado de verdad la primavera.
Atravesé las verjas y, tras dejar el coche, fui hacia el lugar donde la policía militar había encontrado el arma del crimen, que estaba marcado con un banderín policial. Empecé a rebuscar entre la hierba alta y los arbustos. Lo hice siguiendo círculos cada vez más amplios, caminando en torno al sitio concreto, en el sentido de las agujas del reloj, hasta que, después de aproximadamente una hora, encontré el culatín de roble pulido en forma de pala de la Mauser apoyado en un árbol. De inmediato vi que era el punto desde el que el tirador había disparado contra Berruguete, ya que, atado a la rama del árbol, más o menos a la altura de la cabeza, había un trozo de cuerda a través de la que alguien que hubiera querido afinar la puntería podría haber introducido el cañón de diez centímetros de la Mauser, para luego afianzarlo con un par de vueltas. El sitio donde se había hallado el cadáver del doctor Berruguete estaba a casi cien metros y no había árboles ni arbustos que estorbaran al tirador. No estaba tan claro en cambio cómo podía haber usado el mismo trozo de cuerda para disparar contra mí en dirección contraria; tendría que haber girado más de ciento cincuenta grados hacia su derecha, con lo que el cañón de la Mauser habría golpeado otra rama. En otras palabras, era imposible que hubiera disparado contra mí desde ese mismo lugar utilizando esa sujeción. Me quedé perplejo y empecé a plantearme la posibilidad de que hubiera un segundo tirador.
Guardé la cuerda y dediqué los treinta minutos siguientes a peinar minuciosamente la hierba hasta que encontré dos casquillos de bala de latón. No me molesté en buscar el tercero porque de inmediato vi con claridad que esos proyectiles no podían haberse disparado con la misma arma: uno era un casquillo de Mauser de nueve milímetros y el otro de algo mayor, probablemente munición de rifle.
En Krasny Bor perduraba el silencio primaveral, pero ahora, dentro de mi cabeza, había un auténtico alboroto. Al poco, una voz clara se impuso frente al clamor. ¿Había habido un tirador o dos? ¿O tal vez un tirador con dos armas distintas, una pistola y un rifle? Desde luego tenía sentido disparar contra mí con un rifle, ya que era el objetivo que más lejos estaba. Pero ¿por qué no disparar contra Berruguete también con el rifle? A menos que alguien tuviera intención de utilizar la Mauser sustraída para echar la culpa a otra persona…
Caminé hasta el tocón bajo el que había intentado cubrirme para escapar de mi supuesto asesino y miré alrededor, en busca del árbol que había alcanzado la tercera bala en vez de darme a mí, y cuando lo encontré, pasé los minutos siguientes extrayéndola con mi navaja.
Tenía en la palma de la mano dos trozos de metal deformados, uno de los cuales —el que había arrancado del árbol— era más grande que el otro que había sacado del bolsillo, y que había salido del pecho de Berruguete.
Cuando la comisión internacional regresó de su inspección matutina de los documentos en Grushtshenki y fue al comedor de oficiales de Krasny Bor a almorzar, busqué al profesor Buhtz.
Inés, que entró en el comedor con él, hizo caso omiso de mí como si hubiera sido invisible y siguió adelante.
Hice un gesto a Buhtz para que me siguiera.
—Seguro que ya se ha enterado de lo que ocurrió anoche. La desgraciada muerte del doctor Berruguete.
—Sí —respondió Buhtz—. El teniente Sloventzik me ha puesto al corriente de eso y de la necesidad fundamental de guardar discreción. ¿Qué ocurrió exactamente? Lo único que me ha dicho Sloventzik es que encontraron a Berruguete asesinado en el bosque.
—Le dispararon en el bosque con una Mauser C96 —expliqué—. Lo sé porque encontraron el arma en el suelo, no muy lejos del cadáver.
—Una pistola de palo de escoba, ¿eh? Un arma estupenda. No sé por qué dejamos de usarlas. Tienen un magnífico poder de parada.
—Pero, lo más importante, ¿cómo estaban nuestros invitados? ¿Se han tragado la historia de que Berruguete se vio obligado a regresar a España de repente?
—Sí, eso creo. Ninguno lo ha comentado, aunque el profesor Naville ha dicho que se alegraba de perderlo de vista. No se tenían mucho aprecio, eso seguro. Teniendo en cuenta las circunstancias, ha sido una mañana muy satisfactoria. La exhibición de documentos polacos recuperados de la Fosa Número Uno ha sido de lo más efectiva. Y convincente. El hedor, o más bien su ausencia en Grushtshenki, nos ha permitido tomarnos nuestro tiempo con los documentos. Leerlos en el bosque de Katyn habría sido difícil, creo yo. La inspección de las fosas y las autopsias son un calvario que aún está por llegar, claro. François Naville es tal vez el mejor de los expertos, el que hace las preguntas más perspicaces, sobre todo teniendo en cuenta que detesta a los nazis a más no poder. Supongo que por eso ha rechazado cualquier clase de pago de Berlín, a diferencia de algunos otros. Varios tienen principios menos firmes que Naville, lo que da a la opinión del suizo un valor especial, por supuesto. Habla bien ruso, cosa que resulta útil porque tiene intención de entrevistar a varios vecinos en persona, los mismos a los que tomó declaración el juez Conrad. Y es bastante explícito en lo que respecta a sus opiniones sobre la política y los derechos humanos. Esta mañana me ha dicho terminantemente lo que piensa de «Herr Hitler» y su política en lo tocante a los judíos. No he sabido qué contestar. Sí, nuestro profesor François Neville está resultando ser un tipo de lo más incómodo.
—Cabe la posibilidad de que la muerte del doctor Berruguete esté vinculada de alguna manera con la del operador de telecomunicaciones Martin Quidde —le dije—. ¿Recuerda? Fue a principios de abril. Usted determinó por medio de las pruebas de balística que llevó a cabo que no fue un suicidio sino un asesinato.
—Sí, así es. A Quidde le dispararon con una Walther que no era la que se encontró en su mano. Una pistola de policía, sospecho. De algún estúpido que supuso que simplemente aceptaríamos la explicación más obvia.
Asentí, haciendo, a mi juicio, una muy buena imitación de alguien que era inocente por completo de esa estupidez de crimen.
—Y usted me dio hasta finales de mes para encontrar al asesino antes de informar a la Gestapo. A fin de evitar cualquier represalia innecesaria contra la población local.
—Una actitud encomiable por su parte. —Buhtz asintió—. No lo había olvidado. Pero me preguntaba si ha logrado encontrarlo.
—Esta es una de las balas que mataron a Berruguete —dije, a la vez que le entregaba la bala usada y el casquillo—. Su encantadora ayudante, la doctora Kramsta, la ha extraído de su pecho a primera hora de esta mañana cuando le ha hecho la autopsia.
—Buena chica, Inés Kramsta. Una patóloga de primer orden.
—El casquillo lo he encontrado después, registrando el área. —Hice una pausa y luego añadí—. Sí, es una buena chica.
—Aunque no tuvo mucha suerte. Su hermano murió en España. Y sus padres fallecieron en un bombardeo hace apenas un año.
—No lo sabía.
Buhtz miró el metal en la palma de su mano y asintió.
—Nueve milímetros, según parece. Pero a Quidde le dispararon con una Walther. No una Mauser. Una PPK.
—Sí, lo sé. Mire, señor, tengo que averiguar algo más que solo puede enseñarme el autor de Rastros de metal en heridas de bala.
—Naturalmente. Estoy a su servicio.
—Anoche se hicieron tres disparos en Krasny Bor. Dos contra Berruguete y un tercero contra otra persona.
—No oí nada —reconoció el profesor—. Aunque es verdad que anoche me tomé más de un schnapps. Y he observado que los árboles y la tierra amortiguan en cierta medida el sonido por aquí. Es un fenómeno evidente. La NKVD eligió un buen lugar para asesinar a esos polacos.
—Sé que fueron tres disparos —continué— porque el tercero lo hicieron contra mí.
—¿De veras? ¿Cómo lo sabe?
—Porque afortunadamente falló y alcanzó un árbol del que he extraído esto hace unos minutos. —Le entregué la bala y el segundo casquillo de latón.
Buhtz sonrió con un entusiasmo casi juvenil.
—Esto empieza a ponerse interesante —dijo—, ya que está claro que el tercer disparo que describe no lo efectuaron con una nueve milímetros roja sino con un rifle.
Asentí.
—Necesita averiguar algo más sobre ese rifle —comentó.
—Cualquier cosa que me pueda decir será de utilidad.
Buhtz miró las balas que tenía en la mano y luego desvió la vista hacia la otra punta de la sala, donde los miembros de la comisión estaban tomando asiento a las diversas mesas y leyendo los menús con placer más que evidente: para la mayoría de los científicos forenses que habían venido a Smolensk el comedor de oficiales de Krasny Bor ofrecía las mejores comidas que habían probado en mucho tiempo.
—Bueno, ahora que lo menciona, preferiría escaparme de esos tipos un ratito. Además, hay otra vez pastel de lamprea. Nunca me ha gustado mucho la lamprea, ¿y a usted? Son bichos asquerosos. Qué boca tan peculiar tienen esas criaturas, con esos dientes en espiral… Es horrible. Sí, ¿por qué no, capitán? Vamos a mi cabaña a echar un vistazo más de cerca a lo que ha encontrado.
En su ordenada cabañita, Buhtz se quitó el cinturón militar, se desabrochó el botón de arriba de la guerrera, tomó asiento, cogió una lupa de la mesa, encendió la lámpara del escritorio y escudriñó la base del casquillo de rifle que había encontrado yo cerca del culatín abandonado de la Mauser.
—A primera vista —comenzó—, yo diría que este proyectil fue disparado por un M98 estándar de la infantería. Es una bala de ocho milímetros bastante común al parecer. Salvo por una cosa. El M98 utiliza un cartucho sin reborde, y este lo tiene, lo que me lleva a pensar en un rifle distinto y a suponer que los cartuchos estaban cargados con algo un tanto diferente: algo un poco más pesado y más apropiado para la caza mayor. Una bala de rifle Brenneke, tal vez. Sí. ¿Por qué no?
Cogió la bala y la colocó bajo la lente de su microscopio, donde pasó varios minutos observándola.
—Ya me parecía a mí —murmuró al cabo—. Una TUG. Una bala con deformación de cola de torpedo y un núcleo duro para piezas grandes, como los ciervos. Perfeccionada en 1935. Eso es lo que tiene entre manos. —Levantó la vista y sonrió—. Es afortunado de estar aquí, ¿sabe? Le dispararon con un rifle de caza bastante bueno. Si le hubiera alcanzado esto, Gunther, le faltaría buena parte de la cabeza. Cuando disponga de más tiempo probablemente pueda decirle de qué metal es. Tal vez algo más incluso, como de dónde procede la munición.
—Ya me ha dicho suficiente —le agradecí, preguntándome cómo sabría que el tirador me había apuntado a la cabeza, aunque tal vez no fuera más que una suposición razonable—. Pero ¿qué clase de rifle de caza?
—Ah, bueno, Mauser lleva cincuenta años fabricando excelentes rifles de caza. Yo diría que un Mauser 1898. Pero teniendo en cuenta que casi me equivoco con la bala, podría llegar a precisar que un Mauser Oberndorf Modelo B o un Safari. —Buhtz frunció el entrecejo—. Ahora que lo pienso, ya sabe quién tiene un par de esos, ¿verdad? Aquí. En Krasny Bor.
—Sí —respondí en tono grave—. Yo había pensado lo mismo.
—Un asunto delicado.
Encendí un cigarrillo.
—Mire, detesto tener que volver a pedírselo, señor, pero ¿le importaría mantener esto en secreto por el momento? El mariscal de campo ya me tiene inquina. Su Putzer se emborrachó anoche y empezó a amenazar a la gente con un arma, así que tuve que atizarle un porrazo en la cabeza.
—Sí, me he enterado por Voss esta mañana. No es propio de Dyakov. Una vez que se le llega a conocer, Dyakov no es tan mal tipo. Para ser un Iván.
—No le voy a caer mejor al mariscal de campo si corre por el campamento que creemos que uno de sus rifles de caza preferidos pudo haberse utilizado para intentar asesinarme.
—Claro —dijo Buhtz—. Tiene mi palabra. Pero mire, tengo una gran deuda de gratitud con el mariscal de campo: le debo mi nombramiento. De no ser por él seguiría pudriéndome en Breslau, así que no me gustaría que corriera la voz de que fui yo quien llegó a la conclusión de que esta bala procedía de un rifle como el suyo.
Asentí.
—Yo desde luego no diré nada al respecto —le aseguré—. Por el momento.
—Pero no creerá en serio, ni por un instante, que fue Günther von Kluge quien intentó matarle, ¿verdad? —preguntó—. ¿Lo cree?
—No —contesté—. Creo que si el mariscal de campo quisiera de verdad verme muerto encontraría un modo mucho mejor de conseguirlo que pegarme un tiro él mismo.
—Sí. Lo haría. —Buhtz me ofreció una sonrisa sombría—. Aunque también podría quedarse usted aquí sin más. Si espera en Smolensk el tiempo suficiente los rusos se le echarán encima.
Me salté la comida. Después de ver la autopsia de Berruguete no tenía mucha hambre. Lo único que quería ingerir estaba en la botella de schnapps en la mesa del comedor, pero eso hubiera supuesto soportar la pétrea indiferencia de Inés Kramsta por mi existencia. Eso me dolía más de lo que debería. Así que volví al coche pensando que regresaría al castillo y enviaría un mensaje al ministerio, diciéndoles que los miembros de la comisión ya se habían olvidado de Berruguete y que su trabajo seguía adelante tal como se esperaba. A veces resulta útil tener obligaciones en las que refugiarse.
Salí por la verja y fui hacia el este por la carretera de Smolensk. A mitad de camino volví a ver a Peshkov, su abrigo aleteando por efecto del viento cada vez más fuerte. No me detuve para ofrecerme a llevarle. No estaba de ánimo para llevar al doble de Hitler a ninguna parte. Tampoco fui al castillo. En lugar de ello seguí adelante. Supongo que se podría decir que andaba distraído, aunque eso hubiera sido quedarse corto. Tenía la clara sensación de haber perdido mucho más que la estima de una mujer preciosa. La sensación de que al perder la buena opinión que Inés tenía de mí también había perdido la opinión ligeramente mejor que me había formado de mí mismo. Pero su buena opinión era más importante, por no hablar de su olor, su tacto y el sonido de su voz.
Tenía la idea difusa de ir al mercado Zadneprovski, en la plaza Bazarnaya, y comprar otra botella, como la chekuschka que el doctor Batov compró para los dos, aunque hubiera quedado igual de satisfecho con el brewski más letal sobre el que me previno. Es posible que incluso más satisfecho: un olvido absoluto y duradero me parecía una perspectiva estupenda. Pero a unas manzanas del mercado la policía militar había cerrado la Schlachthofstrasse al tráfico —una alerta de seguridad, dijeron; un presunto terrorista que se había escondido en el cobertizo del ferrocarril cerca de la estación principal—, así que di media vuelta, conduje un trecho hacia el oeste, detuve el coche y me quedé allí sentado, fumando otro cigarrillo, hasta que me di cuenta de que estaba justo delante del hotel Glinka. Y un rato después entré, porque sabía que allí siempre tenían vodka y a veces incluso schnapps y muchos otros medios para distraer a un hombre de sus preocupaciones.
Sin portero desde que se fueran de Smolensk los hermanos Rudakov, la dueña del Glinka estaba ahora a cargo de la entrada del templo y de las chicas de su interior. Era poco menos que una babushka con una peluca bastante obvia provista de tirabuzones de estilo versallesco. Con ranuras entre los dientes, los labios demasiado pintados y una bata negra barata, tenía el semblante y el falso aire recatado de una lechera corrupta y poseía la codicia de una zorra hambrienta, pero hablaba alemán bastante bien. Me dijo que aún no habían abierto, pero me dejó pasar igualmente al ver mi dinero.
El establecimiento estaba decorado como el local El Ángel Azul de la película del mismo título, con muchos espejos altos, caoba astillada y un pequeño escenario donde una chica con gafas, tocada únicamente con un Stahlhelm, estaba sentada encima de un barril de cerveza, interpretando a trancas y barrancas una melodía con un acordeón que cubría su desnudez más que evidente, o al menos la mayor parte. No reconocí la canción, pero vi que tenía las piernas bonitas. Encima de la chimenea había un retrato grande de Glinka tendido en un sofá con un lápiz en la mano y una partitura en el regazo. A juzgar por la expresión lúgubre y dolorida de su rostro supuse que había decepcionado a una mujer a la que apreciaba y ella le había dicho que todo había terminado entre ellos. O eso o era la manera en que destrozaban su música con el acordeón.
La dueña me llevó a una habitación con techo alto, vistas a la calle y una cama de olor horrendo con la cabecera tapizada en verde y una tacita de estaño para las propinas. Había una alfombra verde en el suelo de madera, sábanas rosas en la cama y papel pintado de color chocolate que casi se caía de las paredes. La araña de luces del techo era de cristal como de azúcar cande y le faltaba un fragmento, como si alguien hubiera probado a darle un mordisco. El cuarto era todo lo deprimente que debía ser. Le di a la madama un puñado de marcos de la ocupación y le dije que me enviara una botella, algo de compañía y unas gafas de sol. Luego me quité la guerrera y puse el único disco del gramófono: Evelyn Künneke, una intérprete popular en la zona gracias a todos los conciertos que daba en el frente oriental para los soldados. Apoyé la cara en el cristal mugriento de la ventana y contemplé el exterior. Una mitad de mí se preguntó qué estaba haciendo allí, pero no era la mitad a la que escuchaba en esos momentos, así que me desaté los zapatos, me tumbé y encendí un cigarrillo.
Unos minutos después llegaron tres chicas polacas con vodka, se desnudaron —sin que se lo pidiera— y se tendieron a mi lado en la cama. Dos se acostaron junto a mí como un par de armas de cinto; la tercera se colocó entre mis piernas con la cabeza sobre mi estómago. Se llamaba Pauline, creo. Tenía el cuerpo bonito, igual que las otras, pero yo no hice gran cosa y ellas tampoco. Me acariciaron el pelo, compartieron mi tabaco y me vieron beber —demasiado— y despreciarme en líneas generales. Un rato después una de ellas —Pauline— intentó desabrocharme la bragueta pero le aparté la mano. Tenía consuelo suficiente con su desnudez ociosa, que era natural y parecida a uno de esos antiguos cuadros de alguna escena artificial que remitía a la poesía pastoral o algún episodio estúpido de la mitología, tal como hacen a veces los cuadros antiguos. Además, si se bebe lo suficiente el único deseo que se despierta es el de dormir, y se mitiga cualquier pensamiento que podría impedirlo. A eso aspiraba, por lo menos. Creyendo que me las estaba dando de tímido, Pauline rio e intentó abrirme la bragueta de nuevo, de modo que le sujeté la mano y le dije en mi ruso vacilante —por un momento olvidé que era polaca y que hablaba alemán— que con su compañía y la de sus amigas tenía más que suficiente.
—¿Qué haces aquí, en Smolensk? —preguntó cuando se dio cuenta de que mi negativa iba en serio.
—Oprimir a los rusos —le dije—. Tomar lo que no pertenece a Alemania. Cometer un crimen de proporciones realmente históricas. Matar judíos a escala industrial. Eso es lo que estamos haciendo aquí, en Smolensk. Por no hablar de otros muchos sitios.
—Sí, pero tú en concreto, ¿qué haces? ¿A qué te dedicas?
—Investigo la muerte de cuatro mil compatriotas tuyos —le dije—. Oficiales polacos capturados por los rusos de resultas de una taimada alianza entre Alemania y Rusia, y luego asesinados en el bosque de Katyn. Abatidos uno tras otro y amontonados en una fosa común, unos encima de otros, como sardinas. No, como sardinas no. Más bien como una lasaña horrenda, con capas y capas de pasta y algo más oscuro y viscoso entre medio. A veces me asalta la pesadilla de que formo parte de esa lasaña. De que estoy tendido en una charca de grasa entre dos estratos humanos en descomposición.
Guardaron silencio un momento y luego habló Pauline.
—Eso hemos oído —dijo—. Que había miles de muertos. Algunos soldados que vienen aquí dicen que todo ese sitio huele que apesta.
—Pero ¿es verdad? —preguntó otra—. Solo oímos un montón de rumores sobre lo que está pasando en el bosque de Katyn y es difícil saber qué creer. Los soldados son unos embusteros. Siempre intentan asustarnos.
—Es cierto —dije—. Con la mano en el corazón. Por una vez los alemanes no mienten. Los rusos asesinaron aquí a cuatro mil oficiales polacos en la primavera de 1940. Y a muchos otros en varios lugares más que aún ignoramos. Tal vez hasta quince mil o veinte mil hombres. El tiempo lo dirá. Pero ahora mismo mi gobierno espera contárselo al mundo entero antes que nadie.
—Mi hermano mayor estaba en el ejército polaco —dijo Pauline—. No lo veo desde septiembre de 1939. Ni siquiera sé si está vivo o muerto. Por lo que sé, podría ser uno de esos hombres del bosque.
Me incorporé y tomé su cara entre las manos.
—¿Era oficial? —pregunté.
—No. Era sargento. En un regimiento de ulanos. El Décimo Octavo de Lanceros. Tendrías que haberlo visto montado en su caballo. Estaba guapísimo.
—Entonces dudo mucho que sea uno de ellos.
Era una mentira, aunque sin malicia; a esas alturas sabíamos que hasta tres mil de los cadáveres encontrados en las fosas comunes de Katyn pertenecían a suboficiales polacos, pero no me pareció conveniente decírselo, no mientras estaba tendida a mi lado. Tres mil suboficiales me parecían muchos, tal vez todos los que había en el ejército polaco. No era que pensara que se levantaría y se iría. Sencillamente no me quedaban agallas para la verdad. Y, después de todo, ¿qué suponía una mentira más ahora, cuando se habían dicho y se dirían tantas otras sobre lo que de verdad había ocurrido en el bosque de Katyn?
—Y desde luego no hemos encontrado ningún caballo —añadí a modo de corroboración.
Pauline dejó escapar un suspiro y volvió a apoyar la cabeza en mi estómago. El peso de su cabeza me resultó casi excesivo.
—Bueno, qué alivio —dijo—. Saber que no es uno de ellos… No me gustaría imaginarlo allí tirado mientras yo estoy tumbada aquí.
—No, desde luego —convine en voz baja.
—Pero sería irónico, ¿no crees, Pauline? —comentó una de las otras a mi lado—. Los dos a ochocientos kilómetros de casa, en un país extranjero, tumbados boca arriba, todo el día y toda la noche.
Pauline fulminó a su amiga con la mirada.
—El caso es que no te pareces a los demás alemanes —continuó, cambiando de tema.
—No, te equivocas de medio a medio —insistí—. Soy igual que ellos. Soy exactamente igual de malo. Y no cometas nunca el error de pensar que alguno de nosotros es decente. No valemos un carajo. Ninguno de nosotros vale un carajo. Te lo aseguro.
Pauline rio.
—¿Por qué no dejas que te ayude a olvidar todo eso?
—No, préstame atención, es verdad. Además tú sabes que es verdad. Has visto cadáveres colgados en las esquinas como ejemplo para la población local.
Bebí un poco más e intenté echarle el lazo a una idea extraviada que me rondaba la cabeza como un caballo desbocado. Esa imagen, y la de seis rusos colgados con la soga de la Gestapo, me venían a la mente a menudo. No sabía por qué. Tal vez fuera la cuerda guardada en el bolsillo de la guerrera que había desatado del árbol del tirador en Krasny Bor. Y la certeza de que desde entonces había visto algo importante que atañía a eso.
Bebí más y nos quedamos tumbados en la cama y alguien volvió a poner el único disco alemán y me sumí en un terrible ensueño alegórico mezcla de poesía, música, patología forense y polacos muertos. Siempre había polacos muertos y yo era uno de ellos, tendido rígido en la tierra con dos cadáveres a mi lado y uno encima de mí, de manera que no podía mover los brazos ni las piernas; y luego la excavadora se ponía en marcha y empezaba a llenar la fosa con toneladas de tierra y arena, y los árboles y el cielo iban desapareciendo poco a poco, y todo era oscuridad sofocante, sin fin. Amén.