32

Al cabo de diez minutos, el chófer de Carl Vespa —el infame Cram— se reunió con Grace a dos manzanas de la escuela.

Cram llegó a pie. Grace no sabía cómo ni dónde había dejado su coche. Estaba de pie, mirando la escuela desde lejos, cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un respingo y se le aceleró el corazón. Al volverse y verle la cara, en fin… la imagen no era precisamente tranquilizadora.

Cram enarcó una ceja.

—¿Ha llamado por teléfono?

—¿Cómo ha llegado?

Cram hizo un gesto de negación con la cabeza. De cerca, ahora que Grace pudo verlo mejor, el hombre era incluso más siniestro de lo que recordaba. Tenía la cara picada de viruela. La nariz y la boca parecían el hocico de un animal, sobre todo con esa sonrisa de depredador marino puesta en piloto automático. Cram era mayor de lo que ella se había pensado; debía de rondar los sesenta. Pero era enjuto y nervudo. Tenía esa mirada extraviada que ella siempre había relacionado con la psicosis grave, pero en aquel momento ese elemento de peligro le resultaba reconfortante; era la clase de hombre que uno querría tener a su lado en una madriguera y sólo allí.

—Cuéntemelo todo —dijo Cram.

Grace empezó por Scott Duncan y siguió con su visita al supermercado. Le contó lo que le había dicho el hombre sin afeitar, que se había ido a toda prisa por el pasillo y que llevaba la fiambrera de Batman. Cram masticaba un mondadientes. Tenía los dedos delgados. Las uñas demasiado largas.

—Descríbamelo.

Grace hizo lo que pudo. Cuando acabó, Cram escupió el palillo y meneó la cabeza.

—¿Era de verdad? —preguntó.

—¿Qué?

—¿Una cazadora de Members Only? ¿En qué año estamos? ¿En 1986?

Grace no se rio.

—Ahora está a salvo —dijo él—. Sus hijos están a salvo.

Ella le creyó.

—¿A qué hora salen?

—A las tres.

—Bien. —Miró la escuela con los ojos entornados—. Dios mío, cómo odiaba este lugar.

—¿Usted fue a esta escuela?

—Me gradué en Willard en 1957.

Grace intentó imaginárselo de niño yendo a esa escuela. Le fue imposible. Él empezó a alejarse.

—Espere —dijo ella—. ¿Qué quiere que haga?

—Recoja a sus hijos. Llévelos a casa.

—¿Y usted dónde estará?

Cram la miró con una sonrisa más amplia.

—Por ahí.

Y desapareció.

Grace esperó junto a la valla. Las madres empezaron a llegar, a agruparse y charlar. Grace se cruzó de brazos, intentando emitir vibraciones que las ahuyentaran. Algunos días podía participar en el parloteo. Ese no era uno de ellos.

Sonó el móvil. Se lo acercó al oído y contestó.

—¿Has captado el mensaje?

Era una voz de hombre, distorsionada de algún modo. Grace sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo.

—Para de buscar, para de hacer preguntas, para de enseñar la foto, o nos llevaremos primero a Emma.

Un chasquido.

Grace no gritó. No gritaría. Guardó el teléfono. Le temblaban las manos. Se las miró como si pertenecieran a otra persona. No podía controlar el temblor. Sus hijos saldrían pronto. Se metió las manos en los bolsillos e intentó forzar una sonrisa. Imposible. Se mordió el labio inferior y se obligó a contener el llanto.

—Oye, ¿estás bien?

Grace se sobresaltó al oír la voz. Era Cora.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Grace. Las palabras salieron de ella con demasiada brusquedad.

—¿Tú qué crees? He venido a buscar a Vickie.

—Pensaba que estaba con su padre.

Cora la miró confusa.

—Sólo anoche. Esta mañana la ha dejado en la escuela. Santo cielo, ¿qué ha ocurrido?

—No puedo hablar de ello.

Cora no supo cómo tomárselo. Sonó el timbre. Las dos mujeres se volvieron. Grace no sabía qué pensar. Sabía que Scott Duncan se había equivocado con respecto a Cora —es más, ahora sabía que Duncan era un mentiroso— y sin embargo, una vez planteada la sospecha sobre su amiga, no conseguía quitársela de la cabeza.

—Oye, estoy asustada, ¿vale?

Cora asintió. Vickie salió primero.

—Si me necesitas…

—Gracias.

Cora se alejó sin decir nada más. Grace esperó sola, buscando los rostros familiares entre el torrente de niños que cruzaban la puerta. Emma salió al sol y se protegió los ojos con la mano. Cuando vio a su madre, sonrió de oreja a oreja. La saludó con un gesto.

Grace reprimió un grito de alivio. Se agarró con los dedos a la alambrada, conteniéndose para no salir corriendo y coger a Emma en brazos.

Cuando Grace, Emma y Max llegaron a casa, Cram ya estaba en la entrada.

Emma miró a su madre con semblante inquisitivo, pero antes de que Grace pudiera contestar, Max salió disparado hacia la puerta. Se paró en seco delante de Cram y estiró el cuello para ver la sonrisa de depredador marino.

—Hola —saludó Max a Cram.

—Hola.

—Tú eres el que conducía aquel coche tan grande, ¿verdad?

—Sí —contestó Cram.

—¿Te mola, conducir un coche tan grande?

—Mucho.

—Yo me llamo Max.

—Y yo Cram.

—Un nombre chulo.

—Sí, sí que lo es.

Max cerró el puño y lo levantó. Cram lo imitó y luego chocaron los nudillos en una versión moderna del saludo de la palmada. Grace y Emma se acercaron por el camino.

—Cram es un amigo de la familia —dijo Grace—. Va a echarme una mano.

A Emma eso no le gustó.

—¿A echarte una mano en qué? —Miró a Cram con cara de asco, cosa que, en esas circunstancias, era comprensible a la vez que grosero, pero no era el mejor momento para corregir modales—. ¿Dónde está papá?

—Se ha ido de viaje por trabajo —contestó Grace.

Emma no dijo nada más. Entró en la casa y corrió escalera arriba.

Max miró a Cram entrecerrando los ojos.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —contestó Cram.

—¿Todos tus amigos te llaman Cram?

—Sí.

—¿Sólo Cram?

—Una sola palabra. —Movió las cejas—. Como Cher o Fabio.

—¿Quién?

Cram se rio.

—¿Por qué te llaman así? —preguntó Max.

—¿Por qué me llaman Cram?

—Sí.

—Por mis dientes. —Abrió la boca. Cuando Grace se armó de valor para mirar, se le ofreció a la vista una imagen que parecía el delirante experimento de un ortodoncista trastornado. Tenía todos los dientes apretujados en el lado izquierdo, casi apilados. Parecía haber demasiados. Por el contrario, en el lado derecho, se sucedían las cavidades vacías y rosadas allí donde debían estar los dientes—. Cram[2] —dijo—. ¿Lo ves?

—¡Hala! —exclamó Max—. Cómo mola.

—¿Quieres saber cómo se me pusieron los dientes así?

A eso respondió Grace.

—No, gracias.

Cram la miró.

—Buena respuesta.

Cram. Grace echó otro vistazo a aquellos diminutos dientes. Tictac habría sido un apodo más adecuado.

—Max, ¿tienes deberes?

—Va, mamá.

—Ahora mismo —ordenó ella.

Max miró a Cram.

—Me voy —dijo—. Luego seguimos hablando.

Compartieron otro saludo con los puños y los nudillos antes de que Max se fuera corriendo con el abandono propio de un niño de seis años. Sonó el teléfono. Grace miró el visor para ver quién llamaba. Era Scott Duncan. Decidió dejar que saltara el contestador: era más importante hablar con Cram. Pasaron a la cocina. Había dos hombres sentados a la mesa. Grace se paró en seco. Ninguno de los dos la miró. Hablaban en susurros. Grace estuvo a punto de decir algo, pero Cram le hizo una seña para que saliera al jardín.

—¿Quiénes son?

—Trabajan para mí.

—¿En qué?

—Por eso no se preocupe.

Sí le preocupaba, pero en ese momento había otros asuntos más urgentes.

—Recibí una llamada de un hombre —dijo—. Por el móvil. —Le contó lo que había oído por teléfono. Cram no cambió de expresión. Cuando Grace acabó, Cram sacó un cigarrillo.

—¿Le importa si fumo?

Ella le contestó que no.

—No lo haré en la casa.

Grace miró alrededor.

—¿Por eso estamos aquí fuera?

Cram no respondió. Encendió el cigarrillo, respiró hondo y dejó que escapara el humo por los orificios de la nariz. Grace miró hacia el jardín del vecino. No había nadie. Ladró un perro. El ruido de un cortacésped rasgó el aire como un helicóptero.

Grace lo miró.

—Usted ha amenazado a gente, ¿verdad?

—Sí.

—Así que si hago lo que me dice, si paro, ¿cree que nos dejará en paz?

—Probablemente. —Cram aspiró una calada tan profunda que parecía fumar un porro—. Pero aquí en realidad la cuestión es por qué quieren que pare.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que debe de estar acercándose a algo. Debe de haber tocado un punto débil.

—No sé cómo.

—Ha llamado el señor Vespa. Quiere verla esta noche.

—¿Por qué?

Cram se encogió de hombros.

Ella volvió a desviar la mirada.

—¿Está lista para recibir más malas noticias? —preguntó Cram.

Ella se volvió hacia él.

—Su cuarto del ordenador. El del fondo.

—¿Qué pasa con él?

—Han puesto un micrófono oculto. Y una cámara.

—¿Una cámara? —Grace no podía creérselo—. ¿En mi casa?

—Sí, una cámara oculta. Está en un libro de la estantería. Es muy fácil encontrarla si uno busca. Esos chismes se compran en cualquier tienda de espías. Seguro que ya los ha visto en Internet. Se esconden en un reloj, en un detector de humos, cosas así.

Grace intentó asimilarlo.

—¿Alguien nos está espiando?

—Eso parece.

—¿Quién?

—Ni idea. No creo que sea la policía. Es demasiado poco profesional para eso. Mis hombres han dado un repaso al resto de la casa. De momento no hay nada más.

—¿Cuánto tiempo…? —Grace intentaba entender lo que estaba diciéndole—. ¿Cuánto lleva aquí la cámara? Y también hay un micrófono, ¿no?

—Imposible saberlo. Por eso la he hecho salir. Para poder hablar tranquilamente. Sé que ha tenido que aguantar mucho, pero ¿está preparada para enfrentarse a esto?

Ella asintió, aunque la cabeza le daba vueltas.

—Bien, pues lo primero: el equipo. No es nada del otro mundo. Tiene un alcance sólo de unos trescientos metros. Para ver las imágenes en directo, tienen que recibirlas desde una furgoneta o algo así. ¿Ha visto alguna furgoneta aparcada en la calle durante largos periodos de tiempo?

—No.

—Lo suponía. Es probable que se grabe en un aparato de vídeo.

—¿En un aparato de vídeo corriente?

—Exacto.

—¿Y tiene que estar a menos de trescientos metros de la casa?

—Sí.

Grace miró alrededor como si pudiera estar en el jardín.

—¿Cada cuánto tiempo tendrían que cambiar la cinta?

—Como mucho, cada veinticuatro horas.

—¿Se le ocurre dónde puede estar?

—Todavía no. A veces ponen el aparato de vídeo en el sótano o el garaje. Deben de tener acceso a la casa, para poder retirar la cinta y poner otra nueva.

—Un momento. ¿Cómo que tienen acceso a la casa?

Él se encogió de hombros.

—Metieron la cámara y el micrófono en la casa de alguna manera, ¿no?

La rabia había vuelto, creciendo y abrasándola tras los ojos. Grace empezó a recorrer las viviendas vecinas con la mirada. Acceso a la casa. ¿Quién tenía acceso a la casa?, se preguntó. Y una vocecilla contestó…

«Cora».

Pero no, imposible. Grace lo descartó.

—Así que tenemos que encontrar ese aparato.

—Sí.

—Y luego tendremos que esperar a ver qué pasa —dijo ella—. A ver quién recoge la cinta.

—Esa es una manera de hacerlo —señaló Cram.

—¿Se le ocurre otra mejor?

—En realidad, no.

—Y luego ¿qué? ¿Lo seguimos, a ver adónde nos lleva?

—Es una posibilidad.

—¿Pero…?

—Es arriesgado —contestó Cram—. Podríamos perderlo.

—¿Y usted qué haría?

—Si dependiera de mí, lo cogería y le haría unas cuantas preguntas difíciles.

—¿Y si se niega a responder?

Cram mantenía la sonrisa de depredador marino. La cara de ese hombre era siempre una visión horrenda, pero Grace comenzaba a acostumbrarse. Además, era consciente de que no la asustaba a propósito; la suya era una expresión natural y permanente, fruto de lo que le habían hecho en la boca. Esa cara hablaba por sí sola, y viéndola quedaba claro que la pregunta de Grace era retórica.

Grace quiso protestar, decirle que ella era una persona con sentido cívico, y que se ocuparían del asunto de una manera legal y ética. Pero en lugar de eso dijo:

—Han amenazado a mi hija.

—Eso parece.

Ella lo miró.

—No tengo otra opción, ¿no? Tengo que enfrentarme a ellos.

—No veo otro camino.

—Usted lo sabía desde el principio —dijo Grace.

Cram ladeó la cabeza hacia la derecha.

—Y usted también.

Sonó el móvil de Cram. Lo abrió pero no habló, ni siquiera para saludar. Pocos segundos después lo cerró y dijo:

—Llega un coche.

Grace se volvió. Un Ford Taurus se detuvo en el camino de entrada. Salió Scott Duncan y se acercó a la casa.

—¿Lo conoce? —preguntó Cram.

—Es Scott Duncan —contestó ella.

—¿El que mintió y dijo que trabajaba en la fiscalía?

Grace asintió.

—Quizá me quede por aquí —dijo Cram.

Se quedaron fuera. Scott Duncan estaba de pie junto a Grace. Cram se había alejado. Duncan lanzaba miradas furtivas a Cram.

—¿Quién es?

—Mejor que no lo sepa.

Grace miró a Cram. Este captó la indirecta y entró. Scott Duncan y ella se quedaron solos.

—¿Qué quiere?

Duncan percibió algo en el tono.

—¿Pasa algo, Grace?

—Sólo me sorprende que haya salido tan temprano de trabajar. Pensaba que habría más trabajo en la fiscalía.

Él no dijo nada.

—¿Acaso le ha comido la lengua el gato, señor Duncan?

—Ha llamado a mi oficina.

Grace se tocó la nariz con el índice, dándole a entender que había dado en el blanco. A continuación dijo:

—Bueno, más bien llamé a la oficina de la fiscalía. Por lo visto, usted no trabaja allí.

—No es lo que piensa.

—Eso lo aclara todo.

—Tenía que habérselo dicho desde el principio.

—Adelante.

—Mire, todo lo que le he contado es verdad.

—Salvo lo de que trabaja para la fiscalía. Porque eso no era verdad, ¿no? ¿O me mintió la señora Goldberg?

—¿Quiere que se lo explique o no?

En su voz se percibía ahora cierta dureza. Grace, con un ademán, lo invitó a seguir.

—Lo que le he dicho era verdad. Yo trabajaba allí. Hace tres meses ese asesino, ese tal Monte Scanlon, insistió en verme. Nadie entendía por qué. Yo era un abogado de poca monta dedicado a la corrupción política. ¿Por qué un asesino a sueldo insistía en hablar conmigo? Fue entonces cuando me lo contó.

—Que mató a su hermana.

—Sí.

Grace esperó. Se acercaron a las sillas del porche y se sentaron. Cram los miraba por la ventana. Dirigía la mirada hacia Scott Duncan, la detenía unos segundos, la explayaba por el jardín y luego volvía a posarla en Duncan.

—Su cara me suena —dijo Duncan, señalando a Cram—. O a lo mejor es que me recuerda la atracción de los Piratas del Caribe en Disneylandia. ¿No debería llevar un parche en el ojo?

Grace se movió inquieta en su asiento.

—¿No estaba explicándome por qué me ha mentido?

Duncan se pasó la mano por el pelo rubio.

—Cuando Scanlon dijo que el incendio no fue un accidente… no puede imaginar lo que sentí. O sea, hasta ese momento mi vida era de una manera, y de repente… —Chasqueó los dedos con la gracia de un mago—. No quiero decir que de pronto todo me pareciese distinto, sino que los últimos quince años se me antojaron distintos. Como si alguien hubiera retrocedido en el tiempo y cambiado un hecho, y a partir de ahí cambió todo lo demás. Yo ya no era la misma persona. No era un hombre cuya hermana murió en un trágico incendio. Era un hombre cuya hermana había sido asesinada y cuya muerte nadie había vengado.

—Pero ya tiene al asesino —dijo Grace—. Él mismo confesó.

Duncan sonrió, pero sin la menor alegría.

—Scanlon lo expresó mejor. Él sólo fue un arma. Como una pistola. Yo quería encontrar a la persona que apretó el gatillo. Se convirtió en una obsesión. Intenté compaginarlo con mi trabajo, ya me entiende, seguir con mis obligaciones mientras buscaba al asesino. Pero empecé a desatender mis casos. Así que mi jefa me sugirió encarecidamente que solicitase la excedencia.

Alzó la mirada.

—¿Y por qué no me lo dijo?

—Pensé que no sería una buena manera de presentarme, ya sabe, decirle que me obligaron a marcharme de esa manera. Todavía tengo contactos en la oficina, y amigos en las fuerzas del orden. Pero para evitar riesgos, todo lo que hago es extraoficial.

Se miraron fijamente.

—Me oculta algo más —dijo Grace.

Él vaciló.

—¿Qué es?

—Una cosa debe quedar clara. —Duncan se puso en pie, repitió el gesto de pasarse la mano por el pelo rubio y desvió la mirada—. Ahora mismo los dos estamos intentando encontrar a su marido. Es una alianza temporal. La verdad es que tenemos objetivos distintos. No le mentiré. ¿Qué ocurrirá cuando encontremos a Jack? Es decir, ¿queremos saber los dos la verdad?

—Yo sólo quiero recuperar a mi marido.

Él asintió.

—Por eso digo que tenemos objetivos distintos. Que nuestra alianza es temporal. Usted quiere recuperar a su marido. Yo quiero encontrar al asesino de mi hermana.

Ahora sí la miró. Ella lo entendió.

—¿Y ahora qué? —preguntó Grace.

Scott Duncan sacó la foto misteriosa y la levantó. Un asomo de sonrisa se dibujó en su rostro.

—¿Qué?

—Sé cómo se llama la pelirroja de la foto —dijo él. Grace esperó—. Se llama Sheila Lambert. Estudió en la Universidad de Vermont en la misma época que su marido —señaló a Jack y luego deslizó el dedo hacia la derecha— y Shane Alworth.

—¿Y ahora dónde está?

—He ahí la cuestión, Grace. Nadie lo sabe.

Grace cerró los ojos. Se estremeció.

—Envié la foto a la universidad. Un decano jubilado la identificó. La investigué por todas partes, pero ha desaparecido. No hay el menor rastro de la existencia de Sheila Lambert en la última década: ni impuesto sobre la renta, ni resultado alguno al introducir en las bases de datos su número de la seguridad social, nada.

—Igual que Shane Alworth.

—Exactamente igual que Shane.

Grace intentó encajar las piezas.

—De las cinco personas de la foto, una, su hermana, fue asesinada. De las otras dos, Shane Alworth y Sheila Lambert, no se ha sabido nada desde hace años. La cuarta, mi marido, huyó al extranjero y ahora ha desaparecido. Y la última, bueno, seguimos sin saber quién es.

Duncan asintió.

—Y a partir de aquí, ¿hacia dónde tiramos?

—¿Recuerda que le he dicho que hablé con la madre de Shane Alworth? —preguntó Duncan.

—La que no tenía muy claro dónde estaba el Amazonas.

—La primera vez que fui a verla, yo no sabía nada de esta foto ni de su marido ni de lo demás. Ahora quiero enseñarle la foto. Quiero ver cómo reacciona. Y quiero que usted esté presente.

—¿Por qué?

—Tengo un presentimiento, sólo eso. Evelyn Alworth es una mujer mayor. Enseguida se emociona, y creo que está asustada. La primera vez que fui a verla me presenté como investigador. Tal vez, no lo sé, pero tal vez se conmueva y acceda a hablar si usted va a verla como madre preocupada.

Grace vaciló.

—¿Dónde vive?

—En un bloque de apartamentos de Bedminster. A no más de treinta minutos de aquí en coche.

Cram volvió a aparecer. Scott Duncan lo señaló con la cabeza.

—¿Y qué pasa con ese hombre terrorífico?

—No puedo acompañarlo ahora.

—¿Por qué no?

—Tengo hijos. No puedo dejarlos aquí.

—Tráigalos. Hay al lado una zona de juegos infantiles. No tardaremos.

Cram se dirigió a la puerta. Hizo señas con la mano para que Grace se acercara.

—Perdón —se disculpó ella, y se dirigió hacia Cram.

Scott Duncan se quedó donde estaba.

—¿Qué pasa? —preguntó a Cram.

—Emma. Está arriba llorando.

Grace encontró a su hija en la clásica postura del llanto: tumbada boca abajo en la cama, con la cabeza debajo de la almohada. El sonido llegaba amortiguado. Hacía tiempo que Emma no lloraba así. Grace se sentó en el borde de la cama. Sabía lo que se avecinaba. Cuando Emma pudo hablar, preguntó por su padre. Grace le contestó que se había ido de viaje por trabajo. Emma le dijo que no la creía, que era una mentira. Exigió saber la verdad. Grace repitió que Jack simplemente se había ido de viaje por trabajo, que no pasaba nada. Emma insistió. ¿Dónde estaba? ¿Por qué su padre no había llamado? ¿Cuándo volvería? Grace inventó explicaciones que a ella le parecieron bastante creíbles: estaba muy ocupado, viajando por Europa, ahora mismo en Londres, no sabía cuánto tiempo estaría fuera, había llamado pero a esa hora Emma dormía, acuérdate de que Londres está en otro huso horario.

¿Se lo creyó Emma? ¿Quién sabía?

Los expertos en educación infantil —esos doctores remilgados que salen en la televisión por cable y hablan como si les hubiesen practicado una lobotomía— probablemente lo desaprobarían, pero Grace no era una de esas madres que creían que había que contarlo todo a los niños. La función de una madre era protegerlos por encima de todo. Emma no tenía edad suficiente para enfrentarse a la verdad. Así de sencillo. El engaño era una parte necesaria de la maternidad. Claro que Grace podía equivocarse —lo sabía—, pero creía en el viejo dicho: los niños no llegan con instrucciones. Todos nos equivocamos. Educar a un niño es pura improvisación.

Pocos minutos después dijo a Max y Emma que se prepararan. Iban a salir. Los dos cogieron sus Game Boys y se instalaron en el asiento trasero del coche. Scott Duncan se acercó al asiento del acompañante. Cram le interceptó el paso.

—¿Algún problema? —preguntó Duncan.

—Quiero hablar con la señora Lawson antes de que se vayan. Espere aquí.

Duncan respondió con un sarcástico saludo militar. Cram le lanzó una mirada capaz de detener un frente meteorológico. Grace y él pasaron a la habitación de atrás. Cram cerró la puerta.

—Ya sabe que no debería ir a ningún sitio con él.

—Es posible. Pero tengo que hacerlo.

Cram se mordió el labio inferior. No le gustaba, pero lo entendía.

—¿Lleva un bolso?

—Sí.

—Muéstremelo.

Ella se lo enseñó. Cram sacó una pistola que llevaba bajo la cinturilla del pantalón. Era pequeña, casi como un juguete.

—Es una Glock de nueve milímetros, modelo veintiséis.

Grace levantó las manos.

—No la quiero.

—Guárdela en el bolso. También podría usar una pistolera de tobillo, pero para eso necesita pantalones largos.

—En mi vida he disparado una pistola.

—Se sobrevalora la experiencia. Sólo tiene que apuntar al centro del pecho y apretar el gatillo. No es complicado.

—No me gustan las armas.

Cram hizo un gesto de negación con la cabeza.

—¿Qué? —preguntó Grace.

—Puede que me equivoque, pero ¿verdad que hoy alguien ha amenazado a su hija?

Eso la hizo vacilar. Cram le metió la pistola en el bolso. Ella no se opuso.

—¿Cuánto tiempo estarán fuera? —preguntó Cram.

—Un par de horas, como mucho.

—El señor Vespa estará aquí a las siete. Dice que es importante que hable con usted.

—Estaré aquí.

—¿Seguro que confía en ese tal Duncan?

—No estoy segura. Pero creo que con él estamos a salvo.

Cram asintió.

—Permítame que tome mis precauciones a ese respecto.

—¿Cómo?

Cram no dijo nada. La acompañó de nuevo hasta el coche. Scott Duncan hablaba por el móvil. A Grace no le gustó lo que vio en su cara. Duncan colgó cuando los vio.

—¿Qué pasa?

Scott Duncan meneó la cabeza.

—¿Podemos irnos ya?

Cram se dirigió hacia él. Duncan no retrocedió, pero sin duda se estremeció, y con razón. Cram se detuvo justo delante de él, tendió la mano y agitó los dedos.

—Muéstreme su billetero.

—¿Perdón?

—¿Le parezco la clase de persona a la que le gusta repetirse?

Scott Duncan dirigió una mirada a Grace. Ella asintió. Cram seguía agitando los dedos. Duncan entregó a Cram su billetero. Cram se lo llevó a la mesa del porche y se sentó. Examinó rápidamente el contenido, tomando notas.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Duncan.

—Mientras esté fuera, señor Duncan, voy a averiguarlo todo sobre usted. —Alzó la vista—. Si a la señora Lawson le ocurre algo, mi reacción será… —Cram se interrumpió, buscando la palabra adecuada—… desproporcionada. ¿Queda claro?

Duncan miró a Grace.

—¿Se puede saber quién es este individuo?

Grace ya se dirigía hacia la puerta del coche.

—Estaremos bien, Cram.

Cram se encogió de hombros y le lanzó a Duncan el billetero.

—Que tengan un agradable paseo.

Nadie habló durante los primeros cinco minutos de viaje. Max y Emma jugaban con sus Game Boys con los auriculares puestos. Grace se los había comprado recientemente porque los pitidos y zumbidos y los «Mamma mia!» de Luigi cada dos minutos le producían dolor de cabeza. Scott Duncan iba sentado a su lado con las manos en el regazo.

—¿Con quién hablaba por teléfono? —preguntó Grace.

—Con un forense.

Grace esperó.

—¿Recuerda que le dije que había exhumado el cadáver de mi hermana?

—Sí.

—La policía no lo consideraba necesario. Era demasiado caro, supongo. El caso es que lo pagué de mi bolsillo. Conozco a una persona, que antes trabajaba para un médico forense del condado, que hace autopsias privadas.

—¿Y ha sido él quien lo ha llamado?

—Es una mujer. Se llama Sally Li.

—¿Y?

—Dice que tiene que verme urgentemente. —Duncan la miró—. Tiene el despacho en Livingston. Podemos pasar por allí en el camino de vuelta. —Miró hacia el otro lado—. Me gustaría que me acompañara, si no le importa.

—¿A un depósito de cadáveres?

—No, no es eso. Sally practica las autopsias en el hospital Barnabas. Esto es un despacho donde sólo se ocupa del papeleo. Los niños pueden esperar en la antesala.

Grace no contestó.

Los bloques de apartamentos de Bedminster eran todos iguales. Tenían revestimientos prefabricados de aluminio marrón claro, tres plantas, aparcamientos subterráneos, y cada edificio era idéntico al de la izquierda y la derecha, y al de detrás y delante. El complejo era enorme y se extendía, como un océano de color caqui, hasta donde alcanzaba la vista.

Grace ya conocía el camino. Jack pasaba por allí para ir a trabajar. Aunque brevemente, habían hablado de irse a vivir a esa urbanización. Ni Jack ni Grace eran manitas, ni se divertían con los programas de bricolaje de la televisión por cable. Los bloques de apartamentos tenían ese atractivo: por el pago de una cuota mensual ya no hay que preocuparse por las goteras, los cuidados del jardín ni nada de eso. Había pistas de tenis y una piscina y, efectivamente, una zona de juegos infantiles. Pero al final uno podía asumir sólo cierto grado de conformidad. Los suburbios eran de por sí un submundo uniforme. ¿Qué necesidad había de añadir a eso, para colmo, la uniformidad de la morada física?

Max divisó los laberínticos juegos infantiles de tonos brillantes antes de que el coche se detuviera. Se moría de ganas de salir corriendo hacia los columpios. Parecía que a Emma la perspectiva más bien la aburría. Se aferró a su Game Boy. En otras circunstancias, Grace habría protestado —la Game Boy sólo para el coche, sobre todo cuando la alternativa era estar al aire libre—, pero una vez más consideró que no era el momento oportuno.

Grace se protegió los ojos con la mano cuando empezaron a alejarse.

—No puedo dejarlos solos.

—La señora Alworth vive aquí mismo —dijo Duncan—. Podemos quedarnos en la puerta y vigilarlos.

Se acercaron a la puerta de la planta baja. La zona infantil estaba tranquila. No se movía el aire. Grace aspiró hondo y olió el césped recién cortado. Se detuvieron, uno al lado del otro. Duncan tocó el timbre. Grace esperó junto a la puerta, con cierto complejo de testigo de Jehová.

Una voz cascada, como la de la bruja de una vieja película de Disney, preguntó:

—¿Quién es?

—¿Señora Alworth?

—¿Quién es? —repitió la voz cascada.

—Señora Alworth, soy Scott Duncan.

—¿Quién?

—Scott Duncan. Hablamos hace unas semanas. De su hijo, Shane.

—Váyase. No tengo nada que decirle.

Grace localizó su acento. De la zona de Boston.

—Nos podría ser de gran ayuda.

—No sé nada. Váyase.

—Por favor, señora Alworth, necesito hablar con usted de su hijo.

—Ya se lo dije. Vive en México. Es un buen chico. Ayuda a los pobres.

—Tenemos que hacerle unas preguntas acerca de sus antiguos amigos. —Scott Duncan miró a Grace y le hizo una seña con la cabeza para que dijera algo.

—Señora Alworth —dijo Grace.

La voz cascada adoptó un tono alerta.

—¿Quién es?

—Me llamo Grace Lawson. Creo que mi marido conocía a su hijo.

Se produjo un silencio. Grace se dio la vuelta para mirar a Max y Emma. Max estaba en el tobogán en forma de tirabuzón. Emma, sentada con las piernas cruzadas, jugaba con la Game Boy.

Por la puerta, la voz cascada preguntó:

—¿Quién es su marido?

—Jack Lawson.

Silencio.

—¿Señora Alworth?

—No lo conozco.

—Tenemos una foto —dijo Scott Duncan—. Nos gustaría mostrársela.

La puerta se abrió. La señora Alworth vestía una bata que, como mínimo, debió de confeccionarse antes del conflicto de Bahía de Cochinos. Rondaba los setenta y cinco años y era corpulenta, el tipo de mujer descomunal entre cuyos pliegues desaparecería un sobrino al abrazarlo. De niño, uno detesta esos abrazos; de mayor, los añora. Tenía unas varices que parecían la piel de un embutido. Las gafas de lectura le colgaban de una cadena sobre el enorme pecho. Olía ligeramente a tabaco.

—No dispongo de todo el día —dijo—. A ver esa foto.

Scott Duncan se la dio.

La mujer permaneció un rato callada.

—¿Señora Alworth?

—¿Por qué le tacharon la cara? —preguntó ella.

—Era mi hermana —contestó Duncan.

Ella lo miró.

—Creía haberle oído decir que era investigador.

—Lo soy. Mi hermana fue asesinada. Se llamaba Geri Duncan.

La señora Alworth palideció. Empezó a temblarle un labio.

—¿Está muerta?

—Fue asesinada. Hace quince años. ¿Se acuerda de ella?

La mujer parecía desorientada. Se volvió hacia Grace y espetó:

—¿Qué mira?

Grace vigilaba a Max y Emma.

—A mis hijos.

Señaló la zona de juegos. La señora Alworth los miró. Se puso tensa. Parecía perdida, confusa.

—¿Conocía usted a mi hermana? —preguntó Duncan.

—¿Eso qué tiene que ver conmigo?

La voz de Duncan se volvió severa.

—¿Conocía a mi hermana, sí o no?

—No me acuerdo. De eso hace mucho tiempo.

—Su hijo salía con ella.

—Salía con muchas chicas. Shane era un chico guapo. También su hermano, Paul. Es psicólogo en Missouri. ¿Por qué no me dejan en paz y hablan con él?

—Haga memoria. —Scott levantó un poco la voz—. Mi hermana fue asesinada. —Señaló a Shane Alworth—. Este es su hijo, ¿no es así, señora Alworth?

Ella se quedó mirando la extraña fotografía largo rato antes de asentir.

—¿Dónde está?

—Ya se lo he dicho. Shane vive en México. Ayuda a los pobres.

—¿Cuándo habló con él por última vez?

—La semana pasada.

—¿La llamó él?

—Sí.

—¿Adónde?

—¿Cómo que adónde?

—¿Shane la llamó aquí?

—Claro. Si no, ¿adónde iba a llamar?

Scott Duncan se acercó a ella.

—He comprobado el registro de llamadas de su compañía telefónica, señora Alworth. No ha hecho ni recibido ninguna internacional en el último año.

—Shane usa una de esas tarjetas para llamar —explicó ella, tal vez con demasiada premura—. Es posible que las compañías telefónicas no registren esas llamadas, ¿cómo quiere que lo sepa?

Duncan se acercó un poco más.

—Escúcheme, señora Alworth. Y por favor, escúcheme bien. Mi hermana está muerta. No hay el menor rastro de su hijo. Este hombre de aquí —señaló la imagen de Jack—, su marido, Jack Lawson, también ha desaparecido. Y esta mujer —señaló a la pelirroja de los ojos muy separados— se llama Sheila Lambert. No se sabe nada de ella desde hace diez años.

—Esto no tiene nada que ver conmigo —insistió la señora Alworth.

—Hay cinco personas en la foto. Hemos identificado a cuatro. Las cuatro han desaparecido. Nos consta que una está muerta. Por lo que sabemos, podrían estarlo todas.

—Ya se lo he dicho. Shane está…

—Miente, señora Alworth. Su hijo estudió en la Universidad de Vermont. También Jack Lawson y Sheila Lambert. Seguro que eran amigos. Él salió con mi hermana; eso lo sabemos los dos. Así que, dígame, ¿qué les pasó? ¿Dónde está su hijo?

Grace apoyó una mano en el brazo de Scott. La señora Alworth miraba fijamente a los niños en la zona de juegos. Le temblaba el labio inferior. Estaba lívida. Le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Parecía en trance. Grace intentó situarse en su campo visual.

—Señora Alworth —dijo Grace con delicadeza.

—Soy una vieja.

Grace esperó.

—No tengo nada que decirles.

—Estoy buscando a mi marido —prosiguió Grace. La señora Alworth mantuvo la mirada fija en la zona infantil—. Estoy buscando al padre de esos niños.

—Shane es un buen chico. Ayuda a la gente.

—¿Qué le pasó? —preguntó Grace.

—Déjenme en paz.

Grace intentó mirar a la mujer a los ojos, pero esta tenía la mirada perdida.

—Su hermana —Grace señaló a Duncan—, mi marido, su hijo. Lo que sucedió nos afecta a todos. Queremos ayudar.

Pero la anciana movió la cabeza en un gesto de negación y se volvió.

—Mi hijo no necesita su ayuda. Y ahora váyanse. Por favor.

Entró en su casa y cerró la puerta.