Jueves, 15 de abril de 1943
La Cruz Roja polaca había llegado al bosque de Katyn la víspera. Todo un equipo de fútbol: once representantes, entre ellos el doctor Marian Wodziński, un especialista forense de rostro pétreo de Cracovia y tres ayudantes de laboratorio. En Alemania, Marian suele ser nombre de varón, y cuando el teniente Sloventzik se enteró de que Marian Kramsta iba a venir de Breslau al día siguiente para ayudar al profesor Buhtz, naturalmente imaginé que el supuesto doctor Kramsta sería tan ingrato a la vista como el doctor Wodziński y me preguntó si no me importaba ir a recogerlo al aeropuerto. Me importó menos aún cuando miré con más atención la lista de pasajeros y descubrí que el supuesto doctor Kramsta era en realidad Marianne, una mujer. No me importó nada en absoluto cuando vi bajar la escalerilla del avión procedente de Berlín sus zapatos de charol con lazos de cordellate. Las piernas no eran menos elegantes que los zapatos, y el efecto general, que me resultó especialmente atractivo, solo quedó deslucido por el torpe necio que salió a su encuentro en la pista, y que se las apañó para que su admiración se impusiera, por un momento, a sus modales.
—Son unas piernas —me dijo ella—. Un par a juego, la última vez que lo comprobé.
—Lo dice como si les estuviera prestando más atención de la cuenta.
—¿No lo hacía?
—En absoluto. Si veo un par de piernas bonitas, sencillamente tengo que mirarlas. Darwin lo denominó «selección natural». Es posible que le suene.
Sonrió.
—Debería haberle hecho caso al piloto y haberlas metido en una funda de rifle, donde no puedan causar ningún daño.
—A mí desde luego no me importaría caer abatido por una buena causa —dije.
—Eso se puede arreglar. Pero por el momento, me lo tomaré como un cumplido.
—Eso espero. Hace tiempo que no hacía ninguno con semejante entusiasmo.
Recogí su equipaje de lo alto de las escaleras y lo llevé al coche, aunque casi no lo consigo. Pesaba lo suyo.
—Si lleva aquí más zapatos —dije—, se lo advierto: el mariscal de campo no tiene previsto celebrar ningún baile de gala.
—Es sobre todo material científico —respondió—. Y lamento que sea tan incómodo de llevar.
—No me importa en absoluto, de verdad. Podría pasarme el día entero llevándole cosas de aquí para allá.
—Lo tendré presente.
—El caso es que el profesor Buhtz no me dijo que esperaba la llegada de una dama a Smolensk.
—Escupo demasiado jugo de tabaco para que me considere como tal —replicó—. Pero imagino que le dijo que esperaba a una doctora. Curiosamente, es posible ser las dos cosas, incluso en Alemania.
—Eso me recuerda que debería volver allí alguna vez.
—¿Hace mucho que está aquí?
—No lo sé. ¿Sigue siendo presidente Hindenburg?
—No. Murió. Hace nueve años.
—Supongo que eso responde su pregunta.
Acabé de cargar sus bultos en la trasera del Tatra y me ofreció un cigarrillo de una cajita de Caruso.
—Hacía tiempo que no veía de estos —comenté y dejé que me diera fuego.
—Un amigo de Breslau me suministra tabaco del bueno. Aunque no sé cuánto tiempo durará eso.
—Pues tiene usted un buen amigo. —Indiqué el equipaje con un gesto de cabeza—. ¿Eso es todo?
—Sí. Y gracias. Ahora solo tiene que ayudarme a llevarlo adondequiera que vayamos. Ruego a Dios que haya una bañera.
—Oh, sí, la hay. Incluso hay agua caliente para llenarla. Puedo frotarle la espalda si quiere.
—Veo que el coche trae su propia pala —comentó—. ¿Es para abrirle la cabeza al conductor si le da por insinuarse?
—Claro. También podría usarla para enterrarme. Tanto lo uno como lo otro es bastante común en esta parte del mundo.
—Eso tengo entendido.
—No sé si cuenta como una insinuación, pero, de haber sabido que venía usted, habría cogido un vehículo más adecuado.
—¿Se refiere a uno con ventanillas? ¿Y un asiento en vez de un mero sillín?
—Si quiere puedo bajar la capota.
—¿Supondría alguna diferencia?
—Probablemente no.
La doctora Kramsta se puso al cuello una estola de piel negra con una mano y se subió las solapas de su abrigo a juego con la otra. Debajo del sombrerito de campana con cuentas negras tenía el cabello rojo, pero no tan rojo como la boca, igual de carnosa que un cuenco lleno de cerezas maduras. Su busto no era menos abundante, y por alguna razón me hizo pensar en las dos iglesias a ambos lados del Gendarmenmarkt: la iglesia francesa y la iglesia nueva, con sus perfectas cúpulas a juego. Entorné los ojos y la miré de soslayo difuminando sus contornos, pero aunque lo intenté varias veces e hice todo lo posible por afearla, siempre acababa pareciéndome preciosa. Ella lo sabía, claro, y aunque para la mayoría de las mujeres sería un demérito, ella sabía que yo sabía que ella lo sabía. Y de alguna manera eso lo arreglaba todo.
Cuando se puso tan cómoda como pudo llegar a estarlo, arranqué el motor y emprendimos el trayecto.
—Usted ya sabe cómo me llamo —dijo—, pero me parece que yo no sé cómo se llama usted.
—Soy Bernhard Gunther y llevo casi tres semanas sin hablar con alguien con quien me apeteciera hablar. Hasta que ha bajado usted de ese avión, claro. Ahora me da la impresión de que estaba esperándola, o esperando el fin del mundo. Durante un tiempo lo cierto es que no suponía mucha diferencia, pero ahora que está aquí, tengo la súbita e inexplicable necesidad de seguir adelante una temporada más. Tal vez el tiempo suficiente para hacerla reír, si no le parece demasiado presuntuoso.
—¿Hacerme reír? Con mi oficio, algo así no es nada fácil, Herr Gunther. La mayoría de los hombres se dan por vencidos cuando alcanzan a oler el perfume que llevo normalmente.
—¿Y qué perfume es ese, doctora? Por si me topo con una sucursal de Wertheims.
—Formaldehído número uno.
—Mi preferido. —Le quité importancia con un gesto de hombros—. No, de veras. Yo antes era policía de homicidios en la jefatura de la Alexanderplatz.
—Eso explica que tenga gustos tan raros en lo tocante a perfumes. Bueno, ¿y qué hace en el bosque de Katyn? Por lo que tengo entendido, esto no es exactamente un caso misterioso. Todo el mundo en Europa sabe quién es el asesino.
—Ahora mismo estoy en la cuerda floja entre la Oficina de Crímenes de Guerra y el Ministerio de Propaganda. Y además trabajo sin red.
—Parece un número arriesgado.
—Lo es. En teoría tengo que asegurarme de que todo vaya sobre ruedas. Igual que en una investigación policial de verdad. Como es natural, el asunto no va así. Pero bueno, estamos en Rusia. Quien tema el fracaso no debería venir a Rusia. Más vale que fuera aquí donde intentaron que prosperase el bolchevismo, porque, si no, estaríamos metidos en un lío de mucho cuidado.
—Es una manera interesante de verlo.
—Tengo cantidad de puntos de vista interesantes sobre toda clase de asuntos. ¿Tiene algo especial que hacer esta noche?
—Esperaba cenar. Me muero de hambre.
—La cena se sirve a las siete y media. Y hay un buen cocinero. De Berlín.
—Después espero que me lleve a ver la catedral.
—Será un placer.
—Las catedrales siempre están en todo su esplendor por la noche. Sobre todo en Rusia.
—¿Eso significa que ya había estado usted en Rusia, doctora Kramsta?
—Mi padre era diplomático. De niña viví en muchos sitios interesantes: Madrid, Varsovia y Moscú.
—¿Y cuál le gustó más?
—Madrid. De no ser por la guerra civil, probablemente estaría viviendo allí.
—Yo creía que una buena doctora tendría abundantes oportunidades de trabajo después de una guerra civil.
—Hará falta algo más que una caja de tiritas para arreglar ese país, Herr Gunther. Además, ¿quién ha dicho que sea una buena doctora? Siempre he carecido de tacto con los enfermos, por no decir otra cosa. No tengo paciencia para tantos dolores, quejas y males imaginarios. Prefiero de lejos trabajar con los muertos. Los muertos nunca se quejan de falta de compasión, ni de que no les das la medicina adecuada.
—Entonces se sentirá en Smolensk como en su casa. Calculamos que hay como mínimo cuatro mil cadáveres enterrados en el bosque de Katyn.
—Sí, oí la noticia en Radio Berlín, el martes por la noche. Pero parecían sugerir que andaban cerca de los doce mil.
Sonreí.
—Bueno, ya sabe cómo es Radio Berlín cuando se trata de datos y cifras.
Una vez en el cuartel general acompañé a la doctora Kramsta a su alojamiento, llevé su equipaje y le di un tosco mapita del recinto.
—Mi cabaña es esa de ahí, por si me necesita para cualquier cosa —la informé—. Ahora mismo voy a ir al lugar de los hechos. Hoy en día es ahí donde se puede encontrar casi siempre al profesor Buhtz. Pero si lo prefiere, puedo esperar un cuarto de hora para que venga conmigo. En caso contrario, la veré en la cena.
—No, voy con usted —dijo—. Me muero de ganas de empezar.
Cuando regresé se había puesto unos pantalones blancos, un turbante de ese mismo color, abrigo también blanco y botas negras; parecía el moro del envoltorio del chocolate Sarotti, pero aun así seguía teniendo un atractivo de mil demonios: siempre he tenido debilidad por las mujeres con un abrigo blanco. Conduje bosque a través y aparqué el Tatra. De inmediato sacó un pañuelo, lo roció con perfume Carat y se lo puso sobre la nariz y la boca.
—Lleva usted una buena temporada por aquí, ¿eh? —comentó.
—Me ha apenado enterarme de la muerte de Hindenburg.
—Gnezdovo… —dijo cuando subíamos la pendiente hacia el borde de la Fosa Número Uno—. Eso significa Colina de la Cabra, ¿no?
—Sí, pero no creo que vea ninguna cabra por aquí. En este bosque hay lobos. Y antes de que lo diga, no me refiero a mí. Lobos de verdad.
—Lo dice solo para asustarme.
—Créame, doctora, por aquí merodean muchas cosas más aterradoras que unos cuantos lobos.
Cerca de lo alto de la cuesta alcanzamos a ver el cobertizo de madera recién construido. Había varias docenas de cadáveres amortajados y, con ayuda del teniente Sloventzik en calidad de intérprete, Buhtz hablaba con un grupo de civiles enjutos y adustos que formaban parte de la Cruz Roja polaca.
Voss se acercó nada más verme. Le presenté a la doctora Kramsta, que se disculpó y fue a reunirse con el profesor Buhtz.
—¿Es la patóloga nueva que estaba esperando Buhtz?
—Ajá.
—Entonces creo que acabo de decidir donar mi cuerpo a la ciencia.
—Bueno, no se muera todavía. Lo necesitó aquí, en Smolensk.
—Es posible que así sea —convino—. Creo que tengo una pista sobre la muerte de esos operadores de telecomunicaciones.
Reprimiendo mi alarma inicial, asentí.
—A ver, dígame.
—Me resulta un tanto violento, señor.
Detrás de la espalda apreté el puño. No era que me estuviese preparando para golpear a Voss. Lo que intentaba era cobrar ánimos de cara a lo que estaba a punto de oír.
Pero Voss tenía una explicación muy distinta acerca de lo que podía haberles ocurrido a Ribe y Greiss.
—Anoche mis hombres atraparon a un chófer del ejército camino de Krasny Bor con una muchacha rusa oculta en la trasera de la furgoneta. Se llama Tanya. Al principio el chófer dijo que se había parado para recoger a la chica, pero era un bombón e iba muy elegante: vestido bonito, zapatos, medias de seda, y además hablaba un poco de alemán, cosa muy rara en una monada rusa. Al registrarla, encontramos una botella de Mystikum en su bolso. Es un perfume bastante caro, señor, incluso en Alemania.
—Sí, ya empiezo a entenderlo. Era prostituta.
—Medio prostituta, por lo menos. Tenía un trabajo diurno. Sea como sea, interrogamos a Tanya, y al principio nos dimos de narices con el muro del Kremlin, pero después de amenazarla con que la íbamos a dejar en manos de la Gestapo, empezó a cantar; y cuando el chófer averiguó lo que nos había contado Tanya, reveló el resto del chanchullo. Él se llama Reuth, Viktor Reuth. Por lo visto unos muchachos de la centralita tenían montada una red de chicas de alterne. Para los oficiales. Por lo general no hacía falta más que hablar con Ribe o Quidde y ellos llamaban al hotel Glinka, donde el portero, el tipo del abrigo de cosaco, iba a un apartamento en la Olgastrasse, a la vuelta de la esquina, y lo arreglaba para que una de las chicas fuera a los almacenes de la Kaufstrasse, donde la dejaban entrar por la puerta de servicio. Pero en esta ocasión le dijeron a Tanya que esperase delante del apartamento a que pasara a recogerla un chófer del Tercero de Infantería Motorizada para traerla directamente aquí.
Asentí. Los almacenes GUM, en la Kaufstrasse, eran el lugar donde estaban alojados la mayor parte de los oficiales alemanes. Krasny Bor era solo para el Estado Mayor.
—Las chicas de la Olgastrasse tenían más clase que las putas del hotel Glinka. Las escogían porque no eran profesionales y porque siempre tenían aspecto ario, iban bien vestidas y tenían buenos modales. Por lo visto la ropa se la suministraban los miembros de la red, o los oficiales alemanes. Tanya, la que detuvimos anoche, trabajaba de día como enfermera en la Academia Médica Estatal de Smolensk. Y ahora viene lo más interesante, señor. El portero del Glinka, resulta que se llama Rudakov, igual que el individuo de cuya desaparición del hospital informó usted, el que podría ser sospechoso de la muerte del doctor Batov y su hija. He hecho algunas comprobaciones y parece ser que Oleg Rudakov tiene un hermano que estuvo en la NKVD. Por lo menos según otras chicas que hemos encontrado viviendo en el apartamento de la Olgastrasse.
—Ya veo. Y ahora, ¿dónde está ese Rudakov?
—Ahí está el asunto, señor. También ha desaparecido. Cuando fuimos a su apartamento en la Glasbergstrasse, el armario estaba vacío y no quedaba ninguna prenda suya.
—Me parece que sería un buen momento para que me diga a qué oficial iba a ver Tanya.
—Al capitán Hammerschmidt, de la Gestapo. Todos los miércoles por la noche era el oficial de guardia en la oficina de la Gestapo en Krasny Bor.
—¿La Gestapo? Bueno, eso lo explica.
Estaba pensando en lo que me había dicho Lutz: que Hammerschmidt se había negado a investigar las alegaciones del operador sobre la deslealtad de Ribe. Pero no fue eso lo que le dije a Voss.
—Eso explica por qué no llevaran a Tanya al cuartel general de la Gestapo en Gnezdovo —aseguré—. Bueno, una cosa es hacer algo ilícito a la vista de la Wehrmacht y otra muy distinta hacerlo a la vista de tus propios colegas de la Gestapo.
—En realidad, no hay manera de plantear una pregunta semejante, ¿verdad? —dijo Voss—. No al jefe local de la Gestapo.
—Me parece que le está cogiendo el tranquillo a lo de ser policía en la Alemania moderna. Lo mejor es no hacer ninguna pregunta a menos que crea saber ya la respuesta. ¿A quién más se lo ha contado? Entre los nuestros, me refiero.
—Hasta el momento solo lo sabemos un secretario adjunto de la policía militar, usted y yo. Y Viktor Reuth, claro.
—Y el operador que llamó al Glinka para pedir una chica anoche. Por cierto, ¿quién era?
—Tanto la chica como el chófer aseguraron que se trataba de un antiguo acuerdo entre Hammerschmidt y Tanya. Todos los miércoles por la noche. No se hizo ninguna llamada desde la centralita del 357.º al Glinka anoche porque no había necesidad.
Me dije que eso siempre podía comprobarlo con Lutz, mi nuevo confidente de la Gestapo en la oficina de telecomunicaciones.
Voss sacudió la cabeza.
—Mire, señor. Yo no quiero enfrentarme a la Gestapo por esto. Lo cierto es que no quiero que anden husmeando demasiado en mis propios asuntos. Hay un par de cosas, cosillas más bien, que preferiría no salieran a la luz. No es nada grave, claro. Tampoco es que tenga un progenitor judío ni nada por el estilo, es solo que…
—No se preocupe por eso. Yo tengo el mismo problema. Creo que le ocurre a todo el mundo. En eso confío yo, en esa clase de miedo. La fragilidad propia del ser humano nos convierte a todos en cobardes.
Voss asintió.
—Gracias —dijo—. Bueno, y ahora ¿qué hacemos?
—No lo sé. De veras que no. De hecho, creo que ya sé más de la cuenta. Y ojalá no fuera así. Creía tener ya un móvil bastante bueno para el asesinato de Ribe y Greiss.
—¿Ah, sí? A mí no me lo dijo. ¿Cuál era, si no le importa que se lo pregunte?
Negué con la cabeza.
—Fíese de mi palabra, teniente, es otro asunto del que más vale que no se entere nadie. Sobre todo la Gestapo. Sea como fuere, ahora veo que hay otra razón, igualmente válida pero muy distinta, por la que podrían haber sido asesinados. Formaban parte de una red delictiva. Cuando se monta uno de esos chanchullos es fácil que las cosas se tuerzan: quizá alguien cree que ha salido perdiendo con el trato. El dinero es la mejor razón del mundo para guardar rencor y cometer un asesinato. Cuando encontraron a Ribe y Greiss con el cuello cortado cerca del hotel Glinka, igual habían ido a recaudar el dinero del portero, que se lo sacaba a las chicas. Y ahí tenemos otro móvil para asesinarlos, claro. Si alguien vio cómo el portero les daba una buena suma de dinero en efectivo, eso también pudo dar pie a que les cortaran el gaznate.
»Y luego está el parentesco de Rudakov. El doctor Batov iba a facilitarme pruebas documentales de lo que ocurrió aquí, en el bosque de Katyn. Solo que alguien lo torturó y lo asesinó para evitarlo. Su paciente, el teniente Rudakov, era uno de los miembros de la NKVD que cometieron esta masacre. Pero ahora está en paradero desconocido, igual que un hombre que bien podría ser su hermano y trabajaba de portero y proxeneta en el Glinka.
—Acabo de acordarme de una cosa, señor —me advirtió Voss—. Los dos suboficiales de los granaderos Panzer que ahorcamos por la violación y el asesinato de dos rusas.
—¿Qué pasa con ellos?
—Eran de la Tercera División —explicó Voss—. La Tercera absorbió la 386.ª División Motorizada, que más o menos dejó de existir después de Stalingrado.
—Así que igual ellos también hacían de chóferes para la red que tenían montada los de telecomunicaciones —comenté—. Como Viktor Reuth, para sacarse un dinerillo extra. Y habrían tenido un motivo de más peso que los muchachos de telecomunicaciones para estar en la carretera.
—Quizá era esa la información que el cabo Hermichen quería darle a cambio de salvar la vida —sugirió Voss—. Que formaban parte del mismo negocio sucio que los dos muertos.
—Sí, quizá —dije—. Es posible que así fuera.
Prendí un cigarrillo y dejé que el dulce humo del tabaco ahuyentara de mis fosas nasales el repugnante hedor a muerte que flotaba en el aire. A diferencia de la doctora Kramsta, yo no tenía perfume Carat con el que rociarme el pañuelo. Ni siquiera tenía pañuelo.
—Tendré que hablar con esa tal Tanya —dije—. Quiero averiguar cuántas chicas más de la casa de la Olgastrasse eran enfermeras con turno de día en la Academia Médica Estatal de Smolensk.
—Está encerrada en la cárcel de la Gefängnisstrasse. Y probablemente anda intentando engatusar a los guardias para que la dejen salir. Nuestra Tanya es una preciosidad. Y muy seductora.
—¿Ha dicho que es rubia?
—Rubia de ojos azules y con la piel como la miel. Como una modelo de portada de la revista Neues Volk.
—Pues ya empieza a gustarme. Aun así, a veces me parece que las mujeres atractivas en esta parte del mundo son como los tranvías, teniente.
—¿A qué se refiere, señor?
—Paso semanas sin ver ninguno y luego me encuentro con dos en un mismo día.
No había pabellón de mujeres en cárcel de la Gefängnisstrasse, pero algunas celdas de detención —en las que se encerraba a varios presos a la vez— eran solo para mujeres, lo que ya era algo, digo yo. Todos los guardias eran hombres del ejército o de la policía militar, y aunque trataban a las presas con respeto, solo lo hacían así en comparación con el trato que dispensaban a los presos varones. Gracias a las muchas mujeres que combatían en las filas del Ejército Rojo, los alemanes sostenían que las rusas eran tan potencialmente letales como los rusos. Tal vez más aún. El periódico semanal de la Wehrmacht publicaba a menudo alguna historia sobre un Fritz confiado que se había dejado engatusar por una sklyukhu y había acabado perdiendo algo más que la mera virginidad.
Trajeron a Tanya a la misma habitación deprimente donde había interrogado al desafortunado cabo Hermichen, y en cuanto la tuve delante caí en la cuenta de que ya la había visto con anterioridad, aunque debido a lo austeros que eran los uniformes de las enfermeras rusas, presentaba un aspecto muy diferente al de ahora. Voss no exageraba: tenía el cabello del mismo color que el reloj de bolsillo de mi padre y los ojos, azules como una luna de pleno verano. Tanya era una de esas rubias capaces de detener a toda una división de caballería con un solo atisbo de su ropa interior.
—¿Puede decirme por qué me retienen aquí, por favor? —le pidió a Voss en tono ansioso.
—Este hombre quiere hacerte unas cuantas preguntas, eso es todo —respondió Voss.
Asentí.
—Si respondes con sinceridad probablemente te pongamos en libertad, Tanya —le dije, con amabilidad—. No me extrañaría que hoy mismo. No creo que hayas hecho nada grave, tal como están las cosas. Ahora que te conozco, no estoy seguro de que nadie lo haya hecho.
Inclinó la cabeza.
—Gracias.
—En realidad no estamos interesados en ti, sino en los alemanes con los que trabajabas. Y en Oleg Rudakov, el portero del Glinka.
—Ha huido —dijo—. Eso me dijeron las otras chicas.
—¿Las chicas del apartamento de la Olgastrasse?
—Sí —asintió.
—¿Alguna de ellas es enfermera también? —indagué—. ¿En la Academia Médica Estatal de Smolensk?
—Sí —dijo—. Varias. Al menos las más atractivas que hablan algo de alemán.
—Las que necesitan dinero, ¿eh?
—Todo el mundo necesita dinero.
—¿Por qué huyó Oleg Rudakov? ¿Por lo que te ocurrió a ti?
—No. Creo que huyó después de lo que le ocurrió al doctor Batov.
Su alemán hablado iba mejorando a medida que avanzaba la conversación, que es más de lo que podría decirse de mi ruso. Tenía manuales de ruso, y lo intentaba una y otra vez, aunque sin mucho éxito.
—¿Estaba el doctor Batov implicado en vuestra red de chicas de compañía?
—No directamente. Pero desde luego estaba al corriente de ello. Nos ayudaba a no caer enfermas, ¿sabe?
—Sí. ¿Tienes idea de quién pudo matarle?
Tanya negó con la cabeza.
—No. No lo sabe nadie. Es otra razón por la que la gente tiene miedo. Por eso se marchó Oleg, creo.
—¿Sabías que Oleg Rudakov tenía un hermano que era paciente en la Academia Médica Estatal de Smolensk?
—Eso lo sabía todo el mundo en Smolensk. Los hermanos Rudakov eran de Smolensk. Oleg daba dinero al hospital, al doctor Batov, para que tuvieran ingresado a su hermano, Arkadi.
—Háblame de Arkadi. ¿De verdad estaba tan discapacitado como aseguraba Batov? ¿O tal vez pensaba que lo estaba?
—¿Insinúa que Arkadi fingía lo suyo? —Se encogió de hombros—. No sé. Es posible, supongo. Arkadi siempre fue muy astuto. Eso decía la gente. No lo conocía antes de su lesión, cuando era de la NKVD, pero para llegar a teniente de la NKVD hay que ser astuto. Lo bastante astuto para no querer volver a hacer lo que él y otros tuvieron que hacer en el bosque de Katyn. Lo bastante astuto para encontrar un modo de escabullirse que no conllevara acabar fusilado también.
—Así que también estás al tanto de eso, ¿eh? ¿De lo que pasó en el bosque de Katyn?
—En Smolensk todo el mundo conoce esa atrocidad. Todo el mundo. Cualquiera que diga que no, miente. Miente porque tiene miedo. O miente porque odia a los alemanes más de lo que odia a la NKVD. No puedo decir cuál de las dos cosas porque no lo sé, pero miente. Mentir es la mejor manera de seguir con vida en esta ciudad. Hace tres años, cuando pasó aquello…, sí, fue en la primavera de 1940…, la milicia cerró la carretera de Vitebsk, pero el ferrocarril siguió funcionando. Oí que la gente que pasaba en tren cerca de Gnezdovo oyó disparos en el bosque de Katyn, el menos hasta que la NKVD empezó a subir a los trenes para asegurarse de que todas las ventanillas estuvieran cerradas.
—¿Estás segura? —pregunté.
—¿De que todos saben lo que pasó? Sí, estoy segura. —Los ojos de Tanya lanzaron un destello desafiante—. Igual que todos saben que dos mil judíos del gueto de Vitebsk fueron asesinados por el ejército alemán en Mazurino. Por no hablar de todos los judíos que aparecieron flotando en el río Západnaya Dviná. Dicen que las lampreas que pescan en el Zap son este año más grandes que nunca porque se han alimentado de un montón de cadáveres.
Voss dejó escapar un gruñido, y supuse que era porque había cenado pastel de lamprea en el comedor de Krasny Bor la víspera por la noche.
Sonreí.
—Gracias, Tanya. Nos has ayudado mucho.
—¿Puedo irme?
—Te llevaremos a casa, si quieres.
—Gracias, pero no, prefiero andar. Por la noche, cuando no te ve nadie, no pasa nada. Pero durante el día es distinto. Cuando ustedes, los alemanes, se hayan marchado de Smolensk se armará una buena aquí, me parece. Es mejor que la NKVD no sepa que voy con alemanes.
La sede de la Gestapo local estaba emplazada en una casa de dos plantas cerca de la estación de ferrocarril de Gnezdovo, de modo que los oficiales pudieran subir al tren y sorprender a cualquiera que viajase hasta la siguiente parada, la estación central de Smolensk. A la Gestapo le encantaban las sorpresas, y a mí también, razón por la que estaba allí, claro, aunque por consideración al teniente Voss decidí ahorrarle el suplicio de acompañarme a ver al capitán Hammerschmidt, a quien le aguardaba una sorpresa de las grandes, tal vez la mayor de su carrera. Accedí a un patio interior adoquinado y detuve el coche junto a un par de vehículos ligeros 260 camuflados, me apeé y observé con más atención el edificio que tenía delante. Las paredes con marcas de disparos estaban pintadas de dos tonos de verde que hacían contraste —el más oscuro a juego con el color de las tejas—, y en el piso de arriba había ojos de buey; las ventanas de la planta baja estaban provistas de gruesas rejas. El reloj de encima de la entrada abovedada se había detenido a las seis en punto, lo que bien podía ser una metáfora, ya que a menudo era el momento de la madrugada en que la Gestapo acostumbraba a hacer sus visitas a domicilio. En el bosquecillo de abedules plateados no muy lejos de la casa había un montón de sacos de arena delante de un poste de madera de aire siniestro. Todo tenía el aspecto que hubiera cabido esperar, aunque el edificio era, para mi gusto un poco insípido: una buena rociada de virutas de chocolate sobre el tejado de helado de menta no hubiera quedado fuera de lugar. Todo estaba en silencio, pero eso tampoco era insólito: la Gestapo nunca tiene problemas con vecinos ruidosos. Hasta las ardillas en los árboles tenían un buen comportamiento. Poco a poco una locomotora de vapor se acercaba jadeante por el este. Muy prudentemente, no se detuvo en la estación vacía: nunca ha sido buena idea detenerse en las inmediaciones de la Gestapo. Yo lo sabía mejor que bien, pero por lo visto soy incapaz de hacer caso de los consejos, sobre todo de los míos.
Entré en el edificio, donde varios hombres de uniforme estaban sentados detrás de varias máquinas de escribir haciendo todo lo posible por mecanografiar con dos dedos y fingir que yo no existía. Así que encendí un cigarrillo y eché un vistazo sin prisas a los carteles del tablón de anuncios. Entre ellos había una orden de busca y captura contra el teniente Arkadi Rudakov, cosa que me pareció irónica, pues por el emblema en el tablón y en algunos cajones de los archivadores —una espada de empuñadura amarilla contra un escudo rojo— deduje que la casa había sido de la NKVD antes de pasar a manos de la Gestapo.
—¿Puedo ayudarle? —dijo uno de los hombres en un tono poco servicial. A juzgar por el deje levemente escandalizado de su voz quejumbrosa y su semblante de irritación, bien podría haber estado dirigiéndose a un colegial impertinente.
—Busco al capitán Hammerschmidt.
Me acerqué a la ventana y fingí mirar fuera, pero tenía prácticamente toda la atención fija en la mosca que correteaba por el cristal. Ahora había moscas por todas partes, hurgando en los asuntos de la Gestapo y la NKVD.
—No está —contestó.
—¿Cuándo esperan que vuelva?
—¿Quién lo pregunta? —dijo el hombre.
—Yo. —Ahora intentaba ponerme a la altura de su arrogancia y su desprecio, consciente de que estaba a punto de ganar la partida, y además con facilidad.
—¿Y quién es usted?
Le enseñé mi carné, que era mejor que cualquier as, y la carta del ministerio.
El hombre se arredró.
—Lo siento, señor. Lo han llamado de regreso a Berlín, esta mañana. De forma inseperada.
—¿Ha dicho por qué?
—Permiso por motivos familiares. Una muerte en la familia.
—Qué sorpresa. Es decir, que no es ninguna sorpresa. Al menos para mí.
—¿Y eso, señor?
—Lo que quiero decir es que no sabía que la Gestapo mostrara esa clase de compasión.
Dejé mi tarjeta de visita en el ángulo de la mesa.
—Dígale que vaya a verme al cuartel general —concluí—. Cuando haya terminado su duelo en Berlín. Dígale…, dígale que soy amigo de Tanya.
La doctora Marianne Kramsta tenía un efecto a todas luces electrizante en el comedor de oficiales de Krasny Bor: era como si alguien hubiera abierto una ventana mugrienta y dejado que entrara el sol en la sofocante sala de madera. A casi todos los oficiales del cuartel general les parecía atractiva, cosa que a mí no me sorprendía y probablemente a ella tampoco, ya que más que vestirse para la cena se había pertrechado para conquistar a todos los alemanes de Smolensk. Tal vez no sea justo del todo con ella: Marianne Kramsta lucía un vestido muy atractivo de crepé gris con un cinturón a juego y manga larga y, aunque estaba guapa, lo cierto es que hubiera estado guapa vestida con la lona de una furgoneta. Observé con regocijo cómo un hombre le retiraba la silla, otro le servía una copa de Mosel, un tercero le encendía un cigarrillo y otro más le acercaba un cenicero. En conjunto, se armó un revuelo de inclinaciones, taconazos y besos en su mano, que al final de la velada debía de parecer una placa de Petri. Hasta Von Kluge estaba impresionado con ella, porque, tras insistir en que la doctora Kramsta y el profesor Buhtz se sumaran a la mesa del general Von Tresckow y el propio mariscal de campo, no pasó mucho rato antes de que empezara a pedir champán —yo diría que después de hacer efectivo el cheque de Hitler se lo podía permitir— y a conducirse como un joven subalterno locamente enamorado en una novela romántica. Por lo general todo el mundo se comportaba como si se celebrase un baile de oficiales —con una sola chica—, y casi había llegado a la conclusión de que la preciosa doctora se había olvidado por completo de nuestra cita cuando, justo después de las nueve y ante la mirada sorprendida de todos, se acercó a mi insignificante mesa, en un rincón, con el abrigo de piel en la mano y me preguntó si estaba listo para llevarla a Smolensk a ver la Catedral de la Asunción.
Me puse en pie de un brinco yo también como un joven subalterno, apagué el pitillo, ayudé a la dama a ponerse el abrigo y la acompañé afuera hasta un vehículo 260 que había pedido prestado a Von Gersdorff para la velada. Abrí la portezuela y le di la mano para que se montase.
—Oooh, ¿tiene calefacción y todo? —dijo cuando me senté a su lado.
—Calefacción, asientos, ventanillas, limpiaparabrisas… tiene de todo menos pala —respondí a la vez que nos poníamos en marcha.
—No bromea con eso de que tiene de todo —comentó.
Miré de reojo a la derecha y vi que sujetaba en el regazo el culatín de una Mauser de «palo de escoba». El culatín era como una funda portátil: se abría la parte posterior de la culata y salía la pistola semiautomática que llevaba dentro. Muy ingenioso.
—Estaba en la guantera de la puerta —dijo—. Como si fuera un mapa de carreteras.
—El dueño de este coche es de la Abwehr —señalé—. Le gusta llegar a donde tiene intención de ir. Para eso sirve una Mauser de palo de escoba.
—Vaya, un espía. Qué emocionante.
—Tenga cuidado con eso —dije por instinto—. Lo más probable es que esté cargada.
—En realidad no —respondió ella, comprobando la recámara con un gesto rápido—. Pero hay un par de cargadores en la guantera. Y además, no es necesario que se preocupe. Sé lo que me hago. He manejado armas en otras ocasiones.
—Ya lo veo.
—Siempre me ha gustado el viejo cañón de bolsillo —comentó—. Así llamaba mi hermano a esta pistola. Tenía dos.
—Dos pistolas son siempre mejor que una. Es mi filosofía.
—Por desgracia, a él no le fue bien. Lo mataron en la guerra civil española.
—¿En qué bando?
—¿Importa eso ahora?
—A él no.
Metió la Mauser dentro del culatín y la guardó en la guantera de cuero de la puerta. Luego abrió la guantera anterior.
—A su amigo el espía —comentó Marianne— no le va lo de correr riesgos, ¿eh?
—¿Hmm? —Volví a mirarla de soslayo, y esta vez sacaba una bayoneta de la vaina y pasaba la yema del pulgar por el filo.
Aminoré la marcha al llegar a la portalada, saludé con la mano a los centinelas de turno y salí a la carretera general, donde dejé el coche en punto muerto, levanté el embrague, tiré del freno de mano y eché un buen vistazo a la bayoneta.
—Cuidado, está tan afilada como el cuchillo de amputar de un cirujano —me advirtió.
Era una K98 estándar como la que llevaba el rifle corto de cerrojo de cualquier soldado alemán; y tenía razón: el filo era fino como el papel.
—¿Qué ocurre? —dijo—. No es más que una bayoneta.
—Sí. No es más que una bayoneta, ¿verdad?
Asentí y se la devolví para que la dejase de nuevo en la guantera. Después de todo, a la bayoneta de Von Gersdorff no le faltaba la funda. Y no vi mucho sentido a decirle que una bayoneta había sido el arma más probable en el homicidio de cuatro personas en Smolensk, una de ellas una joven que había sido torturada.
—Supongo que creía que el dueño de este coche no era exactamente de los que usan cuchillo.
Me dije que tampoco era de los que se hacen saltar por los aires. Volví a meter primera y nos pusimos en marcha.
—Aunque es verdad que toda precaución es poca en territorio enemigo por la noche.
—Por lo que dice, más vale que me quede muy cerca de usted, Gunther.
—Tan cerca como una pastilla que me acabara de tragar. Pero la doctora es usted. Supongo que sabe lo que nos conviene a los dos.
—Llámeme Inés, ¿quiere? Así me llama casi todo el mundo.
—¿Inés? Creía que se llamaba Marianne.
—Sí. Pero ese nombre nunca me ha gustado mucho. Cuando de niña vivía en España, decidí que prefería que me llamaran Inés. Era el nombre que quería ponerme mi madre. ¿No le parece mejor?
—De hecho, mejora cada vez que pienso en él. Le sienta bien. Como esas pieles y el Carat que lleva.
Durante todo el trayecto a Smolensk entretuve a Inés con mi conversación, y sus sonrisas radiantes y su risa fácil se convirtieron en una suerte de premio a mis ojos: cuando hablaba con ella, era como si no hubiese nadie más en el mundo entero.
Llegamos a las afueras de la ciudad, y en el control del puente de San Pedro y San Pablo enseñamos la documentación a la policía militar. A esas alturas mi relación con el teniente Voss significaba que sus hombres estaban empezando a reconocerme, pero al ver a Inés Kramsta con las piernas cruzadas en el asiento delantero del Mercedes su emoción resultó patente.
—Cuidado, muchachos, es doctora, y si no nos dejáis pasar os recetará aceite de ricino.
—Yo me tomaría lo que fuera ahora mismo —confesó uno de los sabuesos.
—Disculpe si le pregunto adónde van, señor —dijo el otro.
—La doctora quiere ver la catedral. San Lucas es el santo patrón de los médicos.
—Sí, pues a ver si lo convence para que vele por un par de centinelas de la policía militar, ya que está.
—Haremos lo que esté en nuestra mano —aseguró Inés.
No había mucho que hacer en Smolensk por la noche si uno no quería probar los placeres de los prostíbulos o el cine local, y la catedral de la Asunción estaba llena de rusos devotos y un número casi igual de devotos soldados alemanes. Se veía que eran devotos porque algunos alemanes rezaban a la Virgen y a san Lucas, aunque tal vez solo fuera porque nuestra situación en el sur de Rusia empezaba a ser crítica: las fuerzas soviéticas avanzaban hacia el oeste y amenazaban con aislar al Grupo de Ejércitos A, en el Cáucaso, de la misma manera que habían sitiado al Sexto Ejército en Stalingrado. De una manera u otra había mucho por lo que rezar si eras alemán. Supongo que los rusos rezaban para que su catedral siguiera en pie cuando los alemanes se marcharan de Smolensk. Ellos también tenían mucho por lo que rezar. En cualquier caso, Dios tendría que elegir un bando y elegirlo pronto: los comunistas ateos o los alemanes blasfemos. ¿Quién querría ser Dios ante semejante dilema?
En el interior, de pie ante el iconostasio, permanecimos los dos en silencio un buen rato, y poco a poco el silencio dio paso a la reflexión. Con tanto oro a nuestro alrededor daba pie. Tuve que reconocer que la catedral era preciosa, y no era solo el oro lo que provocaba mi admiración. Me recordaba un poco a la iglesia de la catedral de Berlín en Unter den Linden y cuando iba con mi madre por Pascua. Me pasa con todas las catedrales, razón por la que procuro mantenerme alejado de ellas. Supongo que Freud lo habría denominado complejo de Edipo, aunque yo creo que sencillamente echo de menos a mi madre.
—Dicen que a Napoleón le gustó tanto esta catedral que amenazó con matar a cualquier soldado francés que robara algo del iconostasio —le comenté al oído en voz baja.
—Así son los dictadores. Siempre andan amenazando con matar a alguien.
—De todos modos, ¿por qué hay personas que quieren ser dictadores?
—Personas no, hombres. ¿Y se ha dado cuenta de que siempre afirman adorar el arte y la arquitectura?
—Es posible, pero sé casualmente que Hitler no se tomó la molestia de venir a echar un vistazo a la catedral cuando estuvo aquí hace unas semanas. Al menos desde el suelo. Es posible que la hubiera visto bien desde el aire.
—Entonces se perdió una experiencia maravillosa.
—Amén. Nunca había ido en una cita con una chica a una catedral, ¿sabe? Igual debería haberlo probado antes. Estar aquí casi me hace creer en Dios.
—Me parece que se le ha subido a la cabeza el incienso.
—Puede que tenga usted razón. Se me acaba de ocurrir la idea megalomaníaca de intentar anexionarla al Gran Reich Alemán.
—Me temo que es hora de que me lleve de regreso a Krasny Bor.
—Cómo, ¿y perderme el Kremlin a la luz de la luna?
—Siempre podemos volver mañana por la noche. Si quiere. Además, al profesor Buhtz le gusta empezar con su trabajo forense a primera hora de la mañana.
—Al pájaro madrugador no se le escapa el gusano, ¿eh?
—En mi oficio siempre cabe esa posibilidad. Pero suele ser al contrario. No hay gran cosa que se les escape a los gusanos. Le aseguro que se averiguan muchas cosas gracias a ellos. Es una de mis especialidades forenses: la degeneración de los tejidos. Cuánto tiempo lleva muerto un cadáver. Cosas así.
—Tiene razón. Más vale que la lleve a casa.
—Vaya, creía que le gustaba mi perfume, Gunther.
—¿Formaldehído número uno? Ah, por supuesto que me gusta. Pero también yo he de descansar un poco. Mañana por la noche tengo que llevar a una chica a ver el Kremlin a la luz de la luna.
Apenas nos conocíamos y aun así, sin haberlo transmitido con una sola palabra o un roce con los dedos, cada cual parecía apreciar algo en los ojos del otro que —contra toda expectativa y aunque no llegáramos a entenderlo— nos producía la sensación de estar abocados a ser amantes. Habíamos conectado a un nivel invisible tras nuestra conversación ingeniosa y nuestros cumplidos de etiqueta, y la diversión se habría ido al garete si alguno de los dos hubiese mencionado en voz alta lo que deseábamos sinceramente que ocurriera. No hubo admisión alguna de lo que ambos sentíamos en realidad: una atracción atávica que estaba más allá de la lujuria sin ser tampoco amor. Las palabras —incluso las palabras alemanas— hubieran resultado insuficientes y sin duda muy torpes para describir nuestros sentimientos. Tampoco pusimos objeción alguna a la idea de lo que, sobreentendido, revoloteaba en el aire, entre nosotros. Nunca. Ni una sola vez. Era como si los dos supiéramos que iba a ocurrir porque sencillamente tenía que pasar. Por supuesto eso sucedía mucho durante la guerra, pero aun así parecía algo totalmente extraordinario. Tal vez fuera el lugar donde nos encontrábamos y lo que estábamos haciendo, como si hubiera tanta muerte en torno que nos hubiera parecido una especie de blasfemia no haber seguido la corriente a la caprichosa generosidad que la vida parecía dispuesta a otorgarnos.
Y cuando, delante de su puerta de madera, nos volvimos el uno hacia el otro con expectación, los árboles de Krasny Bor contuvieron su aliento plateado y la oscuridad cerró discretamente los ojos negros para que nada impidiese que por fin acabáramos juntos. Pero igual que un director que intentase acallar a la orquesta durante un largo momento de silencio, me limité a abrazarla y contemplar el óvalo perfecto de su cara aguardando el momento en que pudiera inhalar el dulce aliento de su boca y saborear la dicha más sutil de sus labios. Entonces la besé. Al rozar su boca con la mía percibí un zumbido de abejas en los oídos y noté que el pecho me daba un vuelco tan fuerte como si hubieran retirado el mecanismo de sordina de un piano de cola y pulsado todas las teclas al mismo tiempo. Y mi apoteosis alcanzó su culmen.
—¿Vas a entrar, Bernhard Gunther? —me preguntó.
—Creo que sí —dije.
—¿Sabes una cosa, Bernie? Con una suerte como la tuya, tendrías que ser jugador.