1922

4 de febrero

Cada día, y a lo largo de todo el día, me hago la pregunta; o mejor dicho, la pregunta se hace en mí: ¿me costaría morir?

No creo que la muerte sea particularmente difícil a aquellos que precisamente han amado más la vida. Al contrario.

Freud. El «freudismo»… Desde hace diez años, quince años, yo hacía «freudismo» sin saberlo. Hay muchas de mis ideas que, una u otra, expuesta o desarrollada largamente en un libro grueso, habría hecho fortuna; sólo con que hubiera sido hija única de mi cerebro. No puedo permitirme mantener y subvencionar cada una de ellas, ni ninguna en particular.

«He aquí algo que va a llevar, me temo, el agua a tu molino», me dice Rivière el otro día, hablando del librito de Freud sobre el desarrollo sexual. ¡Pardiez!

Ya es hora de publicar Corydon.

22 de marzo

No comprendo demasiado eso que llaman «mi influencia». ¿Dónde la ven? No me reconozco en ninguna parte. Lo que prefiero es lo que más difiere de mí y nunca he intentado otra cosa que empujar a cada uno a su propia vía, a su propia alegría.

27 de julio

Las razones que me empujan a escribir son múltiples, y las más importantes son, me parece, las más secretas. Quizá sobre todo ésta: poner algo a resguardo de la muerte; y es eso lo que me hace, en mis escritos, buscar, entre todas las cualidades, aquellas sobre las cuales el tiempo tiene menos poder, y mediante las cuales escapan a todos los caprichos pasajeros.

Carry-le-Rouet, 7 de agosto

Una carta de ella [Madeleine; Gide está pasando unas vacaciones con Élisabeth y su madre]. Una frasecita de nada anunciándome que ha regalado a Sabine Schlumberger, su ahijada, el collar de oro y la pequeña cruz de esmeralda que llevaba antaño, se me clava en el corazón como una puñalada. Esa cruz, que yo prestaba a Alissa [protagonista de La puerta estrecha], no puedo soportar la idea de que sea cualquier otra persona quien la lleve… ¿Qué escribirle? Ya no cree en mi amor y quiere ignorarlo todo de mi corazón. Necesita, para mejor alejarse de mí, creer en mi indiferencia. Dudo si alguna vez la he amado más, y me odio a mí mismo por haberla hecho sufrir; por tener que hacerla sufrir aún más. No estoy ya apegado a nada; me siento a veces tan alejado de todo, que me parece que ya estoy muerto y que no vivía sino a través de ella.

Colpach, 10 de septiembre

Días detestables, de ociosidad, de cobardía… Cada mañana me despierto con el cerebro pesado y más embotado que la víspera. Obligado a representar ante los demás una comedia de alegría, de placer, mientras siento toda verdadera alegría enfriarse lentamente en mi corazón.

No he vuelto a recibir cartas de ella desde Pontigny [donde Gide estuvo del 14 al 24 de agosto]; ¿qué digo?, desde Carry-le-Rouet, me parece. Es decir, ni la menor seña desde aquella carta en la que me anunciaba el regalo de su crucecita de esmeralda a Sabine. ¿Es una manera de castigarme por los reproches de la carta que le escribí en inmediata respuesta a la suya? ¿Ha decidido no escribirme más? ¿O no se ve con ánimos?… Me siento completamente abandonado por ella. Todo lo que ella alzaba en mi ser, todo lo bueno, lo generoso, lo puro, vuelve a caer, y ese abominable reflujo me arrastra entero hacia el infierno. A menudo dudo, como en Llanberis[170], si, por alguna exquisita intuición, no está secretamente y, por así decirlo, místicamente al tanto de todo lo que hago lejos de ella, o al menos, de lo que más puede herirla. El regalo de su collar ¿no tuvo lugar el mismo día en que, en la playa de Hyères, Élisabeth vino a reunirse conmigo (16 de julio)[171]? Desde entonces, nada. Mi corazón está lleno de tinieblas y de lágrimas. Tomo ojeriza a todos los que me rodean y a todo lo que me separa de ella y le da razones para alejarse de mí.

21 de diciembre

«Lo más terrible, lo más cruel, es tener que votar siempre con el propio partido»; es una frase que se atribuye a Barrès. La oí citar a no sé quién, en los primeros tiempos de Barrès en el Congreso, y desde entonces la he recordado. Me la he repetido muchas veces, y creo que es por eso por lo que no he votado nunca.

Miércoles [27 de diciembre]

[…] Paso con Marc y su amiguita Bronja[172] una velada de lo más sombría, en el Casino de París donde todo me ha parecido espantoso. Bobería, vulgaridad, ausencia de gusto, fasto imbécil y horrendo de los trajes.

30 de diciembre

Encuentro con Paul Valéry en casa de Adrienne Monnier[173]. Le acompaño durante un buen rato. Afirma sentirse molesto, exasperado incluso por la falsa situación en la que su éxito le coloca.

—Quieren que represente la poesía francesa. ¡Me toman por un poeta! Pero a mí me la trae floja la poesía. Sólo me interesa por carambola. He escrito versos por casualidad. Sería exactamente el mismo si no los hubiera escrito. Quiero decir que tendría, a mis propios ojos, el mismo valor. No tiene para mí ninguna importancia. Lo que me importa, querría decirlo. Creo que habría podido decirlo, que podría decirlo todavía, si tuviera el tiempo y la tranquilidad… pero no me pertenezco. La vida que llevo me suprime.

1923

2 de enero

Cena en casa de los Valéry. Paul me cuenta (lo que yo ya sospechaba) que «La Pitia» salió entera de un verso:

Pâle, profondément mordue (Pálida, profundamente mordida)

Buscó la rima, las rimas. Ellas dictaron la forma de la estrofa y todo el poema se desarrolló, sin que él supiera al principio ni cómo sería, ni lo que iba a decir en él.

Es cada vez más incapaz de escuchar a los demás y de tener en cuenta lo que podría interrumpir su pensamiento; su habla es cada vez más rápida e indistinta. En algunos momentos me cuesta muchísimo entenderle y debo rogarle que repita una frase de cada cuatro.

Vuelve a hablar de su taedium vitae, que se vuelve a ratos un sufrimiento físico, una angustia nerviosa y muscular insoportable. ¡Qué digo, a ratos!… Es un estado en el que se encuentra, dice, nueve de cada diez días. Reconoce que esa angustia le había abandonado completamente cuando viajaba, en particular en Inglaterra. Exclama:

—¡Ah, sólo con que tuviera suficiente dinero para no preocuparme de escribir nunca más!…

10 de enero

Francis Jammes me envía su volumen: Choix de poèmes [Selección de poemas]. Algunos, del principio, siguen siendo exquisitos. Pero lo que domina, ¡ay!, es la bobería, la falsa ingenuidad, la suficiencia. Nada tan orgulloso como su modestia; de ahí ese rechazo a aprender cualquier cosa, la creencia en la divinidad de su inspiración, la complacencia hacia sí mismo. El engreimiento viene siempre acompañado de necedad.

11 de enero

Digo a Em. algunas palabras sobre el «drama» que me obliga a acudir en ayuda de Élisabeth [su embarazo, por obra de Gide].

No tengo que esperar, ni desear siquiera, que Em. pueda considerar alguna vez lo que atisba e imagina de esta historia de otro modo que como una catástrofe muy lamentable; y sin embargo me cuesta muchísimo no protestar cuando de lo poco que me atrevo a decirle, saca la conclusión siguiente: «Siempre pensé que era una lástima que Él. fuera educada sin religión».

Rapallo[174], 15 de enero

Cuando estoy junto a Élis, es cuando mejor comprendo y mido la profundidad de mi amor por Mad.

17 de mayo

He llevado a Marc a pasar cuatro días en Annecy-Talloires.

Primer contacto con el bebé [su hija Catherine], que mañana entra en su segundo mes.

1 de julio

Nada irrita más a ciertos católicos que vernos desembocar naturalmente en una renuncia que a ellos, con toda su religión, les cuesta tanto alcanzar. Un poco más y le acusarían a uno de hacer trampa; la virtud ha de ser su monopolio y todo lo que uno obtiene de sí mismo sin el socorro de los padrenuestros no cuenta. Del mismo modo, no nos perdonan nuestra felicidad: es impía; sólo ellos tienen derecho a ser felices. Es, por lo demás, un derecho que usan poco.

21 de diciembre

Jacques Maritain[175] vino, pues, el viernes 14 de diciembre por la mañana a la Villa, a eso de las diez, como habíamos convenido. Yo había preparado algunas frases, pero ninguna de ellas sirvió, pues comprendí inmediatamente que no tenía que representar ningún personaje ante él, sino por el contrario, entregarme, y que ésa era mi mejor defensa. El aspecto inclinado, doblegado, del porte de su cabeza y de toda su persona me desagradaba, y no sé qué unción clerical de su gesto y de su voz; pero no hice caso y el fingimiento me pareció indigno de ambos. Él abordó inmediatamente la cuestión y me declaró sin rodeos el objeto de su visita, que yo ya conocía y que era rogarme que aplazara la publicación de cierto libro, publicación de la que François Le Grix[176] le había dicho que era inminente y de la que me rogaba que reconociese con él el peligro.

Le dije que no tenía intención de defenderme, pero que debía pensar que todo lo que podría ocurrírsele decirme a propósito de ese libro yo ya me lo había dicho, y que un proyecto que resiste la prueba de la guerra, así como de los duelos y de todas las meditaciones que provocan, está probablemente demasiado anclado en el corazón y en el espíritu para que una intervención como la suya pueda esperar cambiarlo. Aseguré que por lo demás yo no había puesto en ello tozudez alguna y que incluso, tras una primera lectura, hecha a un amigo (Marcel Drouin) hace diez años, de los dos primeros capítulos de ese libro, por consejo de ese amigo había interrumpido mi trabajo; que había renunciado más o menos a él, a pesar del profundo desasosiego que ese abandono me causaba; que si, con todo, a fines del segundo año de la guerra, lo había retomado y terminado, era porque me resultaba evidente que ese libro tenía que ser escrito, que pocos estaban cualificados como yo para escribirlo, y que no podía, sin fracasar, librarme de lo que consideraba mi deber. […]

—Tengo —le dije— horror a la mentira. Es quizá en eso donde se refugia mi protestantismo. Los católicos no pueden comprenderlo. He conocido muchos; incluso, con la única excepción de Jean Schlumberger, todos mis amigos son católicos. Los católicos no aman la verdad.

—El catolicismo enseña el amor a la verdad —me dijo.

—No; no proteste, Maritain. Demasiado he visto, y con demasiados ejemplos, cómo se puede ser acomodaticio. E incluso (pues tengo ese defecto de espíritu, que me reprochaba Ghéon, que consiste en prestar demasiado fácilmente la palabra al adversario e inventar argumentos para él) veo lo que usted podría contestarme: que el protestante confunde a menudo la Verdad con Dios, que adora la Verdad, sin comprender que la Verdad no es más que uno de los atributos de Dios…

—Pero ¿no cree usted que esta verdad, que su libro pretende manifestar, puede ser peligrosa?…

—Si lo pensara, no lo habría escrito, o al menos no lo publicaría. Por peligrosa que sea esa verdad, considero que la mentira que la tapa es aún más peligrosa.

—¿Y no cree que es peligroso para usted decirla?

—Es una pregunta que me niego a formularme.

Me habló entonces de la salvación de mi alma, y me dijo que con frecuencia rezaba por ella, al igual que varios de sus amigos convencidos como yo de que Dios me había designado para fines superiores, a los cuales intentaba, en vano, sustraerme.

—Estoy dispuesto a creer —le dije sonriendo—, que se preocupa usted por la salvación de mi alma mucho más de lo que me preocupo yo mismo.

Hablamos largamente sobre ese tema y también sobre el equilibrio griego y el desequilibrio cristiano. Como la hora avanzaba, hizo el gesto de levantarse:

—No querría dejarle antes de… ¿Me permite usted pedirle una cosa?

—Pídala —dije yo con un gesto que indicaba que no le aseguraba que fuera a contestar.

—Querría pedirle una promesa.

—?…

—Prométame que, cuando yo me haya marchado, se pondrá usted en oración y le pedirá a Cristo que le dé a conocer, directamente, si tiene razón o se equivoca publicando este libro. ¿Puede usted prometérmelo?

Le miré largamente y dije:

—No.

Hubo un largo silencio. Volví a tomar la palabra:

—Compréndame, Maritain. He vivido demasiado tiempo, y demasiado íntimamente, con el pensamiento de Cristo, para consentir llamarle hoy como quien llama a alguien por teléfono. Me parece incluso indigno llamarle sin haberme puesto previamente yo mismo en el estado necesario para oírle. ¡Oh!, no dudo que podría conseguirlo. Sé muy bien cómo se obtiene ese estado; tengo la receta. Pero si lo hiciera hoy, habría en ello algo de farsa; eso me repugna. Y además, ¿se lo confesaré a usted?, incluso en la época de mi mayor fervor, incluso cuando rezaba, no digo solamente: cada día, sino a toda hora, cada instante del día, nunca mi oración fue otra cosa que un acto de adoración, una acción de gracias, un abandono. Quizá en ello soy muy protestante… aunque, no; no sé por qué le digo esto. Por el contrario es muy protestante eso de pedir consejo a propósito de todo. Los hay que consultarían a Cristo sobre cómo abrochar un par de botines; yo no puedo; no quiero. Siempre me ha parecido indigno reclamar nada a Dios. Siempre lo he aceptado todo de él, con agradecimiento. No; no me pida usted eso.

—Entonces, ¿voy a tener que marcharme decepcionado? —me dijo tristemente mientras me tendía la mano.

—Por ahora —le contesté, poniendo en esas palabras toda la intención posible, sin por lo demás saber muy bien cuál. Y así nos separamos.

1924

3 de junio

Pretendo dar a los que me leerán fuerza, alegría, valor, desconfianza y perspicacia, pero me guardo muy mucho de darles directivas, pues estimo que no pueden ni deben encontrarlas sino por sí mismos (iba a decir «en sí mismos»). Desarrollar a la vez el espíritu crítico y la energía, esos dos contrarios. Generalmente no encontramos, entre las personas inteligentes, más que tullidos, y entre los hombres de acción, más que necios.

19 de junio

Me voy a Cuverville. En el tren leo varios artículos del número del Disque vert consagrado a Freud.

¡Ah, cuán molesto es Freud! ¡Y cómo me parece que habríamos llegado igualmente, sin él, a descubrir su América! Me parece que aquello por lo que debo estarle más agradecido es que haya acostumbrado a los lectores a oír tratar ciertos temas sin tener que escandalizarse ni sonrojarse. Lo que nos aporta sobre todo es audacia; o más exactamente, aparta de nosotros cierto falso y molesto pudor.

Pero ¡cuántas cosas absurdas en ese imbécil genial!

Si resultara tan contrariado como el apetito sexual, el simple apetito (el hambre) sería la gran materia prima del freudismo (del mismo modo que vemos la sed dictar los sueños de aquellos a los que falta agua en las travesías del desierto). En otras palabras: ciertas fuerzas deben su violencia a lo que les impide el escape. Es cierto que el deseo sexual es susceptible, cuando no es directamente satisfecho, de múltiples hipocresías —quiero decir: de revestir las formas más diversas—, lo que nunca se produce con el hambre. El punto al cual se dirigirían (si yo fuera médico) mis investigaciones asiduas es éste: ¿qué ocurre cuando, por razones sociales, morales, etc., la función sexual es inducida, para ejercerse, a abandonar el objeto de su deseo; cuando la satisfacción de la carne no comporta ningún asentimiento, ninguna participación del ser, y éste se divide y una parte de uno mismo queda atrás?… Después de eso, ¿qué queda de esa división?, ¿qué huellas? ¿Qué venganzas secretas puede entonces preparar la parte del ser que no ha encontrado lugar en el festín?

24 de junio

No les basta (a los dadá) que haya escrito un libro que les guste (Los sótanos). Haría falta que no escribiera ni hubiera escrito otra cosa que eso. No se elevan hasta la idea de que también a nosotros nos puede agradar desagradar, ¡y desagradarles precisamente a ellos! Cada uno de mis libros se vuelve contra quienes apreciaron el anterior. Eso les enseñará a no aplaudirme más que por los motivos adecuados, y a no tomar cada uno de los libros más que por lo que es: una obra de arte.

4 de julio

Ellos (los dadá) tienen como fin el escándalo; yo no considero el escándalo más que como un medio; un medio vergonzoso y que no he querido utilizar.

Cuverville, 27 [de julio] por la noche

Le enseño [a Madeleine] el mapa del Congo, adonde voy a ir este invierno[177]. Ella teme verme partir… Desde que me dejó, ya no estoy muy apegado a la vida. No tengo ánimos para decírselo.

26 de octubre

En Cuverville desde hace tres días. Viaje al Congo aplazado. Motivos: exámenes de Marc, terminar los Monederos falsos. Insuficiente preparación, etc. […]

Ocurre con mis Monederos falsos como con el estudio del piano: no es obstinándose en luchar contra una dificultad, tropezando con ella, como se la vence; sino a veces, trabajando en la de al lado. Ciertos seres y ciertas cosas necesitan ser abordados indirectamente.

10 de noviembre

Lo importante es encontrar un método (o una ausencia de método) de vida que preserve a la vez el sabor del objeto y nuestra propia glotonería. Desencanto progresivo de todo el universo por una parte; saciedad por la otra: parece que sea ése el fin que nos proponemos; no hay otro, ay, que se alcance más fácil y comúnmente.

1925

Enero

Todo lo que me hace decir André Bretón en su falsa entrevista se parece mucho más a él que a mí[178]. El género de ambición que me presta me es completamente ajeno; pero es el género de ambición que él mismo es más susceptible de entender. Yo no firmaría ni una sola de las frases que me atribuye; lo digo para simplificar, pues la perfidia extrema de ese artículo procede del hecho de que no puedo jurar no haber dicho ninguna de esas frases; pero están presentadas de tal modo que su significado queda íntimamente desnaturalizado. Hasta el sonido de mi voz resulta falseado.

Y veo en ese camuflaje, ay, más bien pérfida habilidad que torpeza. No puedo creer que Bretón, muy preocupado por la influencia que se propone ejercer sobre jóvenes espíritus, no haya intentado desacreditarme, perderme. Y hay que reconocer que logra hacer de mí un retrato de veras coherente y de veras horrendo.

15 de mayo

Ayer tarde, visita a Claudel. Me había pedido que fuera a verle y me estaba esperando. En el número 80 de la calle Passy, un piso interior, que no da a la calle. Cruzo dos habitaciones, la segunda bastante amplia, y me encuentro en una tercera, más amplia todavía, que le sirve de dormitorio y de gabinete de trabajo. Cama de campaña, en un rincón; una biblioteca baja recorre dos paredes de la habitación; cantidad de objetos, traídos de Extremo Oriente, la decoran.

Claudel, al oír el timbre, ha salido a mi encuentro y me tiende la mano. Parece haber empequeñecido. Una pequeña chaqueta de seda forrada con muletón, color café claro, le hace parecer todavía más espeso. Es enorme y corto; parece Ubu. Nos sentamos en dos sillones. Él llena el suyo. El mío, una especie de tumbona, tiene el respaldo tan echado hacia atrás que para estar a gusto, tendría que apartarme demasiado de Claudel. Renuncio a hacerlo y me inclino hacia adelante.

Ante Claudel no siento sino lo que me falta; él me domina; me sobrepasa; tiene más base y más superficie, más salud, dinero, genio, poder, hijos, fe, etc. que yo. Sólo pienso en escabullirme.

Cuverville, finales de mayo

Visita de Paul Valéry. Puesta en limpio y dactilografía de cinco capítulos de Los monederos falsos. Ejercicio sombrío, como hacer los deberes, pero que le conviene a mi apatía. No cuento más que con el Congo para salir adelante. La preparación de ese viaje y la espera de los países nuevos ha desencantado el presente; siento cuán verdadero era decir que la felicidad habita el instante. Nada me parece más que provisional. (La esperanza de vida eterna es también excelente para eso.)

8 de junio

Terminados Los monederos falsos.

14 de julio

Salimos hacia el Congo.

1926

14 de junio

Siento otra vez ese embotamiento extraño del pensamiento, de la voluntad y del ser entero que no me acomete más que en Cuverville. Escribir la menor tarjeta me toma una hora; la menor carta, una mañana.

No me aferró a este lugar más que por amor por ella con el sentimiento doloroso de que le sacrifico mi obra, mi vida. ¿Qué hacer? No puedo ni dejarla, ni hacerla dejar Cuverville, el único refugio en la tierra al que la unen todavía algunas raíces, en el que no se siente aún demasiado exiliada.

Hace algunos días yo estaba todavía lleno de fervor; me parecía poder levantar montañas; hoy estoy aplastado.

La dificultad viene de esto: que el cristianismo (la ortodoxia cristiana) es exclusivo y que la creencia en «su» verdad excluye la creencia en toda otra verdad. No absorbe; rechaza.

Y el humanismo, por el contrario, o llámese con el nombre que se quiera, tiende a incluir y a absorber todas las formas de vida, a explicar o incluso a asimilar todas las creencias, incluso aquellas que lo rechazan, incluso las que lo niegan, incluso la creencia cristiana.

La cultura debe entender que al intentar absorber el cristianismo absorbe algo que es mortal para sí misma. Intenta admitir algo que no puede a su vez admitirla; algo que la niega.

Chitré, 14 de julio

No hay que olvidar, cuando hable de mis Alimentos [terrenales], mostrar con claridad:

1° Que es un libro, si no de enfermo, ni siquiera de convaleciente, por lo menos de un curado, de alguien que ha estado enfermo. Tiene el exceso de alguien que abraza la vida como se abraza lo que se ha estado a punto de perder.

2° Que escribí ese libro en un momento en que la literatura olía furiosamente a ficticio y a encerrado; en que me parecía urgente hacer que tuviera de nuevo los pies en la tierra, que colocara sencillamente sobre el suelo un pie desnudo.

Hasta qué punto ese libro chocaba con los gustos imperantes, es lo que muestra su absoluta falta de éxito. Los periódicos y las revistas se callaron. En diez años no se vendieron ni cien ejemplares.

3° Que escribí ese libro en el momento en que, por el matrimonio, yo acababa de fijar mi vida, en el que alienaba voluntariamente una libertad que mi libro, obra de arte, reivindicaba inmediatamente tanto más. Y yo era al escribirlo, no hace falta decirlo, perfectamente sincero; pero igualmente sincero en el desmentido que a ese libro daba la permanencia de mi amor. […]

20 de agosto

Diario de Renard[179]. Extraña esta vida que se va estrechando. Su ceguera en relación con los extranjeros le permite admirar a Rostand, Georgette[180], etc. Cuida sus estrecheces, emperejila su egoísmo y riza con tenacillas su calvicie. Se observa de página en página, y ahí está el gran interés de ese diario, el progreso de esa inhibición de los sentimientos e incluso del pensamiento que la exigencia de sinceridad lleva consigo.

22 de agosto

Hemos llegado a Auxerre en coche, desde Brignoles. Dormimos en Grenoble el primer día. Ciudad modernizada; no queda nada de la plaza Grenette, en 1890, cuando André Walter buscaba un albergue donde poder instalarse y escribir sus Cuadernos.

La plaza estaba animada, pero no era ruidosa como hoy. Por lo que puedo recordar, la bordeaban viejas casas. Había naranjos en flor metidos en cajas. Un perfume embriagador flotaba ante la terraza del café donde yo saboreaba un helado al moka, blanco de leche (como nunca más he vuelto a saborear ninguno). Todavía no conocía a Stendhal. Todavía no fumaba. Mi mirada era casta y no turbaba, o sólo rara vez, mi pensamiento. El hotel costaba caro, y tenía miedo de que me faltara dinero. […]

Túnez, 15 de septiembre

Embarcamos el 13; llegada esta madrugada a las 6.

Aburrimiento sin nombre; todo el mundo es feo. Daría todo este viaje por algunas horas de estudio delante de un buen piano. No me queda más remedio que estudiar las Mazurcas de Chopin en la imaginación; no sin provecho por lo demás. Pérdida de tiempo formidable, a una edad en que…

16 de octubre

París de nuevo. Tumulto. Siento que me vuelvo insociable. Ningún deseo de charlar. Y de una manera más absoluta: ningún deseo. Conversación con Adrienne Monnier a quien no le gustan Los monederos falsos.

En general ocurre con este último libro lo que ha pasado ya tantas veces con los anteriores. El más reciente no gusta más que a quienes no habían apreciado todavía los demás, y todos los lectores que me había ganado con los libros precedentes declaran que este último «les gusta mucho menos». Estoy acostumbrado y sé muy bien que basta esperar.

Adrienne Monnier me habla bastante largamente y con elocuencia de la frialdad y maldad básica que este libro deja aparecer y que debe de ser el fondo de mi naturaleza. No sé qué decir, qué pensar. Ante cualquier crítica que se me dirige, siempre asiento. Pero sé que también a Stendhal le reprocharon mucho tiempo la insensibilidad, la frialdad…

1927

Saint-Clair, 8 de febrero

Todo lo que podría escribir para explicarme, disculparme, defenderme, debo rehusármelo. Imagino a menudo tal o cual prefacio a El inmoralista, a Los monederos falsos, a La sinfonía, sobre todo aquel en el cual expondría lo que entiendo por objetividad novelesca, en el que establecería dos tipos de novelas, o al menos dos maneras de mirar y de pintar la vida que, en ciertas novelas (Wuthering Heights, las de Dostoievski) se mezclan. Una, exterior y que suele llamarse objetiva, que primero ve el gesto del otro, el suceso y que lo interpreta. Otra que se consagra ante todo a las emociones, a los pensamientos, y se arriesga a ser impotente cuando intenta pintar cualquier cosa que no haya sido sentida primeramente por el autor.

La riqueza de éste, su complejidad, el antagonismo de sus posibilidades demasiado diversas, permitirán la mayor diversidad de sus creaciones. Pero es de él de quien todo emana. Es el único garante de la verdad que revela, el único juez. Todo el infierno y el cielo de sus personajes está en él. No es él mismo a quien pinta, pero lo que pinta podría haberse convertido en ello si no se hubiera convertido enteramente en sí mismo. Es para poder escribir Hamlet por lo que Shakespeare no se permitió a sí mismo convertirse en Othello. […]

Le Tertre, 25 de marzo

Algunas veladas tras las cuales uno querría pedir perdón a todos. Este desastre suele tener lugar ante una nueva figura.

El hermano de Roger trae de París a Hélène Martin du Gard [esposa de Roger]. El coche que conduce les deja después de las ocho ante la escalinata. Apenas nos conocemos; es decir que no hay precedentes entre nosotros. Trabajamos ante una tela en blanco aún en la que la menor pincelada deja huella.

¿Qué pasa entonces? Es como si se abriera en mí el tragaluz del abismo, como si se destapara en mí todo el infierno. ¿Qué es este vapor que sube de las profundidades del ser, que turba la mirada y que le emborracha a uno? El yo se hincha, se entumece, se despliega, expone todos sus horrores. La fatiga contribuye; uno pierde todo control sobre sí mismo; la voz se eleva, desafina, uno se oye proferir con suficiencia palabras inconsideradas que querría inmediatamente recobrar; uno asiste, impotente, a esa parodia miserable de un ser odioso que toma el lugar de uno, representa el personaje de uno, que uno querría (que uno no puede) desautorizar… pues es uno mismo.

Anoche no dije nada que no fuera odioso, absurdo, tanto que si pudiera romper conmigo, rompería.

Esta mañana me esfuerzo por meter todo eso en la jaula de los monstruos.

… El paso de: «todo lo que uno podría hacer» a: «todo lo que uno habría podido hacer».

12 de abril

Me he dormido sólo de madrugada, igual que la noche anterior. Horrible encogimiento del alma. Sólo con que ella [Madeleine] pudiera entender que nunca he dejado de amarla… eso no haría, ay, sino hacerla sufrir. Junto a ella toda mi felicidad se derrumba, me parece impía, atentatoria. Mi cielo no me aparece más que como su infierno.

Lausana, 19 de abril

Metrópolis. Película alemana de un mal gusto perfecto y colosalmente estúpida. Ha debido de costar prodigiosamente cara; uno no hace más que pensar en ello.

Ayer, en Neuchâtel, volví a ver La fiebre del oro.

Suarès hace ascos a Charlot por orgullo. Injustificable resistencia. Caso único en el que uno puede adherirse a la opinión popular. Y ningún malentendido. Reímos y nos divertimos, tú y yo, por lo mismo. Comunión posible y de la que conviene aprovecharse. ¡Es tan bueno poder no despreciar lo que la multitud admira!

Regreso de Zúrich a Neuchâtel, 1 de mayo

Ciudad embotada en una bruma plateada que, hacia mediodía, el sol disipa. Todo el mundo está en el culto pues es domingo. Me siento en un banco, frente al lago del que, esta mañana, la niebla ocultaba la ribera opuesta, y que tomaba un aspecto… de mar del Norte. (Largo tiempo, busco en vano el epíteto de cuatro sílabas que convendría.) Con mucho gusto viviría en Neuchâtel, donde el recuerdo de Rousseau todavía merodea, y donde los niños son más guapos que en cualquier otro sitio (con menos de dieciséis años, no pueden entrar en el cine). El suelo de la ciudad está tan limpio que no me atrevo a tirar la colilla.

Todos los pensamientos de estas personas que circulan con un libro de «salmos y cánticos» bajo el brazo han sido lavados y planchados por el sermón que acaban de oír, bien ordenados en su cabeza como en un armario de ropa limpia. (Me gustaría husmear en el cajón de abajo; tengo la llave.) Suenan campanas. ¿Es hora de un nuevo culto, o la hora de comer? Los muelles se vacían.

Zúrich, 5 de mayo

Algunos se pudren y otros se osifican; todos envejecen. Sólo un gran fervor intelectual triunfa sobre la fatiga y el ajamiento del cuerpo. Con M. toda mi juventud se fue; dormito esperando su regreso y pierdo el tiempo como si me quedara mucho por perder. Duermo demasiado, fumo demasiado, digiero mal y apenas me entero de la primavera. El ser se abandona cuando no tiene nada más en qué pensar que en sí mismo; sólo me esfuerzo por amor, es decir, por los otros.

Ah! Que revienne

Le Temps où Von s’éprenne![181]

[¡Ah! Que regrese

el tiempo en que uno se enamora.]

7 de mayo

Incluso las máscaras de África central, las esculturas indígenas, son producto de un sentimiento religioso. La mentalidad primitiva es más religiosa que la nuestra y el negro, en ese punto, nos da ventaja.

«¿Cómo pueden creer en eso?» os preguntáis, vosotros los que creéis. Mi triste asombro ante vuestra fe es de la misma naturaleza que vuestro asombro ante la suya.

El palacio de la fe… En él encontráis consuelo, certeza y comodidad. Todo está preparado en él para proteger vuestra pereza y amparar el espíritu contra el esfuerzo.

«Educado en ese palacio, conozco sus recovecos.»[182] (Incluso los hay tan encantadores que aún los echo de menos.)… Hay que dejar demasiadas cosas en el guardarropa. Abandono con mucho gusto la bolsa, pero no la razón; mi razón de ser. […]

Hace mucho tiempo que no he sentido nada intenso. Ni siquiera el asco de mí mismo o el aburrimiento.

8 de mayo

No, no; no es mi doctrina lo erróneo. Los principios eran buenos; pero no los he seguido.

Recuerdo haber oído a Wilde decirme: «No es por exceso de individualismo por lo que he pecado. Mi gran error, la falta que no puedo perdonarme, es haber, un día, dejado de obstinarme en mi individualismo, dejado de creer en él para escuchar a otros, dejado de creer que tenía razón de vivir así, dudado de mí mismo».

Acusáis mi ética; yo acuso mi inconsecuencia. Donde me equivoqué fue en el creer que quizá teníais razón.

Los mejores de mis pensamientos fueron los de mi juventud, aquellos de los que dudé, por simpatía, y que querría recobrar.

Lo que más admiro de Valéry, es quizá su constancia. Incapaz de verdadera simpatía, nunca ha dejado que rompieran su línea, nunca se ha dejado distraer de sí mismo por los demás.

Basilea, 11 de mayo

Exposición retrospectiva de Böcklin[183]. Como para hacerle a uno creer que no hay verdadera escuela y tradición de pintura (en nuestros días, y desde hace tiempo) más que en Francia. Es a París adonde vienen hoy a enterarse los únicos pintores extranjeros de valor. Böcklin no vale mucho más que por sus intenciones. El infierno del arte está empedrado de ellas. Nada distingue algunas de sus telas de las más vulgares estampitas, como no sea cierto aplomo que impone, y que imita la maestría. ¡Qué vulgaridad! ¡Qué presunción! Pobreza del dibujo. Desfachatez del color.

[…] El orgullo y el aburrimiento son los dos más auténticos productos del infierno. He hecho de todo para defenderme contra ellos y no siempre he logrado mantenerlos a distancia. Son los dos grandes motores del romanticismo. Siempre es más fácil ceder a ellos que vencerlos, y no se consigue sin alguna artimaña. Importa saber preferir a veces dejarse engañar, prestarse a la ilusión, y el más hábil, aquí, no es sin duda aquel a quien «no se la dan con queso», sino quien al contrario se presta al juego, preocupado ante todo por preservar su júbilo.

Pero no; no quiero para nada una felicidad que la clarividencia puede ajar. Hay que saber encontrar la felicidad más allá. Aceptación; confianza; serenidad: virtudes de viejo. La edad de la lucha con el ángel ya pasó.

Cuverville

Releída La joven parca. A pesar de algunos movimientos adorables que el artificio solo no puede haber inventado y en los que Valéry se revela como verdadero músico, no puedo preferir este largo poema a algunos otros, más recientes y más cortos, de Charmes. Aún no lo bastante desligado de Mallarmé; cierto estancamiento; abuso de la vuelta a uno mismo, del repliegue…

Théoule, 18 de agosto

Aburrimiento sin nombre; asco de todo y de todos. Sólo el trabajo puede sacarme de este marasmo en el que me atasco… Terminé anteayer, con ayuda de Marc, el artículo sobre las grandes compañías. Esta noche releo las primeras páginas asqueado. Nunca he escrito nada más informe. Habrá que reescribirlo todo; pero más tarde, cuando esté menos cansado y cuando lo haya perdido de vista algún tiempo.

Lo mejor que he escrito ha sido bien escrito de entrada, sin dificultad, fatiga ni aburrimiento.

Mi hastío de hoy es quizá de origen sentimental y procede de la inquietud que me inspira M.

19 de agosto

Todos esos jóvenes están espantosamente absortos en sí mismos. Nunca saben dejarse. Barrès fue su malísimo maestro; su enseñanza desemboca en la desesperación, en el aburrimiento. Es para escapar a él por lo que muchos de ellos, después, se abalanzan sobre el catolicismo, como él se abalanzó sobre la política. Todo eso será juzgado muy severamente dentro de veinte años.

5 de octubre

¿Cómo trasladar a una novela esa impresión sentida al entrar a casa de los D. la otra noche? Haría falta primero la lenta pintura de un joven bueno, inteligente, capaz a menudo de lo mejor, pero torpe para hacerse amar, o mejor dicho, que no lo busca demasiado, por misantropía, desdén, orgullo; valeroso, pero atemorizado por la vida; lleno de inhibiciones, y apareciendo, incluso en pleno día, cubierto de sombra; capaz de resolución, pero sin impulso suficiente para producirse; agobiado ya por las preocupaciones mezquinas.

Cuando entro, después de cenar, en su pequeño salón, le encuentro fumando su pipa junto a un gramófono que ha puesto en marcha sin duda no tanto para él como para entretener a su joven esposa y a su cuñada; ésta vive con ellos para ayudar en el trabajo de la casa; los tres están en ese salón al que él vuelve, tras el trabajo del día. Es el único tiempo que tiene para él. E incluso ese tiempo, en el que podría recobrarse a sí mismo, he aquí que está del todo acaparado por la familia.

Para vivir en pie de igualdad con los «suyos», desciende de sí mismo, se rebaja a esa mediocre altura. ¿Podría, con más recursos de dinero, aislarse más? No lo creo. Creo que no lo intentaría. Esas horas de la noche, las debe a su joven esposa, a la que no ha visto en todo el día. Siente que la mediocridad le invade; pero ¿qué hacer? Ya no lucha; se sacrifica, repliega en el fondo de su ser sus ambiciones, sus sueños, sus esperanzas, todo aquello que podría hacer peligrar esa felicidad doméstica. El capítulo se titularía:

FELICIDAD CONYUGAL.

Et tibi magna satis[184]

Y ninguna salida posible; ninguna evasión que no parezca cobarde, egoísta, impía… al ser débil.

23 de octubre

Todos los pensamientos que hasta no hace mucho alimentaba el deseo, todas las inquietudes que suscitaba, ¡qué difícil, ay, se vuelve entenderlos, cuando se agota la fuente del anhelo! Y ¿cómo asombrarse entonces de la intransigencia de aquellos a los que el deseo nunca ha empujado?…

Parece, con la edad, que uno haya exagerado un poquito sus exigencias, y se asombra uno de ver a otros más jóvenes que uno dejarse atormentar por él. Las olas vuelven a caer cuando el viento ha dejado de soplar; todo el océano se duerme para poder reflejar el cielo. Saber desear lo inevitable: toda la sabiduría está ahí. Toda la sabiduría del viejo.

25 de octubre

Siempre he tomado un máximo de precauciones para impedir que mis libros debieran su éxito a cualquier cosa que no fuese su valor.

28 de octubre

No creo que el futuro nos agradezca todo el cuidado que aportamos a nuestros libros; muy al contrario, el exceso de cuidado podría muy bien enfriarlos antes que a otros.

El hábito de no leer, de los siglos pasados, sino las obras que han merecido sobrevivir nos impide conocer, con frecuencia, los motivos por los que han perecido las demás. Sin remontarse muy lejos, es provechoso por ejemplo leer la Fanny de Feydeau, que muchos contemporáneos de Flaubert consideraban una obra maestra. Creo que, más tarde, El negro de Soupault —que acabo de leer en el tren que me lleva a Carcasona— no suscitará más indulgencia, y que las cualidades mismas de ese libro parecerán sobre todo complacencias, una especie de asentimiento a uno mismo, a la época… Pero nada es más difícil que abstraerse de la propia época lo suficiente como para percibir defectos comunes a toda una generación.

Escribo esto muy mal, fatigado por una noche en blanco. Llegamos a Carcasona antes de las seis; pero yo dormía desde Tolosa y he salido de mi vagón tan precipitadamente que me he dejado un sombrero al que estaba casi tan apegado como Lafcadio [personaje de Los monederos falsos] al suyo de castor.

4 de noviembre

Daniel Simond[185], de Lausana, con quien me encuentro anteayer en los bulevares y al que invito a almorzar este mediodía, me dice que su profesor le propone como tema de tesis: la influencia de Nietzsche sobre mi obra. Es halagador; pero ¿a qué puede invitar ese trabajo? A buscar, en mi Inmoralista, por ejemplo, todo lo que puede recordar el Zaratustra y a no tener en cuenta lo que me enseñó la vida misma.

El libro estaba del todo compuesto en mi cabeza y había comenzado a escribirlo cuando leí por primera vez a Nietzsche, que me molestó mucho en un primer momento. Encontré en él, no una incitación, sino por el contrario una traba. Si Nietzsche me sirvió aquí, fue, más adelante, para purgar mi libro de toda una parte de teoría que lo hubiera hecho sin duda más pesado.

He reflexionado mucho sobre esta cuestión de las «influencias» y creo que se cometen en este tema muy groseros errores. No vale realmente, en literatura, más que lo que la vida nos enseña. Todo lo que se aprende sólo por los libros resulta abstracto, letra muerta. Si no hubiera encontrado en mi camino ni a Dostoievski, ni a Nietzsche, ni a Blake, ni a Browning, no puedo creer que mi obra hubiera sido diferente. Todo lo más me ayudaron a desenmarañar mi pensamiento. ¿Y qué más? Me complació saludar a aquellos en los que reconocí mi pensamiento. Pero ese pensamiento era mío, y no es a ellos a quien lo debo. De lo contrario no tendría valor. La gran influencia que quizá me ha marcado realmente, es la de Goethe, e incluso no sé si mi admiración por la literatura griega y el helenismo no hubiera bastado para compensar mi primera formación cristiana.

Por lo demás, me siento lo bastante rico para no haber intentado nunca hacer pasar por míos pensamientos que procedían de algún otro.

11 de noviembre

Una pobre mujer le va a contar a Eugène Mac Cown[186] sus miserias, la triste vida que le da su amante, un joven escritor llamado Millet (creo). Le pega. Es que sufre mi influencia. «Va a ver a Gide todos los días (le dice a Eugène esa mujer), le cuenta que me ha pegado y Gide le dice: “Bravo, bien hecho”.» Ella, por lo demás, lo adivina sola: antes de que él lo confiese, lo reconoce en su expresión: «¿A que acabas de ver a André Gide?»

Con algunos cotilleos de este estilo, buena reputación es la que me espera.

17 de noviembre

Hay momentos en que tengo ganas de quejarme. Consigo, por orgullo, refrenarlas. Pero mi silencio no es natural. Muchas veces me habría ido mejor airear mi protesta que, reprimida de este modo, me envenena. Lo que sin embargo me impide hablar es que, haciéndolo hoy, estaría de todos modos demasiado lejos de saldar la cuenta pendiente. Hay demasiados atrasos. La pequeña satisfacción que obtendría sobre un determinado punto más bien sería humillante, de tan irrisoria como me parecería.

Cuverville, 23 de diciembre

Se ha perdido definitivamente toda esperanza de salvar a los desventurados prisioneros del submarino hundido. Hasta ayer dieron señales de vida, y se comunicaban con los escafandristas, que, peligrosamente, a través de la tormenta y con un frío paralizante, bajaron hasta el submarino, dando golpecitos al casco, que ellos percibían cada día más débiles. Heroicos, sobrehumanos esfuerzos se intentaron para hacer llegar a esos desgraciados oxígeno, luz; en vano. Todo lo que se pudo hacer, fue hacerles saber que se rezaba por ellos. Luego, ayer, el cable que unía el submarino al mundo de los vivos, se rompió.

No se puede imaginar agonía más horrible, en el frío, en la oscuridad, y entre agonizantes, entre muertos… Pero más horribles todavía me parecen aquí las oraciones. Mujeres, niños, amigos, todo un pueblo rezaba por ellos, y seguía rezando, intensamente. Esos rezos, ¿qué decían? «Padre, te imploramos; te suplicamos que los salves… pero… hágase tu voluntad.» ¿Esperaban ablandar la cólera de un dios enfurecido, lo que obligaba a interpretar como castigo esas muertes crueles?… ¿Invitarlo a revisar el veredicto de su justicia, de su sabiduría?… Y, si no apaciguaba la tormenta, ¿quería decir que no era lo bastante poderoso o que no se rezaba lo bastante alto?… ¿O los sumergidos no merecían esa gracia?

Querría que se elevara el alma de manera que no se sintiese acorralada a la desesperación, al enterarse de pronto de que Dios le falta. Más vale estar convencido de antemano; y la mejor manera de impedir que Él nos falte es desde luego aprender a prescindir de Él.

Hay sin duda muy pocos amantes que no se sientan, en ciertos momentos, cautivos de su amor.

1928

Cuverville, 2 de enero

Esperaba terminar este cuaderno con el año. Retraso de dos días. El frío me consterna y me encoge. No he salido más que dos veces en los últimos ocho días: visita al desventurado Déhais[187] al que los dolores más atroces no abandonan ya casi; luego, al día siguiente, lejana visita a los Malendin[188], para volver a encontrar en su casa a los tres críos de la asistencia que me habían saludado tan afablemente por la carretera, a mi regreso de casa de los Déhais; y a los que quería llevar algo con que celebrar un poco más alegremente el primero de enero.

Inmensidad de la miseria humana. En vista de la cual la indiferencia de ciertos ricos o su egoísmo se me hace cada vez más incomprensible. La preocupación por uno mismo, por la propia comodidad, el propio confort, la propia salvación, revela una ausencia de caridad que me asquea cada vez más.

Cada uno de esos jóvenes escritores que se escucha a sí mismo sufrir del «mal del siglo», o de aspiración mística o de inquietud, o de aburrimiento, se curaría instantáneamente si intentara curar o aliviar a su alrededor unos sufrimientos bastante más reales. Nosotros, los afortunados, no tenemos derecho a quejarnos. Si, con todo lo que tenemos, aún no sabemos ser felices, es que nos hacemos de la felicidad una idea falsa.

Cuando hayamos comprendido que el secreto de la felicidad no está en la posesión sino en el dar, haciendo felices a quienes nos rodean, nosotros mismos lo seremos más. ¿Por qué, cómo, los que se llaman cristianos no han entendido más esa verdad inicial del Evangelio?

13 de febrero

Pero esas horas tranquilas, que para uno eran paraíso, fatigaban la paciencia del otro que sólo las toleraba provisionalmente. En ellas tomaba carrerilla, se tensaba, sin tener más que un desvelo, un fastidio: ocultar al compañero que se preparaba a saltar.

Martes, 28 de febrero

[…] Ahora que ya no aspira a la consonancia y a la armonía, ¿hacia dónde se encamina la música? Hacia una especie de barbarie. El sonido mismo, tan lenta y exquisitamente desgajado del ruido, vuelve a él. En un primer momento no se permite que aparezcan en el escenario más que los señores, las personas con título; luego la burguesía; luego la plebe. Invadido el escenario, pronto no hay nada que lo distinga de la calle. Pero ¿qué hacer? ¡Qué locura intentar oponerse a esa marcha fatal! En la música moderna los intervalos consonantes de antaño nos producen el efecto de resucitados.

Cuverville, 30 de marzo

D. B.[189] querría amor, yo no puedo darle sino amistad. Por más viva que ésta sea, la espera que en ella siento de un estado más tierno falsea mis gestos y me arrastra al borde de la insinceridad. Se lo explico esta noche en una carta, que quizá la apenará y que me apena escribirle; pero el temor a apenar es una de las formas de la cobardía, que repele a todo mi ser.

9 de junio

Lasitud y suputación de la muerte.

Desde hace tiempo, ningún placer en escribir en este cuaderno. Muy envejecido. Me he afanado, más que trabajar realmente.

Tras un viaje a Bélgica (conferencia y proyección de la película en Bruselas) y a Holanda (La Haya y Amsterdam) para preparar nuestro viaje a Nueva Guinea[190], renunciamos a ese proyecto.

Cuando pienso que apenas empiezo a restablecerme después del Congo (estoy todavía corrigiendo las galeradas de la edición grande), me espantan un poco las consecuencias posibles de ese nuevo viaje, más aún que el viaje en sí mismo. Marc, desde que volvimos, no ha hecho casi nada; o al menos no ha trabajado realmente. Temo que, para más facilidad, renuncie a lo mejor de sí mismo.

Temo, llevándole allá, hacerle un flaco favor y deshabituarle definitivamente del trabajo. Es el placer, la felicidad de estar con él lo que me lleva allá, aún más que la curiosidad de las tierras lejanas. Esa felicidad, a la que cedo, falsea gravemente mi pensamiento. Es por él, es para conquistar su atención, su estima, por lo que escribí Los monederos falsos, por lo mismo que todos mis libros precedentes los había escrito bajo la influencia de Em. o en la vana esperanza de convencerla.

Urgente necesidad de soledad y de recobrar el dominio de mí mismo. Ya no se trata de seducir a otros, lo que no deja nunca de ir acompañado de concesiones y de cierto engaño de uno mismo. Hay que aceptar que mi camino me aleja de aquellos hacia los que mi corazón me inclina; e incluso reconocer que es mi camino, en esto: en el hecho de que me aísla. Si fuera verdaderamente capaz de rezar, gritaría a Dios: Concédeme no necesitarte sino a Ti. Las seducciones de la carne distraen menos que las del corazón y del espíritu. (Y quizá escribo esto porque sé que a éstas hace tiempo que he decidido no resistir. Inútil cerrar este paréntesis…

He sacado la correspondencia de Louÿs para hacerla pasar a máquina. Consternado por su bobería, su puerilidad, sus bufonadas, su insignificancia. ¿Cómo he podido soportar esa amistad tantos años? Es que a través de todo eso y a pesar de su madera bastante vulgar, Louÿs dejaba aparecer una especie de fervor y de entusiasmo encantadores, y ciertos rasgos de excelente poeta; es que los dos éramos jóvenes; es que volvía a mí inmediatamente después de haberme rechazado y hacía de nuestras relaciones una especie de contradanza movida a la que velis nolis yo tenía que prestarme.

En el momento de André Walter, harto ya, hice un enorme esfuerzo por despegarme sin romper, y cuando, tras meses de soledad, le volví a ver, fue con la pretensión de proteger mis opiniones que hasta entonces él había maltratado, de mantener mis posiciones, de ampararme de él, de defenderme, de obtener entre él y yo un poco de distancia. No pudo durar, ¡ay!; fui vencido por su simpatía. Pero esas vueltas atrás, esas reconciliaciones, me irritaban. Él no consentía en dejarme tranquilo; yo no sentía hacia él sino ese afecto sin aprecio que no puede producir nada duradero, nada bueno.

«¡Cuánto tiempo te ha hecho falta para comprender que Louÿs era mediocre!», me decía mucho más tarde Paul Laurens. Sin confesarme eso precisamente, yo no me decidía a dedicarle ninguno de mis libros, mientras que él me dedicaba obstinadamente todos los suyos. Sí, mediocre, ¡ay!, pero sus libros, por lo menos algunos, no lo eran, y atestiguaban un no sé qué exquisito, divino, que me hacía amarlo a pesar de todo.

Desgraciadamente, de ese no sé qué, se encuentran muy pocas huellas en sus cartas (hablo de las que me dirigía). En medio de ese terrible fárrago, interesante todo lo más para poner de manifiesto sus continuos saltos de humor, a duras penas encuentro algunas páginas que me parecen merecer ser salvadas. (Estoy convencido, por lo demás, de que mis cartas a Pierre son igualmente decepcionantes.) Paulhan, a quien las presento, las ha juzgado demasiado insignificantes para la N.R.F., de modo que voy a proponerlas al Mercure donde Louÿs tiene sin duda más admiradores.

12 de junio

He tenido gran placer en cenar la otra noche con Julien Green[191]. Habíamos quedado hace mucho tiempo. Con una deferencia realmente encantadora, y muy rara en la nueva generación, me dio a entender que yo debía considerarme su invitado. Tuve, pues, que dejarme llevar por él a Prunier, en la avenida Victor Hugo, por lo demás menos fastuoso por dentro de lo que el escaparate me lo hacía temer; escaparate que hasta entonces me había espantado. Sigo siendo, en lo tocante al lujo, de una timidez casi insuperable, que quizá se había calmado un poco, pero que parece renacer y acentuarse aún más con la edad. Recuerdo la época en que Viele-Griffin y Jacques Slanche me dieron cita para almorzar en el Terminus Saint-Lazare: no fui capaz, por inverosímil que parezca, de entrar en la sala del restaurante, sino que me quedé esperándolos en el vestíbulo, donde terminaron por venir a buscarme, tras haberme esperado mucho tiempo.

Green es sin duda extraordinariamente parecido a lo que yo era a su edad. Más preocupado aún por comprender y por dar su asentimiento que por afirmar su personalidad mediante la resistencia. Me habría gustado charlar mejor con él. Estaba atento a mostrarme su confianza, y la mía hacia él es muy grande; pero me cuesta cada vez más abandonarme en una conversación. Temo haberle decepcionado terriblemente, pues no he sabido decirle casi nada que no fuera banal; nada de lo que él tenía derecho a esperar y anhelar de mí. Por lo demás, yo estaba sumamente cansado; y me preocupaba no mostrarlo excesivamente.

Tras haber estado un buen rato en Prunier, hemos ido a la avenida de los Campos Elíseos. La noche era bella y uno y otro estábamos deseosos de caminar. Le propuse llevarle al Lido, donde ni uno ni otro habíamos estado nunca todavía. No necesitábamos ir con chaqueta, entre tanta gente con frac, para sentimos tan desplazados el uno como el otro en ese lugar de placer y de lujo. Una vez sentados a la mesa cerca de la piscina, quisimos esperar la hora del espectáculo que no empezaba hasta pasadas las doce de la noche.

Si yo hubiera estado en un buen día, nada habría sido más encantador; pero la conversación se estancaba. Yo escuchaba sin embargo con gran interés lo que me contaba de su próximo libro. Me gusta que no sepa demasiado, de antemano, adónde le van a llevar sus personajes, pero no estoy muy seguro de que no me haya dicho eso precisamente para agradarme, recordando lo que yo decía de los míos en mi Diario de Los monederos falsos.

Tiene la felicidad de no conocer en absoluto el insomnio, despertándose cada mañana, dice, exactamente en la postura que había adoptado la víspera para dormirse. Lo cual le asegura sin duda la regularidad en el trabajo; regularidad en él casi excesiva; cada día, a la misma hora y durante el mismo número de horas, escribe el mismo número de páginas y de la misma calidad.

Su curiosidad intelectual y su apetito de lectura me encantan. Querría que no hubiera guardado demasiado mal recuerdo de esa velada en la que se mostró tan encantador, en la que yo me mostré tan mediocre, en la que deploro no haber sabido hablarle mejor.

París, 22 [de julio]

No sólo Marc no sabe lo que es amar, sino que ni siquiera sabe que no lo sabe. Conoce el afecto y el deseo, no el amor.

17 de octubre

Me encierro con este trabajo que es necesario que termine y durante horas me esfuerzo por pensar en él, prefiriendo no pensar en nada antes que pensar en otra cosa. De ese tiempo, paso un tercio al piano; dormito otro tercio, pues tengo la debilidad de buscar un poco de inspiración fumando cigarrillos que me envenenan y terminan de embrutecerme. Carezco de genio hasta un punto que no es creíble. Querría marcharme.

Hojas sueltas

Paul Laurens me contaba que se había encontrado, por casualidad, a un viejo compañero de taller al que no había vuelto a ver desde hacía un cuarto de siglo. Primeramente fingen una gran alegría de volverse a ver, como conviene; luego se dan cuenta enseguida de que ya no tienen nada en común como no sea algunos vagos recuerdos; la conversación decae rápidamente; pero pronto X.:

—¡Oh! Y además, casi me olvidaba… una cosa muy importante… el año pasado, ¿sabes qué?, me convertí. ¡Hecho!

—Entonces —pregunta Paul Laurens—, ¿estás contento?

—Huy, sabes, el catolicismo… es despampanante.

Algunos instantes de silencio. Se deciden a separarse. Pero en el momento de darse la mano, el otro repite una vez más:

—¿Sabes?, te digo… ¡des-pam-pa-nan-te!

Paul contaba esto de una manera encantadora, como pienso que lo habría hecho Fromentin.

¿Son necesarias tantas palabras? ¿Y la contención de espíritu, el esfuerzo por fabular una intriga, para desplegar ante el lector ese bordado de colorines que, durante un tiempo, se interpone ante él y vela la realidad? Es a esa realidad, muy al contrario, adonde quiero devolverle sin cesar, iluminársela mejor, presentársela más real todavía de lo que hasta ahora ha sabido verla.

No esforzarse hacia el placer sino encontrar el propio placer en el esfuerzo mismo, es el secreto de mi felicidad.

1929

Argel 13 [de enero]. 6 y media

Con la ayuda de Júpiter y de Neptuno, estábamos en el muelle desde las 2. Argel parece haber cambiado tan poco que realmente no merece la pena sentirse mucho más viejo que la última vez que la vi.

El momento en que tengo más furiosamente ganas de dejar una ciudad es el mismo momento en el que acabo de llegar. ¡Qué pocilga! ¡Qué miseria! ¡Qué mediocres «promesas de felicidad»!, o mejor dicho: ¡qué pocas promesas, y de qué mediocre felicidad!

Bastaría quizá decir que me siento muy cansado, con un punto doloroso en la base del pulmón izquierdo, que me hace temer aún muchos ataques de tos esta noche.

20 de enero

Escribo a Marc:

«Por temor a vivir demasiado a través de ti, he querido prescindir de ti por un tiempo; ya no vivo».

Sin embargo, esta mañana me siento un poco menos naufragado; escribo sin demasiada dificultad tres cartas. Hace buen tiempo…

Sin duda estaba extraordinariamente fatigado cuando dejé París y tengo que aceptar como descanso este torpor.

10 de febrero

Anoche, habiéndose reunido algunos amigos, surgió una discusión entre Berl, Malraux, Schiffrin y Robert de Saint-Jean[192]; bastante apremiante, pero con todo bastante incoherente, a pesar de la precisión de las palabras y la extraordinaria elocuencia de Berl y de Malraux; en la cual intenté, sí, tomar parte, pero ya me costaba lo mío seguirlos y entender a fondo su pensamiento. Todavía más me costaba discernir el mío propio, y expresarlo.

Había acuerdo general en reconocer que nuestra literatura contemporánea da una imagen poco exacta del estado de los espíritus de hoy. Berl, sosteniendo la tesis que ya exponía en un notable «panfleto», pretendía que nuestros escritores de hoy, y muy particularmente nuestros novelistas, pintaban sentimientos convencionales, que ya no tienen actualidad y están extraordinariamente retrasados respecto a su tiempo.

De acuerdo. Pero la cuestión me parece mal planteada. Y creo, con Wilde, que los más importantes artistas no copian la naturaleza tanto como la preceden; de modo que por el contrario es a ellos a quienes la naturaleza parece imitar.

Creo, además, que los sentimientos auténticos son sumamente raros y que en su inmensa mayoría, los seres humanos se conforman con sentimientos convencionales, que se imaginan que sienten realmente, pero que adoptan sin que por un momento se les ocurra poner en duda su autenticidad. Se cree sentir amor, deseo, asco, celos, y se vive a semejanza de un modelo corriente de la humanidad que nos es propuesto desde nuestra infancia.

Sensaciones y pensamientos forman pequeños grupos de asociaciones más o menos arbitrarias que gracias a los nombres que les damos terminan por adquirir apariencia de realidad. La admirable máxima de La Rochefoucauld: «Hay personas que no habrían estado nunca enamoradas si no hubieran oído hablar nunca del amor» es aplicable a muchos otros sentimientos; a todos quizá.

Hace falta un espíritu extraordinariamente sagaz para darse cuenta de ello. Y sería un profundo error creer que los seres menos cultos son los más espontáneos, los más sinceros. A menudo son, por el contrario, los menos capaces de crítica, los que más están a merced de la imitación, los más dispuestos, por debilidad o pereza, a adoptar sentimientos convencionales y a expresarlos mediante frases hechas que les ahorran la molestia de buscar otras más precisas, frases en las cuales sus sentimientos se deslizan tomando mejor o peor la forma de ese caparazón prestado. […]

5 de marzo

No juraría yo que en cierta época de mi vida no haya estado bastante próximo a convertirme. A Dios gracias, algunos convertidos de entre mis amigos pusieron los puntos sobre las íes. Ni Jammes, ni Claudel, ni Ghéon, ni Charlie Du Bos, sabrán nunca hasta qué punto su ejemplo me ha instruido. […]

10 de abril

Dudo si una de las mayores fuerzas de un artista no es, resueltamente, hacer caso omiso y no conceder demasiada importancia a lo que no revelará su superioridad.

Escribo esto, sin creerlo demasiado, pues mi estado de ánimo me lleva, por el contrario, a «no descuidar nada» y a aportar el mayor cuidado precisamente a lo que más me repugna: las transiciones, las soldaduras, todo eso en lo que Flaubert reconocía al maestro.

Pero es la única excusa que encuentro a las partes malas de la última novela de Green [Léviathan]… y son muchas: inadmisibles diálogos (en particular el de Grosgeorges y Guéret), personajes artificialmente construidos (madame Londe), situación inadmisible… Se diría que poco le importa, hasta tal punto le empuja la necesidad de ir adelante, de continuar, de llegar a las partes en las que se revela su potencia y esa especie de genio sombrío que le emparenta en esos momentos con los más grandes.

Cierta regularidad de flujo en el curso de la novela me molesta más; me gustaría que fuese más torrencial, con interrupciones, recodos, desapariciones, cascadas. Sin duda se conforma un poco demasiado, para mi gusto al menos, a la tradición de la novela bien hecha. Pero necesitaría en tal caso consentir en descontentar a su público, lo que pide una especie de valentía de la que pocos se muestran capaces.

11 o 12 de abril

Tacaño y parsimonioso… sí, bien sé que lo soy; y reconozco que lo soy hasta el exceso. Pero es que prefiero con todo mi corazón poder regalar lo que esos que me llaman avaro gastan de tan buena gana en sí mismos.

18 de junio

Tales obras (citar) apestan al confort en que fueron escritas: la mesa, el buen sillón, el rincón junto al fuego. Cuánto me conmueven, en cambio, algunas otras que se resienten de los apuros materiales de su autor, de todo lo que frena las ganas de escribir bien.

28 de julio

Esa primera educación cristiana, irremediablemente, me despegó de este mundo, inculcándome sin duda, no un asco hacia este mundo, sino, eso sí, una falta de creencia en su realidad.

He conocido luego numerosos convertidos que no conseguían, a pesar del más constante esfuerzo, mantenerse en esa posición del alma, que se me había hecho natural y de la que, en adelante, me esforcé en alejarme. No he conseguido nunca tomarme esta vida totalmente en serio: no es que haya podido nunca creer (que yo recuerde) en la vida eterna (quiero decir en una supervivencia), sino más bien en otro aspecto de esa vida, el cual escaparía a nuestros sentidos y del que sólo podríamos adquirir un conocimiento muy imperfecto… Indefinible impresión de estar «en gira», en unos decorados improvisados, con puñales de cartón.

7 de octubre

No puedo escribir en este cuaderno nada de lo que más me importa; es así como no se verá huella de la aventura de Constantinopla, que, en estos tres últimos meses, tanto ha ocupado mi pensamiento, y que no consiento aún en creer acabada. Cada día pienso en ella y no paso ante el cubículo del portero sin mirar ansiosamente a ver si por fin una carta…

No puedo creer que Émile D. acepte que se le prohíba escribirme. Más vale no decir nada antes que hablar de ello demasiado poco.

Cuverville, 8 de octubre

[…] Querría con todo estar seguro de que ese pequeño no se ha dado muerte. En el punto de exaltación al que había llegado, era capaz de hacerlo, al tropezar de pronto con una oposición ciega, absurda, de los padres que, si llegara a matarse, empujado por ellos a la desesperación, me harían ciertamente responsable de esa muerte… del mismo modo que ya me hacían responsable de todo lo que les inquietaba, de todo lo que no entendían en su hijo, de todo lo que, de él, se les escapaba y donde ya no se reconocían a sí mismos.

Les espantaba ver que su hijo «me quería demasiado». Aun admitiendo que estuviera, como me lo escribía la madre, «en peligro de perdición», si alguien era capaz de entenderle, de tenderle la mano, de salvarle… era yo. Pero Metanira reaparece en casi cada madre, como Ceres, aquí, revive en mí[193].

17 de octubre

[…] El portero, al pasar yo ante su cubículo, me entrega una carta de Émile. ¡Por fin! No puedo leerla inmediatamente; pero no dejo de palparla en mi bolsillo, hasta el momento en que recibo esa puñalada en el corazón.

Ciertamente no ha entendido hasta qué punto su carta podía resultarme cruel. Las abominables calumnias que le han hecho oír sobre mí han hecho mella en él, y como cree, según lo que le dicen, que soy una criatura pérfida y sin corazón, no tiene que temer hacerme sufrir. Está en París; ha pasado muy cerca de la calle Vaneau, hace algunos días; estuvo a punto de subir; se felicita por no haberlo hecho; me dice a la vez que aún me quiere y que ha decidido dejarme de querer.

Habla como si no hubiera sentimientos más que por su lado. En conclusión me pide que no intente nada para comunicarme con él, que le olvide como él mismo me olvidará; y, para estar más seguro de mi silencio, se niega a darme su dirección.

Para recobrar el aplomo, leo los dos artículos en que Massis me ataca, en la Revue universelle, bajo el título: «La quiebra de André Gide». Es a propósito del libro de Du Bos, el cual ha sabido tan magistralmente y con tanta pertinencia ver y denunciar en su amigo de antaño un caso de «inversión generalizada». Etc., etc.

28 de octubre

Ayer, visita de Valéry. Me repite que, desde hace varios años, no ha escrito nada que no fuera por encargo y acuciado por la necesidad de dinero.

—¿Quieres decir que desde hace mucho tiempo no has escrito nada por tu propio placer?

—¿Por mi placer? —repite—. Pero si mi placer consiste precisamente en no escribir nada. Habría hecho otra cosa que escribir, para mi propio placer. No; no; no he escrito nada, ni escribo nada, como no sea obligado, forzado y echando pestes.

Me habla con admiración (o en todo caso con un asombro lleno de consideración) del doctor de Martel, que acaba de salvar a su mujer; de la enorme cantidad de trabajo que dicho médico consigue llevar a cabo cada día, y de la especie de placer, de embriaguez incluso que puede darle una operación bien hecha e incluso el hecho mismo de operar.

—Es también la embriaguez de la abnegación —digo.

Al oír esa palabra, abnegación, Valéry aguza el oído, da un brinco cómico de su sillón a la cabecera de mi cama, corre a la puerta del pasillo y, asomándose afuera, grita:

—¡Hielo! ¡Enfermero, traiga hielo! El enfermo está divagando… ¡Está «abnegando»!

En más de un momento de la conversación noto que me cree impregnado de pietismo y de sentimentalismo.

31 de octubre

Una vez más (y, como siempre en ese caso, me digo que quizá es la última) he conocido estos últimos días, y particularmente ayer, minutos, horas, de tranquila felicidad.

E incluso, en la noche de ayer, la abundancia de mi pensamiento, el interés, la espera, el júbilo me desbordaban, me hinchaban hasta el punto de impedir el sueño. Por fin, cediendo a la llamada, me puse nuevamente a leer y a escribir con delicia.

11 de noviembre

Querría, en respuesta a todos los requerimientos de los pelmazos, enviar una tarjeta impresa en la que, debajo de mi nombre, se pudiera leer: «trabaja y ruega encarecidamente que se le deje en paz por un tiempo»; y luego, «saludos distinguidos».

19 de noviembre

Larga carta alemana de la Saturn Verlag de Viena, que reivindica el derecho de publicar una traducción de mi Oscar Wilde. Primeramente hay que intentar entenderla bien; después dictar una carta a la Saturn Verlag; otra a la Deutsche Verlag Anstalt, a quien por otra parte he cedido los derechos, parece ser; otra al traductor cuyo trabajo se me somete… Luego una a Aelberts, que quiere publicar mis cartas en dos volúmenes; una a un editor que quiere hablar de un proyecto… etc. En eso se me va la mañana. Dudo si el joven autor aún desconocido, que no consigue hacer imprimir sus escritos, está menos atormentado que aquel cuya atención solicitan demasiadas personas.

8 de diciembre

X. y T. van repitiendo que están hartos de fingir, que están resueltos de ahora en adelante a hablar con franqueza, a afrontar la opinión pública, a quemar las naves, etc. Pero no queman nada de nada; se cuidan muy mucho de hacerlo. La valentía de la que se vanaglorian es una valentía que no les cuesta nada de aquello a lo que no dejan de estar apegados. Y, en el nuevo libro que nos dan, tienen buen cuidado de que sus «confesiones» sean de tal suerte y tan especiosamente disimuladas que sólo lectores muy sagaces puedan leerlas entre líneas; de tal manera que no tengan que retractarse de nada si más tarde resulta que se convierten o que pretenden un puesto en la Academia; de tal manera que sus futuros apologistas no tengan dificultad en barrer todo eso y puedan tratar de calumniadores a quienes, leyendo entre líneas la verdad, podrían intentar restablecerla.

Es así como se acreditan las falsas apariencias.

Navidad de 1929

Me intereso con más naturalidad por el desarrollo de Michel [hijo de Marc Allégret] que por el de Catherine [hija de Gide]. Es un hábito que tengo desde mi propia infancia, rodeada de admirables y venerables figuras de mujer, el de considerar que la mujer no puede, sin rebajarse, volverse «interesante». (Fuerzo mi pensamiento, claro está, pero apenas.)

No tengo tiempo de desarrollar eso hoy (ya no tengo tiempo para nada que valga la pena, desde mi regreso a París), pero es muy importante; tengo que volver sobre ello. Puedo sentir admiración por ciertos caracteres de mujer; muy raramente, o nunca, curiosidad.

1930

29 de febrero

La perniciosa, la deplorable influencia de Barrès. No ha habido más nefasto educador y todo lo que queda marcado por su influencia está ya moribundo, ya muerto. Se han sobrestimado monstruosamente sus cualidades como artista; ¿acaso lo mejor que hay en él no está ya en Chateaubriand?

Nada muestra mejor sus límites que esos Cuadernos, los cuales, desde ese punto de vista, son de un poderoso interés. Su gusto por la muerte, por la nada, su asiatismo; su deseo de popularidad, de aclamación, que él confunde con el amor a la gloria; su falta de curiosidad, su ignorancia, sus desdenes; la elección de sus dioses; pero lo que me desagrada por encima de todo: la cursilería, la blanda monería de algunas frases, en las que respira un alma de Mimi Pinson…

9 de marzo

He dejado, por un tiempo, de pensar en mi Edipo (que sin embargo se ha enriquecido mucho con las reflexiones que me ha hecho hacer el artículo de Mauriac sobre Molière, en ese monumento de aburrimiento que es el primer número de Vigile) en favor de un libro que entreveo y que ya toma forma: Geneviève ou la Nouvelle École des femmes [Genoveva o la nueva escuela de las mujeres] en la que abordaría de frente toda la cuestión del feminismo. Estoy deseando instalarme en Cuverville para trabajar en él.

22 de junio

En Cuverville ya había leído bastante, y con gran apetito: el último Mauriac (por entregas en la Revue de Paris), Demian de Hesse (traducido), el muy notable Parricide imaginaire [Parricida imaginario] de Jouhandeau; no pude interesarme por Babbitt, luego todo lo que se relaciona con Delfos en la Historia griega de Curtius (vol. II)[194].

Releído con una alegría muy viva el primer libro de Dichtung und Wahrheit [Poesía y verdad][195], en alemán. Por séptima u octava vez (al menos), intentado Also sprach Zarathustra [Así habló Zaratustra]. IMPOSIBLE. El tono de ese libro me es insoportable. Y toda mi admiración hacia Nietzsche no consigue hacérmelo sufrir. En definitiva me parece, dentro de su obra, un poquito supererogatorio; no adquiriría importancia más que si los otros libros no existieran. Sin cesar siento en él a Nietzsche celoso de Cristo; preocupado por dar al mundo un libro que se pueda leer como se lee el Evangelio.

Si ese libro se ha hecho más célebre que todos los demás de Nietzsche es porque, en el fondo, es una novela. Pero, por eso precisamente, se dirige a la clase más baja de sus lectores: los que aún sienten necesidad de un mito. Y lo que más aprecio sobre todo en Nietzsche, es su odio hacia la ficción.

29 de junio

Está fuera de toda duda que mi amor hacia Em. ha frenado mucho mi pensamiento; pero, obligándolo a considerar sin cesar lo que dejaba atrás y lo que habría querido que siguiera, creo que este pensamiento ha ganado en profundidad y amplitud lo que perdía en filo y en pulso. Bien mirado, no estoy seguro siquiera de que obras como Corydon y la segunda parte de Si le grain ne meurt, hubiera tenido suficiente necesidad de escribirlas, si no hubiera sido empujado por una incómoda contrariedad. Casi no pasa día en que no sienta la incomodidad de mi amor, de su pensamiento.

3 de julio

El único drama que de veras me interesa, y que siempre querría relatar de nuevo, es el debate de todo ser con aquello que le impide ser auténtico, con lo que se opone a su integridad, a su integración. El obstáculo suele estar en él mismo. Y todo lo demás no es sino accidente.

En un vagón

Melville habla (Moby Dick: capítulo 87 u 88 según las ediciones) de los «colegios» de jóvenes cachalotes hembras, presididos por un macho único, sultán dueño de ese harén, que prohíbe a los otros machos que se acerquen.

Los «colegios» de jóvenes machos son, dice, más importantes (larger) que los colegios de hembras. Turbulentos y comparables, dice, a las bandas indisciplinadas de los colegiales de Yale o de Harvard. Esos machos más numerosos que las hembras de las que uno solo va a apropiarse, monopolizando a las hembras por rebaños, esos machos excluidos y que no tendrán acceso al gineceo, ¿qué hacen? ¿Qué se hace de ellos?

Esa pregunta tan sencilla, ¿puede ser que sea yo el primero en formularla? ¿Puede ser que yo sea el único? ¿Puede ser que se conteste a ella con risas; o de ningún modo?

1 de agosto

El pequeño François Déhais[196] al que interrogo sobre lo que piensa hacer, ahora que acaba de obtener su certificado, me dice que anhelaba seguir instruyéndose para convertirse en maestro (su madre quería colocarlo como mozo de granja). Inmenso deseo de ayudarlo, que inmediatamente me llena el corazón y me hace saltar las lágrimas…

¿Cómo expresar ese impulso de una manera que no me parezca inmediatamente ridícula? Pienso que aquellos que, en sus escritos, airean fácilmente los «buenos sentimientos», no se sienten realmente conmovidos por ellos de una manera patética y profunda. La caridad que expresan no es general sino una filantropía de superficie. Ya no encontrarían palabras para decirlo si realmente estuvieran trastornados.

Era también que presentía las sobrehumanas dificultades con que ese pequeño iba a tropezarse al intentar elevarse un poco por encima de su condición primitiva…

4 de agosto

François Déhais, que acaba de recitarnos la pequeña comedia que se estaba aprendiendo para la distribución de premios, está totalmente desamparado por la oposición de su hermano Paul. Éste no acepta en absoluto que François pueda, entrando en la escuela de Montivilliers, pasar tanto tiempo sin aportar nada a la madre. Ahora le toca a él ayudarla (tiene doce años). En una palabra, hace de ello un caso de conciencia, y el pequeño, sin apoyo, sin ejemplo, sin consejo, espantado por su «egoísmo», renuncia, con el corazón roto.

Escribo al maestro para ponerle al corriente de la situación. François D. me ha prometido que iría a verle en cuanto regrese a Criquetot. El maestro puede dar buenos consejos. Em. ya le ha hablado de un modo imposible de mejorar. Yo, demasiado conmovido para encontrar nada que decir, tanto por las palabras de Em. como por el desamparo del niño.

Mediodía. 1 de septiembre

Puerto de Allos.

No creo que mi alegría haya sido nunca más profunda o más viva. El aire no ha sido nunca más suave, y nunca lo he respirado más amorosamente. Mi espíritu sutilmente activo, al que ninguna inquietud da sombra, sonríe al más humilde y al más amable pensamiento, como mi carne al azul del mar, al sol, y mi corazón a todo lo que vive.

No me sentía más joven a los veinte años; y ahora sé mejor el precio de la hora. Estaba entonces más atormentado por los deseos, por imperiosas reclamaciones. Debo a los excesos de Calvi una gran calma. Mis miradas son desinteresadas y el espejo de mi espíritu es comparable a la superficie de un lago tranquilo en el que todos los reflejos de alrededor vienen voluptuosamente, pero muy puramente, a posarse.

Sin duda, alguna catástrofe me espera en París, como contrapartida de tanta felicidad.

Mi mayor emoción del día de hoy, y de la que conservaré un recuerdo muy vivo: en la última curva antes de pasar el puerto de Allos, de pronto, un inmenso rebaño de corderos paciendo la hierba rasa de esas alturas.

El sol de la última hora de la tarde enviaba sus últimos rayos por encima de esas laderas, y el césped verderrojizo, el blancorrojizo de los corderos, distribuidos en rombo, formaban bajo el cielo una poderosa y perfecta armonía. Me parecía que, desde hacía tiempo, no había visto nada tan bello.

Al detenerse el autocar, casi inmediatamente después, en cuanto pasamos el puerto, fui a charlar con un viejo pastor. Tal como lo creía, esos corderos (un millar, me dijo, pero repartidos por varios lugares de la montaña) vienen de los alrededores de Arles. Son los que pasan por Manosque, y de los que me hablaba con tanto entusiasmo Giono[197]. Tardan, para venir hasta aquí, entre ocho y doce días.

Todo eso parece dejar bastante indiferentes a mis compañeros de ruta, a los que yo deseaba hacer compartir un poquito mi emoción. Pero no; buscando después, en Barcelonnette, algunas postales en las que reencontrar esas admirables cimas cubiertas de hierba que acabábamos de dejar, no hallé sino secos registros fotográficos, tan desagradables como actas.

Y pensaba tristemente: pero es eso lo que ven; tal es para ellos el aspecto del mundo: claro, neto, precioso, despojado, sin que quede en él nada de ese halo poético que lo hechiza: un mundo sin vibraciones y que no despierta ningún eco en su corazón incapaz de embriaguez.

Brianfon, 3 de septiembre

En Calvi, toda la población masculina, pequeños y grandes, se prostituye. La palabra es por lo demás inexacta, pues parece entrar en ello menos deseo de beneficios que de placer. Las mujeres están vigiladas, no hay acercamiento posible; una joven se ve comprometida sólo con que un chico le hable con demasiada frecuencia; tres o cuatro conversaciones aparte bastan: el chico tiene que desposarla. Eso es al menos lo que se cuenta, dando numerosos ejemplos.

Pero todo lo que se ve parece confirmarlo. En los bailes públicos, bastante numerosos, los hombres no bailan sino unos con otros, y de manera sumamente lasciva. Los niños pequeños, desde la edad de ocho años, asisten a los retozos amorosos de los hermanos mayores con los forasteros que los llevan a la playa, a las rocas, o bajo los pinos; vigilan los alrededores, dan la alerta en caso de que haya «moros en la costa», se ofrecen ellos mismos, o se divierten por su lado, en calidad de voyeurs. A toda hora del día o de la noche, siempre dispuestos.

Añado que rara vez he visto una población de niños más sanos, más alegres ni más guapos.

20 de octubre

Ciertamente ya no estoy atormentado por un imperioso deseo de escribir. El sentimiento de que «lo más importante está por decir» ya no me habita como antaño, y por el contrario me convenzo de que quizá ya no tengo gran cosa que añadir a lo que un lector perspicaz puede entrever en mis escritos.

Pero ésas son razones de pereza que invento después y que con un poco de fervor derretiría. Actualmente también siento demasiado que se me observa y ocurre con la escritura como con el piano: toco mejor cuando no me sé escuchado. Y además, por el momento, sólo pienso en el Edipo.

Túnez, 15 de noviembre

[…] Me levanto temprano para ir a recoger a Tournier al que sus funciones como miembro del jurado obligan a ir al tribunal. Le acompañamos. Una pequeña sala de la que la solemnidad de los grandes tribunales está excluida. Todo queda como en familia. Seis miembros del jurado flanquean a derecha e izquierda a los tres jueces. Como el acusado es un italiano, tres de los miembros del jurado son italianos. El asunto no tiene gran interés por sí mismo: un intento de robo que caería bajo la jurisdicción del simple tribunal correccional, si no fuera por la aparente fuerza en las cosas que lo acompaña.

Pero no es en absoluto seguro que el acusado sea realmente el culpable. Y vuelvo a sentir la atroz angustia que me abrumaba en la sala de lo penal de Ruán. La implacable requisitoria del acusador público hablando en nombre de la sociedad, apelando a los instintos conservadores del jurado, defensa de la propiedad… «adónde iríamos a parar si…», etc.; todo eso haría de mí un anarquista.

El abogado defensor, sumamente joven y simpático, hablaba ante un tribunal por primera vez. Consiguió convencerme de la inocencia de su cliente, de modo que la condena a cinco años de cárcel me ha trastornado realmente.

1931

25 de enero

Desprecio con todo mi corazón esa especie de sabiduría a la que no se llega más que por enfriamiento o lasitud.

27 de enero

[…] He ido a ver a la pobre madame Déhais en Cuverville. Ya no sufre tanto de varices; pero, hace algunos días, sus dolores eran intolerables. Han tenido que ser muy vivos para decidirla a llamar a un médico. Sus llagas tenían tan mal aspecto que le han dado miedo: «¡Es la gangrena!».

Le digo que debería mantener la pierna recta sobre una silla, ya que los cuidados que hay que prodigar a los dos recién nacidos que le han sido confiados por la Asistencia le impiden guardar cama; pero me objeta que sus pies se hielan en cuanto los aparta de la estufa. Todo eso sin quejarse, con aceptación…

¡Qué resignación en su congoja! Ni siquiera se le ocurre la idea de que, como cualquiera, ella tendría derecho a ser feliz. La miseria es su destino. Está instalada en ella, se siente en su casa.

Hablamos del pequeño François, aprendiz con un mecánico de Montivilliers. Pero no le aporta lo poco que ganaría si fuera mozo de granja; ¡y cuántos gastos para calzarlo y para vestirlo!

—No podrá seguir ahí —me dice—. Es lo que yo le repito: «¡Me sales demasiado caro, nene!» —Y añade—: Él lo entiende muy bien.

Tampoco los hermanos aceptan de buena gana que el pequeño elija un oficio que no le va a dar dinero enseguida, aunque más tarde vaya a ganar más. Y esa exigencia inmediata decidirá sin duda su vida, a pesar del deseo que ese niño tenía de aprender y que había venido a confiarnos el verano pasado, apelando a nosotros, con la esperanza de que podríamos ayudarle. Quería ser maestro. Y, en cuanto se enteraron, todos los de su familia pusieron el grito en el cielo. Entonces se conformó con el oficio de mecánico. Pero hasta ese poquito parece hoy demasiado alto para él.

Marsella, 31 de marzo

Gran placer en volver a ver a Saint-Exupéry[198] en Agay, donde yo había ido a pasar dos días con Pomme. Hace apenas un mes que ha regresado a Francia; se ha traído de la Argentina un nuevo libro y una novia. He leído el uno y visto a la otra. Le he felicitado mucho; pero sobre todo por el libro; deseo que la novia resulte igualmente satisfactoria. […]

13 de mayo

Almorzado ayer en Sèvres, en casa de los Bertaux, con J. Schlumberger, Thomas Mann y señora y los Soupault[199]. No conocía aún a Thomas Mann, que se había mostrado tan amable conmigo, en varias ocasiones, que yo no podía, con decencia, darle la espalda en su paso por París. Excelente ocasión de encuentro, que me alegro de deber a Bertaux. Muy buen almuerzo; atmósfera de las más cordiales; charla natural y festiva. Fue perfecto.

Thomas Mann y sobre todo su mujer hablan francés perfectamente; y por lo demás su pronunciación, cuando se expresan en alemán, es tan clara que no se me escapaba ni una palabra.

Ambos me han agradado lo bastante como para desear vivamente verlos. Me parece que se puede hablar con él, sin esfuerzo, de todo y de cualquier cosa.

La España con zapatos de satén[200] quema sus conventos más ferozmente de lo que jamás hizo el país de Voltaire. Bien se puede decir que se merece esos excesos y que su Inquisición de antaño le preparaba desde hace mucho tiempo esas represalias. E incluso no haría falta remontarse tanto. Dudo si ese furor es señal de una verdadera liberación, ¡ay! Hay ahí algo espasmódico que podría muy bien no durar.

Que los que se indignan ante semejantes violencias digan cómo un polluelo puede salir del huevo sin romper la cáscara. Pero, sobre todo, lo que me gustaría es vivir lo bastante para presenciar el éxito del proyecto ruso, y ver a los Estados de Europa inclinándose, a su pesar, ante aquello que se obstinaban en ignorar. ¿Cómo una reorganización tan nueva podría haber sido obtenida sin, antes, un período de desorganización profunda? Nunca me he asomado al futuro con curiosidad más apasionada. Todo mi corazón aplaude esa gigantesca y sin embargo totalmente humana empresa. […]

16 de junio

¿Evolución de mi pensamiento? Sin una primera formación (o deformación) cristiana, quizá no habría habido evolución en absoluto. Lo que la ha vuelto tan lenta y difícil, es el apego sentimental a aquello de lo que yo no podía desembarazarme sin lamentarlo. Aún hoy conservo una especie de nostalgia de ese clima místico y ardiente en el que mi ser se exaltaba entonces; el fervor de mi adolescencia, nunca he vuelto a encontrarlo; y el ardor sensual en el que me he complacido después no es sino su imitación irrisoria. […]

20 de junio

Sin duda los sentimientos también envejecen; hay modas hasta en la manera de sufrir o de amar. Es también porque casi siempre una parte de falsedad y de convención se añade a la emoción que más sincera nos parece:

Siempre un poco de fasto entra en medio del llanto,

escribía deliciosamente y con gran sagacidad La Fontaine[201]. […]

No puedo impedir notar cuán preciosistas y sutiles debieron de parecer en un primer momento las frases en las que los antiguos parecen más próximos a nosotros hoy en día. El «sonriendo a través de sus lágrimas» de Homero[202] (encontrar el texto griego), el surgit aliquid amare,[203] etc. Es que al lado de la preciosidad facticia y verbal, hay una preciosidad sincera debida a la observación más exacta y casi científica de hechos nimios, la cual no debe su apariencia preciosista a otra cosa que esto: que se opone a lo convencional, a lo que es admitido demasiado fácilmente. Creo que lo que menos envejece en un autor es lo que parecía en su tiempo más raro, más excepcional, más audaz, siempre y cuando ese rasgo excepcional sea el producto de una observación directa y sincera.

Los buenos sentimientos son, las tres cuartas partes de las veces, sentimientos «prefabricados». El verdadero artista, concienzudamente, no viste sino a medida.

30 de junio

Uno se pregunta, al ver ciertos libros: ¿Quién puede leerlos? Al ver a ciertas personas: ¿Qué pueden leer? Y finalmente, encajan.

Múnich, 1 de julio

El médico (al que Em. había venido a consultar en París) le dijo de entrada:

—Ha debido de tener usted unas manos muy finas.

… Tenía las manos más exquisitas que puedan imaginarse. Yo las amaba, no sólo como parte de su persona, sino especialmente por sí mismas. Ella se convence y quiere convencerme de que sus manos se han deformado naturalmente; pero hay algo más: ella las ha deformado dándoles mal uso, sometiéndolas a groseras tareas para las cuales no estaban en absoluto hechas y que Em. asumía por modestia, por abnegación, por maceración y por un montón de razones virtuosas que me hubieran hecho abominar del espíritu de sacrificio.

Y lo mismo con su espíritu, dotado de las cualidades más exquisitas y más raras, apto para lo más delicado. Su humildad natural no admitía en absoluto que ella pudiera ser superior en nada y es por eso por lo que se condenaba a las ocupaciones más ordinarias, en las que a pesar de todo su superioridad irradiaba.

Asistir, impotente, a ese despojamiento progresivo que ella se negaba a reconocer, me hacía sufrir indeciblemente. Si me hubiera quejado, ella me habría dicho que todas esas superioridades de las que yo la veía despojarse no existían sino en mi imaginación enamorada. Lo creía verdaderamente y en eso se mostraba superior a esas mismas superioridades de las que su virtud hacía tan poco caso.

Curveville, 24 de julio

La revolución española, la lucha del Vaticano contra el fascismo, la angustia financiera alemana y, por encima de todo, el extraordinario esfuerzo de Rusia… todo eso me distrae horrorosamente de la literatura. Acabo de devorar en dos días el libro de Knickerbocker sobre el plan quinquenal[204], que me ha prestado Marc Chadourne.

Media hora para descender reptando al fondo de esas minas de carbón sin ascensores; media hora para volver a la superficie. Cinco horas de trabajo agachados en una atmósfera asfixiante. Los reclutas campesinos desertan; pero se enrolan con entusiasmo los jóvenes formados por la nueva moral, atentos a ayudar al progreso que se les deja vislumbrar. Es un deber que hay que cumplir y al que se someten alegremente. ¡Ah! ¡Qué bien comprendo su felicidad!

27 de julio

De nuevo en París, pero sólo por dos días. Mañana, consejo de la N.R.F. por la mañana, y por la tarde lectura de Roger Martin du Gard.

Querría gritar en voz muy alta mi simpatía hacia Rusia y que mi grito fuera oído, que tuviera importancia. Querría vivir lo bastante para presenciar el éxito de ese enorme esfuerzo, su logro que anhelo con toda mi alma, para el cual querría trabajar. Ver lo que puede dar un Estado sin religión, una sociedad sin familia. La religión y la familia son los dos peores enemigos del progreso.

Cuverville, 28 de julio

Estas cartas de Proust a madame de Noailles [que acababan de publicarse] desacreditan el juicio (o la sinceridad) de Proust mucho más de lo que sirven a la gloria de la poetisa. La adulación no puede llegar más lejos. Pero Proust conocía lo bastante a madame de N., sabía lo vanidosa e incapaz de crítica que era, tanto como para esperar que el elogio más disparatado le parecería el más merecido, el más sincero; la manipulaba como los manipulaba a todos. Y veo en esos halagos desvergonzados menos hipocresía que una necesidad maniática de servir a cada uno lo que más agradable pudiera serle, sin la menor preocupación por la veracidad, sino sólo oportunismo; y sobre todo un deseo de complacer y de hacer que se rindiera aquel sobre el cual sopla su más cálido aliento.

Marsella, 1 de septiembre

Los surrealistas preparan un número antirreligioso sensacional, me dice Pierre Herbart. Me cuenta con entusiasmo la valentía de Bretón, que, en el metro, cuando ve a un cura, tiene buen cuidado de sentarse a su lado, y luego, después de algunos instantes, en voz muy alta:

—¿Ha acabado usted de meterme mano de una vez? ¡Sinvergüenza! ¡Viejo verde!… ¡Y pensar que ponemos a los niños en manos de semejantes seres!

H. declara que eso es «admirable». Yo no puedo ver valentía en el atropello de un ser que no puede defenderse y aplaudo la observación de Robert Levesque:

—Por más antimilitarista que sea, B. no se atrevería jamás a comportarse de la misma guisa con un oficial, sabiendo demasiado bien que se arriesgaría a que lo abofeteasen.

Es la misma perfidia, la cobardía de ese acto abominable lo que H. admira:

—No se trata de razonar, sino de ponerlos en una situación tal que no puedan decir nada.

Por mi parte sigo temiendo (un poco místicamente aún, lo confieso) reforzar la posición del adversario al poner la injusticia de mi lado. Y además, de todas maneras, aun en el caso de que me asegurase la victoria, la iniquidad me resulta intolerable; en última instancia prefiero ser su víctima; pero me indigna incluso si es contra mí contra quien se ejerce; y no por el perjuicio que me causa… No; sino por cierto equilibrio falseado.

Pero H. es un apasionado; es su misma pasión lo que amo en él, lo que le da valor y fuerza. El sentido de la justicia (bastante que lo veo por mi ejemplo, pardiez) le incomodaría.

Domingo, 13 [de septiembre]

Excelente travesía. Pero ya no sé entregarme al júbilo sin repetirme: ¡Otra vez tú!… ¿No te da vergüenza? Cede el lugar a otros. Ya es hora…

Martes, 15 de septiembre

Bebido sueño hasta no tener sed.

Pienso en ese soldadito —al que Domi [sobrino de Gide] vio morir junto a él, en la fosa donde se habían acurrucado los dos. No tan protegido como Domi, recibía todas las balas. Domi las oía entrar en esa carne tierna. Y el pequeño (casi un niño, decía Domi) no se quejaba, sino que decía solamente, a ratos, cuando recibía una herida nueva:

—¡Es demasiado! ¡Ah, esto ya es demasiado!

Lo decía con una voz dulce; como si estuviera bien dispuesto a sufrir, pero con todo, no tanto.

Cuverville, 8 de noviembre

[…] He notado con frecuencia que el número de personas honradas (susceptibles de heroísmo, de abnegación, etc.) es mucho mayor de lo que se cree. Y son ellos los que dan de la humanidad la más ventajosa y también la más real imagen.

Y he aquí lo que me frena a la hora de ser revolucionario; o al menos lo que hace que no lo sea sino a regañadientes. Puedo anhelar el comunismo, pero sin dejar de reprobar los espantosos medios que nos proponéis para obtenerlo. Eso de «quien quiere el fin quiere los medios» no por cambiar de bando deja de suscitarme malestar en el corazón. No quiero sentir a mi lado el odio, la injusticia y la arbitrariedad. Me decís: «No obtendréis nada sin eso». Me temo, ¡ay!, que así sea. Pero es un momento demasiado malo que hay que atravesar.

Me alegra que por lo menos en Rusia esa triste tarea esté hecha. ¡Ah!, que al menos eso esté adquirido y que no haga falta volver sobre ello. Quien mira atrás, como la mujer de Loth apiadándose de la devastación de Sodoma, se arriesga a convertirse en estatua de lágrimas.

Al igual que Eurídice, Ariadna o Creuse; siempre la mujer se queda atrás… Esto también lo he dicho ya.

1932

29 de enero

Odio el misticismo… sí, sin duda. Y sin embargo, mi angustia es de orden casi místico. Que tantos sufrimientos puedan ser en vano, esa idea me resulta intolerable; me tiene en vela por la noche; me despierta… No puedo, no quiero admitirlo.

Le Tertre, 5 de marzo

Entre los que le odian a uno porque le conocen, y los que le odian porque no le conocen, nos preguntamos, Roger [Martin du Gard] y yo, cuáles son preferibles.

Intentar, uno mismo, no amar ni odiar sino en pleno conocimiento de causa.

De lo que más se sufre, es de ser odiado por algunos a los que uno ama, que deberían amarle; le amarían, sólo con que consintieran en conocerle.

Algunos jóvenes se declaran nuestros enemigos sin preocuparse lo más mínimo por saber si no amamos tal vez lo que ellos aman, y si no lo buscamos con ellos. ¿Por qué no admiten que podamos contemplar nuestros escritos pasados con la misma mirada que ellos; que, sin renegar de nuestra obra de ayer, podamos considerarla sin indulgencia?

Creen deber rechazar el pasado para arrojarse al futuro. No parecen sospechar que es para estar más cerca de ellos por lo que aceptamos ser desconocidos y aborrecidos por los de nuestra generación. Al rechazarnos, se empobrecen y se traicionan a sí mismos. ¡Qué refuerzo no encontrarían, al contrario, si consintieran en reconocer como suyos a aquellos que, aun formando parte del pasado, se oponen a él!

Pues es absurdo pretender condenar, en nombre del futuro, todo el pasado; es absurdo no reconocer aquí, como en todas partes, una filiación, una continuidad, y que el espíritu que los anima, más o menos oprimido, nunca ha dejado de existir. Siempre ha habido, frente a los satisfechos que se instalan en la época presente en la que prosperan y echan carnes, espíritus inquietos a los que atormenta una secreta exigencia, a los que no satisface en absoluto el bienestar egoísta y que prefieren la marcha al reposo.

La vista de esos jóvenes odiadores de hoy me parece miope. Nada envejecerá más deprisa que su modernismo; sólo apoyándose en el pasado puede el presente tomar carrerilla hacia el futuro.

8 de marzo

Encontrar un fin a la búsqueda, a la cuesta, a la agitación del espíritu. Id est: sentar la cabeza. «Consagrarse a una noble causa.» Decidirse. Optar. Haber hallado…

¿No me he dejado influir un poco por sus reprimendas, sus consejos? Y, con tal de servir, ¿no me arriesgo a dejar de lado mi verdadera utilidad? Siento, sé, que queriendo tomar partido puedo perderlo todo; y los otros, los mismos a los que querría servir, tienen poco que ganar.

Valmont, 30 de marzo

Desde hace tiempo este cuaderno ha dejado de ser lo que debería ser: un confidente íntimo.

La perspectiva de una publicación, aunque sea parcial, de mi diario, como apéndice a mis Obras completas, ha falseado su sentido; y también fatiga o pereza y dislocación de mi vida, temor a que se pierda lo que habría debido verter en libros o artículos, que no sé qué falta de confianza me ha hecho renunciar a la esperanza de poder llevar alguna vez a buen puerto.

Incluso estas líneas las escribo sin aplomo. Sin duda he conocido largos períodos en que decaía el fervor; y sé que he salido de ellos; pero, en ese tiempo, era joven.

Ante mí de ahora en adelante, para tomar de nuevo carrerilla, ¡ay!, queda poco espacio. Pues todo el saber de ayer no me parece ayuda alguna para lo que querría escribir ahora. Y en eso radica sobre todo la razón de mi silencio. Estoy en esta clínica para reposar, cuidarme, poner a prueba lo que aún valgo, saber si todavía puedo ser audaz.

23 de abril

Este estado de devoción, en el que los sentimientos, los pensamientos, en el que todo el ser se orienta y se subordina, lo experimento de nuevo, exactamente como en la época de la juventud. Mi convicción de hoy, ¿no es por lo demás comparable a la fe? Durante un tiempo muy largo me he desconvencido, voluntariamente, de todo credo del que el libre examen causaba inmediatamente la ruina. Pero es de ese mismo examen de donde ha nacido mi credo de hoy. No entra en él nada «místico» (en el sentido en que se suele entender esa palabra), de modo que ese estado no puede buscar ayuda, ni ese fervor escape, en la oración.

Simplemente mi ser tiende entero hacia un anhelo, hacia un fin. Todos mis pensamientos, incluso de forma involuntaria, giran en torno a él. En la abominable congoja del mundo actual, el plan de la nueva Rusia me parece hoy la salvación. No hay nada que no contribuya a convencerme de ello. Los argumentos miserables de sus enemigos, lejos de convencerme, me indignan. Y, si se necesitara mi vida para asegurar el éxito de la URSS, la daría sin pensarlo dos veces… como han hecho, como harán, tantos otros, y confundiéndome con ellos.

Escribo esto con la cabeza fría y con toda sinceridad, por gran necesidad de dejar por lo menos este testimonio, si la muerte viene antes de que me haya sido posible declararme mejor.

Cuverville, 6 de junio

Hago grandes esfuerzos para volver a mi libro, y sacar de la letargia a mi Geneviève. ¿Ya no me queda ningún poder creador? O mejor dicho: ¿no puedo ya enamorarme de mi ficción? Ha dejado de interesarme; mi espíritu la abandona sin cesar.

Las novelas de los demás no retienen mi atención más que las mías, e incluso de la de Mauriac [Nudo de víboras] no he podido leer más de cincuenta páginas… ¿Cómo se puede escribir aún novelas cuando se desmorona a nuestro alrededor nuestro viejo mundo, cuando se elabora un no sé qué desconocido, que yo espero, en el que deposito mi esperanza, y que con toda mi atención observo formarse lentamente?

8 de junio

No creo que me haga ilusiones, o mejor dicho: creo que no me hago en absoluto ilusiones. Sé de sobra y me figuro sin cesar todo lo que esas proposiciones nuevas comportan aun de errores, de falta de elaboración, y vuelvo a decirme que la adaptación de la teoría no puede, para todos los pueblos y países, ser la misma…

Poco me importa. Y consentiría oír decir:

—¡Qué hermoso parece el Estado soviético, visto desde Francia! —del mismo modo que se dijo:

—¡Qué hermosa parecía la República, vista desde el Imperio!

Pero ese Estado, que nos prohíben anhelar, ¿por qué mentiras no intentáis difamarlo? ¿Pensáis con ello hacer menos abominable a mis ojos el Estado en el que vivimos? De lo alto a lo más bajo de nuestra sociedad, no veo más que iniquidad, abuso de poder, explotación del prójimo, engaño…

Que el estado general no sea en la URSS tan satisfactorio todavía como algunos dicen, lo puedo creer, y que esté aún lejos de serlo; pero lo que se propone y se esfuerza en ser, eso es lo que no conseguiréis hacerme encontrar menos deseable; ni, en lo que a mí respecta, menos deseoso de contribuir a ello.

13 de junio

—La conversión al comunismo está de moda en Alemania desde hace diez años —me dice Curtius.

—Entre nosotros, es la conversión al catolicismo. Se la llama «la conversión» a secas; como si no pudiera haber otra. […]

1933

París, 6 de enero

Lo cierto, es que no puedo resignarme a alejarme de Em.; ni disociar mi cerebro de mi corazón…

Es el secreto de todas mis indecisiones; son mis propias reticencias las más apasionadas. Pero no; no hay nada que hacer; nada que intentar; «nadie puede servir a dos amos» y «el hombre cuyo corazón está dividido es inconstante en todas sus vías…»

Cada vez que vuelvo a verla siento de nuevo que no he amado verdaderamente a nadie más que a ella; e incluso, a veces, me parece que la amo más que nunca. Y es porque me alejo de ella por lo que me resulta tan doloroso cada paso adelante. Ya no puedo pensar sin crueldad. «Estado de angustia» que basta para explicar muchos insomnios…

Sin duda es porque siento que la hace sufrir, por lo que cada ataque contra Cristo me hiere aún tan dolorosamente. A veces llego al extremo de preguntarme si no es también porque, sin querer confesármelo, sin siquiera saberlo o darme cuenta de ello precisamente, nunca he dejado de creer del todo. Sí, de creer en Él, en su omnipresencia inmanente, en la agravación de la cruz por nuestra culpa, etc.

8 de febrero

Habría que prohibirse expresamente protestar ante las críticas, responder a las acusaciones; pero hay algunas que le iluminan a uno y a las que habría que estar agradecido por obligarle a uno a examinar bajo una luz nueva un viejo problema.

Desde ese momento ya no se trata de defenderse; pues es perfectamente justo decir, por ejemplo, que las cuestiones sociales, los impedimentos exteriores, etc. no figuran en mi obra. Puede ser incluso perfectamente justo reprochármelo y dudo hoy de si fue muy hábil por mi parte abstraer de ese modo mi literatura; pero está fuera de duda que no lo hice sin darme cuenta, ni sin quererlo, sino deliberadamente.

Creo, bien mirado, que Mallarmé fue la causa de ese extraordinario desvío respecto a la vida que fue la consigna de los poetas de esa época y de ese clan (me refiero al de sus admiradores). Ciertamente protesté contra ello, y todo mi esfuerzo, muy pronto, fue por el contrario el de acercar mis escritos a la vida. Pero, allí donde me creí muy hábil y donde quizá me equivoqué —y ello también bajo la influencia de Mallarmé— fue al no tomar en cuenta (y al pensar que no merecía ocupar nuestro arte) más que emociones, pasiones, sentimientos y resentimientos, susceptibles de ser sentidos por todos los hombres.

Es más: pretendí aclarar ciertos problemas, ciertos dramas, inherentes a la naturaleza misma del hombre (como el de Prometeo por ejemplo) independientes de los accidentes exteriores, de lo que llamábamos entonces las «contingencias»; no porque ésas no pudieran ser importantes a su vez; sino porque me parecía que se arriesgaban a falsear, por su intervención, un problema que se trataba en primer lugar de aislar convenientemente.

Todo eso estaba estrechamente ligado a la idea de duración, muy mallarmeana. Hoy día ya no se comprende que, sin estar loco, el artista pueda preocuparse de lo que se hará de su obra después de su muerte.

14 de abril

[…] ¿Cómo recobrar esa serenidad de espíritu indispensable al trabajo? Creo haberla perdido para siempre.

… Esa infeliz criatura, en el marco de una puerta, en la esquina del bulevar Saint-Germain y del bulevar Raspail. Su chaqueta cerrada por un imperdible, para ocultar la ausencia de camisa. La mirada perdida en el vacío…

Le he vuelto a ver, dos horas más tarde, al salir de la N.R.F.; en el mismo lugar, exactamente en la misma actitud, imagen de la perfecta desesperación. He querido hablarle, pero parecía no entender nada; ha estado a punto de dejar caer el billete que yo le deslizaba en la mano. De vuelta a la calle Vaneau [domicilio de Gide], no podía pensar en nada más…

¿Cómo no comprender a los que piensan: «Donde la caridad ya no basta, la rebelión…»?

La camarera del pequeño restaurante del muelle, en el que cené anoche, me dijo:

—¿No se ha equivocado el señor?

Y en efecto, sin prestar demasiada atención al cambio que me devolvía, le estaba dejando como propina una de las nuevas monedas de diez francos, que tomaba por una moneda de dos francos. Yo no me habría dado cuenta si ella no me hubiera advertido; y nada la empujaba a hacerlo, nada más que ese sentimiento de honestidad que me parece siempre sorprendente, admirable.

25 de mayo

Recibo la visita de un joven comunista de veintiséis años, que no aparenta más de veinte; me trae un artículo en el que, según él, le ha cerrado el pico para siempre a Benda[205], el cual, sintiendo perfectamente que no iba a encontrar respuesta alguna, se ha opuesto según parece a la inserción de ese artículo en la Nouvelle Revue Française.

El tal joven cuenta conmigo para impedir la maniobra. El artículo tiene que ser aceptado: está en juego el interés del partido. No es de él (cuyo nombre no recuerdo) de lo que se trata, sino de la causa, y traiciono al Partido si no fuerzo la mano de Paulhan [director].

Yo le respondo que jamás he querido ejercer autoridad alguna en la N.R.F, sino que he dejado a Paulhan su perfecta libertad de elección; que, en fin, me niego a intervenir. Ante lo cual él declara, alzando la voz, que está «estupefacto», profundamente decepcionado, que tenía derecho a esperar de mí, después de mis declaraciones, que le apoyase y que, puesto que es así, se dispone a contar a todo el mundo mi deserción, mi defección. Le digo que es chantaje; inmediatamente exclama:

—En efecto; pero chantaje legítimo…

Habla cada vez más alto, se agita, me agarra el brazo; termino por poner una silla entre los dos…

—¿Es su última palabra? —me pregunta con su tono más amenazador.

Y como yo le respondo que no tengo nada que añadir, remata:

—¡Peor para usted! Lo siento en el alma; pero usted lo habrá querido. Sepa que le costará caro.

El diálogo me divertía demasiado para renunciar a proseguirlo incluso más allá de los límites de lo razonable, de modo que hubo, hacia el final, repeticiones y estancamiento. Saboreé sobre todo la confusión que X. se empeñaba en mantener entre el destino de su artículo y el éxito de la causa; parecía por lo demás bastante sinceramente convencido de ello y, por eso, me resultaba a pesar de todo simpático. (En varias ocasiones aseguró «que no se trataba de su artículo», a lo que yo repliqué «que por el contrario, no se trataba más que de eso».)

Un poco condensado, el diálogo podría ser excelente. El joven X. representaba bastante bien ese papel de zelote, a fin de cuentas bastante fácil como todos los papeles de personajes «enteros».

Vittel, 4 de julio

En un número del Figaro, ya viejo, que encuentro en una mesa del salón del hotel, un interesante artículo de Edmond Jaloux, en el que habla de Rainer Maria Rilke y de la paciencia que ponía en la lenta composición de sus poemas.

Eso es verdad quizá para las Elegías de Duina, pero recuerdo haber oído decir a Rilke que la mayor parte de sus versos habían sido escritos a vuelapluma, o, más exactamente, a «vuelalápiz», en un pequeño cuaderno que llevaba encima cuando se paseaba; luego pasados a limpio en general sin ningún retoque.

Me enseñó el cuaderno que llevaba encima (había venido a almorzar a la villa Montmorency), en el cual numerosos poemas estaban garabateados, «improvisados —me dijo— en un banco de los jardines de Luxemburgo». No vi ni una sola tachadura.

Este estado de cosas se me ha vuelto intolerable; tanto más intolerable cuanto que yo me aprovecho de él, cuanto que mi hermano sufre y yo no. Intolerable pensar: lo que es hoy será y nada podrá cambiarlo.

[…] Pero precisamente porque vosotros, comunistas, no aceptáis la divinidad de Cristo, es como hombre como debéis juzgarlo, y entonces, por fuerza tenéis que reconocer y admitir que mereció plenamente ser acusado y condenado por esos mismos que son vuestros peores enemigos, por los poderes contra los cuales os alzáis, por los representantes de la riqueza, de los… del imperialismo romano. Y que en consecuencia Cristo es de los vuestros.

Cuverville, 27 de octubre

¿Se atrevería a decir que no puede hacer nada, aquel al que la injusta suerte favorece? Durante mucho tiempo, sin sospecharlo, ¿no me he aprovechado de la miseria? ¿No era lo que faltaba a otros, lo que permitía que a mí no me faltara de nada? Esas ventajas que me cegaban, que me permitían la despreocupación, las vomito. Ya no me resigno a ser feliz.

Hojas sueltas

Que un rico pueda declararse a favor del comunismo, he aquí lo que sorprende a F. V. Lo encuentra cómico. No lo puede creer.

A mí me sorprende mucho más que un rico pueda declararse cristiano. […]

… Y me indignan también los que dicen: «Obreros o campesinos, el pueblo, en definitiva, no es interesante». Añaden incluso que, sólo con que lo conociera mejor, yo pensaría como ellos. No lo creo.

Pues:

Esa clase de trabajadores, que sufre, que está oprimida, sobre la cual vosotros estáis sentados y habéis instalado vuestro bienestar, no comprender que sois vosotros quienes la habéis hecho ser, la habéis forzado a convertirse en lo que es actualmente, eso es lo que me parece monstruoso.

La habéis embrutecido, envilecido, ensuciado, y tenéis la audacia de decir: ¡mirad qué poco limpios son!…

Dadle solamente los medios de lavarse, de elevarse, de instruirse, de florecer al sol, y volvamos a hablar entonces. Lo que puede llegar a ser, eso es lo que me importa. Y eso es lo que os da miedo. Pues sabéis muy bien que su «inferioridad» le es impuesta. A esos que mantenéis encorvados, permitidles sólo incorporarse (pero no hay que esperar de vosotros que se lo permitáis alguna vez) y sólo entonces veremos lo que valen. Sin duda habrá siempre desigualdad entre los hombres; sería absurdo y peligroso no admitirlo; pero la «superioridad» debida al dinero o a la cuna no tiene nada que ver con el verdadero valor.

Lo que admiro en la URSS es la igualdad en el punto de partida, la igualdad de oportunidades, y la abolición de esa abominable fórmula: «Ganarás MI pan con el sudor de TU frente».

Otras hojas sueltas

Nunca podré hacer que no haya nacido entre comodidades. Son esas comodidades las que me han permitido escribir mis libros; pues, durante muchos años, no sólo no me han dado dinero alguno, sino que, si yo no hubiera asumido sus gastos de imprenta, no habría podido encontrar editor.

Desde antes de escuchar el gran clamor de la URSS, yo ya elevaba la voz en contra de las posesiones individuales, y todos mis libros atestiguan el poco sentido que tengo de la «propiedad» y el asco que me inspira. De modo que mi admiración hacia la URSS, lo que absurdamente se llama mi «conversión», no ha podido sorprender sino a aquellos que no me conocían, que no me habían leído, o muy mal.

—Pero —me dicen— por lo menos se llamaba usted individualista.

Sigo siendo un individualista convencido. Considero un grave error la oposición que suele establecerse entre comunismo e individualismo. Stalin lo entendió muy bien: él mismo ha revisado, en sus últimos discursos, las nociones de igualdad, de nivelación, y todo lo que conlleva esa mística y ruinosa fórmula: «Cualquier alma vale lo mismo que otra».

Creer firmemente que se puede ser, que se debe ser, a la vez comunista e individualista, no impide en absoluto condenar los privilegios, los favoritismos de las herencias, y todo el cortejo de errores del capitalismo al que está aún tan apegado nuestro mundo occidental, y que lleva a la ruina. […]

1934

Siracusa, 6 de febrero

Llegué el 1. De un tirón desde Marsella. Pero transbordo en Roma y en Nápoles, con parada de algunas horas. Sería mezquino no reconocer que Roma está espléndida; más gloriosa, sin duda alguna, que antaño; exultante a más no poder. Pero por lo mismo, ha perdido mucho de ese atractivo secreto que me fascinaba. Ayer, todo estaba por descubrir o casi. Los tizones ardían bajo cenizas. Ahora todo se exhibe y todo se pavonea a la luz del día. Lo que hoy se oculta, por el contrario, es la miseria. Todo está limpio, pulido (id est: lo han limpiado), centelleante. Pero nada recuerda ya a Keats, o a Stendhal, o a Goethe.

Visita obligada (para hacer sellar mi billete) a la Mostra fascista, gran edificio de exposición momentánea y que parecería del todo ridículo, espantoso, si no fuera que pronto cederá el sitio, si pretendiera durar. Periodismo arquitectónico. En el interior, cantidad de salas, muy hábilmente dispuestas, que no exponen casi más que estadísticas, listas, fotografías de «héroes», recortes de periódicos que relatan las hazañas del fascismo. Atmósfera perfectamente irrespirable para la obra de arte. Pero de obras, aquí, ni hablar. Es la hora de la acción; cada uno puede libremente suponer que el resto vendrá más tarde. […]

8 de febrero

Un grupo de curas pasa por la carretera. Me paro a contemplarlos, si no largamente, puesto que pasan, sí con toda la intensidad de la que soy capaz, uno tras otro.

Los primeros no tienen aún catorce años; los del tercer y último grupo ya tienen algo de vello. Noventa en total, que tres maestros, apenas un poco mayores que ellos, llevan al campo. Busco, entre esos jóvenes rostros, busco en vano algún indicio de curiosidad, de inteligencia, de audacia. Es una extraordinaria exposición de todas las variedades y matices de la bobería, hipócrita, beata o refunfuñante; no se vislumbra en la mirada de ninguno de ellos la menor «espiritualidad» (¡ni por asomo!) pero tampoco la menor llama. Nada que haya que apagar en ellos; nada, tampoco, que se pueda avivar; nada altivo que deba abatirse.

Han llegado donde están, no por secreta vocación mística, sino por pereza, por tacañería y porque no se ve muy bien qué habrían podido hacer en otro sitio. Pero ¿no me equivocaba? ¿No se trataba de una institución caritativa para niños atrasados? No, ¡ay!, no cabía la menor duda: ¡era un vivero de curas!

Y me los imaginaba extendiéndose por el país, encargándose a su vez de almas, instrumentando, instrumentados ellos mismos; no religiosos sino santurrones. Semillero de pesadillas.

—¿Cómo? ¿Todo eso ha podido usted deducir, sólo con verlos pasar?

—¡A fe mía que sí! Y usted habría pensado como yo. Si yo le hubiera dicho: enséñeme uno, aunque sea uno solo, que inspire alguna esperanza: ése, por lo menos… ¡todavía lo estaría buscando!

Preludios o fugas del Clavecín… cuando pienso en esa buena veintena (por lo menos) que me sabía de memoria, imperturbablemente, y podía impecablemente tocar sin la menor vacilación, y a los que he dicho adiós para siempre, me invade una especie de rabia contra mí mismo, de desesperación.

Pero ¡cuánto tiempo que me costaba mantenerlas! Ciertamente, extraje de ello mucha instrucción; ya no extraía más que un cierto equilibrio feliz, un consentimiento casi seráfico, comparable a esa serenidad que el cristiano busca, y encuentra, en la oración; pero me refugiaba en ello con demasiada facilidad. Esa perfección que me era ofrecida (donde las matemáticas puras se ponen a palpitar, a sonreír: encarnación de la necesidad) me bastaba demasiado y me desaconsejaba el esfuerzo…

Hablemos con más sencillez: otros, y numerosos, tocan y tocarán Bach tan bien e incluso mucho mejor que yo. No hace falta tanta malicia. En cuanto a Chopin, ya es harina de otro costal; se necesitaba una comprensión particular que no veo yo que pueda tener un músico que no sea sobre todo un artista. Yo sé muy bien lo que quiero decir con ello. No hay ni siquiera un cierto sentido de lo fantástico por el cual no se asemeje igualmente a Baudelaire. Esa especie de necesidad, de exigencia lógica, que había que buscar en adelante en otro lugar que en contrapunto, y que, por lo mismo, se convertía en algo psicológico… Tan inspirado como Mozart, pero más meditativo.

No lo saben tocar. Falsean incluso la entonación de su voz. Se lanzan a un poema de Chopin como personas perfectamente seguras, por adelantado, de lo que se traen entre manos. Haría falta duda, sorpresa, temblor; sobre todo nada de ingenio («el ingenio me duele»), pero tampoco necesidad; es decir: nada de infatuación.

Y eso es pedir demasiado al virtuoso. ¿No es él quien cosecha los laureles y quien pasa por delante del artista?

El creador puede, desde luego, ser orgulloso (aunque los más grandes sean modestos); el virtuoso es fatuo. Pero ¿por qué volver sobre ello una vez más?

Niza, 10 de abril

Dos veladas con Valéry, más encantador que nunca. Y más que nunca admiro los recursos de su extraordinaria inteligencia. ¡Y qué gracia, qué exquisita amenidad en todo lo que dice!

Le pregunto si vale la pena visitar el museo de Niza. Me confiesa que no lo ha visto; en cambio, llama mi atención sobre una notable exposición de estampas japonesas. Confieso a mi vez que eso ya no me interesa mucho.

—Sí —dice él, asintiendo—, a nuestra edad uno se ha resignado a las obras maestras de los demás.

1935

8 de marzo

Siento hoy, gravemente, penosamente, esa inferioridad, la de no haber tenido nunca que ganarme el pan, no haber trabajado nunca pasando apuros. Pero he tenido siempre un amor tan grande al trabajo que sin duda ello no habría puesto en entredicho mi felicidad.

No es eso, pues, lo que quiero decir. Pero vendrá un tiempo en el que eso será considerado una carencia. Hay ahí algo que ni la más rica imaginación puede suplir, una especie particular de instrucción profunda que nada, después, podrá nunca sustituir.

Llega un tiempo en que el burgués se sentirá en estado de inferioridad ante un simple trabajador. Ese tiempo ha llegado ya para algunos.

4 de agosto

Algunos días, el aburrimiento puede abatirse de pronto sobre mí como un buitre, con la fuerza de una pasión y casi semejante al odio. Y el mundo entero de pronto se me aparece como la gris pared de un farol que el interior ya no ilumina.

Pienso entonces con horror en todos aquellos para los que ese estado, para mí tan fugitivo, es constante. Ésos son los más imposibles de socorrer (pues existen) y sólo a sí mismo deben la atroz imposibilidad de ser felices.

17 de septiembre

Llega un momento en la vida —y creo que ese momento llega fatalmente por poco que uno viva lo bastante— en el que las cosas que uno había despreciado en su juventud se vengan, del mismo modo que se ve en la tragedia griega a Afrodita o Dionisos vengarse de los desdenes de Hipólito o de Penteo. Sí, pago hoy mis negaciones de antaño, de ese largo período en que me parecía indigno de verdadera atención todo aquello que sabía transitorio y de la incumbencia de la política, de la historia. La influencia de Mallarmé me empujaba a hacerlo. Yo la sufría sin darme cuenta, pues no hacía sino fomentar una tendencia que había ya en mí y yo no sabía bien aún, entonces, hasta qué punto conviene desconfiar de lo que a uno le halaga y que lo único que a uno le educa realmente es lo que le lleva la contraria.