Indira Khariwalla esperaba al visitante.
Su despacho estaba a oscuras. Ya había acabado el trabajo del día. A Indira le gustaba sentarse con las luces apagadas. El problema de Occidente, estaba convencida de ello, era el exceso de estímulos. También ella se sentía expuesta a ellos, claro. Ese era el problema. Nadie se libraba. Occidente seducía con sus estímulos, con un aluvión constante de luz, color y sonido. Continuamente. Así que siempre que podía, sobre todo al final de la jornada, a Indira le gustaba sentarse a oscuras. No para meditar, como cabría suponer por su origen. Tampoco se sentaba en la posición del loto, con el pulgar y el dedo índice de cada mano formando un círculo.
No, simplemente a oscuras.
A las diez de la noche llamaron suavemente a la puerta.
—Pasa.
Scott Duncan entró en la habitación. No se molestó en encender la luz. Indira se alegró. Facilitaría las cosas.
—¿Qué era tan importante? —preguntó él.
—Rocky Conwell ha sido asesinado —dijo Indira.
—Lo he oído por la radio. ¿Quién es?
—El hombre al que contraté para que siguiera a Jack Lawson.
Scott Duncan no dijo nada.
—¿Sabes quién es Stu Perlmutter? —prosiguió ella.
—¿El policía?
—Sí. Ayer vino a verme. Me preguntó por Conwell.
—¿Alegaste el secreto profesional de un abogado para con su cliente?
—Sí. Quiere pedir un mandamiento a un juez para obligarme a contestarle.
Scott Duncan se volvió.
—¿Scott?
—No te preocupes —dijo él—. No sabes nada.
Indira no estaba tan segura.
—¿Qué vas a hacer?
Duncan salió del despacho. Tendió la mano por detrás de él, cogió el pomo y empezó a cerrar la puerta.
—Cortar esto de raíz —contestó él.