Miércoles, 7 de abril de 1943
En la sala de conciertos Glinka de Smolensk —¿dónde si no?— asistí a un recital de piano y órgano por invitación del coronel Von Gersdorff. En el programa figuraban Bach, Wagner, Beethoven y Bruckner, y en teoría debía tener un efecto reparador en todos los presentes, pero solo consiguió ponernos nostálgicos por no estar en casa y, en mi caso, en Berlín, escuchando música un poco más alegre por la radio. No me hubiera importado oír un par de temas de Bruno y sus Swinging Tigers. Naturalmente, como el aristócrata que era, Von Gersdorff tenía una Cruz de Hierro en música clásica. Incluso se trajo una partitura de coleccionista encuadernada en cuero que siguió durante El clave bien temperado de Bach, cosa que me pareció no solo redundante sino también un poco ostentoso: algo así como llevarse las reglas del juego a un partido de fútbol.
Tras el recital fuimos a tomar una copa al bar de oficiales, en la Offizierstrasse, donde en un rincón tranquilo que daba la impresión de estar a un millón de kilómetros de la bolera del Club Alemán de Berlín, el coronel me dijo que había recibido un telegrama en el que se le informaba de que Hans von Dohnanyi y el pastor Dietrich Bonhoeffer habían sido por fin detenidos por la Gestapo y estaban ahora presos en la Prinz Albrechtstrasse.
—Si torturan a Hans podría hablarles de la bomba del Cointreau y de mí, del general Von Tresckow y de todo lo demás —dijo, incómodo.
—Sí, podría ser —convine—. De hecho, es muy probable. No hay muchos hombres capaces de soportar un interrogatorio de la Gestapo.
—¿Cree que los están torturando? —indagó.
—¿Conociendo a la Gestapo? —Me encogí de hombros—. Depende.
—¿De qué?
—De lo poderosos que sean sus amigos. Debe entender que los de la Gestapo son unos cobardes. No someterán a alguien a semejante calvario si está especialmente bien relacionado. Al menos hasta que hayan leído la partitura tan a fondo como usted en la sala de conciertos. —Meneé la cabeza—. Por lo que respecta al pastor, no estoy tan seguro…
—Su hermana Christel está casada con Hans. Su madre es la condesa Klara von Hase, que era nieta de Karl von Hase, pastor del káiser Guillermo II.
—No me refería a esa clase de contactos —maticé por cortesía—. ¿Hasta qué punto es su amigo Hans von Dohnanyi íntimo del almirante Canaris?
—Lo bastante para que algo así perjudique a ambos. Canaris lleva ya tiempo en la lista de enemigos del SD. Igual que el jefe de Hans, el general Oster.
—No me extraña. A la RSHA nunca le ha gustado compartir responsabilidades en cuestiones de inteligencia y seguridad. Bueno, ¿qué me dice del Ministerio de Justicia? Von Dohnanyi trabajó allí, ¿no?
—Sí. Fue consejero especial del ministro del Reich Gürtner, entre 1934 y 1938, y llegó a conocer a Hitler, Goebbels, Göring y Himmler, la pandilla infernal al completo.
—Eso le será útil, desde luego. No torturarán a alguien que se saludaba con el mismísimo Führer hasta que estén totalmente seguros. Igual ese tal Gürtner también pueda echarle una mano.
—Me temo que no. Murió hace un par de años. Pero Hans conoce a Erwin Bumke muy bien. Es un alto juez nazi, pero seguro que procurará ayudar a Hans, si es que puede.
Me encogí de hombros.
—Entonces no carece por completo de amigos. Eso disuadirá a la Gestapo, no me cabe duda. Además, Von Dohnanyi es un aristócrata y forma parte del ejército, y el ejército cuida de los suyos. Es probable que el ejército insista en que sea sometido a un consejo de guerra.
—Sí, es verdad —dijo Von Gersdorff, con un evidente gesto de alivio en su atractivo semblante—. Hay figuras de peso en la Wehrmacht que intentarán interceder por él, aunque sea con discreción. El tío del general Von Tresckow, el mariscal de campo Von Bock, por ejemplo. Y el mariscal de campo Von Kluge, claro está.
—No —dije—. Yo no contaría en absoluto con Hans el Astuto.
—Tonterías —repuso Von Gersdorff—. Es posible que Von Kluge sea un tanto prusiano por lo que respecta a su sentido del deber y el honor, pero creo firmemente que Günther es un buen hombre. Henning von Tresckow lleva más de un año siendo su oficial en jefe de operaciones y…
Negué con la cabeza.
—Vamos a tomar un poco el aire.
Salimos y fuimos caminando por la Grosse Kronstädter Strasse hasta el muro del Kremlin de Smolensk. Contra un cielo morado rebosante de estrellas, la fortaleza parecía hecha de pan de jengibre, como una de esas casitas que comía todas las Navidades cuando era niño. En el frío silencio, encendí una cerilla contra el ladrillo, prendimos unos pitillos y le conté lo que me había dicho Martin Quidde.
—No me lo puedo creer —protestó Von Gersdorff—. No de un hombre como Günther von Kluge. Es de una familia sumamente distinguida.
Me eché a reír.
—¿De veras cree que eso tiene importancia? ¿El antiguo código aristocrático?
—Claro que sí. Debe tenerla. Sí, ya veo que le parece gracioso, pero yo he creído en ello toda mi vida. Y creo firmemente que será precisamente eso lo que salvará a Alemania del desastre absoluto.
Me mostré escéptico.
—Es posible. Pero sigo teniendo razón en lo tocante a Von Kluge. No se puede confiar en él.
—No, se equivoca. Conoce a mi padre. Son de la misma parte de Prusia Occidental. No hay tanta distancia entre Lubin y Posen. Ese cabo suyo tiene que equivocarse.
—No se equivoca —dije—. En absoluto.
—¿Está seguro?
—Del todo. No la he oído, pero asegura que hay una grabación de la conversación que mantuvo Hitler aquí, en Smolensk, con Von Kluge, en Krasny Bor.
—Dios santo, ¿dónde?
—Está a salvo. —Saqué la cinta del bolsillo del abrigo y se la entregué.
Von Gersdorff la miró un momento sin acabar de comprender y meneó la cabeza. Al cabo, dijo:
—Bueno, si es cierto, aclararía muchas cosas, como por qué Günther cambió de parecer respecto a lo de matar a Hitler en el último momento. Ahora se explican tantas evasivas. Todas esas objeciones quisquillosas. Es cierto, Henning aún no se lo ha perdonado. Pero esto, esto es distinto por completo. Es totalmente despreciable.
—No podría estar más de acuerdo.
—¡Maldito bastardo! Y pensar que Henning vetó poner una bomba en Krasny Bor para que no perdiera la vida Günther. Podríamos habernos librado de Hitler allí, sin la menor duda. Ya ve que el problema es siempre el mismo: alejar a Hitler de su cuartel general, donde siempre está estrechamente protegido. No creo que volvamos a tenerlo a nuestro alcance en solitario como en esa ocasión. Maldita sea.
—Sí, es una pena.
—Ese cabo —preguntó Von Gersdorff—, ¿es de confianza?
—Ahora sí —repuse.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque está muerto. Le pegué un tiro. El muy idiota amenazaba con poner esta grabación en conocimiento de toda clase de gente. Bueno, ya imagina el resultado que eso hubiera tenido. Al menos supongo que lo imagina. Si no es capaz, entonces tal vez no tiene un carácter tan conspiratorio como creo que debería. Ni tan despiadado.
—¿Lo asesinó?
—Si prefiere decirlo así. Sí, lo asesiné. No tuve otra opción que matarlo.
—A sangre fría.
—Y eso lo dice el hombre que iba a hacer saltar por los aires a Hitler un domingo.
—Sí, pero Hitler es un monstruo. Ese hombre que mató no era más que un cabo.
—Según recuerdo, Hitler también fue cabo. ¿Y qué me dice de su bomba del Cointreau? No hubiera muerto solo Hitler, sino también su piloto, su fotógrafo y su maldito perro, por lo que yo sé.
Esbocé una sonrisa torcida, disfrutando casi de su incomodidad aprensiva, y luego expuse una posible concatenación de acontecimientos que incluía la posibilidad de que el mariscal de campo Von Kluge, en una situación comprometida, fuera interrogado por la Gestapo y, por puro pánico, los informase de todo lo que sabía acerca de todas las tramas del ejército para matar al Führer que se habían ideado en Smolensk. Como explicación teológica, es posible que no hubiera satisfecho a Platón o a Kant, pero fue suficiente para atajar cualquier reparo que pudiera poner mi amigo, tan quisquilloso en esos asuntos.
—Sí, ya veo lo que podría haber ocurrido —reconoció Von Gersdorff—. Pero suponga que alguien investiga la muerte de ese hombre. Entonces, ¿qué?
—Suponga que deja usted que me ocupe yo de eso.
Regresamos a su coche y luego volvimos a Krasny Bor. La carretera nos llevó por delante del bosque de Katyn, ahora iluminado por focos y estrechamente vigilado para evitar saqueos, aunque por lo visto los guardias no disuadían de ir a echar un vistazo a los vecinos de la zona y los soldados alemanes fuera de servicio: durante el día, el bosque era visitado por un montón de curiosos que iban a contemplar las exhumaciones detrás de un acordonamiento, pues Von Kluge se había negado a prohibirles el acceso al escenario.
—¿Qué tal van las excavaciones? —preguntó.
—No muy bien —dije—. Muchos cadáveres que hemos exhumado hasta el momento han resultado ser polacos de habla alemana. Oficiales Volksdeutsche de la ribera occidental del río Oder, que es su territorio, ¿no?
—¿Polacos silesios, dice?
—Así es. Lo mismo que habría sido usted si su familia hubiese hecho fortuna un poco más hacia el este. Me preocupa un tanto que este asunto no lo encaje bien la delegación polaca cuando llegue aquí pasado mañana. Tal vez dé la impresión de que solo nos interesamos porque eran Volksdeutsche. Como si nos hubiera importado un carajo en el caso de que fueran polacos al cien por cien.
—Sí, ya veo que puede resultar incómodo.
—Y desde luego no nos ha beneficiado mucho que alguien en Berlín revelase que esos hombres fueron los mismos que los soviéticos tuvieron retenidos en dos campos: Starobelsk y Kozelsk. Doce mil en total. Ahora estoy casi seguro de que, unos centenares arriba o abajo, solo hay cuatro mil hombres enterrados en el bosque de Katyn. Ni uno solo de los que hemos encontrado estuvo en Starobelsk.
Von Gersdorff meneó la cabeza.
—Sí, me he enterado por el profesor Buhtz.
—Ese tipo siempre está dando buenas noticias. Aún tiene que encontrar a un oficial polaco que fuera ejecutado con un arma rusa.
—Pues me temo que hay más malas noticias. He recibido un teletipo de Tirpitzufer, en Berlín. La Abwehr me ha avisado de que podemos esperar una visita mañana en el bosque de Katyn, aunque no puedo por menos de decir que no es una visita precisamente distinguida. Cualquier cosa menos eso.
—¿Ah? ¿De quién se trata?
—No le va a hacer ninguna gracia.
—¿Sabe una cosa, coronel? Empiezo a acostumbrarme.