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Miércoles, 28 de abril de 1943

Tenía que reconocérselo a Goebbels: el ministro había escogido con sumo cuidado a su oficial de relaciones públicas en Katyn. El teniente Gregor Sloventzik ni siquiera era miembro del Partido. Además parecía dársele muy bien lo que hacía. Era un auténtico Edward Bernays, un publicista ducho como el que más en la ciencia de la propaganda estrepitosa. Creo que no había conocido nadie a quien se le diera mejor manejar a la gente: a todos, desde el mariscal de campo hasta Borís Vasilevski, el vicealcalde de Smolensk.

Sloventzik era un oficial del ejército en la reserva que había trabajado como periodista en el Wiener Zeitung antes de la guerra, que era como había entrado en contacto con los miembros del ministerio. Se decía que tanto el primer secretario de Asuntos Exteriores, Otto Dietrich, como Arthur Seyss-Inquart, el Reichskommissar para los Países Bajos Ocupados, nacido en Austria, eran amigos íntimos suyos. Zalamero y bien parecido, Sloventzik tenía poco más de cuarenta años, sonrisa fácil y modales impecables. Era alto, con el pelo más bien largo y cara de halcón, y con su piel atezada no presentaba la imagen del típico nazi que tuviera nadie. Lucía el uniforme de teniente del ejército, hecho a medida, como si hubiera sido el de coronel, y bajo el brazo siempre llevaba una carpeta de anillas de gran tamaño que contenía hojas con datos y cifras claves sobre lo que se había averiguado respecto de los cadáveres de la fosa común en el bosque de Katyn. Su eficiencia y sus aptitudes diplomáticas solo se veían superadas por su gran facilidad para los idiomas; pero su capacidad para la diplomacia se vino abajo cuando, apenas unas horas antes de la llegada de los representantes de la comisión internacional, la Cruz Roja polaca decidió que Sloventzik había insultado gravemente a la nación polaca en pleno, y por tanto ahora estaban sopesando la posibilidad de regresar de inmediato a Polonia.

El conde Casimir Skarzynski, secretario general de la Cruz Roja polaca, a quien yo había llegado a conocer bien —sin llegar al extremo de decir que trabamos amistad, exactamente— y el archidiácono Jasinski vinieron a mi cabaña de Krasny Bor, donde, para irritación del mariscal de campo Von Kluge, se alojaban, y expusieron el problema.

—En realidad no sé quién ni qué es usted, Herr Gunther —dijo el conde, escogiendo con cuidado sus palabras—. Y lo cierto es que no me importa. Pero…

—Ya se lo dije, señor. Soy de la Oficina de Crímenes de Guerra, en Berlín. Antes de la guerra era un humilde policía, detective de homicidios. En otros tiempos había leyes contra esa clase de cosas, ya sabe. Cuando una persona mataba a otra, la metíamos en la cárcel. Naturalmente, eso era antes de la guerra. Sea como sea, hasta que llegaron ustedes, el juez Conrad y yo éramos, por invitación de la Wehrmacht, los oficiales a cargo de la investigación aquí, en Katyn.

Asintió.

—Sí. Eso dice usted.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué no me dice de qué modo ha insultado el teniente Sloventzik a su nación y veré qué puedo hacer para rectificarlo?

El conde se quitó el sombrero hongo marrón que llevaba y se pasó la mano por la frente despejada. Era un hombre muy alto, distinguido y canoso, de unos sesenta años, y llevaba un terno de tweed que parecía demasiado abrigado para que le resultara cómodo. Cualquiera hubiera dicho que la víspera hacía tanto frío que no se podía estar en Smolensk.

El archidiácono, al que el conde le sacaba más de una cabeza, lucía traje negro y birrete. Se quitó las gafas y negó con la cabeza, que más parecía una calavera.

—No sé si algo así se puede arreglar —dijo—. Sloventzik se muestra extraordinariamente obstinado en dos cuestiones.

—No parece propio de él en absoluto —repuse—. Siempre es razonable hasta decir basta.

El conde dejó escapar un suspiro.

—Esta vez no —aseguró.

—Sloventzik nos ha informado una y otra vez de que en nuestro informe tiene que figurar la cifra de doce mil cadáveres en el bosque de Katyn —dijo el archidiácono—. Es la cifra que da el Ministerio de Propaganda alemán en sus emisiones radiofónicas. Nuestra información, en cambio, proveniente del gobierno polaco en Londres, sugiere una cifra que no llega ni a la mitad. Pero Sloventzik se muestra inflexible al respecto y ha sugerido que, si difiere respecto de las cifras de su propio gobierno, eso podría costarle la cabeza. Me temo que eso ha llevado a varios miembros de nuestro grupo a plantear preguntas sobre nuestra seguridad.

—El caso es que uno o dos miembros de la Cruz Roja polaca —añadió el conde— tienen amigos o parientes que han salido malparados por culpa de la Gestapo, o que incluso fueron decapitados en cárceles de Varsovia y Cracovia.

—Ya veo a qué se refiere —dije—. Mire, estoy seguro de que esto se puede solucionar, caballeros. Hablaré con Berlín y me ocuparé de que se aclare el asunto hoy mismo. Mientras tanto, les aseguro que respecto a la seguridad de todos los miembros de la Cruz Roja polaca no hay absolutamente ningún motivo de preocupación. Y les presento mis disculpas por cualquier motivo de alarma que hayan apreciado hoy aquí. Me atrevería a decir que el teniente Sloventzik ha estado afanándose en los preparativos de cara a la llegada de la comisión internacional de modo que todo vaya bien. Verán que su única preocupación ha sido garantizar que este crimen atroz se investigue como es debido. Con toda sinceridad, caballeros, creo que el teniente ha estado trabajando demasiado. Yo también.

—Sí, es posible —reconoció el conde—. Es de lo más diligente en muchos aspectos. Hay, no obstante, otra cuestión, y es el asunto de los Volksdeutsche. Los polacos nacidos en Polonia que tienen el alemán y no el polaco como primera lengua. Los polacos que antes de la Gran Guerra eran prusianos orientales. Alemanes étnicos.

—Sí, ya sé lo que son —dije pacientemente—. Pero ¿qué tiene que ver esto con los alemanes étnicos?

—Muchos de los cadáveres hallados hasta el momento eran oficiales polacos de origen alemán —explicó el conde.

—Miren, lo siento, caballeros —repuse—, pero esos oficiales están muertos, y no veo que ahora importe gran cosa de dónde eran si fueron masacrados por los rusos.

—Sí que importa —insistió el archidiácono con rigidez—, porque Sloventzik ha ordenado que se separe a los oficiales polacos de origen Volksdeutsche de los que no lo son. El teniente propone que los alemanes de etnia silesia sean enterrados por separado. Es casi como si el resto de los polacos tuvieran de ser tratados como ciudadanos de segunda clase por ser de etnia eslava.

—A los eslavos exhumados no se les van a asignar ataúdes —dijo el conde.

—Bueno, él no es más que un teniente. Como oficial superior puedo revocar esa orden con facilidad. Yo le digo que haga algo y él saluda y responde: «Sí, señor».

—Sería lo más razonable —dijo el conde—. Sobre todo en un ejército alemán que se enorgullece de obedecer órdenes. No obstante, creemos que Sloventzik actúa así a instancias del mariscal de campo Von Kluge, quien, como seguro que ya sabe usted, es alemán silesio, de Posen. Y no tiene ningún aprecio por las personas de etnia polaca como nosotros.

Eso resultaba más peliagudo; no solo Von Kluge era alemán silesio —como el difunto Paul von Hindenburg—, sino también el coronel Von Gersdorff y, que yo supiera, varios oficiales de alto rango del Grupo de Ejércitos del Centro, muchos de ellos orgullosos aristócratas prusianos que habían escapado por los pelos de ser polacos gracias al Tratado de Versalles.

—Ya veo a qué se refieren. —Les ofrecí un cigarrillo por barba que, siendo como era tabaco de su país, los dos polacos aceptaron agradecidos—. Y tienen ustedes toda la razón. Sí que parece que el mariscal de campo está detrás de esto. Creo que su sentido del honor y el orgullo no se han podido recuperar desde la Guerra de los Siete Años. Aun así, puedo prometerles, caballeros, que este asunto lo están siguiendo en Berlín en los niveles más altos. Fue el mismísimo doctor Goebbels quien insistió en que se les permita controlar la investigación aquí, en Katyn. Me ha dicho que no se haga nada que interfiera con su papel preeminente en este asunto. Mis órdenes dejan bien claro que las autoridades militares en Smolensk tienen que ayudar en todo lo posible a la Cruz Roja polaca. —Sonreí para mis adentros y me llevé una mano a la boca como si se me fuera a escapar un eructo después de tragarme semejante montón de mentiras atroces. No solo las mentiras de Goebbels, sino las mentiras que yo mismo había contado—. No obstante, es posible que esas órdenes tengan que hacerse oír de nuevo, en ciertos círculos. Puedo ponerlas por escrito en la carpeta de anillas del teniente, si así lo desean. Solo para tener la seguridad de que las recuerde.

—Gracias —dijo el archidiácono Jasinski—. Ha sido usted muy amable.

Supuse que él era el miembro de la Cruz Roja polaca que más tenía que temer de los nazis. Según me había contado Freiherr von Gersdorff, cuando Jasinski era obispo de Lodz, lo sometieron a un estricto arresto domiciliario. El gobernador del distrito de Kalisz-Lodz, un tal Friedrich Übelhör, le obligó a barrer la plaza de la catedral, mientras que a su obispo auxiliar, monseñor Tomczak, lo enviaron a un campo de concentración tras propinarle una brutal paliza. Algo así pone a prueba la fe de un hombre no solo en sus congéneres sino también en Dios. Había visto al archidiácono persignarse al borde de la Fosa Número Uno. Lo había hecho con tal presteza que me pregunté si querría recordarse aquello en lo que creía, aunque sus propios ojos le ofrecían pruebas de que Dios no estaba presente en el bosque de Katyn, y probablemente tampoco en ninguna otra parte. Incluso la catedral parecía más bien un museo.

Sonreí.

—No me lo agradezca todavía, archidiácono. Deme tiempo. La historia nos enseña que siempre cabe confiar en que mis superiores me tengan entretenido acumulando una decepción tras otra.

—Una cosa más —dijo el conde.

—Dos —añadió el archidiácono—. La Szkola Podchorąžych.

—Por favor. —Eché un vistazo a mi reloj—. Me parece que estoy alcanzando el límite de mi eficacia.

—La carpeta de anillas del teniente contiene otros errores sobre los que hemos intentado llamar su atención —continuó el conde—. Dice que los árboles sobre la fosa tienen cuatro años de antigüedad, lo que supondría que los plantaron en 1939, un año antes de…

—Creo que todos recordamos lo que ocurrió en 1939 —señalé.

—Y dice que las charreteras de algunas víctimas llevan las iniciales «J. P.» cuando en realidad son «S. P.», que corresponden a la Academia Polaca de Oficiales Cadetes.

—Si me perdona, conde, tengo que ir al aeropuerto y encargarme de recibir a los distinguidos representantes médicos de doce países, por no hablar de los periodistas y otros oficiales de la Cruz Roja.

—Claro —dijo el conde.

—Pero pierdan cuidado, caballeros, prometo hablar con Berlín hoy mismo sobre esos otros dos asuntos que hemos abordado. Así estaré entretenido.

Buhtz, Inés, Sloventzik y yo fuimos en autobús a recoger a los expertos y sus ayudantes al aeropuerto. El autobús me provocaba una sensación extraña. Suministrado por las SS, tenía ventanillas nuevas y el suelo bajo la moqueta era de acero bien grueso; debajo del capó había un motor Saurer, pero estaba equipado con un curioso generador de gas que funcionaba con leña —se seguía oliendo a monóxido de carbono mucho después de que el trasto hubiera desaparecido— porque, según el chófer, la gasolina escaseaba y todo aquello de lo que podíamos prescindir se enviaba directamente al norte para abastecer al Noveno Ejército. Eso era cierto, bien lo sabía, pero aun así, el autobús me provocaba una sensación extraña.

Inés me dijo que estaba muy emocionada porque la comisión internacional incluía la totalidad de los nombres más distinguidos en el campo de la medicina forense al margen de Gran Bretaña y Estados Unidos, y que esperaba aprender mucho de esos hombres durante los tres días que iban a estar en Smolensk. Estaba tan ilusionada como una niña a punto de conocer a sus estrellas de cine preferidas. El profesor Naville de Ginebra y el profesor Cortés de Madrid eran, a su juicio, especialmente eminentes en su campo; el resto eran de lugares como Bélgica, Bulgaria, Dinamarca, Finlandia, Croacia, Italia, Países Bajos, Bohemia, Moravia, Rumanía, Eslovaquia, Hungría y Francia. Buhtz e Inés, que no formaban parte, de manera oficial, de la comisión internacional, iban a mostrar a los expertos las pruebas que habían recogido de los novecientos ocho cadáveres exhumados hasta la fecha; pero el informe de la comisión, tan sumamente importante, debía hacerse sin la participación alemana. El papel de maestro de ceremonias le venía a Buhtz que ni pintado. Pero estaba cansado. Desde principios de abril había llevado a cabo más análisis post mortem que un adivino etrusco e identificado a casi setecientos hombres. Inés había llevado a cabo varias docenas de autopsias, y cuando todo tocara a su fin, yo me preguntaba qué haría con mis propias entrañas.

Dicho sea en honor a la verdad, ninguno de los grandes expertos era muy atractivo a la vista. En su mayoría era un grupo de caballeros entrados en años que fumaban en pipa y llevaban gabardinas con maletines baqueteados y sombreros de fieltro también baqueteados. Ninguno de ellos tenía un aspecto ni remotamente acorde con lo que significaba realmente todo ese asunto: un montón de dinero y una gran cantidad de problemas. Y tal vez no fuera tanto una auténtica comisión internacional de investigación cuanto una juerga de patólogos. De lo que en realidad se trataba —si alguien se hubiera detenido a escuchar aquella opereta disimulada compuesta por los nazis— era del mayor despliegue propagandístico soñado por el doctor Goebbels; con un poquito de ayuda mía, claro. Tenía mis propias razones para ello y, si todo salía bien, entonces tal vez habría logrado algo importante.

Cuando aterrizó el avión y Sloventzik hizo el recuento de los expertos en la lista que llevaba en una tablilla con sujetapapeles, comprobamos que en el último momento el profesor Cortés, de España, había decidido no venir y el doctor Agapito Girauta Berruguete, profesor de Anatomía Patológica en la Universidad de Madrid, había ocupado su lugar.

Por lo visto la noticia afectó a Inés, que guardó silencio todo el trayecto del aeropuerto a Krasny Bor. Le pregunté al respecto pero me ofreció una sonrisita triste y dijo que no pasaba nada de esa manera que daba a entender que el asunto revestía más importancia de la que estaba dispuesta a reconocer, tal como a veces hacen las mujeres. Es eso lo que las hace misteriosas para los hombres y, en ocasiones, también exasperantes. Pero siempre tienen sus secretos, y de nada sirve reconcomerse por ello como un perro con los dientes clavados en un trozo de tela vieja. Lo mejor que se puede hacer cuando ocurre es dejarlo correr.

Después de dejar a los expertos en Krasny Bor para que se acomodasen, conduje el breve trecho de regreso al castillo para enviar un telegrama al ministerio y pedirles que revocasen cualquier orden local respecto de un entierro por separado de los oficiales polacos Volksdeutsche y corrigieran la cifra oficial de muertos en las retransmisiones. Lutz era el operador de guardia. Mientras esperaba respuesta de la Wilhelmstrasse, le ofrecí un pitillo y le pregunté qué sabía sobre la red de chicas de compañía que habían estado llevando Ribe y Quidde.

—Sabía que tenían montado algún tipo de chanchullo, pero no que se tratara de chicas —dijo—. Yo pensaba que eran excedentes del ejército, cosas así. Cigarrillos, sacarina, un poco de combustible.

—Por lo visto el capitán Hammerschmidt de la Gestapo era cliente habitual —señalé—. Lo que explicaría por qué se mostró tan reacio a investigar su informe inicial.

—Ya.

—También podría ser esa la razón de que los mataran —añadí—. Igual alguien pensó que no le estaban dando la tajada que merecía. —Negué la cabeza—. ¿Alguna idea?

—No —reconoció Lutz.

—¿A usted no le molestaba, por ejemplo, que lo estuvieran dejando al margen?

—No lo suficiente como para asesinarlos —contestó con tranquilidad—. Si eso es lo que quiere decir.

—Eso es lo que quiero decir.

Lutz se encogió de hombros y tal vez hubiera dicho algo de no ser porque el telégrafo entró en funcionamiento.

—Me parece que es su respuesta de Berlín —dijo, al tiempo que empezaba a descifrar el mensaje.

Cuando terminó, se volvió hacia la máquina de escribir.

—No es necesario que lo pase a máquina —le advertí—. Puedo leer lo que ha escrito en mayúsculas.

El mensaje era de Goebbels en persona, y decía:

ALTO SECRETO. EL INCIDENTE DE KATYN HA DADO UN GIRO SENSACIONAL. LOS SOVIÉTICOS HAN ROTO LAS RELACIONES DIPLOMÁTICAS CON LOS POLACOS DEBIDO A LA «ACTITUD DEL GOBIERNO POLACO EN EL EXILIO». REUTERS HA EMITIDO YA UNA CRÓNICA EN ESTE SENTIDO. AHORA LA OPINIÓN PÚBLICA ESTADOUNIDENSE ESTÁ DIVIDA. NO OBSTANTE, DE MOMENTO NO REVELO ESA INFORMACIÓN AQUÍ EN ALEMANIA. LOS POLACOS ESTÁN SIENDO ACUSADOS POR EL GOB. BRITÁNICO DE DEJARSE MANEJAR INGENUAMENTE POR NOSOTROS. AGUARDO NOVEDADES PARA VER QUÉ PUEDO HACER CON ESTA NOTICIA. REPRESENTA UNA VICTORIA DEL CIEN POR CIEN PARA LA PROPAGANDA ALEMANA. RARA VEZ EN ESTA GUERRA HA ALCANZADO LA PROPAGANDA ALEMANA SEMEJANTE ÉXITO. LE FELICITO A USTED Y A TODOS LOS IMPLICADOS EN EL BOSQUE DE KATYN. HE PEDIDO A KEITEL EN CALIDAD DE JEFE DEL OKW QUE ORDENE A VON KLUGE CEÑIRSE A LA PETICIÓN DE LA CRUZ ROJA POLACA EN LO QUE CONCIERNE A LOS ALEMANES ÉTNICOS. GOEBBELS.

—De acuerdo —le dije a Lutz—. Ahora ya puede mecanografiarlo con cuidado. Hay otras personas que tienen que verlo, incluidos los miembros de la Cruz Roja polaca.

Cuando Lutz hubo terminado de pasar a máquina el mensaje, lo doblé y lo metí con esmero en un sobre. Al salir del castillo me topé con Alok Dyakov. Como siempre, llevaba el Mauser Safari que le regaló el mariscal de campo. Nada más verme, se quitó la gorra con ademán respetuoso y sonrió, casi como si supiera que yo estaba al tanto de que había ido a ver a Marusya, una de las ayudantes de cocina del castillo con la que tenía una relación romántica.

—Capitán Gunther, señor —saludó—. ¿Qué tal está, señor? Me alegra verle de nuevo.

—Dyakov —respondí—, tenía intención de preguntarle una cosa. Cuando nos conocimos, el coronel Ahrens me dijo que a usted lo rescataron de un escuadrón de la muerte de la NKVD. ¿Es cierto?

—No era un escuadrón, señor. Era un solo oficial de la NKVD llamado Mijaíl Spiridonovich Krivyenko, con su chófer. Los soldados alemanes me encontraron esposado a su coche después de que lo matara, señor. Me llevaba a la cárcel de Smolensk, señor. O igual iba a ejecutarme. Lo golpeé y luego no pude encontrar la llave de las esposas. El teniente Voss me encontró sentado en la cuneta junto a su cadáver.

—Y la NKVD lo detuvo porque era maestro de alemán, ¿no?

—Sí, señor. —Le restó importancia con un gesto de hombros—. Así es. Hoy en día, si no trabajas para la NKVD y hablas alemán es como si fueras un quintacolumnista. No sé cómo escapó Peshkov de sus garras. Sea como sea, después de 1941, cuando Alemania atacó Rusia, me convertí en sospechoso para las autoridades. Es como si hubiera sido ruso-polaco.

—Sí, lo sé. —Le di un pitillo—. Dígame, ¿conocía a algún otro oficial de la NKVD en Smolensk?

—¿Aparte de Krivyenko, quiere decir? No, señor. —Negó con la cabeza—. Por lo general intentaba mantenerme alejado de ellos. Es fácil reconocerlos, señor. Los de la NKVD visten un uniforme muy característico. A veces oigo algún nombre. Pero, como le digo, me mantengo alejado de esos tipos. Es lo único sensato.

—¿Qué nombres oyó?

Dyakov se quedó pensativo un momento y luego se mostró afligido.

—Yezhov, señor. Yagoda. Eran nombres famosos en la NKVD. Todos oían sus nombres. Y Beria. Él por supuesto.

—Me refería a miembros de menor rango que esos nombres.

Dyakov negó con la cabeza.

—Hace ya tiempo, señor.

—¿Le suena de algo el nombre de Rudakov?

—Todo el mundo en Smolensk conoce ese nombre, señor. Pero ¿a qué Rudakov se refiere? El teniente Rudakov era jefe de la comisaría local de la NKVD, señor. Cuando resultó herido, su hermanastro Oleg regresó a Smolensk para cuidarlo. No sé desde dónde. Pero cuando los alemanes tomaron Smolensk se puso a trabajar de portero en el Glinka para quedarse cerca y tener vigilado a su hermano, señor. ¿Sabe lo que creo, señor? Creo que se enteró de que el doctor Batov le había dicho a usted lo que ocurrió aquí, en Katyn. Así que mató a Batov y se llevó a Arkadi a algún lugar seguro. Para protegerlo. Para protegerse ambos, creo yo.

—Es posible que tenga razón —reconocí.

Dyakov se encogió de hombros.

—En esta vida no siempre se puede ganar, señor.

Sonreí.

—No sé si alguna vez aprendí a ganar.

—¿Puedo ayudarle en algo más, señor? —preguntó Dyakov con afectación.

—No, creo que no.

—¿Sabe, señor? Ahora que lo pienso, hay alguien que podría tener información sobre Oleg Rudakov: Peshkov. Antes de empezar a hacer de intérprete en Krasny Bor, Peshkov traducía para las chicas del hotel Glinka. Para que la dueña pudiera decirles a los muchachos alemanes cuánto dinero y cuánto rato.

Los expertos de la comisión internacional fueron hospedados en una amplia cabaña en Krasny Bor que habían desalojado los oficiales alemanes, la mayoría de los cuales fueron a los grandes almacenes GUM en Smolensk. Esa noche, en ausencia de la mitad de su Estado Mayor, el mariscal de campo Von Kluge ofreció a los distinguidos profesores la hospitalidad de su comedor, cosa que no había hecho con los miembros de la Cruz Roja polaca. Quizá no fuera tan extraño: de los muchos países representados en la comisión internacional, cinco tenían relaciones amistosas con Alemania y dos eran neutrales. Además, al mariscal de campo le apetecía hablar en francés —cosa que hacía muy bien— con el profesor Speelers, de Gante, y el doctor Costedoat, de París. No diré que estábamos en alegre compañía. No, no habría dicho tal cosa. Para empezar, Inés se ausentó de la cena, cosa que, al menos para mí, fue como si alguien hubiera apagado de un soplo una vela de aroma maravilloso. Y tras la historia de Tanya acerca del río Západnaya Dviná, no tenía apenas estómago para más pastel de lamprea. Pero no tuve otra opción que tragarme una aburrida conversación con el juez Conrad, que había pasado buena parte del tiempo interrogando a reacios testigos rusos acerca de lo ocurrido en Katyn, que era lo último de lo que yo quería hablar.

Tras un coñac excelente y un cigarrillo de la caja plateada del propio mariscal, salí a dar un paseo por los terrenos de Krasny Bor. No había llegado muy lejos cuando me dio alcance el coronel Von Gersdorff.

—Qué noche tan bonita —comentó—. ¿Le importa si lo acompaño?

—Como usted quiera. Pero esta noche no soy muy buena compañía.

—Yo tampoco —dijo—. Me he saltado la cena. Por algún motivo no me apetecía compartir mesa con todos esos científicos forenses. El comedor se parecía un poco al acuario del zoo de Berlín, con tanto besugo en su pequeño espacio asignado. Esta tarde he estado hablando con uno: el profesor Berruguete, de España. Era como hablar con una especie muy desagradable de calamar. Así que he salido a dar una vuelta. Y ahora, aquí me lo encuentro.

Por mucho que lo intentara, era difícil imaginar al coronel blandiendo aquella bayoneta; un sable de duelista, tal vez, incluso la Mauser de palo de escoba, pero no una bayoneta. No parecía capaz de haberle cortado el cuello a nadie.

—¿De qué han hablado? —pregunté.

—¿Con el profesor? Tiene opiniones muy desagradables sobre la raza y la eugenesia. Por lo visto cree que los marxistas son degenerados y debilitarán nuestra raza alemana, si les dejamos seguir con vida. Dios mío, le juro que algunos fascistas españoles hacen que los nazis parezcan modelos de razón y tolerancia.

—¿Y qué cree usted, coronel, sobre los marxistas?

—Oh, venga ya, por el amor de Dios, no hablemos de política. Es posible que no me caigan bien los comunistas pero nunca los he considerado infrahumanos. Desencaminados, tal vez. Pero no degenerados ni corruptos desde el punto de vista racial, como cree él. Dios santo, Gunther, ¿por quién me toma?

—No es usted el necio que yo creía, eso seguro.

Von Gersdorff se echó a reír.

—Muchas gracias.

—Por cierto, ¿qué se sabe de Von Dohnanyi y Bonhoeffer?

—Están los dos en la prisión militar de Tegel, esperando el juicio. Pero hasta el momento hemos tenido mucha suerte. El fiscal militar nombrado para investigar su caso es Karl Sack, que es muy solidario con nuestra causa.

—Es una buena noticia.

—Entre tanto, escuchamos su grabación. El general Von Tresckow y yo. Y Von Schlabrendorff.

—No era mía —insistí—. La cinta era del cabo Quidde. Vamos a dejarlo bien claro, por si hay algún contratiempo. Resulta que yo no tengo ningún amigo que sea fiscal militar.

—Sí. De acuerdo. Lo entiendo. Pero en cualquier caso la grabación confirma lo que usted dijo de Von Kluge. Ya sabe que no lo creí cuando me lo contó usted, pero difícilmente podía pasar por alto la prueba de la grabación. Sea como sea, da un cariz nuevo por completo a nuestra conspiración aquí. Está muy claro que no podemos confiar en quienes creíamos que eran de confianza. Henning…, quiero decir Von Tresckow, está disgustado y furioso con el mariscal de campo. Son viejos amigos, después de todo. Al mismo tiempo, ahora parece ser que quizá Von Kluge no fue el primer Junker a quien sobornó Hitler. Ha habido otros, incluido, mucho me temo, Paul von Hindenburg. Podría ser incluso que en 1933 Hitler aceptara abandonar la investigación sobre la «Ayuda al Este» emprendida por el Reichstag a propósito de la malversación de subsidios parlamentarios por parte de terratenientes prusianos a cambio de la bendición del presidente para que accediera al cargo de canciller.

Asentí. No era sino lo que muchos como yo habíamos sospechado siempre: un pacto secreto entre los nazis y los aristócratas empobrecidos de Prusia Oriental que había permitido a los nazis hacerse con el control del gobierno alemán.

—Entonces lo más adecuado sería que fuera su clase social la que se librara de Hitler, teniendo en cuenta que fueron ustedes quienes nos lo endosaron.

Touché —convino Von Gersdorff—. Pero, oiga, no puede decir que no lo hayamos intentado.

—Nadie puede decir que no lo haya intentado usted —reconocí—. Pero no estoy tan seguro de los demás.

Un tanto avergonzado, Von Gersdorff miró su reloj.

—Más vale que me dé prisa. He quedado con el general Von Tresckow para tomar una copa. —Tiró la colilla—. Por cierto, ¿ya se ha enterado? Los soviéticos han roto las relaciones diplomáticas con los polacos de Londres. Esta mañana he recibido un telegrama de la Abwehr. Parece ser que el plan del doctorcito está dando resultado.

—Sí. Casi lamento haberle dado esa idea.

—¿Se la dio?

—Creo que sí —dije—. Aunque, conociéndolo, probablemente estará convencido de que fue idea suya.

—¿Por qué lo hizo?

—Usted tiene sus planes para mandarlo todo al garete y yo tengo los míos. Tal vez mis planes requieran menos valentía que los suyos, coronel. De hecho, estoy seguro. Tengo intención de seguir con vida cuando mi bomba explote. No es una bomba real, ya me entiende. Pero habrá una suerte de explosión y espero que tenga importantes repercusiones.

—¿Le importaría contarme esos planes?

—A un Fritz con mis antecedentes no le resulta fácil confiar en el prójimo, coronel. Tal vez si tuviera un frondoso árbol genealógico enmarcado en la pared de mi mansión en Prusia Oriental, podría contárselos. Pero no soy más que un chico corriente del distrito de Mitte. El único árbol familiar que recuerdo es un tilo de aspecto tristón en un patio sombrío que mi madre llamaba jardín. Además, creo que le irá mejor si no sabe lo que me traigo entre manos. Ni siquiera estoy seguro al cien por cien de estar haciendo lo correcto, pero cuando lo lleve a cabo, o no lo lleve a cabo, quiero tener la seguridad de que solo seré responsable ante mi propia conciencia y la de nadie más.

—Ahora sí que estoy intrigado. No tenía ni idea de que tuviera usted un carácter tan independiente, Gunther. Ni de que fuera tan emprendedor. Aunque demostró mucha iniciativa al pegarle un tiro al cabo Quidde en la cabeza en el parque de Glinka, claro. Sí, no hay que olvidar lo que ocurrió allí.

—Eso no me convierte en alguien de carácter independiente, coronel. Al menos desde la Operación Barbarroja. Hoy en día todo el mundo anda disparándole a algún otro en la cabeza. Era necesario pegarle un tiro en la cabeza al cabo y resultó que yo estaba en el lugar adecuado en el momento preciso. Siempre he tenido suerte en asuntos así. No, es mi vena aventurera lo que me ha llevado a optar por el rumbo que he tomado. Eso y un deseo irresistible de causar problemas a aquellos que son expertos en causarlos.

—¿Y si lo lograra? ¿Y si le dijera que eso que tiene en mente, sea lo que sea, también podría traernos problemas a mis amigos y a mí? ¿Del mismo modo que usted creía que el cabo Quidde podría traernos problemas a nosotros?

—¿Me está amenazando, coronel?

—En absoluto, Gunther. Me malinterpreta. Solo intento señalar que hay ocasiones en las que hace falta tener el pulso muy firme cuando se apunta contra algo. O contra alguien. Alguien como Hitler, por ejemplo. Y conviene que no haya nadie haciendo olas mientras uno lo intenta.

—No le falta razón. Y desde luego lo tendré en cuenta la próxima vez que apunte contra Hitler. —Hice una mueca—. Sea cuando sea.

Después de irse Von Gersdorff, caminé a solas un rato y fumé otro cigarrillo en la oscuridad en ciernes. Me sentí tentado de ir a llamar a la puerta de Inés, pero no quería que pensara que era incapaz de pasar una velada entera sin ella. Y estaba a punto de reconocer que era incapaz de pasar una velada entera sin ella cuando oí dos disparos a lo lejos. Hubo un breve intervalo y luego una astilla grande del abedul junto a mi cabeza saltó por los aires cuando, una fracción de segundo después, oí un tercer disparo. Me tiré al suelo y apagué el cigarrillo. Alguien intentaba matarme. Hacía tiempo que nadie disparaba contra mí, pero ese intervalo no había hecho que la experiencia resultara menos personal ni desagradable. A las balas les trae sin cuidado a quién alcanzan.

Permanecí agachado varios minutos y luego miré a mi alrededor con nerviosismo. Lo único que alcanzaba a ver eran árboles y más árboles. Mi cabaña y el comedor de oficiales estaban al otro lado del sanatorio; la puerta delantera de Inés quedaba a doscientos o trescientos metros, pero sin saber de dónde provenían los disparos, no tenía sentido intentar alcanzarla a la carrera. Tanto podría estar corriendo hacia el tirador como alejándome de él.

Transcurrió otro minuto y luego otro. Dos palomas torcaces se posaron en una rama encima de mí y una racha de viento se levantó y fue amainando. Ahora todo era silencio, salvo por el latir de mi corazón. Haciendo caso omiso del intenso dolor que tenía en las costillas —había caído sobre la raíz de un tocón de árbol vuelto hacia arriba—, intenté calcular de nuevo de dónde procedían los disparos, pero no sirvió de nada, y, como decidí que la prudencia era un aspecto fundamental del valor, me arrastré detrás del resto del tocón y procuré cubrirme tras él en la medida de lo posible. Luego saqué el arma, accioné la corredera de la pistola sin hacer ruido y aguardé a que ocurriera algo. Cuatro largos años en las trincheras me enseñaron que lo más juicioso bajo el fuego es quedarte donde estás y no hacer nada hasta que sea posible divisar un objetivo. Permanecí muy quieto, sin atreverme casi a respirar, mirando las copas de los árboles y el cielo crepuscular, diciéndome para tranquilizarme que, sin duda, alguno de los centinelas de Krasny Bor habría oído los disparos, y preguntándome quién tendría tantas ganas de verme muerto como para intentar acabar conmigo sin pérdida de tiempo. Se me ocurrían unas cuantas personas, claro, pero en su mayoría estaban en Berlín. Y, poco a poco, en vez de cuestionarme la identidad de mi agresor, empecé a cuestionarme la idoneidad del plan que no había querido poner en conocimiento de Von Gersdorff.

En realidad, no iba muy allá. Concebido en el despacho del ministro de Propaganda, desde luego no era heroico ni tenía punto de comparación con la valentía del intento de acabar con Hitler que había llevado a cabo Von Gersdorff. Podría decirse que no era sino un intento de restituir el valor de la verdad en un mundo que la había degradado; porque en cuanto le mencioné a Goebbels la idea de invitar a periodistas extranjeros al bosque de Katyn, caí en la cuenta de que lo mejor que podía hacer con el informe de inteligencia militar hallado en la bota helada del capitán Max Schottlander era sencillamente intentar dárselo a los periodistas. Si no estaba en mi mano destruir a los nazis, al menos podía abochornarlos a los ojos del mundo entero.

Habían llegado ocho corresponsales de Berlín. Por supuesto, la mayor parte eran secuaces nazis de España, Noruega, Francia, Países Bajos, Bélgica, Hungría y Serbia, y no era muy probable que ninguno de ellos publicase un artículo que demostrara sin lugar a dudas la criminalidad del actual gobierno alemán; pero los corresponsales de los países neutrales —Jaederlund, del Stockholms Tidningen, y Schnetzer, del periódico suizo Der Bund— parecían seguir interesados en la verdad. Una verdad que pusiera de manifiesto la mentira más notoria de la Segunda Guerra Mundial: cómo había empezado la guerra.

Todos en Europa habían oído hablar del incidente de Gleiwitz. En agosto de 1939, un grupo de polacos atacó una emisora de radio alemana en Gleiwitz, Silesia Superior, provocación que fue utilizada por los nazis para justificar la invasión de Polonia. Incluso en Alemania había quienes no daban crédito a la versión nazi de lo ocurrido, pero el informe de Max Schottlander era la primera prueba detallada de la perfidia de los nazis. Ese informe demostraba de manera inequívoca que prisioneros del campo de concentración de Dachau habían sido obligados a vestirse con uniformes polacos y, a las órdenes de un comandante de la Gestapo llamado Alfred Naujocks, fingir un ataque a territorio alemán. Los prisioneros fueron ejecutados mediante una inyección letal y luego fueron acribillados a balazos para que pareciese —cuando llevaron a corresponsales de prensa del mundo entero— que los agresores habían sido derrotados por valientes soldados alemanes.

Goebbels siempre tenía sus objetivos propagandísticos, y ahora también los tenía yo. Nadie iba a impedir que pasara a la historia lo que en realidad ocurrió en Gleiwitz. No si yo podía hacer algo al respecto.

Hablar con alguno de los corresponsales reunidos en Smolensk no iba a ser fácil. Todos iban acompañados por el secretario Lassler, del Ministerio de Asuntos Exteriores; Schippert, del departamento de prensa de la Cancillería del Reich y el capitán Freudeman, un oficial del ejército que, según Von Gersdorff, muy probablemente también era de la Gestapo. Me pareció que lo mejor sería hablar con uno de los periodistas al día siguiente, cuando fueran a ver el laboratorio provisional donde ahora se exhibían todos los documentos de Katyn recuperados de la Fosa Número Uno; era el porche especialmente acristalado de la casa de madera donde estaba acuartelada la policía militar justo a las afueras de Smolensk, en Grushtshenki, ya que el laboratorio temporal en el bosque de Katyn había resultado no ser apto, debido al penetrante hedor de los cadáveres y el enjambre de moscas que se había cernido sobre la fosa abierta.

Debí de permanecer tendido bajo el tocón de árbol como uno de aquellos oficiales polacos muertos durante diez o quince minutos, y tal vez fuera esa imagen lo que me llevó a cambiar de idea respecto de lo que me proponía hacer. No diré que empecé a ver las cosas a través de los ojos de los muertos en el bosque de Katyn. Digamos que allí tumbado, en lo que era poco menos que una fosa abierta, después de que alguien hubiera intentado pegarme un tiro en la cabeza, empecé a ver las cosas desde una perspectiva diferente. Empezó a incomodarme lo que tenía planeado hacer con el informe de inteligencia del capitán Schottlander. Y recordé una cosa que me dijo mi padre en el transcurso de una discusión sumamente germana sobre Marx, la historia y «cabalgar el espíritu del mundo», creo que fue esa la expresión que utilizó. Había estado intentando, sin mucho éxito, convencerme de que no me alistara voluntario en el ejército en agosto de 1914. «Eso de la historia —dijo con una despreocupación desdeñosa que me disuadió de prestar más atención a sus palabras en aquel momento— está muy bien, y quizá avance aprendiendo de sus errores, pero son las personas las que de veras importan. Nada tiene tanta importancia como ellas». Y mientras contemplaba las copas de los árboles, empecé a entender que si era importante tener una responsabilidad con la historia, sin duda más importante aún era tener responsabilidades con más de cuatro mil hombres. Sobre todo si habían sido ignominiosamente asesinados y enterrados en una fosa anónima. Merecían que alguien contara su historia, y que lo hiciese de una manera que no pudiera desmentirse; como sin duda ocurriría si ahora se ponía en evidencia ante la prensa del mundo entero otra atroz mentira nazi. Los esfuerzos por parte del Ministerio de Propaganda de poner de manifiesto la verdad de lo que en realidad había ocurrido en el bosque de Katyn se verían comprometidos si yo revelaba la verdad de lo que en realidad ocurrió en Gleiwitz.

Había oscurecido cuando me atreví a salir de mi parapeto. A estas alturas estaba claro que quien me había disparado, fuera quien fuese, hacía ya rato que se había largado, y también que nadie más había oído los disparos. Salvo por un búho que ululaba mofándose de la escasa valentía que había demostrado yo, el bosque de Krasny Bor estaba en silencio. Tal vez habría debido dar parte a la policía militar, pero no tenía ganas de perder más tiempo. Así que me sacudí la tierra del uniforme del ejército y fui a llamar a la puerta de Inés.

Recibió mi llegada a su puerta con una mezcla de estupefacción y alegría. Tenía un cigarrillo sin encender en la mano y sus botas y su bata blanca de doctora estaban en el suelo, donde las había dejado antes. Me pareció un poco menos contenta de verme que la víspera por la noche, aunque tal vez solo fuera porque estaba cansada.

—Me parece que te hace falta una copa —dijo, y me hizo pasar—. Rectifico: me parece que ya te has tomado un par. ¿Qué has hecho? ¿Exhumar un cadáver con tus propias manos?

—He estado a punto de convertirme en un cadáver. Acaban de dispararme.

—¿Alguien conocido? —Cerró la puerta y fue a mirar por la ventana.

—No pareces muy sorprendida.

—¿Qué importancia tiene otro cadáver por aquí, Gunther? He pasado todo el santo día con ellos. No había visto nunca tantos muertos. Tú estuviste en la guerra, la Gran Guerra. ¿Se parecía a esto?

—Pues sí, ahora que lo dices.

—¿Crees que sigue por ahí? —Corrió la cortina y se volvió hacia mí.

—¿Quién? ¿El tirador? No. Aun así creo que más vale que me quede aquí esta noche, por si acaso.

Inés negó con la cabeza.

—Esta noche no, cariño. Estoy rendida.

—¿Tienes algo de beber?

—Creo que sí, si no te importa que sea coñac español. —Señaló la cama—. Siéntate.

Inés abrió una maleta, sacó una petaca de plata casi del tamaño de una bolsa de agua caliente y me sirvió un trago en una taza de té. Me senté en el borde de la cama, me la llevé a la boca y dejé que la bebida localizara mis nervios y los dejara bien anestesiados hasta que volvieran a hacerme falta.

—Gracias. —Señalé con un gesto de cabeza la petaca que tenía en la mano—. ¿Viene con un perro de esos que rescatan viajeros?

—Debería, ¿verdad? Fue un regalo que le hizo a mi tío el personal de enfermería del hospital de la Caridad de Berlín, cuando se jubiló.

—Ya imagino por qué tuvo que marcharse. Debía de beber como un cosaco.

Vestía unos pantalones negros holgados y una gruesa chaqueta de tweed encima de la blusa a cuadros; llevaba el pelo rojo recogido en un moño en la nuca y mocasines en los pies; olía levemente a sudor y la piel, por lo general pálida, se le veía un tanto sonrojada, como les ocurre a todas las pelirrojas cuando han estado haciendo algo tonificante como correr o hacer el amor.

—Estás herido, ¿te has dado cuenta?

—No es más que un rasguño. Me he tirado al suelo cuando han empezado los tiros y he caído sobre la raíz de un árbol.

—Quítate la camisa y deja que te ponga un poco de yodo.

—Sí, doctora. Pero procura no estropear la camisa, si es posible. No me he traído muchas y la lavandería es bastante lenta.

Me quité la corbata y luego la camisa, y dejé que me limpiara el rasguñó con un trozo de tela.

—Me parece que la camisa se ha roto —comentó.

—Por suerte tengo aguja e hilo.

—Pues igual deberías ir a por ellos. La herida es bastante profunda. Pero de momento vamos a ver cómo te va con un vendaje.

—Sí, doctora.

Inés abrió el envoltorio de una venda y empezó a vendarme el pecho. Lo hizo aprisa y con mano experta, como quien ya lo ha hecho infinidad de veces, pero también con delicadeza, como si quisiera evitarme cualquier dolor.

—La verdad es que no creo que tengas poco tacto con los enfermos.

—Igual es porque tú ya estás acostumbrado a ponerte en mis manos.

—Es verdad.

—Sírvete más coñac.

Me puse otra taza, pero antes de que tuviera ocasión de beberla, me la cogió de la mano y se la tomó ella.

—¿Por qué no has ido a cenar esta noche?

—Ya te lo he dicho, Gunther, estoy agotada. Después de ir a recibir a la comisión al aeropuerto, el profesor Buhtz y yo hemos regresado a la Fosa Número Uno y llevado a cabo dieciséis autopsias más. Lo último que me apetecía era ponerme un vestido bonito y dejar que me besaran la mano un montón de galantes oficiales del ejército. Sigue apestando al guante de goma que llevaba durante las autopsias.

—Un día duro.

—Duro pero interesante. Además de recibir un disparo, algunos polacos fueron acuchillados primero con una bayoneta. Probablemente porque se resistieron a que los llevaran al borde de la fosa. —Hizo una pausa y terminó de ajustar el vendaje—. Es curioso, pero muchos de los cadáveres que hemos encontrado no están descompuestos en absoluto. Están en la fase inicial de desecación y formación de adipocera. Los órganos internos conservan un color casi normal. Y el cerebro está más o menos… Bueno, a mí por lo menos me parece interesante. —Me ofreció una sonrisilla triste, me acarició la mejilla y añadió—: Venga, ya está.

—Tienes barro en los zapatos.

—He salido a pasear en vez de ir a la cena.

—¿Has visto algo sospechoso?

—¿Algo así como un hombre con un arma?

—Sí.

—La última vez que miré había varios en la entrada principal.

—Me refería a alguien oculto entre la maleza.

—Tendrían que ponerte la antitetánica. Sabe Dios qué hay en la tierra por estos pagos. Por suerte he traído varias dosis de Breslau. Por si me corto trabajando aquí. No, no he visto a nadie así. Si lo hubiera visto, habría ido a avisar a la policía.

Cogió el maletín de médico, sacó una jeringa de aspecto desagradable y la llenó con el contenido de un frasquito de vacuna antitetánica.

—¿También era de tu tío?

—Pues la verdad es que sí.

—Me parece que eso va a doler —comenté.

—Sí, va a doler. Así que más vale que te la ponga en el trasero. Si te clavo esta aguja en el brazo, te dolerá durante días, y entonces igual no podrías saludar con la mano en alto como es debido, y eso no te conviene. Así solo se verá afectada tu dignidad, no tu nazismo.

Cuando la aguja entró tuve la sensación de que me recorría toda la pierna de arriba abajo, pero naturalmente no era más que el frío de la vacuna antitetánica.

—¿Se verá afectada mi dignidad si me quejo?

—Claro. ¿No fuiste boy scout? Se supone que no deben llorar cuando les duele.

Lancé un quejido.

—Me parece que los confundes con los espartanos.

Me frotó el pinchazo con un poco de alcohol y luego me dejó tranquilo. La aguja hipodérmica fue a parar a una cajita forrada de terciopelo negro con un cierre en la parte anterior.

—Pero yo no fui nunca boy scout —dije, a la vez que me abrochaba los pantalones—. Ni he sido nunca nazi.

—¿Te has planteado la posibilidad de que igual por eso intentaba matarte alguien?

Dejé la camisa donde estaba y me puse la guerrera.

—No se lo suelo contar a nadie. Así que no.

—Me parece que fue ahí donde empezó a torcerse todo, ¿no? Demasiada gente se calló lo que en realidad pensaba, ¿no crees? —Recogió el cigarrillo aún sin encender y le acercó una cerilla, aunque con nerviosismo, como si estuviera a punto de estallarle en la boca.

—¿Qué crees tú?

—¿Yo? —Tiró la cerilla al suelo—. Yo soy nazi hasta la médula, Gunther. De color pardo SA por fuera y negro falangista por dentro. Detesto a los políticos chaqueteros que traicionaron a Alemania en 1918 y detesto a los idiotas de la República de Weimar que dejaron el país en la bancarrota en 1923. Detesto a los comunistas y detesto a los que viven en Berlín Occidental y detesto a los judíos. Detesto a los puñeteros británicos y a los jodidos estadounidenses, al traidor Rudolf Hess y al tirano Iósif Stalin. Detesto a los franceses y a los derrotistas. Incluso detesto a Charlie Chaplin. ¿Te queda bastante claro? Ahora, si no te importa, vamos a cambiar de tema. Podemos hablar de política tanto como quieras cuando nos encierren a los dos en un campo de concentración.

—Eres estupenda. Me gustas mucho, lo sabes, ¿verdad?

Inés frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué quieres decir con qué quiero decir?

—Sí. No te he dicho nada acerca de lo que pienso.

—Tal vez antes no, pero ahora mismo, cuando has fruncido el ceño, tu cara me ha revelado mucho, doctora. Me ha parecido que no decías en serio ni una sola palabra.

Los dos miramos alrededor cuando fuera, en algún lugar del bosque de Krasny Bor, resonó un silbato de policía.

—Más vale que te quedes aquí —dije con la mano en el pomo de la puerta.

—Tendría que haberte clavado la aguja en toda la cadera —repuso, abriéndose paso por mi lado—. ¿No lo entiendes? Soy doctora, no una delicada figurilla de Meissen.

—En Krasny Bor hay médicos a porrillo —dije y salí tras ella—. La mayoría son feos, viejos y prescindibles. Pero las delicadas figurillas de Meissen escasean.

* * *

El silbato de policía había dejado de sonar pero nos fue fácil encontrar a los polis. Generalmente lo es. Había dos suboficiales de la policía militar en el bosque: las linternas del ejército colgadas de los botones de sus abrigos parecían los ojos de un lobo enorme. A sus pies había algo que parecía una gabardina tirada y un sombrero hongo perdido. Flotaba en el aire un intenso olor a tabaco, como si alguien acabara de apagar un cigarrillo, y a las pastillitas de menta que masticaban prácticamente todos los soldados del ejército alemán cuando iban a ver a una chica o no tenían nada mejor que hacer que rumiar sus propios pensamientos.

—Es el capitán Gunther —dijo uno.

—Hemos encontrado un cadáver —señaló el otro, y dirigió el haz de la linterna hacia una figura tendida en el suelo mientras llegaban otros hombres de uniforme con más linternas, y poco después la escena parecía sacada de algún arcano ritual de la noche de san Juan con todos dispuestos en círculo y la cabeza gacha en lo que parecía una actitud de oración. Pero era demasiado tarde para el hombre que yacía en el suelo: por mucho que rezásemos no volvería a la vida. Parecía tener unos sesenta años; la mayor parte de la sangre le había teñido de rojo el pelo cano; tenía cerrado un ojo pero la boca abierta y la lengua colgando de la boca barbuda como si intentara alcanzar algo para paladearlo. Igual él también mascaba una pastilla de menta. Por lo visto le habían pegado un tiro en la cabeza. No lo reconocí.

—Es el profesor Berruguete —dijo Inés—. De la comisión internacional.

—Dios santo. ¿De qué país?

—De España. Era profesor de Medicina Forense en la Universidad de Madrid.

Proferí un gruñido.

—¿Seguro?

—Desde luego —dijo—. No me cabe duda.

—Esto podría dar al traste con todo. Los polacos ya temen por su vida. Si la comisión se entera, es posible que no vuelvan a salir de su maldita cabaña.

—Entonces habrá que intentar contener la situación —dijo Inés sin perder la calma—. ¿Verdad?

—No será fácil.

—No, desde luego. Pero ¿qué otra cosa se puede hacer?

—Caballeros, les presento a la doctora Kramsta —les anuncié a los policías militares—. Está ayudando al profesor Buhtz en el bosque de Katyn. Miren, más vale que vayan a Grushtshenki de inmediato en busca del teniente Voss. Y del asistente del general Von Tresckow, el teniente Von Schlabrendorff. Habrá que poner al tanto al mariscal de campo, claro. Luego, será necesario acordonar las inmediaciones del escenario del crimen. Que nadie de la comisión internacional vea ni oiga nada de esto. Nadie. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Si alguno de ellos les pregunta por el silbato de policía, ha sido una falsa alarma. Y si alguien pregunta por el profesor, tuvo que regresar a España de improviso.

—Sí, señor.

Inés estaba arrodillada junto al cadáver. Apoyó los dedos en el cuello del fallecido.

—El cuerpo sigue caliente —murmuró—. No puede llevar mucho rato muerto. Media hora, tal vez. —Se inclinó hacia delante, le olió la boca al cadáver y torció el gesto—. Vaya, apesta a ajo.

—Registren la zona —ordené a otros dos policías—. A ver si encuentran el arma del crimen.

—Es posible —dijo Inés— que la persona que pensabas que antes disparó contra ti tuviera un objetivo distinto por completo. Quizá disparaba contra Berruguete.

—Eso parece —convine, aunque no estaba claro por qué si alguien quería abatir a Berruguete había estado a punto de alcanzarme a mí en la otra punta del bosque.

—O tal vez disparaban contra ti y le dieron a él por error. Por suerte para ti, aunque no tanto para él.

—Sí, hasta yo soy capaz de verlo.

—Déjeme su linterna —le pidió Inés a un policía militar.

Me agaché junto a ella mientras inspeccionaba más de cerca el cuerpo del fallecido.

—Por lo visto le han dado en la frente.

—Justo entre los ojos —señalé—. Buena puntería.

—Eso depende, ¿no? —preguntó ella.

—¿De qué?

—De lo lejos que estuviera el tirador cuando abrió fuego con el cañón.

Asentí.

—Huele a ajo, es verdad.

—Pero no es ese el motivo por el que Berruguete no fuera muy apreciado por sus colegas médicos.

—¿Y cuál es el motivo?

—Que tenía opiniones más bien radicales —contestó.

—Eso no lo excluye precisamente de la buena sociedad. Hoy en día no. Algunos de nuestros ciudadanos más destacados defienden opiniones que avergonzarían al mismísimo doctor Mabuse.

Inés meneó la cabeza.

—Por lo que llegó a mis oídos, las opiniones de Berruguete eran mucho peores.

—Entonces igual lo ha matado alguno de ellos —dije—. Envidia profesional. Un ajuste de cuentas demorado. ¿Por qué no?

—Porque son todos médicos muy respetados, por eso.

—Pero este español no era muy respetado. Al menos no contaba con su respeto, doctora Kramsta.

—No. Era…, era… —Sacudió la cabeza y sonrió—. No importa mucho lo que pensara yo de él, ¿verdad? Ahora que ha muerto…

—No, supongo que no.

Se puso en pie y miró alrededor.

—Yo en tu lugar me ceñiría a mi primera intuición: intentar encubrirlo, no investigarlo. Aquí tenemos entre manos algo más importante, ¿no? Esos de la comisión internacional ya tienen bastantes preguntas incómodas sin necesidad de que tú les plantees algunas más.

—De acuerdo —dije y me levanté junto a ella—. Se puede hacer así. Y se puede hacer a mi manera: a la manera de Gunther.

—¿Cuál es?

—Quizá puedo averiguar quién lo ha hecho sin plantear a nadie preguntas incómodas. En el transcurso de la última década he conseguido que se me dé bastante bien.

—Apuesto a que sí.

—Señor —dijo un policía militar—. Por aquí, señor. Hemos encontrado un arma.

Inés y yo nos dirigimos hacia él. El poli estaba a unos setenta u ochenta metros. Enfocaba el suelo con la linterna, dirigiendo el haz directamente sobre una Mauser de palo de escoba, muy parecida a la que Inés encontró en la guantera lateral del coche de Von Gersdorff. Yo hubiera dicho incluso que era la misma, porque tenía el número nueve marcado a fuego y pintado en rojo sobre la madera para advertir al usuario de la pistola de que no la cargara por error con munición del calibre 7,63, sino que utilizase solo balas Parabellum de nueve milímetros para cuyo uso se había alterado la recámara.

—Me resulta conocida —comentó Inés—. ¿No tenía tu amigo el del 260 una Mauser exactamente igual?

—Sí.

—¿No convendría comprobar si aún la tiene?

—No veo que demostraría eso.

—No sé, podría demostrar que ha sido él —respondió.

—Sí, supongo que sí.

—No sé a qué vienen tantas reservas, Gunther, solo era una sugerencia.

—¿Recuerdas en tu cabaña hace un momento, cuando yo he dicho que igual me hacía falta ponerme la antitetánica y tú has contestado que no creías que fuera necesario?

Frunció el ceño.

—Yo no he dicho nada semejante. Y tú tampoco.

—Exacto. Usted haga su trabajo, doctora, y yo haré el mío, ¿de acuerdo?

Se irguió bruscamente, furiosa por unos instantes. Le temblaban las manos y tardó un momento en tranquilizarse.

—¿Es ese tu trabajo? —dijo con voz serena—. ¿Hacer de detective aquí? No sé… Yo creía que trabajabas para el Ministerio de Propaganda en Katyn.

—En realidad es el Ministerio de Información Pública y Propaganda. Y como detective que soy, lo que mejor se me da es obtener información y llegar a comprender una situación del todo. Así que puede que siga haciendo precisamente eso.

—Por lo que dices, cualquiera pensaría que ser detective es algo casi religioso.

—Si rezar ayudara a resolver crímenes habría más cristianos que leones dispuestos a devorarlos.

—Entonces algo espiritual.

Tomé prestada la linterna del poli militar y enfoqué el suelo mientras ella hablaba. Me llamó la atención algo pequeño, pero de momento lo dejé pasar.

—Es posible. El objetivo final de la ciencia de la detección criminal es llegar a comprender algo en su totalidad, y naturalmente librarse uno mismo de todos los tipos de reclusión. —Moví los hombros como quitándole importancia—. Aunque hoy en día solo hay una cosa que tenga alguna relevancia.

—La autoconservación, ¿eh?

—Por lo general es preferible a acabar como tu amigo el doctor Berruguete.

—No era amigo mío —puntualizó—. Ni siquiera lo conocía.

—Mejor. Entonces puede que seas la persona adecuada para llevar a cabo la autopsia.

—Puede que sí —respondió con rigidez—. Por la mañana, tal vez. Pero ahora voy a acostarme. Así que, si me necesitas, estoy en la cabaña.

La vi alejarse hacia la oscuridad. Desde luego que la necesitaba. Quería sentir sus suaves muslos rodeándome tal como lo habían hecho la víspera por la noche. Quería sentir mis manos aplastadas bajo su trasero mientras me abría paso hasta lo más profundo de su cuerpo. Pero me molestaba un poco que, si bien muy sutilmente, hubiera intentado amedrentarme para que no me comportara como un detective. Me inquietaba también que hubiera mencionado la palabra «cañón» antes de que encontrásemos la Mauser de palo de escoba. Podía tener la costumbre de referirse a las armas de fuego como cañones, pero había empleado el término «cañón de bolsillo» mientras tenía en sus manos el arma en el Mercedes de Von Gersdorff, y era así como algunos denominaban la Mauser C96. Y además sabía que estaba familiarizada con las armas. La había visto manipular la Mauser con la misma soltura que si fuera su mechero Dunhill.

También me inquietaba que se hubiera apresurado a señalarlo a él como autor del homicidio y que tuviera barro en los zapatos cuando había ido a verla a la cabaña, unos zapatos que se había puesto poco antes, tras quitarse las botas y el uniforme de médico.

Me agaché y recogí el objeto que había visto en el suelo: una colilla. Quedaba más que suficiente para que un vendedor callejero de Berlín la hubiera puesto en su bandeja de cigarrillos a medio fumar, que era como la mayoría de la gente —al menos los pobres— se las apañaba para obtener su ración diaria de tres pitillos. ¿Había estado Inés fumando en el escenario del crimen? No lo recordaba.

Luego estaba lo de la conexión española. Tenía la firme impresión de que había mucho más sobre su época en España que Inés no me había contado.

Von Gersdorff tenía una copita entre los dedos; en el gramófono sonaba algo muy sublime, solo que yo no tenía la instrucción suficiente para identificarlo. Pero no estaba solo: lo acompañaba el general Von Tresckow. Tenían una garrafa de vodka, un poco de caviar, encurtidos, tostadas en una bandeja de plata repujada y unos cigarrillos liados a mano. No era el Club Alemán pero seguía siendo bastante exclusivo.

—Henning, este es el hombre del que te hablaba. Te presento a Bernhard Gunther.

Para sorpresa mía, Von Tresckow se levantó e inclinó la cabeza calva amablemente, lo que me hizo arquear las cejas hasta el cuero cabelludo. No estaba acostumbrado a que los estirados flamencos locales me tratasen con cortesía.

—Encantado de conocerlo —dijo—. Estamos en deuda con usted, señor. Rudi me ha dicho lo que hizo usted por nuestra causa.

Asentí con amabilidad a modo de respuesta, pero al mismo tiempo me irritó su manera de decir «nuestra causa», como si hiciera falta lucir una franja roja en la pernera del pantalón o un sello de oro con el escudo de armas de la familia grabado para querer librarse de Adolf Hitler. Von Tresckow y sus elegantones amigos aristócratas se daban aires —era comprensible—, pero este tipo me pareció el peor de todos.

—Cualquiera diría que se trata de una suerte de plutarquía, señor —dije—. Tenía la impresión de que medio mundo quiere perder de vista a ese hombre. O ver cómo le pegan dos tiros por la espalda.

—Tiene razón. Tiene razón. —Dio una calada al cigarrillo y sonrió—. Me dice Rudi que es usted un tipo duro.

Me encogí de hombros.

—Era duro el año pasado. Y tal vez el año anterior. Pero ya no. No desde que llegué a Smolensk. Averigüé lo fácil que es acabar muerto, en una fosa sin nombre, con una bala en la nuca, únicamente porque tu apellido acaba en «ski». Un tipo duro es alguien a quien resulta difícil matar, nada más. Supongo que eso convierte a Hitler en el tipo más duro de toda Alemania ahora mismo.

Von Tresckow encajó el golpe.

—Es usted de Berlín, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

—Bien. —Apretó el puño y lo levantó delante de su cara y de la mía; saltaba a la vista que había estado bebiendo—. Bien. Es imposible disociar el ideal de la libertad de los auténticos prusianos como nosotros, Gunther. Entre el rigor y la compasión, el orgullo propio y la consideración por nuestros congéneres, tiene que haber un equilibrio. ¿No cree usted?

Lo cierto es que nunca me había considerado prusiano, pero para todo hay una primera vez, así que asentí: como la mayoría de los generales alemanes, Von Tresckow estaba más encariñado de la cuenta con el sonido de su propio liderazgo nato.

—Sí, desde luego —dije—. Yo soy partidario de un poco de equilibrio. Donde y cuando se pueda encontrar.

—¿Le apetece un vodka, Gunther? —dijo Von Gersdorff—. ¿Un poco de caviar, quizá?

—No, señor. No quiero nada. He venido por un asunto.

La respuesta sonó provinciana y sosa —como si me sintiera perdido—, pero su opinión me traía totalmente sin cuidado. Ahí se aprecia el berlinés que llevo dentro, no el prusiano.

—¿Algún problema?

—Eso me temo. Solo que antes de abordar esto quiero decirles algo, respecto de lo que hemos hablado esta tarde. Eso de que con mis propios planes yo solo conseguiría hacer olas. Pueden olvidarlo. Era una pésima idea. De un modo u otro se me ocurren muchas así. Y he comprendido que no tengo un carácter tan independiente como pensaba.

—¿Puedo preguntarle qué planes eran esos? —indagó el general.

Henning von Tresckow no pasaba apenas de los cuarenta años y era uno de los generales más jóvenes de la Wehrmacht. Tal vez eso tuviera algo que ver con el tío de su esposa, el mariscal de campo Fodor von Bock, pero sus muchas condecoraciones relataban una historia más gloriosa. El hecho es que era brillante como un sable de caballería recién pulido y también refinado, y por lo visto todo el mundo lo adoraba: Von Kluge siempre le estaba pidiendo a Von Tresckow que recitara poemas de Rilke en el comedor de oficiales. Pero había algo despiadado en él que me hacía desconfiar. Tenía la firme impresión de que, como todos los de su clase, detestaba a Hitler mucho más de lo que nunca había apreciado la República y la democracia.

—Digamos que he salido a pasear, como Rilke. Y me ha alcanzado eso que queda fuera de nuestro alcance y me ha transformado en algo distinto.

Von Tresckow sonrió.

—Estaba en el comedor, la otra noche.

—Sí, señor. Y le oí recitar. Me pareció que lo hacía bien, además. Es usted todo un rapsoda. Pero el caso es que siempre me ha gustado Rilke. Es posible que sea mi poeta preferido.

—¿Y a qué cree usted que se debe?

—Intentar expresar lo que no puede expresarse me parece un dilema muy alemán. Sobre todo en tiempos angustiosos e inquietantes como los que vivimos. Y he cambiado de idea acerca de esa copa, teniendo en cuenta que la situación acaba de volverse un poco más angustiosa de lo que ya era.

—¿Ah, sí? —Von Gersdorff me sirvió un vodka de la garrafa—. ¿Y eso?

Me pasó la copa y me la tomé rápido para guardar la compostura en su alojamiento pequeño pero bien amueblado: la cama de Von Gersdorff tenía un edredón del grosor de una nube algodonosa y el mobiliario lucía todo el aspecto de provenir de su casa, o al menos de alguna de sus casas. Me puso otra copa. Después del coñac, probablemente era un error, pero desde que estalló la guerra ya no me importaba mezclar licores. El criterio que sigo a la hora de beber es el resultado de la escasez y lo que la escuela austriaca de economía denomina praxeología: acepto lo que se me ofrece —en su mayor parte— cuando se me ofrece.

—Alguien ha asesinado al experto español de la comisión internacional. El profesor Berruguete. Le han pegado un tiro entre los ojos. La situación no podría ser más inquietante.

—¿Aquí, en Krasny Bor?

Asentí.

—¿Quién ha sido? —preguntó Von Tresckow.

—Buena pregunta, señor. Me temo que no lo sé.

—Tiene razón —dijo—. Es inquietante.

Asentí de nuevo.

—Lo que resulta más inquietante aún es que han utilizado su arma para hacerlo, coronel.

—¿Mi arma? —Volvió la mirada hacia el correaje cruzado y la funda que colgaban de un extremo del armazón de la cama.

—Esa no. Me refiero a la Mauser de palo de escoba que guarda en la guantera del coche. Espero que no le importe, pero ya lo he comprobado. No está allí.

—Dios bendito, ¿soy sospechoso? —preguntó Von Gersdorff con una sonrisa irónica.

—¿Cuántas personas sabían que la guardaba allí? —pregunté.

—¿En la guantera? Pues unas cuantas. Y ni siquiera cierro con llave el coche, como sin duda habrá visto. Después de todo, se supone que Krasny Bor es una zona segura.

—¿La ha utilizado alguna vez aquí, en Smolensk?

—¿Contra otra persona? No. Era un arma de reserva. Por si acaso. También llevo una metralleta en el maletero. Bueno, toda precaución es poca en esas carreteras secundarias rusas. Ya sabe lo que se suele decir: hay que tener un arma para impresionar y otra para volarle la cabeza a alguien. La Walther va bien a corta distancia, pero la Mauser es tan precisa como una carabina cuando se le pone el culatín, y tiene un empuje de mil demonios.

—El culatín también lo han cogido del coche —dije—, pero hasta el momento no lo hemos encontrado.

—Maldita sea. —Von Gersdorff frunció el ceño—. Qué pena. Le tenía mucho aprecio. Era de mi padre. La utilizaba cuando estaba en la Guardia.

Metió el brazo debajo de la cama y sacó el estuche vacío, con lubricante para armas y varios peines de carga, cada cual con nueve balas.

Von Tresckow pasó la mano por la superficie de madera pulida del estuche, como admirándolo.

—Qué bonito —comentó, y encendió un pitillo—. Uno ve una preciosa arma alemana como esta y se pregunta cómo es posible que estemos perdiendo la maldita guerra.

—Es una pena lo de esa culata —se lamentó Von Gersdorff.

—Seguro que aparece por la mañana —dije.

—Dígame dónde han encontrado la pistola e iré a buscarla yo mismo —aseguró Von Gersdorff.

—¿Podemos olvidarnos del arma un momento, coronel?

Los dos empezaban a exasperarme un poco. Von Gersdorff parecía más preocupado por haber perdido la culata de su arma que por la muerte del doctor Berruguete. Von Tresckow ya se había puesto a mirar la colección de discos de música clásica de su amigo.

—Ha muerto un hombre. Un hombre importante. Esto podría ser muy incómodo para nosotros, para Alemania. Si el resto de los expertos se enteran de lo que ha ocurrido podrían largarse y dejarnos con el culo al aire.

—A propósito, me parece que a usted le vendría bien un poco de ropa, Gunther —observó el general—. ¿Dónde está su camisa, por el amor de Dios?

—Aposté por un caballo y la perdí. Olvídese de eso. Miren, caballeros, es muy sencillo: tengo que poner freno a esto, y rápido. Es posible que en mitad de una guerra parezca ridículo, pero por lo general intentaría echar el guante al tipo que ha matado al español, solo que ahora me parece más importante no espantar a los sospechosos. Con lo cual me refiero a los expertos reunidos de la comisión internacional.

—¿Son sospechosos? —indagó el general.

—Todos somos sospechosos —terció Von Gersdorff—. ¿No es así, Gunther? Cualquiera podría haber cogido la Mauser de mi coche. Ergo, todos estamos bajo sospecha.

No le contradije.

El general Von Tresckow sonrió.

—Yo respondo del coronel, capitán Gunther. Ha estado aquí toda la noche, conmigo.

—Me temo que el capitán sabe que eso no es cierto, Henning —dijo Von Gersdorff—. Él y yo hemos ido a dar un paseo por el bosque a última hora de la tarde. Supongo que podría haberlo hecho después. Además tengo bastante buena puntería. En la academia militar de Breslau fui el mejor tirador de mi promoción.

—¿En Breslau, dice usted? —pregunté.

—Sí. ¿Por qué?

—Es que, por lo visto, es usted una de las varias personas en Smolensk que tienen un vínculo con Breslau. El profesor Buhtz, por ejemplo…

—Y también su amiga, la preciosa doctora Kramsta —añadió Von Gersdorff—. No hay que olvidarla. Y sí, antes de que lo pregunte, la conozco, más o menos. O al menos a su familia. Es una Von Kramsta de Muhrau. Mi difunta esposa, Renata, era pariente lejana suya.

—¿Los Von Schwartzenfeldt están emparentados con los Kramsta? —comentó el general—. No lo sabía.

Era mucho más de lo que sabía yo acerca de Inés y acerca de todo lo demás. Me sobrevino la extraña idea de que no sabía nada ni conocía a nadie. Desde luego a nadie que los Von y los Zu de la nobleza considerasen digno de conocerse.

—Sí —dijo Von Gersdorff—. Creo que ella y su hermano Ulrich asistieron a nuestra boda, en 1934. Su padre estaba en Asuntos Exteriores. Era diplomático. Pero perdimos el contacto poco después y hace años que no nos vemos. Ulrich dio un giro hacia la extrema izquierda, a decir verdad, creo que era comunista, y me consideraba poco mejor que un nazi. Murió tras combatir en el bando republicano en 1938. Lo asesinaron los fascistas en algún campo de concentración español.

—Qué horror —comentó el general.

—Sí, tuvo algo de horroroso —reconoció Von Gersdorff—. Algo de repugnante. Eso lo recuerdo.

—Ahí mismo tiene un móvil para cometer un asesinato —dijo el general, señalando con galantería a Inés Kramsta—. Pero el capitán Gunther tiene razón, Rudi. Tenemos que controlar esta situación antes de que se nos vaya de las manos. —Se permitió otra sonrisa irónica—. Virgen santa, Goebbels se va a poner como una fiera cuando se entere.

—Sí, desde luego —coincidí, cayendo en la cuenta de que quizá tendría que ser yo quien se lo dijera. Y Goebbels acababa de recuperarse de la noticia del homicidio del doctor Batov y la consiguiente desaparición de la única prueba documental de lo que había ocurrido precisamente en Katyn.

—Y la única persona que se alegrará del giro de los acontecimientos es el mariscal de campo —añadió—. Está harto de todo esto.

—Y el asesino —señalé—. No hay que olvidarse de él. —Dije «él» con toda firmeza para que me oyera el general—. Seguro que está tan contento como un muñeco de nieve con una zanahoria nueva.

—Tome todas las medidas que considere apropiadas, Gunther —dijo el general—. Lo respaldaré en todo. Hable con mi asistente y dígale que tiene que hacer desaparecer ese problema. Puedo hablar con él yo mismo, si lo prefiere.

—Por favor, hágalo —dije.

—Y tal vez podría ponerme en contacto con la sede de Tirpitzufer —se ofreció Von Gersdorff—, para ver si la sección española de la Abwehr puede averiguar algo sobre ese médico fallecido. ¿Cómo dice que se llamaba?

Se lo anoté en un papel.

—Doctor Agapito Girauta Ignacio Berruguete —dije—. De la Universidad de Madrid.

Von Tresckow bostezó y levantó el auricular del teléfono de campaña.

—Soy el general Von Tresckow —le dijo al operador—. Busque al teniente Von Schlabrendorff y envíelo al alojamiento del coronel Von Gersdorff de inmediato. —Hizo una pausa—. ¿Ah, sí? Pues que se ponga. —Cubrió el auricular un momento y se volvió hacia Von Gersdorff—. Por alguna razón Fabian está ahí mismo, en el castillo, con esos tipos espantosos de telecomunicaciones.

Esperó un momento, taconeando impacientemente con la bota, mientras yo me preguntaba por qué los consideraba «espantosos». ¿Cabía la posibilidad de que supiera lo del servicio de chicas de alterne que se había ofrecido desde la centralita del 537.º? ¿O eran espantosos porque no estaban a la altura de barones y caballeros?

—¿Fabian? ¿Qué haces ahí? —dijo por fin—. Ah, ya veo. ¿Puedes arreglártelas tú solo? Es un hombretón, sabes. ¿Ah, sí? ¿Eso ha hecho? Ya veo. Sí, no has tenido opción. De acuerdo. Mira, ven a verme a mi alojamiento cuando regreses. Oye, no hagas nada temerario, por el amor de Dios. Veré si puedo enviar a alguien que te ayude.

Von Tresckow colgó y explicó la situación.

—El Putzer de Von Kluge está borracho. Una campesina que trabaja en el castillo lo ha abandonado y ese Iván ignorante ha estado sentado toda la tarde junto a la Fosa Número Uno con una botella emborrachándose a base de bien. Por lo visto tiene una pistola en el regazo y amenaza con pegarle un tiro a cualquiera que se le acerque. Dice que quiere quitarse la vida.

—Se me ocurren unos cuantos que estarían encantados de hacerle ese favor —comentó Von Gersdorff—. Yo incluido.

Von Tresckow se echó a reír.

—Exacto. Por lo visto el coronel Ahrens ha llamado al despacho del mariscal de campo y Von Kluge le ha pedido al pobre Fabian que vaya a solucionar el asunto. Es típico de Hans el Astuto: encargar a algún otro que le haga el trabajo sucio. Sea como sea, eso es lo que está intentando hacer Fabian, aunque sin éxito. —Meneó la cabeza con amargura—. Lo cierto es que no sé por qué Von Kluge deja seguir por aquí a ese tipo. Estaríamos todos mucho más tranquilos si se pega un tiro.

—A mí no me haría ninguna gracia tener que desarmar a Dyakov —observó Von Gersdorff—. Sobre todo si está borracho.

—Eso mismo estaba pensando yo —reconoció el general.

—¿Crees que Fabian será capaz de hacerlo? Es abogado, no soldado.

Von Tresckow se encogió de hombros.

—Le habría dicho a Fabian que dejara al ruso y viniera aquí —contestó—, porque lo que ha ocurrido en Krasny Bor es a todas luces más importante. Pero, suponiendo que no se larguen directamente a casa mañana por la mañana, los expertos de Gunther querrán ver el valle de los polacos antes que cualquier otra cosa. Teniendo en cuenta las circunstancias, lo último que querrán encontrarse es a un maldito ruso borracho como una cuba con una pistola en la mano.

Von Gersdorff soltó una carcajada.

—Seguro que aportaría un aire de verosimilitud —dijo.

El general se permitió esbozar una sonrisa.

—Sí, tal vez.

—Sé que es usted general —dije—, pero se me ocurre una idea mejor. ¿Por qué no intentan ustedes que esto no trascienda y yo voy al bosque de Katyn y me ocupo de Dyakov?

Desde luego no parecía una «idea mejor»; por lo menos no para mí. Igual lamentaba haber soltado ese discursito sobre que no era un tipo duro; o igual sencillamente tenía ganas de golpear a alguien y Dyakov parecía la persona indicada. Entre la Cruz Roja polaca, el que alguien me hubiera disparado y el homicidio del doctor Berruguete, había sido uno de esos días.

—¿Lo haría, Gunther? Le estaríamos sumamente agradecidos.

—Les doy mi palabra. Ya me las he visto con borrachos en otras ocasiones.

—Quién mejor que un poli de Berlín para ocuparse de una situación así, ¿eh? —Me palmeó en la espalda—. Es usted un buen hombre, Gunther. Un auténtico prusiano. Desde luego que sí, deje que yo me encargue de la situación aquí.

Von Gersdorff se había abrochado la guerrera y estaba sirviendo otra copa.

—Ya lo llevo, Gunther —se ofreció—. Voy a enviar ese mensaje a Tirpitzufer. —Sonrió—. ¿Sabe?, creo que me gustaría ver cómo se ocupa de Dyakov. —Me tendió la copa—. Tome. Me parece que va a hacerle falta.