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Viernes, 26 de marzo de 1943

El deshielo de primavera en Smolensk aún parecía bastante lejano. Una capa de nieve recién caída cubría los adoquines quebrados y los sinuosos rieles del tranvía de la Gefängnisstrasse, una calle de aspecto más bien típico en el sur de la ciudad, si bien únicamente típico según el criterio de la Guerra de la Independencia en España, claro: en Smolensk había veces que me encontraba mirando alrededor en busca de Goya y su cuaderno de dibujo. En la torreta de un tanque quemado en la esquina de la Friedhofstrasse se veía el cadáver ennegrecido de un Iván, más macabro si cabe debido al cartel que sostenía en su mano esquelética, señalando la dirección del tráfico hacia el norte. Un caballo tiraba de un trineo cargado con una cantidad imposible de troncos mientras su propietario manco, embozado en harapos y con un pedazo de cuerda a guisa de cinturón, caminaba despacio a su lado fumando una pipa que desprendía un olor acre. Una babushka con varios pañuelos en la cabeza había montado un tenderete junto a la puerta de la cárcel y vendía gatitos y cachorros, aunque no como animales de compañía; iba calzada con botas impermeables hechas de trozos de neumático. A su lado, un hombre con barba sostenía sobre los hombros una larga percha con un cubo de leche en cada extremo y entre las manos, un recipiente de estaño. Le compré una taza y bebí la leche más rica que probaba en mucho tiempo, fría y deliciosa. El hombre era igualito que Tolstói; hasta los perros de Smolensk se parecían a Tolstói.

¡LOS JUDÍOS SON NUESTROS ETERNOS ENEMIGOS!, proclamaba el cartel en el tablón de anuncios junto a la puerta principal de la cárcel. STALIN Y LOS JUDÍOS SON CRIMINALES CORTADOS POR EL MISMO PATRÓN.

Como para asegurarse de que se entendiera el mensaje, había un dibujo bien grande de una cabeza de judío sobre el fondo de una estrella de David. El judío lanzaba un guiño taimado y, para recordar a todo el mundo que su raza no era de fiar, el cartel enumeraba los nombres de treinta o cuarenta judíos condenados por delitos diversos. No se mencionaba la suerte que habían corrido, pero no hacía falta ser Hanussen, el vidente, para adivinar cuál había sido. En Smolensk solo había un castigo para cualquier crimen si eras ruso.

La cárcel era un conjunto de cinco edificios antiguos de tiempos de los zares, todos agrupados en torno a un patio central, aunque dos eran poco menos que un montón de ruinas. El alto muro de ladrillo del patio tenía un enorme agujero abierto por un obús que había sido cubierto con una pantalla de alambre de espino, y toda la zona estaba bajo la vigilancia de un guardia en una torre con una ametralladora y un reflector. Cuando cruzaba el patio en dirección al edificio principal de la prisión, oí los lloros de una mujer. Y por si todo eso no fuera bastante desmoralizador, allí estaba el sencillo cadalso de madera que estaban levantando en el patio de la cárcel. No era lo bastante alto para garantizar la clemencia de que el reo se rompiera el cuello, y aquel que fuera a ser ajusticiado se enfrentaba a morir por estrangulación, que es lo más deprimente que hay.

Pese al agujero en el muro del patio, había una estrecha seguridad: una vez que se trasponía la horrenda entrada principal, había que sortear una puerta de torniquete y luego un par de puertas de acero, que, al cerrarse a tu espalda, te provocaban la sensación de ser el doctor Fausto. Me estremecí un poco solo por encontrarme allí, sobre todo cuando un guardia alto y delgado me llevó por un tramo circular de escaleras de hierro hacia las profundidades de la prisión y por un pasillo de baldosas de color beige que olía intensamente a miseria, cosa que, como cualquiera puede atestiguar, es una sutil mezcla de esperanza, desesperación, manteca de cocina rancia y meados humanos.

El motivo de mi visita a la cárcel local era tomar declaración a dos suboficiales alemanes acusados de violación y homicidio. Eran los dos de una división de granaderos Panzer: la Tercera. Me reuní con los dos suboficiales, uno después del otro, en una celda con una mesa, dos sillas y una bombilla sin pantalla. El suelo estaba cubierto de gravilla o arena que crujía bajo los zapatos como azúcar derramado.

El primer suboficial que me trajeron tenía la mandíbula del tamaño de Crimea y unas ojeras enormes, como si llevase una buena temporada sin dormir. Era comprensible, teniendo en cuenta su grave situación. Se apreciaban marcas rojas en su cuello y su pecho, como si le hubieran apagado varios cigarrillos en el cuerpo.

—¿Cabo Hermichen?

—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Y por qué sigo aquí?

—Soy el capitán Gunther y me envía la Oficina de Crímenes de Guerra de la Wehrmacht, lo que debería darle una pista de a qué he venido.

—¿Es una especie de poli?

—Antes era poli. Detective, en la Alexanderplatz.

—No he cometido ningún crimen de guerra —protestó.

—Me temo que no es eso lo que dice el sacerdote, motivo por el que fue arrestado.

—Sacerdote… —El cabo adoptó un tono mordaz.

—El que dieron por muerto.

—Rasputín, más bien. ¿Lo ha visto? ¿A ese supuesto sacerdote? Es un diablo negro.

Le ofrecí un cigarrillo y cuando lo aceptó se lo encendí y le expliqué que el mariscal de campo Von Kluge me había pedido que fuera a la cárcel y decidiera si había motivos para celebrar un consejo de guerra.

El cabo me dio las gracias por el pitillo con un bufido y contempló el ascua un momento como si la comparase con su propia situación.

—Por cierto, esas marcas que tiene en el pecho y el cuello… —señalé—. Parecen quemaduras de cigarrillo. ¿Cómo se las ha hecho?

—No son quemaduras de cigarrillo —dijo—. Son picaduras. De chinches. Todo un puto ejército de chiches. —Dio una calada nerviosa al pitillo y empezó a rascarse con gesto elocuente.

—Bueno, ¿por qué no me cuenta lo que ocurrió? Con sus propias palabras.

Negó con la cabeza.

—Yo desde luego no he cometido ningún crimen de guerra.

—De acuerdo. Hablemos del otro, de su camarada, el sargento Kuhr. Es un tipo de cuidado, ¿eh? Cruz de Hierro de primera clase, combatiente veterano…, eso significa que era miembro del Partido Nazi antes de las elecciones al Reichstag de 1930, ¿no?

—No tengo nada que decir sobre Wilhelm Kuhr —repuso Hermichen.

—Es una pena, porque esta es la única ocasión que tendrá de dar su versión de los hechos. Luego hablaré con él y espero que me cuente su versión de los hechos. Así que, si le echa toda la culpa a usted, será su perdición. Tal como yo lo veo, los dos parecen culpables hasta los tuétanos, pero en términos generales los tribunales militares tienden a equilibrar justicia y clemencia, aunque sea de una manera totalmente arbitraria. Y yo diría que solo condenarán a uno de los dos. La cuestión es a cuál. ¿A usted o al sargento Kuhr?

—No entiendo de qué va toda esta mierda, la verdad. Aunque hubiera matado a esas dos Ivanas, y no digo que lo hiciera, ¿qué hostias pasa?

—No eran Ivanas —dije—. No eran más que un par de lavanderas.

—Bueno, sea lo que sea eso que se supone que hice, las SS han hecho putadas mucho mayores: Sloboda, Polotsk, Bychitsa, Biskatovo. Yo pasé por esos lugares. Debieron de fusilar a trescientos judíos solo en esos pueblos. Pero no veo que nadie acuse de homicidio a esos cabrones.

—Violación y homicidio —maticé, recordándole los cargos de los que se le acusaba. Me encogí de hombros—. Mire, me inclino a estar de acuerdo con usted. Por las razones que he mencionado, la idea de acusar a idiotas como usted de crímenes de guerra aquí me parece absurda. Sin embargo, un mariscal de campo tiene una opinión muy distinta al respecto. No es como usted o yo. Es un tipo chapado a la antigua, un aristócrata, de esos que creen que los soldados de la Wehrmacht tienen que conducirse adecuadamente, y hay que dar ejemplo si alguien se aparta de esa norma. Sobre todo teniendo en cuenta que los dos formaban parte de la sección que montaba guardia en su cuartel general en Krasny Bor. Mala suerte para usted, cabo. El mariscal de campo está decidido a que se les imponga un castigo ejemplar a usted y al sargento Kuhr, a menos que pueda convencerle de que se ha cometido un error.

—¿Qué clase de castigo?

—Los juzgarán mañana y, después de ser declarados culpables, los ahorcarán el domingo. Aquí mismo, en el patio. Estaban levantando el cadalso cuando he entrado por la puerta de la cárcel. Esa clase de castigo, un castigo ejemplar.

—No serán capaces —dijo.

—Me temo que sí serán capaces. Lo harán. Lo he visto en otras ocasiones. Los altos oficiales quieren mostrarse duros y todo eso. —Hice un gesto de indiferencia—. He venido a ayudarles, si puedo.

—Pero ¿qué pasa con el decreto de Hitler? —preguntó el cabo.

—¿Qué pasa con él?

—He oído hablar del decreto bárbaro, promulgado por el Führer, según el cual aquí no se exige atenerse a las mismas normas, ¿no es así? Debido a que los eslavos son unos putos bárbaros. —Hizo un gesto de desdén—. Bueno, eso puedo verlo cualquiera, ¿verdad que sí? Fíjese en ellos. La vida vale mucho menos aquí de lo que vale en casa. Eso puede verlo cualquiera.

—Los Ivanes no son tan malos. No son más que gente que intenta sobrevivir, buscarse la vida.

—No, apenas son seres humanos. Lo de bárbaros les va que ni pintado.

—Por cierto, no se llama «decreto bárbaro», pedazo de zopenco —me mofé—. Es el Decreto Barbarroja, en honor al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico del mismo nombre. Lideró la Tercera Cruzada, lo que probablemente fue el motivo de que se bautizara en su honor la operación militar que lanzamos contra la Unión Soviética. Por un sentido de la historia inoportuno de cojones. Lo que más le valdría saber es que Von Kluge no comunicó ese decreto a sus subordinados. Como muchos de los oficiales del Estado Mayor a la antigua usanza, el mariscal de campo prefirió no dar trámite al decreto de Hitler; incluso hizo caso omiso del mismo, podría decirse. Y desde luego no atañía a los hombres encargados de proteger el cuartel general del Grupo de Ejércitos del Centro. Lo que hagan las SS y el SD es cosa suya. Y debe tener algo muy claro: si usted y su amigo el veterano pensaban jugársela puenteando al mariscal del campo y apelando directamente a Berlín, ya pueden olvidarse de ello. Sencillamente no va a ocurrir. Así que más le vale empezar a largar.

El cabo Hermichen bajó la cabeza y suspiró.

—Así que la situación es así de grave, ¿eh?

—Grave de solemnidad. Le aconsejo que haga una declaración lo antes posible con la esperanza de salvar el cuello. La verdad es que no me preocupa si le cuelgan o no. No, lo que me interesa es saber cómo usted o su sargento mataron a esas mujeres.

—Yo no tuve nada que ver con eso. Fue el sargento Kuhr. Las mató a las dos. La violación, sí, a eso me apunté. Él violó a la madre y yo violé a la hija. Pero yo era partidario de dejarlas ir. Fue el sargento el que se empeñó en matarlas. Intenté convencerle de que no lo hiciera, pero insistió en que era mejor matarlas.

—Fue en un sitio discreto al oeste del Kremlin, ¿verdad?

El cabo asintió.

—En la Narwastrasse. Hay un pequeño cementerio justo al norte de allí. Es allí donde…, donde ocurrió. Las seguimos desde nuestro cuartel en la Kleine Kasernestrasse, donde hacían la colada, hasta una capillita. La iglesia del Arcángel San Miguel, me parece que los Ivanes la llaman Svirskaya. Esperamos a que salieran de la iglesia y las seguimos hacia el sur por la Regimenstrasse. Cuando entraron en el cementerio, el sargento dijo que nos estaban incitando a que nos las folláramos allí mismo. Que querían que nos las folláramos. Bueno, no era así. No era así para nada.

—¿Cómo las siguieron?

—En una moto con sidecar. El sargento conducía.

—Así que llevaban el bidón lleno de gasolina, en el sidecar.

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Qué quiere decir?

—El testigo, el sacerdote ortodoxo ruso de la iglesia de Svirskaya que los vio, que anotó la matrícula de la moto, al que dispararon y dieron por muerto, dice que quemaron los cadáveres con esa gasolina y que tenían la gasolina a mano cuando estaban violando a las lavanderas. Por cierto, ¿cómo es que no quemaron también el cadáver del sacerdote?

—Íbamos a hacerlo. Pero nos quedamos sin gasolina y era muy grande para echarlo encima de ellas.

—¿Quién disparó contra el cura?

—El sargento. No vaciló. En cuanto lo vio sacó la Luger y le pegó un tiro. Fue media hora antes de que acabáramos con las dos chicas, y durante ese rato no le oímos decir ni pío, lo que nos hizo pensar que estaba muerto. Pero por lo visto no era más que una herida superficial y había perdido el conocimiento al caer y golpearse la nuca. ¿Cómo íbamos a saberlo?

—A ver, cabo, ¿le habrían disparado otra vez de haber sabido que seguía vivo?

—¿Se refiere a mí, señor? Sí, estaba tan asustado que le habría disparado.

—Ahora cuénteme cómo mataron a las dos mujeres.

—Yo no lo hice, señor. Ya se lo he dicho. Fue el sargento.

—Claro. Les cortó el cuello, ¿no es así?

—Sí, señor. Con la bayoneta.

—¿Por qué cree usted que lo hizo? En vez de dispararles, tal como dice que hizo con el sacerdote.

El cabo lo pensó un momento y luego tiró el cigarrillo al suelo, donde lo aplastó con el tacón de la bota.

—El sargento Kuhr es un buen soldado, señor. Y valiente. No he visto a nadie más valiente. Pero es un hombre cruel, desde luego, y le gusta usar el cuchillo. No era la primera vez que le veía acuchillar a un hombre…, a alguien. Hicimos prisionero a un Iván cerca de Minsk y el sargento lo asesinó a sangre fría con el cuchillo, aunque no recuerdo si utilizó la bayoneta o no. Le rebanó el cuello al Iván antes de cortarle toda la maldita cabeza. No había visto nunca nada parecido.

—Cuando lo vio, ¿le dio la impresión de que ya lo había hecho antes? Me refiero a cortarle el cuello a alguien.

—Sí, señor. Parecía saber exactamente lo que se hacía. Aquello fue malo, pero esta vez, con las dos mujeres, quiero decir, fue peor. Y no es la imagen lo que me persigue, señor. Es el sonido. No se puede explicar, cómo seguían respirando por el cuello. Fue horrible. No podía creer que las hubiera matado así. A las dos, me refiero. No podía creerlo. Vomité. Así de horrible era. Seguían respirando por la garganta como un par de cerdos sacrificados cuando el sargento les echó la gasolina encima.

—¿Les prendió fuego él? ¿O lo hizo usted…? —Me interrumpí—. Fue su mechero el que encontró la policía militar cerca del escenario del crimen. Con su nombre grabado, Erich.

—Había perdido los nervios. Encendí un cigarrillo para tranquilizarme un poco. El sargento me lo quitó y lo tiró sobre los cadáveres. Pero había echado tanta gasolina que casi me quedo sin cejas cuando saltaron las llamas. Me caí de culo al apartarme del fuego. Fue entonces cuando debió de caérseme el mechero. Entre las hierbas. Lo busqué, pero para entonces el sargento ya se había montado en la moto y la estaba poniendo en marcha. Pensé que iba a largarse sin mí, así que lo dejé.

Asentí, encendí un pitillo y le di una fuerte calada por el extremo, que no contenía suficiente tabaco. El humo me ayudó a ahuyentar la sensación de degradación que me había provocado escuchar aquella historia tan sórdida. Me había cruzado con muchos cabrones retorcidos y oído relatos repugnantes en mis tiempos con la Kripo —no por nada se conocía la jefatura de la Kripo como la Miseria Gris—, pero este crimen en concreto tenía un componente más horrendo de lo que podría haber imaginado. Tal vez fuera porque las dos rusas —Akulina y Klavdiya Eltsina— sobrevivieron a la batalla de Smolensk en la que murió el esposo de Akulina, Artem, y se ganaban la vida haciéndoles la colada a sus caballerosos conquistadores alemanes, dos de los cuales las habían violado y asesinado de la manera más miserable e inhumana. Me había topado con esa sensación en muchas ocasiones, aunque no con los hechos característicos de este caso, claro. Supongo que es la maldición de verlo todo en retrospectiva, ver el destino que siempre parecía aguardar a gente como las Eltsina, el modo en que parecían abocadas a encontrarse con dos malnacidos como Hermichen y Kuhr, y luego a ser violadas y asesinadas en un cementerio nevado en Smolensk. De pronto sentí deseos de marcharme, de salir y vomitar, y luego respirar un poco de aire fresco, pero hice de tripas corazón y me quedé con el cabo Hermichen, no porque creyera que podía ayudarle sino porque tenía más preguntas. Preguntas sobre otro par de asesinatos que me habían estado acosando desde mi regreso de Berlín.

—Me creo su historia. Es lo bastante sucia como para ser verdad. Como es natural, el sargento Kuhr tendrá con usted la misma deferencia. Dirá que fue idea suya, cabo. Pero es lo que tiene lucir tres galones y una insignia heroica de primera clase. Por lo general se da por sentado que no te dejas influir tan fácilmente.

—Le estoy diciendo la verdad.

—Déjeme que le haga una pregunta, cabo. Hace casi dos semanas, el 13 de mayo, dos operadores del ejército del 537.º Regimiento de Telecomunicaciones fueron asesinados cerca del hotel Glinka.

—Lo oí.

—Encontraron sus cadáveres a la orilla del río. Les habían cortado el cuello de oreja a oreja, con una bayoneta alemana. Un testigo informó sobre un posible sospechoso que se fue del escenario en una moto BMW en dirección oeste por la carretera de Vitebsk, con lo que podría haber llegado fácilmente a Krasny Bor.

El cabo Hermichen iba asintiendo.

—Ya ve por qué pregunto por ello —dije—. La evidente similitud entre esos asesinatos y los de las Eltsina.

El cabo frunció el ceño.

—¿Las qué?

—Las dos mujeres que fueron violadas y asesinadas. ¿Se le ha olvidado qué hago aquí? No me diga que no sabía cómo se llamaban.

Negó con la cabeza, y al ver la cara que ponía yo, dijo:

—¿Empeora las cosas que no lo supiera? —El deje de sarcasmo en la voz del cabo resultó evidente y tal vez comprensible. Estaba en lo cierto: no debería haber empeorado nada y sin embargo, lo empeoraba.

—¿Ha ido alguna vez al prostíbulo del hotel Glinka?

—Todos los soldados que están en Smolensk han pasado por el hotel Glinka —aseguró.

—¿Y el sábado 13 de marzo? ¿Fue allí ese día?

—No.

—Parece estar muy seguro.

—El 13 de marzo fue el fin de semana de la visita de Hitler —dijo Hermichen—. ¿Cómo iba a olvidarlo? Se suspendieron todos los permisos.

—Pero ¿después de que hubiera tomado el vuelo de regreso?

Negó con la cabeza.

—Hacía falta un permiso especial del oficial al mando, ¿no? Esos dos tipos del 537.º debían de ser los pelotas de la clase. La mayoría de los hombres se quedaron en el casino del cuartel ese fin de semana. —Hizo un gesto de indiferencia—. Es sencillo comprobar mi coartada, diría yo. Estuve jugando a cartas hasta las tantas.

—¿Y el sargento Kuhr?

Hermichen se encogió de hombros.

—Él también.

—Siendo sargento, ¿podría haber salido sin permiso?

—Es posible. Pero, mire, aunque hubiera salido, no creo que el sargento fuera capaz de asesinar a dos de los nuestros. No por una puta. Ni por ningún otro motivo. Mire, odiaba a los judíos, bueno, todo el mundo odia a los judíos, y odiaba a los Ivanes, pero nada más. Habría hecho lo que fuera por otro alemán. Desde luego no le habría cortado el cuello a un Fritz. Es posible que Kuhr sea un cabrón, pero es un cabrón alemán. —Hermichen sonrió y meneó la cabeza—. Oh, ya veo lo tentador que sería empalmar un par de asesinatos aún por resolver con la resolución de estos, casi como acuñar una nueva palabra compuesta en alemán. Bueno, pues no lo conseguirá. Hágame caso, capitán Gunther, va usted muy desencaminado.

—Es posible —dije.

—De hecho, estoy seguro.

—¿Y eso?

—Mire, señor, estoy en una situación difícil, eso ya lo veo. Agradezco que intente ayudarme. Quién sabe, tal vez pueda ayudarle a cambio. Por ejemplo, es posible que le pueda facilitar cierta información que le permita atrapar a su asesino, al que de verdad mató a esos dos operadores del ejército.

—¿Qué clase de información?

—Ah, no. No se lo puedo decir mientras siga aquí. Si le dijera ahora lo que sé, ya no tendría nada que ofrecer. —Se encogió de hombros—. El caso es que, por lo que oí, no los mataron los partisanos.

—¿Qué oyó?

—La policía militar prefiere tener bien cerrada la tapa del tarro de encurtidos, para que no se derrame el vinagre. La Gestapo colgó a unos cuantos vecinos para que los Ivanes pensaran que creíamos que habían sido ellos. No conviene dejar que los Ivanes se enteren de lo fácil que es matarnos. Algo por el estilo. Pero no fueron los partisanos, ¿verdad?

—Así que yo le saco de aquí y usted me cuenta la verdad, algo importante que asegura saber, ¿no es eso?

—Eso es.

Sonreí.

—¿Y si resulta que me trae sin cuidado la verdad? ¿Y si resulta que lo único que me importa es cerrar los casos? A fin de cuentas, todo el mundo en el cuartel general sale ganando si podemos ahorcar a los dos por esos asesinatos al mismo tiempo que los ahorcamos por los más recientes: así el asunto quedaría mucho más apañado. Por lo general no apruebo esa clase de chanchullos, pero es posible que haga una excepción en su caso, cabo. Con coartada o sin ella, apuesto a que consigo que tenga efecto la acusación contra usted y su sargento. De hecho, estoy seguro.

—¿Ah, sí? Tengo una coartada de plata de ley, señor. Esa noche me vieron muchos otros hombres porque estuve apostando hasta las dos de la madrugada. Todo el mundo sabe que se me dan bien las apuestas. Gané tres manos de las grandes seguidas. Casi sesenta marcos. Los que perdieron seguro que no olvidan esa noche. Así que, buena suerte cuando intente demostrar que estaba en otra parte.

—No soy yo el que necesita buena suerte. Igual no he mencionado el cadalso que están levantando en el patio para después de su juicio justo, y la soga que lleva su nombre.

—No pienso en otra cosa desde que ha llegado usted aquí.

—¿Y si le saco de aquí y luego me llevo una decepción? Por lo general no me hacen mucha gracia las decepciones. Es posible que me cueste superarla. No, lo más que puedo hacer por usted es defender su caso ante el mariscal de campo. De eso le doy mi palabra.

—¿Su palabra? ¿Es que no lo he dicho ya? No tengo suficiente con eso.

Me levanté para irme.

—Olvídelo, Hermichen. Hoy no me dedico a vender seguros. Tengo la agenda repleta. Con usted me arriesgaría mucho, amigo. Y no veo qué beneficio puedo obtener.

—El beneficio que obtiene es evidente. Resuelve el caso, su carrera va viento en popa, gana más dinero y su mujer puede comprarse un abrigo más bonito. Eso es lo que buscan los que son como usted, ¿no?

—No soy ambicioso. Mi carrera, que no valía gran cosa, se fue al carajo hace mucho tiempo. Mi mujer murió, soldado. Y en el fondo no me importa mucho quién mató a esos dos operadores. Ya no. ¿Qué importancia tienen un par de soldados muertos más después de Stalingrado?

—Claro que le importa. Lo veo en sus ojos azules y en su cara de poli astuto. Ignorar algo corroe a los tipos como usted. A veces se convierte en una enfermedad. Es como el crucigrama del periódico. Resolver crímenes, detener a los asesinos: es lo único que permite vivir consigo mismos a los machacas como usted. Casi como si tuviera que demostrar que es mejor que todos los demás a fuerza de resolver misterios.

Llamé al guardia, que volvió para abrir la puerta.

—Esto no ha terminado entre usted y yo, poli —dijo—. Usted lo sabe y yo también. —Se quedó donde estaba y rezongó un poco más—. Así que ya puede marcharse, venga. Los dos sabemos que volverá.

—Es posible que vuelva, solo para verle de puntillas.

—Bueno, no cuente con que pronuncie unas últimas palabras, porque no lo haré. Hasta entonces, mi oferta sigue sobre la mesa. ¿Lo entiende? El día que salga de aquí, hablaré.

Meneé la cabeza, me fui e intenté tomarme a risa al cabo Hermichen como si de un chiste malo se tratara. Ese tipo se pensaba que podía engatusarme. Solo que tenía razón, claro, y lo detestaba por ello. No me hacía gracia que alguien —un alemán— hubiera asesinado a esos dos hombres y pensara que probablemente estaba fuera de toda sospecha a estas alturas. Era comprensible en un lugar como Rusia donde todo el mundo infringía la ley con toda impunidad un día tras otro. Y no me hubiera importado que lo hubiese hecho un Iván. Después de todo, estábamos en guerra. Matar alemanes era lo que se suponía que debían hacer. Pero que un alemán matase alemanes era harina de otro costal. Iba en contra de la camaradería.

Fuera, en el patio de la cárcel, estaban añadiendo madera para reforzar el travesaño del cadalso de modo que pudieran ahorcar a los dos suboficiales uno junto a otro, como los cómplices que eran. Solo se colgaba en público a los Ivanes; estos dos iban a ser ahorcados en privado. Todos —soldados y ciudadanos por igual— se enterarían de la ejecución, claro. Solo para garantizar que todo el mundo en Smolensk —alemanes y rusos— se comportasen como era debido. La Wehrmacht era muy considerada en ese sentido.

La cuestión era si odiaba al cabo Hermichen lo suficiente para no manifestarme en su favor y dejar que lo ahorcasen.

Krasny Bor había sido un balneario soviético que estaba a ocho kilómetros al oeste de Smolensk. Había unos cuantos lagos, manantiales de agua mineral y abundantes árboles, lo que garantizaba un suministro constante de oxígeno puro al sanatorio todas las mañanas, aunque por lo demás no era fácil percibir los beneficios para salud que podía haber reportado una estancia allí. En invierno el lugar se congelaba de arriba abajo; en verano se decía que estaba plagado de mosquitos; el agua mineral sabía como el agua de la bañera de un pescador; desde luego Krasny Bor no salía bien parado de la comparación con balnearios alemanes más famosos como Baden-Baden, donde los hoteles caros y el lujo incesante estaban a la orden del día, razón por la que sin duda personajes como Richard Wagner —por no hablar de numerosos rusos como Dostoievski— acostumbraban a visitarlos, año tras año. Saltaba a la vista por qué Dostoievski no se había molestado en ir a Krasny Bor: el balneario era poco más que un conjunto de cabañas de madera. Pero era lo más parecido al lujo que había en las inmediaciones de Smolensk, y por eso —así como por su ubicación retirada, lo que facilitaba su protección— lo había escogido el mariscal de campo Von Kluge como cuartel general del Grupo de Ejércitos del Centro.

Para ser un viejo Junker —era de Posen—, el mariscal de campo no carecía de sentido del humor; le gustaba especialmente bromear sobre los insignificantes beneficios para la salud que tenía vivir en Krasny Bor. Los chistes de Von Kluge solían ser a costa de los rusos, y aunque eran muy crueles, acostumbraban a provocar las sonoras carcajadas de Alok Dyakov, que era el Putzer de Von Kluge. Es posible que Von Kluge tuviera sentido del humor, pero también era despiadado. Se tenía también por abogado militar, como no tardé en descubrir tras sentarme en una de las sillas con respaldo de caña de Indias de su acogedor despacho en una cabaña de madera.

—Se lo agradezco, capitán Gunther —dijo, mirando de soslayo mi informe mecanografiado—. Sé que no es ese el motivo de su presencia aquí en Smolensk, pero hasta que podamos encargar a una cuadrilla de prisioneros de guerra rusos que empiecen a cavar en el bosque de Katyn, más vale que se mantenga ocupado.

Miró por la ventana un momento, corrió la cortina con la mano y meneó la cabeza con ademán sombrío.

—Aún tardará un tiempo, me parece a mí. Dyakov cree que aún tardará una semana en empezar el deshielo, ¿verdad que sí, Alok?

El ruso, sentado a una sencilla mesa de madera a nuestra derecha, asintió.

—Al menos una semana —convino—. Quizá más.

—¿Qué tal su alojamiento?

—Muy cómodo, señor, gracias.

Von Kluge se levantó y, apoyado contra una sección de la pared de ladrillo visto, continuó leyendo mi informe con ayuda de un par de gafas de media luna. La mayor parte del despacho era de madera, pero la pared tenía una serie regular de aberturas cuadradas que caldeaban la habitación, porque detrás de la misma había una estufa grande y potente que también calentaba el comedor de oficiales.

—Bueno —dijo al cabo de unos instantes—. Por lo visto está convencido de que son culpables de los delitos que se les imputan.

El mariscal de campo era alto, con la barbilla huidiza y entradas pronunciadas; su manera de ser era más vigorosa, al igual que su inteligencia. Sus hombres lo llamaban Hans el Astuto.

—Eso es lo que indican las pruebas, señor —dije—. No obstante, el sargento Kuhr parece tener mayor parte de culpa. Tengo la impresión de que Kuhr es un hombre al que debe de ser muy difícil llevar la contraria. Creo que el cabo Hermichen no hizo sino acatar los deseos de su superior.

—¿Y por eso recomienda que se tenga clemencia con él?

—Sí, señor.

—¿Pero no con Kuhr…?

—Me parece que no he hecho ninguna recomendación en absoluto por lo que a Kuhr respecta.

—Kuhr es mejor soldado de lejos —señaló Von Kluge—. Y tiene usted razón, es un tipo de lo más enérgico.

—¿Lo conoce?

—Fui yo quien impuso al sargento Kuhr su Cruz de Hierro de primera clase. Tiene todo mi respeto, como combatiente. —Von Kluge dejó mi informe en el ángulo de una elegante mesa Biedermeier que se veía un tanto fuera de lugar en aquel despacho, por lo demás casi sin muebles, y encendió un cigarrillo—. Al cabo Hermichen no lo conozco de nada. Pero no veo cómo se puede violar a nadie solo para acatar los deseos de un superior. Por muy difícil que sea llevarle la contraria a ese superior, como usted dice. Después de todo, si se tiene en cuenta la resistencia que ofreció la pobre víctima, y la necesidad de que el cabo estuviera suficientemente excitado para consumar la violación, pues no lo niega, según veo, no alcanzo a entender que la defensa pueda alegar coacción en este caso. —El mariscal de campo negó con la cabeza—. Nunca he llegado a entender la violación. A mi modo de ver, la resistencia no es ni puede ser nunca motivo de excitación sexual. El único afrodisiaco que puedo apreciar es la conformidad.

—Entonces pido clemencia para el cabo, teniendo en cuenta que el sargento fue quien cortó el cuello a las víctimas. Él no lo niega. Hermichen asegura que estaba en contra.

—Y aun así el cabo menciona la presencia del bidón antes de que la violación comenzara. Eso no es muy halagüeño. A ver, capitán, ¿qué uso creía él que iban a dar a la gasolina? ¿Profiláctico, tal vez? He oído hablar de cosas así, los soldados son sumamente estúpidos. Es increíble lo que son capaces de hacer para no pillar alguna infección, o lo que hacen a las mujeres para evitar que queden embarazadas. No, el cabo debía de saber que el sargento Kuhr tenía en mente algo más letal como colofón de toda esa repugnante iniciativa. Debía de sospechar que el sargento Kuhr tenía intención de deshacerse de los cadáveres. Lo que significa que consumó la violación teniendo pleno conocimiento de ello. Cosa que no es nada fácil.

Von Kluge se volvió hacia su bufón ruso.

—¿Has violado a alguna mujer, Alok?

Dyakov dejó de alumbrar su pipa y mostró una sonrisa burlona.

—En alguna ocasión, es posible —reconoció—, igual me llevé una impresión equivocada de una chica y fui demasiado lejos antes de lo debido. Igual fue una violación, igual no. No lo sé. Lo que puedo decir es que habría lamentado no hacerlo.

—Lo interpretaremos como un sí —resumió Von Kluge—. Violación y conformidad, me parece que para los Ivanes como Dyakov no hay diferencia entre lo uno y lo otro. Pero eso no es razón para que nuestros hombres se comporten así. La violación es terriblemente nociva para la disciplina, ¿sabe?

—Pero tenga en cuenta que yo no hice nada de eso en compañía de otros hombres —protestó Dyakov—. Como parte de una iniciativa, como dice su señoría. Y por lo que respecta a matar a una chica después, no hay excusa para eso. —Dyakov meneó la cabeza—. Un hombre así no es hombre ni es nada, y merece ser castigado con severidad.

Von Kluge se volvió hacia mí.

—¿Lo ve? Ni siquiera el puerco de mi Putzer es capaz de justificar un comportamiento tan atroz. Incluso Dyakov cree que habría que ahorcarles a los dos.

Dyakov se puso en pie.

—Perdone, pero yo no he dicho tal cosa, su señoría. No es exacto, no. A título personal, yo perdonaría al sargento, y si lo perdona a él, también debe perdonar al otro.

—Pero ¿por qué? —preguntó Von Kluge.

—Yo también conozco a ese sargento, señor. Es muy buen soldado. Muy valiente. El mejor. Ha matado a muchos bolcheviques, y si le perdona la vida matará a muchos más cabrones de esos. ¿Puede permitirse Alemania perder un combatiente tan experimentado? Me parece que no. —Se encogió de hombros—. A mi modo de ver, no es realista esperar que un soldado mate a sus enemigos un día y se comporte con ellos como un caballero al siguiente. No tiene sentido.

—Aun así, eso es lo que espero yo —aseguró Von Kluge—. Pero igual tienes razón, Alok. Ya veremos.

—Por lo que respecta al sargento Kuhr, no sé —dije—, pero hay otro argumento a favor de perdonarle la vida al cabo Hermichen.

En el momento en que Von Kluge me miraba con una ceja arqueada, sonó el teléfono. Contestó, escuchó un momento, dijo «Sí» y luego colgó el auricular.

—Bueno, ¿cuál es? —me preguntó—. Su otro argumento, capitán.

—Es el siguiente. Creo que tiene información que podría resultar valiosa, señor.

Titubeé un momento al oír la vocecilla del operador que seguía al aparato. Von Kluge también la oyó y levantó el auricular con furia.

—Llevo dos semanas diciéndoles que este teléfono no funciona como es debido —le espetó al operador—. Quiero que lo arreglen hoy mismo o indagaré por qué no lo han hecho. —Colgó el auricular de golpe—. Estoy rodeado de idiotas.

Me miró como si yo pudiera haber sido otro idiota.

—¿Decía usted?

—No sé si lo recuerda, señor, pero hace un par de semanas se cometieron dos asesinatos en Smolensk. A dos soldados de permiso les cortaron el cuello.

—Creía que fue cosa de los partisanos —dijo Von Kluge—. Recuerdo a la perfección que fueron los partisanos. Y que la Gestapo colgó por ello a cinco personas, el día después de que Hitler viniera de visita a Smolensk. Como ejemplo para la ciudad.

—Fueron seis personas —puntualicé—. Y los que ahorcaron no fueron quienes mataron a nuestros hombres.

—Eso ya lo sé, capitán —replicó Von Kluge—. No soy bobo del todo. Naturalmente, querían que las ejecuciones fueran un mensaje para los partisanos, un mensaje elocuente como el que menciona Voltaire en su obra Cándido.

—No conozco esa obra. Pero creo que sé cuál es el mensaje.

—Y yo que creía que era usted un hombre culto, Gunther. Qué lástima.

—Pero soy capaz de reconocer una posible pista cuando llega a mis oídos, señor. Estoy convencido de que otro soldado alemán asesinó a esos dos hombres y que el cabo Hermichen puede aportar cierta información que nos permitiría atrapar al asesino. En el caso de que se le perdone la vida al cabo, por supuesto.

—¿Sugiere que hagamos un trato con el cabo Hermichen? ¿Que le diga lo que quiere usted saber a cambio de una sentencia más indulgente?

—Eso es exactamente lo que sugiero.

—Y el sargento Kuhr, ¿qué? ¿Tiene información pertinente relacionada con esa otra investigación?

—No, señor.

—Pero si tuviera información útil, ¿recomendaría que el tribunal le perdonase la vida también?

—Supongo que sí. En una investigación policial, sea cual sea, es difícil conseguir información, buena información. La mayoría de las veces dependemos de confidentes, pero en tiempos de guerra escasean. Con el paso de los años he adquirido olfato para saber cuándo un hombre tiene una historia que contar. Creo que el cabo Hermichen es uno de esos hombres. No digo que no merezca ser castigado, lo que ocurrió fue bestial, bestial a más no poder. Pero resulta que estoy convencido de que quizá perdonarle la vida a un hombre nos conduzca a atrapar a otro asesino igual de despiadado. Entre tanta muerte y tantos asesinatos, es muy fácil salir impune de un homicidio en esta parte del mundo. Eso me preocupa. Me preocupa mucho. Creo que si nos tomamos nuestro tiempo con esto y nos comportamos con buen juicio, podemos lanzar una piedra y matar dos pájaros de un tiro.

—Es posible que algo así pasara por un procedimiento adecuado en la Alexanderplatz —dijo Von Kluge—. Pero el alto mando de la Wehrmacht no entra en negociaciones con violadores y asesinos. Según usted deberíamos tener clemencia con el cabo porque posee información importante. Pero también deberíamos condenar al sargento, que no tiene la buena fortuna de poseer ninguna información de utilidad, información que el cabo, cumpliendo con su deber de soldado alemán, tendría que haber compartido con sus superiores hace tiempo. Ahora que me ha dicho eso, siento menos aprecio aún por el cabo Hermichen, Gunther. Me parece que es un hombre poco de fiar. No puede esperar que mi tribunal llegue a un acuerdo con un hombre así.

—Me gustaría resolver ese crimen, señor —dije.

—Aprecio su celo profesional, capitán. Pero la policía militar ya se encarga de ese delito, ¿no es así? O la Gestapo. Para eso están.

—El teniente Voss de la policía militar es un buen hombre, señor. Pero tengo entendido que sigue sin haber ningún sospechoso.

—¿No es posible que el cabo y el sargento asesinaran también a esos hombres? ¿Se lo ha planteado?

Le expliqué pacientemente todos los hechos, y por qué creía que Kuhr y Hermichen eran inocentes de aquellos primeros crímenes —entre ellos el de que los dos hombres tenían coartadas a prueba de bomba para la noche en cuestión—, pero el mariscal de campo no estaba interesado en nada de todo aquello.

—El problema de ustedes, los detectives —sentenció—, es que hacen demasiado hincapié en nociones caprichosas como las coartadas. Cuando se han presidido tantos tribunales militares como yo, se aprenden enseguida todos los trucos del soldado común y se llega a entender de lo que es capaz. Son todos unos embusteros, Gunther. Todos ellos. Las coartadas no tienen ningún valor en el ejército alemán. El típico Fritz de uniforme mentiría por su camarada con la misma indiferencia con la que usted o yo nos tiramos un pedo. ¿Que estuvo jugando a las cartas en el comedor hasta las dos de la madrugada? No, me temo que no es suficiente. Por lo que me ha dicho usted sobre la bayoneta y la moto, me parece obvio que ya tiene a los dos autores más probables de aquel crimen también.

Miré de reojo a Dyakov, pero el ruso frunció los labios y negó discretamente con la cabeza, y entonces caí en la cuenta de que no tenía mucho sentido discutir con Von Kluge. De todas formas, lo intenté.

—Pero, señor…

—Nada de peros, Gunther. Los juzgaremos a los dos por la mañana. Y colgaremos a esos malnacidos después de comer.

Asentí con un ademán brusco y me levanté para marcharme.

—Ah, y Gunther, quiero que haga usted de fiscal, si no le importa.

—No soy abogado, señor. No sé si sabría hacerlo.

—Eso ya lo sé.

—¿No puede encargarse el juez Conrad?

Johannes Conrad era el juez que Goldsche había destinado a Smolensk. Desde su llegada, él y Gerhard Buhtz, un profesor de medicina forense de Berlín, habían estado de brazos cruzados esperando a que aparecieran más pruebas de una masacre.

—El juez Conrad juzgará el caso, con el general Von Tresckow y conmigo. Mire, no le pido que se encargue del interrogatorio, ni nada parecido. Eso puede dejármelo a mí. Basta con que presente los hechos y las pruebas ante el tribunal, para mantener las apariencias, y nosotros nos encargaremos del resto. Seguro que ya lo ha hecho, cuando era comisario de policía.

—¿Puedo preguntarle quién defenderá a esos hombres?

—No va a ser un proceso acusatorio —explicó Von Kluge—. Se trata de una comisión de investigación. Su culpabilidad o inocencia no quedará decidida por el trabajo de los abogados sino por los hechos. Aun así, es posible que tenga usted razón. Teniendo en cuenta las circunstancias, alguien debería representarlos. Asignaré a uno de mis propios oficiales para darles un trato justo. El asistente de Von Tresckow, el teniente Von Schlabrendorff estudió Derecho, me parece. Es un tipo interesante, Von Schlabrendorff. Su madre es tataratataranieta de Guillermo I, el elector de Hesse, lo que significa que está emparentado con el actual rey de Gran Bretaña.

—Yo podría hacerlo de una manera más eficiente, señor. Defenderlos. En vez de encargarme de la acusación. Me sentiría más cómodo. Después de todo, así tendré otra oportunidad de pedir clemencia en nombre del cabo Hermichen.

—No, no, no —me atajó, irritado—. Le he encargado una tarea. Ahora cumpla con ella, maldita sea. Es una orden.