Jueves, 8 de abril de 1943
A finales del verano de 1941 había oído correr por la jefatura de la Alexanderplatz un rumor insistente acerca de una atrocidad supuestamente cometida por un batallón de la policía en un lugar llamado Babi Yar, cerca de Kiev. Pero no era más que un rumor y pronto quedó descartado sin más, porque incluso en aquellos tiempos se suponía que si eras policía, no eras un delincuente. Es curioso lo rápido que cambian las cosas. Para la primavera de 1943 me las había visto lo suficiente con los nazis para saber que cuanto peor era un rumor, más probable era que fuese cierto. Además, ya había visto parte de lo ocurrido en Minsk, y bastante malo fue aquello —aún me obsesionaba el recuerdo de lo que presencié allí—, pero en Berlín, para hablar de Minsk, nadie adoptaba el mismo tono sigiloso de horror utilizado cuando se mencionaba Babi Yar. Lo único que sabía a ciencia cierta era que como mínimo treinta y cinco mil hombres, mujeres y niños judíos habían sido fusilados en un barranco en el transcurso de un fin de semana de septiembre, y que el oficial al mando de la operación —el coronel Paul Blobel— estaba ahora a mi lado en el bosque de Katyn.
Calculaba que Blobel debía de rondar los cincuenta, aunque parecía mucho mayor. Sus ojeras rebosaban una oscuridad no precisamente superficial. Era calvo, con la boca fina y estrecha, y la nariz larga. Quizá fuera mi imaginación, pero Blobel tenía un cierto aire nocturno, y no me hubiera sorprendido en absoluto si los dedos y las uñas que mantenía con firmeza detrás de la espalda hubieran sido tan largos como la caña de sus negras botas. Lucía el abrigo negro del SD abrochado hasta el cuello, igual que un conductor de autobús en invierno, pero uno podría haber dicho que era un visitante salido de la misma fosa junto a la que estábamos.
—Usted debe de ser el capitán Gunther —me dijo con un acento que podría haber sido de Berlín y que me recordó que, de las muchas cosas que alguien puede tomar para desayunar, unas cuantas venían en una botella.
Asentí.
—Aquí tiene una carta de presentación —anunció con una formalidad ceceante, propia de un roedor, a la vez que me mostraba una carta pulcramente mecanografiada—. Le ruego preste especial atención a la firma a pie de página.
Leí en diagonal el contenido, que estaba encabezado por el epígrafe «Operación 1005» y solicitaba que se prestara «toda la cooperación necesaria al portador en la ejecución de sus órdenes de alto secreto». También me fijé en la firma; me costó trabajo no mirarla varias veces, solo para asegurarme, y luego doblé la carta con sumo cuidado antes de devolvérsela, con cautela, casi como si el papel estuviera impregnado de azufre y pudiera arder en llamas en cualquier momento. La carta estaba firmada por el jefe de la Gestapo en persona, Heinrich Müller.
—Me siento como si estuviera sentado en la primera fila de la clase —dije.
—El Gruppenführer Müller me ha confiado una tarea delicada en grado sumo —aseguró.
—Vaya, para variar.
—Sí, ¿verdad? —Esbozó una sonrisa.
Ni que decir tiene que yo no tenía ningunas ganas de pasar el rato en compañía de un hombre semejante. Lo más fácil habría sido decirle que se fuera al cuerno; y después de todo, la presencia de Blobel —y, más aún, vestido con su uniforme de coronel del SD— iba en contra de todo lo que había acordado con Goebbels. Pero como quería que ese tipo se largara del bosque de Katyn lo antes posible, tomé la decisión de contestar a sus preguntas y cooperar con su misión, hasta donde me fuera posible. Lo último que deseaba era que Blobel causara problemas en el cuartel general de la Gestapo, que Blobel hiciera caer sobre nuestras cabezas todo el peso de la autoridad de Müller porque yo mismo o algún otro lo hubiera obstaculizado o, peor aún, que Blobel siguiera allí al día siguiente, cuando llegara a Smolensk la delegación polaca.
Me dio la impresión de que se relajaba un poco después de mi triste broma, y sacó del bolsillo una petaca de acero ondulado casi del tamaño del soporte para el filtro de la máscara antigás de un soldado. Desenroscó el tapón y me ofreció la petaca. Como detective de homicidios, me atenía a la regla de no beber nunca con mis clientes, pero hacía mucho tiempo que no era capaz de mantenerme a la altura de ese comportamiento. Además, era schnapss del bueno, y un buen lingotazo me ayudó a mitigar el efecto sobre mi estado de ánimo causado por su compañía, por no hablar del asunto de exhumar a cuatro mil víctimas de asesinato. El hedor a podredumbre humana siempre estaba presente, y nunca pasaba mucho rato cerca de la fosa principal sin encender un pitillo o taparme la nariz y la boca con un pañuelo empapado en colonia.
—¿En qué le puedo ayudar, coronel?
—¿Puedo hablarle con franqueza?
Volví la vista hacia la escena que se desarrollaba delante de nosotros: docenas de prisioneros de guerra rusos se afanaban en cavar lo que ahora se conocía como la Fosa Número Uno: una trinchera en forma de L que medía veintiocho metros de largo por dieciséis de ancho. En torno a doscientos cincuenta cadáveres yacían en la hilera superior, pero habíamos calculado que inmediatamente debajo de esa yacían por lo menos mil cadáveres más. Ahora que la tierra se había deshelado, cavar era bastante fácil; lo difícil era sacar los cuerpos de una pieza, y había que tener mucho cuidado a la hora de transportar un cadáver de la fosa a una camilla, lo que requería el esfuerzo de cuatro hombres al mismo tiempo.
—No creo que a ellos les importe —señalé.
—No, seguramente no. Pues bien, como quizá ya sabe, hace dieciocho meses, como parte de la Operación Barbarroja, se llevaron a cabo ciertas acciones policiales por Ucrania y el oeste de Rusia. Miles de judíos autóctonos fueron, por así decirlo, permanentemente reubicados.
—¿Por qué no decir «asesinados»? —Me encogí de hombros—. Se refiere a eso, ¿no?
—Muy bien. Digamos que fueron asesinados. En el fondo me da igual cómo lo describamos, capitán. A pesar de lo que pueda haber oído, esos asuntos no tuvieron nada que ver conmigo. Y lo que ahora tiene más importancia es lo que hagamos al respecto.
—Yo diría que ya es un poco tarde para lamentarse, ¿no cree?
—Se equivoca conmigo. —Blobel echó otro trago de la petaca—. No estoy aquí para justificar lo que ocurrió. Personalmente, fui incapaz de participar en esas horrendas acciones por razones humanitarias evidentes y me vi obligado a regresar a casa desde el frente, motivo por el que el general Heydrich me colmó de improperios y me acusó de ser un marica que solo servía para fabricar porcelana. Esas fueron sus palabras.
—Heydrich siempre tuvo un pico de oro —reconocí.
—No mostró la más mínima compresión conmigo. Y eso después de todo lo que había hecho por el escuadrón de seguridad.
Vacilé en hacer otro comentario burlón. ¿Cabía la posibilidad de que hubiera juzgado mal a Paul Blobel? ¿Que no fuera el sangriento criminal de guerra que se rumoreaba? ¿Que él y yo tuviéramos tal vez algo en común? Al oír a Blobel relatar cómo había sido tratado el año anterior a manos de Heydrich, no pude por menos de pensar que, por comparación con él, a mí me había sonreído la suerte. ¿O no era más que un embustero desvergonzado? Siempre era difícil decirlo con mis colegas de la RSHA.
—Mi cometido operativo aquí tiene que ver únicamente con la salud pública —aseguró—. No me refiero a esa salud pública metafórica de la que se habla en las estúpidas películas de propaganda, ya sabe, las que equiparan a los judíos con alimañas. No, le hablo de problemas sanitarios ambientales de verdad. El caso es que muchas de las fosas comunes que quedaron tras esas acciones policiales especiales amenazan con causar graves problemas de salud en tierras que, con el tiempo, se espera que sean cultivadas por emigrantes alemanes. Algunas fosas se han convertido en riesgos ambientales sumamente palpables y ahora amenazan con causar un desastre ecológico en las áreas circundantes. Lo que intento decir es que los fluidos de los cadáveres se han filtrado a la capa freática y ahora ponen en peligro los pozos locales y el agua potable. Por consiguiente, el general Müller me ha encargado la tarea de exhumar parte de esos cadáveres y deshacerme de ellos con la mayor eficiencia posible. Y el motivo de mi presencia aquí, en el bosque de Katyn, es ver si podemos aprender algo de los soviéticos sobre la eliminación de grandes cantidades de personas muertas.
Encendí un pitillo. El humo del tabaco no solo me ayudaba a lidiar con el hedor de la exhumación, sino también con las moscas; empezaban a resultar insoportables, y aún no era más que abril. Dyakov me había dicho que, según creía, el peor mes para las moscas en Smolensk era mayo. Buhtz había renunciado a prohibir que se fumara en el escenario. Nadie había contado con la tenacidad de las moscas, y fumar era prácticamente lo único que las mantenía a raya. Casi todos los prisioneros de guerra rusos trabajaban en la Fosa Número Uno con un cigarrillo permanentemente en la boca, lo que para algunos era remuneración suficiente por la desagradable tarea que se les imponía.
—El asuntó está como se puede ver —dije—. Todas las víctimas, hasta la fecha, fueron ejecutadas exactamente de la misma manera. Y subrayo lo de exactamente: con escasos centímetros de diferencia, de muy cerca y en la misma protuberancia en la base del cráneo. Casi todos los orificios de salida están entre la nariz y el nacimiento del pelo. Sin duda, los hombres de la NKVD que llevaron a cabo esta acción especial en particular habían hecho esto mismo en muchas ocasiones. De hecho, lo habían hecho tantas veces que habían perfeccionado dónde y cómo caerían los cuerpos en la fosa. En realidad podría decirse con certeza absoluta que no dejaron que ninguno cayese simplemente como un perro muerto. Por lo visto, la cabeza de los de cada hilera descansa entre los pies de los hombres que están debajo, y no hay nada que no estuviera sujeto a planificación. Cuando todos ya estaban muertos, o al menos habían recibido un disparo, les echaron encima toneladas de arena con un bulldozer, lo que contribuyó a comprimir los cadáveres, de manera que formaran una enorme masa momificada. Al parecer la NKVD había perfeccionado incluso el proceso de descomposición. Los fluidos de los cadáveres parecen haber formado una especie de sello hermético en torno a la masa. Al final, replantaron abedules encima de la fosa. Es todo sumamente metódico, y nuestro mayor problema por lo que a la exhumación respecta es el agua de la superficie, resultante de la nieve derretida, que ha inundado las fosas y ahora provoca que todo huela tan mal. Hace unas semanas, en este preciso lugar, habría percibido el perfume de una chica a treinta metros de distancia. Ahora, como sin duda podrá juzgar usted mismo, huele como el pozo más profundo del infierno.
Blobel asintió, pero el hedor no parecía molestarle lo más mínimo.
—Sí, todo tiene un aspecto sumamente bien organizado ahí abajo —reconoció—. Yo antes trabajaba como arquitecto y he visto cimientos de edificios que no estaban tan bien hechos como esta fosa. Lo cierto es que es sorprendente. Uno no puede por menos de preguntarse cómo se descubrió algo tan ingenioso. —Hizo una pausa—. De hecho, ¿cómo se descubrió?
—Por lo visto, parece que un lobo hambriento desenterró un fémur —dije.
—¿De veras se cree eso?
Hice un gesto como para restarle importancia.
—No se me había ocurrido creer otra cosa. Además, en este bosque hay lobos en abundancia.
—¿Ha visto alguno?
—No, pero he oído unos cuantos. ¿Por qué? ¿Tiene alguna teoría alternativa, señor?
—Sí. Saqueadores. Ivanes de la zona en busca de algo de valor. Un reloj o una alianza, incluso un diente de oro. Según mi experiencia, los eslavos son capaces de robar cualquier cosa, aunque para ello tengan que desenterrar unos cuantos cadáveres. Lo he visto en otras ocasiones, en Kiev. Pero eso no tiene nada de nuevo, claro. La gente lleva robando tumbas desde los tiempos de los faraones.
—Bueno, pues aquí han estado perdiendo el tiempo. A estos pobres tipos no les hemos encontrado nada que se pueda considerar un tesoro funerario para la vida de ultratumba. Yo diría que la NKVD los despojó de cualquier cosa de valor.
—Es lo que suelen hacer los comunistas, ¿no? Redistribuir la riqueza.
Blobel celebró su bromita con una sonrisa. Había sido mejor que la mía, pero yo no estaba de humor para sonreír, no con el estómago como lo tenía.
—Dígame, capitán Gunther, ¿van a quemar los cadáveres?
—No —respondí—. Los aspectos políticos de la situación son muy delicados y al parecer descartan esa opción. Eso me han dicho desde el ministerio. Así que hemos decidido dejar esa decisión en concreto a los propios polacos. Tienen que llegar mañana. A mí me parece más probable que los vuelvan a enterrar. Por el momento, al menos.
—¿A todos?
Me encogí de hombros.
—No me corresponde esa decisión, gracias a Dios. No soy más que un policía.
—Eso ya lo he oído antes. —Blobel sonrió de nuevo—. Aun así —añadió—, quemarlos no es tan sencillo. Sobre todo cuando los cadáveres están mojados. Hágame caso, lo sé. Y naturalmente supone un gasto enorme de leña y gasolina. Pero incluso cuando han ardido hasta casi desaparecer, hay que librarse luego de las cenizas. Eso también hay que cubrirlo. Y, para más inri, hay muy poco tiempo para hacer las cosas como es debido.
—Ah. Y eso, ¿por qué?
—Los rusos están en camino, claro. En menos de seis meses toda esta zona será invadida. Y puede apostar hasta el último marco a que si no quema esos putos cadáveres hasta reducirlos a un manto de ceniza, los rusos harán todo lo que esté en su mano para demostrar que los asesinamos nosotros.
—No le falta razón. —Escupí. Fue eso o una arcada. El hedor estaba afectándome de veras, y también la conversación—. ¿Ya ha visto suficiente? —le pregunté.
—Sí, creo que sí. Ha sido usted muy atento.
—Me alegra oírlo.
Blobel sonrió una vez más.
—Bueno, no puedo quedarme aquí charlando. Tengo que tomar un avión.
—¿Se va tan pronto?
Asintió.
—Eso me temo.
—¿Quiere que lo lleve al aeropuerto? —Estaba ansioso por librarme de él antes de que llegara la delegación polaca.
—Es muy amable por su parte.
—No tiene importancia. ¿Adónde va ahora?
—A Kiev. Luego a Riga. Y luego de regreso a Kulmhof. O Chelmno, como lo llaman la gente de allí.
—¿Qué hay en Kulmhof?
—Nada bueno —repuso Blobel—. Es como un cuadro de Tiziano que hubiera salido mal.
Lo creí. Mucho después llegué a la conclusión de que había sido lo único cierto que me dijo en toda la mañana.