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Jueves, 1 de abril de 1943

A la mañana siguiente fui a ver al doctor Batov a la Academia Médica Estatal de Smolensk. A estas alturas había empezado a reconocer el edificio de color canario como típicamente soviético, uno de esos hospitales enormes en torno al que probablemente giraba el ambicioso plan quinquenal de algún comisario no menos ambicioso para tratar a enfermos y heridos rusos. En los tablones de anuncios en la inmensa sala de recepción seguía habiendo notas amarillentas en caracteres cirílicos alardeando de la eficiencia del personal médico de Smolensk y de cómo el número de pacientes tratados había aumentado año tras año, como si los enfermos hubieran sido otros tantos tractores. Teniendo en cuenta lo que ahora sabía sobre Stalin, me pregunté qué hubiera pasado en el caso de que el número de pacientes tratados hubiese descendido. ¿Habrían llegado los comunistas a la conclusión de que la salud de los rusos estaba mejorando? ¿O habrían fusilado al director de la Academia Médica por no alcanzar sus objetivos? Era un interesante dilema y señalaba una diferencia real entre el nazismo y el comunismo como formas de gobierno: no había lugar para el individuo en la Rusia soviética; por el contrario, no todo en Alemania estaba controlado por el Estado. Los nazis nunca fusilaban a nadie por ser estúpido, ineficiente o simplemente desafortunado. En términos generales, mientras que los nazis buscaban una razón para fusilarte, los comunistas te fusilaban de mil amores sin razón alguna. Aunque si van a fusilarte de todos modos, ¿qué más da?

Batov estaba ausente de su despacho de la sexta planta, y al no verlo en su laboratorio pregunté a un sanitario alemán de aspecto hastiado si sabía dónde podía encontrarle. Me dijo que hacía un par de días que no lo veía por el hospital.

—¿Está enfermo? ¿Está en casa? ¿Se ha tomado unos días libres?

El sanitario se encogió de hombros.

—No lo sé, señor. Pero lo cierto es que no es propio de él. Es posible que sea un Iván, pero nunca he conocido a un hombre más entregado a sus pacientes. No solo a sus pacientes, sino también a los nuestros. Tenía que haber operado a uno de nuestros hombres ayer por la tarde y no se presentó. Y ahora ese hombre ha muerto. Así que ya puede sacar usted sus propias conclusiones.

—¿Qué dicen las enfermeras rusas?

—No sabría decírselo, señor. Ninguno de los alemanes slyuni mucho Popov y ellos no slyuni nada de alemán. Andamos faltos de personal. La mitad de los sanitarios han sido destinados al sudoeste, a un sitio llamado Prójorovka. Batov era prácticamente el único capaz de darnos indicaciones de tipo quirúrgico.

—¿Qué hay en Prójorovka?

—Ni idea, señor. Lo único que sé es que está cerca de una ciudad llamada Kursk. Pero todo es tan secreto que no debería haberlo mencionado. No dijeron adónde iban ni siquiera a nuestros propios hombres. Si lo averigüé fue solo porque se llevaron del almacén varias cajas grandes de vendas y alguien había escrito su destino en un lado.

—Supongo que no se habrán llevado a Batov con ese destacamento, ¿verdad?

—Ni pensarlo, señor. Es imposible que reclutaran a un Iván.

—Bueno, entonces más vale que lo busque en su casa, supongo.

—Si lo ve, dígale que se dé prisa en volver. Lo necesitamos más que nunca, ahora que nos falta personal.

Fue entonces cuando se me ocurrió ir a buscar a Batov a la habitación privada donde cuidaban de Rudakov, pero estaba vacía y la silla de ruedas en la que había visto sentado al paciente había desaparecido. No parecía que hubiera dormido nadie en la cama, e incluso el cenicero tenía aspecto de no haberse usado desde hacía tiempo. Posé la mano encima de la radio, que la última vez estaba encendida, y la noté fría. Miré la foto de Stalin pero no me dio ninguna pista. Me miró recelosamente con sus ojos oscuros y mates, y cuando metí la mano por detrás del retrato en busca de la fotografía de los tres miembros de la NKVD y comprobé que no estaba, empecé a tener un mal presentimiento.

Salí del hospital y conduje a toda velocidad hasta el edificio de apartamentos de Batov. Pulsé el timbre y llamé a la puerta con los nudillos, pero Batov no contestó. La señora del piso de abajo tenía una trompetilla que parecía sacada del museo de Beethoven en Bonn, y no hablaba ni palabra de alemán, pero no le hizo falta. Mi identificación fue suficiente para que diese por sentado que era de la Gestapo, supongo —desde luego se persignó unas cuantas veces, tal como Batov dijo que haría— y no tardó en buscar unas llaves para abrirme la puerta del apartamento de Batov.

En cuando la señora abrió la puerta supe que algo no iba bien: todos los preciados libros que el médico tenía tan cuidadosamente ordenados estaban ahora por el suelo, y al percibir que estaba a punto de descubrir algo horrible —había un tenue olor agridulce, a putrefacción— cogí la llave y despaché a la babushka, y luego cerré la puerta a mi espalda.

Entré en la sala de Batov. La estufa alta de cerámica del rincón seguía templada, pero el cuerpo inmóvil de Batov ya no lo estaba. Yacía boca abajo, en el suelo sin moqueta, debajo de algo parecido a un edredón hecho a base de libros desperdigados, periódicos y cojines. En la cara interna del cuello tenía una herida como una tajada de sandía. Le habían metido un calcetín en la boca magullada y amoratada y, a juzgar por los dedos que le faltaban en la mano derecha, saltaba a la vista que alguien había estado preparándole para que interpretara el concierto para piano de Ravel con la izquierda en el piano vertical que había junto a la ventana o —quizá lo más probable— lo había estado torturando metódicamente: cuatro dedos y un pulgar cortados estaban dispuestos formando una hilera sobre la repisa de la chimenea como otras tantas colillas. Me pregunté por qué habría aguantado algo semejante tumbado en el suelo hasta que vi la aguja hipodérmica que tenía clavada en el muslo y supuse que le habían inyectado alguna clase de relajante muscular de los que usan en los quirófanos, y que quien lo había hecho sabía lo que hacía. Debía de haber sido la suficiente cantidad como para inmovilizarlo pero no lo bastante para mitigar el dolor.

¿Habría revelado la información que había dado lugar a semejante tratamiento? Teniendo en cuenta cómo habían revuelto el apartamento y el número de dedos expuestos, no parecía muy probable. Si alguien puede soportar perder más de un dedo, cabe suponer que será capaz de aguantar que le corten los cinco.

—Lo siento —dije en voz alta, porque tenía la intensa sensación de que el sufrimiento y la muerte de Batov los había ocasionado la información que él me había prometido: las pruebas fotográficas y documentales de lo que ocurrió exactamente en el bosque de Katyn—. Lo siento de verdad. Si hubiera venido ayer, tal como tenía previsto, tal vez usted seguiría vivo.

Por supuesto, ya se me había pasado por la cabeza que la ausencia del teniente Rudakov de su habitación en la Academia Médica era indicio de que había corrido una suerte igual de horrorosa, pero fue ahora cuando empecé a preguntarme hasta qué punto había estado de veras discapacitado. ¿Cabía la posibilidad de que Rudakov hubiera engañado a Batov haciéndole creer que estaba más grave de lo que en realidad estaba? ¿Qué mejor manera de ocultarse de sus colegas de la NKVD que fingiendo una discapacidad mental? En cuyo caso, ¿no era perfectamente posible que el doctor Batov hubiera sido asesinado por el mismo hombre a quien había intentado proteger? ¿Y acaso no era la vida así de injusta en ocasiones?

Entré en el dormitorio. No conocía a la única hija de Batov. Ni siquiera sabía su nombre. Lo único que sabía en realidad sobre esa chica era su edad y que no llegaría a cumplir los dieciséis años ni a bailar El lago de los cisnes en París. Como detective de homicidios había visto numerosos cadáveres, muchos de ellos de mujeres, y naturalmente es cierto que la guerra me había insensibilizado más aún al espectáculo de la muerte violenta, pero nada me había preparado para la abrumadora visión que me salió al encuentro en ese dormitorio.

La hija de Batov había sido atada a las cuatro esquinas de la cama y torturada con un cuchillo, igual que su pobre padre. El asesino le había hecho un corte horizontal en la nariz y le había cortado las dos orejas antes de abrirle las venas de un brazo. Seguía con un par de botas de goma puestas. Lo más probable es que hubiera llegado al apartamento después de que el asesino no hubiese logrado la información que quería sacarle a su padre, y el tipo había tirado de cuchillo con la hija, que también tenía un calcetín en la boca para sofocar sus gritos más desgarradores. Pero ¿dónde estarían las orejas?, me pregunté.

Al cabo, las encontré en el bolsillo del pecho de la chaqueta del muerto, como si el asesino las hubiera llevado a la otra habitación, una tras otra, antes de que Batov le dijera lo que quería saber exactamente.

Me bastó con echar un vistazo al otro dormitorio para confirmar con toda seguridad que Batov había hablado. Habían descolgado un retrato de Lenin de la pared, que ahora estaba apoyado en ella. El espacio que antes cubría lucía ahora varios ladrillos arrancados como si del centro de un rompecabezas se tratara. En el escondite rectangular —que tenía más o menos la altura y la anchura de un buzón— había espacio suficiente para haber ocultado los libros mayores y las fotos que el doctor Batov prometió darme.

En el cuarto de baño me bajé los pantalones y me senté en el retrete para pensar un poco con un par de cigarrillos. Sin la distracción sanguinolenta de los dos cadáveres era más fácil reflexionar acerca de lo que sabía y lo que creía saber.

Sabía que los dos llevaban muertos poco más de un día: el cadáver de Batov había quedado cubierto por libros y periódicos, lo que suponía que las moscas lo había tenido más difícil para acceder a él, pero ya había masas de huevecillos diminutos de los que aún tenían que salir gusanos cubriendo los párpados de la chica. Dependiendo de la temperatura, de los huevos de mosca acostumbraban a eclosionar larvas en veinticuatro horas, sobre todo cuando el cadáver se encontraba bajo techo, donde todo está más caliente, incluso en Rusia. Lo que en conjunto significaba que quizá había muerto la víspera por la tarde.

Sabía que era una pérdida de tiempo preguntarle a la señora del piso de abajo si había visto u oído algo. Por un lado mi ruso no estaba a la altura de un interrogatorio y, por otro, la trompetilla que llevaba consigo no hacía augurar nada bueno. Como detective, había visto testigos más prometedores en el depósito de cadáveres. Aunque no es que me sintiera precisamente como un detective de homicidios después de haber asesinado a Martin Quidde.

Me preguntaba una y otra vez si podría haber hecho algo, lo que fuera, para evitarlo, pero una y otra vez me topaba con la misma respuesta: que si Quidde se hubiera ido de la lengua sobre lo que sabía ante cualquiera de la Gestapo, la policía militar, la Kripo, las SS o incluso la Wehrmacht, habría sido el mejor modo de dar al traste con cualquier posibilidad de que Von Gersdorff —o alguno de sus colegas— terminara con la vida de Hitler. Ninguna vida —ni la de Quidde ni desde luego la mía— era más importante que eso. Por la misma razón, era consciente de que tendría que contarle a Von Gersdorff lo de Quidde y la grabación para demostrarle que ya no se podía confiar en Von Kluge.

Sabía que el asesino de Batov disfrutaba usando un cuchillo: un cuchillo es un arma tan íntima que es necesario disfrutar con los daños que se le pueden infligir a otro ser humano. No es un arma para pusilánimes. Yo habría dicho que el que había asesinado a Batov y su hija era el mismo que asesinó a los dos operadores, Ribe y Greiss —el modo en que les habían cortado el cuello era similar—, pero los móviles parecían totalmente distintos.

Sabía que tenía que encontrar a Rudakov aunque estuviera muerto para descartarlo como sospechoso. Rudakov había oído todo lo que me dijo Batov sobre las pruebas documentales y fotográficas de la masacre de Katyn, y se había enterado del trato que exigía Batov. Si no era motivo suficiente para que un antiguo oficial de la NKVD asesinara a un hombre y su hija, no sabía qué podía serlo. Si había matado él a los Batov, supuse que se habría largado hacía tiempo, y que no era muy probable que la policía militar atrapase a alguien lo bastante ingenioso como para haber fingido una discapacidad mental durante casi dieciocho meses.

Sabía que ahora tenía que ir a la Kommandatura y dar parte de los asesinatos, de modo que la policía militar y los polis rusos pudieran acudir al lugar del crimen. La muerte se había cebado con tanta gente en Smolensk y sus alrededores que el teniente Voss se preguntaría si el homicidio estaba volviéndose contagioso en el óblast bajo su responsabilidad. Con cuatro mil muertos enterrados en el bosque de Katyn yo también empezaba a tener mis dudas.

Pero sobre todo sabía que tendría un problema de los gordos con el ministro de Información Pública y Propaganda cuando le dijera que las pruebas adicionales que le había prometido sobre lo que había ocurrido con exactitud en el bosque de Katyn habían desaparecido junto con nuestro único testigo en potencia, y que ahora tendríamos que depender de las pruebas forenses y nada más.

En ese sentido, fue una suerte para Goebbels, Alemania y la investigación de Katyn que Gerhard Buhtz fuera un científico forense competente en grado sumo. Mucho más competente de lo que el juez Conrad o yo habíamos previsto.

Yo estaba a punto de descubrir hasta qué punto era competente en realidad.

El comedor de oficiales de Krasny Bor era un sitio bastante coqueto, un poco parecido al comedor de un hotel suizo de provincias, salvo por los camareros rusos, que vestían chaquetillas blancas, y la lustrosa cubertería del regimiento en el aparador. Y salvo porque ningún hotel suizo de provincias —ni siquiera a gran altitud— tenía nubes en su interior: cerca del techo de madera del comedor siempre había una gruesa capa de humo de tabaco como un manto de niebla persistente sobre un aeródromo. A veces me recostaba en la silla, contemplaba el aire viciado y gris e intentaba imaginarme de nuevo en el restaurante Horcher, en Berlín, o incluso en La Coupole de París. La comida en Krasny Bor era tan abundante como en el Bendlerblock, y con una buena carta de vinos y una selección de cervezas que habría sido la envidia de cualquier restaurante de Berlín, era con diferencia la mayor ventaja de estar en Smolensk. El chef era un tipo de Brandenburgo con talento, y a los berlineses como yo siempre se nos despertaba el entusiasmo cuando sus dos mejores platos —Königsberger Klopse y pastel de lamprea— estaban en el menú. Así que no me hizo ninguna gracia que cuando acababa de pedirle la comida al camarero viniera un ordenanza a decirme que el profesor Buhtz requería urgentemente mi presencia en su cabaña laboratorio. Podría haberle pedido al ordenanza que le dijese a Buhtz que aguardara hasta después de comer de no ser porque Von Kluge estaba sentado a la mesa de al lado y había oído los detalles del mensaje, que, después de todo, provenía de alguien con rango de comandante en la Wehrmacht. Von Kluge siempre era muy prusiano con esas cosas y no veía con buenos ojos a los oficiales de menor rango que se zafaban de sus deberes para llenar el estómago. Era abstemio y, a diferencia de todos los demás, no estaba muy interesado en los placeres de la buena mesa. Supongo que pensaba más en los placeres de su cuenta bancaria. Así que me levanté y fui en busca del patólogo forense.

Su laboratorio provisional era fácilmente identificable gracias a la moto BMW aparcada justo delante. Era una de las cabañas más grandes en el perímetro exterior del cuartel general del ejército en Krasny Bor. Estaba al tanto de que Buhtz contaba con un laboratorio más amplio y mucho mejor equipado en el hospital de la ciudad, cerca de la estación de ferrocarril, pero se sentía más seguro trabajando en Krasny Bor, debido a que el otoño anterior unos médicos alemanes que trabajaban en el hospital de Vitebsk habían sido secuestrados, mutilados genitalmente y luego asesinados por los partisanos.

Para mi sorpresa, me encontré al profesor en compañía de Martin Quidde, cuyo cadáver yacía ahora en un ataúd abierto en el suelo de madera. Una tosca línea de puntos de sutura en forma de Y le recorría el torso igual que las vías del trenecito eléctrico de un niño, y la parte superior del cráneo lucía la línea morada reveladora de que había sido retirada y luego vuelta a colocar como la tapa de un bote de té. Pero no era de Quidde de lo que Buhtz quería hablar conmigo en confianza. Al menos no de inmediato.

—Lamento interrumpir su comida, Gunther —se disculpó—. No quería abordar esto delante de todo el mundo en el comedor.

—Probablemente tiene razón, señor. Nunca es buena idea abordar asuntos forenses cuando otros intentan comer.

—Bueno, es muy urgente. Por no decir delicado. Y no me refiero al estómago de nuestros compañeros.

—¿De qué se trata? —pregunté aparentando tranquilidad.

Se quitó el delantal de cuero y me llevó hasta un microscopio junto a una ventana cubierta de escarcha.

—¿Recuerda el cráneo que recogí en el bosque de Katyn? ¿Su polaco muerto?

—¿Cómo lo iba a olvidar? Salvo en una obra de William Shakespeare no se suele ver a nadie con una cabeza medio descompuesta debajo del brazo.

—A ese oficial polaco no le dispararon, como hubiera cabido esperar, con una pistola rusa como una Tokarev o una Nagant.

—Yo hubiera dicho que el orificio era muy pequeño para tratarse de un rifle —murmuré.

Buhtz encendió una lámpara cerca del microscopio y me invitó a echar un vistazo al casquillo.

—No, desde luego, tiene usted razón —dijo mientras yo miraba por el ocular—. Toda la razón. En la parte inferior del casquillo que encontró su amigo ruso, Dyakov, en la fosa común se aprecia la marca de fábrica y el calibre claramente visibles en el metal.

Se estaba poniendo la guerrera mientras hablaba. Yo diría que abriendo de arriba abajo al cabo Quidde se le había abierto también el apetito.

—Sí —dije—. Geco 7,65. Maldita sea, es de la fábrica Gustav Genschow de Durlach, ¿no?

—Es usted un auténtico detective, ¿eh? —comentó Buhtz—. Sí, es un casquillo alemán. Un 7,65 no encaja en una Tokarev ni en una Nagant. Para esas pistolas solo vale la munición del calibre 7,62. Pero la munición del 7,65 sí sirve para una Walther como la que apuesto a que lleva usted bajo el brazo.

Me encogí de hombros.

—¿Adónde quiere ir a parar? ¿A que fueron fusilados por alemanes después de todo?

—No, no. Lo que digo es que les dispararon con armas alemanas. Casualmente sé que, antes de la guerra, esa fábrica exportaba armas y munición a los Ivanes de los estados bálticos. Las Tokarev y las Nagant están bien dentro de sus limitaciones. De hecho, la Nagant se puede utilizar con silenciador, a diferencia de cualquier otra pistola, y a muchos escuadrones de la muerte de la NKVD les gusta usarla cuando tienen que hacer su trabajo en silencio. Pero si uno quiere cumplir su tarea con la mayor eficiencia y rapidez posible, y le trae sin cuidado hacer ruido —y no veo por qué tendría que haberles importado especialmente, en mitad del bosque de Katyn—, entonces la Walther es el arma más indicada. No lo digo por dármelas de patriota. En absoluto. La Walther no falla ni se encasquilla. Si quiere matar a cuatro mil polacos en un fin de semana necesita pistolas alemanas. Y yo diría que todos esos cuatro mil individuos fueron ejecutados de la misma manera.

Recordé entonces que Batov había descrito un maletín lleno de pistolas automáticas, y supuse que debían de ser las Walther.

—Eso complica considerablemente sostener que fueron fusilados por los Ivanes —señalé—. Se espera la llegada de una delegación de polacos de renombre provenientes de Varsovia, Cracovia y Lublin la semana que viene, incluidos dos putos generales, y tendremos que decirles que a sus camaradas los ejecutaron con pistolas alemanas.

—El caso es que no me sorprendería que la NKVD utilizara pistolas Walther también por otro motivo. Al margen de su fiabilidad. Creo que igual las usaron para borrar sus huellas. Para que pareciese que lo hicimos nosotros. Por si alguien llegaba a descubrir esta fosa.

Se me escapó un gruñido.

—Qué contento va a ponerse el ministro —comenté—. Por si no tuviera ya suficiente.

Le hablé de Batov y las pruebas documentales que ya no obraban en nuestro poder.

—Lo siento —dijo Buhtz—. Aun así voy a pedir al ministerio que telefonee a la fábrica Genschow y compruebe sus registros de exportación. Es posible que puedan ubicar una remesa de munición similar.

—Pero ha dicho que es munición alemana estándar, ¿no?

—Sí y no. Llevo trabajando en el campo de la balística desde 1932 y, modestia aparte, soy un experto en la materia. Le puedo asegurar, Gunther, que, si bien el calibre se ciñe a un mismo estándar, con el paso de los años la composición metalúrgica de la munición puede cambiar bastante. Unos años lleva un poco más de cobre; otros puede llevar un poco más de níquel. Y dependiendo de la antigüedad de la munición, podríamos hacernos una idea de cuándo se fabricó, lo que permitiría corroborar el registro de exportación. Si lo logramos, podríamos decir con seguridad que esta bala formaba parte de una remesa de munición exportada a los Ivanes bálticos en 1940, pongamos por caso, cuando teníamos el pacto de no agresión con el camarada Stalin. O incluso antes de la llegada de los nazis al poder, cuando teníamos a esos cabrones amigos de los rojos del Partido Socialdemócrata manejando el cotarro. Sería una prueba documental de que lo hicieron ellos, una prueba casi tan buena como encontrar una bala de fabricación rusa.

No le vi mucho sentido a mencionar mi antigua relación con el Partido Socialdemócrata, así que asentí en silencio y me aparté del microscopio.

—Bueno —continuó Buhtz—, tal vez nos limitemos a informar a la delegación polaca de lo que sabemos sobre los cadáveres encontrados hasta la fecha y lo dejemos ahí por el momento. No tiene sentido hacer especulaciones innecesarias. Teniendo en cuenta las circunstancias, creo que más vale dejar que se ocupen de tanto trabajo como deseen en el escenario real.

—Por mí, muy bien.

—Por cierto, ¿habla usted polaco? —preguntó Buhtz—. Porque yo no.

—Pensaba que había ido usted a la Universidad de Breslau.

—Solo tres años —contestó Buhtz—. Además, es en buena medida una universidad de habla alemana. Sé suficiente polaco para pedir una comida asquerosa en un restaurante, pero cuando se trata de patología y medicina forense, la cosa cambia. ¿Qué me dice de Johannes Conrad?

—No habla ni una palabra de polaco, solo ruso. Él y unos hombres de la policía militar están ocupados interrogando a vecinos de Gnezdovo a ver qué más pueden decirnos sobre lo que pasó. Me parece que Peshkov habla francés además de alemán y ruso, así que nos será de ayuda. Pero el ministerio también nos va a enviar a un oficial de la reserva de Viena que habla polaco bastante bien, el teniente Gregor Sloventzik.

—Con ese apellido, no me extraña —comentó Buhtz.

—Antes era periodista. Por eso lo conocen en el ministerio, creo. Me parece que también habla varios idiomas más.

—Incluyendo el de la diplomacia, espero —dijo Buhtz—. A mí nunca se me ha dado muy bien.

—Pues ya somos dos, profesor. Y desde Múnich, menos aún. Sea como sea, Sloventzik se ocupará de traducir todo lo que usted desee.

—Me alegra oírlo. Ahora mismo lo último que quiero es más confusiones. Me temo que ha sido una mañana de esas. Ese operador que ha encontrado la policía militar, Martin Quidde… —señaló el cadáver tendido en el ataúd cerca de la puerta trasera—, el teniente Voss me ha dado a entender que tanto él como usted creen que su muerte ha sido un suicidio.

—Bueno, sí. Eso creemos. —Me encogí de hombros—. Tenía una automática amartillada todavía en la mano. A falta de un poema aferrado contra el pecho, la cosa estaba bastante clara, diría yo.

—Sería lo más lógico, ¿verdad? —Buhtz sonrió con orgullo—. Pero me temo que no es así. He disparado todo un cargador con esa pistola y ni una sola de las balas coincide con la que he extraído del casco de la víctima. Tiene que ver con lo que le explicaba antes. La bala que le ha atravesado el cráneo era un proyectil estándar de 7,65 milímetros, sí. Pero con un poco más de níquel en la composición, tenía un peso considerablemente mayor. El cabo ha recibido el disparo de un proyectil de setenta y tres gramos, y no de uno normal de sesenta y tres gramos que hay en el cargador de su pistola y que es la munición estándar del 537.º de Telecomunicaciones. Las balas de setenta y tres gramos son las que, por lo general, solo utilizan las unidades de la policía y la Gestapo.

Tenía razón, claro. Y mucho tiempo atrás yo habría estado al tanto de algo así, pero últimamente no. Cuando se ve tanto plomo volando por los aires, pronto deja de importar de dónde procede y cuánto pesa en una balanza.

—Así que alguien ha intentado que su muerte pasara por suicidio, ¿es eso lo que quiere decir? —pregunté, como si en realidad no lo supiera.

—Eso es. —La sonrisa de Buhtz se hizo más amplia—. Y dudo que haya ningún otro hombre en este maldito país que hubiera sido capaz de decírselo.

—Vaya, pues sí que es una suerte. Aunque no creo que al teniente Voss vaya a alegrarle. Aún no ha resuelto los asesinatos de aquellos otros operadores.

—Sin embargo, empieza a apreciarse una suerte de pauta. Me refiero a que alguien se la tiene jurada a esos pobres cabrones del 537.º, ¿no cree?

—¿Ha probado a hacer una llamada telefónica desde aquí? Es imposible. No me extrañaría que fuera ese el móvil. Sin embargo, no creo que un Iván se hubiera molestado en hacerlo pasar por un suicidio, ¿no?

—No me lo había planteado. —Asintió—. Sí, es tranquilizador para los alemanes de esta ciudad, supongo.

—De todos modos, señor, si cometió el asesinato un alemán, podría ser buena idea no mencionar nada de esto a la Gestapo. Por si se les ocurre ahorcar a más rusos como represalia. Ya sabe cómo son, señor. Lo último que nos hace falta es que una comisión internacional llegue a Smolensk y se encuentre un cadalso improvisado con unos cuantos rusos colgando como peras de un árbol.

—Un hombre, un alemán, ha sido asesinado, capitán Gunther. Algo así no se puede pasar por alto.

—No, claro que no, señor. Pero tal vez, hasta que todo esto de la comisión internacional haya concluido, podría ser políticamente ventajoso para Alemania ocultar este asunto bajo un montón de heno en el granero, por así decirlo. Para mantener las apariencias.

—Sí, ya lo entiendo, claro. ¿Sabe qué, capitán…? Usted era comisario de policía, ¿verdad?

Asentí.

—Muy bien. Prometo mantener en secreto el asesinato del cabo Quidde, Gunther, si usted promete encontrar a su asesino. ¿Le parece un trato justo?

Volví a asentir.

—De acuerdo, señor. Aunque no sé muy bien cómo. Hasta el momento se le ha dado muy bien borrar sus huellas.

—Bueno, haga todo lo que esté en su mano. Y si nada da resultado, podemos hacer que todos los hombres que lleven munición policial en la pistola disparen un proyectil contra un saco de arena. Con eso podríamos reducir considerablemente la lista de sospechosos.

—Gracias, señor. Es posible que le tome la palabra.

—Por supuesto. Tiene hasta final de mes para resolverlo. Y luego no me quedará otro remedio que dar parte a la Gestapo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Trato hecho.

—Bien. Entonces vamos a comer. He oído que hoy hay Königsberger Klopse en el menú.

Negué con la cabeza.

—Yo ya he comido —dije.

Pero en realidad, entre el olor a formaldehído, el cadáver y la perspectiva de investigar un homicidio que yo mismo había cometido, se me había pasado el apetito.