19 de febrero
He leído Billy Budd[206]. Acabado el Fausto[207]. Cantidad de poesías de Goethe, en la edición de Insel en dos volúmenes que me había dado Ernst Robert Curtius en Bonn en 1930.
Leído el último libro de Colette[208] con un interés muy vivo. Hay en él mucho más que don: una especie de genio muy particularmente femenino y una gran inteligencia. ¡Qué bien elegido está todo, y qué ordenado, y de qué felices proporciones, en un relato en apariencia tan deshilvanado! Qué tacto perfecto, qué cortés discreción en la confidencia (en los retratos de Polaire[209], de Jean Lorrain, y sobre todo de Willy[210], de «monsieur Willy»); no hay un solo trazo que no surta su efecto, que no quede grabado en la memoria, y eso que está dibujado como al azar, como jugando, pero con un arte sutil, maduro. Yo bordeé, rocé sin cesar esa sociedad que Colette pinta y que reconozco aquí, facticia, adulterada, horrenda, y contra la cual, por suerte, un resto inconsciente de puritanismo me ponía en guardia. No me parece que Colette, a pesar de toda su superioridad, no haya sido un poco contaminada por ella.
4 de abril
He leído, maravillado, La Double inconstance. No creo que ninguna otra obra de Marivaux me haya gustado más; ni siquiera, de lejos, tanto.
Luz de agosto, de Faulkner. Tenía la esperanza de poder admirarlo mucho más. Ciertas páginas son de un gran libro; perdido en el estilo y en el procedimiento, Faulkner es demasiado consciente, todo el rato, de la inconsciencia de sus personajes, a los que no se cansa de exponer y de hacer resaltar. ¡Qué monótona insistencia pone en ello!
Cuverville, 16 de mayo
La enojosa costumbre que he adquirido en estos últimos tiempos de publicar en la N.R.F. cantidad de páginas de este diario (por impaciencia un poco y porque ya no escribía nada más) me ha alejado lentamente de él como de un amigo indiscreto al que no se puede confiar nada sin que inmediatamente lo vaya contando por ahí. Cuánto más abundante sería mi confidencia si hubiera sabido seguir siendo póstuma. Y mientras escribo esto, lo imagino ya impreso y calculo la desaprobación del lector.
Hay momentos en que llego a pensar que la ausencia de eco, durante mucho tiempo, de mis escritos, fue lo que les permitió todo aquello que les da valor. Importaba asegurar a mis frases una supervivencia que les permitiera alcanzar a lectores futuros. Me siento extraordinariamente trabado por esta repercusión inmediata (aprobación tanto como censura) que en adelante acogerá todo lo que puede producir mi pluma. ¡Ah, qué felices aquellos tiempos en que no se me escuchaba! ¡Y qué bien habla uno, mientras habla en el desierto! Claro está que si hablaba, era para ser escuchado; pero no escuchado enseguida. Las Odas de Keats, Las flores del mal, están aún como envueltas en ese silencio de los contemporáneos, en el que se amplifica para nosotros su elocuencia.
Cuadernos de la URSS
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Berlín, 17 de junio
Tiempo espléndido. Parece que hasta el aire sea radiante. El avión que debe conducirnos a Moscú despegará dentro de una hora.
Ayer maravilloso rebaño de nubecillas blancas, paciendo por encima del Harz. Admirable sobrevuelo de Postdam y de los lagos. Berlín desierto y desencantado. En Unter den Linden han vuelto a plantar árboles, demasiado jóvenes. París lo hace mejor.
Moscú, 18 de junio
El avión Berlín-Moscú se superó a sí mismo. Prescindiendo de la escala en Wel Luki (no por iniciativa propia sin duda, sino obedeciendo a no sé qué órdenes) me depositaba en el aeródromo de destino dos horas antes de lo previsto; con gran decepción de las delegaciones que fueron a acogerme cuando yo ya me había marchado. Sólo estaban presentes los empleados de la aeronáutica, hombres y mujeres, y algunos avisados en el último momento por teléfono. Acogida tanto más cálida. (Abundancia de fotógrafos.) Todo eran caras resplandecientes a las que pude sonreír de todo corazón. En un primer momento alineados en filas de dos en fondo, luego dispersándose para rodearme y envolverme tan pronto como yo mismo me muestro poco protocolario y pido estrechar algunas manos. En vano me defiendo: me atrapan, me izan a hombros, me llevan hasta la escalinata del aeródromo y me cubren de ramos de flores. Me tapo la cara con el sombrero para evitar que me tomen fotografías en esa posición ridícula. Subimos a la sala del restaurante a tomar un vaso de té excelente. No siento absolutamente ninguna fatiga, a pesar de que casi no he dormido durante la noche en Berlín.
Un amplio automóvil me conduce hasta el hotel Metropol. Moscú me parece feo, pero la multitud, de un interés prodigioso. Otros dos coches escoltan el nuestro (en el que estoy con Herbart, Koltzov y Aragon[211], llenos de fotógrafos que me toman fotos durante todo el trayecto. Apartamento de seis habitaciones en el Metropol, en el que me instalo lo mejor que puedo. Baño muy agradable; luego cena en compañía de los Aragon, de Herbart y de Koltzov. El exquisito Pasternak[212] viene a reunirse con nosotros. Extraordinariamente atraído por él; su mirada, su sonrisa, todo su ser respira una ingenuidad, una espontaneidad de la mejor ley. Nos desembarazamos de varios periodistas. He escrito a vuelapluma una corta declaración que madame Aragon [la escritora Elsa Triolet] se ocupa de traducir. Tiempo asfixiante. De vuelta a mi apartamento busco el sueño que no consiente en venir hasta las 4 más o menos. Algarabía incesante de la multitud, de los tranvías. Me asfixio si la doble ventana está cerrada…
Esta mañana, lluvia muy relajante.
Mis ventanas dan a una plaza muy animada. Los tranvías, de dos o tres vagones cada uno, se suceden sin interrupción (llenos, pero no tan atestados como se dice).
20 de junio
Exposición del cuerpo de Gorki[213] en la sala de Columnas. Desfile ininterrumpido, sobreabundancia de niños. Orden perfecto, sin «servicio de orden» aparente. Monto durante un instante la guardia de honor ante el catafalco.
Entreveo un instante a Bujarin[214], que había ido al Metropol a verme, con quien pido volver a la sala de Columnas, pues no me canso de ver a la gente del desfile, y donde le pierdo.
A última hora de la tarde, preparación del discurso que tengo que pronunciar mañana en la Plaza Roja.
Cena con Babel[215] en nuestro comedor particular. Salimos juntos a «dar una vuelta» que se termina en el prodigioso Parque de Cultura. Es tarde y ya el parque empieza a vaciarse. Vemos danzas populares que se improvisan en una explanada; una ronda de una treintena de hombres y mujeres, jóvenes y encantadores, obreros y obreras que se relajan después de una jornada de trabajo. Una encantadora chica muy joven los conduce, los guía y los dirige. Más lejos, un teatro al aire libre, lleno hasta los topes; en el escenario un actor vestido con ropa de calle recita un canto de Eugenio Oneguin sin ningún énfasis: sin duda se trata de un obrero. Extraordinario recogimiento de la multitud de espectadores muy atentos. Nada me habrá asombrado más en la URSS que la dignidad de la multitud…
24 de junio
Noche más o menos en blanco en el Metropol. Pero no siento demasiado mi fatiga. Vagabundeo durante una hora antes del breakfast [desayuno]. Turbamulta a la puerta de los grandes almacenes, antes de la apertura. Que se explica cuando, más tarde, vuelvo con Pierre [Herbart] a esa misma tienda enorme. La demanda excede la oferta y los primeros en llegar son a menudo los únicos atendidos. El ábaco al lado de los contables. Espantosa fealdad de las mercancías propuestas. Aceptación de la espera; terrible pérdida de tiempo. Laziness [pereza] que explica y motiva el movimiento estajanovista.
26 de junio
Visita a los estudiantes.
Cena en casa de Babel. Sterlets, kwas, etc.[216] Eisenstein[217] y el estudio. Conversación sobre el «formalismo». Eisenstein: «La cebra: caballo formalista».
La manicura del Metropol gana ciento cincuenta rublos al mes. Su alojamiento le cuesta veinte rublos.
—¿Y la comida?
—Doscientos rublos.
—Pero entonces, ¿cómo se las arregla?
—Nos espabilamos.
Salario de los criados: treinta, cuarenta y cincuenta rublos al mes.
6 de julio
La cena encargada para las 8 empieza a las 8 y media. A las 9 y cuarto, no hemos terminado los entremeses: caviar, ensalada de pepinos, pescados ahumados de distintos tipos, pastelitos de arroz, etc. Habíamos ido a bañarnos al Parque de la Cultura, Pierre H., Dabit[218], Koltzov y yo, y estaba muerto de hambre. Devoro gran cantidad de pastelillos. Como me esperan en el sanatorio, me ausento cuando, hacia las 9 y media, veo traer cucharas para potaje: un potaje de verduras, con trozos de pollo, el único plato que calma un poco mi apetito (todo el resto terriblemente indigesto, y en particular los timbales de cangrejo acompañados por timbales de champiñones). Me voy a terminar de hacer la maleta, luego a preparar «algunas líneas» para el Pravda a propósito de la ceremonia del día. Regreso a tiempo para engullir aún una enorme ración de bomba helada. Chapoteo y pesadez en el estómago durante cuatro horas; y muy poco alimentado. No sólo me horrorizan estos festines; los repruebo. (Tendré que tener una explicación con Koltzov.) No son sólo indigestos y engañosos sino inmorales, antisociales.
Regreso solo en el automóvil, que los guardias detienen a la entrada del parque, y toman mis maletas. Penetramos sin ruido en el establecimiento silencioso.
Gori
La carretera que nos lleva a [en blanco] es monótona. Bordeada por una plantación de jóvenes árboles. Todos han muerto. Sin duda el trasplante se ha hecho siguiendo órdenes y en contra de la razón. Buen ejemplo de esas directrices teóricas y que no toman en cuenta la realidad. «Han perdido el sentido de la sopa.» Pretensión de obtener forzando la naturaleza (que no se somete) y la psicología.
El cuadro en la fábrica (refinería de petróleo en Batum). Stalin rodeado por los dirigentes que le aplauden.
El paquete de cigarrillos de cinco rublos: «la paga de un día». Terminada la crítica. Terminada la oposición.
Lo excelente y lo peor. Demasiado fácil, ay, no ver más que lo uno o lo otro.
Sujum
La clase de tango en el monasterio, en los alrededores de Sujum, al sonido de un gramófono con altavoz.
En la Plaza Roja, gran manifestación a favor de España. Hace algunos días, ni se hablaba del tema en ninguna parte; ni la menor alusión, en la hoja mural, al artículo «Socorro rojo». Cuando lo hicimos notar, los obreros de la fábrica (refinería de petróleo en Batum) parecieron incómodos. Dijeron que le pondrían remedio; pero hacía falta que la indicación, el impulso viniera de arriba. Y así con todo.
Obsérvese que no dudo que todo esto sea para el mayor bien de todos. De todos, sí; pero quizá no de cada uno. Juego con las palabras para intentar extraer aquí la verdad tan valiosa que nos enseñaba el Evangelio, según el cual, como escribí antes, cada uno es más precioso que todos.
Esto ha sido conquistado: no hay ya, en la URSS, explotación de un gran número para provecho de unos pocos; pero puede decirse, sin forzar demasiado las cosas: la felicidad de todos se obtiene a expensas de cada uno.
Suma satisfacción de sí mismos. Hay que decir que vienen de muy lejos… Ahora: suficiencia.
Desde hace algún tiempo, se han introducido en el comercio interior bolígrafos (de modelo espantoso) y cámaras de fotos (bastante buenas e ingeniosas, parece ser). Con qué orgullo os los enseñan y resaltan y subrayan que han sido fabricados en su país. Hay en ello ingenuidad, candor, infantilismo. Parece que estén boquiabiertos.
Al lado del hotel, en el sovjós que depende de él (maravillosa cría de caballos, vacas, cerdos y sobre todo pollos; pero por qué los huevos tan escasos y tan malos, en el hotel), una familia de cuatro personas se aloja en una habitación de dos metros cuadrados. El más joven, empleado en el hotel, gana setenta y cinco rublos al mes. La comida, en el refectorio del sovjós, cuesta dos rublos. Por el tugurio, se pagan dos rublos por mes y por persona. Come pan y un pescado seco.
Filantropía expulsada.
Sochi
Esa infatuación que, según los casos, toma los aspectos más conmovedores cuando es pueril, o a veces irrita cuando… como ese artículo que encabeza Pravda y en el que para mejor glorificar una incursión de la aviación soviética llega a negar que puedan presentarse casos de heroísmo en otros países que en la URSS.
Ese joven trabajador de la aviación que me acogía a mi llegada a Moscú y que vuelvo a ver en Sochi me pregunta cordialmente si en Francia tenemos playas tan hermosas, si hasta el mar se permite ser tan hermoso.
Y por lo demás a uno le persigue sin cesar esa idea de que lo mediocre se perfecciona y lo que puede ser perfeccionado se elimina. De modo que no veo mejor título que dar a ese libro-espejo que el que me suministra una revista de propaganda: La URSS en formación. Lo que le da un gran, un excepcional interés a este viaje, es que por todas partes y sin cesar la humanidad parece en pleno parto, de modo que uno tiene la impresión de estar asistiendo al alumbramiento del futuro.
Lo excelente y lo peor. Lo malo es que el viajero en general no es sensible más que a lo uno o lo otro. La desgracia es que con demasiada frecuencia los amigos de la URSS rehúsan reconocer el mal (¡no, no es posible!) o al menos, por tales o cuales razones más o menos válidas y confesables, y en la mayoría de los casos por temor a comprometerse o al menos a hacerle, o parecer que le hacen, «el juego al enemigo», callan, de modo que, en términos generales, la verdad sobre la URSS es dicha con odio y la mentira con amor.
Por mi parte, no pretendo permanecer imparcial. Amo la URSS con un amor demasiado ardiente para no dejar traslucir la inclinación hacia ella de mi espíritu y de mi corazón.
Artek
Complejo de superioridad. Insistir mucho en eso. Las frases que lo revelan son increíbles, ininventables.
Uno de los niños me habla en alemán (desde hace solamente un año en la URSS).
—¡Vea usted! Aquí no había nada, hace poco tiempo aún; hoy, esta escalera. Y es por todas partes así, en la URSS: ayer nada; mañana todo. ¡Mire usted estos obreros, cómo trabajan! Y por todas partes, en la URSS, colegios parecidos, campos parecidos. No del todo, porque este campo de Artek es el más hermoso. No tiene rival en el mundo. Stalin se interesa muy particularmente por él. Todos los niños que vienen aquí son notables, etc., etc.
Y el largo discurso se termina con estas palabras, tras haber alabado la rapidez de una construcción reciente:
—¡Hasta los niños quedan asombrados!
No tengo la crueldad de hacerle notar que lienzos enteros de la muralla de estuco, levantada demasiado apresuradamente el año pasado, se desmoronan ya. Él no ve las desconchaduras. No ve más que lo que halaga su orgullo.
Ligero escándalo y fruncimiento de cejas, en el barco de guerra al que nos lleva el jefe de la flota (muy amablemente), cuando me permito decir que me parece que en Francia estamos mejor informados de lo que pasa en Rusia que viceversa. Afirmación inadmisible.
«En la URSS, no ignoramos nada de lo que pasa en el extranjero. Mientras que las cosas importantes que se crean cada día en la URSS son tan abundantes que los otros países no pueden, naturalmente, conocerlas todas.»
«El mundo no tendría papel suficiente para enumerarlas todas» (esto me lo dice un oficial).
En cambio, se oye preguntar si, en Francia, tenemos tranvías. En las escuelas pegamos a los niños (no invento nada). Una chica de dieciséis años (del campo de Artek, en consecuencia una de las más «cualificadas») me pregunta si he visto películas rusas. ¿Cuáles? Y cuando le anuncio que Nosotros los de Cronstadt y Chapaiev[219] tienen gran éxito en París, no lo puede creer. Se había dejado convencer de que nada de eso se exhibía en Francia.
Les atormenta el temor de que ignoremos en Francia todo lo que hacen (lo admirable) en la URSS.
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París, 3 de septiembre
… Un inmenso, un tremendo desasosiego. Cena con Schiffrin[220], que intenta aferrarse a mí y hallar en mi conversación alguna ayuda. Habla de su «decepción» en la URSS y de la de Guilloux[221], me repite la larga conversación que tuvieron cuando regresaban juntos. Le doy vueltas a la palabra decepción; me parece inexacta; pero no sé muy bien qué proponer para reemplazarla.
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Al llegar de Cuverville, y sin subir siquiera a la calle Vaneau, fui a pasar una hora con Clara Malraux[222] que regresaba de Madrid, lo que no contribuyó mucho a animarme. Todo se desmorona, por todos lados. Clara me habla del desorden que los paraliza allá; ninguna dirección sostenida, etc. Se pregunta uno sin cesar si se trata de negligencia, de necedad… o de traición. Describe a André abrumado; durmiendo apenas algunas horas por la noche y cayéndose de sueño durante el día. Abrumado sobre todo por la mediocridad de los que le rodean y la absurdidad del papel que le obligan a desempeñar. Clara desea que pueda volver a París un par de días, para restablecerse; pero cómo escapar a ese infierno al que él mismo se arrojó de cabeza, «como Curtio al precipicio», diría Balzac[223]. Ella misma, Clara, me parece hallarse en un estado febril anormal y un poco inquietante, ese estado en el que se pierde la justa apreciación de los gestos y de las cosas; pero creo como ella que la situación de los «gubernamentales» allá es muy grave por no decir desesperada, y eso me parece temible para André al que el peligro y la dificultad exasperan.
4 de septiembre
Ayer vi a Malraux. Llega de Madrid, adonde volverá dentro de dos días. Cuando llego a la calle du Bac, Clara me lleva aparte. Está un poco más calmada que ayer. La pequeña Flo, como ayer, juega cerca de nosotros. (Le dan la mayor dalia de un ramo; la deshoja para hacer «ensalada».)
Y, mientras André se relaja en un baño, me dice:
—¿Sabe usted lo que me dijo al llegar? Que desde que yo me marché había podido actuar mucho más.
—¿Quiere decir que ha habido una escena?
—¡Oh, no! Pero necesita desligarse de todo… ¡Vea si no! Cuando vio a la niña, exclamó: «¿Cómo es eso? ¿La niña está aquí?»
—¿No lo sabía?
—No; yo había tenido buen cuidado de no decírselo. Sabía que verla le iba a incomodar. Necesita sentir que tiene el corazón libre.
—¿No le molesta que yo haya venido?
—¡Oh, no! Yo le había dicho que usted vendría a las 6 y media. Y hace un momento me dijo: «¿Por qué Gide no llega?» Tiene necesidad de hablar. ¡No sabe usted cuánto le agradezco que haya venido! Él necesita restablecerse; volver a tomar contacto con… otra cosa.
Me ha dicho que, desde hace tiempo, no duerme nunca más de cuatro horas cada noche. Sin embargo, cuando le veo, no me parece demasiado fatigado. Tiene incluso la cara menos atormentada por los tics que de costumbre y no tiene las manos demasiado febriles. Habla con esa volubilidad extraordinaria que a menudo me hace tan difícil seguirle. Me describe su situación, que consideraría desesperada si las fuerzas del enemigo no estuvieran tan divididas. Su esperanza es unir las de los gubernamentales; ahora tiene el poder para hacerlo. Su intención, en cuanto vuelva a España, es organizar el ataque de Oviedo[224].
5 de septiembre
Compras en el Bon Marché [grandes almacenes], donde he almorzado, leyendo el resumen del proceso de Moscú[225] (que el Diario de Moscú del 25 de agosto da in extenso), con un indecible malestar. ¿Qué pensar de esos dieciséis inculpados que se acusan a sí mismos, y cada uno casi en los mismos términos, y cantan las alabanzas de un régimen y de un hombre para la supresión de los cuales arriesgaban su vida?
Leído en la librería Gallimard el prólogo de Pierre Naville a un estudio de su hermano Claude sobre mí[226]. Prólogo evidentemente inteligente. Pero ¿qué pensar de ese reproche que formula a toda mi obra (hasta mi «conversión») de no haberse dejado influir en absoluto por los grandes acontecimientos sociales que se producían en la época en que la escribí? Tipo: Arquímedes en Siracusa.
Si las grandes obras literarias de la época de Luis XIII y de Luis XIV llevaran el reflejo de la Fronda, si oyéramos en ellas el eco del Diezmo real, quizá Pierre Naville las tomaría más en cuenta; pero habrían perdido por el camino esa serenidad superior que explica su duración. Por mi parte, considero, muy al contrario, que cuando las preocupaciones sociales empezaron a estorbar mi cabeza y mi corazón, ya no escribí nada más que valiera algo.
No es justo decir que yo permanecía insensible a esas cuestiones; pero mi posición respecto a ellas era la única que debe razonablemente adoptar un artista y que debe intentar conservar. El «no juzguéis» de Cristo, es algo que entiendo también en tanto que artista.
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9 de septiembre
[…] Cena con Marc y con Saint-Exupéry que nos habla largamente de Barcelona[227]. Los comunistas, nos dice, están completamente desbordados, dominados por los anarquistas, los cuales a la vez combaten a su lado cuando se trata de resistir a los fascistas, pero los consideran sus peores enemigos. El terror, el asesinato, el incendio, todo lo que se aceptaba, ay, como un medio, se convierte para ellos en fin. Lo cual hace declarar a Saint Ex. que ya no acepta ese recurso a unos medios en directa oposición al fin propuesto. Le apruebo con todo mi corazón. Pero le pregunto si se rebelaría igualmente en caso de guerra entre naciones. ¿El asesinato le parecería entonces legítimo? Poco le falta para responder: no. […]
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Niza, 2 de octubre
Estas dos últimas veladas pasadas con Roger Martin du Gard. Cada nuevo encuentro consolida y profundiza nuestra amistad. Me gusta que haya adoptado hasta tal punto a Pierre Herbart y a Marc, los cuales por su parte se entienden con él a las mil maravillas. Como nos interrogaba ayer sobre las nuevas leyes de la URSS relativas a la homosexualidad, la conversación se prolonga sobre ese tema. Discutimos la legitimidad de esa ley. ¿De veras protege la familia, como lo pretende? Yo sostengo que un heterosexual mujeriego y libertino puede perturbar más en un matrimonio que un pederasta. Herbart hace observar juiciosamente que las épocas en que la pederastia ha sido más aceptada no parecen en absoluto haber sido épocas de «desnatalidad».
Yo sostengo que aquel que considera a la mujer exclusivamente como instrumento de placer y no ve en ella más que a la amante posible, tiene muy poco interés en dejarla embarazada; y cuando aventuro la hipótesis (que no es quizá tan paradójica como puede parecerlo a primera vista) de que al homosexual casado le conviene que su mujer esté ocupada por el embarazo…, Roger, con una gran risotada, exclama que «ciertamente no hay ni uno sobre mil que piense nunca en eso».
(Lo curioso —pero esta reflexión sólo me viene más tarde— es que ni por un instante contemplamos la cuestión del lesbianismo, que, sin embargo, puede alejar a la mujer de la maternidad mucho más de lo que lo haría la homosexualidad de un marido.)
Pero si anoto aquí, muy imperfectamente, el grueso de nuestra conversación, que en definitiva fue toda ella poco seria y no hizo sino rozar un tema muy grave, es a causa de la siguiente reflexión de esta mañana: Roger, para no importa qué cuestión psicológica (e incluso, sobre todo, en tanto que novelista), elimina de buena gana la excepción, y hasta la minoría. De ahí cierta banalización de sus personajes. Se pregunta sin cesar: ¿qué ocurre, en este caso dado, más generalmente? El «uno sobre mil» no capta su atención; o si lo hace, es para conducir ese caso a alguna gran ley general (en lo cual, ciertamente, tiene razón). Pero precisamente para descubrir esa ley general, a mí, al contrario que a él, me interesa la excepción, me exige una atención más vigilante y la considero más instructiva.
Es el hecho de tomar en consideración la excepción (ya lo he dicho) lo que conduce a los más importantes descubrimientos: el del radio y la radioactividad, por ejemplo, o incluso el del peso del aire, cuando alguien se dio cuenta de que la naturaleza no siempre tenía «horror al vacío».
28 de junio
Veo peor y se me cansan más deprisa los ojos. También oigo peor. Me digo que sin duda no es malo que se aleje así de nosotros, progresivamente, una tierra que de lo contrario nos costaría demasiado dejar; que nos costaría demasiado dejar de golpe. Lo admirable sería, al mismo tiempo, acercarse progresivamente a… otra cosa.
Cuverville, 4 de julio
Son las 10 de la noche. El día apenas termina. Oigo los últimos ruidos de la granja. Y ahora todo se va quedando dormido en un gran silencio. El pájaro que cantaba tan suavemente hace pocos instantes se ha callado. Me digo cada día, a todas horas, que sin duda no me queda ya mucho tiempo de vida. El pensamiento de la muerte no me abandona casi nunca; me habita sin ensombrecerme.
Cuverville, 6 de julio
En desacuerdo con su tiempo: es eso lo que da al artista su razón de ser. Y por eso no acepto demasiado que no tenga otro valor representativo que como reflejo. Lleva la contraria; inicia. Y es también por eso por lo que a menudo no es entendido sino por unos pocos.
7 de julio
Mañana vuelvo a París. Ahora, siempre que abandono un lugar, aunque sea Cuverville, lo hago como si no debiera volver jamás a él.
12 de julio
Artículo de Bergamín[228] contra mí, en Ce soir. Según el método ruso se elige a un amigo como ejecutor. Según él en mi libro [Regreso de la URSS] he injuriado al pueblo ruso y a los escritores soviéticos. Si hubiera estado presente en el Congreso de los escritores en el que pronunciaba su discurso, le habría pedido que diera lectura pública a los pasajes incriminados.
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Sorrento, 5 de agosto
Los edificios, los muros de las carreteras, están cubiertos de inscripciones en caracteres gigantescos; invocaciones al Duce y citas de frases suyas, eslóganes perfectos, admirablemente elegidos y aptos para galvanizar a la juventud, para reclutarla. Entre todas, estas tres palabras: Creer. Obedecer. Combatir, vuelven con la mayor frecuencia como si fueran conscientes de que resumen el espíritu mismo de la doctrina del fascismo. Lo cual permite cierta claridad en las ideas y me indica al mismo tiempo las «posiciones» del antifascismo. Y nada induce a una confusión más grave que la adopción de ese eslogan por el comunismo mismo, que pretende aún ser antifascista, pero no lo es más que políticamente y él también, pide a los inscritos en el partido creer, obedecer y combatir, sin examen, sin crítica, con ciega sumisión. Las tres cuartas partes de las inscripciones italianas podrían convenir igualmente bien a las paredes de Moscú. Me dicen que no se puede vencer a un adversario sino con sus mismas armas, que conviene oponer la espada a la espada (de lo cual por otra parte no estoy en absoluto convencido). Conviene ante todo y sobre todo oponer el espíritu al espíritu, y eso ya casi no se hace. Los historiadores de mañana examinarán cómo y por qué, al borrarse el fin ante los medios, el espíritu comunista ha dejado de oponerse al espíritu fascista, e incluso de diferenciarse de él.
23 de octubre
No acepto hallar esta estación declinante menos bella, a despecho de lo que el árbol que pierde las hojas podría pensar de ella; modesto actor en un inmenso conjunto. Escuchar esta invitación al recogimiento, a la muerte. Fundirse en esta armonía.
14 de diciembre
Reestrenan La Marche nuptiale [de Henry Bataille] en la Comédie. Los críticos se sorprenden: «¡Cómo ha envejecido!» Henriot escribe en Le Temps: «Es en los reestrenos cuando se ponen de manifiesto las falsas obras maestras». Pero permítannos: hay algunos de nosotros a quienes la falsedad de las obras de Bataille nos saltó a la vista desde el primer día y jamás las consideramos como «obras maestras»; algunos que siempre pensamos y dijimos, contra viento y marea, lo mismo de lo que ustedes se dan cuenta hoy. Pero antes que reconocer que se habían equivocado tomando el gato por liebre, prefieren ustedes escribir:
«¡Es curioso cómo ha envejecido ese teatro!»
No es curioso en absoluto y ese teatro de Bataille (o de Brieux) no ha cambiado; simplemente, igual que con el teatro de Dumas hijo anteayer, ustedes se han dejado tomar el pelo.
«Cualquier alma vale lo mismo que otra», proclamaba Guéhenno[229]. A esa ruinosa fórmula mi corazón y mi espíritu se oponen. Veo en ella por lo demás mucha menos modestia, asimilación de los más humildes a uno mismo, que orgullo, que asimilación de uno mismo a los más grandes, o de rebajamiento de los más grandes hasta uno.
Hojas sueltas
[Verano de 1937]
En los escritos de Marx, me ahogo. Les falta algo, no sé qué ozono, indispensable para la respiración de mi espíritu. He leído con todo cuatro volúmenes del Capital pacientemente, asiduamente, estudiosamente; más el volumen de fragmentos muy bien seleccionados por Paul Nizan[230], de cabo a rabo. De Engels, el Anti Dühring. Más cantidad de escritos en torno y a propósito del marxismo. Todo ello lo he leído con más constancia y cuidado de los que he aportado a ningún otro estudio; y con más esfuerzo también; sin otro deseo que el de dejarme convencer, someterme incluso, e instruirme. Y salía de ello, cada vez, con agujetas, con la inteligencia dolorida como por los borceguíes de tortura. Me iba repitiendo: es necesario; sabiendo muy bien que no debía buscar ahí unos encantos de los que el marxismo prescinde. Pero pienso hoy que lo que sobre todo me incomoda ahí, es la teoría misma, por todo lo que tiene, si no precisamente de irracional, al menos de artificial (iba a decir: de artificioso), de falaz, y de inhumano.
Pienso que una gran parte del prestigio de Marx viene de que es difícilmente abordable, de modo que el marxismo comporta una iniciación y no es conocido en general más que a través de intercesores. Es la misa en latín. Allá donde uno no entiende, se inclina. A través de todos los escritos de Marx (con la única excepción quizá del Manifiesto comunista, y aún…) su pensamiento queda disperso, difuso, en estado nebuloso; nunca se ata ni alcanza la densidad. Aparte de los dos célebres eslóganes: «Proletarios, uníos» y «No se trata de comprender el mundo, sino de cambiarlo» (fórmula admirable), no se consigue, yendo de una página a otra y de un capítulo al siguiente, encontrar frase alguna que dé en el blanco y que destaque de entre un confuso magma. Y la fortuna del marxismo viene también de esto: de que, no dejándose agarrar por ninguna punta, su masa enorme escapa entre los dedos, escapa al ataque, demasiado nebulosa para desmoronarse. Los golpes se hunden en ella y nunca parecen herirla.
Me preocupa muy poco que mis escritos sean o no conformes al marxismo. Ese «miedo al índice» que expresaba hace poco, el miedo absurdo a ser pillado en falta por los puros, me ha incomodado mucho y durante mucho tiempo, hasta tal punto que ya no me atrevía a escribir. Lo que digo sobre esto parecerá muy pueril. Poco me importa. No tengo especial interés en quedar bien, y lo que expongo de más buena gana, creo, son mis debilidades. Pero, de este temor esterilizante, ahora estoy liberado. Y ese temor me habrá instruido mucho; sí, mucho más que el mismo marxismo. La disciplina que me he impuesto durante tres años no habrá sido sin provecho; pero encuentro hoy un mayor provecho en liberarme de ella que en seguir constriñéndome. Haberme zambullido en el marxismo me ha permitido comprender las cosas indispensables que le faltaban.
¿Era necesario el fracaso de la URSS para inducirme a pensar de ese modo? Ilustra mi desilusión. Y uno intenta decirse primeramente: fue por infidelidad por lo que fracasó. Luego se oye de nuevo resonar las siniestras palabras: «No hay una sola revolución que no…».
De todos modos la URSS había puesto toda la carne en el asador. A pesar del reflujo actual, algo quedará. Y si se puede pensar que el movimiento revolucionario de allá ha provocado por reacción la resistencia fascista de otros países, no es en absoluto paradójico decir que es el bolchevismo y el gran miedo que desató lo que decidió a los gobiernos fascistas a hacer reformas sociales protectoras, que sin ello jamás habrían consentido; un modo de desarmar al adversario. Hasta la Iglesia comprendió que le interesaba ocuparse más de las cuestiones sociales y que la negligencia de sus deberes había reforzado grandemente la legitimidad de las reivindicaciones de sus enemigos. Importaba quitarle al bolchevismo su razón de ser; desconcertarlo era la mejor manera de oponerse a él.
Alta mar, 18 de enero[231]
Último día de travesía. Anoche, fiesta a bordo; como de costumbre. Inauguro mi primer esmoquin, en la mesa del comandante. Excelente cena, seguida de inocentes bombardeos de una mesa a otra, luego de baile. Alegría al principio un poco facticia; que se convierte en natural cuando mi naturaleza por su parte me invita más bien a retirarme. No hay muchos de nuestros compañeros o compañeras de travesía con quien tenga deseos de charlar; quizá con ninguno más que con el comandante del Asie, pero el momento está mal elegido. Dejo el baile y voy a estirar el espíritu en cubierta y en mi camarote.
Oleaje bastante fuerte durante la noche. No hay manera de dormir. Esta mañana hace casi frío. Contra toda esperanza, la temperatura ha ido bajando de día en día desde Madeira.
He dormido un número increíble de horas, durante los primeros días; no es que estuviera enfermo, pero tenía los sentidos y el espíritu embotados hasta la estupidez. No he conseguido un poco de alegría de vivir más que con Montaigne, a quien releo rápidamente, con vistas a una antología que me pide un editor de América; pero a veces el entusiasmo me detiene y dudo si alguna vez escritura humana me ha proporcionado más diversión, satisfacción y alegría.
La monotonía del viaje es interrumpida sólo por la escala en Madeira, más lograda de lo que nos atrevíamos a esperar (15 de enero). Una pequeña ciudad coqueta, barnizada, lustrada, encerada (o eso nos pareció, pero era de noche), cuyas aceras de mosaico parecen parqués de salón, en la que se busca un lugar donde arrojar decentemente la colilla; limpia… ¡oh, tan limpia!… Pero el Diablo no perderá nada. Apenas pudimos cerciorarnos de ello, que ya la chalupa del Asie nos devolvía a bordo.
Nos encontramos la cubierta de primera clase desconocida, atestada de manteles, de alfombras bordadas, de florituras que los mercaderes han venido a exhibir para su venta. Hacia la 1 de la madrugada levamos anclas, perseguidos aún largo tiempo por los gritos y llamamientos de los vendedores. Han tenido que volver a plegar toda su pacotilla pero, en las barcas que los vuelven a llevar a tierra, exhiben aún, colgando del brazo, las telas blancas. Los pasajeros se muestran unos a otros sus compras.
Dakar [19 de enero]
Se respira, temprano por la mañana, un aire vivo, crudo, puro, virgen. Un viento barredor, como surgido súbitamente de los confines de una creación permanente, limpia la tierra antes de la llegada del sol.
Habiéndome levantado demasiado pronto, intento saborear sin impaciencia el irreemplazable instante de antes de partir.
Kaolack [19 de enero]
Agradable casa en la que acampamos. Todo está lo más limpio posible, sin duda; pues ¿cómo impedir la invasión de cucarachas, o urrianas, o correderas? Las confundo, como las marsopas con los delfines.
Noche de angustia. Me acosté temprano, cayéndome de sueño; pero ahogos. Chapoteo en el estómago; no tomar nunca más esa espantosa carne blanda y viscosa, que llaman «pescado» en este país.
A las doce me decido a recurrir a un barbitúrico. Defectuoso cierre de los tubos, que se abren y desparraman las pastillas por la maleta. En el cuarto de baño donde quiero tomar agua destilada (pero ha habido un error; la botella contiene jarabe), sorprendo orgías de cucarachas. Las creía ápteras; pero algunas (los machos sin duda), aunque sin alzar el vuelo, despliegan unas enormes alas temblorosas. Percibo, cuando quiero volver a acostarme, sobrepasando la cresta del armario en frente de mi cama, una cabeza de pitón erguida que, pronto, resulta no ser más que una barra de cortina.
Me levanto al alba. El camino principal, que pasa por delante de nuestro porche, se anima; la gente va al mercado. Muy ruta de las Indias.
“
3 de febrero. Leprosería de Bamako
Admirable figura del doctor, que habla a los enfermos como si aún formaran parte de la vida. (Una a la que siempre hay que decir que está guapa. Otro, un viejo que saluda a Francia con sus muñones y se queja de que no le den un nuevo casco.)
Parece abrumado de fatiga, lo mismo por lo demás que sus dos jóvenes ayudantes. Mientras que las tres monjas blancas parecen de salud floreciente (y sin embargo, dice el doctor, «ellas dan a los enfermos mucho más tiempo que nosotros… todo su tiempo»). Pero parecen inmunes a la tristeza.
En una de las cabañas, a la que echo un vistazo al pasar, un bebé de algunos meses, de aspecto vigoroso, chupa el fláccido seno de un ser esquelético con la cara roída, el cual consigue a pesar de todo sonreír al niño.
Treinta y cinco mil casos conocidos, registrados. El doctor calcula que podrían contarse más de cien mil.
En Bamako, inmensas estanterías atestadas de mercancías (de un importante comerciante) donde circula en libertad una pequeña leona de seis meses. (Acaba de zamparse un gatito.)
”
11 de febrero
En este paseo en el que Pierre me acompaña, los niños que nos guían nos conducen a una curiosa construcción circular de ramas en cuyo entrelazamiento se insinúan pesadas piedras. Es demasiado pequeño para ser una cabaña. ¿Un granero, quizá? No: es una trampa para panteras. En su interior, un pedazo de cabra, pudriéndose, exhala un atractivo hedor. Está previsto que salte un resorte si el animal toca la presa propuesta, y tras él se abatirá inmediatamente una tabla que dejará cerrado el interior de la trampa.
Todas las mujeres de la región son sometidas a la ablación. «Es para calmar su lujuria —dicen— y garantizar su fidelidad conyugal.»
Poco después, se oye decir: «Como ustedes comprenderán, dado que estas mujeres ya no sienten nada, se entregan al primero que pasa; nada las detiene… Eso sí, ¡no crean ustedes que se entregan gratis!»
Evidentemente las dos proposiciones parecen contradictorias. Forzoso es estar de acuerdo en que, si el objetivo que se desea alcanzar fuese la fidelidad conyugal… Pero no (o eso parece); más bien éste: impedir a la mujer hacer el amor por placer. ¡Si es por dinero, que lo haga tanto como quiera! Y el marido se felicita de tener una (o varias) mujer(es) lucrativa(s).
Es uno de los escasos puntos en los que todos los franceses interrogados están de acuerdo. Uno de ellos, que tiene una gran práctica de los moussos de Guinea, afirma que no ha encontrado todavía a una sola mujer indígena que buscara, en el apareamiento, el placer; llegaba incluso a decir: ni una sola que conociera la voluptuosidad.
París, 12 de marzo
Había acompañado a Élisabeth a la estación de Lyon. Su tren salía a las 8. La mañana era espléndida; no me decidía a volver a casa. Fui a recoger a Robert Levesque, muy cerca, al que no había visto desde que volví de África; le invité a acompañarme al Jardin des Plantes [Jardín botánico] donde quería volver a ver a mi camaleón. No consiguiendo alimentarlo, lo había confiado al terrario, donde le dan, hasta el hartazgo, cucarachas, a falta de moscas, bastante escasas en esta estación. Timothée, único en su especie, queda muy elegante al lado de dos enormes camaleones de Madagascar, color escoria. Él se ha puesto enseguida verde prado, jaspeado de negro; es su traje de etiqueta.
Vuelvo a sentir esa extraordinaria serenidad que Butler[232] decía sentir cuando contemplaba a los grandes paquidermos; que saboreo indistintamente en lugares como este en los que toda la actividad humana se consagra al estudio de los animales y las plantas. Sin duda la manera de unirse a Dios que más me satisface es la de los naturalistas. (No conozco la de los astrónomos.) Me parece que la divinidad que alcanzan es la menos sospechosa.
He charlado durante casi una hora con Auguste Chevalier[233], con gran provecho y placer.
En cuanto me encuentro una vez más en esta atmósfera de las ciencias naturales, vuelvo a decirme: he equivocado mi vocación; lo que habría querido ser, debido ser, es naturalista.
París, 21 de agosto
Hallándome completamente solo y sin casi ningún trabajo por hacer, me decido a empezar este cuaderno que, desde hace algunos meses, llevaba conmigo de etapa en etapa, con el deseo de escribir en él cualquier otra cosa que esto; pero desde que Em. me dejó [Madeleine había muerto el 17 de abril] he perdido el gusto de vivir y, por tanto, dejado de llevar un diario que no habría podido reflejar sino desasosiego, congoja y desesperación.
Mis ojos tropezaron ayer, casi por casualidad, con uno de los versos de Baudelaire que me pareció que no conocía aún. Ese verso respondía tan extrañamente a mi presente estado que me pareció que Baudelaire lo había escrito muy particularmente para mí y para este instante preciso de mi vida. Y sin embargo ese verso debe un poco de su extraordinaria fuerza hechizadora a esto: que generaliza y nos invita a considerar como una ley banal y aplicable indiferentemente a todo ser, lo que nos vanagloriábamos quizá de ser el único en conocer.
Quand notre coeur a fait une fois sa vendange,
viere est un mal. C’est un secret de tous connu.[234]
[Cuando nuestro corazón ha vendimiado una vez,
vivir es un mal. Es un secreto de todos conocido.]
Por lo demás es eso precisamente lo que dicen las palabras «secreto de todos conocido». Baudelaire tiene la habilidad de confiar a unas pocas palabras que a primera vista parecen insignificantes sus verdades más profundamente dolorosas.
Je penche tour à tour mes urnes pour avoir
De chacune une goutte encare.[235]
[Inclino una por una mis urnas para obtener
de cada una una gota más.]
Esto es de Victor Hugo, pero el sonido de la voz es el mismo: las dos imágenes se superponen para evocar una similar congoja, que es la mía y la de todo ser que siente el suelo, en el que se apoyan sus confiados pasos, ceder.
Desde que ella no está, no he hecho sino fingir que vivo, sin interesarme ya por nada ni por mí mismo, sin apetito, sin gusto, ni curiosidad, ni deseo, y en un universo desencantado; sin otra esperanza que salir de él.
Todo el trabajo de mi espíritu, estos últimos meses, era un trabajo de negación. Y no sólo ponía yo mi valor en pasado, sino que ese valor de ayer me parecía imaginario y no merecer el menor esfuerzo para recobrarlo. Era, soy todavía, como alguien que se hunde en un pantano hediondo, buscando a su alrededor cualquier cosa fija, sólida, en la que tomar apoyo, pero arrastrando consigo y hundiendo en ese infierno fangoso todo aquello a lo que se aferra. ¿De qué sirve hablar de esto? Sólo, quizá, a fin de que más tarde se sienta menos solo en su congoja tal otro, desesperado como yo, que me leería, a quien querría tender una mano compasiva.
¿Saldré de esta ciénaga? Ya he atravesado épocas de oprobio, en las que me venía al corazón el grito del apóstol: «¡Señor!, sálvanos, que perecemos»[236]. (Y hasta sabía exclamarlo en griego.) Pues no me parecía que hubiese salvación posible sin alguna intervención sobrenatural. Y sin embargo salí de ello. Pero era más joven. ¿Qué me reserva aún la vida?
Me aferro a este cuaderno, como a menudo lo he hecho, por método. Un método que antaño me servía. El esfuerzo que de ese modo intento me parece comparable al del barón de Münchhausen[237] que se saca del pantano tirándose a sí mismo del pelo. (Seguramente ya he usado esta imagen.) Lo admirable es que lo consigue.
23 de agosto
He sido interrumpido de nuevo. Era Maurice Saillet[238] que, según lo acordado por teléfono, venía a recogerme a las 7. Yo había ido a verle, hacia mediodía, a casa de Adrienne Monnier, que le ha confiado su tienda y prestado su vivienda.
Saillet se merece esta amabilidad. Lo he encontrado estupendo. Es casi demasiado guapo de cara y de unos modales extraordinariamente distinguidos; con los que no cuadra nada una voz ronca, como rasposa, y que recuerda los peores doblajes del cine. Me quedo charlando con él muy agradablemente durante casi una hora; después me acompaña hasta la puerta del Mercure donde tengo gran placer en volver a ver a Léautaud[239]. Creo que dentro de poco tiempo conseguiré ser perfectamente espontáneo con él. Pero tengo todavía demasiada preocupación por asentir a todo lo que dice, a fin de ponerlo cómodo y de obtener esas grandes risotadas muy sonoras que, como me lo daba a entender, no surgen de un corazón demasiado alegre. Cuando se pone a hablar de la desfachatez de los jóvenes de hoy, es inagotable y cuenta agradablemente y con complacencia algunas anécdotas bastante sabrosas.
Estamos de acuerdo en que «en nuestros tiempos», es decir: cuando éramos jóvenes nunca habríamos tenido la «cara dura» de molestar a nuestros mayores para hacerles leer torpes ensayos y solicitarles consejos, que por lo demás no teníamos la menor intención de seguir. Léautaud se hunde en una especie de absoluto subjetivo de lo más regocijante. Se muestra particularmente intratable respecto a las cuestiones de lengua: no admite las incorrecciones. Una chica fue, el año pasado, a verle a su despacho (lo cuenta él), deseosa de consultar las antiguas colecciones del Mercure. Estas están colocadas en una estantería. Al verlas, ella exclama:
—¡No realizaba que ocupaban tanto sitio!
Entonces Léautaud:
—Señorita, tenemos por costumbre no recibir aquí más que a personas que hablan francés.
Y continúa con su enorme risa y su hermosa voz bien timbrada:
—¡Será posible! ¡Semejante cabeza de chorlito, que no realiza… Durante algunos meses acepté ser «lector». Fue Duhamel quien me lo pidió. Pero no pude soportarlo mucho tiempo. No conozco tarea más inaguantable que leer manuscritos mediocres. Por lo demás, iba bastante deprisa. Al primer error de francés… Mire, por ejemplo, cuando tropezaba con un aimer de… j’aimais de regarder… elle aimait de se promener… [en lugar de j’aimais regarder, me gustaba mirar, elle aimait se promener, le gustaba pasear]. ¡A la papelera!
Por grande que sea su admiración hacia Valéry (hablábamos en particular de su tan notable ensayo, muy reciente, sobre la noción de libertad)[240], encontrar un aimer de le hace detener inmediatamente la lectura. Dudo si quizá no ha tropezado en mis escritos igualmente con esa expresión, que por lo demás no encuentro tan detestable y de la que se podrían encontrar algunos ejemplos incluso en los mejores autores.
26 [de agosto] por la noche
Lo que no me parece muy honesto, por el contrario, es considerar mi duelo responsable de mi estado de languidez; es mi duelo el que me ha llevado a él; no es él quien lo mantiene. Y sin duda cuando me convenzo de que lo es no actúo de muy buena fe. Es una excusa demasiado fácil para mi cobardía, una coartada a mi pereza. Ese duelo lo esperaba, lo preveía desde hacía tiempo y sin embargo imaginaba risueña, a pesar de la pena, mi vejez. Si no consigo alcanzar la serenidad, mi filosofía hace aguas. Es verdad que he perdido ese «testigo de mi vida» que me incitaba a no vivir «con negligencia» como decía Pline a Montaigne, y no comparto la creencia de Em. en una inmortalidad que me haría sentir su mirada, más allá de la muerte, siguiéndome; pero, igual que no permitía que su amor, mientras vivió, inclinara mi pensamiento en su dirección, tampoco debo, ahora que ella no es, dejar que pese sobre mi pensamiento, más que su amor en sí mismo, el recuerdo de ese amor. El último acto de la comedia no es menos bello si debo representarlo en solitario. No debo sustraerme a él.
16 de septiembre
Había acompañado a Jean Schlumberger a Lisieux, le esperaba en su pequeño automóvil que debía llevarnos a Braffy y que estaba aparcado en la plaza donde ya la sombra empezaba a extenderse. El cielo era perfectamente puro; el aire, tibio… Y de pronto me he preguntado qué me impedía ser feliz, sentirme perfectamente feliz en ese preciso minuto presente. Sólo fantasmas, me he dicho, se interponen; mi felicidad es imposibilitada sólo por sus sombras. ¿No me correspondería apartarlas?, ¿olvidar por un tiempo mi duelo, las matanzas de España, la angustia que pesa sobre Europa…? No he podido. Y siento que nunca más conoceré esa alegría plena, ingenua y primera que… pero para decirlo, habría que sentirla otra vez.
Marsella[241], 26 de enero
Seis semanas de gripe embrutecedora y de silencio. Pude sin embargo, antes de dejar París, acabar de corregir las pruebas de mi Diario. Releyéndolo, me parece que las supresiones sistemáticas (al menos hasta mi duelo) de todos los pasajes relativos a Em., lo han cegado por así decirlo. Las pocas alusiones al drama secreto de mi vida se vuelven incomprensibles, por la ausencia de lo que arrojaría luz sobre ellas; incomprensible o inadmisible, la imagen de ese yo mutilado que en ellas doy, y que ya no tiene en el lugar del corazón, sino un agujero.
Obsesionado pensando en la atroz agonía de España.
“
Heroísmo escarnecido, buena fe traicionada y fullería triunfante: el espectáculo de España agonizante le llena a uno el corazón de asco, de indignación, de rencor y de desesperanza. Más vale no hablar en absoluto de ello que no hablar lo suficiente; pero mal haya quien malinterprete mi silencio. Una política absurda y, en su misma absurdidad, inconsecuente, parece haberse propuesto arrancarnos una tras otra todas nuestras razones de orgullo. ¿Cómo pensar en ello sin un sufrimiento indecible?
”
Hacía tiempo que no viajaba solo. Necesitaba un compañero más joven, que me arrastrara; me contagiara su alegría. Esta soledad que hoy me impongo, ¿va a precipitarme al trabajo?, ¿o más bien a la desesperación?… Ya no tengo esa intrépida curiosidad que me lanzaba a la aventura, ni ese deseo-necesidad de escalar o de doblar montes y cabos para ver lo que se oculta al otro lado. Le he visto el revés siniestro a demasiadas cosas… […]
“
Me divierte encontrar, en calidad de médico a bordo del Mariette, al doctor Geslin cuya constante crítica muy competente me ayudó mucho en la revisión de mi traducción de Antonio y Cleopatra. El comandante se muestra de una afabilidad encantadora. El personal se desvive. El camarero en jefe encuentra la manera de llamarme «Maestro» sin dejar de usar la tercera persona: «¿El maestro desea…?»
Por temor a tropezar con sonrisas dejo errar mis ojos al azar en cuanto dejan el libro de Goethe al que me aferró. Una leve náusea da cierta profundidad a mi mirada y el camarero en jefe podrá decirse a sí mismo: «El maestro piensa».
Ya el mozo que me llevaba el equipaje, al ver mi nombre, me decía, con una sonrisa encantadora, que había leído «una de mis obras». No me atreví a preguntarle cuál. En la biblioteca-escaparate de la escalera, diecinueve libros míos están expuestos. Pienso en el engorro de las dedicatorias si se venden; en la mortificación si no se venden. Han puesto flores en mi muy confortable cabina. Acababa de retirarme a ella, después de cenar, cuando un waiter [camarero] viene a traerme fruta, que podría apetecerme durante la noche o mañana por la mañana, al despertar, y, al darle yo las gracias por esa conmovedora atención:
«Tengo que pedirle un pequeño favor», me dice. Nada menos que doce dedicatorias. Sería demasiado antipático por mi parte no conceder, en el Mariette Pacha, lo que rechazo en París. Como el escaparate no se ha empobrecido aún, pienso que, además de los libros expuestos, hay otros en reserva.
Me oí tratar de «memo», el otro día, por una elegante señorita en flor a la cual, según mi impertinente costumbre, había rehusado una dedicatoria. Ocurrió en la librería Gallimard. Ella entró poco después de mí y se dirigió inmediatamente al fondo de la tienda, de donde volvió llevando en la mano un libro nuevo, que debía de ser mis Monederos falsos. Me lo tendió sonriendo con su sonrisa más esnob, y: «Me atrevo, señor, a pedirle que tenga la amabilidad…»
Pero, caramba, yo me rebelé:
«Discúlpeme; pero no tengo por costumbre inscribir dedicatorias en libros que no he dado yo mismo. Si puedo regalarle éste…»
Tal como esperaba, se lo tomó muy mal; se dio media vuelta y se marchó lanzando esa palabra («Tenía la esperanza de que no lo hubiera usted oído», me dijo después la amable cajera) dejándome el tiempo justo de rogarle que lo contara a sus amigas, muy contento si es que esa reputación de memo puede protegerme de los mundanos.
”
Cuaderno de Egipto
[El Cairo], 1 de febrero
Hasta los cigarrillos son sensiblemente más caros que en Francia. Es ésta, hasta ahora, mi mayor sorpresa. Pensaba que iba a encontrar aquí todas las marcas egipcias baratísimas; pero me explican que aquí no se hace más que fabricarlas con tabacos de Grecia y de Turquía que pagan, al entrar en Egipto, unos derechos enormes. Los únicos cigarrillos baratos son, me dicen, unos japoneses infumables.
El billete para Luxor va a costarme cuatrocientas sesenta piastras. Si fuese menos «notorio» podría permitirme una segunda clase; pero estaría demasiado mal visto. La pensión en Luxor será de ciento cincuenta piastras. Llego hasta el punto de felicitarme de no haberme traído a un compañero de viaje.
[Luxor, 3 de febrero], 16 horas
No, ya no tengo un gran deseo de fornicar; por lo menos ya no es una necesidad como en los hermosos tiempos de mi juventud. Pero necesito saber que, si quisiera, podría; ¿lo comprendéis? Quiero decir que un país sólo me gusta si se presentan múltiples ocasiones de fornicación. Los más bellos monumentos del mundo no pueden sustituir eso; ¿por qué no confesarlo francamente? Esta mañana, por fin, cruzando el Luxor indígena, estuve servido. He acariciado con la mirada a diez, doce, veinte rostros encantadores. Me ha parecido que mi mirada era inmediatamente entendida; una sonrisa respondía, que no dejaba lugar a dudas. Hay aldeas, hay países enteros, en los que las miradas más cargadas de avidez no suscitan ningún eco; otros… ved si no: de arriba abajo de Rusia, por ejemplo, donde el menor guiño vuelve a uno, como la paloma, cargado de su rama de olivo. Las leyes del país no tienen nada que ver con eso: son simples obstáculos materiales; el consentimiento está ahí y esa especie de complicidad divertida a la que sobran las palabras para expresarse… Lo que me incomodaba, en el pueblo indígena de Luxor, era que el menor bakshish [propina], el menor signo, habría provocado un cortejo que no me habría dejado ni a sol ni a sombra. Por temor a ello, había que pasar de largo, indiferente en apariencia y no arriesgarme a comprometer mi estancia aquí. Pero cuando estaba ya casi fuera de la ciudad, infinitamente más extensa de lo que al principio creí, al hacerse la multitud menos densa, me atreví a responder al risueño saludo de un chico muy guapo que pasaba. Quizá no más guapo que muchos otros, pero robusto, y radiante de salud, de alegría; su sonrisa ponía al descubierto una dentadura perfecta. No más de catorce años; quince apenas. Caminaba en dirección opuesta, pero inmediatamente dio media vuelta para seguirme. Llevaba en los brazos unas lechugas que sin duda acababa de comprar en el mercado, y que llevaba a su familia; les arrancó para mí algunas hojas cuidadosamente elegidas junto al corazón, a las que hinqué el diente. Un amigo un poco más joven lo acompañaba; se puso él también a seguirme; feísimo, ése, pero ¡qué más daba!
Íbamos en dirección a Karnak, pero la mañana estaba ya demasiado avanzada y al poco rato, por un atajo, hice ademán de querer volver al hotel. Mientras caminaba a mi lado, Alí no dejaba de hablarme; comprendí, por su risa, por su mímica, que decía obscenidades, y yo sonreía confiadamente, sin intentar siquiera distinguir si intentaba hablar árabe o inglés. Parecía querer llevarme a alguna parte; pero se hacía tarde; ningún jardín abierto, ningún lugar sombreado en el que sentarse, se presentaba. Dirigiéndonos de nuevo hacia Luxor, tomamos un camino ancho por el que pasaban diligencias hacia Karnak. El sol pegaba fuerte. Vislumbré desde el camino un terreno más abajo en el que unas palmeras cortadas formaban bancos; ahí nos sentamos unos momentos, y, para mi sorpresa, el amigo nos dejó sin haber reclamado una propina. Cuando reanudamos la marcha, Alí y yo, fue para alejarnos del camino principal. El sendero que tomamos atravesaba un pueblo sórdido, bastante poco poblado. Y de pronto, al aparecer una puerta baja en un muro de tierra, Alí sacó del bolsillo de su espantosa chaqueta de rumí una enorme llave, abrió la puerta y me hizo entrar en un pequeño patio de lo más miserable. Cerró la puerta después de que hubiéramos pasado, me tomó de la mano para conducirme a un segundo patio aún más pequeño, luego a un cuartucho retirado y muy oscuro. En ese momento, grandes puñetazos hicieron temblar la puerta. Alí se abalanzó a ella; hubo, a través de la puerta que cerraba mal, una discusión violenta, pero que no duró más que algunos instantes; Alí volvió a donde yo estaba, metiéndose en el cuchitril, al que le seguí de bastante mala gana, pero con curiosidad por el tipo de proposiciones que iba a hacerme, aunque decidido a no aceptarlas fueran las que fuesen. Esas proposiciones eran sencillas, sumarias y no dejaban lugar a dudas; todo lo contrario de las de los árabes de Túnez. Alí, en la penumbra del cuchitril, se levantó la larga túnica, dejó caer el calzón que dejó al descubierto la parte inferior de un cuerpo encantador y, sin más rodeos, se ofreció de espaldas. Eso me bastaba y no estaba deseoso en lo más mínimo de llevar más lejos la aventura, tanto más cuanto que llevaba encima todo mi haber y el riesgo era considerable si a su amigo, que sin duda nos había seguido de lejos, se le ocurría volver con refuerzos, como quizá habían convenido. Alí se resistió un poco al principio a dejarme salir del cuchitril; tuve que debatirme, pero riendo, y con algunas caricias; lo que pudo, para otra vez, servirle de esperanza. Yo ya sabía lo que quería saber.
Alí empezó a acompañarme hacia el hotel; le di dos piastras, y una al compañero que estaba otra vez con nosotros. No puedo dudar que los Alí sean muy numerosos en Luxor, aunque sin duda no todos tan guapos. Tuve la prueba esa misma noche.
13 de febrero
… Es de los trece a los quince años, dieciséis todo lo más, cuando el adolescente empieza a descubrir su exigente novedad con exquisita sorpresa. Pasada la cual, doy prioridad a las mujeres.
Sábado, 4 de marzo
[…] Terminada por fin la fastidiosa novela de Thomas Mann [José en Egipto]. Muy notable, sin duda, pero perteneciente a una estética wagneriana que me parece en las antípodas del arte. No he leído nada, en ningún libro sobre Egipto, de lo que él no haya creído su deber sacar partido. Su orquestación es sabia; apela a todos los instrumentos y desarrolla pacientemente, incansablemente cada tema. Todo le sirve; e, incluso las suposiciones más arriesgadas, encuentra la manera de deslizarlas en los diálogos, utilizándolas, pues, a la vez que mantiene su carácter hipotético. El resultado es de una pesadez que se tiene derecho a encontrar admirable; pero qué hermoso me parece, en comparación con esa indigestión germánica, todo lo latente en los versos de Racine:
Se serait, avec vous, retrouvée ou perdue
[Se habría, con vos, encontrado a sí misma o perdido][242]
que se extiende en un desarrollo de doce páginas, en boca de la señora Putifar[243]. Singulares analogías de los dos temas; o mejor dicho: la situación de Fedra respecto a Hipólito es exactamente la misma que la de Mut [la señora Putifar] respecto a José. El casto rechazo de José corresponde al de Hipólito. Mann dirá que forma parte del carácter seudoegipcio de José eso de discurrir hasta no poder más; de modo que a todos sus personajes, sin ninguna excepción, les hace raciocinar hasta el perfecto agotamiento de los argumentos y de la paciencia del lector.
[8 de marzo], a las 5
En la terraza del Savoy. El cielo está inefablemente puro, de un azul tierno, insensiblemente degradado como en un dibujo al pastel de Simón Bussy[244], y que se mezcla con el oro del poniente encima de la rosa montaña de Tebas. El Nilo refleja el azul del cielo. Entre la montaña y el río, la masa de los bosquecillos verde oscuro de la otra orilla. Una calma extraña. Barcas con una vela enorme, medio hinchada por la brisa de última hora de la tarde, silenciosas, se deslizan lentamente hacia la noche.
9 de marzo
Anoche tuve la debilidad, la cobardía de aceptar —es decir de no rechazar— la visita del innoble mozo de ascensor. (¡Y para eso me había resistido a las múltiples proposiciones de los jardineros, algunos de ellos encantadores, del Winter!) Muy mediocre placer, sin sorpresa, sin alegría, sin poesía, y además sin ningún apetito, sin necesidad; muy breve, y seguido por un asco duradero.
Alejandría, lunes [19 de marzo]
Largo tiempo errando por las calles muy animadas que me llevan al hotel. Multitud de árabes vestidos a la europea pero con una… tarbushka[245], delante de los cines.
Miseria atroz de cantidad de niños; más allá del hotel, en la gran plaza, un niñito sin piernas, paupérrimo, camina sobre las manos y arrastra su busto enclenque por el pavimento fangoso; durante un buen rato le he seguido con los ojos. Nadie parece fijarse en él, ni verlo siquiera; las miradas pasan por encima de él. He repartido, por aquí y por allá, algunas piastras y medias piastras, a los más miserables, trastornado por la mirada y la sonrisa de agradecimiento de esos niños; parecía que estuvieran acostumbrados a no recibir nunca nada. Por lo demás ninguno de ellos pedía limosna; algunos vendían o intentaban vender periódicos o flores; la mayoría buscaban colillas que reunían en un cucurucho de papel. Sin duda la mendicidad debe de estar prohibida.
Yo pensaba que una pequeña plataforma de madera montada sobre unas ruedecillas no costaría más que algunas piastras y sería de gran ayuda para el pequeño lisiado…
Ningún ofrecimiento ni de chicas ni de chicos… o es que no lo he sabido ver… ni la menor huella de prostitución.
11 de septiembre
Mi cuerpo no está tan gastado como para que la vida con él no sea aún soportable. Pero dar una razón, un objetivo a la propia vida… Todo está en suspenso, en espera.
La guerra está aquí[246]. Para escapar a su obsesión, repaso y aprendo largos pasajes de Fedra y de Athalie [de Racine]. Leo el Atheist’s Tragedy de Cyril Tourneur[247] y el Taugenichts de Eichendorff[248]. Pero la lámpara de petróleo alumbra mal; tengo que cerrar el libro y mi pensamiento regresa a su angustia, a su interrogación: ¿se trata del crepúsculo, o de la aurora?
30 de octubre
No, decididamente, no hablaré por radio. No ayudaré a esas «emisiones de oxígeno». Bastantes ladridos patrióticos contienen ya los periódicos. Cuanto más francés me siento, más me repugna dejar que mi pensamiento se incline. Perdería, si se dejase reclutar, todo valor.
Dudo que sea muy justo escribir, como lo hacía Lucien Jacques[249] en 1914 o 1915, a propósito de ciertas vociferaciones particularmente ridículas: «¿Tan difícil es callarse?» y siento cuán penoso es el silencio cuando el corazón rebosa; pero no quiero tener que sonrojarme mañana de lo que podría escribir hoy. Sin embargo, si callo, no es por orgullo; casi diría que, por el contrario, es por modestia y aún más por incertidumbre. Puedo estar, y estoy a menudo, de acuerdo con el mayor número; pero la aprobación del mayor número no puede convertirse a mis ojos en una prueba de verdad. Mi pensamiento no debe seguir el camino trazado, y si no lo creo más valioso por el solo hecho de que difiera y se separe y se aísle, es al menos cuando difiere cuando más útil me parece expresarlo. No porque me complazca en esa diferencia, pues por otra parte me cuesta mucho prescindir de la aprobación, ni porque las ideas me parezcan menos importantes si son compartidas; pero en tal caso importa menos decirlas.
7 de febrero
Su espíritu se agita en un mundo seco y reducido como un problema. Al principio quise creer que lo que los empujaba al comunismo, era un amor sufriente hacia nuestros hermanos; no pude engañarme mucho tiempo. Quise creer entonces que esos seres secos, insensibles, abstractos, eran malos comunistas, que perjudicaban a una noble causa y yo me negaba a juzgar ésta basándome en ellos. Pero no: me equivocaba de arriba abajo, de medio a medio. Los verdaderos comunistas, se me aseguraba, se me demostraba, eran precisamente ellos. Ellos seguían con exactitud la línea; y era yo el que la traicionaba aportando un corazón con el que no tenían nada que hacer, y unos considerandos de los que estaban decididos a prescindir. Y primeramente, pretendiendo salvaguardar mi individualidad, mi individualismo. No podía ni debía tratarse de otra cosa que de igualdad, de justicia. El resto (y ese resto sobre todo me importaba) era de la incumbencia del cristianismo. Y lentamente me iba convenciendo de que, cuando me creía comunista, era cristiano, si es que se puede ser cristiano sin «creer», si el catolicismo tanto como el protestantismo no pusieran por encima de todo el resto y como condición sine qua non: la fe. De modo que ni con los unos ni con los otros podía yo, ni quería, transigir. Es lástima: si no fuera por esta maldita cuestión de creencia ante la cual se eriza irreductiblemente mi razón, me entendería bien con ellos, al menos en cuanto a las virtudes que preconizan, y de las que muy a menudo se convencen de que la fe les permite prescindir.
15 de febrero
Habría sido capaz de «convertirme» en el último momento, quiero decir: in articulo mortis, a fin de no causarle [a Madeleine] demasiada pena.
Y era eso lo que me hacía desear más bien morir lejos, en no sé qué accidente, tener una muerte rápida, lejos de los míos, como lo deseaba también Montaigne, sin testigos dispuestos a acordar a esos últimos instantes una importancia que yo me negaba a otorgarles. Sí: sin otros testigos que personas a las que acabara de conocer, anónimas.
18 de mayo
Noche admirable. Todo desfallece y parece extasiarse en la claridad de una luna casi llena. Las rosas y las acacias mezclan sus perfumes. La maleza estrellada de luciérnagas. Pienso en todos aquellos para quienes esta noche tan bella es la última y querría poder rezar por ellos. Pero ni siquiera entiendo ya muy bien lo que estas palabras «rezar por alguien» quieren decir; o mejor dicho sé que para mí ya no quieren decir nada. Son palabras que he vaciado cuidadosamente de todo sentido. Pero tengo el corazón hinchado de amor.
Por pudor no me ocupo, en este cuaderno, más que de lo que no se refiere a la guerra; y es ésa la razón de que pase tantos días sin escribir en él. Son los días en los que no he podido librarme de la angustia, ni pensar en nada más que en eso.
30 de mayo
¡Cuestión social!… Si hubiera tropezado con esa piedra al principio de mi carrera, nunca habría escrito nada que valiera la pena.
[Vichy], 18 de junio
Sí, eso es. Y ya no se comprende dónde puede encontrarse aún esa «alma» o ese «genio» de Francia que se pretende salvar a pesar de todo. Le faltará todo soporte. Desde ahora, y ya desde anteayer, la lucha es vana; en vano se dejan matar nuestros soldados. Estamos a merced de Alemania, que nos estrangulará lo mejor que pueda. Gritaremos a pesar de todo a pleno pulmón: «¡el honor está a salvo!» pareciéndonos a ese lacayo de Marivaux que dice: «No me gusta que me falten al respeto» mientras recibe una patada en el trasero.
Sin duda no hay vergüenza alguna en ser vencido cuando las fuerzas del enemigo son hasta tal punto superiores, y no puedo sentirme avergonzado; pero sí siento una tristeza sin nombre cuando oigo esas frases en las que florecen una vez más todos los defectos que nos han perdido: idealismo vago y estúpido, caso omiso de la realidad, imprevisión, irresponsabilidad y creencia absurda en el valor de frases fiduciarias que ya no tienen otro crédito que en la imaginación de los necios.
Cómo negar que Hitler ha conducido el juego de un modo magistral, no dejando que se interpusiera en su camino ningún escrúpulo, ninguna regla de un juego que, a fin de cuentas, no comporta ninguna; aprovechando todas nuestras flaquezas que desde hace tiempo ha sabido favorecer. A la luz trágica de los acontecimientos se ha puesto súbitamente de manifiesto el profundo deterioro de Francia, que Hitler no conocía sino demasiado bien. Por todas partes incoherencia, indisciplina, reivindicación de quiméricos derechos, caso omiso de cualquier deber.
Esos jóvenes bienintencionados que ayer se preocupaban de rehacer Francia, ¿qué harán con los miserables escombros que van a quedar de ella? Pienso en Varsovia, en Praga… ¿Le ocurrirá lo mismo a París? ¿Los alemanes permitirán que respiren y se restablezcan nuestras mejores energías? No sólo se preocuparán de asegurar nuestra ruina material. Hoy no podemos atisbar todavía las consecuencias tremendas de la derrota.
No hubiéramos debido ganar la otra guerra. Esa falsa victoria nos engañó. No pudimos soportarla. El relajamiento que la siguió nos ha perdido. (Nietzsche, sobre este tema, decía palabras que valen su peso en oro. Consideraciones inactuales[250].) Sí, la victoria nos echó a perder. Pero ¿sabremos dejarnos instruir por la derrota? El mal es tan profundo que no puede decirse si es curable.
7 de julio
¡Y aún acusaremos a Alemania de «carecer de psicología»!…
El golpe me parece montado con una habilidad consumada: Francia e Inglaterra son como dos fantoches en manos de Hitler que se divierte, tras haber vencido a Francia, esgrimiendo contra ella a su aliado de ayer[251]. No puedo ver en ello sino una invitación a que ésta se abalance, por miedo, sobre nuestra flota de guerra, en esa cláusula del armisticio que no pedía (al menos en un primer momento) que se entregara, sino que la dejaba «intacta», simplemente sometida a una promesa recíproca (lo que permitió a Pétain decir que, por lo menos, nuestro «honor» estaba a salvo).
¿No era evidente que Inglaterra terminaría por temer que esa flota intacta fuese finalmente utilizada contra ella, y que Alemania, por poco que empezaran a cambiar las tornas, no dudaría en poner en la balanza ese peso decisivo? Más valía no correr ese riesgo peligroso.
Dudo que ese viraje haya sorprendido mucho a Hitler. Contaba con él, lo juraría: pérfido, cínico, todo lo que se quiera, pero una vez más ha actuado en este caso con una especie de genio. Y lo que sobre todo admiro, es quizá la variedad de sus recursos. Desde el principio de la guerra (¿qué digo?, desde mucho antes), todo sucede exactamente como él lo había previsto, querido; sin ni siquiera retraso; en el día fijado, que él sabe esperar, dejando actuar en sordina las máquinas a las que ha dado cuerda y que no deben estallar antes de hora. No se conoce, no se imagina una partida histórica tan sabiamente concertada, en la que entra tan poco azar… Pronto esos mismos que aplasta se verán obligados, mientras le maldicen, a admirarle[*]. En ninguno de sus cálculos parece haberse equivocado; ha evaluado acertadamente la fuerza de resistencia de los países, el valor de la gente, sus reacciones, el provecho que se podía sacar de ellos, y ha puesto manos a la obra. ¡Ah! ¡Cuánto han debido de divertirle nuestro pasmo escandalizado, nuestras honorables indignaciones ante el ataque inglés de Mers El-Kébir y el ver cómo se agriaban súbitamente nuestras relaciones! ¡Haber obtenido que la aviación francesa, ya medio guardada en los hangares, entrara en batalla y, por represalia, bombardeara los navíos ingleses, es algo que maravilla! Y, por si fuera poco, tendremos que estar agradecidos a Alemania y a Italia de haber levantado la prohibición, para permitirnos embestir a nuestra vez sobre lo que se convierte en «el enemigo común» y darnos, ¡pardiez!, para ayudar al Eje, de este modo, toda licencia. Somos amablemente manipulados, sin siquiera darnos del todo cuenta, por Hitler, el único que conduce el juego, cuya habilidad solapada y oculta sobrepasa la de los grandes capitanes.
Se espera con una curiosidad jadeante el siguiente capítulo de este gran drama que él había elaborado tan minuciosa y pacientemente.
Querría que me dijeran, de sus desdenes que nos hicieron gritar que era un monstruo, de sus desprecios, cuál, en la práctica, no ha demostrado estar justificado. Su gran fuerza cínica ha consistido en no aceptar tomar en consideración ningún valor fiduciario, sino sólo realidades; actuar bajo el dictado de un cerebro completamente despejado. Nunca ha intentado contentar con palabras sino a los demás. Se puede muy bien odiarle, pero decididamente es alguien de gran envergadura.
17 de julio
Una carta de lo más interesante del doctor Cailleux, que me cuidó con una abnegación tan perfecta durante mi reciente crisis nefrítica, y que acaba de alistarse en la Marina (lo que le ha permitido cuidar y salvar a algunos de los supervivientes de Mers El-Kébir), carta transmitida por Dorothy Bussy, y otra de Roger Martin du Gard que ha dado mil vueltas, arriba y abajo de la Francia invadida, me llevan a lamentar no haber padecido la guerra más directamente. En definitiva no la habré conocido sino por sus ecos, ni habré sufrido sino por simpatía. El «intelectual» que busca ante todo y sobre todo ponerse a salvo, pierde una preciosa ocasión de instruirse. La imaginación no deja de ser impotente para suplir el verdadero contacto y la experiencia ininventable. En este sentido por lo menos, los verdaderos «aprovechados» de la guerra son los que la han sufrido de forma inmediata. Me reprocho, ahora, haber permanecido al margen, haber «aprovechado» tan poco.
28 de julio
Indulgencia. Indulgencias… Esa especie de rigor puritano por el que los protestantes, esos pelmas, se han hecho a menudo tan odiosos, esos escrúpulos de conciencia, esa intransigente honradez, esa puntualidad sin escrúpulo, es lo que más nos ha faltado. Molicie, abandono, relajación en la gracia y el desahogo, otras tantas amables cualidades que debían conducimos, con los ojos vendados, a la derrota.
Y, en la mayoría de los casos, simple innoble negligencia, pachorra.
“
20 de agosto
Sobre todo siento en mí una inmensa curiosidad por un futuro imprevisible y que los acontecimientos pueden modificar de pies a cabeza. No puedo evitar tener hacia Hitler una admiración llena de angustia, de miedo y de estupor; una admiración alelada. Nada que hacer contra eso. El horror, el terror son impotentes; mi admiración pasa por encima de ellos y, lo mismo que Hitler, no los tiene en cuenta. Artifex prodigioso que moldea el mundo, sin preocuparse por los derechos perjudicados, por el sufrimiento humano, sordo a las reivindicaciones, a los lamentos.
”
9 de septiembre
He sido más valiente en mis escritos que en mi vida, he respetado muchas cosas que no eran sin duda hasta tal punto respetables y he hecho demasiado caso del juicio ajeno. ¡Ah, qué buen Mentor sería yo hoy para el que era en mi juventud! ¡Qué bien sabría empujarme hasta el límite! Si me hubiera escuchado (quiero decir: el yo de anteayer escuchado al de hoy) habría dado cuatro veces la vuelta al mundo… y no me habría casado. Mientras escribo estas palabras, me hacen temblar como una impiedad. Es que sigo estando a pesar de todo muy enamorado de lo que más me ha limitado y no puedo jurar que esa misma limitación no haya obtenido de mí lo mejor.
Creo que es aún más difícil ser justo con uno mismo que con los demás.
14 de octubre
El muy largo (pero no demasiado largo) diálogo de Riemer con Charlotte (en la Lotte in Weimar de Thomas Mann), que leo con gran aplicación al principio, luego releo inmediatamente después con entusiasmo, me parece de una inteligencia extrema; una maravilla de perspicacia literaria y psicológica que ilumina el carácter de Goethe y el funcionamiento de sus geniales facultades. Además, admirablemente situado en el libro, en función de la intriga y de los personajes mucho más hábilmente aún que las conversaciones demasiado largas (me parece) del Zauberberg. Es de un arte maduro y acrecienta a mis ojos la estatura de Thomas Mann. […]
Hay siempre ciertos puntos por los cuales la más inteligente de las mujeres queda, en el razonamiento, por debajo del menos inteligente de los hombres. Se establece una especie de convención, en la que entran muchos miramientos por el sexo «al que debemos a nuestra madre» y por cantidad de razonamientos claudicantes, que no soportaríamos si procedieran de un hombre. Sé muy bien sin embargo que su consejo puede ser excelente, pero a condición de rectificarlo sin cesar y de expurgarlo de esa parte de pasión y de emotividad que, casi siempre, en la mujer, viene a sentimentalizar el pensamiento.
23 de noviembre
Termino de releer Werther, no sin irritación. Había olvidado que tardaba tanto en morir. No se acaba nunca, y querría uno empujarle por los hombros. En cuatro o cinco ocasiones, lo que uno esperaba que fuese su último suspiro es seguido por otro más último aún… Las despedidas intermitentes me exasperan. Después, para mi reposo de espíritu y como recompensa (pues nunca leo alemán sin esfuerzo y dificultad), dejo el alemán por el inglés. Cada vez que vuelvo a zambullirme en la literatura inglesa, lo hago con delicia. ¡Qué diversidad! ¡Qué abundancia! Es aquella cuya desaparición empobrecería más la humanidad.
16 de agosto
Releídas algunas comedias de Musset. Le Chandelier [El candelabro] conserva mi preferencia. Pero, ¡Dios santo!, hay que ver lo irritante que el «Amor» puede resultar en los demás.
Releído en voz alta Il ne faut jurer de rien [No hay que jurar nada]. Obra exquisita entre todas, y casi de arriba abajo (ese «casi» a causa de las aproximadamente treinta líneas de divagaciones romántico-amorosas, en el diálogo de la cita nocturna, fácilmente amputables en la representación; con algunos «querida» que quedan bastante mal).
[Grasse], 15 de septiembre
No puede imaginarse vista más bella que esta de la que disfruto, a todas horas del día, desde la ventana de mi habitación en el Grand Hotel. La ciudad de Grasse, ante mí, dominada por la catedral cuya torre corta la línea de las lejanas montañas, el desorden armonioso de las casas escalonadas por la pendiente hasta el barranco profundo que me separa de la ciudad…
Mientras escribo estas líneas, el sol se pone y antes de desaparecer detrás de las cimas de Cabris, inunda de un inefable color rubio las paredes, los tejados, toda la ciudad. Un velo de lluvia ha venido a ocultar a mis ojos el fondo montañoso del cuadro, de modo que la torre de la catedral, bañada por los últimos rayos, se recorta ahora en pleno cielo, parece; a la izquierda, otra torre más pequeña. Y todo ello es de una extraordinaria belleza. La hora de cenar ha sonado desde hace rato y no puedo abandonar este espectáculo.
¿Recomenzar mi vida?… Intentaría, eso sí, ponerle un poco más de aventura.
16 de octubre
He trabajado todos estos últimos días en la composición y revisión de esas «entrevistas imaginarias» que pienso confiar al Figaro.
27 de noviembre
Lo que explica la vivacidad del estilo de Stendhal, es que no espera que la frase esté toda ella formada en su cabeza para escribirla. Me acuerdo de un pasaje (de Armance, creo) en el que dice:
«Octave hablaba mucho mejor desde que comenzaba sus frases sin saber cómo las terminaría» o algo parecido[252]. Ya he debido de citar esto en algún sitio.
Abro un nuevo cuaderno para empezar este nuevo año, dejando el otro a medias. No he vuelto a escribir en él desde que me impuse como obligación esas crónicas regulares en el Figaro; me faltaba tiempo; y además ya no tenía ganas de escribir nada en él.
He envejecido terriblemente estos últimos tiempos. Es como si me alejara de mí mismo. ¡Oh!, sin tristeza. Me parece que me dejaré sin nostalgia.
Catherine habría podido apegarme a la vida; pero no se interesa más que por sí misma, lo cual no me interesa. […]
2 de enero
En lo que escribía sobre Catherine, no hay sino muy poca crítica. No me desagrada que esa chiquilla se desarrolle singularmente y de una manera bastante desconcertante para los que se interesan por ella. Se parece a mí demasiado para no obligarme a pensar que yo era como ella es hoy y que habría actuado del mismo modo sin ese gran amor que, casi al principio de la vida, me levantó tan por encima de mí mismo. Pero hasta ahora no tiene amor y atención asidua más que por ella misma, y, si añado que su voz se hace hermosa y que, algunos días, puede mostrar una gracia exquisita, esto bastará, a sus ojos, para dar por bueno todo lo demás. A pesar de su egoísmo, siempre se ha interesado mucho por los demás, y de una manera a la que soy particularmente sensible: como novelista, habríase dicho, y pienso ahora: como actriz [pensaba dedicarse a esa profesión].
Yo me había regocijado sin moderación por esas lecciones que me preparaba a darle en Niza; pero pronto tuve que arriar velas. Todo su tiempo está tomado por otras lecciones (danza, canto, declamación) que no dirigen su atención sino hacia sí misma. Ya no se deja a sí misma en todo el día, e incluso las escasas lecturas que hace fuera de eso no le interesan sino en la medida en que puede conducirlas a sí misma. Estuve encantado de verla enamorarse de ya no recuerdo qué sonetos de Heredia; decía que deseaba conocer otros del mismo autor. Fue para mí un placer darle Les Trophées [Los trofeos]; era un ejemplar bellamente encuadernado que pude encontrar en Grasse. Pero su deseo se desvaneció sin más y no creo que haya abierto siquiera el volumen. Conocí parecidos disgustos con Marc; bastaba que algo viniera de mí para que la curiosidad que sentía por ello se desvaneciera inmediatamente. Es como si el uno primero, luego la otra, tuviera que defenderse de mí. Intento convencerme de que más vale así.
6 de enero
No hay mañana en que no abra el periódico con la esperanza de hallar el anuncio de algún acontecimiento prodigioso… Pero no; nada más que lo habitual: barcos naufragados, ciudades bombardeadas, incendiadas; muertos, heridos, por millares nada más… un monótono estribillo de cada día…
10 de abril
Hubo una época en que, atormentado hasta la angustia y hostigado por el deseo, rogaba: ¡que llegue de una vez el tiempo en que la carne, dominada, me dejará entregarme por entero a…! Pero ¿a qué entregarse? ¿Al arte? ¿Al pensamiento «puro»? ¿A Dios? ¡Qué ignorancia! ¡Qué locura! Era creer que brillará mejor la llama de la lámpara cuyo aceite se ha acabado. Abstracto, mi pensamiento mismo se apaga; es, todavía hoy, lo que hay en mí de carnal lo que lo alimenta, y ruego hoy: ¡que siga siendo carnal y lleno de deseos hasta la muerte!
Catherine me anunciaba ayer la marcha de su profesor de canto. Yo creía, tenía la esperanza de que iba a ofrecerme esas horas liberadas, que yo con tanto gusto consagraría a esas lecciones que ella dejó de pedirme por falta de tiempo, en las que me preparaba a darle lo mejor de mí.
Que no me haya pedido reanudarlas, ¿no es acaso un signo inequívoco de que esas lecciones, en el fondo, no le interesaban? Sin duda no veía qué provecho podía sacarles. Todo el esfuerzo de atención, era yo quien lo suministraba, no ella, que no hacía más que prestarse… Yo habría sabido tan bien, y me habría gustado tanto, enseñarle a decir versos…
Aquí está, pues, sin nada que hacer, volviendo prestamente a ese estado de ocio difuso en el que ha vivido siempre hasta ahora, no sabiendo crearse obligaciones, deberes. Por lo demás nunca ha sido más encantadora, y particularmente conmigo. Pero me alejaré de ella sin nostalgia, comprobando tristemente lo mal y lo poco que usa mi abnegación hacia ella.
¡Ah, sólo con que supiera decirme: «Tengo ahora tiempo disponible; ¿quieres que lo aprovechemos?»! ¡Qué alegría habría sido para mí ayudarla! Y entonces no tendría otro deseo que quedarme con ella.
[Travesía Marsella-Túnez], 5 de mayo, a las 9
Leve oleaje. Al despertar, la tierra de África está a la vista, muy cerca. Luego se aleja y la costa se ahonda.
Otra gran alegría en Marsella fue el encuentro con Jean-Louis Barrault[253]. Marc, que me esperaba a la llegada del tren de Niza, me había hecho cenar con él y Madeleine Renaud, la primera noche, en un pequeño restaurante popular, cerca de la estación, donde Barrault comía apresuradamente antes de ir a la radio donde debía leer algunas escenas del Soulier de Satin [El zapato de satén, de Claudel]. Admirable rostro, que respira el entusiasmo, la pasión, el genio. A su lado, Madeleine Renaud se queda en la sombra, haciendo gala de exquisita modestia. Su donaire, su naturalidad, me ponen inmediatamente cómodo. No siento, ni en uno ni en otro, ninguno de los insoportables defectos de los actores. Lo bastante valerosos para no dejar de ser sencillos.
Volví a verlos a ambos, la víspera de mi partida; almorzamos los tres, invitado por ellos, en un muy buen restaurante de la plaza donde empieza la ancha avenida del Prado. Barrault me invita con insistencia a terminar para él mi traducción de Hamlet, y me inspira tal confianza que querría ponerme a trabajar sin tardanza. Me entero con gran placer de que es íntimo amigo de Sartre. Junto a ellos, por una violenta simpatía, siento rejuvenecer mis esperanzas.
22 de junio
Ya no me esfuerzo mucho por trabajar, consciente de no escribir nada que valga la pena. ¿Me queda algo que decir?, ¿alguna obra que cumplir?… ¿Para qué puedo servir en adelante? ¿A qué estoy destinado?
3 de agosto
Conocí en Túnez, el pasado junio, dos noches de placer como ya no pensaba que conocería a mi edad. Las dos maravillosas, y la segunda aún más sorprendente que la primera. F., a la hora del toque de queda, había venido a verme a mi habitación de hotel, de la cual la suya estaba felizmente muy cerca. Dice tener quince años y no parece tener más. Aún más bello de cuerpo que de cara. Me había fijado en él desde el día de mi llegada, pero parecía tan arisco que apenas me atrevía a hablarle. Aportó al placer una especie de lirismo alegre, de frenesí divertido, en el que entraba sin duda casi tanto asombro novicio como glotonería. No se trataba de complacencia por su parte, pues tomaba en el juego tanta iniciativa como yo. Mi edad parecía preocuparle tan poco, que yo mismo llegaba a olvidarla, y no recuerdo haber saboreado nunca voluptuosidad más plena y más fuerte. No me dejó, de madrugada, sino cuando le pedí que me permitiera dormir un poco. Esa primera noche había venido porque le invité. La segunda, cuatro días más tarde, vino por su cuenta y sin que yo le hubiera llamado. Una tercera, algunos días más tarde, volvió a llamar a mi puerta nuevamente… ¡Cuánto me reprocho hoy no haberle dejado entrar!; por miedo a no volver a hallar, quizá, un júbilo tan perfecto y de estropear por sobreimpresión aquel recuerdo. Luego se fue de vacaciones y no pude volverle a ver.
Habría querido charlar más con él (pero ¡estábamos tan ocupados!), conseguir saber si no estaba fanfarroneando cuando hablaba de sus aventuras con las mujeres. Juraría que es virgen, y que eso le avergonzaba un poco. Sus arrebatos eran de una frescura que, creo, no puede engañar; lo mismo que… (¿me atreveré a decirlo?) su agradecimiento. Todo su ser cantaba: gracias.
Convencerse de que es absurdo prestar a otros los propios sentimientos; y particularmente en materia amorosa. Ciertamente muchos seres, cuando aún son jóvenes, no tienen ninguna necesidad de juventud y de belleza en su cómplice, para alcanzar con él, gracias a él, la cima del éxtasis, a la cual su juventud y su belleza nos invitan.
Septiembre
De nuevo en Bu-Said. Gracias a los encantadores anfitriones que me alojan, encuentro aquí reposo, comodidad, tranquilidad, salvación. Desde la terraza de la villa, miro cómo desfallece la llanura. Extenuante calor, que me avergüenza soportar tan mal. Y, por primera vez en mi vida sin duda, aprendo a conocer lo que llaman la nostalgia. Pienso en los misteriosos bosques de La Roque, donde el niño que yo era no se aventuraba sino temblando; en los alrededores del estanque atestados de plantas en flor; en las brumas del anochecer encima del riachuelo. Pienso en el hayedo de Cuverville, en los grandes vientos de otoño que arrastran las hojas rojizas; en los gritos de las cornejas; en la meditación de la noche, junto al fuego, en la tranquila casa que se duerme… Todo lo que debo a Em. me vuelve al corazón y pienso constantemente en ella desde hace algunos días, con la nostalgia, el remordimiento, de haberme quedado tan a menudo y hasta tal punto atrás respecto a ella. ¡Cuántas veces he debido de parecerle duro, insensible! ¡Qué mal he respondido a lo que ella tenía derecho a esperar de mí!… Por una sonrisa suya hoy, creo que abandonaría la vida, este mundo en el que no podía alcanzarla…
“
7 de octubre
Estamos en mes de ramadán. En la plataforma de un tranvía, un señor francés fuma un cigarrillo. A su lado, un árabe muy bien vestido le dice:
—Tira el cigarrillo.
Y como el francés no da muestras de haber oído, el árabe repite, más imperativamente:
—Tira el cigarrillo.
El francés mira al árabe y sigue fumando. Entonces el árabe levanta la mano, arranca el cigarrillo de entre los labios del francés y lo tira lejos. El francés se enfada:
—Voy a poner una denuncia.
Y el árabe contesta:
—Me importa un comino.
Ésta es la situación; he aquí adónde nos han llevado tantas torpezas acumuladas, multiplicadas, durante tantos años de protectorado.
Hace cincuenta años, yo desembarcaba en Túnez por primera vez. Todos los niños, en esa época, hablaban francés, y bastante bien. Desde entonces, en cada uno de mis nuevos viajes por Túnez, he podido comprobar penosamente que Francia perdía terreno, y me he enterado de nuevas torpezas cometidas por la administración o por las autoridades, nuevas vejaciones absurdas ejercidas por los colonos sobre los indígenas. Cosechamos hoy el creciente descontento sembrado por tantas estupideces y maldades. Aunque el aspecto de la ciudad haya perdido mucho de su carácter, me siento, aquí, mucho menos en territorio francés que antaño; me siento extranjero, mal visto, ya no tan amado como temido, soportado a duras penas y… provisionalmente.
¿Dónde está el tiempo en que, mezclándome con el pueblo árabe, no encontraba en él sino atención deferente, simpatía, amabilidad y sonrisas afables, a las que me complacía en hacer inmediatamente eco? He llegado al extremo de no atreverme ya a entrar y sentarme en un café moro. ¡Qué dulce era poder sentirse orgulloso de ser francés!
”
19 de octubre
Corydon sigue siendo a mis ojos el más importante de mis libros; pero es también aquel al que pondría más objeciones. El menos logrado es el que más importaba lograr. Sin duda me equivoqué al tratar irónicamente cuestiones tan graves, en las que no se suele reconocer más que un motivo de reprobación o de broma. Si volviera a ellas, la gente creería sin duda que me obsesionan. Se prefiere silenciarlas, como si no desempeñaran en la sociedad más que un papel desdeñable y como si desdeñable fuera en la sociedad el número de los individuos atormentados por ellas. Y sin embargo ese número, cuando comencé a escribir mi libro, lo creía mucho menos importante de lo que ha resultado ser y de lo que es en realidad; menos sin embargo en Francia, quizá, que en muchos otros países que he podido conocer más tarde; pues en ningún otro sin duda (exceptuando España) el culto a la mujer, la religión del amor y cierta tradición de galantería, marcan tanto las costumbres, inclinan tan servilmente la conducta. No hablo evidentemente aquí del culto a la mujer en lo que tiene de profundamente respetable, ni tampoco del amor noble; sino del amor envilecedor y de lo que hace que se sacrifique a las faldas y a la alcoba lo mejor del hombre. Esos mismos que se encogen de hombros ante esas cuestiones son los que proclaman que el amor es lo más importante que hay en la vida y encuentran del todo natural que el hombre subordine a él su carrera. Se trata naturalmente aquí, para ellos, del amor-deseo y del placer; y, a sus ojos, el deseo es rey. Pero, según ellos, ese deseo pierde todo valor en cuanto deja de ser conforme: si no es como el que ellos sienten, no merece ser tomado en consideración. Están muy seguros de sí mismos: tienen la Opinión a su favor.
Creo sin embargo haber dicho en ese libro más o menos todo lo que tenía que decir sobre ese tema importantísimo, y que no se había dicho antes de mí; pero lo que me reprocho es no haberlo dicho como debía decirse. ¡No importa! Ciertos espíritus atentos sabrán descubrir más tarde lo que hay en esa obra.
22 de octubre
Creía conocer bien La mujer de treinta años. ¿Balzac ha escrito alguna vez algo peor? Es desconcertante. (Marquesa de Aiglemont y Charles de Vandenesse.) Particularmente la historia del corsario: cap. V, «Los dos encuentros».
Leo seguidamente Una hija de Eva (madame Félix de Vandenesse y Raoul Nathan), donde, entre mucho fárrago, algunas excelentes escenas. Después La mujer abandonada (madame de Beauséant y el apuesto Gaston de Nueil). El caso de Balzac es realmente uno de los más extraordinarios, uno de los más inexplicables, de nuestra literatura; de todas las literaturas.
12 de noviembre
Ocupación de la Francia «libre» por Alemania; del norte de África por EE.UU[254]… Los acontecimientos me quitan las ganas de decir nada. Como siempre, tentado de pensar que esto no tiene ninguna importancia, en el fondo, y no me interesa, aunque en ello me vaya la vida.
30 de noviembre
Las fuerzas alemanas e italianas ocupan Túnez. En las calles, un gran ajetreo de camiones, de carros, de tanques y de cañones de la D.C.A.[255] Cada día llegan nuevos barcos cargados de municiones y tropas. Los americanos, de los que se anunciaba que ayer debían entrar en la ciudad, siguen sin moverse de donde están, no lejos de Túnez seguramente; pero me imagino que van a topar con una muy fuerte resistencia a la que han dejado tiempo de organizarse. Sin duda las fuerzas del Eje están atrapadas aquí como en una ratonera; pero, rodeadas, se puede prever que lucharán mucho tiempo antes de rendirse, y no puedo compartir el optimismo de mis amigos. Sin duda los americanos esperan que lleguen refuerzos de aviación suficientes para asegurarles una superioridad numérica aplastante antes de entrar en combate y antes que nada se ocuparán de doblegar Bizerta. Se afirma que los alemanes están desesperados; pero desconfío mucho de esa tendencia de algunos a ver como ya realizado lo que desean…
1 de diciembre
El libro de Ernst Jünger sobre la guerra del 14, Tormentas de acero[256], es incontestablemente el más bello libro de guerra que he leído; de una buena fe, de una veracidad, de una honradez perfectas. Lamento mucho no haberlo conocido aún (ni ese otro que leí en Sidi-Bou-Saïd: Caminos y jardines) antes de recibir su visita en la calle Vaneau (que él menciona en este último libro). Le habría hablado de modo muy diferente.
4 de diciembre
«Agarra bien lo que tienes…» ¡Todos esos bienes de los que me he dejado desposeer! Me vanagloriaba, cuando era más joven, de no lamentar nunca nada. Pero ahora, soy como un árbol cuyas ramas se han ido poco a poco despojando; y el recuerdo de los tesoros de los que estaba cargado, a veces me llena el corazón. Los placeres vinieron a posarse sobre mí como pájaros de paso. Para acogerlo todo, vivía con las manos abiertas y no he sabido cerrarlas en torno a nada. Por lo menos he aprendido a juzgarme sin indulgencia, y aún más severamente de lo que lo haría un enemigo.
5 de diciembre
Los fragmentos del discurso de Mussolini, que da el diario germanófilo de Túnez, son de tal naturaleza que justifican las despectivas vituperaciones de la radio inglesa. No cabe imaginar nada más necio, más falso, más chato. Imposible que no haya, en la misma Italia, cantidad de gente lo bastante sensata e instruida para sufrir al leerlo.
Los alemanes se comportan aquí, forzoso es reconocerlo, con una dignidad notable[*] y que convierte en tanto más escandaloso el descaro indisciplinado de los soldados italianos. Éstos, pasadas las 6 de la tarde, se arrogaban el derecho de tirar a cubierto sobre los transeúntes retrasados; lo que les valió, dicen, vivos reproches de la Kommandantur. «Lo hacen por miedo», dice Amrouche, que podría muy bien tener razón; pero también es que el discurso del Duce se les sube a la cabeza e intentan demostrar que son ellos los que mandan en Túnez. Nada iguala el desprecio que sienten hacia ellos los soldados alemanes, como no sea el odio con que los soldados italianos se lo pagan, diga lo que diga Mussolini.
7 de diciembre
Ayer, día tibio; el cielo, sin una sola nube, irradia un esplendor pacífico, una serenidad tierna y como amorosa, que llegan a hacerle dudar a uno de la guerra y de este entorno de horror. Esta mañana, cielo nublado; por fin un poco de lluvia, tan esperada para la siembra, pero muy insuficiente todavía. Acabé de leer, por tercera o cuarta vez, el extraordinario Primo Pons; tras lo cual podré dejar a Balzac, pues no tiene nada mejor.
11 de diciembre
En las calles de Túnez, cantidad de soldados italianos y alemanes; los primeros, abúlicos, macilentos, con uniformes ajados, sin modales y siempre dispuestos a la insolencia; los alemanes, bien equipados, limpios, disciplinados, de expresión a la vez sonriente y resuelta; han recibido sin duda la consigna de mostrarse amables y atentos con la población civil, de hacer desear su reino, y están haciendo lo necesario para ello. Por todas partes municiones, armamentos considerables… Me temo que va para largo.
Los comunicados oficiales son, por una parte y por otra, de lo más contradictorios: no anuncian más que victorias, retiradas del adversario, cerco del enemigo. El espíritu se asfixia en esta atmósfera de mentira organizada.
12 de diciembre
El número de soldados alemanes es prodigioso. Realmente «ocupan» la ciudad. La plebe musulmana se muestra obsequiosa hacia ellos, que por lo demás, en su mayoría, mantienen una gran dignidad. ¡Qué no daría yo por seguirlos, por charlar con ellos! Pero sería, por una y otra parte, «comprometerse». Todo y cualquier cosa puede hoy por hoy tener graves consecuencias; la prudencia nos paraliza.
14 de diciembre
Esta mañana, tiempo espléndido como tras una noche de amor. Pero fue un bombardeo grave. En tres ocasiones, desde la ventana del salón, contemplé largamente las extrañas iluminaciones del cielo… Un enorme incendio, en La Goulette, duró casi hasta el alba: barco de municiones italiano, se cree. Exaltación salvaje, elemental, a la vez irreprimible e inconfesable, causada por el destrozo, y que despierta lo más sombríamente primitivo que hay en nosotros. ¡Y si encima se mezcla con ello el misticismo, es para echarse a temblar!…
Los partidos adversos, en un país, son comparables a esos dientes de roedores que se desgastan recíprocamente uno contra otro y de los que uno crece indefinidamente, hasta provocar la muerte, cuando el diente adverso falta. Importa mantener la oposición.
17 de diciembre
Ayer, por fin una noche tranquila. Durante la anterior, dejando que la abuela y el nieto[257] se instalaran en el sótano, contemplé largamente el sobrecogedor espectáculo. Desde las ventanas del salón, al lado de la habitación de monsieur Reymond, que es la que ocupo, la vista se extiende hasta las alturas de Sidi-Bou-Saïd. Las anchas estrellas de los cohetes iluminaban el lago de Túnez y La Goulette, donde las bombas abrasaron un depósito de municiones cuyo incendio sacudía el horizonte con espasmódicas claridades rojas. Otras bombas cayeron en el puerto y, no lejos de nosotros, en la ciudad, provocando explosiones que hacían temblar las paredes. Los ramilletes de balas trazantes de la defensa aérea surcaban el cielo. No podrían imaginarse más espléndidos fuegos artificiales. Por miedo a perderme algún detalle, me había acostado vestido y no dormía más que con un ojo; a cada nueva explosión, saltaba de la cama a la ventana del salón, con el corazón latiéndome no de miedo (y es aquí donde reconozco que ya no estoy muy apegado a la vida), sino de una especie de estupor y de pánico, de espera hecha a la vez de aprensión y de esperanza.
18 de diciembre
El joven y muy simpático Charles Pérez, que se había ofrecido estos últimos tiempos como secretario, no ha podido trabajar conmigo desde hace seis días, ocupado como está por los cuidados que prodiga a los heridos en calidad de scout-enfermero. Algunos jóvenes judíos de aquí, que conozco, parecen tomarse muy a pecho lo de protestar, por sus virtudes cívicas, su celo y su abnegación, contra el abominable ostracismo del que son objeto. En el liceo, son los judíos los que se mantienen a la cabeza de todas las clases, los más trabajadores, y, si no los más inteligentes quizá, al menos los más flexibles, los más asimiladores, los más aplicados. Cuando cese la persecución, serán ellos quienes, con todo el derecho, ocuparán los más altos puestos; y a los antisemitas les resultará muy fácil protestar, exclamando: Bien veis cuánta razón teníamos de excluirlos.
26 de diciembre
AVISOS en tres lenguas (francés, árabe e italiano) han sido fijados en abundancia sobre las paredes de la ciudad. En ellos se hace saber a los israelitas que tendrán que pagar, antes de fin de año, la suma de VEINTE MILLONES como ayuda a las víctimas de los bombardeos angloamericanos de los que ellos son responsables, pues «la judería internacional», como es bien sabido desde hace tiempo, «ha querido y preparado la guerra». (Las víctimas judías son naturalmente excluidas del número de personas que hay que socorrer.) Los firma el «general Von Arnim, comandante de las fuerzas del Eje en Túnez».
8 de enero
En las calles de Túnez, por las que camino sin rumbo, ¡qué humanidad miserable! Ni un solo rostro que le alegre a uno los ojos. Hombres y mujeres, tanto italianos como árabes, preocupados, como marchitos, miserables, de los que muchos, a última hora de la tarde, llevan maletas, capachos, colchones y mantas para la acampada de la noche. Niños enclenques. Pobre ganado temeroso y acosado.
Se han requisado los caballos, los asnos y las mulas. No quedan otros vehículos que los automóviles italianos o alemanes que van a toda velocidad; todos los coches franceses han sido requisados por el ejército. La electricidad ha sido cortada de nuevo. He vuelto a casa y, no sabiendo qué hacer, escribo esto a la luz insuficiente de una vela. Chacha[258] circula por el pasillo tarareando cancioncillas vivarachas. ¡Ah, saber qué tal van los ojos de Dorothée, la rodilla de madame Théo, los riñones de Roger M. du G., el hígado de Jacques, el asma de Marcel![259]…
Y eso suponiendo que aún estén vivos. ¿A quién voy a encontrar allá, y en qué estado?…
11 de enero
Todo lo que ella [Madeleine] esperaba de mí, y que no supe ofrecerle; qué digo: lo que le debía… hay días en que pienso en ello sin cesar. ¡Ah!, si el alma es, como tú deseabas convencerme de que lo es, inmortal, y si la tuya dirige aún hacia mí su mirada, que sea para saber que me siento hacia ti en estado de deuda eterna… Pero no; para mí, que no puedo creer en otra vida, no es así como se presenta mi remordimiento: simplemente pienso con tristeza en todas las atenciones que habría debido tener con ella, y sigo y seguiré esperando la sonrisa con la que me habría recompensado. ¡En qué estado de ceguera he vivido!
20 de enero
[…] Una ocasión inesperada, y la última sin duda, de volver a Francia: me ofrecen una plaza en uno de los aviones que debe repatriar a algunos oficiales y algunos civiles. Juego conmigo mismo el juego de la perplejidad, sabiendo muy bien, en el fondo, que no aceptaré. La partida que se juega aquí mismo es demasiado fascinante, y mi suerte está atada a la de estos nuevos amigos cuya vida comparto desde hace más de seis meses. Tendría la impresión de desertar. Esta partida, de la que he visto el principio, y que he seguido día a día, quiero seguirla hasta el final, y aunque termine por ser víctima de ella. Pues no puedo creer que no nos esperen días muy duros. Incluso si los alemanes se retiran (lo que no es muy de esperar), los italianos, creo, defenderán Túnez, «su Túnez», con la rudeza que puede esperarse de ellos, exasperados por la pérdida sucesiva de todas sus posesiones africanas. ¿Tendremos que conocer aquí las angustias de un asedio y el bombardeo por la artillería? ¿Veremos el combate en las calles, la rebelión de los indígenas contra los franceses, la ejecución de los sospechosos, el saqueo de las tiendas, de los pisos, las matanzas?… Estoy preparado para todo, y para lo peor, y mi imaginación no descansa.
29 de enero
Cuando, al terminar la retórica, empecé a salir y a frecuentar algunos salones, pronto entendí que lo que más se echa en falta en ellos, es un oído, pues cada uno está mucho más atento a lo que él mismo dice que a lo que dicen los demás. Nada los halaga más que el interés que uno siente, o parece sentir, por sus discursos. Yo cuidaba poco los míos, ya que sólo la escritura me importaba, y puse todo mi amor propio en convertirme en un perfecto escuchador. («Usted escucha con los ojos», me decía Wilde.) Por eso tuvieron buena opinión de mí, aunque fuese tan callado. Pero ahora, con la edad, es a mí a quien la gente escucha; y resulta que me explico tan mal, que decepciono en cuanto abro la boca. Todo lo que me importa, lo que me tomo a pecho, se queda muy lejos de mis labios, como inalcanzable, mientras que de ellos no salen más que banalidades, simplezas. No valgo más que ante el papel en blanco. Cada vez me complace menos la conversación, lo que se llama «intercambiar ideas», excepto con algunos y escasos amigos íntimos. La mayor parte de las veces, no intento más que halagar, para caer en gracia: el deseo de ser amado me atormenta. ¡Qué debilidad! ¡Y cuánto admiro a los que, como Victor, no se preocupan lo más mínimo de eso! Por suerte no sucede lo mismo con mis escritos, en los que hago caso omiso de ese deseo y me inquieta muy poco el «qué dirán». Al menos así lo hacía en la época en que aún se podía escribir y publicar libremente. Si me hubiera comportado con la pluma como con la lengua, mis escritos carecerían de valor, aunque habrían cosechado sin duda un mayor, y sobre todo más rápido, éxito.
4 de febrero
El 2 de febrero se completa el aplastamiento del ejército alemán en Stalingrado, tras una heroica y vana resistencia. ¿Cuáles pudieron ser los sufrimientos de esos soldados sacrificados, no teniendo ya ni siquiera la esperanza de que su muerte pudiera contribuir a la victoria? ¿Qué han podido pensar del hitlerismo y de Hitler, durante su agonía? Pero ¿qué piensa de ello el mismo Hitler?
5 de febrero
Boswell[260] es incontestablemente superior a Eckermann. Lástima que Johnson sea hasta tal punto inferior a Goethe. Su sabiduría es admirablemente representativa de la de su época, pero nunca se eleva por encima de ella. Tiene bromas y réplicas muy sabrosas, pero uno le escucha sin verdadero provecho y siente constantemente los límites de su genio. Encorsetado además por el credo al que se sujeta sin cesar; pero uno duda si, libre de ese corsé, habría sabido aventurarse muy lejos. Sigue siendo en todas las ocasiones escritor, y uno se lo agradece. Su lenguaje es rico, lleno de imágenes, consistente, numeroso y como suculento; el de Swift, en comparación, resulta descamado. No importa: si Johnson parecía dominar su época, era, creo, sobre todo por su masa. La aplastaba.
8 de febrero
Días de espera y de impaciencia. Me niego a compartir esa certeza que los comunicados de Londres y de América se esfuerzan en propagar y sobre la cual parece que los ejércitos angloamericanos reposan. Esas posiciones en Túnez, de las que habrían podido apoderarse fácilmente por sorpresa, parece, han dejado a los alemanes todo el tiempo para fortificarlas, y día a día el menor avance se hace más difícil y costoso. Intentamos persuadirnos de que esas moratorias son queridas, que forman parte de un plan sabiamente elaborado de acuerdo con los soviets, para mantener importantes fuerzas alemanas lejos del frente ruso, donde el ejército rojo hace maravillas; o más sencillamente, de que las provisiones americanas y los refuerzos no se juzgaban aún suficientes… todo, antes que reconocer en ese estancamiento, impericia, falta de reflejos, apatía. Sin embargo, el desánimo de los alemanes es manifiesto, y su rencor contra los italianos crece. El escaparate de la librería italiana que, estos últimos días, exponía fotografías del rey, de la reina, del príncipe de Piamonte y del Duce, apareció ayer destrozado a ladrillazos. ¿Quién lo hizo? ¿Alemanes? Se cree más bien que fueron italianos antifascistas. El número de éstos aumenta, mientras que disminuye, entre los partisanos, la confianza en un triunfo del Eje. En cuanto se empieza a pensar que podría perderse la partida, se querría no haberla empezado; se siente también que es demasiado tarde ahora para retirarse. No hay vuelta de hoja: tendrán que beber el amargo cáliz y apurarlo hasta la hez.
Esta mañana, la radio anuncia la reconquista de Kursk[261]. Se combate en los suburbios de Rostov.
10 de febrero
Triste necesidad de injuriar, de envilecer al adversario; necesidad común igualmente a ambos partidos y que hace que me resulte a veces tan penoso escuchar los programas de radio, tanto los de Londres y de América como los de Berlín o de París-Vichy. ¡Vamos! ¿De veras pensáis que toda la inteligencia, la nobleza de corazón y la buena fe están solamente en vuestro bando? ¿No hay del otro lado sino viles intereses y estupidez? ¿O me diréis quizá que es bueno convencer de ello al pueblo, el cual, de lo contrario, no combatiría con tanto ardor? Importa convencer al soldado de que aquellos que se le invita a degollar son bandidos indignos de vivir; si pensara que son personas valerosas y honradas como él, antes que matarlos se le caería de las manos el fusil. Se trata de activar el odio, y se sopla sobre las pasiones para llevarlas a la incandescencia. Para exterminar bestias, hacen falta bestias; y en bestias se intenta convertirlos. El reconocimiento de las cualidades y virtudes del enemigo ha sido siempre mi debilidad, y eso puede hacerme pasar por traidor ante los partidarios de uno y otro bando. Es precisamente ése el motivo por el que hoy me callaría, aunque me fuese dado hablar. Hoy la mentira campa por sus respetos, y sólo a ella se prestan oídos. Y todo lo que digo al respecto es absurdo…
18 de febrero
Acabé anoche el Boswell. Esas mil trescientas páginas se leen casi sin ningún momento de fatiga o de aburrimiento. Hasta qué punto esa robusta inteligencia de Johnson se ve anquilosada o frenada por sus convicciones religiosas y su perpetuo temor a desbordarlas, es algo que el mismo Boswell reconoce implícitamente, y eso que comparte sus convicciones; por ellas, dice, «he has perhaps, at an early period, narrowed his mind somewhat too much, both as to religión and politics» («quizá, en la primera época, estrechó su mente demasiado, tanto en lo tocante a la religión como a la política»). Y no es uno de los menores intereses de ese libro el de permitirnos asistir al estrechamiento voluntario de ese hermoso pensamiento libre. «He was prone to superstition, but no to credulity» («Era proclive a la superstición, pero no a la credulidad») dice excelentemente Boswell. Es ahí donde su libro resulta más instructivo, a su pesar: vemos, ejemplarmente, cómo un vigoroso espíritu puede quedar trabado por el dogma. […]
20 de febrero
Los aliados se dejan arrebatar Gafsa[262], retroceden más allá de Sbeïtla, no han podido cortar la retirada de Rommel que ahora se ha unido al grueso de las fuerzas alemanas. La tapa se cierra sobre nosotros y se duda si algún día conoceremos la liberación. En Túnez mismo, se arresta a quienes la desean, a los sospechosos de desearla. No se los puede arrestar a todos, y uno se pregunta por qué motivo eligen a éste o a aquél. Sin embargo, la población árabe, se dice, empieza a cambiar de opinión, a volverse contra aquellos a los que en un principio festejaba, a echar de menos la protección francesa, desde que la dominación alemana estrangula y vacía hasta tal punto el mercado: los víveres escasean cada vez más, los precios aumentan, hasta la harina está contada. El descontento crece y se tiene noticia, por aquí y por allá, de altercados en las calles; en la mayoría de los casos, por lo demás, tienen lugar entre soldados alemanes e italianos. Desgraciadamente nuestro aparato de radio está estropeado y tengo que ir a enterarme de las noticias a casa de nuestro amable vecino, monsieur Amphoux.
Creía que no podría seguir soportando el mal humor y las insolencias de Victor[263]; había ido ya al Tunisia-Palace para intentar conseguir un nuevo refugio, cuando, hoy, el encantador Patri, profesor de filosofía, ha venido muy amablemente a ofrecerse a alojarme. Pero entre tanto, Chacha hacía irrupción en mi cuarto, habiéndose enterado, no sé cómo, de mis intenciones de partida, espantada ante la idea de tener que quedarse sola con su terrible nieto:
—Se lo ruego, monsieur Gide, ¡no se vaya, no me abandone! ¿Qué sería de mí? Yo también me iría. Además Jeanne le dijo ayer a Victor que, si usted nos deja, dejaría de servirnos y se le confiaría entonces a su abuelo. El piso vacío sería ocupado por los alemanes que lo saquearían todo… etc.
Me he dejado enternecer y he prometido esperar un poco. A veces, pero no siempre, maldigo la endemoniada idea que tuve de venir aquí; pienso entonces con angustia en aquellos a los que he dejado en Francia y que tal vez no volveré a ver; me inquieta esa oscuridad creciente que los envuelve, que los esconde, que nos ahoga… Pero a veces también me felicito de encontrarme en un punto en el que se juega, va a jugarse, una partida quizá decisiva…
5 de marzo
Había confiado a Hope Boutelleau[264], que se ofrecía a dactilografiarlos, dos cuadernos de mi diario. El primero ha caído en manos de la policía italiana. No tengo muchas esperanzas de volverlo a ver; pero al menos subsiste la versión a máquina que ella había tenido tiempo de realizar. El segundo, con mucho el más importante y aún no transcrito, que pudo sustraer al registro, Hope espera poder devolvérmelo hoy; pero no dejo de temer que algún italiano, engolosinado por el primero, intente apoderarse de él. No creo que la policía encuentre en éste nada de lo que acusarme, como tampoco en el primero; pero basta con que algún… aficionado se dé cuenta del valor mercantil de esos manuscritos…
¿Y volveré a ver alguna vez los papeles que dejé en París? Creo, espero, que Arnold Naville[265] habrá puesto en lugar seguro la correspondencia de Valéry, de Claudel y de Jammes. No me consolaría de que las cartas de Valéry se perdieran. Yo había separado todo lo relativo al ultimátum de Claudel respecto a Los sótanos del Vaticano (cartas conminatorias de Claudel, horrorizadas de Jammes, y copia de mis respuestas); ese curioso episodio tiene para mí gran importancia. Más importante aún, el manuscrito relativo a Em., en el que había transcrito las páginas no publicadas de mi diario y todo lo concerniente a esa parte suprema de mi vida, que la explica y la aclara. Dejados también en mi mesa los cuadernos confidenciales de Luxor. (Deseo la publicación de esos escritos; pero impresos solamente en un pequeño número de ejemplares.) Y todos los documentos relativos al «pastor»[266]… Por último, todos los cuadernos manuscritos que fueron la materia prima de mi Diario y de mi Viaje al Congo (de este último numerosas páginas han permanecido inéditas). Más cantidad de hojas volantes inéditas.
6 de marzo
Los huevos están a 96 francos la docena. Por la carne se pagan de 100 a 140 francos el kilo; por las naranjas 39 a 42 francos el kilo. Jeanne nos servía ayer una coliflor de 50 francos. Cada uno tiene derecho a ¡UNA caja de cerillas al MES! El pan está a 5,55 francos el kilo; a cada uno le corresponden 500 gramos cada dos días.
16 de marzo
Leído con vivísimo interés (y por qué no atreverme a decir: con admiración) The Maltese Falcon de Dashiell Hammet, del que ya había leído, pero en traducción, la sorprendente Cosecha roja, el verano pasado, muy superior al Falcon, al Thin Man y a una cuarta novela, manifiestamente escrita por encargo y cuyo título no recuerdo en este momento. En lengua inglesa, o al menos americana, numerosas sutilezas de los diálogos se me escapan; pero en la Cosecha roja, esos diálogos, conducidos de mano maestra, darían una lección a Hemingway y al mismo Faulkner; y todo el relato lo lleva con una habilidad, un cinismo implacables… Es, en ese género muy particular, lo más notable que he leído, me parece. Tendría curiosidad por leer la inencontrable Llave de cristal que me recomendaba tan calurosamente Malraux.
26 de marzo
La ofensiva está desencadenada desde hace algunos días y la batalla causa estragos en el sur. Pero, tras un primer éxito, que hizo creer que estaba rota la «línea Mareth»[267], puerta de entrada de Túnez [país, no ciudad], falla tras la cual el ejército de Rommel se había atrincherado, un contraataque alemán había casi inmediatamente devuelto las fuerzas angloamericanas a sus primitivas posiciones. Sin embargo, esa «línea Maginot» de Túnez, o mejor dicho esa «línea Siegfried», era rodeada por el norte, y fuerzas anglofrancesas, tras haber reconquistado Gafsa, avanzan para cortarle la retirada a Rommel. Se esperan noticias con angustiosa impaciencia. Un discurso de Churchill da a entender que la lucha será larga y difícil. […]
11 de abril
He releído pacientemente, de cabo a rabo, el interminable Vanity Fair. Me habría faltado tiempo, en Francia; aquí, nada me reclama; todo es ocio, durante la espera. (Y hasta quiero retomar algún Walter Scott.) Pero dudo si, en mi juventud, continué hasta el final la lectura de la novela de Thackeray, o si la traducción que leía a los veinte años no estaba muy abreviada. La cantidad de reflexiones ociosas dan un aire pasado de moda bastante irritante a esa novela de la que sólo algunos capítulos siguen siendo notables. Esmond me parece muy superior (al menos a juzgar por el recuerdo que guardo de ella).
Bastante decepcionado por la relectura de House of the Seven Gables, que comienzo inmediatamente después. Menos sensible al halo poético del que Hawthorne sabe envolver nuestro mundo exterior, que a la lentitud a menudo exasperante del avance de su relato. Es un viaje en diligencia, con frecuentes paradas en los mesones, y que me hace pensar en los versos de Vigny:
Adieu, voyages lents, bruits lointains qu’on écoute…
… les retards de l’essieu.
Un ami rencontré, les heures oubliées…
L’espoir d’arriver tard dans un sauvage lieu.[268]
[Adiós, viajes lentos, ruidos lejanos que uno escucha…
… los retrasos del eje.
Un amigo encontrado, las horas olvidadas…
La esperanza de llegar tarde a un lugar salvaje.]
Ese modo de locomoción, ciertamente, tenía su encanto; pero el hábito adquirido de la velocidad me vuelve sobre todo sensible a los «retrasos del eje». Además: literatura de reflejo. Y lo que más saboreo, en la literatura americana de hoy, es el contacto directo con la vida.
13 de abril
Los misioneros protestantes en el Á.E.F. [África Ecuatorial Francesa] y en el Camerún se mostraban más escrupulosos, en general, que los católicos, en lo tocante a los medios empleados para la conversión de los negros; los católicos se preocupaban más por el número que por la calidad de los catecúmenos. Sin embargo, en Yaundé (creo), Maistre[269] me decía que recurría de buena gana a la representación cinematográfica de los milagros; no comprendía que yo pudiera considerar desleal esa práctica. Eso era, le decía yo, abusar de la ingenuidad y de la ignorancia de unos espectadores incapaces de advertir el trucaje. Pero él, Maistre, creía firmemente en la realidad de los milagros y no podía admitir que hubiera impostura en la reconstitución artificial de los mismos. Mi reprobación procedía solamente de mi incredulidad, creía él; si yo hubiera reconocido que el milagro había tenido lugar, consideraría legítima su representación. Para él, creyente, la cuestión ni siquiera se planteaba.
19 de abril
El arte: llamado a desaparecer de la faz de la tierra; progresivamente; completamente. Era cosa de una élite; algo impenetrable para «el común de los mortales». A éstos las alegrías vulgares. Pero hoy, incluso la élite bate en brecha sus privilegios; ya no admite que nada le sea reservado. Por magnanimidad algo necia, los mejores de hoy desean: lo mejor para todos.
Imagino que vendrá el tiempo en que el arte aristocrático cederá su lugar a un bienestar común; en el que lo individual no encontrará ya razón de ser y se avergonzará de sí mismo. Hemos podido ver ya, en Rusia, cómo se condena lo que manifiesta un sentimiento particular, y no se admite más que aquello que puede ser entendido por cualquiera; lo que fácilmente se convierte en: cualquier cosa. La humanidad se despierta de su embrutecimiento mitológico y se aventura en la realidad. Todos sus sonajeros infantiles van a ser relegados al desuso; los que llegan no comprenderán siquiera que, durante siglos, sus antecesores se entretuvieran con ellos.
… Withdrawing himself into some obscure retirement and patiently expecting the return of peace and security. [… Retirándose a algún oscuro refugio y esperando pacientemente el retorno de la paz y la seguridad.] Gibbon, cap. XVI[270].
20 de abril
Releo Richard the Second, en cuanto he terminado de leerlo, casi entero. Uno de los más imperfectos, de los menos construidos de Shakespeare, pero uno de los más extraños, de los más cargados de poesía.
¿Qué hacer con un verso como:
Rouse up thy youthful blood, be valiant and live
[Alzate, sangre joven, sé valerosa y vive]
que no consigo escandir de manera satisfactoria?
Días que parecen robados a la vida… Ocho llevo ya en este retiro, bastante lúgubre, a pesar de la suma amabilidad de mis anfitriones y compañeros de cautiverio[271]. Ellos llevan ya seis meses enclaustrados, no atreviéndose ni a sacar la nariz por la ventana, ni sobre todo a aparecer en el balcón, dominado por las terrazas vecinas; aún menos arriesgarse a salir a la calle, donde se expondrían a las redadas masivas. Que mi propia persona sea objeto de busca y captura por parte de las autoridades alemanas, no está del todo demostrado. ¿Detenido como sospechoso? ¿De qué? No; pero quizá una buena presa en tanto que testigo susceptible de hablar y que prefieren no ceder a los ingleses. Eso me dijeron, bruscamente, y que haría mejor en esconderme como tantos otros sin tardanza. Aunque me cueste convencerme de que, llegado el caso, mi persona o mi voz pueda ser de alguna importancia, más valía no correr el riesgo de un viaje y estancia obligados en Alemania o en Italia.
Cantidad de rehenes, de indeseables o de sospechosos son devueltos a Francia, estos últimos tiempos; pero muchos de los aviones que los transportan son abatidos en vuelo y no se ve partir ningún convoy sin ansiedad.
23 de abril
Toda la noche, a partir de las 10, el lejano cañoneo ha hecho temblar el suelo en un indistinto gruñido continuo. Una especie de angustia, tanto moral como física, me ha mantenido desvelado y como al acecho, hasta la madrugada, intentando imaginar el infierno y dudando si es peor en el bando alemán o en el inglés…
Vivimos, aquí, sin electricidad y, por tanto, sin noticias de la radio; con frecuencia sin agua, casi sin alcohol, ni gas, ni aceite, sin más que un resto de provisiones casi agotado, mal sostenidos por unas comidas cada día más insuficientes, traídas de fuera gracias a la diligencia y a la abnegación de la familia política del incomparable Flory[272].
1 de mayo
Desafiando las consignas, salí ayer, sin por lo demás encontrar a nadie en la escalera ni a la ida ni a la vuelta. Durante media hora he vagabundeado por el barrio, sin ningún placer: sol agobiante, aire pesado, todo me ha parecido feo, cosas y personas. Por poco me atropellan cuando cruzaba una calle. Ningún placer; contento de volver a mi gruta.
3 de mayo
Los anglosajones pierden algunas posiciones adquiridas en un primer avance; su superioridad numérica cede, diríase, ante el valor del adversario. Los alemanes se sienten mucho más implicados en esa suprema resistencia que ellos en el ataque.
El VIII ejército sigue inactivo frente al macizo montañoso de Zaghouan, que el otro ejército no ha conseguido rodear. Sin duda están pactados de antemano esos movimientos que no siempre logran su objetivo. Hay convergencia de esfuerzos, sin duda, pero también rivalidad, se cree, y respeto a las precedencias, de modo que sería inconveniente que tal general se llevase los laureles reservados a tal otro, o que las fuerzas inglesas ofuscaran a las fuerzas americanas que, hasta ahora, no se han distinguido demasiado. De ahí dilaciones, lentitudes que de otro modo sería difícil explicar. Así buscamos razones que justifiquen esta espera extenuante y nos den ánimos…
6 de mayo
Acabo de releer, de un tirón, nueve de los diez dramas históricos de Shakespeare (no me queda más que Henry VIII) con una admiración casi constante. Aprendo de memoria cantidad de fábulas de La Fontaine. Embrutecido, envejecido, sintiendo mi pensamiento en estiaje.
7 de mayo
Explosiones e incendios por todos lados en los contornos de la ciudad. He contado más de veinte focos. No son obra de la aviación angloamericana: los alemanes, acosados, antes de evacuar la ciudad hacen explotar sus depósitos. Es su manera de hacer las maletas. Espesas humaredas oscurecen trágicamente el cielo.
Al caer la noche los incendios se multiplican. Gruesas nubes negras se extienden sobre la ciudad. A través de los ruidos incesantes de detonaciones, extrañas, incomprensibles crepitaciones de metralletas bastante próximas. Empieza a llover. Las carreteras cuyos cruces pueden vigilarse desde nuestra terraza, tan animadas desde hace dos días por la circulación de los carros, de los tanques, de los vehículos de todo tipo, están ahora desiertas; se han vaciado de golpe; su silencio es impresionante.
8 de mayo
Mientras ayer escribía esas líneas, los Aliados estaban entrando en la ciudad. Es lo que se decía anoche. Esta mañana, despertado al alba por un ruido sordo, indistinto, constante; habríase dicho el rumor de un río. Me visto deprisa y corriendo, y pronto veo acercarse los primeros carros aliados aclamados por gente que ha bajado de las casas vecinas. Apenas comprendemos aún que lo que esperábamos desde hacía tanto tiempo ha sucedido; que han llegado; no nos atrevemos aún a creerlo. ¿Cómo? ¿Sin más resistencia, luchas, combates?… Pues así es: ¡aquí están! Pero el estupor aumenta aún más cuando se sabe, por los primeros liberadores a los que se interroga, que estos carros, estos soldados, son los del VIII ejército; el mismo que creíamos retenido ante Zaghouan; ese glorioso ejército que venía de la frontera egipcia, tras haber barrido Libia, Tripolitania, vencido la línea Mareth, la línea del oued [riachuelo] Acarit y del que habíamos seguido día a día los progresos en el sur tunecino.
¿Cómo puede ser que hayan sido los primeros en llegar? ¿Por dónde han venido? Parece un milagro. Nos imaginábamos la liberación y la entrada en Túnez de muchas maneras, pero no así. A toda prisa abrocho las hebillas de mi bolsa de viaje, cierro mi maleta y me dispongo a volver a la avenida Roustan[273]. Ya no hay motivos para esconderse. Todos los acosados de ayer salen hoy de la sombra. Abrazos, risas y llantos de alegría. Ese barrio cerca del vivero, que se decía poblado casi únicamente por italianos, enarbola banderas francesas en casi todas las ventanas. Deprisa, antes de dejar mi escondite, me afeito una barba de cuatro semanas y bajo con mis compañeros de cautiverio a la calle, en la que ellos no habían puesto los pies desde hace exactamente seis meses. Penetramos en la ciudad en delirio.
Curioso: en esta ciudad en la que se hablaban todas las lenguas, hoy no se oye otra cosa que francés. Los italianos se callan, se esconden, y no se topa uno sino con muy escasos árabes.
En la proclamación del general Giraud que han pegado en todas las paredes, una frase conminatoria e imprecisa los llena de temor; no tienen la conciencia tranquila: ¿deben darse por aludidos ante esa vaga amenaza[*]? No se esconden, podría decirse, pero no participan en absoluto en la fiesta, permanecen confinados en la ciudad árabe. De modo que ese bullicio trepidante de muchedumbre aclamadora se compone en gran parte (y en algunos barrios casi exclusivamente) de judíos. Todos gritan: «¡Viva Francia!» En cuanto uno de los carros se detiene, una horda lo rodea, lo asedia; los niños se encaraman y se sientan al lado de los triunfadores. Y como por asentimiento del cielo, todas las nubes de ayer han desaparecido; hace un tiempo espléndido.
13 de mayo
Días radiantes… Duermo delante de la puerta acristalada de mi cuarto (que da a un estrecho balcón), abierta de par en par sobre un campo de estrellas; como me acuesto muy pronto, me levanto con el alba. Sueño un poco perturbado por los mosquitos.
Anteayer, cena en casa de los Ragu[274] con madame Sparrow[275], Hope Boutelleau y dos oficiales ingleses que ésta nos ha traído, encantadores y de los que me complace aquí escribir los nombres como recuerdo: captain Chadburne y doctor Gidal, fotógrafo del VIII ejército. Entendimiento perfecto, en dos lenguas, con cada uno de los dos, sobre cada uno de los temas de literatura que abordamos. Gidal me habla, con gran perspicacia, de Stefan George[276], al cual prefiere Rilke, y por excelentes razones. Los nombres de Kafka, de Steinbeck, de Faulkner, de Ald. Huxley, etc., aparecen en la conversación.
El automóvil americano que nos devuelve a casa, poco antes de medianoche, se detiene a la altura del «paso a nivel», cruce en el que, el 7, los primeros carros británicos rompieron la última resistencia alemana. La ruta está cortada por un interminable desfile de camiones y de carros, llenos de prisioneros alemanes procedentes de Hammam Lif donde tuvo lugar, la víspera, una terrible batalla, antes de la rendición de las tropas del Eje. Bajamos del coche para contemplar ese cortejo fantástico y Gidal toma, a la luz del magnesio, algunas fotos de algunos de esos vehículos: son coches celulares alemanes. El cazador cazado. Me aseguran que ciertos grupos de prisioneros cantaban. ¡Pardiez! Como que era la única esperanza que les quedaba de escapar a esa pesadilla y volver a ver algún día a su familia. Otros lloraban, dicen. Yo pensaba que un mayor número se mataría o se dejaría matar, siguiendo la consigna. El ejército italiano, entero, por su parte, se rindió casi enseguida; lo que no ha sorprendido a nadie. Las fuerzas alemanas, sin más municiones, sin posibilidad de refuerzos, sin posibilidad de dar marcha atrás y volver a embarcarse, acorraladas entre el mar y la desesperación, aceptaron someterse; a falta del mismo Rommel, Von Arnim es hecho prisionero.
La radio de Berlín o de Roma, para salvar la cara, podrá contar desde luego que los ejércitos del Eje lucharon hasta el último hombre, hasta el último cartucho, en una resistencia heroica in extremis. Eso puede salvaguardar el honor y el orgullo patrióticos; pero no es cierto. La «rendición sin condiciones», por más sorprendente que pueda parecer, ha sido aceptada casi enseguida. La áspera lucha de Hammam Lif ha sido la última batalla librada; tras lo cual toda vana resistencia cesó, y Von Arnim hizo saber que se rendía.
Pero sobre todo, que lo que escribo aquí no se entienda en el sentido de menospreciar el valor de las tropas alemanas. Se han mostrado, hasta estos últimos tiempos, de una resistencia, de una disciplina, y de un valor extraordinarios; no han cedido sino a la superioridad numérica y de armamento. Sin duda también, los últimos días, a la sorpresa del súbito avance aliado, que transforma la retirada en derrota. Es natural que Von Arnim, viendo la partida irremediablemente perdida, haya querido evitar una matanza inevitable y sin provecho. No pongo en entredicho, en todo lo que digo, más que a la radio y sus camuflajes.
Esta campaña de África, que debía ser triunfal y triunfante, se salda, para el Eje, con una enorme pérdida de hombres y de material de guerra. Además, la confianza en el Führer saldrá de todo esto muy quebrantada; y la confianza del Führer en sí mismo. Mientras que todos los pueblos conquistados y bajo el yugo alemán, sacarán de este inmenso revés del opresor, un extraordinario estímulo para la resistencia. Puede oírse en él el anuncio de un desmoronamiento general.
Ragu querría convencerme del papel importante que yo debería desempañar en el momento presente aquí y que, dice, estoy en condiciones de asumir. Creo que se equivoca tanto en cuanto a mí mismo como en cuanto a la repercusión que podría tener mi voz. Aun en el caso de que estuviera menos cansado, no me sentiría en absoluto cualificado para una acción política, la que sea. Sin contar con que no veo lo bastante claro en el juego de las disensiones incipientes, sigo sintiéndome yo mismo demasiado incierto para proponer no sé qué temperamento equitativo y no podría hablar sin traicionar o forzar mi pensamiento. En la lucha que se prepara, no quiero ni puedo implicarme. Temo que, durante bastante tiempo, ásperas competiciones dividan Francia, al menos la parte de ella liberada. No veo en absoluto qué «declaración» podría hacer, que no fuera, si mantengo la sinceridad, de tal naturaleza que disgustara casi igualmente a todos los partidos.
Argel [27 de mayo]
¡Así pues, por fin he dejado Túnez! Hoy jueves 27 de mayo. Salimos del campo de El Aouina a las 7, y el trayecto que no debía durar más que dos horas ha requerido más del doble, con escalas en Zaghouan y en Kef. Yo no había pegado ojo en toda la noche y, tras una travesía llena de sacudidas, llego a Argel bastante atontado. La exquisita acogida de los Heurgon y un excelente almuerzo me vuelven a poner a flote.[277]
Gran alegría de volver a ver a Saint-Exupéry[278].
Los americanos, en nuestro viejo mundo, se hacen querer por todos y en todas partes. Tan pronta, cordial y sonriente es su generosidad, tan natural, que uno acepta alegremente sentirse en deuda con ellos.
«Haceos amar», tal era la consigna lanzada por el diario alemán de Túnez, durante los primeros tiempos de la ocupación alemana. El diario (que no se vendía y no circulaba más que en las filas del ejército) añadía: «incluso por los franceses». Esa consigna fracasó, igual que en la misma Francia, y fue pronto sustituida por: «Haceos temer». Se sentía demasiado, detrás de la amabilidad de encargo, la necesidad de dominación que la sonrisa no conseguía maquillar.
En casa de los Heurgon, cedo a la embriaguez de una biblioteca nueva, leyendo primero un poco de Leopardi, luego de Dante, luego de Stendhal, luego de Virginia Woolf: un paseo al azar por un jardín.
Antes de estampar en ella una cariñosa dedicatoria para Amrouche, releo esta mañana mi Tentativa amorosa, donde puse mucho más de mí de lo que recordaba. En suma, un librito muy revelador de la época (excesivamente, incluso) y de mí mismo.
Argel, 26 de junio
Cené anoche con el general De Gaulle[279]. Hytier[280], que me acompañaba, había pasado a recogerme en coche hacia las 8. El coche nos llevó a El Biar hasta la villa cuya terraza domina la ciudad y la bahía. Pasamos casi enseguida al comedor y nos sentamos, Hytier y yo, a ambos lados del general. A mi derecha se sentó el hijo (o el sobrino) del general Mangin; no recuerdo el nombre de los otros comensales, dos de ellos vestidos de civil y todos personas próximas al general. Éramos ocho en total.
La acogida de De Gaulle fue muy cordial y muy sencilla; deferente casi, en lo que a mí respecta, como si el honor y el placer del encuentro fueran suyos. Me habían hablado de su «encanto»; no habían exagerado en absoluto. Con todo no se sentía lo más mínimo en él, como sí, y hasta el exceso en Lyautey [el mariscal], ese deseo o inquietud por gustar que arrastraba a este último a lo que sus amigos llamaban riendo «la danza de la seducción». El general se mantenía muy digno e incluso un poco reservado, me pareció, como distante. Su gran simplicidad, el tono de su voz, su mirada atenta pero no inquisidora y cargada de una especie de amenidad, consiguieron que me encontrase a gusto. Y lo hubiera estado completamente si no sintiera siempre, al lado de un hombre de acción, hasta qué punto el mundo que habito está alejado del mundo en que él opera.
Yo acababa de leer con un interés muy vivo, y por qué no decir: con admiración, gran número de páginas suyas, excelentes, susceptibles incluso de hacer amar el ejército, presentando a éste no tal cual es, ¡ay!, sino tal como debería ser. Recordándole esa frase que él cita, afirmando que Jellicoe tenía todas las cualidades de Nelson, salvo de la de saber no obedecer[281], le pregunté cómo y cuándo en su opinión, un oficial podía y debía atreverse a no cumplir las órdenes. Respondió muy bien que sólo podía ser en ocasión de grandes acontecimientos y cuando el sentimiento del deber entraba en oposición con una orden recibida. Algunos de los comensales intervinieron entonces en la conversación para comparar la obediencia militar a la que exige la Iglesia. Se habría podido llegar mucho más lejos de lo que llegamos. La charla se iba apagando y yo no me sentía con fuerzas o de humor para avivarla.
Después de cenar, el general me propuso dar una vuelta con él por la terraza. Lo que equivalía a ofrecerme la ocasión de una conversación privada; aproveché para hablar bastante largamente de Maurois. Una frase, en los escritos del general, me había sorprendido y apenado un poco, le dije, aquella en la que declara que no ha estado con Maurois más que una vez y espera no volverle a ver. Intenté explicar su actitud que, dije (y era ir muy lejos), habría sido muy diferente si hubiera estado mejor informado. Añadí: pronto se le abrirán los ojos, cuando esté con los amigos que le esperan aquí de un momento a otro. Maurois se engaña porque le engañan. Cree su deber permanecer fiel al mariscal [Pétain], y lo cree tanto más cuanto que ese deber le cuesta y le enemista con todos sus amigos de ayer.
Los rasgos del general se habían contraído un poco y no estoy seguro de que mi alegato bastante vehemente no le irritara. (Menos seguro, aún, de que mis argumentos fueran todos válidos, me ha parecido tras haber vuelto a ver a Maurois.)
Hablamos luego de la oportunidad de crear una nueva revista que agrupara las fuerzas intelectuales y morales de la Francia libre o que combate para serlo. Pero tampoco esto fue llevado muy lejos. Me dijo entonces cuánto sufría de la falta de hombres.
«Los que deberían rodearle a usted —le dije— están, ¡ay!, bajo las cruces de madera de la otra guerra.» Hay que jugar con las cartas que se tienen. Las bazas no abundan.
Volvimos junto al resto del grupo, luego entramos todos de nuevo al salón. La conversación, sin orden ni concierto, languidecía y creo que todos me agradecieron que levantara por fin la sesión. Yo pensaba tristemente en lo que habría podido ser esa entrevista, si Valéry hubiera estado en mi lugar, con su competencia, su clarividencia y su extraordinaria presencia de espíritu.
Yo había hablado al general, en nuestra breve conversación a solas, de la Resistencia en París y en particular de esa sesión en la Academia en la que Valéry se opuso al mensaje de felicitación al mariscal que algunos académicos proponían. El general no ignoraba nada de ello.
Está ciertamente llamado a desempeñar un gran papel y parece estar «a la altura». Ningún énfasis, en él, ninguna infatuación; sino una especie de convicción profunda que impone confianza. No me costará colocar en él mis esperanzas.
Fez, noviembre
En Hamlet, de principio a fin del drama, nada más audaz, más sabio, que esa especie de dislocación que se produce de escena en escena y hace que cada gesto decisivo de Hamlet sea precedido por una especie de ensayo de ese gesto, como si al principio le costara, a ese gesto, pegarse a la realidad. Ya en el mismo principio del drama, en el diálogo con el espectro; y luego en cualquiera de los comportamientos de Hamlet, hacia su madre, con el rey, con Ofelia… Empieza por esbozar el gesto, torpemente. Y eso lo encontramos por todas partes, ya en el doble apostrofe con que acoge a los actores, tan desconcertante; pero menos no obstante que la pantomima que precede a la representación del Asesinato de Gonzague. Antes de algo logrado, hay siempre primero algo fallido…
25 de diciembre
En esta serie de jardines que forman, por debajo de la medina, como un lago de verdor en el que la única casa, la de Brown, que ocupo, está perdida, he visto la cosecha de las naranjas; ha seguido a la de las granadas, aún más bella; luego han cortado los arundo donax, esos inmensos juncos empenachados que bordean las carreteras y forman, en verano, cortinas opacas; y los cercados han perdido de pronto su misterio. Pero, a consecuencia de las primeras lluvias, la cebada ha brotado bajo los olivos, y no habíamos visto aún nada de un color tan maravilloso, como no sea, quizá, el de las hojas tardías de la viña, por debajo de la ancha puerta acristalada ante la que trabajo o me esfuerzo por trabajar; llameaban y llegaron hasta la incandescencia antes de que la lluvia desluciera de pronto su esplendor.
No sólo los juncos cortados, sino también la caída de las hojas, permiten a las miradas, ahora, llegar al suelo, oculto, durante el verano, por un impenetrable batiburrillo de verdor. En invierno, todo se revela más sencillo de lo que uno creía.
Fez, enero
Rillettes [hebras de carne de cerdo con manteca]; pâté; ensalada de coliflor; mantequilla a discreción. Alose; puré de espinacas con huevo duro; patatas «a la inglesa». Codillo (excelente). Mermeladas y cake… Es (o el equivalente) lo que encuentro servido en mi mesa cada día. Un tercio me bastaría. Y Si Haddou[282] se disculpa por no poder variar más. Muy buen vino; y como el agua es dudosa y hay que temer la fiebre tifoidea, bebo mucho y seco. Después de cada comida, una infusión.
Inútil decir que, de todos esos platos, no toco más que algunos. Así esta mañana, habiendo comido alose, he dejado el codillo, que me alegro de encontrar esta noche. El jamón constituye la excepción a la regla que se ha impuesto Si Haddou de no presentar nunca sobras. Le he amonestado sobre ese punto; pero no hay nada que hacer.
Lo triste, ante tantos y tan excelentes manjares, es estar solo en la mesa. Pues Si Haddou no toma parte en la comida más que cuando algún comensal le acompaña, y quedaría muy mal si se retirase. Pero, fuera de ese caso, desaparece, por discreción, pudor y miedo a estorbarme. Después del almuerzo, se muestra un instante; lo justo para preguntarme si no deseo «subir a la ciudad»; después de la cena, viene a desearme buenas noches.
¿Quién dirá lo mucho que me cuida? No puedo anhelar nada, que no me lo consiga inmediatamente. Intenta adivinar mis gustos para adelantarse a mis menores deseos. Cada mañana, antes de ir al Funduk [mercado], se informa: «¿No necesita usted nada?» Y, al volver del Funduk: «¿Podemos arreglar su habitación?»; pues acompaña a Mohamed en las tareas domésticas y nunca deja que él solo haga mi cama, por miedo a que la haga mal.
Me reprocho hacer insuficiente honor a las comidas, excesivamente copiosas, en las que se ingenia para presentarme lo mejor y más escaso en el mercado que ha podido conseguir. Pero no soy muy comilón y me adaptaba muy bien, en Túnez, a la penuria, o a los monótonos menús de Rabat. Pero lo inapreciable, aquí, para mí, es, en la habitación donde paso todo el día, la tibieza constante que mantiene un «Mirus» que cargo y enciendo todas las mañanas en cuanto me levanto; que vuelvo a encender cuando cae la tarde y que, cuando el sol se va, toma su relevo. La amabilidad de M. Robert, el colono amigo de Si Haddou, me ha suministrado una provisión más que abundante de gruesos troncos y de cepas de viña. Mi sensibilidad al frío se ha vuelto tal que, sin este medio de calefacción, no habría podido, sin duda, atravesar el invierno.
Cada día me agarro por los hombros y me obligo a un paseo, a veces bastante largo. Desgraciadamente los alrededores de Fez no invitan demasiado a ello y desaniman la curiosidad: el país está ya descubierto y no ofrece ni siquiera la sorpresa y la diversión de las plantas nuevas. Por todas partes las mismas pequeñas caléndulas, que han empezado a florecer hacia mediados de enero; matas de scilles, de las que ahora no se ven más que ramos de hojas. Todavía camino a buen paso, pero me canso pronto.
El ejemplo de Cardano[283], del que leo actualmente la autobiografía en una traducción alemana, me lleva a hablar un poco más de mi salud. El estado de mi hígado y riñones ha mejorado mucho espontáneamente, y, en resumidas cuentas, me encontraría muy bien, si no fuera por esta tendencia al resfriado y una afonía casi constante. Lo que más deja que desear, es el sueño. Cada noche, me acuesto con la aprensión de las varias horas de angustia, a veces verdaderamente penosas, que tendré que atravesar antes de poder dormirme. Y, de nuevo, me atormentan pruritos, a menudo insoportables, a lo largo de las piernas o entre los dedos de los pies. En cuanto al espíritu, lo noto tan activo como en los mejores días; y mi memoria, que ejerzo con diligencia, no ha sido nunca tan buena, al menos para los versos que le doy para que retenga; pues creo que, en cuanto a los menudos hechos de la vida, se debilita; lo cual es debido también a que concedo a éstos cada vez menos importancia.
Cuando salgo de paseo, me llevo siempre un libro; pero muchas veces vuelvo sin haberlo abierto, habiendo preferido dejar errar mi espíritu a la aventura, o recitarme, a lo largo de la ruta, las últimas fábulas de La Fontaine (de las que desgraciadamente no encuentro aquí más que el segundo volumen) que he aprendido de memoria: «La muerte y el moribundo»; «La joven»; «Los deseos»; «Los dos amigos»; «El campesino del Danubio»; «El ratón que se retiró del mundo»; «El ratón y la ostra»; el largo «Discurso a madame de La Sablière» que abre el libro X, y la fábula de los «Dos ratones» que le sigue. […]
La lectura invade las horas que ocupaba, hasta la semana pasada, el pasar a limpio y dactilografiar las páginas de mi diario que entrego a L’Arche y que deberán, inmediatamente después, publicarse en forma de volumen en la editorial Charlot. Leo sobre todo alemán e inglés; pero acabo de devorar de un tirón ocho libros de Simenon a razón de uno al día (en segunda lectura, en los casos de Long cours, Les Inconnus dans la maison y Le Pendu de Saint Phoelien).
Desde hace tiempo he dejado de llevar mi diario (desde que dejé Túnez; pues considero nulas ciertas páginas intermedias). Era en gran parte por culpa de la insoportable cuadrícula del último cuaderno (no se encontraban otros), que me imponía un interlineado demasiado exiguo. Pero cada vez que reanudo mi diario tras una interrupción bastante larga, querría que fuera en un tono un poco diferente, y que sin embargo no se alejara de lo natural, como ocurre cuando se cambia de interlocutor. Y además, me gustaría mucho no repetir sin cesar las mismas cosas. Pero resulta que desde hace mucho tiempo, me conozco de pies a cabeza; por lo menos eso me parece; tengo hecho mi inventario espiritual. Ya no puedo esperar, de la introspección, grandes descubrimientos. Los acontecimientos se encargarán de aportarme sorpresas y sigo sintiendo una extrema curiosidad por lo que puede pasar.
Una tentativa de insurrección nacionalista marroquí, que parecía bastante amenazadora, acaba de fracasar, parece ser: pólvora mojada.
7 de febrero
Me llegan órdenes de volver a Argel cuanto antes. El despacho procede del Ministerio del Interior: un requerimiento preciso, acuciante, y que constituye orden de misión, a la que debo obedecer. No me había tomado demasiado en serio un telegrama anterior de Amrouche, que me llamaba igualmente con urgencia: pensaba que, inquieto por mi suerte, y exagerándose el peligro de la insurrección, quería amigablemente entreabrirme una puerta de salida, dejándome libre de aprovecharla en caso de necesidad. Al recibir el segundo telegrama, fui a ver al general Suffren y, esta mañana, una llamada telefónica me anuncia que se ha hecho lo necesario para permitirme llegar a Argel mañana mismo con un avión que pasará a buscarme a Meknés. Así sea.
[Argel], 8 de febrero
Comparado con Lucrecio, Virgilio parece dulzón; demasiado amable. La fuerza áspera no es natural en él; se le nota encorsetado y cae fácilmente en la retórica. En cuanto se suelta, aflora la ternura. Es entonces de una suavidad encantadora. Pero ¡qué masculina energía, en Lucrecio; qué austera nobleza en su impiedad, en su libre pensamiento impávido!… Comprenderle mucho mejor de lo que me atrevía a esperar me anima a reanudar el estudio del latín. Excelente prefacio de Bergson.[284]
Hacia Gao, 3 de abril
Casablanca. Esperé en vano el feliz accidente que me habría impedido partir. Reynaud y Morize[285] me han acompañado hasta el campo de aviación, del que despegamos a las 7 y media. Cielo muy nuboso.
He debido de adormecerme durante apenas media hora; y ya estamos sobrevolando un paisaje totalmente distinto; rubio de arena, cubierto de signos extraños, de una especie de escritura misteriosa, de una inhumana e incomprensible belleza elemental; no ensuciado por nada vivo, ni siquiera simplemente vegetal.
9 y media
Cielo blanco azulado. Empieza a hacer verdadero calor. Escala de media hora en El Golea. Conversación con dos muy simpáticos directores de correos y de la radio de dicho lugar. Uno de ellos viene del Congo. Bella armonía de las palmeras sobre la arena pura, que reencuentro con voluptuosidad.
Llegada a Gao hacia las 5 y media (hora de Argel). Hay que retrasar el reloj dos horas, para ponerlo a la hora del sol. No pude anotar nada durante el viaje. Travesía de una región pasmosa. Belleza casi mística.
En Gao, todo desfallece de calor. Después de la puesta de sol, el termómetro no desciende sino algunos grados; no baja de treinta y seis, más que algunas horas antes del alba; únicos momentos respirables de la jornada.
No me molesté en llevarme quinina para el viaje; resultado: fiebre durante los tres primeros días. La luz sería de un brillo insostenible, sin esas gafas Zeiss que me dio el capitán Morize. Indispensable igualmente el casco, y eso que me habían desaconsejado llevármelo.
Las aguas del Níger están en estiaje, y el vasto río no presenta más que una cantidad de minúsculos brazos poco profundos que vadean los rebaños, a la caída de la tarde. El verano se desparrama por la llanura. Incapaz de movimiento, de voluntad, de pensamiento, me dejo aniquilar por este profuso esplendor.
Excelente hotel, que no dejo más que por la sombra de los arcos del mercado, en el que los indígenas extienden especias desconocidas, sustancias aromáticas de olores acres, un montón de comestibles a cuál más raro. Niños desnudos tienden la mano, ofrecen su sonrisa, la felicidad confiada e ingenua de sus miradas. Belleza de las mujeres. Indolencia edénica. Extrañeza.
Las comidas son excelentes; servidas al aire libre, en el gran patio del hotel. Los menús observan la vigilia del viernes santo. Durante la cena, la iluminación insuficiente no me permite distinguir bien lo que me presenta, como postre, el enorme negro que me tiende la bandeja. Le interrogo; y, muy digno, imperturbable, responde: «Des pets-de-nonne» [buñuelos de viento; literalmente: «pedos de monja»].
15 de enero
La URSS… Sorprendería a mucha gente, si les dijera que sin duda no hay otro país del mundo al que más desearía volver (dejando aparte los países «salvajes», selva virgen, etc.).
Algunos piensan que guardo mal recuerdo de ese viaje que hice (en 1936 creo) y que los dos panfletos que publiqué seguidamente son producto de una decepción; lo que es absurdo. Los escribí con la misma pluma y el mismo estado de ánimo con que denuncié, al regreso del Congo, los abusos coloniales que tanto me habían dolido. Y los que se indignaron de mis críticas a propósito de la URSS fueron los mismos que más habían aplaudido, cuando esas mismas críticas se dirigían contra subproductos del «capitalismo». En este caso, admiraban mi perspicacia, mi necesidad de arrancar las máscaras, mi valentía en la denuncia. En Rusia, dijeron de pronto, no supe entender nada, no supe ver nada. Y si algunos admitían lo fundado de mis observaciones, al menos las consideraban inoportunas. Se admitían todo lo más, entre camaradas, algunas imperfecciones, pero no había llegado el momento de hablar de ellas. Había que comprender el éxito del conjunto y cerrar los ojos a las carencias provisionales, inevitables…
Aparte de esas «carencias», todo me gustaba allá. En ninguna parte he visto todavía paisajes más hermosos, ni, habitándolos, un pueblo con el que me sintiera en estado de simpatía más pronta, en estado de comunión (aunque no hablara su lengua; pero parecía que eso importaba poco, hasta tal punto esa simpatía encontraba el modo de establecerse a través de las miradas y los gestos).
Hablo del pueblo, de la «plebe»; pues lo que me afligía, allá, era ver cómo volvían a formarse clases sociales, a despecho del enorme y sangriento esfuerzo, cómo la revolución y la convención tomaban prioridad sobre la libertad de pensamiento amenazada, y la mentira sobre la realidad.
Sin duda era muy hábil por parte de Stalin atender ante todo y por encima de todo al ejército rojo; los acontecimientos le dieron la razón de manera flagrante; y poco importa, entonces, que lo hiciera al precio de descuidar otros terrenos. Pues ¿no es el amor a la tierra y a la propiedad individual, el sentimiento religioso igualmente, lo que, mucho más que el apego a las teorías marxistas, explica la valentía y el triunfo de las fuerzas rusas? Stalin así lo entendió, y demostró que lo entendía cuando volvió a abrir las iglesias… Pero creo que pronto se reconocerá lo fundadas que estaban algunas de mis acusaciones; en particular la que versa sobre la opresión del pensamiento. Lo que dije a este propósito sigue siendo cierto y esa opresión empieza a ejercerse, del mismo modo que en la URSS, en Francia. Todo pensamiento no conforme se vuelve sospechoso y es inmediatamente denunciado. El terror reina, o, por lo menos, se esfuerza por reinar. Ya no hay otra verdad que la verdad oportuna; lo que equivale a decir que la mentira oportuna prevalece y triunfa allá donde puede. Sólo los «bienpensantes» tendrán derecho a la expresión de su pensamiento. En cuanto a los demás, que se callen, o si no…
3 de abril
Esa veneración que vosotros tenéis por vuestros santos, yo la tengo por esos mártires, y querría ver su nombre celebrado, su vida narrada no en una «leyenda dorada» fabulosa, eso no, sino simplemente basándose en testimonios reales. Se vería en ella el esfuerzo de la fe para detener el progreso del conocimiento, y la creencia en los dogmas de la Iglesia oponerse a las investigaciones de la ciencia. Un Vanini[286] (¿quién conoce hoy ni siquiera su nombre?) denunciado por el clero, que le acusaba de estar mancillado por el ateísmo; condenado a la hoguera, tras arrancarle la lengua, el 9 de febrero de 1619. En aplicación de la sentencia, se le despojó de todas las prendas, excepto la camisa; se le puso la soga al cuello, y se le colgó de los hombros un cartel con las palabras: «Ateo y blasfemador del nombre de Dios». Al conminársele a que se arrepintiera, Pompeio (era el nombre que había tomado Vanini, refugiado en Tolosa tras una primera condena relativa a los Diálogos que había publicado durante su estancia en París) se niega. Y al repetirle el magistrado instructor de la causa:
—¡El tribunal ordena que pidáis perdón a Dios, al rey y a la justicia!
Vanini exclama:
—¡No hay Dios; al rey, no le he ofendido en lo más mínimo; y en cuanto a la justicia, si hubiera un Dios, le pediría que lanzara un rayo sobre el Parlamento, por ser del todo injusto e inicuo!
Y con una voz «que el frío hacía temblar, pues estaba sin ropa en medio del invierno, no dejó de negar en voz alta a Dios y la divinidad de Cristo, proclamando que no había otro Dios que la naturaleza; que Jesús era un hombre como él; que el alma no duraba por sí misma y que la muerte conducía a la nada; también por eso, decía, que es dulce y bienvenida para los desgraciados que, como él, estaban hartos de temer y de sufrir. La muerte era para ellos la liberación, el fin y el remedio de todos sus males». Tal era su creencia, tal su doctrina. Y como si hubiera temido que el Parlamento creyese que esa doctrina perecería con él, añadía que estaba seguro de que viviría en los libros que había escrito para difundirla. Con la conciencia de dar ejemplo al mundo, exclamaba a intervalos que moría como un filósofo. Al llegar al cadalso, entre las vociferaciones del populacho, dijo:
—¡Me veis aquí por culpa de un miserable judío!
Los testigos, añade el relato, no se atrevieron a repetir el resto de sus palabras.
Cuando fue atado al poste, el verdugo, hundiéndole las tenazas en la boca, le arrancó la lengua hasta la raíz y la tiró al fuego. En ese momento, Vanini lanzó un grito de dolor tan fuerte y tan desgarrador que los asistentes sintieron un escalofrío. Un jesuita, narrando ese hecho más tarde, lo encuentra «muy gracioso».
Enero
¿Academia?… Sí, quizá, aceptar entrar en ella, si es sin solicitaciones, reverencias, visitas, etc. E inmediatamente después, como primer acto de Inmortal [en Francia se llama «Inmortales» a los académicos], un prefacio a Corydon, declarando que considero ese libro como el más importante y el más serviceable (no tenemos una palabra, y no sé siquiera si esa palabra inglesa expresa exactamente lo que quiero decir: de mayor utilidad, de mayor servicio para el progreso de la humanidad) de mis escritos. Lo que creo y no es muy difícil demostrar.
El más útil… no digo: el más logrado. Su forma misma no me satisface ya demasiado hoy día, ni esa manera de esquivar el escándalo y de atacar el problema de una manera fingidamente indirecta. Es también que, en esa época, no estaba lo bastante seguro de mí mismo: sabía que tenía razón; pero no sabía hasta qué punto…
Asuán, 15 de enero
Me cuesta convencerme de que haya reposo (para mí al menos) en no hacer nada. Pero me convenzo fácilmente, vencido por la fatiga, de que lo que hago entonces no vale nada. ¡No importa! Bastan a veces algunos instantes para salvar de la nada un día. Lo importante es no aceptar la desesperación.
Wadi-Halfa
A menudo aflora en mí un sentimiento (que a veces llega hasta la angustia) de que debería hacer algo más importante (de lo que hago y en lo que me ocupo actualmente). Si tuviera que morir en una hora, ¿estaría preparado?
24 de febrero
Anoche recibo esta carta de un desconocido: Bernard Enginger[287], hasta tal punto significativa que quiero dejar aquí copia del texto:
Hace cinco años que deseo escribirle. Descubría yo en esa época sus Alimentos terrenales; tenía diecisiete años. No sabría decirle hasta qué punto el libro me turbó. Desde entonces, nunca he sido el mismo. Quiero manifestarle aquí mi respeto y mi admiración. Cientos de cartas parecidas a ésta han debido de llegar a sus manos. No es sólo esto lo que quería escribirle.
Durante cinco años luché contra usted. Su Ménalque [personaje de Los alimentos…] sabe decir: «Déjame». Es demasiado fácil. Luché contra esa tiranía espiritual que usted ejercía sobre mí. Le amaba, y ciertos pasajes de sus libros me ayudaron a vivir en los campos de concentración. De usted tomé las fuerzas para arrancarme a una comodidad burguesa y material. Busqué con usted «no tanto la posesión como el amor». Hice tabla rasa para ser nuevo ante la ley nueva. Me liberé. No basta. «¿Libre para qué?» Es la terrible pregunta. Por fin me alejé de usted, pero no he encontrado nuevos maestros, y sigo palpitando. La espantosa absurdidad de los Sartre y de los Camus no ha resuelto nada y no abre más que horizontes de suicidio.
Vivo aún con todo lo que usted me enseñó. Pero tengo sed. Todos los jóvenes tienen sed conmigo. Usted puede hacer algo. Y sin embargo sé que uno está solo, siempre.
No espero de usted una solución cómoda para mi pequeño problema. Sería demasiado fácil, una solución colectiva. Cada uno debe encontrar su camino que no es el mismo que el del vecino. Pero una chispa procedente de usted podría indicar la dirección que debemos tomar… Si es que la hay.
¡Oh, maestro!… Si usted supiera la congoja de toda nuestra juventud… No quiero abusar de su tiempo. No he dicho todo lo que quería decir. Habría demasiado que decir.
Es un llamamiento lo que le lanzo. Perdone mi torpeza; sé que usted no aprecia la simpatía[*].
Quiero decirle a pesar de todo mi inmensa admiración y la esperanza que coloco en usted.
Crea, Maestro, en mis sentimientos muy fieles y respetuosos.
Bernard Enginger
Hotel de París. El Cairo
(hasta el 27 de febrero)
luego con destino a Pondichéry
Va a tomar en Suez el mismo barco que Trystram, que va a Afganistán pasando por las Indias. Confío a éste una primera carta apresurada, que no me satisface demasiado; luego, con la cabeza más fría, escribo esto, sin gran esperanza de poder alcanzar todavía a B. E. en El Cairo, y es por eso por lo que lo copio aquí.
Querido Bernard Enginger:
Apresurado por la partida de Trystram, le escribí a usted demasiado precipitadamente anoche. Esto es, más bien, lo que habría debido decirle:
¿Por qué buscar «nuevos maestros»? Catolicismo o comunismo exigen, o al menos preconizan, una sumisión del espíritu. Fatigados por la lucha de ayer, los jóvenes (y muchos de sus mayores) buscan y creen encontrar, en esa misma sumisión, reposo, seguridad y comodidad intelectuales. ¿Qué digo? Buscan en ella incluso una razón de vivir y se convencen (se dejan convencer) de que serán más útiles y asumirán su pleno valor si se alistan. Es así como, sin darse demasiada cuenta, o dándose cuenta demasiado tarde, por abnegación —o por pereza—, van derecho a la derrota, a la jubilación, al naufragio del espíritu; al establecimiento de no sé qué forma de «totalitarismo» que no será mucho mejor que el nazismo que combatían.
El mundo no será salvado, si es que puede serlo, más que por los insumisos. Sin ellos, adiós nuestra civilización, nuestra cultura, lo que amamos y daba a nuestra presencia en la tierra una justificación secreta. Son, estos insumisos, la «sal de la tierra» y los responsables de Dios. Pues me convenzo de que Dios no es todavía y de que debemos obtenerlo. ¿Cabe un papel más noble, más admirable y más digno de nuestros esfuerzos?
P. D. Sí, ya lo sé, escribía en mis Alimentos: «No la simpatía, no: el amor». Pero yo también, yo el primero, siguiendo mi propio consejo, «dejé mi libro» y fui más allá. Es importante no quedarse demasiado en ningún sitio, ni siquiera en uno mismo.
22 de noviembre
Cumplo hoy setenta y siete años; me levanto un poco antes de las 6 con la brusca resolución de reanudar este diario, abandonado desde…
Si esta resolución no dura más que algunos días, arrancaré esta página; pues es inútil dejar huella de un compromiso tan incierto; sin importancia; Yv. Davet [secretaria de Gide] ha hecho mucho, sin sospecharlo, por el culto que me profesa, para asquearme de mí mismo. Comprendo a Schwob que en su casa tapaba los espejos; mi imagen, ese reflejo de mí que, gracias a ella, me encuentro sin cesar, se me hace insoportable; me topo con él; me hiere. Por eso me reproché, ayer, no haber puesto perentoriamente fin al guirigay que el entusiasta Amrouche organiza en la radio para festejarme. Sí, habría debido oponerme claramente a ello tan pronto como me lo comunicó. No es que no le dijera que me desagradaba; pero lo hice tan débilmente, que él creyó poder hacer oídos sordos. Me falta firmeza en la defensa; no por ausencia de voluntad, sino más bien por una especie de modestia (poco me importa que esta palabra haga sonreír), la cual me impide hacer prevalecer mi punto de vista, mi opinión, mi proyecto, sobre los ajenos. Lo que acabo de escribir será, para muchos, incomprensible: pues creo que es sumamente raro que el orgullo no acompañe la notoriedad. Es mi caso, sin embargo; y Clouard se mostraba muy perspicaz al titular un artículo: «Gide o el miedo a tener razón». Hace de ello mucho tiempo; pero sigue siendo una de las pocas constantes de mi naturaleza; y es lo que hace que en política no valga nada: comprendo demasiado bien al adversario (al menos mientras éste es sincero y no intenta imponérseme).
Vuelvo al programa de radio de anoche: me parece claramente indecente molestar a los amigos con una petición de este tipo, a la que les es difícil sustraerse sin quedar mal. Amrouche ha sido tan hábil que incluso Roger M. [Martin] du Gard, que suele rehusar, creyó deber obedecer (voy a escribirle una tarjeta de disculpa), mientras en su fuero interno me enviaba sin duda, junto con Amoruche, al diablo, pues nada es más irritante que ese tipo de obligaciones. Lo que no impide que su mensaje fuera encantador y me conmoviera tanto más cuanto que ha tenido que forzarse mucho seguramente para escribirlo. Todavía no conozco los de Malraux, de Schlumberger, de Paulhan y de Camus… Anoche, solo con madame Théo (mientras los Herbart iban al concierto de la Pléiade[288]), no conseguí oír nada en el aparato de radio que habíamos transportado a su casa a tal fin; ni del concierto ni del programa que debía seguirle. Espero poder leer los textos.
[…] Ayer por la tarde, insoportable sesión de dedicatorias para el «servicio de prensa» de Hamlet[289]. Nada más extenuante. Entro en mi septuagésimo octavo año en bastante buen estado, a fin de cuentas; con suficiente curiosidad, todavía, para desear seguir viviendo; no demasiado cansado ni asqueado de mí mismo; no amándome mucho, pero encontrándome de convivencia fácil, de buen conformar.
La otra noche, Catherine y yo nos entreteníamos preguntándonos quién nos gustaría ser, tanto ella como yo; y, en resumidas cuentas, llegamos a la conclusión de que no ganaríamos nada cambiándonos por nadie.
Es hora de ir a encender el fuego en casa de madame Théo[290].
23 de noviembre
[…] Una llamada de lo más inesperada: es Colette que me desea un feliz cumpleaños y expresa su deseo de volver a verme. Ha sido sensible a lo que digo de ella en mi Diario [11 de febrero de 1941]; yo dudaba que lo hubiera leído. Claro está que voy a aceptar su propuesta; pero sabiendo bien, ¡ay!, que, inmediatamente después de las primeras efusiones, no encontraremos nada que decirnos. […]
25 de noviembre
He sentido siempre por Léautaud un cariño casi muy vivo; por eso me apena cierta frase suya, citada por Rouveyre, extraída de una carta a éste, en la que Léautaud habla de mi «hipocresía», de mi «duplicidad», de mis «pequeñas trapacerías»… ¿En qué anécdotas, me pregunto con curiosidad, ha podido basarse semejante opinión?, ¿en qué rumores?…
Quizá Léautaud, leyendo el elogio tan cariñoso que hago de él en las páginas enviadas recientemente como colaboración a la nueva etapa del Mercure, quizá va a creer que las he escrito, esas páginas, a modo de réplica a sus acusaciones, de manera que incluso ese elogio resultará, a los ojos de Léautaud, una «pequeña trapacería» más. ¡Qué extraña labor de deformación puede hacerse, inconscientemente o casi, en el espíritu de los más perspicaces y mejor informados! Es así como cualquier retrato que uno hace de otro viene a parecerse tanto y más al pintor que al modelo…
¡Con qué estupor leí, en el Exercice d’un enterré vif de Benda, que, a consecuencia de no recuerdo qué, pasé más de quince días sin querer darle la mano![291]
Y cuánto me complace, en cambio, la exclamación de Vallotton[292], cuando, tras haber dibujado mi «máscara» para el libro de Remy de Gourmont, me vio por primera vez en la redacción de la Revue blanche[293].
—¡Pardiez, mi querido Gide, guiándome por mi retrato, no le habría reconocido!
Pero no: conociendo a Léautaud, creo más bien que no ha podido tomar por sinceras las frases, las páginas de mi Diario que no son su estilo. Para él toda genuflexión, cualquier reverencia, es un paripé, y mi Numquid et tu…, por ejemplo, le parece prueba o de estupidez o de hipocresía: el que piensa o escribe eso sin ser necio hace comedia. Quizá eso ha bastado para que Léautaud me tache de duplicidad, sin que haga falta darle más vueltas. Lo prefiero así; pues me apenaba que pudiera creer que tengo alguna mala intención respecto a él.
1 de diciembre
[…] [Laurence] Olivier en El rey Lear. No dudo que sea admirable, y me habría complacido aplaudirle… Renuncio con una facilidad desconcertante. Renuncio a todo y a cualquier cosa: placeres, viajes, glotonería, y sin esfuerzo, sin pesar. He tenido bastante. «Que pase el siguiente.» Me retiro. No hay en ello ningún mérito; cedo a una tendencia natural. Fatigado además por un catarro infecto, y el corazón me flojea… desde que (fue anteayer) corrí detrás del autobús que debía llevarme a casa de los M. du Gard; corrí como un chiquillo, que ya no soy; de lo que no tuve más remedio que convencerme inmediatamente después: en la plataforma alcanzada penosamente y por los pelos, creí que iba a encontrarme mal. Necesito luego ocho días para restablecerme y volver a instalarme uno o dos escalones más bajo. Pero buen pretexto para rechazar toda solicitación exterior. Si no fuera por la obligación de ir a tomar la mayoría de mis comidas en el restaurante (obligación que me estorba más a cada mes que pasa), pasaría días y semanas sin salir. Lo que me da más placer es el trabajo y echo pestes contra lo que me distrae de él. De marfil o de cristal, es ahora cuando querría refugiarme en una torre, rodeada por fosos infranqueables, con una poterna de la que sólo algunos íntimos tendrían la llave. Pero precisamente son los importunos quienes me asedian y los íntimos son los que respetan y protegen mi retiro y mi aislamiento. Cómo hacer comprender a los demás, a veces muy bien intencionados (como los de Franchise[294], de los que recibo esta mañana una carta excelente y de lo más acuciante), que me molestan horriblemente y que deberían, si tienen alguna consideración hacia mis escritos, dejarme en paz para permitirme dedicarme tranquilamente a mi labor. Me queda aún mucho que hacer; me convenzo de ello a cada instante de cada día.
2 de diciembre
Me dejé finalmente arrastrar al King Lear anoche. […] Élisabeth, aunque ya había visto la obra anteayer, me acompaña. La velada promete. Pero en cuanto estoy instalado en el palco (exactamente de frente) o bien poco después de alzarse el telón, empieza a embrutecerme un aburrimiento mortal; de naturaleza bastante particular por lo demás: que sólo siento o casi en el teatro. Hay momentos inmóviles, lentitudes, efectismos, intolerables. Como un niño en el [teatro] Châtelet, espero el cambio de decorado.
En cuanto a Olivier, es sin réplica posible un gran actor. Que pueda, con el mismo éxito, encarnar el fogoso joven oficial de Arms and Men de Shaw y acto seguido el viejo Lear, es poco menos que un prodigio. Y todo el reparto que actúa con él está decididamente por encima de lo mediocre; de una homogeneidad perfecta; un conjunto excelente. Pero ¿voy a atreverme a escribir aquí lo que pienso del Rey Lear? La representación de ayer me confirma en mi opinión: poco falta para que encuentre esa obra execrable; de todas las grandes tragedias de Shakespeare, la menos buena y con mucho. Sin cesar pensaba: ¡cuánto debía gustarle a [Víctor] Hugo! Todos los defectos enormes de éste se despliegan en ella: antítesis constantes, procedimientos, recursos arbitrarios; apenas, muy de vez en cuando, alguna chispa de emoción humana sincera. Llego al punto de no comprender demasiado lo que se considera como dificultad de interpretación de la primera escena: dificultad de hacer admitir al público la ingenua necedad del rey; pues todo lo demás es por el estilo: la obra entera y de cabo a rabo es absurda. Sólo por piedad se interesa uno por las tribulaciones de ese viejo chocho, víctima de su fatuidad, de su suficiencia senil, de su estupidez. No nos conmueve más que en los escasos instantes de piedad que él mismo manifiesta hacia Edgar y hacia su amable bufón. Paralelismo de la acción en la familia Gloucester y en la suya: las malas hijas y el hijo malvado; el buen Edgar y la amable Cordelia. El pelo blanco bajo la tormenta; la brutalidad desenfrenada contra la débil inocencia… nada que no sea querido, arbitrario, forzado, y los medios más de brocha gorda son empleados para sacudirnos. No es ya humano, es enorme, ni el mismo Hugo llegó a imaginar nada más gigantescamente artificial, más falso. El último acto termina en una sombría hecatombe en la que buenos y malos se confunden en la muerte. La compañía de Olivier sale del apuro por una especie de apoteosis final al estilo de Mantegna: cuadro viviente, sabia composición; todo está ahí, hasta la arquitectura con los arcos que encuadran el conjunto admirablemente ordenado. El arte triunfa. No queda más que aplaudir.
El público entusiasta dedica, a Olivier y su compañía, una ovación.
Neuchâtel, noviembre
Un entrevistador sueco me ha preguntado si no lamentaba haber escrito alguno de mis libros (no sé si pensaba en el Regreso de la URSS o en Corydon); a lo que he contestado que no sólo no repudiaba ninguno de mis escritos, sino que habría prescindido gustosamente del premio Nobel[295] si, para obtenerlo, hubiera tenido que renegar de algo.
8 de enero
Reflexiones sobre la cuestión judía, de Sartre. En resumidas cuentas me ha decepcionado un poco, después del (quizá excesivo) elogio que Pierre Herbart me había hecho del libro. La tesis aquí sostenida es la misma que defendía mi amigo Schiffrin[296]: los rasgos característicos de los judíos (léase: los que vosotros, antisemitas, les reprocháis) son rasgos adquiridos a lo largo de los siglos, y que vosotros les habéis obligado a adquirir, etc. Dada la larga conversación que tuve con él, encuentro aquí ciertos argumentos, que ya no me sorprenden demasiado. Me parecen hoy más hábiles y especiosos que exactos, a pesar del profundo y tierno afecto que he tenido siempre, y cada vez más, por Schiffrin; en el cual, debo decir, además, que no reconocía sino muy pocos de lo que se puede considerar como defectos de los judíos, sino sólo sus cualidades. Así hago a propósito de Léon Blum, hacia el cual mi aprecio (y por qué no decirlo: mi admiración) no ha hecho más que aumentar en todos estos largos años que cuenta nuestra amistad[*], pero sobre todo desde que trágicos acontecimientos le han dado la oportunidad de manifestar más plenamente su valor. (Pienso particularmente en el siniestro y, para él, glorioso proceso de Riom[297].)
9 de enero
Y precisamente el correo de ayer tarde me traía una conmovedora carta de Blum. Si alguna vez se divulga este diario, esta sorprendente coincidencia parecerá «trucada», y añadido posteriormente el pasaje que figura más arriba. Nada de eso.
Nuestras relaciones son muy espaciadas, sin que sin embargo haya nunca entre nosotros distancia propiamente dicha; pero vivimos y operamos en terrenos (o mejor dicho: en planos) diferentes, entre los cuales los puntos de tangencia son escasos. Además me parece haber seguido siendo (siempre lo fue) mucho más utópico e incluso místico de lo que yo consiento en ser. Es curioso comprobar que, entre judío y cristiano, es de su lado donde se puede encontrar y reconocer la esperanza y la fe. Pero raramente he encontrado en un cristiano semejante desinterés personal y semejante nobleza. Le estoy muy agradecido de no guardarme rencor por los pasajes bastante duros de mi Diario relativos a los judíos y a él mismo (de los que, por lo demás, no puedo renegar pues sigo considerándolos perfectamente exactos). Hace caso omiso y nunca me ha hablado de ellos. Al igual que todos nosotros, tiene, ciertamente, defectos; y los suyos me parecen muy particularmente defectos judíos. Pero cuánto más pesan en la balanza sus cualidades, incluso (o sobre todo) las que creo específicamente judías. Sigue siendo a mis ojos un admirable representante a la vez del semitismo y de la humanidad; del mismo modo que supo ser, en sus relaciones oficiales y políticas con el extranjero, un excelente representante de Francia (piensen lo que piensen los nacionalistas) y para mayor honor de nuestro país.
Vuelvo al libro de Sartre. Por más exactas que parezcan algunas de sus más importantes afirmaciones (por ejemplo que «es el antisemitismo lo que crea el judío»), paradójicas sólo en apariencia, no por ello deja de ser cierto que el antisemitismo no es (o no únicamente) un completo invento, obra del odio y de la necesidad de motivarlo y alimentarlo. Psicológica e históricamente, tiene su razón de ser, que Sartre, me parece, no ilumina lo bastante.
Hallándome en Túnez en 1942, tuve ocasión de charlar con algunos profesores de enseñanza secundaria, «arios». Cada uno de ellos, por su lado, me dijo (lo que está por comprobar) que, en cada clase y en cada asignatura, los mejores alumnos eran judíos. Éstos estaban siempre a la cabeza de los demás. Aunque eso no quiere decir forzosamente que los judíos tengan una inteligencia superior a la de los arios; sino quizá sólo que las cualidades de estos últimos, más profundas, se desarrollan y manifiestan más lentamente; me inclino bastante a creerlo y desconfío mucho de las precocidades… No importa: la jugada está hecha, y sembrados en los corazones los gérmenes de pasiones feroces, que no esperarán más que una ocasión para ejercerse, aunque sea mediante la violencia, con esa especie de permiso y derecho a la injusticia que el antisemitismo teórico les suministra.
“
10 de enero
Malditas sean las entrevistas. Un diario italiano del mes pasado publica una, relativa a mí, firmada por Massimo Rendina, que rebosa inexactitudes y errores garrafales (recibido esta mañana).
Protestar, rectificar, poner los puntos sobre las íes… empecé a hacerlo. Es demasiado largo, demasiado fatigoso: renuncio. Se haga lo que se haga, la mentira siempre es más fuerte.
”
19 de enero
Valéry, Proust, Suarès, Claudel y yo mismo, por más diferentes que fuéramos uno de otro, si me pregunto qué es lo que pese a todo tenemos en común y nos identifica como pertenecientes a la misma época, iba decir: al mismo equipo, creo que es por el gran desprecio que sentíamos hacia la actualidad. Y es en ello en lo que se marcaba en nosotros la influencia más o menos secreta de Mallarmé. Sí, incluso Proust en su pintura de lo que llamábamos «las contingencias», y Fargue, que, en estos últimos tiempos, escribía, para vivir, en los periódicos, lo hacía aun así con el sentimiento muy claro de que el arte opera en lo eterno y se envilece intentando servir, aunque sea a las más nobles causas. Escribí una vez: «Llamo periodismo a todo lo que interesará mañana menos que hoy». Por eso nada me parece más absurdo y a la vez más justificado que ese reproche que hoy se me hace de no haber sabido nunca comprometerme. ¡Pardiez! Es precisamente ésa la mayor diferencia que nos separa de los líderes de la nueva generación, que evalúan una obra según su eficacia inmediata. Es también un éxito inmediato lo que pretenden; mientras que nosotros encontrábamos de lo más natural ser desconocidos, inapreciados y desdeñados hasta pasados los cuarenta y cinco años. Apostábamos a la duración, preocupados únicamente por formar una obra duradera, como aquellas que admirábamos, a las que el tiempo afecta poco y que aspiran a parecer tan conmovedoras y tan actuales mañana como hoy.
Sin embargo, cuando fue necesario dar testimonio, no temí en absoluto comprometerme; y Sartre lo ha reconocido con una buena fe perfecta. Pero ni el No juzguéis, ni la campaña contra las grandes compañías concesionarias del Congo, o el Regreso de la URSS, tienen casi ninguna relación con la literatura.
22 de enero
La victoria de Gandhi, su pacífico triunfo se me aparece como uno de los hechos más sorprendentes de la historia. Pierre Herbart, que ha venido a pasar dos días conmigo, está tan emocionado como yo. Hemos hablado de ello en cuanto nos hemos visto, y largamente. ¿Conviene deplorar que semejante milagro de unanimidad de todo un pueblo no pueda ser obtenido, ni buscado siquiera, por un pueblo de raza latina o sajona? Tema de discusión infinito. Pero lo admirable, es que esta unanimidad se produzca en favor de una renuncia. Extraño ejemplo de un «totalitarismo» virtuoso.
24 de enero
Ninguna vergüenza tras los momentos de voluptuosidad fácil. Especie de paraíso vulgar y de comunión por abajo. Lo importante es no darles importancia, ni creerse envilecido por ellos: no afectan en absoluto al espíritu, ni tampoco al alma, que no les presta demasiada atención. Pero, en la aventura, una diversión y un placer extraordinarios acompañan la alegría del descubrimiento y de la novedad.
30 de enero
Gandhi acaba de ser asesinado por un hindú. Una llamada de Pierre me lo comunica. Ya le habían arrojado una bomba, hace dos días. Era demasiado hermosa, era inesperable esa victoria mística, ese fervor espiritual capaz de hacerse respetar por la brutalidad; tengo el corazón henchido de admiración hacia esa figura sobrehumana; henchido de sollozos. Es como una derrota de Dios, un retroceso.
11 de junio
En los Annales du Centre universitaire méditerranéen, gran placer en encontrar el curso sobre «El arte y el pensamiento de Platón» del padre Valensin[298]. Firma Auguste Valensin, pues le desagrada esa especie de aislamiento que puede crear a su alrededor la sotana, en sus relaciones con el público, con el prójimo; y le está uno muy agradecido de permanecer lo más posible en el plano humano y ponerse al mismo nivel que uno. Igualmente se le agradece que aborde sin rasgarse las vestiduras ciertas cuestiones escabrosas. Habla de ellas muy bien, con la decencia que podía esperarse de su sotana, y con una especie de audacia que uno no se atrevía a esperar. Sin embargo, se ve arrastrado a hacer un poco de trampa, sin quererlo, sin saberlo. Pues de hecho esa castidad triunfante que propone no era un ideal pagano; ni siquiera según Platón, parece ser (o sólo excepcionalmente), el cual busca ante todo el bienestar armonioso de la ciudad y, como dice Valensin: «Una sola finalidad lo preside todo: asegurar la obtención de hermosos tipos de humanidad». De modo que sigue estando ahí, acuciante, la cuestión que él escamotea; y que no debería esquivar: esa sobreabundancia de polen que estorba al adolescente, ¿cómo podrá encauzarse? ¿Espera que la abstinencia la absorberá entera? Bien sabe que no; o sólo muy excepcionalmente; y en vistas a qué ideal de santidad que sólo el cristianismo puede legitimar… Es en este punto preciso donde tiene lugar la trampa: se escamotea la exigencia de la carne, de la exoneración necesaria de las glándulas, para la cual no hay más que algunas soluciones, que se silencian y no es de extrañar que así sea: masturbación o eyaculaciones espontáneas, durante el sueño; ¿y con qué sueños eróticos? Aquí el mismo Platón hace trampa sublimando todo eso, que es algo totalmente real, y material, y… práctico. Yo sostengo que el buen orden de la ciudad se encuentra menos comprometido por el contacto voluntario entre jóvenes machos, y comporta menos consecuencias que cuando la libido dirige inmediatamente los deseos de esos adolescentes hacia el otro sexo. No puedo creer que esas relaciones entre adolescentes tales como nos las propone la Antigüedad, sea entre ellos, sea con sus mayores, respetaran la castidad, es decir, no fueran acompañadas de emisiones liberadoras; y si Platón no lo menciona, es por decencia y porque, como se daba por supuesto, resultaba inútil e inconveniente hablar de ello. Platón sabe muy bien que, cuando Sócrates se zafa de los ofrecimientos y provocaciones de Alcibíades, propone una especie de ideal casi paradójico, que se presta a la vez a la admiración y a la sonrisa, porque no es natural y no puede servir de ejemplo más que a unos pocos. Se eleva de ese modo por encima de la humanidad, diréis; ¿con vistas a qué recompensa mística, o satisfacción del orgullo? Y cuando Valensin escribe: «La cuestión queda, pues, resuelta: los partidarios del vicio no pueden reclamar a Platón como uno de los suyos» (esa palabra peyorativa comporta ya en sí misma un juicio injustificado, pues no había ahí vicio, propiamente dicho, a los ojos de los contemporáneos de Platón); «condena los comportamientos de la Venus vulgar. Los condena tanto como aprueba y fomenta los de la Venus celeste», se trata tanto de las relaciones heterosexuales como de las homosexuales. Opone (Platón) virtud y abandono al placer, sea cual sea éste.
3 de septiembre
Estos últimos días de vida parecen los más difíciles de vivir; pero debe de ser un espejismo, pues no hay más que dejar que actúe el tiempo, la gravedad… Valéry se indignaba de que se concediera más importancia a los últimos momentos de una vida que a todo lo demás; esto lo decía a propósito de las conversiones in extremis. Creo que él tampoco escapó a la devoción de los suyos; pero tengo tanto respeto yo mismo por los sentimientos que, en tales casos, mueven a los familiares, que prefiero batirme en retirada, como lo hizo quizá también Valéry. Y qué demostraría eso más que, sin duda, un gran amor conyugal, que bien vale que se le sacrifique algo; algo que, a fin de cuentas, no tiene tanta importancia, desde el momento en que es desmentido por toda la obra, etc. Pero ¡qué partido se apresuran a sacarle! queriendo ver en ello un mentís de toda la obra… Es eso lo que debe a uno ponerle en guardia.
Una extraordinaria, una insaciable necesidad de amar y de ser amado, creo que eso es lo que ha dominado mi vida, lo que me ha empujado a escribir; necesidad casi mística, además, pues yo aceptaba que no encontrase, mientras viviera, su recompensa.
23 de mayo
Demasiado abrumado, estos últimos días, para conservar el deseo de anotar nada. Pero ni dolores ni angustias. Y casi llegaba a aceptar la idea de terminar así, en una especie de embrutecimiento alelado. Todavía no sé, en absoluto, si voy hacia una convalecencia. No es cuando un miembro ha muerto de frío, cuando se sufre; sino cuando la vida vuelve a él. Hoy, inquietud… análoga a los latidos y al hormigueo en los dedos que se reaniman.
27 de mayo
Acumulación de los días en la clínica; amasijo confuso de más de un mes; vacilando entre la mejora y el empeoramiento. Serie de días ocupados casi únicamente por la lectura. Especie de ciénaga desértica, con el cotidiano oasis, inesperadamente encantador, de las visitas regulares del incomparable amigo que ha sido para mí, durante este largo tiempo de purgatorio, Roger Martin du Gard. Su mera presencia ya me apegaba a la vida; se adelantaba a todas las necesidades de mi espíritu y de mi cuerpo; y, por más lúgubre que fuera mi estado de ánimo antes de su llegada, me sentía prestamente reanimado por sus palabras, y por la atención afectuosa con que acogía las mías. No sé si alguna vez en el pasado he podido sentir mejor el inefable beneficio de la amistad. ¡Y qué renuncia (excesiva incluso) a su interés propio, a sí mismo! ¡No, no! La religión no obtiene nada mejor, ni con tanta naturalidad. […]
31 de mayo
En Saint-Paul [-de-Vence], ¡por fin! ¿Me atreveré a confesar ahora que no tenía sino una débil esperanza de salir vivo de la clínica? Aquí, ¡qué tranquilidad! Ha caído la noche. No hay otro ruido que el croar rítmico de las ranas. Después, como obedeciendo a un misterioso signo u orden, todas se callan a la vez; luego todas vuelven a croar a coro.
4 de junio
Algunos días me parece que si tuviera a mano una buena pluma, buena tinta y buen papel, escribiría sin dificultad una obra maestra.
10 de junio
Hugo se complace en hacer rimar dos sonoridades diptongas, de las que una cuenta como dos sílabas, y la otra como una. Noto de paso:
Qu’un vin pur fasse fête aux poulardes friandes!
Et que de cet amas de fricots et de viandes…
[¡Que un vino puro festeje las sabrosas pulardas!
Y que de este amasijo de carnes y de guisos…]
Ya había observado otras.
Estas líneas insignificantes datan del 12 de junio de 1949. Todo me invita a creer que serán las últimas de este Diario[299] [Firmado] André Gide, 25 de enero de 1950.
* * *
Gide muere el 19 de febrero de 1951 en su domicilio de la rue Vaneau, número 1 bis, de París.