Sábado, 27 de marzo de 1943
El juicio del sargento Kuhr y el cabo Hermichen se celebró la mañana siguiente en la Kommandatura del ejército en Smolensk, que estaba al norte, a menos de un kilómetro de la cárcel. En el exterior, el aire se había vuelto del color del plomo y saltaba a la vista que se avecinaba una nevada. La mayoría coincidió en que eso era bueno, ya que suponía que la temperatura empezaría a ascender.
El juez Conrad aceptó el papel de juez para presidir el juicio, con el mariscal de campo Von Kluge y el general Von Tresckov como ayudantes; el teniente Von Schlabrendorff representaba a los acusados, y yo me encargaría de exponer las acusaciones que pesaban contra ellos. Pero antes de que comenzara el proceso hablé brevemente con Hermichen y le insté a que me dijera todo lo que sabía sobre los asesinatos de los dos operadores.
—A cambio, informaré al tribunal de que ha facilitado a la policía militar información de peso que podría conducir a la detención de otro criminal —dije—. Cosa que puede influirles en sentido positivo, lo suficiente para que se muestren indulgentes con usted.
—Ya se lo dije, señor. Cuando me haya sacado del apuro, se lo contaré todo.
—Eso no va a pasar.
—Entonces tendré que arriesgarme.
La vista —pues difícilmente podía llamarse juicio— no duró ni una hora. Sabía que dentro de mis competencias estaba la de exigir un veredicto y una sentencia, pero no lo hice, porque no albergaba ningún deseo de instar al tribunal a que ejecutase a un hombre que, según creía, estaba en posición de resolver un homicidio. Con el sargento Kuhr tenía una actitud más ambivalente. Pero también había otro factor. Antes de la llegada de los nazis, yo era un firme partidario de la pena capital. Todos y cada uno de los polis de Berlín creían en ella. En mis tiempos en la Alexanderplatz incluso había asistido a más de una ejecución, y aunque no obtenía ninguna satisfacción de ver cómo llevaban a un asesino entre gritos y pataleos a la guillotina, tenía la sensación de que se había hecho justicia y las víctimas habían sido vengadas como era debido. Desde la Operación Barbarroja y la invasión de la Unión Soviética, sin embargo, había llegado a la conclusión de que todos los alemanes habíamos tenido cierta parte de culpa en un crimen mayor del que se había visto en ningún juzgado, y por tanto me incomodaba mucho más la hipocresía de procesar a dos soldados por hacer lo que un miembro de las SS de cualquier batallón hubiera considerado que formaba parte de su trabajo cotidiano.
Von Schlabrendorff, dicho sea en su favor, representó bien a los acusados, y los tres jueces incluso parecieron inclinados a otorgar cierto peso a sus palabras antes de retirarse a deliberar su veredicto. Pero no pasó mucho rato antes de que el trío regresara a la sala y el juez Conrad los condenase a la pena capital, que se ejecutaría de inmediato.
Cuando se llevaban a los hombres, Hermichen se volvió y me llamó:
—Parece que estaba usted en lo cierto, señor.
—Lamento que así sea. De verdad.
—¿Va a venir a ver el espectáculo?
—No —dije.
—Tal vez le cuente lo que quiere saber justo antes de que me pongan la soga al cuello —sugirió Hermichen—. Tal vez.
—Olvídelo —repuse—. No estaré presente.
Pero no me cabía la menor duda de que estaría allí, claro.
Hacía frío en el patio de la cárcel. La nieve caía con suavidad de un cielo asfixiante, como si millares de diminutos paracaidistas alpinos tomaran parte en una gigantesca invasión aerotransportada de la Unión Soviética. Cubrió con sigilo el travesaño del cadalso, tornando su sencilla y lóbrega geometría en algo casi benévolo, como un pedazo de algodón en la cuna de un Nacimiento en una tranquila iglesia rural, o una capa de nata sobre una tarta típica de la Selva Negra. Las dos sogas anudadas bajo la viga glaseada podrían haber sido decorativas, Bajo el espacio abierto inferior, sin inquilinos, el breve tramo de precarios peldaños de madera que conducían hacia la muerte por ahorcamiento tenían aspecto de ser obra de un alma caritativa, como si algún niño hubiera tenido necesidad de ellos para alcanzar un lavabo en el que lavarse las manos.
Pese a lo que estaba a punto de acontecer era difícil no pensar en niños. La prisión estaba rodeada de escuelas rusas: una en la Feldstrasse, otra en la Kiewerstrasse y otra más en la Krasnyistrasse. Cuando aparqué el coche delante de la cárcel se libraba una batalla de bolas de nieve y el sonido de sus juegos y sus risas colmaba el aire helador como una bandada de aves en plena emigración. A los dos hombres que aguardaban su destino ese alboroto despreocupado debía de provocarles un doloroso recuerdo de tiempos más felices. Incluso a mí me resultaba deprimente, pues me recordaba a alguien que una vez fui y nunca volvería a ser.
Los que nos habíamos reunido para ver cumplirse la sentencia —el coronel Ahrens, el juez Conrad, el teniente Von Schlabrendorff, el teniente Voss, varios suboficiales de la policía militar, unos cuantos guardias de la prisión y yo mismo— apagamos los cigarrillos respetuosamente cuando dos hombres se acercaron al cadalso. Nos relajamos un poco al darnos cuenta de que no eran más que guardias de la prisión y los observamos cuando empezaron a zarandear la estructura como para comprobar su resistencia hasta que, convencidos de que la construcción de madera cumpliría su cometido, uno de ellos hizo un gesto con el pulgar en alto en dirección a la puerta de la cárcel. Transcurrió un breve intervalo y entonces salieron los dos condenados con las manos atadas delante y se dirigieron muy despacio hacia el cadalso, mirando a un lado y luego al otro con una suerte de expresión indefensa, acorralada, como buscando una vía de escape o algún indicio de que los habían indultado. Llevaban botas y pantalones, pero no guerrera, y sus camisas blancas sin cuello eran casi demasiado brillantes para contemplarlas.
Al verme, el cabo Hermichen sonrió y articuló un saludo mudo con los labios. Pensando que tenía intención de contarme lo que quería saber, me acerqué al cadalso, donde los guardias instaban ya a los dos hombres a subir las escaleras. Obedecieron a regañadientes y los peldaños temblaron de una manera siniestra.
El sargento Kuhr levantó la mirada hacia la soga como si se preguntara si estaría a la altura de la tarea de ahorcarlo a él, y ahora que me encontraba más cerca vi que era una duda razonable, pues no era más que un pedazo de cuerda deshilachada, más adecuada para colgar un adorno navideño que otra cosa; apenas parecía lo bastante resistente para ahorcar a un hombre hecho y derecho.
—Vaya día de mierda han ido a elegir —comentó. Y luego—: Tanto revuelo por un par de putillas rusas. Es increíble. —Inclinó la cabeza un momento mientras el verdugo le ponía la soga al cuello y se la ajustaba debajo de la oreja izquierda—. Deprisa, me está entrando frío.
—Seguro que hace mucho más calor allí adonde vas —repuso el verdugo, y el sargento se rio.
—No lamentaré irme de este lugar dejado de la mano de Dios —aseguró el sargento.
—Así que, después de todo, ha venido —me dijo Hermichen.
—Sí.
—Ya sabía yo que vendría. —Sonrió—. No podía correr ese riesgo, ¿eh? Jugarse la posibilidad de que le diga quién mató a los dos operadores en realidad. Nuestro amigo alemán de la moto. El de la bayoneta afilada. Lo vimos, ¿sabe? Aquella noche. —Hermichen abrió las manos y luego las entrelazó con fuerza de nuevo—. He estado pensando mucho en él. También lo ahorcarían si lo atraparan.
—Siempre cabe esa posibilidad —comenté.
—Sí, pero el caso es que no estoy a favor de que cuelguen a nadie, por razones obvias.
—No queda mucho tiempo —dije.
—Joder, y me viene con obviedades —rezongó el sargento Kuhr.
Sobreponiéndome a una intensa sensación de vergüenza, me quedé donde estaba mientras el verdugo le pasaba la soga por la cabeza a Hermichen. Tuve la sensación de que con mi mera presencia participaba de manera activa en un acto denigrante de maldad humana no menos cruel y violento que el sufrido por las dos rusas que habían violado y asesinado esos dos soldados. Dos muertes más en ese horrible lugar apenas parecían tener importancia, y sin embargo, me pregunté, ¿cuándo tocaría a su fin tanta muerte? Daba la impresión de no tener fin.
—Por favor, cabo —dije—. Insisto. Por esos dos camaradas muertos.
—Esos dos también se traían entre manos más de lo que parece. Al menos eso dice la gente.
Me costó tragar saliva, casi como si fuera yo el que tenía la soga al cuello; respiré hondo y desplacé la barbilla hacia el hombro. Noté que los huesos y el cartílago de mis vértebras crujían igual que un puñado de nueces del Brasil en la boca. Qué bueno era estar vivo, respirar. A veces es necesario que nos lo recuerden.
—Seguro que no quiere que su asesino quede impune, o peor aún, que lo ajusticien creyéndolo sospechoso de haberlos matado usted mismo.
—No creo que tenga mucha importancia lo uno ni lo otro —dijo el sargento Kuhr—. Al menos para nosotros, ¿eh, Erich?
Se echó a reír.
Hermichen levantó las manos y se retiró unos copos del pelo y la cara con cuidado.
—No le falta razón —dijo.
El verdugo bajó las escaleras, comprobó los nudos de las sogas sujetas al travesaño y contempló la terrible imagen que tenían ante sí. Me miró y luego volvió a mirar a los dos condenados, después de lo cual apoyó la lustrosa bota negra en los peldaños de los que dependían sus vidas.
—Decid lo que queráis decir —les conminó el verdugo sin miramientos—. Y rapidito. No tengo todo el día.
—He cambiado de parecer —aseguró Hermichen—. No tengo nada que decir, después de todo. —Y sin más, cerró los ojos y se puso a rezar.
—Así me gusta —le felicitó el sargento Kuhr—. Que les den. Que les den a todos.
El verdugo miró de soslayo al juez Conrad, que estaba nominalmente a cargo de la ejecución. Era un hombre de aspecto severo con gafas de montura de carey, pero aun así, ya había visto suficiente por un día y se las quitó para guardárselas en el bolsillo del abrigo; luego asintió con gesto seco. Por su bien esperé que no viera más que una imagen borrosa de lo que ocurría. Era un hombre cabal y no lo culpaba de la sentencia, en modo alguno; había cumplido con su deber y emitido un veredicto sobre la base de las pruebas.
El verdugo era poco más que un muchacho, pero hizo su trabajo con eficiencia despiadada, y no mostró más emoción que si hubiera estado a punto de propinar unos puntapiés a unos neumáticos. Apoyó el empeine de la bota en los peldaños de madera y, casi con ademán despreocupado, los derribó.
Los dos condenados cayeron unos centímetros y quedaron colgando cual perchas, pedaleando furiosamente sobre unas bicis inexistentes; y al mismo tiempo dio la impresión de que se les alargaba el cuello, como futbolistas que se afanaran en rematar de cabeza. Los dos lanzaron sonoros gruñidos y el vaho les envolvió el torso cuando perdieron el control de la vejiga. Aparté la mirada con una sensación de profunda repugnancia y de ira por haber dejado que el cabo Hermichen me engañara para que fuese testigo de su miserable muerte.
Verte obligado a asistir a un ahorcamiento es un plan estupendo para el fin de semana.
Fui al mercado de Zadneprovski en la plaza Bazarnaya, donde se podía comprar toda clase de artículos. Incluso en invierno la plaza estaba llena a rebosar de rusos emprendedores con algo que vender ahora que se habían levantado las restricciones del comunismo: un icono, un jarrón antiguo, una escoba hecha en casa, tarros de remolacha y cebolla encurtidas, rábanos, prendas acolchadas, lápices, palas para la nieve, juegos de ajedrez y pipas tallados a mano, retratos de Hitler, granadas de propaganda sin explotar, papel de fumar, fósforos, recipientes de combustible para preparar comida de la ayuda estadounidense, raciones de carne de la ayuda estadounidense, gafas antigás de la ayuda estadounidense, botiquines de primeros auxilios de la ayuda estadounidense, ejemplares amontonados de una publicación satírica llamada Krokodil, números atrasados del Pravda que servían para encender fuego, paquetes de Mahorka —el tabaco del Ejército Rojo, tan fuerte que era como fumar por primera vez— y naturalmente numerosos recuerdos del Ejército Rojo. Estos eran muy codiciados por los soldados alemanes, sobre todo cascos del RKKA, medallas, latas de tabaco, botes de mantequilla, cucharas, cuchillas, líquido para limpiar metales, fundas de pistola TT, brújulas de muñeca, palas de trinchera, portamapas, sables de caballería y, lo más popular de todo, bayonetas de fusil SVT.
Yo no iba en busca de nada de eso. Un souvenir era algo adquirido para que te recordase algún lugar, y aunque mi estancia en Smolensk aún no había tocado a su fin, sabía que no necesitaba nada que me la recordara. Después del día que había tenido quería olvidarlo lo antes posible. Así que fui a la plaza Bazarnaya con otro objetivo en mente: un medio de olvido barato.
Compré dos botellas grandes de cerveza artesanal —brewski— y estaba a punto de comprar una botella de samogon —el licor casero, barato pero fuerte, que a los alemanes siempre nos estaban advirtiendo que no bebiéramos— cuando vi un rostro familiar. Era el doctor Batov, de la Academia Médica Estatal de Smolensk.
—Más le vale no tomar eso —me aconsejó, quitándome el samogon de la mano— si quiere verse mañana en el espejo.
—De eso se trataba —aseguré—. No sé si quiero verme. Tengo entendido que lo que hay que hacer es echar samogon en la brewski y beber la mezcla. Se llama yorsh, ¿verdad?
—Para ser un hombre inteligente tiene usted ideas muy estúpidas. Si se bebe dos litros y medio de yorsh es posible que no vuelva a ver nunca. Supongo que debería alegrarme si un soldado enemigo se mata o se queda ciego, pero me parece que puedo hacer una excepción en su caso. ¿Qué ha pasado? Pensaba que no volvería. ¿O es su regreso a Smolensk un castigo por descubrir aquel sucio secretito?
Se refería al informe de inteligencia polaco que tradujimos en su laboratorio con ayuda de un microscopio estereoscópico.
—De hecho, decidí mantener la boca cerrada —confesé—. Al menos por el momento. Bastante precaria parece mi vida sin necesidad de hacer que se tambaleen los peldaños en los que estoy apoyando los pies. No, he regresado a Smolensk con otras obligaciones. Aunque desde luego me gustaría que no fuera así. Solo quiero emborracharme y olvidar más de lo que me gustaría recordar. Ha sido uno de esos días, me temo.
Y le conté dónde había estado y qué había visto.
Batov negó con la cabeza.
—Sus generales intentan dar ejemplo de una forma curiosa —dijo—. Cuelgan a una clase de soldado alemán por comportarse como otros soldados alemanes. ¿Suponen que despreciaremos a los alemanes un poco menos si ejecutan a uno de los suyos por matar a rusos? Después de todo, para eso están aquí, ¿verdad? Para librarse de nosotros de modo que puedan vivir en el espacio que deje nuestra ausencia, ¿no es así? Lo veo como una especie de esquizofrenia.
—Eso no es más que un término médico para referirse a la hipocresía —repliqué—. Que es el homenaje que rinde la Wehrmacht a la virtud. El honor y la justicia no son más que una ilusión en Alemania, pero una ilusión con la que alguien que se dedica a lo que me dedico yo tiene que vérselas a diario. A veces creo que los delirios más graves no son cosa de nuestros líderes sino de los jueces para los que trabajo.
—Yo soy médico, así que prefiero los términos médicos. Pero si su gobierno es esquizofrénico, entonces el mío es sin duda es peligrosamente paranoico. Ni se lo imagina.
—No, pero igual es entretenido intercambiar impresiones.
Batov sonrió.
—Venga conmigo —me instó—. Le enseñaré dónde comprar algo mejor. No es una delicia, pero tampoco dará con sus huesos en el hospital. En la Academia Médica Estatal andamos ya escasos de camas.
Fuimos a otro rincón de la plaza más tranquilo, donde un hombre con la cara igual que una caja de limaduras de hierro con el que Batov a todas luces ya había tenido trato me vendió una chekuschka, que era un cuarto de litro de vodka de Estonia. La botella era asimétrica, lo que le daba a uno la impresión de estar ya borracho, y la sustancia no tenía un aspecto menos sospechoso que el samogon, pero Batov me aseguró que era buena, razón por la que decidí comprar dos y le sugerí que me hiciera compañía.
—Beber a solas no es nunca buena idea —dije—. Sobre todo cuando uno está solo.
—Iba de camino a la panadería de la Brockenstrasse. —Le restó importancia con un movimiento de los hombros—. Pero lo más probable es que ya no les quede pan. E incluso si les queda, es como comer tierra. De modo que sí, encantado. Vivo al sur del río. En la Gudunow Strasse. Podemos ir y bebernos esas botellas, si quiere.
—¿Por qué se refiere a las calles por los nombres alemanes y no por sus nombres rusos?
—Porque usted no sabría de dónde hablo. Naturalmente, igual se trata de una astuta trampa. Puesto que soy un Iván, podría haber decidido llevarlo a mi casa, donde le esperan unos partisanos para cortarle las orejas, la nariz y las pelotas.
—Me haría un favor. Por lo visto son las orejas, la nariz y las pelotas lo que siempre me lleva a meterme en líos. —Asentí con firmeza—. Vamos, doctor. Me gustaría pasar un rato con un ruso que no sea un Iván, ni un Popov, ni un eslavo o un ser infrahumano.
—Ay, Dios mío, es usted un idealista —dijo Batov—. Y además de los peligrosos. Es evidente que lo han enviado a Rusia para poner a prueba ese idealismo. Cosa muy comprensible. Y bastante perspicaz por parte de sus superiores. Rusia es el mejor sitio para un experimento cruel de esa clase. Este es el país de los experimentos crueles: aquí envían a morir a los idealistas, amigo mío. Matar a quienes tienen fe en algo es nuestro deporte nacional.
Con las botellas en la bolsa vacía de la compra de Batov fuimos en busca de mi coche y cruzamos el tambaleante puente provisional de madera que conectaba la parte sur de la ciudad con la parte norte: los ingenieros alemanes habían estado ocupados. Pero las rusas, por lo visto, no eran menos diligentes: en las orillas del Dniéper ya estaban afanándose en construir las balsas de madera que transportarían artículos a la ciudad cuando el río fuera adecuadamente navegable.
—¿Son las mujeres las que hacen todo el trabajo por aquí? —pregunté.
—Alguien tiene que hacerlo, ¿no cree? Algún día les ocurrirá lo mismo a ustedes, los alemanes, acuérdese de mis palabras. Siempre son las mujeres las que reconstruyen las civilizaciones que los hombres se han empeñado en destruir.
Batov vivía solo en un apartamento sorprendentemente espacioso de un edificio en gran medida intacto que estaba pintado del mismo tono de verde que muchas iglesias y edificios públicos.
—¿Hay algún motivo para que uno de cada dos edificios esté pintado de verde? —pregunté—. ¿Camuflaje, tal vez?
—Creo que el verde era el único color disponible —dijo Batov—. Esto es Rusia. Las explicaciones suelen ser de lo más normal. Seguramente nos excedimos en algún plan quinquenal con la producción de pintura verde, y a nadie se le ocurrió producir más de un color. Es muy probable que el año anterior hiciéramos lo mismo con la pintura azul. El azul sería el color más adecuado para muchos de estos edificios, por cierto. Desde el punto de vista histórico.
Por dentro, el apartamento estaba formado por una serie de habitaciones conectadas por un largo pasillo que corría en paralelo a la fachada de la calle. En esa larga pared había una serie de estanterías llenas de libros. El apartamento olía a cera para muebles, frituras y tabaco.
—Tiene una buena biblioteca —señalé.
Batov le restó importancia.
—Tienen una doble finalidad. Además de mantenerme ocupado, porque me encanta leer, sirven para aislar el pasillo del frío. Es una suerte por partida doble que los rusos escriban libros tan gordos. Igual por eso lo hacen.
Entramos en un acogedor saloncito caldeado con una estufa de cerámica alta y marrón que estaba en un rincón igual que un árbol petrificado. Mientras yo echaba un vistazo por la estancia, Batov metió un poco de leña por la puerta de latón de la chimenea y volvió a cerrarla. Sabía que su esposa había muerto, pero no había ninguna fotografía suya a la vista, y eso me sorprendió, ya que había numerosas marcas en el papel pintado donde habían colgado fotos, así como abundantes retratos del propio Batov y de una muchacha que supuse era su hija.
—¿Su esposa murió en la guerra? —pregunté.
—No, falleció antes de la guerra —contestó, al tiempo que sacaba unos vasitos, un poco de pan negro y unos encurtidos.
—¿Tiene una foto suya?
—Por alguna parte —dijo mientras hacía un gesto vago con la mano—. En una caja en el dormitorio, creo. ¿Se pregunta por qué la tengo escondida? ¿Como un par de guantes viejos?
—Pues la verdad es que sí.
Se sentó y sirvió dos vasos.
—En cualquier caso, a su salud —brindé—. ¿Cómo se llamaba?
—Yelena. Sí, a su salud. Y en memoria de su esposa.
Vaciamos los vasos de un trago y luego los dejamos de golpe en la mesa. Hice un gesto afirmativo.
—No está mal —dije—. No está nada mal. Así que esto es chekuschka, ¿eh?
—Chekuschka es en realidad el tamaño de la botella, no el aguardiente que lleva dentro —explicó—. Este vodka es barato, pero hoy en día, no hay otra cosa.
Asentí.
—No tenía intención de curiosear sobre su esposa. De veras, no es asunto mío.
—Si tengo sus fotos escondidas no es porque no la quisiera —explicó Batov—, sino porque en 1937 la detuvo la NKVD después de que fuera acusada de agitación política y desorden público. El país pasó por tiempos difíciles. Muchos fueron detenidos o sencillamente desaparecieron. No muestro sus fotografías porque temo que si lo hiciera me arriesgaría a correr la misma suerte que ella. Podría volver a colgarlas, claro. Después de todo, no es probable que la NKVD venga a llamar a la puerta mientras ustedes sigan en Smolensk. Pero por alguna razón no he tenido la valentía suficiente para hacerlo. La valentía es otra de esas cosas que escasean en Smolensk hoy en día.
—¿Qué pasó? —dije—. Con Yelena, quiero decir. Después de su detención.
—Le pegaron un tiro. En ese momento concreto en la historia de la Unión Soviética, detención y tiro en la nuca eran más o menos sinónimos. Sea como sea, eso me dijeron. Me llegó una carta por correo, lo que fue un detalle por su parte. Mucha gente nunca llega a saberlo con seguridad. No, tuve suerte en ese sentido. Era polaco-ucraniana, ¿sabe? Creo que se lo dije, cuando fue al hospital, era de la provincia de la Subcarpacia. En tanto que polaca, era miembro de una supuesta comunidad quintacolumnista, y eso llevó a las autoridades a sospechar de ella. La acusación era una tontería, claro. Yelena era una excelente doctora y estaba plenamente dedicada a todos sus pacientes. Pero eso desde luego no impidió a las autoridades alegar que había envenenado en secreto a muchos de sus pacientes rusos. Supongo que la torturaron para obligarla a implicarme, pero como ve sigo aquí, así que no creo que les dijera lo que ellos querían oír. Ahora lamento no haber abandonado Rusia para irme a vivir con ella en Polonia. Quizá seguiría viva si nos hubiéramos marchado. Pero eso es así en millones de casos, no sería nada del otro mundo. Judíos sobre todo, pero también polacos. Desde la guerra de 1920 ha sido tan difícil ser polaco bajo el régimen bolchevique como ser judío con los alemanes. Es una antigua cicatriz histórica, pero como siempre esas cicatrices llegan muy adentro. El caso es que los rusos perdieron. Las fuerzas rusas a las órdenes del mariscal Tujachevski fueron derrotadas por el general Piłsudski a las afueras de Varsovia: el denominado Milagro del Vístula. No se podían ver, así que es asombroso que Tujachevski durase tanto como duró. Pero fue detenido en 1937 y él, su esposa y dos hermanos suyos fueron fusilados. Creo que sus tres hermanas y una hija fueron enviadas a campos de trabajo. Así que supongo que mi hija y yo podemos considerarnos afortunados de seguir aquí para contarlo. Le he dicho que esta calle es la Gudunow Strasse. Así es. Pero antes de la guerra estaba dedicada a Tujachevski. Y vivir en una calle con semejante nombre era motivo de sospecha ya de por sí. De verdad. Pone cara de que estoy exagerando, pero no es así. Se detenía a gente por mucho menos de eso.
—Y yo que creía que Hitler era malo.
Batov sonrió.
—Hitler no es más que un demonio menor, pero Stalin es el propio diablo.
Nos metimos entre pecho y espalda un par de vasos más y comimos el pan con los encurtidos —Batov llamó a aquel tentempié zakuski—, y no tardamos mucho en acabar la primera botella, que dejó junto a la pata de la mesa.
—En Rusia una botella vacía en la mesa es un mal presagio —dijo—. Y no podemos permitirnos ningún presagio de esos en la calle Tujachevski. Bastante malo ya es tener un fashisty en mi apartamento. La señora de la planta baja se persigna tres veces si ve a un Hans en el apartamento, y cree que el edificio está maldito. Muchas personas en el hospital son del mismo parecer en lo tocante a ustedes, los germanets. Es curioso, pero para algunos rusos no hay mucha diferencia entre alemanes y polacos. Supongo que puede ser porque hay partes de Polonia que antes eran alemanas, luego pasaron a ser polacas y ahora vuelven a ser alemanas.
—Sí —convine—. Prusia Oriental.
—Para un ruso todo eso es muy complicado. Es mejor odiarlos a todos. Y más seguro también.
—Podría decirse que son los polacos los que me han traído de regreso a Smolensk —dije. Le conté a Batov lo del bosque de Katyn y que estábamos esperando a que llegara el deshielo para empezar a cavar.
Batov se atusó el espeso bigote a lo Stalin. Guardó silencio un momento, pero sus ojos oscuros y misteriosos estaban llenos de preguntas dirigidas en buena a medida a sí mismo, creo yo. Tenía el rostro enjuto y la nariz afilada, demasiado fina incluso, y su poblado bigote negro casi parecía diseñado para protegerle las fosas nasales de los olores menos gratos que aquejaban a cualquier habitante de Smolensk. Y probablemente no solo de los olores: las palabras e ideas de una tiranía apestan tanto o más que cualquier alcantarilla obstruida. Por un momento agachó la cabeza casi como si estuviera avergonzado.
—Debe entender que, pese a todo quiero a mi país, Herr Gunther —aseguró—. Mucho. Estoy enamorado de la Madre Rusia. Su música, su literatura, su arte, el ballet. Sí, adoro el ballet. Y mi hija también. Sigue siendo su vida entera. Lo que más desea en la vida es llegar a ser una gran bailarina como Anna Pavlova e interpretar La muerte del cisne en París. Pero adoro más incluso la verdad. Sí, incluso en Rusia. Y detesto toda crueldad.
Percibí que estaba a punto de contarme algo, así que encendí dos cigarrillos, le pasé uno en silencio, abrí la otra botella y volví a llenar los vasos.
—Cuando empecé a ejercer como médico, juré ayudar a mis congéneres —continuó—. Pero de un tiempo a esta parte cada vez resulta más difícil. La situación aquí, en Smolensk, es terrible. Eso ya lo sabe usted, claro. Tiene ojos en la cara y no es idiota. Pero no era menos terrible antes de que llegaran los alemanes con sus nuevos nombres para las calles y su superioridad aria. Wagner es un gran compositor, sí; pero ¿es más grande que Chaikovski o Músorgski? No lo creo. Aquí, en Rusia, se han cometido actos que ningún país civilizado debería haber permitido que se cometieran contra otro país civilizado. No solo por parte de ustedes, sino también por parte de nosotros mismos, los rusos. Y uno de esos actos fue cometido contra los polacos.
—Si no supiera que está usted presente, doctor Batov, diría que estoy hablando conmigo mismo.
—Tal vez por eso me siento capaz de contarle esto —dijo—. Cuando nos conocimos tuve la sensación de que usted intenta conducirse como un buen hombre. A pesar del uniforme que lleva. Aunque es curioso: habría jurado que la última vez que estuvo aquí llevaba uno distinto.
—Era distinto —reconocí—. Pero es una larga historia. Mejor la dejamos para otro momento.
—No niego que sea usted un buen hombre, capitán Gunther. Sigue siendo capitán, ¿verdad?
Asentí.
—No, no es usted un buen hombre. Ninguno de nosotros podemos afirmar que lo somos, hoy en día. Creo que todos debemos transigir para seguir con vida. Cuando detuvieron a mi mujer, las autoridades me obligaron a firmar un documento en el que reconocía que la sentencia que le habían impuesto era justa. No quería firmarlo, pero lo hice igualmente. Me dije que Yelena habría querido que lo firmase, solo que en realidad si lo firmé fue porque, de otro modo, me hubieran detenido a mí. ¿Tenía sentido que acabásemos muertos los dos? Creo que no. Y aun así…
Tenía una sonrisa llena de dientes de un blanco brillante, y reapareció brevemente en su semblante pensativo, casi ensimismado, pero solo para evitar que las lágrimas que asomaban a sus ojos se multiplicaran; las ahuyentó con un parpadeo y se tomó de un trago el vodka que le había servido.
Aparté la mirada de algo que se parecía mucho a la dignidad y eché un vistazo a los libros apilados al lado de su silla. Todos tenían aspecto de haber sido leídos, pero me pregunté si alguno contendría una sola verdad como la que suponía que Batov sabía tan bien como yo: que estar muerto es probablemente lo peor que te puede pasar; después de eso ya nada importa gran cosa, sobre todo lo que otros digan de ti. Siempre y cuando puedas seguir respirando aún tienes oportunidad de volver del revés la maldad en que te has visto implicado, sea cual sea. Al menos por eso rezaba cuando me acordaba de rezar.
Batov se limpió el bigote con el dorso de la mano.
—Hace mucho tiempo que no bebía vodka así —confesó—. A decir verdad, no me lo he podido permitir. Incluso antes de la llegada de los alemanes, la situación era muy difícil. Y me parece que no va a cambiar en breve. En mi caso, por lo menos.
—Para eso bebemos, ¿no? Para olvidar toda esa mierda. Porque la vida es una mierda pero la alternativa es siempre peor. Al menos así me lo parece a mí. Estoy en un sitio oscuro, pero del otro lado del telón me parece que está más oscuro aún. Y eso me asusta.
—Ahora habla como un ruso. Debe de ser el vodka, capitán Gunther. Lo que dice es del todo acertado, y por eso beben todos los rusos. Fingimos vivir porque morir es una realidad a la que no somos capaces de enfrentarnos. Lo que me recuerda una historia, sobre el yorsh, ahora que caigo. Ese mejunje es criminal. Incluso para quienes son criminales ya de por sí. Igual para ellos en mayor medida, porque tienen muchísimo más que olvidar. Veamos, sí, debía de ser mayo de 1940 cuando llegaron al hospital estatal dos oficiales de alto rango de la NKVD en un Zis conducido por un suboficial de gorra azul. Debido a quienes eran y al poder que ejercían, poder sobre la vida y la muerte, me pidieron que supervisara en persona su tratamiento médico. Digo que me lo pidieron, pero sería más exacto decir que el suboficial de gorra azul me apuntó a la cabeza con una pistola y me advirtió que si morían, regresaría al hospital y me volaría la tapa de los sesos él mismo. Llegó a sacar el arma y me apuntó a la cabeza, solo para dejármelo bien claro. Incluso me obligó a que ayudara a sacar a los oficiales de la trasera de la furgoneta, cosa que no olvidaré mientras viva. Cuando abrí la puerta de atrás me pareció que los hombres estaban gravemente heridos, porque el suelo de la furgoneta estaba cubierto de sangre. Solo que la sangre no era suya. Y de hecho los hombres de la NKVD no estaban heridos en absoluto, sino borrachos como cubas. El suboficial también andaba bastante borracho. Llevaban varios días bebiendo yorsh y los dos oficiales tenían una intoxicación etílica aguda. También en el suelo de la furgoneta vi varios delantales de cuero y un maletín que, cuando sacábamos a los hombres, cayó al suelo y se abrió: estaba lleno de pistolas automáticas.
—¿Recuerda los nombres de esos individuos?
—Sí. Uno era el comandante Vasili Mijailovich, y el otro, el teniente Rudakov, Arkadi Rudakov. Pero no recuerdo quién era el suboficial. Y en realidad, quiénes eran no tiene importancia, porque casi de inmediato supe lo que eran. Esas personas son lo peor que tenemos, ¿sabe? Psicópatas con permiso del Estado. Bueno, en Rusia todo el mundo los conoce. A diferencia de lo que ocurre con la mayoría de la gente, a esta clase de miembro de la NKVD le trae sin cuidado lo que se dice sobre cualquier cosa o persona. Y siempre está amenazando con pegarte un tiro, como si no tuviera la menor importancia porque lo hace cada dos por tres. Me refiero a que esa clase de hombres manejan las armas como yo el estetoscopio. Cuando despiertan por la mañana deben de alargar la mano en busca de la pistola antes de rascarse los huevos. Disparan a una persona por menos de lo que usted o yo aplastaríamos una hormiga.
»Si aumenta una pulga varios miles de veces se hará una idea de cómo son esos tipejos. Feos y abotargados de sangre, con patitas finas y cuerpos gordos y peludos. Si aplasta a uno de ellos rebosaría de su cuerpo tal cantidad de sangre que no vería más que rojo. Luego estaban sus uniformes: las gorras azules, los correajes cruzados, y las Órdenes de la Insignia del Honor en sus blusas gymnasterka. Habían recibido esas condecoraciones de manos de Stalin por sus servicios en 1937 y 1938. En otras palabras, uno de esos hombres bien podría haber sido el que asesinó de un tiro a mi querida esposa.
»Por un momento glorioso me dio la impresión de que el destino había dejado a esos hombres en mis manos, y sentí que el juramento hipocrático carecía de importancia en comparación con la emocionante posibilidad de hacer justicia sin miramientos con uno de ellos, quizá con los dos. Me refiero a que llegué a plantearme asesinar a esos hombres. Habría sido sencillo para un médico como yo: una inyección de potasio en el corazón y nadie se habría sorprendido lo más mínimo. De hecho, el teniente recuperó el conocimiento el tiempo suficiente para levantarse de la camilla en la que estaba y volver a desplomarse, y al caer se golpeó la nuca y se fracturó el cráneo. Me dije que estaría haciendo un favor al mundo si los mataba a los dos. Habría sido como sacrificar un par de perros peligrosos. En cambio, pedí transfusiones de sangre, soluciones de dextrosa, tiamina y oxígeno y me afané en devolverles la salud. —Hizo una pausa y luego frunció el ceño—. ¿Por qué lo hice? ¿Fue porque soy un hombre honrado? ¿O no es la moralidad sino una forma de cobardía, como dice Hamlet? No sé cómo responder. Los traté. Y seguí tratándolos como hubiera hecho con cualquier otra persona. Incluso ahora me resulta desconcertante.
»Poco a poco fui enterándome de otras cosas que habían hecho. En buena medida porque, en sus delirios, uno de ellos, el comandante, me contó cuál había sido su cometido y por qué estaban borrachos. Habían estado de celebración después de culminar con éxito una operación especial cerca de la estación de Gnezdovo. Seguro que no es necesario explicarle a un alemán lo que significa “operación especial”. Ustedes también utilizan ese eufemismo, ¿verdad? Cuando quieren matar a miles de personas fingen que se trata de una medida sanitaria. Y eso no hizo más que confirmar un rumor local que llevaba una temporada corriendo: la carretera de Vitebsk había estado varios días cerrada, y habían visto un tren cargado de hombres en un apartadero. Por entonces no tenía ni idea de que esos hombres eran polacos, y solo más adelante descubrí que un tren entero lleno de polacos había sido sistemáticamente liquidado.
—¿Eso también se lo contó él? —indagué.
—Sí, me lo contó el comandante. El otro, el del cráneo roto, no se recuperó de la herida. Pero de tanto en tanto al comandante se le soltaba la lengua. Por suerte nunca recordaba nada de lo que me había dicho, y como es natural, yo negué que me hubiera contado nada mientras estaba inconsciente. Es curioso, pero hasta ahora nunca le he contado a nadie lo que me dijo. Es más curioso aún que se lo cuente a un alemán. Después de todo, en esta parte del mundo hay muchas fosas comunes de judíos asesinados por las SS. Supongo que ahora su gobierno quiere aprovechar este incidente para hacer propaganda antisoviética.
—Supone bien, doctor Batov. Quieren montar una pequeña pantomima de horror al encontrar los cadáveres de cientos de oficiales polacos mientras esquivan minuciosamente los lugares donde están enterradas sus propias víctimas.
—Entonces su doctor Goebbels tiene una oportunidad de avergonzarnos mejor incluso de lo que se imagina. Y puede olvidarse de que sean cientos de hombres. Hay al menos cinco mil oficiales polacos enterrados en el bosque de Katyn. Y si la mitad de lo que me contó el comandante Blojin en sus delirios es verdad, entonces Katyn no es más que la punta del iceberg. Dios sabe cuántas decenas de miles de polacos están enterrados más lejos de aquí: en Járkov, Mednoe, Kalinin.
—Dios bendito, ¿por qué? —pregunté—. ¿Todo por la derrota de 1920?
Batov se encogió de hombros.
—No, no solo por eso, creo yo. Quizá también porque Stalin temía que los polacos se comportaran como los finlandeses y se pusieran de parte de los alemanes. Como he dicho, para los rusos, polacos y alemanes son prácticamente lo mismo. Por esa razón también fueron asesinados por la NKVD hasta sesenta mil estonios, letones y lituanos. Es muy probable que su muerte se considerara la manera más sencilla de asegurarse de que no acabaran matándonos a nosotros.
—Los cálculos de Stalin —recordé—. Nunca me gustaron mucho las matemáticas. Había olvidado hasta qué punto era así hasta que volví a Rusia. —Negué con la cabeza—. No obstante, cuesta imaginarlo. Incluso siendo alemán. Hay que ver de lo que son capaces los hombres. Es increíble.
—Tal vez cueste imaginarlo en Alemania. Pero no en Rusia. Me temo que los rusos están más predispuestos a creer lo peor del gobierno que ustedes, los alemanes. También es cierto que hemos tenido mucha más práctica. Llevamos desde 1917 con los bolcheviques y la Checa. Y antes teníamos el zar y la Checa. A menudo se pasa por alto que Nicolás II fue un tirano sangriento como pocos. Asesinó quizá a un millón de rusos. Así que, como puede ver, estamos acostumbrados a que nos asesine nuestro propio gobierno. Ustedes solo tienen a Hitler y la Gestapo desde 1933. Además, es de lo más sencillo demostrarlo, ¿no? Lo que les ocurrió a esos polacos. Basta con que caven en el bosque de Katyn.
Le resté importancia con un gesto.
—Pero aunque lo hagamos, seguro que mucha gente dirá que la muerte de esos hombres fue cosa de Alemania. Francamente, creo que Goebbels pierde el tiempo, aunque ni se me pasaría por la cabeza decírselo. Los estadounidenses y los británicos han invertido demasiado en el tío Iósif para darle ahora la espalda. Sería bochornoso que quede probado a los ojos del mundo entero lo que ellos ya saben en el fondo de su corazón: que los bolcheviques son tan detestables como los nazis. Bochornoso, sí, aunque no creo que vaya a cambiar gran cosa en realidad, ¿no le parece?
Batov guardó silencio un instante. Desvió la mirada hacia un lado y, por un momento, me dio la impresión de que escuchaba algo que yo no alcanzaba a oír, un vecino tal vez, o incluso alguien más en el apartamento. Pero cuando respiró hondo y entrelazó las manos con fuerza un instante —tan fuerte que se le quedaron blancos los nudillos— caí en la cuenta de que cobraba ánimos para anunciarme algo más importante todavía.
—¿Y si yo pudiera demostrar sin lugar a dudas que la NKVD asesinó a esos polacos? ¿Y si tuviera pruebas de lo que hicieron el comandante Blojin y sus hombres aquí, en Smolensk y en el bosque de Katyn? ¿Qué diría usted, mi amigo alemán?
—Bueno, eso cambiaría las cosas, supongo. —Hice una pausa, encendí otro cigarrillo y le pasé el paquete a Batov por encima de la mesa—. Pero ¿para quién las cambiaría?
—Me refiero a si podrían cambiar para mi hija y para mí.
—¿Se refiere a dinero? Puedo darle dinero. Y puedo conseguir más dinero si lo que le doy no es suficiente.
—No. Su dinero no me sirve. Y el nuestro tampoco, si a eso vamos. No hay nada que comprar con dinero. No en Smolensk. Desde luego no se puede comprar lo que más falta me hace: un futuro para mi hija. Aquí no hay futuro para nosotros. El caso es que, cuando el Ejército Rojo reconquiste Smolensk, como, con todo respeto, ocurrirá de forma inevitable, en esta ciudad habrá un espantoso ajuste de cuentas. La NKVD llevará a cabo una nueva caza de brujas para encontrar a todos los traidores que confraternizaron con los alemanes. Y dado que ya fui interrogado, y que mi esposa era una espía y una saboteadora, soy automáticamente sospechoso. Pero, por si fuera poco, como médico en un hospital atestado de soldados alemanes, que ayuda al enemigo, simple y llanamente, el hecho es que seré uno de los primeros en ser fusilado. Mi hija también, con toda probabilidad. Tengo menos posibilidades de sobrevivir a esta guerra que una hormiga en el suelo.
—¿Qué edad tiene su hija?
—Quince años. No, nuestra única posibilidad de seguir con vida el año que viene por estas fechas es que convenza a los alemanes de que me lleven a Alemania con ustedes como… ¿qué nombre le dan?
—Un voluntario zepelín.
Batov asintió.
—¿Puede demostrarlo?
Volvió a asentir.
—Tengo pruebas. Tantas pruebas que podría parecer casi sospechoso. Pero aun así son pruebas. Son pruebas que no pueden ponerse en tela de juicio. Enyoperovezhempe geraenka.
Miró por la ventana.
—Ha dejado de nevar —dijo—. Podemos ir andando, supongo. El hospital no queda lejos. Yo voy caminando todos los días. Pero a ustedes, los alemanes, no les gusta mucho caminar. He observado que cuando invaden otro país lo hacen a gran velocidad, y con tantos vehículos como pueden. Ustedes los alemanes, con sus coches y sus Autobahnen… Sí, me gustaría verlas. Alemania debe de ser un país precioso si la gente quiere llegar de un sitio a otro a una velocidad tan enorme. Aquí en Rusia nadie tiene prisa por llegar a ninguna otra parte. ¿De qué serviría? Saben que en todas partes la situación es tan jodida como donde están. —Sonrió—. ¿Está demasiado borracho para conducir ese coche suyo?
—Estoy muy borracho para ocuparme como es debido de una chica bonita, pero nunca demasiado borracho para conducir. Y en Rusia, menos aún. Soy alemán, ¿no? Así que, a tomar por culo. Además, un poco de aire fresco me despejará en un abrir y cerrar de ojos.
—Otra vez habla como un auténtico ruso. En Rusia tenemos aire fresco de sobra. Mucho más del que nos hace falta.
—Por eso vinimos —dije—. Al menos según Hitler. Necesitamos espacio para respirar. Por eso hemos ahorcado a esos dos soldados alemanes esta mañana. Todo forma parte del plan de la raza superior para extender nuestro espacio vital. —Me eché a reír—. Estoy borracho. Es el único motivo de que me parezca gracioso, supongo.
—En Rusia ese es el único motivo de que algo parezca gracioso, amigo mío.
Salimos del apartamento y fuimos al hospital en coche. Pese a la nieve recién caída, con tantas grietas y baches el coche no tuvo muchos problemas para agarrarse a la carretera. Me dio la sensación de que seguía tambaleándome sobre el suelo del avión desde Berlín.
—¿Recuerda lo que le he dicho sobre el teniente Rudakov, que se cayó y se abrió la cabeza contra el suelo mientras estaba borracho? —preguntó Batov.
—Sí. —Di un volantazo para esquivar un carro tirado por un caballo en mitad de la carretera—. Empiezo a entender cómo debió de sentirse.
—El teniente sufrió una fractura de cráneo con hundimiento. Pude arreglarle el cráneo, pero no el cerebro. La presión contra el cerebro provocó una hemorragia que dañó tejidos delicados, los centros del habla, sobre todo. Eso y los graves daños sufridos por la cantidad de alcohol ingerida fueron suficientes para dejarlo casi inválido. Buena parte del tiempo está poco mejor que un calabacín. Un calabacín de aspecto bastante decoroso, porque a veces tiene algún momento de lucidez.
—Dios santo, Batov, ¿me está diciendo que sigue vivo, aquí, en su hospital?
—Claro que sigue aquí. Esta es su ciudad natal. ¿Dónde iba a estar mejor que en la Academia Médica Estatal de Smolensk?
El hombre de la silla de ruedas no parecía un tipo que hubiera participado en el asesinato de cuatro mil o tal vez cinco mil personas, pero también es verdad que, como sé por experiencia, pocos hombres lo parecen. En los batallones de policía de las SS había hombres con cara de niños de un coro a los que les fascinara Händel, capaces de engatusar a cualquiera con su encanto. A veces, para que un asesinato llegue a cometerse, los asesinos deben ser todo sonrisas.
Arkadi Rudakov tenía las orejas de tamaño normal, la frente recta como un piano vertical, los ojos y la nariz bastante simétricos y los brazos de la longitud habitual y sin tatuajes. Ni siquiera babeaba de una manera que hubiera podido describirse como salvaje o enloquecida. Tras la descripción hecha por Batov de una pulga aumentada, abotargada de sangre, casi me llevé una decepción al encontrarme a un hombrecillo de unos treinta años bien parecido y con el rostro despejado, con una exuberante mata de pelo moreno, la boca femenina y sonriente, manos pequeñas y ojos castaños y cálidos. Tenía el aspecto de un sastre o un panadero, de alguien a quien se le daba bien la gente en vez de dársele bien matar a gente.
La voz de Rudakov no resultaba menos inverosímil. Cada pocos segundos repetía lo mismo: «U mi-nya vsio v po-ryadke, spasiva. U mi-nya vsio v po-ryadke, spasiva». Tenía una entonación peculiar, como si no tuviera nunca en el pecho aliento suficiente para hablar con la voz de un hombre hecho y derecho, o como si alguien hubiera intentado estrangularlo.
—¿Qué es lo que repite todo el rato? —le pregunté a Batov.
—Dice: «Todo está bien, gracias» —respondió Batov—. Naturalmente, no está bien. Nunca volverá a estarlo. Pero él cree que sí. Lo que supongo que es una pequeña bendición. Al principio, cuando venían a verlo oficiales de la NKVD le preguntaban si estaba bien y él les daba esa respuesta. Pero enseguida se vio que no acostumbraba a decir mucho más. —Batov se encogió de hombros—. Era una respuesta muy soviética, claro. Cuando alguien en Rusia pregunta cómo va todo, se responde así, porque uno nunca sabe quién puede estar escuchando. Pero incluso los tarugos de la NKVD se dieron cuenta de que a este le ocurría algo grave. Quizá por eso lo dejaron seguir aquí, con vida, porque no creyeron que supusiera ningún peligro para ellos. Sospecho que si hubiera sido más locuaz, se lo hubieran llevado y le hubieran pegado un tiro.
—U mi-nya vsio v po-ryadke, spasiva.
Torcí el gesto.
—Ya veo por qué no les preocupaba. Con todo respeto, doctor Batov, no creo que este individuo vaya a ser un buen testigo para el Ministerio de Propaganda.
—Como he dicho, hay ocasiones en que está muy lúcido —insistió Batov—. Es como si se abriera una ventana en su mente y entraran ráfagas de aire fresco y luz. Durante ese periodo es capaz de mantener una conversación. Fue en un momento así cuando me contó lo de la masacre en el bosque de Katyn. Curiosamente, lo que mejor recuerda son los números. Por ejemplo, me dijo que entre los muertos había un almirante polaco, dos generales, veinticuatro coroneles, setenta y nueve tenientes coroneles, doscientos cincuenta y ocho comandantes, seiscientos cincuenta y cuatro capitanes, diecisiete capitanes navales, tres mil quinientos sargentos y siete capellanes castrenses. En total, cuatro mil ciento ochenta y tres hombres. ¿Le había dicho cinco mil? No, son poco más de cuatro mil. Esos periodos de lucidez nunca duran mucho, pero debido a lo que dice, me pareció conveniente tenerlo aquí, en una habitación cerrada. Por su seguridad. Por no hablar de la mía. Y la de la mayoría de la gente en el hospital. Hay un par de enfermeras que están al tanto del secreto. Pero solo las de confianza.
Estábamos en una habitación privada en la última planta del hospital. Había una cama, una butaca y una radio, todo lo que podía necesitar un hombre que ya no estaba en posesión de sus facultades. En la pared había una foto de Stalin, detalle suficiente para convencerme de que con toda probabilidad era el primer alemán que entraba allí desde la batalla de Smolensk. Cualquier alemán que se preciara habría hecho añicos el cristal, razón por la que preferí pasarlo por alto.
—U mi-nya vsio v po-ryadke, spasiva.
Batov miró al paciente con gesto afable y se inclinó hacia él un momento para acariciarle la mejilla con el dorso de la mano.
—Kak ska jesh —le dijo Batov a Rudakov en tono cariñoso—. Kak ska jesh. Ti khoro shii drug.
—Quién diría que sintió deseos de matarlo… —comenté.
—¿Se refiere a mí? —Batov le restó importancia—. ¿De qué serviría? Mírelo. Sería como matar a un niño.
—Si hubiera ido a la escuela en Berlín, doctor, sabría por qué no siempre es mala idea. —Encendí un pitillo—. No sabe lo puñeteros que eran algunos críos que conocí. —La cerilla captó la mirada del sonado igual que el reloj de oro de un hipnotizador. Para ver qué pasaba, la moví hacia un lado, luego hacia el otro, y después se la lancé a la frente, solo para ver si se estaba haciendo el loco. Si era una interpretación, su segundo nombre debía de ser Stanislavski.
—Blagorariu —masculló el idiota.
—Nyezachto. —Le puse el cigarrillo entre los labios y lo fumó de manera automática—. Esos periodos de lucidez, ¿se pueden predecir?
—No, por desgracia. Es posible que pueda sacarlo de manera temporal de su estado con un shock químico de carácter terapéutico, tal vez con metilanfetamina, o tiopental, si puedo conseguirlo. Pero es imposible predecir qué efecto permanente tendría sobre lo que queda de su mente.
—Más vale que no informemos de ello al ministerio —comenté—. Dudo que estuvieran muy interesados en el bienestar de un teniente de la NKVD.
—No, desde luego.
—Supongo que podríamos filmarlo mientras le hacemos preguntas, cuando esté lúcido —dije pensativo—. Pero no es lo ideal para nuestros propósitos. —Negué con la cabeza—. Y además, las personas para quienes trabajo son jueces. En términos generales prefieren que un testigo tenga aspecto de saber en qué día vive. Dudo que este tipo sepa diferenciar el codo del culo.
Batov permaneció inmune a mi escepticismo.
—No digo que no podamos servirnos de este individuo —añadí—. Es solo que podrían echarnos en cara que, por causa de su debilidad mental, se limita a repetir lo que queremos que diga, igual que una marioneta.
—He dicho que tengo pruebas —repuso Batov—. No he dicho que la prueba fuera él. Rudakov no es más que la guinda del pastel. La auténtica prueba es otra cosa.
—Le escucho.
—Ya-veh paryatkeh, spasiva.
—Cuando llegó aquí Rudakov tenía unas bolsas —dijo Batov—. En las bolsas había unos libros mayores y una FED, una cámara, con un carrete de fotos. En los libros había un listado de nombres. Sí, eran unos cuatro mil hombres. —Dejó que la revelación quedara suspendida en el aire un momento.
—Ya veo.
—Después de que Rudakov hubiera pasado aquí una temporada, llevé el carrete a revelar. Los de la NKVD sacaron fotografías. Como si hubieran ido a una expedición de caza, o de safari. Fotos de ellos fusilando polacos como si de trofeos se tratara, como si en el fondo estuvieran orgullosos de lo que hacían. Hombres con las muñecas atadas con alambre, arrodillados al borde de una zanja mientras Rudakov y sus amigos les disparaban en la nuca. —Batov adoptó un semblante de disculpa—. Es difícil creer que alguien quisiera conmemorar actos semejantes, pero eso hicieron.
—Las SS también hacen cosas así —dije—. No es un comportamiento exclusivo de la NKVD.
—Aún tengo los libros y las ampliaciones que hice. En conjunto son prueba más que suficiente de lo que ocurrió con exactitud en el bosque de Katyn. Incluso para criterios tan rigurosos como los de sus jueces alemanes.
—Me parece que los de la gorra azul se corrieron una buena juerga. ¿Me enseña esas fotos? ¿Y los libros mayores?
Batov se mostró esquivo.
—Solo le puedo enseñar una foto ahora mismo —respondió—. La guardo aquí, con Arkadi, y de vez en cuando se la enseño para estimular la memoria que pueda quedarle de quien era.
El doctor Batov levantó la foto de Stalin y retiró una fotografía en blanco y negro de 210 × 297 milímetros.
—La tengo escondida por motivos evidentes —añadió, al tiempo que me alcanzaba la foto.
En la imagen había tres oficiales de la NKVD que posaban relajados para la foto. Llevaban sus tradicionales blusas gymnasterka con correajes cruzados y pantalones de montar con botas de caña alta; un hombre estaba sentado en una silla de mimbre y otro en el reposabrazos; Rudakov se encontraba a su lado; cada cual blandía un revólver Nagant en la mano derecha, y con la izquierda hacía el mismo gesto curioso con la mano. Supongo que se podría decir que ponían cuernos. Detrás de ellos había un edificio que de inmediato reconocí como el castillo de Dniéper, donde ahora estaba acuartelado el 537.º de Telecomunicaciones.
—El del medio es Blojin —señaló Batov—. El comandante del que le hablaba, el que estaba borracho como una cuba. El que está sentado en el brazo de la silla es el suboficial que trajo a los dos.
—El signo que hacen con la mano —indagué—, ¿qué significa?
—Creo que es una señal de los masones —contestó Batov—. No estoy seguro. He oído que muchos miembros de la NKVD son masones. Hay muchos en Rusia, incluso hoy en día. Pero no estoy seguro.
—¿Y qué más había en el mismo carrete? ¿Qué se veía en las demás fotos?
—Oficiales polacos ejecutados a tiros por Blojin y Rudakov. Montones de cadáveres. A estos tres bebiendo. Más fotografías en plan colegas. El resto del material, las fotos y los libros mayores, están a salvo en otra parte. Cuando mi hija y yo tengamos documentos para viajar a Berlín, se lo daré todo. Tiene mi palabra. Como comprenderá, es de los alemanes de quien no me fío, capitán Gunther, no de usted.
—Es muy amable por su parte.
—Supongo que tendrá que hablar con sus superiores acerca de todo esto —dijo Batov. Se sentó en la cama y se enjugó la frente al tiempo que profería un fuerte suspiro—. ¡Qué borracho estoy!
—Lo dudo. —Le sonreí—. Tenía razón en lo que ha dicho en la plaza del mercado cuando no era más que un alemán comprando brewski. Para ser inteligente soy un poco estúpido. Supongo que usted tenía planeada esta escenita tan conmovedora, doctor Batov. Tal vez no me hayan cortado los huevos los partisanos, pero usted ha hecho un trabajo excelente trayéndome aquí, a su salón, para tatuarme el pecho igual que un cosaco borracho en una de sus novelas descomunales. No le culpo por ello. De veras que no. Culpar es para gente con la conciencia más limpia que yo. Pero no se pase de la raya, doctor. Al público no le gusta. Es la primera lección en el manual de Stanislavski para comportarse como una persona creíble.
Batov me devolvió la sonrisa.
—Tiene razón, claro. Es posible que no venda vodka ni brewski, pero tengo otra cosa que vender, igual que todos los que van al mercado. Cuando apareció por primera vez en el hospital, con su informe de inteligencia polaco, me pareció evidente de dónde lo había sacado. Sentí deseos de hablarle sobre el teniente entonces, pero no tuve agallas. Luego se marchó y supuse que había perdido la oportunidad. Hasta que me lo he encontrado en el mercado esta tarde, claro. Cuando le he visto me ha parecido demasiado bueno para ser cierto que estuviera otra vez en Smolensk.
—Me pasa a menudo.
—Bueno, ¿trato hecho?
—Eso creo. Solo que puede llevar un tiempo. Tenga paciencia.
—Soy ruso. La paciencia es innata en nosotros.
—Claro, claro. Eso se lo ha sacado del mismo sitio que lo de no dejar botellas vacías encima de la mesa. Usted no cree en esas chorradas más de lo que creo yo. Pero voy a decirle en qué puede creer. Y se lo digo de corazón, o al menos desde la sobaquera. Cuando ha hecho ese comentario acerca de que no confía en los alemanes ha dado a entender que sabe lo que se hace, pero sigo sin estar seguro de que así sea. Me dice que tiene pruebas de lo que ocurrió en el bosque de Katyn y le contesto que estoy dispuesto a comprarle su historia. Pero no soy el dueño de la tienda. Tendrá que tratar con el mismísimo diablo, no conmigo. Se da cuenta, ¿no? Una vez que salga todo esto a la luz, no podré protegerle. A diferencia de mí, los nazis no son capaces de encajar muchas decepciones, ¿sabe? Si piensan, aunque solo sea por un momento, que les oculta algo, es probable que tiren de pistola. Hay tantas posibilidades de que le pegue un tiro su propia policía secreta como de que lo haga la Gestapo. Llegado ese momento, yo velaré por mis intereses, ¿entiende? Por lo general, es lo que mejor se me da. No tendré tiempo ni ganas de interceder de un modo especial por usted ni por las lecciones de ballet de su hija.
—Sé lo que me hago —insistió—. He sopesado los riesgos. De verdad, lo he hecho. Y me parece que no tengo nada que perder.
—Cuando la gente dice algo así, las más de las veces no les creo, o pienso que no se lo han pensado bien. Pero supongo que usted sabe de veras lo que se hace. Tiene razón, me parece que no tiene nada que perder. Solo la vida. ¿Y qué vale eso tal como está el mercado hoy en día? En mi caso no mucho y en el suyo nada en absoluto. Y entre lo uno y lo otro no hay más que un montón de optimismo fuera de lugar. Sobre todo el mío.