Lunes, 29 de marzo de 1943
—¿Qué tal fue la ejecución del sábado? —preguntó el mariscal de campo Von Kluge—. ¿Murieron bien esos dos sargentos?
—Solo uno era sargento, señor. El otro era cabo.
—Sí, sí, claro. Pero ya sabe a lo que me refiero, Gunther.
—No sé si es posible morir bien cuando uno lucha por tomar aliento al extremo de una soga, señor.
—¿Me toma por idiota? Me refiero a si murieron con valentía. Con la valentía que debería mostrar todo soldado alemán al morir. Después de todo, siempre cabe la posibilidad de que un condenado haga o diga algo que deje en mal lugar al ejército alemán. La cobardía entre la tropa es más intolerable aún que la criminalidad gratuita.
—Murieron con valentía, señor. No sé si yo hubiera sido capaz de enfrentarme al verdugo con semejante apariencia de tranquilidad.
—Tonterías, capitán. No dudo de su valentía ni por un instante. Cualquier hombre con una Cruz de Hierro como la suya sabe lo que es el auténtico valor. Un soldado alemán debería saber morir bien. Es lo que se espera de él.
Estábamos en el despacho del mariscal de campo en Krasny Bor. Von Kluge había empezado a fumarse un puro de los grandes y, pese al tema del que hablábamos, estaba todo lo relajado que puede estar un hombre con una franja roja en el pantalón y la Cruz de Caballero al cuello. De su lacayo ruso, Dyakov, no había rastro, aunque bien podría haberse tomado por él al perro de gran tamaño ocupaba un espacio junto a las rejillas de la calefacción en la pared de ladrillo. El perro se estaba lamiendo los huevos, y mientras yo envidiaba su capacidad de hacer algo así, llegué a la conclusión de que casi con toda seguridad debía de ser la criatura más feliz de todo Smolensk.
—¿Y dijeron algo? ¿Unas últimas palabras de arrepentimiento?
—No, y tampoco dijeron nada acerca de los asesinos de aquellos dos suboficiales —repuse—. Es una pena.
—Deje ese asunto a la policía militar, capitán Gunther. Se lo aconsejo. Seguro que detendrán al auténtico culpable dentro de poco. ¿Quiere saber por qué estoy tan convencido? Porque tengo cuarenta y dos años de experiencia en asuntos militares de la que servirme. Durante ese tiempo he aprendido que estos incidentes tienden a repetirse. Alguien que ha cortado el cuello a dos hombres volverá a cortarle el cuello a otro antes de que transcurra mucho tiempo. Casi con toda seguridad.
—Eso es exactamente lo que quería evitar. Será que soy un sentimental en ese sentido.
—Sí, debe de serlo. Por no hablar de protector y coadyuvante. La ley militar no es colaborativa, capitán. No llegamos a acuerdos con quienes están por debajo de nosotros. Nuestra existencia se basa en el poder y la obediencia incondicionales, y tenemos que ser siempre implacables, a fin de triunfar cuando parece que podríamos perecer. El ejercicio del poder se justifica únicamente por sí mismo. Preferiría que se sacrificaran dos hombres más en el altar de la eficiencia a que nuestra autoridad militar se viera comprometida de la manera tan desagradable como sugiere usted. «Un acuerdo», lo llamó. Qué idea tan horrible. Ganaremos esta guerra si nuestros hombres reconocen que no hay más que una manera de ganarla, y esa es luchar cumpliendo con su deber, inexorablemente y sin esperar favores ni clemencia.
Fue un buen discursito, y aunque es posible que fuera original, me pareció mucho más probable que Hitler hubiera dicho algo por el estilo cuando él y el mariscal de campo estuvieron reunidos a solas en el despacho de Von Kluge en Krasny Bor. Lo de luchar inexorablemente y sin esperar favores ni clemencia llevaba las huellas retóricas del Führer por todas partes.
—Ah, por cierto, capitán —dijo Von Kluge, cambiando de asunto—, cuando he sacado a pasear el perro esta mañana, ha olisqueado un cambio en el aire. Lo sé porque casi nada más salir ha empezado a escarbar. Como si removiera la tierra en busca de conejos. No lo hacía desde el otoño del año pasado. No puedo decir que yo haya notado nada distinto, pero no soy un perro. A un perro no se le puede engañar en cosas así. —Hizo una pausa y dio una chupada al puro—. Lo que quiero decir es que la tierra en Smolensk ha empezado a descongelarse, Gunther. La primavera está cerca y el deshielo también. Si el perro puede escarbar, ustedes también.
—Pondré manos a la obra de inmediato.
—Sí, haga el favor. No me importa confesarle que me desagrada todo este asunto. Y me desagrada en especial el Ministerio de Propaganda. Deseo con toda el alma que empecemos y terminemos esta investigación tan rápido como sea posible; que apartemos nuestra mórbida mirada del lamentable pasado de esta región atrasada y nos concentremos solo en el futuro y en cómo vamos a librar una guerra contra un Ejército Rojo que resurge ahora, en 1943. Se lo digo con toda sinceridad, capitán, voy a necesitar todos mis recursos para ganar esta guerra, y no puedo permitirme prescindir de ninguno de mis hombres, y mucho menos de mis oficiales, en una empresa que no esté destinada a acabar con enemigo alguno. Por consiguiente, cuando empiecen las excavaciones preferiría que la Oficina de Crímenes de Guerra emplee solo a prisioneros de guerra rusos como trabajadores. Parece lo más adecuado. Creo que sería degradante para los soldados alemanes ocuparse de exhumar cadáveres dejados por los bolcheviques. Von Schlabrendorff lo ayudará. Y también mi amigo Dyakov, claro. Es un experto a la hora de ocuparse de la mano de obra rusa. Usamos un contingente de Ivanes para reconstruir un puente sobre el Dniéper la primavera pasada, y Dyakov sabe quiénes son los mejores trabajadores. Con un poco de suerte algunos seguirán con vida. Tal vez se lo pueda mencionar al juez Conrad cuando vuelva a verlo.
—Así lo haré, señor.
—Dudo que al mundo le importe un carajo nada de esto. En mi opinión personal, el ministro se engaña si cree que los aliados van a enemistarse solo por la posibilidad de que los rusos asesinaran a unos cuantos polacos.
—Probablemente no se trate solo de unos cuantos, señor. Mis fuentes me indicaron que podría haber hasta cuatro mil.
—¿Y qué me dice de todas las personas de etnia germana que asesinaron los polacos en 1939? En Posen, en mi propia tierra, los polacos, sobre todo los soldados polacos, se comportaron como bárbaros. Fueron asesinadas familias alemanas enteras. Las mujeres eran violadas y los hombres a menudo torturados antes de morir. Ya solo en Posen fueron asesinados por los polacos nada menos que dos mil alemanes. Dos mil. Miembros de mi propia familia se vieron obligados a huir para salvar la vida. Desvalijaron mi casa. Lea el libro blanco que preparó su propia oficina para el Ministerio de Asuntos Exteriores si no me cree. A nadie de Prusia Oriental va a importarle lo que les ocurrió a unos putos polacos. Desde luego a mí no me importa. Le aseguro que podrían encontrar a todo el ejército polaco enterrado en el bosque de Katyn y me importaría un comino.
—No sabía que fuera usted de Posen.
—Bueno, ahora ya lo sabe. —Von Kluge le dio una chupada al puro y me hizo un gesto con la mano—. ¿Quería comentarme algún otro asunto?
—Sí, señor, así es.
Le hablé a Von Kluge del doctor Batov y su ofrecimiento de aportar pruebas fehacientes de que los soviéticos habían asesinado a miles de polacos en el bosque de Katyn.
—Creo que tiene un libro mayor con los nombres de todos los muertos, así como fotos del momento en que se perpetraba el crimen. El único problema estriba en que tiene miedo de que su hija y él puedan ser asesinados si la NKVD retoma Smolensk.
—Ahí no se equivoca. Habrá un baño de sangre en esta ciudad si los rojos vuelven a apoderarse de ella. Harán que su masacre del bosque de Katyn parezca una merienda de ositos de peluche. Creo que cualquier ruso que esté en sus cabales pondrá todo de su parte para evitar que eso ocurra.
—Exacto. El doctor Batov se sentiría mucho más seguro si pudiera ir a vivir a Berlín, señor.
—¿Berlín? —Von Kluge rio entre dientes—. No lo dudo. A mí también me gustaría estar de regreso en Berlín. Desde luego que sí. Un paseo por el Tiergarten antes de ir a tomar champán al Adlon, luego a la ópera para después cenar en Horcher. Berlín está precioso en esta época del año. El Adlon es una maravilla. Sí, no me importaría disfrutar de ello.
—Sencillamente quiere tener alguna garantía al respecto. Antes de cooperar con la investigación del juez Conrad. Lo que posee podría ser muy útil, señor. Para Alemania.
—¿Y ese doctor dice que puede aportar pruebas? ¿A satisfacción de su oficina?
—Creo que sí, señor.
Von Kluge exhaló una nube de humo de puro y meneó la cabeza, como si sintiera lástima de mí y de mi tediosa conversación.
—Usted me da que pensar, Gunther, de veras. Antes de ser policía, ¿qué era? ¿Vendedor de coches? Una y otra vez me plantea acuerdos que, según usted, debo aceptar. Primero esos dos suboficiales y ahora este maldito médico ruso. ¿No conoce a nadie en esta ciudad dispuesto a hacer algo sin recibir nada a cambio, simplemente porque crea que exponer la verdad es un simple deber patriótico?
—No es alemán, señor. Es ruso. El deber no tiene nada que ver con ello, ni el patriotismo, si a eso vamos. No es más que un hombre que intenta salvar su vida y la de su hija. Ahora mismo atiende a soldados alemanes heridos en la Academia Médica Estatal de Smolensk. Si fuera un patriota, se habría largado como todos los demás y habría dejado que nos ocupásemos nosotros de nuestros enfermos y heridos. Si lo detienen, ya solo por eso se habrá ganado la pena capital. Deberíamos estar dispuestos a ayudarle sencillamente por prestarnos ese servicio, ¿no?
—Si ofreciéramos a todos los puñeteros Ivanes la ciudadanía alemana por colaborar con nosotros, sería el cuento de nunca acabar. ¿Y dónde quedaría entonces la pureza de la raza alemana? ¿Eh? No es que yo crea en esas tonterías. Pero el Führer sí.
—Señor, nos aporta mucho más que simple colaboración. Está dispuesto a ofrecernos el modo de demostrar ante el mundo a qué clase de oponente nos enfrentamos. ¿No merece eso alguna recompensa? Además, eso es lo que ofrecemos ya a cualquiera que se aliste en el Ejército Ruso de Liberación del general Vlasov. En la Proclamación de Smolensk que lanzan nuestros aviones sobre posiciones soviéticas está escrito que si se pasan a nuestro bando los vestiremos con uniforme alemán y les daremos una vida mejor.
—Se lo voy a decir sin rodeos, capitán Gunther, al Führer no le gustan esos voluntarios zepelín. No confía en ellos. No confía en ningún maldito eslavo. El general Vlasov, por ejemplo, al Führer le trae sin cuidado. Le digo ahora mismo que ese puñetero Ejército Ruso de Liberación es una idea que nunca llegará a remontar el vuelo. Ya pueden lanzar todos los folletos que quieran sobre las posiciones soviéticas, que la dichosa Proclamación de Smolensk es papel mojado. Casualmente sé que el Führer está convencido de que nos hará falta alguien firme y despiadado como Stalin para tener bajo control la Gran Alemania en los Urales. Lo último que quiere es que ese Vlasov intente derrocarle. —Von Kluge negó con la cabeza—. Son una pandilla traicionera esos Ivanes, Gunther. Tenga cuidado con ese doctor, se lo aconsejo.
—¿Y qué me dice de usted, señor?
—¿A qué se refiere?
—Su ayudante, Alok Dyakov. Es eslavo. ¿Confía en él?
—Claro que confío en él. ¿Por qué no iba a hacerlo? Le salvé la vida. Ese hombre me es totalmente fiel. Lo ha demostrado una y otra vez.
—¿Y qué piensa hacer con él cuando todo esto haya terminado? ¿Lo dejará aquí? ¿O se lo llevará con usted?
—Mis asuntos no le conciernen en absoluto, Gunther. No sea tan impertinente, maldita sea.
—Tiene usted toda la razón. Lo siento. Sus asuntos no me conciernen. Pero, señor, tenga la bondad de planteárselo un momento. Por lo que ya me ha dicho, el doctor Batov tiene buenas razones para odiar a los bolcheviques, y en especial a la NKVD. Asesinaron a su mujer. Por tanto, estoy convencido de que está tan ansioso por servir a Alemania como su ayudante Dyakov. O Peshkov.
—¿Quién demonios es Peshkov?
—El intérprete del Grupo de Ejércitos, señor. Pero el doctor Batov está tan deseoso de servir a Alemania como él o Alok Dyakov.
—Desde luego no lo parece. Según dice usted mismo, ese médico parece más ansioso por salvar su propio pellejo que por servir a Alemania. Pero tomaré el asunto en consideración, capitán, y le daré mi respuesta más tarde, cuando vuelva de cazar.
—Gracias, señor. —Cuando me levanté para marcharme, el perro dejó de lamerse los huevos y me miró a la expectativa, como si esperase que sugiriera otra actividad más interesante. Pero no hubiera sido capaz de sugerir nada que tuviera más sentido en Smolensk—. ¿Va a cazar lobos? —pregunté—. ¿O alguna otra cosa?
Por un momento me sentí tentado de preguntar si iba a cazar polacos, pero estaba claro que ya había importunado más que suficiente al mariscal de campo.
—Sí, lobos. Son unas criaturas maravillosas. Dyakov parece entender instintivamente su manera de pensar. ¿Caza usted, capitán Gunther?
—No.
—Qué lástima. Un hombre tiene que cazar. Sobre todo en esta parte del mundo. Acostumbrábamos a cazar lobos en Prusia Oriental cuando era niño. Y el káiser también cazaba, ¿sabe? Es una presa difícil de cazar, el lobo. Más difícil incluso que el jabalí, se lo aseguro. Muy escurridizo y astuto. Cazábamos muchos jabalíes cuando llegamos a esta zona, pero ahora han desaparecido, creo.
Salí de la cabaña del mariscal de campo y me puse el abrigo enseguida. El aire no era tan seco como la víspera, y la humedad parecía confirmar lo que me había dicho Von Kluge; y no solo por la humedad, también el sonido del pico de un pájaro carpintero contra el tronco de un árbol que resonaba por el bosque igual que el tableteo lejano de una ametralladora. Por lo visto el deshielo estaba finalmente en camino.
Un coche esperaba delante de las escaleras del porche, y al lado estaba Dyakov con dos rifles de caza colgados al hombro, fumando en pipa. Me saludó con un asentimiento y me mostró sus dientes blancos y grandes en algo parecido a una sonrisa. Sin duda había algo lupino en él, pero no era el único dotado de ojos azules y una comprensión instintiva de la manera de pensar de los lobos. Yo también tenía unas cuantas ideas astutas, y desde luego no estaba dispuesto a dejar el futuro del doctor Batov exclusivamente en las delicadas manos de Günther von Kluge. Había demasiado en juego para confiar en que el mariscal de campo accediese a los deseos del ruso. Estaba claro que iba a tener que enviar un teletipo al Ministerio de Propaganda en Berlín lo antes posible, y que si, debido a un prejuicio contra los eslavos, el mariscal de campo no estaba dispuesto a ofrecer a Batov lo que quería a cambio de lo que queríamos nosotros, me vería obligado a puentear a Von Kluge y convencer al doctor Goebbels en persona de que lo hiciera.
Me fui hacia el castillo en el Tatra. Al salir por la verja doblé a la izquierda. No había recorrido mucho trecho cuando vi a Peshkov caminando en la misma dirección. Me planteé pasar de largo, pero no era fácil pasar por alto a alguien que se había tomado la molestia de parecerse a Adolf Hitler: tal vez fuera ese el razonamiento que le había llevado a dejarse un bigotito y peinarse el flequillo largo hacia delante. Además, era evidente que también iba al castillo.
—¿Lo llevo? —pregunté, deteniéndome a su lado en la carretera vacía.
—Es muy amable, señor. —Se aflojó la cuerda que llevaba a la cintura para ceñirse el abrigo y se montó en el asiento del acompañante—. No todo el mundo se pararía a recoger a un ruso. Sobre todo en una carretera tan apartada como esta.
—Igual es porque no parece especialmente ruso. —Metí la marcha de un tirón y seguí adelante.
—Se refiere al bigote, ¿verdad? Y al pelo.
—Desde luego.
—Hace muchos años que llevo este bigote —explicó—. Mucho antes de que los alemanes invadieran Rusia. No es un estilo tan raro en Rusia. Génrij Yagoda, que fue jefe de la policía secreta hasta 1936, llevaba el mismo bigote.
—¿Qué fue de él?
—Lo degradaron de la dirección de la NKVD en 1936, lo detuvieron en 1937 y fue uno de los acusados en el último gran juicio ejemplar, el llamado Juicio de los Veintiuno. Lo declararon culpable, claro, y lo fusilaron en 1938. Por espía de los alemanes.
—Igual fue por el bigote.
—Es posible, señor. —Peshkov se encogió de hombros—. Sí, desde luego es posible.
—Era una broma —aclaré.
—Sí, señor. Ya lo sé.
—Bueno, espero que su sucesor corra esa misma suerte algún día.
—Ya la corrió, señor. Nikolái Yezhov también era espía de los alemanes. Desapareció en 1940. Es de suponer que también fue fusilado. El nuevo director de la NKVD es Lavrenti Beria. Es él quien planeó la muerte de todos esos pobres oficiales polacos. Con el visto bueno de Stalin, naturalmente.
—Por lo visto sabe mucho sobre el tema, Peshkov.
—He declarado acerca de lo que sé sobre esas muertes ante su juez Conrad, señor. Desde luego, estoy dispuesto a hablar más con usted sobre el asunto. Pero es verdad: aunque lo mío es la ingeniería eléctrica, señor, siempre he estado más interesado en la política y los temas de actualidad.
—No son intereses muy saludables en Rusia.
—No, señor. No todos los países son tan afortunados con su sistema de gobierno como Alemania.
Dejé el comentario sin réplica porque llegábamos ya al castillo. Peshkov me agradeció efusivamente que lo hubiera llevado y se fue a la cabaña del asistente, dejándome con la incógnita de por qué un ingeniero eléctrico estaba tan bien informado sobre la historia de la organización más secreta de Rusia.
Con la pala de mango largo del capó del Tatra empecé a hurgar cerca de la cruz de abedul donde se hallaron los primeros huesos humanos. El suelo cedió bajo la punta metálica y la negra tierra rusa oscureció el surco que había abierto en la nieve medio fundida. Dejé la pala y hundí las yemas de los dedos en la tierra igual que un granjero ansioso por empezar la siembra.
—Ya me había parecido que era usted —dijo una voz a mis espaldas.
Me levanté y miré alrededor. Era el coronel Von Gersdorff.
—Me sorprendió oír que estaba usted de regreso en Smolensk —aseguró—. Creo recordar que en Berlín me dijo que no quería volver aquí en la vida.
—Y no quería. Pero Joey el Cojo pensó que me hacían falta unas vacaciones, así que me envió aquí para alejarme de todo el barullo.
—Sí. Eso había oído. Desde luego es mejor que unas vacaciones en la isla de Rügen.
—¿Y a usted? —le pregunté—. ¿Qué le trae al castillo? Si doy la impresión de estar nervioso hablando con usted es porque me preocupa que lleve otra bomba en el bolsillo del abrigo.
Von Gersdorff esbozó una mueca.
—Bueno, vengo mucho por aquí. La Abwehr quiere recibir a diario en su sede de Tirpitzufer informes sobre lo que ocurre en Smolensk. Solo que no me gusta enviarlos desde Krasny Bor. Ya no. Nunca se sabe quién anda escuchando. Ese sitio está atestado de Ivanes.
—Sí, lo sé, ahora mismo estaba hablando con Peshkov. Y poco antes, con Dyakov.
—Tipos sospechosos los dos, en mi opinión. Saco a colación una y otra vez el considerable número de Ivanes que trabajan para nosotros dentro del perímetro de la zona de seguridad que hemos establecido en Krasny Bor, pero Von Kluge no quiere oír hablar de ningún cambio de planes en ese sentido. Es un hombre que siempre ha tenido mucha servidumbre, y puesto que la mayoría de quienes eran criados en Alemania están ahora en el ejército, eso supone incluir a rusos entre su personal. Cuando llegamos aquí, trajo a su mayordomo de Polonia, pero al pobre infeliz lo mató un francotirador poco después. Así que ahora se las apaña con su Putzer, Dyakov. Pero resulta que Von Kluge no recela de los rusos, sino de otros alemanes. En particular de la Gestapo. Y aunque detesto señalarlo, eso hace que todo resulte especialmente difícil cuando se trata de mantener unas estrechas medidas de seguridad en Krasny Bor. Incluso la Gestapo cumple sus fines.
»Hemos intentado que la Gestapo investigue los antecedentes de algunos de esos rusos, pero es casi imposible. La mayor parte de las veces tenemos que fiarnos de la palabra del alcalde local de que tal o cual persona es digna de confianza, cosa que no sirve de nada, claro. Así que prefiero codificar y descodificar los mensajes aquí, en el castillo. El coronel Ahrens es un tipo honrado. Me permite utilizar en exclusiva una habitación para enviar mis mensajes en privado. Acababa de salir del castillo cuando lo he visto pasar pala en mano.
—La tierra se está ablandando.
—Así que podemos empezar a cavar. Mañana, quizá.
—Nunca se me ha dado muy bien eso de esperar a mañana —dije—. No cuando puedo empezar hoy.
Me quité el abrigo y la chaqueta y se los di.
—¿Le importa?
—En absoluto, querido amigo. —Von Gersdorff los dobló sobre el antebrazo y encendió un cigarrillo—. Me encanta ver trabajar a otros.
Me remangué la camisa, recogí la pala del suelo y empecé a cavar.
—¿Por qué recela Von Kluge de algunos alemanes? —le pregunté.
—Tiene miedo, supongo.
—¿De qué?
—¿Recuerda a un oficial del Tribunal Militar llamado Von Dohnanyi?
—Sí, lo conocí en Berlín. También es de la Abwehr, ¿verdad?
Von Gersdorff asintió.
—Es subdirector de la sección central de la Abwehr, a las órdenes del general de división Oster. Hace unas semanas, justo antes de que el Führer visitara a Von Kluge en el cuartel general del Grupo, Von Dohnanyi vino aquí a reunirse con Von Kluge y el general Von Tresckow.
—Tomé el mismo vuelo que él —dije, a la vez que clavaba la pala en la tierra.
—No lo sabía. Von Dohnanyi está de nuevo en Berlín, pero vino a Smolensk para sumar su voz a la mía, la del general y la de otros oficiales que querrían ver muerto a Hitler.
—A ver si lo adivino: Von Schlabrendorff y Von Boeselager.
—Sí, ¿cómo lo sabía?
Meneé la cabeza y seguí cavando.
—Pura chiripa, nada más. Continúe con su historia.
—Le pedimos al mariscal de campo que se uniese a nuestro plan para asesinar a Hitler y Himmler durante su visita del día trece. La idea consistía en desenfundar todos y matarlos a los dos en el comedor de oficiales de Krasny Bor. Algo así es mucho más sencillo aquí que en Rastenburg. En la Guarida del Lobo, es prácticamente intocable. Los oficiales tienen que dejar sus armas antes de encontrarse en una estancia con Hitler. Ese es el motivo de que pase allí tanto tiempo, claro. Hitler no es idiota. Sabe que hay mucha gente en Alemania a la que le gustaría verle muerto. Sea como sea, Von Kluge accedió a participar en la conspiración, pero al no venir Hitler acompañado de Himmler, cambió de parecer.
—Lo cierto es que el razonamiento lógico del mariscal de campo me parece impecable —dije—. Si alguien consigue matar al Führer, más le vale asegurarse de acabar también con Himmler y el resto de la pandilla. Cuando se decapita una serpiente el cuerpo sigue retorciéndose y la cabeza continúa siendo letal durante un buen rato.
—Sí, tiene usted razón.
—Hay que reconocérselo. Tres tentativas de asesinar a Hitler en otras tantas semanas y todas abortadas. Cualquiera diría que un grupo de oficiales de alto rango del ejército sabrían matar a un hombre. Se supone que eso se les da bien, maldita sea. Por lo visto ninguno de ustedes tuvo problemas para masacrar a millones de personas durante la Gran Guerra. Pero parece que matar a Hitler los supera a todos. La próxima vez me dirá que tenían planeado usar balas de plata para acabar con ese cabrón.
Por un momento Von Gersdorff pareció abochornado.
—Y a ver si lo adivino: ahora Von Kluge teme que alguien se vaya de la lengua —aventuré—. ¿No es eso?
—Sí. Corre por Berlín el rumor de que Hans von Dohnanyi va a ser detenido. En el caso de que lo sea, la Gestapo naturalmente averiguará mucho más de lo que espera.
—¿Qué clase de rumor es ese?
—¿Qué quiere decir?
—Por lo general, la Gestapo se cuida muy mucho de comentar con nadie a quién tiene previsto detener, al menos hasta altas horas de la noche, cuando llaman a su puerta. Así la gente no puede escapar y todo eso. Si corre un rumor bien podría ser que ellos mismos lo difundieran porque quieren que huya y tal vez haga salir de su madriguera algún otro conejo que tienen interés en cazar. Esa clase de rumor: un rumor con fundamento. Sí, no recurren a esas tácticas tan raramente. O podría ser un rumor de esos lanzados por los enemigos de un hombre para hacerle sentir inseguro y minar su autoridad. Es lo que los ingleses denominan «vacaciones romanas», cuando un gladiador era masacrado por puro placer. Se sorprendería del perjuicio que puede causarle un rumor así a alguien. Hace falta tener nervios de acero para aguantar a los chismosos de Berlín.
—De hecho, capitán Gunther, fue usted quien hizo correr ese rumor.
—¿Yo? —Dejé de cavar un momento—. ¿De qué demonios habla, coronel? Yo no he hecho correr ningún rumor.
—Por lo visto, cuando se encontró con Von Dohnanyi en el despacho del juez Goldsche en Berlín hace tres semanas, mencionó que la Gestapo había ido a verle, creo que fue mientras estaba ingresado en el hospital, para preguntarle por un judío conocido suyo llamado Meyer: quiénes eran sus amigos y cosas por el estilo.
Fruncí el ceño al recordar el bombardeo de la RAF la noche del 1 de marzo que casi acabó con mi vida.
—Así es. Franz Meyer iba a ser testigo en una investigación de crímenes de guerra, hasta que la RAF lanzó una bomba sobre su apartamento y le arrancó la mitad de la cabeza. Por lo visto la Gestapo pensaba que Meyer podía haber estado involucrado en un caso de fuga de divisas, con el fin de convencer a los suizos de que acogieran a un grupo de judíos. Pero no veo cómo…
—¿Mencionó la Gestapo a un tal pastor Dietrich Bonhoeffer?
—Sí.
—Eran el pastor Bonhoeffer y Hans von Dohnanyi quienes sacaban divisas para sobornar a los suizos a fin de que acogieran a judíos de Alemania.
—Ya veo.
—Y esa reunión entre Von Dohnanyi y el juez Goldsche en la Oficina de Crímenes de Guerra lo movió a afanarse en convencer a Von Kluge de que un grupo de oficiales alemanes con ideas afines…
—Lo que significa «aristócratas prusianos», naturalmente.
Von Gersdorff guardó silencio un momento.
—Sí, supongo que tiene razón. ¿Cree que la fastidiamos por eso? ¿Porque somos aristócratas?
Le quité importancia con un gesto.
—Se me pasó por la cabeza, sí.
Me escupí en la palma de las manos y empecé a cavar de nuevo. Era un trabajo duro pero la tierra iba saliendo sobre la plancha de la pala en terrones pesados y medio congelados que yo esperaba que nos contaran un episodio de la Historia en forma de estratos de turba. Von Gersdorff propinó un puntapié despreocupado a uno de esos terrones con la bota y observó cómo rodaba lentamente cuesta abajo como un balón de fútbol muy embarrado. Por lo que sabíamos, bien podría haber sido un cráneo recubierto de barro.
—Si cree que limitamos la trama a un círculo reducido de aristócratas por esnobismo, se equivoca —dijo—. Fue sencillamente debido a la imperiosa necesidad de que el secreto fuera absoluto.
—Sí, ya veo el partido que le sacaron. Y se sentían más cómodos confiando en un hombre cuyo apellido empezara por «Von», ¿no es eso?
—Algo parecido.
—¿No le parece un tanto esnob?
—Es posible que lo sea en ese sentido —reconoció Von Gersdorff—. Mire, la confianza es muy difícil de encontrar hoy en día. Cada cual la busca donde puede.
—Hablando de esnobismo —dije—. He pasado la mañana entera intentando convencer a un mariscal de campo de que firme unos documentos para que un doctor ruso local vaya a vivir a Berlín. Trabaja en la Academia Médica Estatal de Smolensk y asegura estar en posesión de pruebas documentales sobre los que están enterrados aquí. Libros mayores, fotografías. Incluso tiene a un Iván oculto en una habitación privada que formó parte del escuadrón de la muerte de la NKVD que llevó a cabo esta atrocidad. Anda un poco ido, por desgracia, tras sufrir heridas de consideración en la azotea, pero ese médico es una bendición del cielo: todos nuestros deseos se harán realidad si le damos lo que quiere. Aunque no hará nada si se ve obligado a quedarse en Smolensk. No se me ocurre ningún caso que merezca más un pase para ir a Alemania, pero por lo visto Hans el Astuto tiene decidido no concedérselo. Sencillamente no lo entiendo. Creía que si alguien podía estar de acuerdo con algo así sería un hombre con un criado ruso. Pero el mariscal de campo cree que Dyakov es una excepción y que los eslavos no son mucho mejores que los animales de corral.
—A quienes detesta de veras es a los polacos.
—Sí. Me lo dijo. Pero los polacos no son rusos. Ahí radica la esencia de quién y qué está enterrado aquí, supongo.
—A los ojos de Von Kluge, no hay ninguna diferencia entre polacos, Ivanes y Popovs.
—Lo que por lo visto es justo lo contrario de lo que piensan los rusos, acerca de los polacos, quiero decir. Por lo que a ellos respecta, polacos y alemanes son prácticamente lo mismo.
—Lo sé. Pero así es la historia. No le facilita a usted la tarea, pero dudo que Von Kluge conceda un pase para ir a Alemania a nadie, con la posible salvedad de Dyakov.
—Bueno, ¿a qué viene tanto apego por Dyakov?
Von Gersdorff se encogió de hombros.
—El mariscal de campo solo tiene un perro de caza. Supongo que pensó que no había razón para no tener otro.
—A mí nunca me han gustado mucho los perros. No he tenido ninguno. Aun así, tengo entendido que es relativamente sencillo saberlo todo sobre un perro. Basta con comprarlo de cachorro y echarle un hueso de vez en cuando. Pero con un hombre, incluso si es ruso, supongo que resulta un poco más complicado.
—Con quien debe hablar sobre Dyakov es con el teniente Voss de la policía militar, si le interesa. ¿Le interesa?
—Solo porque el mariscal de campo me ha recomendado hablar con Von Schlabrendorff y Dyakov sobre la posibilidad de utilizar mano de obra Hiwi para excavar todo este maldito bosque. Me gusta saber con quién trabajo.
—Von Schlabrendorff es un buen tipo. ¿Sabe que es…?
—Sí, lo sé. Su madre es tataratataranieta de Guillermo I, el elector de Hesse, lo que significa que está emparentado con el actual rey de Gran Bretaña. Seguro que un pedigrí semejante le resultará muy útil a la hora de exhumar varios miles de cadáveres.
—En realidad, iba a decirle que es primo mío. —Von Gersdorff sonrió de buen talante—. Pero no me cabe duda de que puede confiar en que Dyakov encuentre a unos cuantos Ivanes para que se encarguen de la excavación.
Dejé de cavar un momento y me incliné hacia delante para mirar más de cerca antes rascar con la pala lo que parecía ser un cráneo humano y la parte de atrás de un abrigo de hombre.
—¿Es lo que creo que és? —preguntó Von Gersdorff. Se volvió e hizo una seña para que se acercase uno de los centinelas.
El hombre vino a la carrera, se cuadró y saludó.
—Traiga agua —le ordenó Von Gersdorff—. Y un cepillo.
—¿Qué clase de cepillo, señor?
—Un cepillo de mano —dije yo—. Como el de un recogedor, si lo encuentra.
—Sí, señor. —El soldado se fue corriendo en dirección al castillo.
Mientras tanto seguí raspando el cadáver medio cubierto con la punta de la pala, dejando por fin a la vista dos manos retorcidas con fuerza y atadas entre sí con un trozo de cable. No había visto nunca a alguien arrollado y aplastado por un tanque, pero si lo hubiera visto, supuse que ese era el aspecto que tendría. En la Gran Guerra me había topado con cadáveres de hombres enterrados en el barro de Flandes, pero esto me produjo una impresión muy diferente. Tal vez fuera la certeza de que había muchos más cadáveres allí enterrados; o quizá fuese el cable enrollado en torno a las muñecas casi esqueléticas del cuerpo lo que me dejó sin palabras. No hay muerte buena, pero igual unas son mejores que otras. Incluso hay muertes —la ejecución ante un pelotón de fusilamiento, por ejemplo— que parecen otorgar a la víctima un poco de dignidad. El hombre que yacía boca abajo en la tierra del bosque de Katyn había encontrado con toda seguridad una muerte que estaba muy lejos de eso. Hubiera sido difícil imaginar un espectáculo más espantoso.
Von Gersdorff ya se estaba persignando con ademán solemne.
El soldado regresó con un cepillo y una cantimplora llena de agua. Me los entregó y empecé a retirar el barro del cráneo antes de lavarlo con agua para dejar al descubierto un pequeño orificio en la nuca, que luego sondeé con el dedo índice. Von Gersdorff se acuclilló a mi lado y tocó el perfecto orificio de bala.
—Una vyshka de la NKVD —señaló—. Un mensaje de nueve gramos por correo aéreo con remite del mismísimo Stalin.
—¿Habla ruso?
—Soy oficial de inteligencia. Es lo que se espera de mí. —Se incorporó y asintió—. También sé francés, inglés y un poco de polaco.
—¿Y eso? —pregunté—. ¿Cómo es que habla polaco?
—Nací en Silesia. En Lubin. De no ser porque Federico el Grande devolvió Lubin a Prusia en 1742, bien podría haberme encontrado entre los oficiales polacos que yacen en esta fosa común.
—Qué reflexión tan curiosa.
—Bueno, me parece que ha encontrado usted lo que todos estaban buscando, Gunther.
—Yo no —repuse.
—¿Qué quiere decir?
—Igual no me expresé con claridad —dije—. En realidad no estoy aquí. Esas son las órdenes que tengo. Se supone que el SD y el Ministerio de Propaganda no se pueden acercar a menos de un centenar de kilómetros de este lugar. Razón por la que llevo uniforme del ejército en vez de vestir el del SD.
—Sí, ya me preguntaba a qué se debería.
—Aun así, es posible que eso no resista una inspección minuciosa. De modo que yo no he encontrado nada. Creo que más vale que figure en el informe que este cadáver lo ha encontrado usted, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, si así lo desea.
—¿Quién sabe? —comenté—. Igual le conviene volver a congraciarse con todos aquellos a quienes defraudó al no saltar por los aires en el Arsenal.
—Dicho así, es un milagro que pueda mirarme al espejo por las mañanas.
—No sabría decirle. Hace mucho tiempo que no me miro ni de pasada a un espejo.
Con ventanas cubiertas por cortinas de cretona, sillas de roble de estilo rural, chimenea y acuarelas enmarcadas de los lugares históricos de Berlín, la oficina de telecomunicaciones tenía la pulcritud del salón de una solterona. Debajo de un estante lleno de libros y cascos de acero había una mesa grande donde se podía redactar mensajes de texto corriente sobre hojas pautadas de papel amarillo. Encima había un mantel blanco limpio, un jarrón con flores secas, un samovar lleno de té ruso caliente y un elegante cenicero de ónice. Alineados contra la pared había una centralita de veinticuatro líneas, un transmisor-receptor Hagenuk de cinco vatios, una grabadora de carrete Magnetophon, un teletipo Siemens y una máquina Enigma con dispositivo rotor de cifrado conectada a una impresora Schreibmax, capaz de imprimir todas las letras del alfabeto en una estrecha cinta de papel, lo que suponía que el oficial de telecomunicaciones que manejaba la Enigma no tenía por qué ver la información descifrada.
El suboficial a cargo de la sala de telecomunicaciones era un joven de aspecto franco con cabello rojizo y gafas de montura de ámbar. Poseía unas manos delicadas y su manera de pulsar el teclado de transmisión de la enorme Torn tenía, según el coronel Ahrens, la precisión de un concertista de piano. Se llamaba Martin Quidde y contaba con la ayuda de un operador de radio de aspecto más juvenil incluso recién llegado del jardín de infancia de telecomunicaciones de Lübeck, que contraía el muslo con ademán nervioso como si estuviera recibiendo permanentemente una transmisión telegráfica desde casa. Los dos me miraron con una suerte de respeto vigilante, igual que si fuera un pedazo de algún mineral raro como la uraninita.
—Tranquilos, muchachos —dije—. Ya no llevo el uniforme del SD.
Quidde se encogió de hombros como si algo así no tuviera mayor importancia para él. Y estaba en lo cierto, claro, no la tenía, no en la Alemania nazi, donde un uniforme solo era garantía de que un hombre estaba sometido a deberes y superiores, y cualquiera —desde un mocoso con pantalones cortos de cuero hasta una anciana en bata de casa— podía ser un confidente de la Gestapo que revelase algún comentario descuidado o defecto patriótico que diera con tus huesos en un campo de concentración.
—No soy de la Gestapo ni soy de la Abwehr. No soy más que un pringado de Berlín que ha venido a dedicarse a la arqueología en calidad de aficionado.
—¿De verdad hay cuatro mil polacos enterrados en nuestro jardín, señor? —Quidde citaba la cifra que había incluido yo en mi telegrama a Goebbels.
—Eso decía mi mensaje al ministro, ¿no?
—¿Cree que los asesinaron ahí mismo?
—Desde luego eso parece —contesté—. Los pusieron al borde de una fosa abierta por parejas o en grupos de tres y les dispararon en la nuca.
El operador más joven, que se llama Lutz y estaba a cargo de la centralita, respondió a una llamada que solo había oído él y empezó a manipular los cables de la central como otras tantas piezas de ajedrez.
—General Von Tresckow —dijo por el auricular—. Tengo al general Goerdeler al aparato, señor.
—Eso nos permite hacernos una idea de contra lo que luchamos, ¿eh, señor? —comentó Quidde.
—Sí, desde luego —convine—. Está claro que no podemos dar a Iván lecciones sobre crueldad, asesinato y falsedad.
—El caso es que siempre he tenido la sensación de que había algo raro en este lugar —aseguró Quidde.
—Yo también tengo esa sensación cuando estoy en Berlín, a veces —repuse, mostrándome deliberadamente ambiguo de nuevo. Lo que Quidde quisiera entender era cosa suya—. Cuando voy a ver amigos que viven cerca del antiguo Reichstag. Yo no creo en fantasmas, pero no me cuesta entender que otros sí crean en ellos.
Lutz empezó a gestionar otra llamada en la centralita.
Le ofrecí un pitillo a Quidde para hacerle creer que era un tipo decente de la cabeza a los pies. No esperaba que sacase un conejo blanco, claro, pero por un par de cigarrillos gratis parecía dispuesto a fingir que mi chistera negra tal vez estuviera vacía. Por eso fuma la gente como yo, supongo. A cambio me sirvió un poco de té ruso caliente en un vasito con un terrón de azúcar de verdad, y mientras esperaba la confirmación de que el ministerio había recibido mi mensaje íntegro, Quidde me preguntó si se había hecho algún avance en la identificación del asesino de sus dos compañeros de telecomunicaciones, el sargento Ribe y el cabo Greiss.
Negué con la cabeza.
—Puedo entender que esos hombres eran camaradas suyos, cabo —le dije a Quidde—. Pero lo cierto es que no soy la persona más indicada para responder a sus preguntas. No soy el oficial a cargo de la investigación. De ese caso se ocupa el teniente Voss, de la policía militar. Debería preguntarle a él, o al coronel, claro.
—Es posible, señor —respondió Quidde—. Pero, dicho sea con todo respeto por el teniente Voss, señor, él no es detective, ¿verdad? No es más que el sabueso local. Y por lo que al coronel respecta, bueno, lo único que le importa son sus malditas abejas. Mire, señor, aquí, en el castillo, todo el mundo sabe que antes de estar en el SD era usted uno de los toros bravos de la Alexanderplatz.
—No era ni un simple cabestro, cabo. —Sonreí—. Gracias, pero en 1933 castraron a todos los mejores polis.
—Y todo el mundo sabe que fueron Voss y el coronel los que le pidieron que fuera al hotel Glinka para echar un vistazo al escenario del crimen. Corre el rumor de que fue usted quien dedujo que no fue un Iván el que los mató; que le cargó los muertos a otro Fritz. Y ahora todo el mundo supone que sigue interesado en averiguar quién los mató, porque fue usted quien intentó que el cabronazo del violador que ahorcaron el sábado pasado confesara lo que sabía sobre los asesinatos.
—Coronel Ahrens —dijo Lutz—, tengo al teniente Hodt al aparato, señor.
Resté importancia al asunto y tomé unos sorbos de té dulce antes de encenderme un pitillo, uno de los Trummers que, junto con una botella de coñac, había sustraído del avión privado de Joey durante el vuelo desde Berlín. El coñac había desaparecido ya pero los cigarrillos me estaban durando bastante. Inhalé hasta lo más hondo de los pulmones el humo, que olía como a magdalenas, y mientras hacía una pausa para que se me despejara la cabeza me planteé cómo rebatir los argumentos perfectamente razonables del cabo. Estaba en lo cierto, claro. Pese a la orden explícita de Von Kluge de que me olvidara del caso de los dos suboficiales de telecomunicaciones muertos, yo seguía teniendo sumo interés en averiguar quién los asesinó. No es nada fácil ahuyentarme de un crimen de los de verdad. Otros —uno o dos más poderosos incluso que el mariscal de campo Von Kluge— habían intentado advertirme con anterioridad y tampoco lo consiguieron en su momento. Los alemanes tenemos una capacidad enorme para hacer caso omiso de los demás y de aquello que nos dicen. Eso es lo que nos hace tan puñeteramente alemanes. Siempre ha sido así, supongo. Roma le dijo a Martín Lutero que lo dejara correr y ¿lo dejó? Y un cuerno. Beethoven se quedó sordo y, a pesar de lo que le aconsejaban sus médicos, siguió escribiendo música; después de todo, ¿a quién le hacen falta oídos para escuchar toda una sinfonía? Y si un mero mariscal de campo se interpone en el avance de una investigación entonces uno lo puentea y acude al ministro de Propaganda. Von Kluge quedaría encantado conmigo cuando descubriera lo que había hecho. Y el que siguiera interesándome por los homicidios de Ribe y Greiss no tendría mucha importancia en comparación con la enorme irritación que le sobrevendría cuando Joey el Cojo hiciera valer su rango sobre Hans el Astuto y le dijera que, después de todo, había que autorizar al doctor Batov para que fuera a Alemania, porque no me cabía la menor duda de que el ministro accedería. Si alguna virtud tenía Joseph Goebbels era que siempre sabía reconocer algo bueno cuando lo veía.
—Hay personas a las que no les importa que queden flecos sueltos —dije—. Pero a mí me gusta atar todos los cabos y a veces hacer un lazo la mar de bonito con ellos. Estuve en las trincheras durante la última guerra, cabo Quidde. Entonces me preocupaba que murieran hombres sin ningún motivo de peso y ahora sigue preocupándome. Mire, puse todo mi empeño. Pero no sirvió de nada, maldita sea. Ese no estaba dispuesto a hablar. Suponiendo que supiera algo acerca de lo que ocurrió, claro. No me extrañaría que Hermichen me hubiera tomado el pelo, solo para reírse un rato. Igual quería ganar tiempo. Los asesinos se comportan así a veces. Si creyéramos todo lo que nos dicen, las cárceles estarían vacías y las guillotinas se las comería el óxido.
Quidde se libró de responder; se llevó una mano a los auriculares cuando la Torn despertó de su sueño como el robot de Metrópolis.
—Creo que es su confirmación de Berlín, señor —dijo, y cogió un lápiz para ponerse a escribir.
Cuando terminó, me pasó el mensaje y esperó pacientemente mientras yo lo leía.
MENSAJE RECIBIDO. MINISTERIO DE INFORMACIÓN PÚBLICA Y PROPAGANDA. ESPERE ÓRDENES.
Debajo de ese mensaje había otro:
TENGA CUIDADO CON LO QUE DICE. LUTZ ES DE LA GESTAPO. LO RECLUTARON MIENTRAS AÚN ESTABA EN LA ESCUELA DE TELECOMUNICACIONES DE LÜBECK. NO QUIERO DECIR NADA DELANTE DE ÉL. TENGO INFORMACIÓN SOBRE RIBE Y GREISS QUE PODRÍA GUARDAR RELACIÓN CON SUS MUERTES, PERO ME PREOCUPA PONER EN PELIGRO MI VIDA. REÚNASE CONMIGO EN EL JARDÍN DEL GLINKA EL MIÉRCOLES A LAS CUATRO DE LA TARDE Y VENGA SOLO. ASIENTA SI ESTÁ DE ACUERDO.
Asentí.
—Sí, muy bien —dije, y me guardé el mensaje doblado en el bolsillo.