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Miércoles, 31 de marzo de 1943

Goldsche había puesto al juez Conrad a cargo de la investigación del bosque de Katyn. Conrad era un juez decano oriundo de Lomitz, cerca de Wittenberg, y aunque podía mostrarse un tanto brusco, me caía bien. Con poco más de cincuenta años, Conrad había servido con honores en la Gran Guerra. Tras un periodo como fiscal en Hildesheim entró a formar parte del Cuerpo Jurídico Militar en 1931 y desde entonces era abogado del ejército. Como la mayoría de los jueces de la Oficina de Crímenes de Guerra, Johannes Conrad no era nazi, de modo que a ninguno de los dos nos atraía la idea de trabajar codo con codo con el juez de instrucción asesor del Grupo de Ejércitos del Centro, el doctor Gerhard Buhtz, que Von Kluge había conseguido imponer como profesional a cargo del aspecto forense de la investigación.

A primera vista, Buhtz, antiguo profesor de medicina forense y derecho penal por la Universidad de Breslau y experto en balística, estaba sumamente bien cualificado, pero desde luego ni Conrad ni yo lo hubiéramos elegido para un papel tan delicado desde el punto de vista político, ya que antes de ser nombrado en agosto de 1941 juez de instrucción del Grupo de Ejércitos del Centro, Gerhard Buhtz había sido coronel de las SS y miembro del Partido Nazi desde su fundación. Buhtz también había sido director del SD en Jena, y Conrad estaba convencido de que el que tomara parte en nuestra investigación era un intento no demasiado sutil por parte de Von Kluge de socavarla desde el comienzo.

—Buhtz es un nazi fanático —me dijo Conrad cuando íbamos camino del claro en el bosque de Katyn donde se había concertado un encuentro con Buhtz, Ludwig Voss y Alok Dyakov—. Si salen a relucir los antecedentes de ese cabrón cuando esté aquí la comisión internacional, se irá todo a la mierda.

—¿Qué clase de antecedentes? —indagué.

—En Jena, Buhtz se encargaba de las autopsias de los presos abatidos cuando intentaban escapar del campo de concentración de Buchenwald. Ya se puede imaginar lo que suponía eso, y la honestidad que cabía conceder a los certificados de defunción de Buhtz. Y luego hubo un escándalo en el que se vio implicado el médico del campo de Buchenwald, un tipo llamado Werner Kircher, que ahora es médico en jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich en Berlín.

—¿No es el director adjunto de la unidad de patología forense?

—Sí, exacto, es él.

—Ya me parecía a mí que me sonaba el nombre. ¿Cuál fue el escándalo?

—Por lo visto Buhtz convenció a Kircher de que le dejara quitarle la cabeza a un joven cabo de las SS asesinado por unos presos.

—¿Llegó a cortarle la cabeza?

—Sí, para analizarla en el laboratorio. Resulta que tenía una colección considerable. Sabe Dios lo que les hacían a los prisioneros. Sea como sea, Himmler se enteró, y le enfureció que se tratase a un miembro de las SS con semejante falta de respeto. Buhtz fue expulsado de las SS, razón por la que primero fue a Breslau y luego al Grupo de Ejércitos del Centro. Ese tipo es un bárbaro. Si la comisión o algún periodista se enteran de que Buhtz estuvo en Buchenwald, quedaremos todos en mal lugar. Bueno, ¿qué sentido tiene que Alemania busque la verdad y la justicia en Katyn si nuestro patólogo en jefe es poco menos que un científico loco?

—Sería propio de Von Kluge esperar que algo así nos meta un palo en la rueda.

Por un momento pensé en los dos operadores muertos cerca del hotel Glinka y cómo les había cortado la cabeza casi por completo alguien —un alemán— que a todas luces sabía lo que se hacía. Y Buhtz volvió a darme que pensar cuando llegó en una moto BMW.

Salí a su encuentro y le vi apearse del vehículo y quitarse el casco de cuero y las gafas de piloto. Luego me presenté. Incluso le sostuve el abrigo de cuero mientras buscaba las gafas y la gorra de oficial de la Wehrmacht.

—Le felicito, hace falta ser valiente para ir en moto por estas carreteras —dije.

—Lo cierto es que no —repuso Buhtz—. No si uno sabe lo que hace. Y me gusta la independencia. Se pierde muchísimo tiempo en este teatro de operaciones esperando a que llegue un chófer del parque móvil.

—No le falta razón.

—Además, en esta época del año el aire es tan fresco que uno se siente mucho más vivo yendo en moto que en el asiento trasero de un coche.

—En mi coche corre aire fresco que da gusto —comenté—. Sobre todo porque no tiene ventanillas. —Miré la moto más de cerca: era una R75, también conocida como Modelo Rusia, y podía enfrentarse a una amplia variedad de terrenos—. Pero ¿puede llevar todos sus bártulos en esto?

—Claro —aseguró Buhtz, y abrió una de las alforjas de cuero para sacar un estuche de disección de anatomista completo y desplegarlo sobre el sillín de la BMW—. Nunca viajo sin mi caja de trucos de magia. Sería como si un fontanero llegara sin herramientas.

Me llamó la atención un cuchillo en particular. Estaba tan afilado que relucía y tenía la longitud de mi antebrazo. No era una bayoneta pero parecía precisamente lo más adecuado para cortarle el cuello hasta el hueso a un hombre.

—Caramba, vaya filo —comenté.

—Es mi cuchillo de amputar —dijo—. Sobre el terreno, la patología es más que nada turismo. Uno se presenta, ve los lugares de interés, hace unas cuantas fotografías y luego vuelve a casa. Pero a mí me gusta tener a mano un buen cuchillo de amputar por si quiero llevarme algún recuerdito. —Dejó escapar una risilla macabra—. Varios de estos cuchillos, incluido ese, eran de mi padre.

Envolvió de nuevo las herramientas y le devolví el abrigo para luego mostrarle el camino hacia la cruz de abedul, donde nos esperaban los demás. La nieve se había fundido casi por completo y la tierra estaba más blanda. Lancé un manotazo a una mosca y caí en la cuenta de que el invierno ya había quedado atrás; pero, teniendo en cuenta que con toda seguridad los rusos no tardarían en emprender una nueva ofensiva, no había muchos alemanes en Smolensk que esperasen la primavera y el verano de 1943 con mucho optimismo.

—Según tengo entendido, creen que podría haber nada menos que cuatro mil hombres enterrados en este bosque, ¿no? —dijo Buhtz mientras subíamos la pendiente hacia el grupo que nos esperaba.

—Por lo menos.

—¿Y tenemos intención de exhumarlos todos?

—Creo que deberíamos exhumar tantos como podamos en el tiempo de que dispongamos antes de que los rusos lancen una nueva campaña —aclaré—. Quién sabe cuándo empezará y cuál será el desenlace.

—Entonces voy a tener trabajo —comentó—. Necesitaré ayuda, claro. Los doctores Lang, Miller y Schmidt de Berlín; y el doctor Walter Specht, que es químico. También me gustaría contar con el doctor Kramsta, a quien impartí clases en Breslau tiempo atrás.

—Creo que el responsable de Sanidad del Reich en Berlín, el doctor Conti, ya se ha ocupado de ello —dije.

—Desde luego, espero que así sea. Pero el caso es que no siempre se puede confiar en Conti. De hecho, yo diría que, como médico de la RSHA su actuación ha rayado en la incompetencia. Un desastre. Yo le aconsejaría, capitán Gunther, que el ministerio no le quite ojo para asegurarse de que se haga todo lo que se supone que debe hacerse.

—Por supuesto, profesor. Así lo haré. Ahora vamos a reunirnos con los demás y poner manos a la obra.

Lo acompañé hasta donde nos esperaban el juez Conrad, el coronel Ahrens, el teniente Voss, Peshkov y Alok Dyakov.

Buhtz tenía en torno a cuarenta y cinco años, y era recio y de aspecto fornido, y andaba con las piernas arqueadas, aunque tal vez fuera porque acababa de apearse de una moto grande. Ya conocía a los demás, que respondieron a su «Heil Hitler» con una notable ausencia de entusiasmo. Meneó la cabeza con exasperación y se sentó en cuclillas para inspeccionar el cadáver recién descubierto.

Al encender Voss un pitillo, Buhtz lo miró con gesto malhumorado.

—Haga el favor de apagar ese cigarrillo, teniente. —Y luego le dijo al juez Conrad—: Esto tiene que acabarse. De inmediato.

—Desde luego —repuso Conrad.

—¿Lo oye? —dijo Buhtz a Voss—. A partir de ahora no se puede fumar en ningún punto de este escenario. No quiero que el lugar de los hechos quede contaminado ni tan siquiera por la saliva de un soldado o una huella de bota. Coronel Ahrens, cualquier hombre que fume en este bosque debe ser arrestado, ¿queda claro?

—Sí, profesor —contestó Friedrich Ahrens—. Daré la orden de inmediato.

—Tenga la bondad.

Buhtz se levantó y miró hacia la carretera en la que desembocaba la pendiente.

—Nos hará falta alguna clase de cabaña o casa para el trabajo post mortem —dijo—. Con mesas de caballete, cuanto más resistentes, mejor. Por lo menos seis, de modo que se pueda trabajar con varios cadáveres a la vez. Los resultados serán más fiables si se obtienen simultáneamente. Ah, sí, y cubos, camillas, delantales, guantes de goma, abastecimiento de agua para que el personal médico pueda lavar el material humano y lavarse ellos mismos, y luz eléctrica, claro. Fotógrafos de la policía, también. Necesitarán buena iluminación, naturalmente. Microscopios, placas de Petri, portaobjetos, escalpelos y unos cincuenta litros de formaldehído.

Voss iba tomando abundantes notas.

—Luego creo que nos hará falta otra cabaña para un laboratorio de campo. Asimismo, les facilitaré detalles sobre los procedimientos para identificar y señalizar los cadáveres, así como para conservar los efectos personales que encontremos con ellos. Por lo que he visto hasta ahora, parece ser que los cadáveres fueron cubiertos con arena, el peso de la cual los ha presionado, dando lugar a un enorme emparedado. Un emparedado no muy agradable. Hay probabilidades de que ahí abajo haya un caldo pestilente. Todo este lugar olerá peor que el culo de un perro muerto cuando empecemos con las exhumaciones como es debido.

El coronel Ahrens rezongó:

—Este era un sitio estupendo para alojarse. Y ahora es poco menos que un osario. —Me miró con ademán furioso, casi como si me considerase personalmente responsable de lo ocurrido en el bosque de Katyn.

—Lo lamento, coronel —dijo Conrad—. Pero ahora es el escenario del crimen más importante de Europa. ¿No es así, Gunther?

—Sí, señor.

—Ahora que me acuerdo —continuó Buhtz—. ¿Teniente Voss?

—Señor.

—Su policía militar tendrá que organizar un grupo de hombres para peinar toda esta zona en busca de más fosas. Quiero saber dónde hay fosas polacas, donde hay fosas rusas y donde hay… cualquier otra cosa. Si hay un puto gato enterrado en un radio de mil metros a la redonda quiero que lo pongan en mi conocimiento. Esta tarea requiere precisión, inteligencia y, por supuesto, una honradez escrupulosa, de modo que deben llevarla a cabo alemanes, no rusos. Por lo que a la excavación del escenario propiamente dicha se refiere, tengo entendido que van a utilizarse Hiwis, cosa que me parece bien, siempre y cuando entiendan las órdenes y trabajen de acuerdo con ellas.

—Alok Dyakov está organizando un grupo especial de hombres —señalé.

—Sí, señor. —Dyakov se quitó el gorro de piel con gesto apresurado e hizo una inclinación servil ante el profesor Buhtz—. Herr Peshkov y yo estaremos aquí, en el bosque de Katyn, todos los días para ayudarlo como capataces, señor. Tengo un grupo de cuarenta hombres con los que ya he trabajado en otras ocasiones. Dígame qué quiere usted que hagan y me aseguraré de que cumplan su cometido. ¿Verdad que sí, Peshkov?

Peshkov asintió.

—Desde luego —dijo con voz queda.

—Sin problemas —continuó Dyakov—. Solo escojo hombres buenos. Buenos trabajadores. Honrados, además. No creo que quiera hombres que se queden con lo que encuentren en la tierra.

—Bien visto —convino Buhtz—. ¿Voss? Más vale que organice un grupo de vigilantes que monte guardia las veinticuatro horas del día. Para proteger el escenario de saqueadores. Debe quedar claro que cualquiera que se entregue al saqueo de este lugar será condenado a la pena más severa. Y eso incluye a los soldados alemanes. A ellos más que a nadie. De un alemán se espera un comportamiento más elevado, creo yo.

—Me encargaré de que se coloquen carteles que lo indiquen, señor —dijo Voss.

—Tenga la bondad. Pero sobre todo, haga el favor de organizar el equipo de vigilantes nocturnos.

—Señor —dijo Dyakov—. ¿Me permite hacer una pequeña petición? Tal vez los hombres que caven aquí deberían recibir alguna recompensa. Un pequeño incentivo, ¿no? Raciones extra. Más comida. Un poco de vodka y cigarrillos. Porque será un trabajo muy apestoso, muy desagradable. Por no hablar de todos los mosquitos que hay en este bosque en verano. Es mejor que los obreros estén felices que resentidos, ¿sí? En la Unión Soviética no se premia a ningún trabajador como es debido. Fingen pagar y nosotros fingimos trabajar. Pero los alemanes no son así. Los obreros cobran buen sueldo en Alemania, ¿sí?

Miré de soslayo a Conrad, que asintió.

—No veo por qué no —dijo—. Después de todo, no somos comunistas. Sí, estoy de acuerdo.

Buhtz asintió.

—También necesito contar con los servicios del director de una funeraria. Harán falta ataúdes para los cadáveres que exhumemos, diseccionemos y al final volvamos a enterrar. De los buenos. Herméticos, a ser posible. Me siento en la obligación de recordarles que el olor aquí va a ser horrible. Y tiene razón por lo que respecta a los mosquitos, Herr Dyakov. Los insectos son irritantes de por sí en esta parte del mundo, pero a medida que mejore el tiempo se convertirán en un grave inconveniente. Por no hablar de las moscas y los gusanos que encontraremos en los cadáveres. Tendrán que hacer acopio de algún pesticida. El DDT es el que se ha sintetizado más recientemente y el mejor. Pero pueden usar Zyklon B si el otro no está disponible. Sé, por casualidad, que hay Zyklon B en abundancia en algunas partes de Polonia y Ucrania.

—Zyklon B —repitió Voss, que seguía escribiendo.

—En la mayoría de los casos, caballeros, intentaremos sacar los cuerpos intactos —dijo Buhtz—. Sea como sea, entre tanto…

Se aproximó al cadáver que había dejado yo al descubierto con una pala apenas cuarenta y ocho horas antes y retiró el trozo de arpillera con el que lo había vuelto a tapar.

—Propongo que nos pongamos manos a la obra de inmediato con este individuo.

Hurgó con el dedo índice en el orificio de bala de la nuca un momento.

—Juez Conrad —dijo—, me preguntaba si tendría la amabilidad de tomar nota de mis observaciones mientras llevo a cabo el examen preliminar del cráneo de este cadáver.

—Desde luego, profesor —dijo Conrad, que sacó lápiz y papel, y se dispuso a escribir.

Buhtz escarbó en torno al cráneo con los dedos a fin de hacer suficiente sitio para sacarlo de la tierra en la que yacía. Escudriñó de cerca la coronilla y la parte frontal del cráneo y dijo:

—Al parecer, la víctima A sufrió una herida de bala en el occipital, cerca de la abertura de la parte inferior del cráneo, que se corresponde con un disparo al estilo de una ejecución en la nuca a corta distancia. Parece haber un orificio de salida en la frente, lo que me lleva a suponer que la bala ya no está en la cavidad craneal.

Desplegó los instrumentos quirúrgicos de su estuche en el suelo y, seleccionando el cuchillo de amputar de grandes dimensiones que había visto antes, empezó a cortar los huesos del cuello.

—No obstante, con la medición del tamaño de estos orificios es posible que no tardemos en determinar el calibre del arma utilizada para ejecutar a este hombre.

No vaciló en absoluto al usar el cuchillo y me pregunté si hubiera sido capaz de cortarle la cabeza a un hombre vivo con semejante pericia y prontitud. Cuando la cabeza quedó escindida por completo levantó el cráneo, lo envolvió cuidadosamente en un trozo de arpillera y lo dejó en el suelo, a los pies del teniente Voss.

Entre tanto miré de soslayo al juez Conrad, que se apercibió y asintió en silencio, como si el comportamiento del profesor en el bosque de Katyn confirmase la curiosa historia que me había contado acerca de la decapitación de un cabo de las SS en Buchenwald.

Fue la mirada penetrante de Dyakov la que detectó el casquillo. Estaba en el suelo, en el lugar ocupado hasta poco antes por el cráneo del oficial polaco muerto. Se puso en cuclillas y escarbó en la tierra un momento antes de extraer el pequeño objeto con sus dedos gruesos.

—¿Qué ha encontrado? —preguntó Buhtz.

—Parece un casquillo de bala, señor —dijo Dyakov—. Quizá el casquillo de la misma bala que acabó con la vida de este pobre polaco.

Buhtz tomó el casquillo de los dedos de Dyakov y lo levantó a la luz.

—Excelente —lo felicitó—. Bien hecho, Dyakov. Empezamos con buen pie, diría yo. Gracias, caballeros. Si alguien me necesita, estaré en mi laboratorio de Krasny Bor. Con un poco de suerte, mañana a estas horas podremos decir qué clase de arma mató a este individuo.

Tuve que reconocer que Buhtz era más impresionante de lo que esperaba. Lo vimos irse cuesta abajo hacia su moto. Llevaba el cráneo bajo el brazo y parecía un árbitro de fútbol alejándose del terreno de juego con el balón.

Conrad lo miró con desdén:

—¿Qué le había dicho? —murmuró.

—Bueno, no lo sé —repuse—, parecía saber lo que se hacía.

—Es posible —dijo Conrad a regañadientes—. Igual lo sabe. Pero esta noche hervirá esa cabeza y se preparará una sopa. Ya verá si me equivoco o no.

El teniente Voss olisqueó el aire.

—Ya huele mal —comentó.

—Muy mal —convino Dyakov—. Y si lo olemos nosotros, también lo olerán los lobos. Es posible que no tengamos que preocuparnos solo de saqueadores. Igual vienen a comer gratis. Quizá incluso sean peligrosos. Les aseguro que más vale no encontrarse con una manada de lobos hambrientos por la noche.

—¿De veras se comería un lobo algo que lleva tanto tiempo muerto? —se sorprendió el teniente Voss.

Dyakov le ofreció una sonrisa cínica.

—Claro. ¿Por qué no? A un lobo no le importa mucho si la carne es kosher o no. Llenarse el estómago con algo, lo que sea, es más importante. Aunque vomite la mayor parte, porque algo seguro que le aprovecha, no les quepa la menor duda. Coronel, tal vez se debería reforzar la vigilancia en el bosque a partir de esta noche.

—Haga el favor de no decirme lo que tengo que hacer, Dyakov —le espetó Ahrens—. Es posible que cuente con la confianza del mariscal de campo, pero no tiene la mía. —Con el semblante como un nubarrón de tormenta se marchó pendiente abajo en el momento en que oíamos que Buhtz arrancaba la moto y se alejaba con un estruendo.

—¿Qué mosca le ha picado a Ahrens? —dijo el juez Conrad—. Menudo estúpido.

—Es un buen tipo —insistió Dyakov—. Lo que pasa es que no le gusta que un sitio tan agradable como este empiece a oler como un estercolero y también a parecerlo. —Profirió una risotada vulgar—. Eso es lo malo de ustedes, los alemanes. Tienen un olfato muy sensible. Nosotros, los rusos, ni siquiera nos damos cuenta cuando algo huele mal, ¿eh, Peshkov? —Le propinó un codazo a su compatriota, que hizo una mueca de incomodidad y se apartó—. Por eso tenemos el mismo gobierno podrido desde 1917 —añadió Dyakov—. Porque no tenemos sentido del olfato.

* * *

De regreso en la sala de telecomunicaciones del castillo de Dniéper me aguardaba un mensaje de Berlín. Martin Quidde ya había terminado su turno y fue el operador subalterno, Lutz —el hombre que, según aquel, trabajaba en secreto para la Gestapo en el 537.º— quien me entregó el sobre amarillo. Estaba al tanto de lo que decía el mensaje, claro, porque era él quien lo había descodificado, pero vi que deseaba hacerme una pregunta, y puesto que siempre que puedo me gusta tener de mi parte a la Gestapo, le ofrecí un Trummer de mi pequeña pitillera y fingí que me apetecía charlar un rato. Pero lo que en realidad quería era que alguien de la Gestapo velara por mis intereses, y a veces, cuando quieres que alguien te cubra la espalda, lo mejor es ganarte precisamente a la persona cuyo trabajo podría ser clavarte un cuchillo en ella.

—Muchas gracias, señor —dijo y le dio unas caladas al pitillo con entusiasmo evidente—. Es el mejor tabaco que pruebo desde hace tiempo.

—No hay de qué.

—Quidde dice que usted no pertenece al ejército sino al SD.

—Eso debería darle una pista.

—¿Ah, sí?

—Debería indicarle que soy de confianza. Que puede ser sincero conmigo.

Lutz asintió, pero estaba claro que iba a tener que darle carrete un rato antes de poder pescarle y tenerle a mis pies.

—No diría lo mismo respecto de todos los miembros del 537.º —continué con cautela—. No todo el mundo está tan entregado al Partido como usted y yo, Lutz. Pese a lo que pueda parecer, la lealtad, la auténtica lealtad, es un bien comparativamente escaso hoy en día. La gente se apresura a decir «Heil Hitler», pero para la mayoría no tiene la menor importancia.

—Eso es muy cierto.

—No es más que una figura retórica, como un tropo. ¿Sabe lo que es un tropo, Lutz?

—No estoy muy seguro, señor.

—Es una palabra o expresión figurada que se ha convertido casi en cliché. Implica que para algunos esas palabras ya no significan gran cosa; que las palabras se han apartado de su significado normal. Muchos dicen «Heil Hitler» y hacen el saludo meramente para no meterse en líos con la Gestapo. Pero Adolf Hitler no significa gran cosa para ellos, y desde luego no significa lo mismo que para usted y para mí, Lutz. Y con ello me refiero a los hombres del SD y los hombres de la Gestapo. Estoy en lo cierto, ¿verdad? Está usted con la Gestapo, ¿a que sí? No, no hace falta que conteste. Sé cuántos son dos y dos. Pero lo que no sé aún es si puedo confiar en usted, Lutz. Si puedo contar con usted como no puedo contar con nadie más en este regimiento. Si puedo hablarle en confianza, usted puede hablar conmigo del mismo modo. ¿Me explico con claridad?

—Sí, señor. Puede contar conmigo, señor.

—Bien. Ahora dígame una cosa, Lutz, ¿conocía bien a los dos operadores muertos?

—Sí, bastante bien.

—¿Eran buenos nazis?

—Eran… —Titubeó—. Eran buenos operadores, señor.

—No le he preguntado eso.

Lutz volvió a titubear, pero esta vez solo un instante.

—No, señor. No habría descrito así a ninguno de los dos, creo yo. De hecho, ya había dado parte de ellos a la Gestapo porque sospechaba que andaban implicados en alguna clase de mercado negro.

Le resté importancia a eso.

—No es muy raro entre quienes trabajan en telecomunicaciones y en los almacenes.

—También informé de ellos por ciertos comentarios que me parecieron desleales. Fue hace un par de meses. En febrero. Justo después de Stalingrado. Lo que dijeron me pareció especialmente desleal después de Stalingrado.

—¿Dio parte de ellos en el cuartel de la Gestapo en Gnezdovo?

—Sí. Al capitán Hammerschmidt.

—¿Y qué hizo?

—Nada. Nada en absoluto. —Lutz se sonrojó un poco—. Ni siquiera interrogaron a Ribe y Greiss, y me pregunté por qué me habría tomado la molestia. A fin de cuentas, no es moco de pavo denunciar a alguien por traición, sobre todo cuando se trata de un camarada.

—¿Eso era, a su modo de ver? ¿Traición?

—Sí, desde luego. Siempre estaban bromeando sobre el Führer. Les pedí que dejaran de hacerlo pero ignoraron mi advertencia. Si acaso, su actitud empeoró. Cuando pasó por aquí el Führer hace unas semanas, sugerí que bajáramos a la carretera para ver pasar su coche camino del cuartel general de Krasny Bor. Se rieron y siguieron haciendo chistes sobre el Führer, cosa que me enfureció mucho, señor. Hablamos de delitos castigados con la pena capital, después de todo. Me refiero a que aquí estamos, en mitad de una guerra de la que depende nuestra supervivencia misma, y esos dos cabrones se dedicaban a minar la voluntad de autodefensa de la nación. A decir verdad no lamento en absoluto que murieran, señor, si con ello ya no tengo que oír esa clase de chorradas.

—¿Recuerda alguna de esas bromas?

—Sí, señor. Un chiste. Solo que preferiría no repetirlo.

—Venga, Lutz. Nadie va a pensar que el chiste fue cosa de usted.

—Muy bien, señor. Es el siguiente. Un obispo visita una iglesia y en el vestíbulo se fija en tres retratos que cuelgan de la pared. Hay uno de Hitler, otro de Göring y otro de Jesús en medio. El obispo le pregunta al pastor de la iglesia por los retratos y este responde que le sirven para tener presente lo que dice la Biblia: que Jesucristo fue crucificado entre dos criminales.

Sonreí para mis adentros. Había oído muchas versiones de ese chiste, aunque no recientemente. La mayoría de los que bromeaban sobre los nazis lo hacían para desahogarse, pero en mi caso, siempre tenía la sensación de que era un acto de resistencia política.

—Sí, entiendo que sus comentarios lo enfurecieran —dije—. Bueno, hizo lo que debía. Supongo que la Gestapo tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse antes de la visita del Führer a Smolensk. Desde luego pondré todo mi empeño en buscar a ese capitán Hammerschmidt y preguntarle por qué no interrogó a esos dos hombres.

Lutz asintió, pero no pareció quedar convencido con mi explicación.

—Sea como sea, la próxima vez que oiga algo que en su opinión afecte a nuestra moral o nuestra seguridad aquí, tal vez convenga que hable conmigo antes.

—Sí, señor.

—Bien.

—Quería preguntarle una cosa, señor.

—Adelante, Lutz.

—Ese doctor Batov que el Ministerio de Información Pública le ha comunicado a usted que puede ir a vivir a Alemania, ¿le parece oportuno, señor? Es un eslavo, ¿no? Y los eslavos están contaminados desde el punto de vista racial. Yo creía que el objetivo de nuestra expansión hacia el Este era expulsar a esas razas inferiores, no asimilarlas en la sociedad alemana.

—Tiene razón, por supuesto, pero hay que hacer excepciones para alcanzar fines más importantes. El doctor Batov va a prestar un servicio propagandístico muy importante a Alemania. Un servicio muy importante que podría contribuir a cambiar el curso de esta guerra. No exagero. De hecho, voy a verle ahora mismo para darle la buena nueva. Y para que lleve a cabo ese servicio del que le hablaba.

Lutz tampoco pareció quedar muy convencido esta vez con mis argumentos. No me sorprendió. Eso es lo malo de los nazis testarudos: la estupidez, la ignorancia y los prejuicios siempre les impiden tener una visión de conjunto. Pero, de no ser por eso, sería imposible lidiar con ellos.

El parque de Glinka era un jardín paisajístico con árboles y estúpidos senderitos dentro de la muralla sur del Kremlin, con la iglesia luterana y el ayuntamiento a un tiro de piedra. Se alcanzaba a oler los tufos de un zoo y a oír los lamentos de algunos animales; aunque también es posible que no fuera sino el efecto de unos borrachos de la ciudad que estaban montando una fiesta por la zona de la Rathausstrasse. Estaban tumbados y tenían con alcohol, una pequeña hoguera y unos perros.

En el centro del parque había una estatua de grandes dimensiones de Glinka. En torno a sus zapatos de bronce, del número cincuenta y seis, había una reja de hierro forjado que semejaba un pentagrama, con notas en posiciones que, saltaba a la vista aunque uno no supiera leer música, pertenecían a su sinfonía más famosa. Con los nazis al mando de buena parte del país, era difícil imaginar que un compositor soviético encontrara muchos motivos para crear una sinfonía, a menos que algún maestro moderno tuviera la inspiración de componer una obertura a la victoria con un cañón auténtico, campanas y un ejército ruso triunfante, y ahora que pensaba en ello, no era tan difícil de concebir: 1812 y la desastrosa retirada de Moscú del Gran Ejército empezaban a resultar tan contemporáneos que era inquietante. Sencillamente esperaba no convertirme en otro cadáver congelado tendido en la nieve en el largo camino de regreso a Berlín.

Vi a Martin Quidde antes de que él se fijara en mí. Iba por ahí con un portafolios de cuero en una mano y un cigarrillo en la otra, con aire de no tener la más mínima preocupación, cuando en realidad no era así en absoluto. En cuanto me vio miró a derecha e izquierda igual que un perro acorralado, como preguntándose por dónde huir.

—¿Cree que era un gran compositor? —le pregunté—. ¿De veras se merecía esto? ¿O es que les hacía falta poner una bonita estatua y dio la casualidad de que un boyardo cualquiera cerró la tapa de su piano de una vez por todas? —Leí las fechas del nacimiento y la muerte de Glinka en el pedestal—. Humm, 1857. Parece que fue ayer. Por aquel entonces Alemania no era más que un destello en los ojos azules de Bismarck. Si el viejo «sangre y hierro» hubiera sabido entonces lo que sabemos ahora, ¿cree usted que lo habría hecho? ¿Habría unificado todos los estados alemanes en una gran familia feliz? No estoy tan seguro.

Quidde se apresuró a llevarme hacia los árboles como si fuera más probable que sospecharan de nosotros si nos quedábamos cerca de la estatua. Volvió la vista varias veces con ademán inquieto, casi como si esperase que Glinka bajara del pedestal y nos persiguiera con la batuta y un par de compases de música sesuda en la mano.

—No creo que a Herr Glinka le importe mucho lo que diga de él, ¿sabe? —dije—. No tanto como a muchos otros que se me ocurren. Pero también es verdad que se puede decir lo mismo de prácticamente todo el mundo hoy en día.

—No verá las cosas con tanto optimismo cuando le diga lo que sé —me advirtió.

Encendí un cigarrillo y tiré la cerilla al suelo cubierto de nieve medio derretida. Otra vez estaba fumando más de la cuenta, pero Rusia suele tener ese efecto. Era difícil prestar mucha atención a la salud después de Stalingrado, sabiendo que tantos rusos confiaban en acabar pronto con la vida de uno.

—Entonces igual preferiría no saberlo —dije—. Igual debería ser más como Beethoven. Me parece que le iba bastante bien cuando ya no oía nada de nada. Quedarse sordo probablemente es muy bueno para la salud en Alemania. De un tiempo a esta parte me da la impresión de que escuchar lo que dicen otros puede ser letal. Sobre todo escuchar a nuestros líderes.

—¿Cree que no lo sé? —repuso Quidde con amargura. Se quitó el casco y se frotó la cabeza.

—Ahora empiezo a ver y a oír, y creo que tal vez estoy ante un hombre que igual oyó algo más que a Midge Gillars[1] en Radio Berlín.

—Si Midge supiera lo que yo sé, pondría melodías muy distintas. Solo que esta vez no serían temas románticos como Between the Devil and the Deep Blue Sea.

—Aun así, esas canciones son bastante buenas, ¿eh? Si lo sabré yo. Me considero un apóstol de la música barata. Pero no se lo diga al tipo del pedestal.

—¿Ha venido solo? —preguntó con inquietud.

Hice un gesto despreocupado.

—Pensaba traer un par de coristas. Pero como me ha pedido que viniera solo… Bueno, ¿de qué va todo esto?

Quidde prendió otro pitillo con la colilla del anterior en la mano temblorosa. No calmó sus nervios: el humo se le escapó a raudales por la boca contraída y las ventanas de la nariz igual que por la chimenea de un tren desbocado.

—Más vale que suelte un poco de hidrógeno, cabo, o saldrá volando. Tómeselo con calma. Cualquiera diría que está usted nervioso.

Quidde me entregó el portafolio.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Una cinta de grabación —dijo.

—¿Para qué quiero yo esto? No tengo magnetofón. Ni siquiera sabría utilizarlo.

—Esta cinta la grabó Friedrich Ribe —dijo Quidde—. Y quizá lo mataron por eso. Solo dos personas sabían lo que hay en la cinta, y una está muerta.

—Ribe.

Quidde asintió.

—Entonces ¿cómo es que no le rebanaron el pescuezo a usted?

—Ya me lo he preguntado. Creo que Ribe y Greiss fueron asesinados porque estaban en el mismo turno de guardia. Quien los mató debió de suponer que los dos oyeron lo que en realidad solo había oído Friedrich Ribe. Y yo, claro. Ribe no hubiera dejado a Werner Greiss escuchar lo que contiene esta cinta. Por entonces todos creíamos que el confidente de la Gestapo era Greiss, cuando en realidad lo era Jupp Lutz desde el primer momento. Solo lo averigüé hace un par de semanas, cuando me escribió un amigo de Lübeck y me lo contó.

—Pero Ribe se la dejó escuchar a usted —señalé.

Quidde hizo un movimiento afirmativo.

—Éramos amigos. Buenos amigos. Cuidábamos el uno del otro desde mucho tiempo atrás.

Miré dentro de portafolio, que contenía una caja con las iniciales de la Compañía Eléctrica Alemana, AEG, impresas.

—Vale. No es la Orquesta Sinfónica MDR ni el acorde perdido. Así que ¿qué hay en esta cinta?

—¿Recuerda que el Führer vino a Smolensk hace unas semanas?

—Sigo atesorando ese recuerdo.

—Hitler se reunió con Hans el Astuto en su despacho de Krasny Bor. En privado. Por lo visto fue un encuentro de lo más íntimo, sin asistentes ni ordenanzas, los dos y nadie más. Solo que el teléfono del despacho no funciona como es debido. No siempre se interrumpe la comunicación al dejar el auricular en la horquilla, por lo que el operador sigue oyendo todo lo se dice. Bueno, más o menos todo.

—¿Así que Ribe decidió grabarlo?

—Sí.

—Dios santo. —Lancé un suspiro—. ¿En qué estaba pensando?

—Quería un recuerdo. De la voz de Hitler. Uno se acostumbra a oírle pronunciar discursos, pero nadie oye nunca su voz cuando está relajado.

—Una fotografía firmada habría sido menos peligrosa.

—Sí. Hacia la mitad de la grabación Von Kluge sospecha que alguien puede haber escuchado lo que estaban diciendo Hitler y él, porque levanta el auricular y lo cuelga varias veces de golpe antes de que se corte la comunicación.

—¿Y qué? ¿Les preocupaba a Hitler y Von Kluge que los planes del ejército para la campaña del verano de 1943 corrieran peligro? Sí, entiendo que algo así les inquietara.

—Qué va, es peor —aseguró Quidde.

Negué con la cabeza. No se me ocurría nada peor que revelar secretos militares. Aunque también es cierto que en aquellos tiempos mis ideas acerca de lo que era malo y lo que era peor aún estaban limitadas por una fe ingenua en la honradez inherente de mis compatriotas. Después de casi veinte años en la policía de Berlín, creía saberlo todo sobre la corrupción, pero si uno no es corrupto, me parece que no puede llegar a saber lo corruptos que alcanzan ser otros en aras de riquezas y favores. Creo que entonces aún debía de creer en cosas como el honor, la integridad y el deber. La vida tenía que enseñarme la lección más dura de todas: que en un mundo corrupto prácticamente en lo único en que se puede confiar es en la corrupción y la muerte, y luego más corrupción, y que el honor y el deber no tienen apenas lugar en un mundo por el que han pasado Hitler y Stalin. Y tal vez lo más ingenuo de mi reacción fue que de veras me sorprendió lo que me dijo Quidde a renglón seguido.

—En la grabación se oye con claridad a Adolf Hitler y Günther von Kluge hablando durante casi quince minutos. Hablan de la nueva campaña de verano, pero solo de pasada, y luego Hitler empieza a preguntarle a Von Kluge sobre las propiedades de su familia en Prusia, y muy pronto empieza a quedar claro que Hitler está de visita en el cuartel general de Smolensk en buena medida porque, pese a su declarada generosidad con el mariscal de campo hasta el momento, ha oído rumores en Berlín de que Von Kluge no está del todo satisfecho con su liderazgo. Von Kluge pasa entonces a desmentirlo varias veces sin mucha convicción e insiste en su compromiso con el futuro de Alemania y la derrota del Ejército Rojo, antes de que Hitler aborde la auténtica razón de su presencia allí. En primer lugar, Hitler menciona un cheque por un millón de marcos que el Tesoro alemán entregó a Von Kluge en octubre de 1942 para contribuir a la mejora de sus propiedades. Menciona que había dado una suma similar a Paul von Hindenburg en 1933. También le recuerda a Von Kluge que le prometió ayudarle con cualquier coste futuro de la gestión de esas propiedades, y que con ese fin ha traído su chequera personal. Lo que se oye entonces es a Hitler firmando otro cheque y, aunque la cantidad no se menciona en la grabación, se alcanza a oír, por lo que dice el mariscal de campo cuando el Führer se lo entrega, que vuelve a ser por lo menos un millón de marcos, quizá incluso más. Sea como sea, al final de la conversación grabada Von Kluge le confirma al Führer su lealtad inquebrantable e insiste en que los rumores de su insatisfacción fueron inmensamente exagerados por miembros del Alto Mando celosos de su relación con Hitler.

Cerré los ojos un momento. Ahora se explicaba casi todo: por qué un alemán había asesinado a los dos operadores. Me parecía evidente que la razón de su asesinato había sido silenciarlos después de que descubrieran el enorme soborno. Quien acabó con la vida de los dos operadores actuaba en nombre de Hitler o de Von Kluge, o tal vez de ambos. También quedaba claro por qué Von Kluge había decidido retirarse de la trama del Grupo de Ejércitos del Centro para asesinar a Hitler durante su visita a Smolensk. No habría tenido nada que ver con la ausencia de Heinrich Himmler en Smolensk, sino con un cheque de aproximadamente un millón de marcos.

Sin embargo, no quedaba menos clara la sensación de que Martin Quidde me había puesto en el mismo grave peligro que él, la sensación de que se me estaban licuando las tripas.

Puse los ojos en blanco y encendí un cigarrillo. Por un instante el viento me sopló el humo a los ojos y me hizo lagrimear. Me los enjugué con el dorso de la mano y luego me planteé la posibilidad de usarla para abofetear al cabo Quidde hasta hacerle entrar en razón. Tal vez fuera muy tarde para eso, aunque esperaba que no.

—Bueno, es una historia de mil demonios —comenté.

—Es cierta. Está todo grabado en la cinta.

—No lo dudo. Ni dudo de que seguramente no vuelva a dormir nunca. Me gusta oír una historia de terror de vez en cuando. Incluso me gustó Nosferatu cuando la vi en el cine. Pero ese cuento es demasiado aterrador incluso para mí. ¿Qué demonios espera que haga con esto, cabo? Soy un poli, no el maldito Lohengrin. Y si alguna vez quiero suicidarme, me iré de vacaciones a Solingen antes de tirarme del puente de Müngsten.

—Yo pensaba que tal vez podría empezar a desentrañar el caso —dijo Quidde—. Esos hombres fueron asesinados, después de todo. ¿Qué sentido tiene que haya una Oficina de Crímenes de Guerra y una policía militar si no se investigan los auténticos crímenes?

Le devolví el portafolio.

—¿Quiere que le dibuje un diagrama de conjuntos de Euler? Los nazis están al mando de Alemania. Matan a quienes se interponen en su camino. La Oficina de Crímenes de Guerra no es más que un escaparate, cabo. Y la policía militar está para encargarse de la tropa cuando ha bebido más de la cuenta; incluso, en ocasiones, para cuando han violado y asesinado a un par de rusas. Pero no para esto. Esto nunca. Lo que me acaba de decir es la mejor razón que he oído hasta la fecha para abandonar el caso por completo. Así que no hay caso. Ya no. No por lo que a mí respecta. De hecho, es posible que no vuelva a plantear ninguna pregunta incómoda más en esta gélida ciudad rusa de los cojones.

—Entonces hablaré con algún otro.

—No hay ningún otro.

—Oiga, dos amigos y camaradas míos fueron asesinados a sangre fría. Les cortaron el cuello igual que si fueran animales de granja. Lo que hicieron, fuera lo que fuese, no lo justificaba. Friedrich Ribe cometió un error. Debería haber sido sometido a la disciplina militar. Incluso a un consejo de guerra. Pero no haber sido asesinado a sangre fría. Así que tal vez me vaya con esto a otra parte.

—No hay ninguna otra parte adonde ir, idiota.

—Al Alto Mando, en Berlín. Al Reichsführer Himmler, quizá. Piénselo. Esta grabación es la prueba que podría terminar con Hitler. Cuando la gente oiga qué clase de hombre los lidera, no querrán saber nada de él. Sí, es posible que Himmler sea el más indicado.

—¿Himmler? —Me eché a reír—. ¿No lo entiende, cerebro de mosquito? Nadie querrá ni oír hablar de esto. Enterrarán esta mierda en la cloaca más cercana, y a usted con ella. No solo se condenará a un campo de concentración, sino que probablemente también pondrá en peligro a muchas otras personas. Hombres mejores que usted, tal vez. Suponga que Himmler interroga a Von Kluge. Entonces ¿qué? Quizá Von Kluge quiera salvar el pellejo colgándole el muerto a algún otro. ¿No se lo ha planteado?

Estaba pensando en el grupito aristocrático de conspiradores de Von Gersdorff.

—Entonces tal vez el movimiento clandestino esté interesado en hacerla pública —dijo Quidde—. He oído hablar de un grupo de Múnich que publica panfletos contra los nazis. Unos estudiantes. Igual podrían sacar un folleto con una transcripción de esta cinta.

—Para ser alguien lo bastante listo para estar muerto de miedo por este mismo motivo hace diez minutos, demuestra ahora una despreocupación notablemente estúpida por su bienestar. Los integrantes de ese grupo del que habla están todos muertos. Los detuvieron y ejecutaron en febrero.

—¿Quién ha dicho que estuviera muerto de miedo? ¿Y quién ha dicho nada de mi propio bienestar? Mire, señor, creo en el futuro de Alemania. Y Alemania no tendrá ninguna clase de futuro a menos que alguien haga algo con esta cinta.

—Yo deseo un futuro para Alemania igual que usted, cabo, pero se lo aseguro: esta no es la manera de alcanzarlo.

—Eso ya lo veremos —repuso Quidde. Volvió a ponerse el casco, se metió el portafolio debajo del brazo y se volvió para irse.

Le agarré del brazo.

—No, no me vale con eso —dije—. Quiero que me dé su palabra de que no hablará de esto. De que destruirá la grabación.

—¿Está de broma?

—No, nada de eso. Hablo totalmente en serio, cabo. Me temo que esto ha ido más allá de la mera broma. Se está portando como un idiota. Mire, haga el favor de escucharme. Igual hay una persona que podría oír esa cinta, un coronel de la Abwehr que conozco, pero, para ser sincero, no creo que suponga mucha diferencia a corto plazo.

Quidde lanzó un bufido de desdén, apartó el brazo y siguió andando, conmigo detrás como una novia suplicante.

—Entonces usted es un estorbo, ¿no? —me espetó.

Por un momento pensé en Von Gersdorff y Von Boeselager, el juez Goldsche y Von Dohnanyi, el general Von Tresckow y el teniente coronel Von Schlabrendorff. Es posible que fueran poco efectivos, incompetentes incluso, pero eran prácticamente los únicos que se oponían a Hitler y los suyos. Mientras esos aristócratas siguieran en libertad, cabía la posibilidad de que una de sus tentativas de matar al Führer tuviera éxito. Y si daban a Himmler una excusa para interrogar al mariscal de campo Von Kluge siempre existía la posibilidad de que delatase a Von Gersdorff y los demás para quitarse de encima a Himmler.

Y en el caso de que Von Gersdorff fuera detenido, ¿a quién acabaría por delatar? ¿A mí, tal vez?

—Lo digo en serio —insistí—. Quiero que me dé su palabra de que guardará silencio, o si no, lo mataré yo mismo. Hay demasiado en juego. No puedo permitirle que ponga en peligro la vida de hombres buenos que ya han intentado acabar con Hitler y que, Dios mediante, es posible que intenten acabar con él de nuevo, si es que se les permite tener esa oportunidad.

—¿Qué hombres? No le creo, Gunther.

—Hombres mejor situados que usted y que yo para que se les presente la ocasión de hacerlo. Hombres que entran y salen de la Guardia del Lobo en Rastenburg y del Cuartel General del Hombre Lobo en Vinnitsa. Hombres del Alto Mando del ejército alemán.

—Que le den —dijo Quidde, al tiempo que me volvía la espalda—. Y que les den a ellos también. Si fueran capaces de hacerlo, ya lo habrían conseguido a estas alturas.

Meneé la cabeza con exasperación. Había que tomar de inmediato una decisión importante y no quedaba tiempo en absoluto para meditarla. Eso es lo que ocurre con muchos delitos. No es que uno tenga intención de cometerlos, es que se ha quedado sin opciones viables. Tienes a un joven estúpido expresando su desdén con gruñidos, diciéndote que te vayas a tomar por el saco y amenazando con poner en peligro la única posibilidad de que se geste una conspiración viable contra Adolf Hitler, y antes de darte cuenta le has puesto la Walther automática contra la nuca de la cabezota tan dura que tiene, has apretado el gatillo y el joven idiota se ha derrumbado sobre la tierra húmeda con la sangre saliéndole a chorro por debajo del casco, igual que si fuera un pozo de petróleo recién abierto, y ya estás pensando en cómo lograr que ese asesinato, necesario pero lamentable, parezca un suicidio, de manera que tal vez la Gestapo no cuelgue a otros seis rusos inocentes como represalia por la muerte de un alemán.

Eché un vistazo por el parque. Los borrachos estaban muy ebrios para darse cuenta o prestar interés. No hubiera sabido decir cuál de las dos cosas. Desde su alto pedestal, Glinka había sido testigo de todo, claro. Y fue curioso, pero por primera vez caí en la cuenta de que el escultor había captado al compositor de tal modo que daba la impresión de estar escuchando algo. Qué pericia: casi parecía que Glinka hubiera oído el disparo. A toda prisa le puse el seguro a la pistola y la enfundé, y luego cogí la Walther del cabo Quidde, idéntica a la mía. Deslicé la corredera del arma para meter una bala en la recámara e hice otro disparo contra el suelo cerca de allí antes de ponerle en la mano la pistola, que se amartillaba automáticamente. No sentí gran cosa por el muerto —es difícil sentir lástima por un necio—, pero sí noté media punzada de pesar por haberme visto obligado a matar a un maldito necio por el bien de varios necios más.

Luego recogí el segundo casquillo y el portafolio con la cinta incriminatoria —dejarlo allí quedaba descartado— y me alejé a paso ligero, con la esperanza de que nadie oyera el estruendo con que me latía el corazón.

Luego se me pasó por la cabeza que había matado —o mejor dicho, ejecutado— a Martin Quidde exactamente de la misma manera que la NKVD había asesinado a todos aquellos oficiales polacos. Lo cierto es que me dio mucho que pensar. También averigüé que la música de la reja en torno a los pies de Glinka era de su ópera Una vida para el zar. No es un gran título para una ópera. Aunque no es que Una vida para un grupo de traidores de clase alta suene mucho mejor. Y a fin de cuentas, prefiero con mucho resolver un asesinato a cometerlo.

* * *

Después de lo que había pasado en el parque de Glinka, no tenía muchas ganas de ir a ver al doctor Batov. Rarezas mías. Cuando mato a un hombre a sangre fría me pongo un poco nervioso, y la buena noticia que tenía que darle al médico —que el ministerio había aprobado su traslado a Berlín— podría haber sonado un poco menos a buena noticia de lo debido. Además, casi esperaba que el teniente Voss de la policía militar se pasara por Krasny Bor y me adjudicara el papel de detective invitado igual que en aquella otra ocasión. Naturalmente, era eso lo que yo quería que ocurriera. El hecho es que esperaba alejar de su mente simplona cualquier aventurada teoría que pudiera tener acerca de que se trataba de un asesinato. Acababa de regresar a mi diminuta cabaña de madera cuando, como era de esperar, vino a verme.

Voss tenía algo de chucho. Tal vez no fuera más que la gola metálica tan lustrosa que llevaba colgada del grueso cuello con una cadena para demostrar que estaba de servicio —era la razón por la que la mayoría de los Fritz se referían a los agentes de la policía militar como sabuesos de perrera o perros de presa—, pero Voss lucía una cara tan lúgubremente hermosa que habría sido fácil confundirlo con el animal en cuestión. Los lóbulos de las orejas le llegaban hasta el abrigo y sus grandes ojos castaños contenían tanto amarillo que se parecían al inconfundible distintivo de la policía militar que llevaba en la manga izquierda. He visto sabuesos de raza que parecían más humanos que Ludwig Voss. Pero él no era ningún soldado aficionado: el lazo del frente occidental y la insignia de la Infantería de Asalto testimoniaban una historia más heroica que la de simplemente velar por el cumplimiento de la ley. Había visto mucha más acción en el campo de batalla que la de manejar la barrera de un punto de control.

—Un fuego, una tetera, un sillón cómodo…, tiene un alojamiento muy agradable, capitán Gunther —dijo echando una mirada por mi acogedora habitación. Era tan alto que tuvo que inclinarse para pasar por la puerta.

—Es un poco en plan la cabaña del tío Tom —dije—. Pero es mi hogar. ¿En qué puedo ayudarle, teniente? Descorcharía una botella de champán en su honor, pero creo que anoche nos bebimos las cincuenta últimas.

—Hemos encontrado a otro operador muerto —dijo, dejándose de bromas.

—Ah, ya veo. Esto empieza a ser una epidemia —comenté—. ¿También le han cortado el cuello?

—Aún no lo sé. Me acaban de informar por radio. Un par de mis hombres han encontrado el cadáver en el parque de Glinka. Esperaba que viniera a echar un vistazo al escenario del crimen conmigo. Por si todo esto sigue unas pautas definidas.

—¿Pautas? Esa es una palabra que usamos los polis allá en la civilización. Hacen falta aceras para ver pautas, Ludwig. Aquí nada sigue pautas. ¿Es que no se ha dado cuenta? En Smolensk todo está jodido.

Y eso que, gracias a Martin Quidde y Friedrich Ribe, yo solo estaba empezando a entender hasta qué punto estaba todo jodido.

—Es el cabo Quidde.

—¿Quidde? El otro día estuve hablando con el pobre hombre. De acuerdo. Vamos a echarle un vistazo.

Era curioso estar contemplando el cadáver de un hombre al que yo mismo había asesinado no hacía ni dos horas. Nunca había investigado la muerte de mi propia víctima —y preferiría no tener que hacerlo nunca más—, pero para todo hay una primera vez y la novedad me ayudó a mantener el interés el tiempo suficiente para informar a Voss de que, a mis ojos, legañosos pero experimentados, todo parecía indicar que el fallecido se había suicidado.

—El arma que tiene en el guante parece lista para disparar —dije—. De hecho, me sorprende que siga sujetándola. Lo normal sería que se la hubiera birlado ya algún Iván. Sea como sea, tras sopesar con cautela todos los hechos que cabe observar, yo diría que el suicidio es la explicación más evidente.

—No lo sé —replicó Voss—. ¿Se dejaría puesto el casco de acero si tuviera pensado pegarse un tiro?

Su comentario debería haberme hecho vacilar, pero no lo hizo.

—¿Y se habría disparado en la nuca de ese modo? —continuó Voss—. Tenía la impresión de que la mayoría de los que se pegan un tiro en la cabeza se disparaban en la sien.

—Esa es exactamente la razón de que muchos de los que lo hacen sobrevivan —sentencié en tono autoritario—. Los disparos en la sien son como una apuesta segura en las carreras. Pero a veces los suicidas sencillamente no cruzan la línea de meta. Por si le sirve de algo en el futuro, en caso de que quiera probarlo, péguese un tiro en la nuca. Igual que esos Ivanes mataron a los polacos. Nadie sobrevive a un disparo como este que atraviesa el occipital. Por eso los matan así. Porque saben muy bien lo que se hacen.

—Ya veo que da resultado, sí. Pero ¿es posible hacerlo de esta manera, contra uno mismo?

Saqué la Walther —la misma pistola con la que había matado a Quidde—, comprobé el seguro, levanté el codo y apoyé la boca de la automática contra mi propia nuca. La demostración fue de lo más elocuente. Podía hacerse con facilidad.

—No había necesidad de quitarse el casco siquiera —señalé.

—Muy bien —convino Voss—. Suicidio. Pero yo no tengo su experiencia y su preparación en la Alexanderplatz.

—Olvídese de la explicación evidente. A veces es difícil de narices ser astuto; lo bastante astuto para hacer caso omiso de lo evidente. Bueno, no soy suficientemente astuto para ofrecer una alternativa en este caso. Una cosa es pegarse un tiro en la cabeza y otra distinta por completo cortarse el propio cuello. Además, esta vez hasta tenemos el arma.

Voss le quitó el casco a Quidde y dejó a la vista un orificio en la frente.

—Y parece que también tenemos la bala —dijo, inspeccionando el interior del casco de acero del operador—. Está incrustada en el metal.

—Es cierto —asentí—. Para lo que nos va a servir aquí, en Smolensk…

—Igual deberíamos registrar su alojamiento en busca de una nota de suicidio —sugirió.

—Sí —coincidí—. Igual había una mujer. O igual no había ninguna mujer. Tanto lo uno como lo otro puede ser razón suficiente para algunos Fritz. Pero aunque no haya nota, da igual. ¿Quién la leería, de todos modos, aparte de usted y yo, y tal vez el coronel Ahrens?

—Aun así es curioso, ¿no? Que a tres hombres de un mismo regimiento de telecomunicaciones les llegue prematuramente la hora en otras tantas semanas.

—Estamos en guerra —le recordé—. Nuestra presencia en este miserable país gira en torno a morir prematuramente. Pero ya veo a qué se refiere, Ludwig. Igual hay algo raro en esas ondas radiofónicas. Eso piensan algunos, ¿no? ¿Que son peligrosas? ¿Toda esa energía calentándote el cerebro? Desde luego explicaría lo que viene ocurriendo en el Ministerio de Información Pública.

—Ondas radiofónicas, sí, no se me había ocurrido —comentó Voss.

Sonreí. Empezaba a sentirme como pez en el agua con la técnica de la ofuscación, y me pregunté hasta qué punto sería capaz de enturbiar esa agua a coletazos antes de escabullirme del escenario de mi propio crimen.

—Los muchachos de telecomunicaciones viven al lado de un potente transmisor, un día sí y otro también. La torre en la parte de atrás del castillo parece el mismísimo Larguirucho. Es un milagro que aún no les hayan salido antenas en la maldita cabeza.

Voss frunció el ceño y meneó la cabeza.

—¿El Larguirucho?

—Perdone —me disculpé—. Así llamamos los berlineses a la torre de la radio de Charlottenburg. —Negué con la cabeza—. Igual las ondas radiofónicas le provocaron al pobre Quidde un picor en el cerebro que decidió rascarse con la bala de una Walther automática. Probablemente mientras estaba de pie, a juzgar por la manera en que la sangre ha salpicado la hierba.

—Es una teoría interesante —reconoció Voss—. Lo de las ondas radiofónicas. Pero seguro que no lo dice en serio.

—No, sería difícil demostrarlo. —Sacudí la cabeza—. Lo más probable es que sencillamente estuviera deprimido en este agujero de mierda, con la mirada fija en la boca de cañón de una contraofensiva del Ejército Rojo este mismo verano. Ya imagino lo que le rondaba la cabeza. Smolensk empujaría al suicidio a cualquiera. A decir verdad, yo no pienso en otra cosa que saltarme la tapa de los sesos desde que llegué.

—Es una manera de regresar a casa —comentó Voss.

—Sí, en el castillo de Dniéper y el bosque de Katyn hay una atmósfera curiosa. El coronel Ahrens también parecía afectado el otro día. ¿No cree?

—Seguro que esto no le sienta nada bien. Nunca he conocido a un oficial tan preocupado por el bienestar de sus hombres.

—Es un cambio agradable, desde luego. —Entorné los ojos y levanté la vista hacia los árboles—. Pero ¿por qué en este parque? ¿No sería aficionado a la música este soldado?

—No lo sé. Es un sitio bastante tranquilo.

Al oír un alarido y una risotada estridente volví la vista. Los borrachos seguían allí con los perros y la hoguera. No solo las novelas eran ridículamente largas en Rusia, sino también las cogorzas. Esa empezaba a parecerse mucho a Guerra y paz.

—Casi tranquilo —matizó Voss.

—¿Habla ruso, Voss?

—Un poco —respondió—. Haz esto y haz lo otro, más que nada. Ya sabe, el idioma del conquistador.

—Quizá sea una pérdida de tiempo —sugerí—, pero vamos a preguntarles a los del Ejército Rojo si han visto algo.

—Me temo que las órdenes se me dan mucho mejor que las preguntas. No sé si entenderé las respuestas.

—Venga, vamos a hacer un detective de usted, Ludwig.

Estaba tentando a la suerte y lo sabía, pero no juego a las cartas y los dados tampoco me han gustado mucho nunca, así que en Smolensk iba a tener que buscar diversión donde pudiera. El hotel Glinka quedaba descartado para los infelices como yo, que preferimos que si una chica hace esas cosas es porque le apetece y no por obligación. Eso dejaba la novela rusa tan gruesa que tenía en mi habitación y el conato de conversación con un montón de Ivanes bebedores que tal vez hubieran visto a un tipo que se correspondía con mi propia descripción asesinar a sangre fría a un soldado alemán. Naturalmente, hablar con todos los posibles testigos es lo que habría hecho un detective de verdad en cualquier caso, y me la estaba jugando a que no podrían o no querrían recordar nada en absoluto. Y cuando, tras una charla de cinco minutos con esos borrachos, Voss y yo no sacamos más que un montón de ademanes temerosos de incomprensión y unas cuantas vaharadas de aliento apestoso, tuve la sensación de haber salido ganando. No es que fuera como hacer saltar la banca en Montecarlo, pero era suficiente.