21 de mayo
Primero terminar mi libro. Rechazar todo lo que me distrae de él.
“
Cuverville, 24 de junio
Terminados ayer Los sótanos. Sin duda, quedará mucho que revisar todavía después de que lo haya dado a leer a Copeau y en galeradas. Curioso libro; pero empiezo a estar de él hasta la coronilla, hasta el moño. No me convenzo todavía de que está acabado, y me cuesta dejar de pensar en él. Más de un pasaje del primero y del segundo libro me parece abúlico o forzado… Pero creo que las partes más difíciles son también las más logradas. […]
”
26 de junio
A veces me parece que no he escrito nada serio hasta aquí; que no he presentado sino irónicamente mi pensamiento y que, si desapareciese hoy, no dejaría de mí más que una imagen en la cual ni siquiera mi ángel podría reconocerme.
(La creencia en los ángeles me es tan desagradable que me apresuro a añadir que esto no es más que una imagen… pero que expresa bastante bien mi pensamiento.)
Quizá, a fin de cuentas, esta creencia en la obra de arte y este culto que le profeso impiden esa perfecta sinceridad que querría en adelante obtener de mí mismo. ¿Qué me importa la limpidez que no es más que una cuestión de estilo?
29 de junio
[…] Ciertamente, en mi librito sobre Wilde, me mostré poco justo hacia su obra y la desdeñé demasiado a la ligera; quiero decir: antes de haberla conocido a fondo. Admiro, pensándolo bien, que Wilde me escuchara de tan buen grado cuando, en Argel, senté en el banquillo sus obras de teatro (de manera bastante impertinente, me parece hoy). Ninguna impaciencia en el tono de su respuesta, y ni la menor protesta; fue entonces cuando se vio inducido a decirme, casi a modo de excusa, esa extraordinaria frase, que yo cité y que luego se ha citado en todas partes: «He puesto todo mi genio en mi vida; no he puesto más que mi talento en mis obras». Tendría curiosidad por saber si la dijo alguna vez a alguien más que a mí.
Más tarde tengo la esperanza de volver sobre ello y contar todo lo que no me atreví a decir entonces. Querría también explicar a mi manera la obra de Wilde, y en particular su teatro, cuyo mayor interés yace entre líneas.
8 de septiembre
Hace tiempo que acepté que no hubiera en mi aspecto nada glorioso. ¡Con tal de que la obra nazca, aunque sea al precio de un inmenso esfuerzo!…
3 de octubre
Hay ya suficiente hielo entre nosotros [Gide y Madeleine], ¡ay!, para soportar que pase además un escuadrón de malentendidos.
Hojas sueltas
Neuchâtel [Suiza]
Cuánto me gusta este lago tranquilo de orillas bajas, poblado por gaviotas, donde ni mi mirada ni mi pensamiento tropiezan con nada accidental o extraño.
¿Cómo es que yo, tan friolero, no sentí esta mañana más que bienestar, sentado en este banco a 5 grados apenas por encima del hielo, no teniendo delante más que agua y bruma? Con mucho gusto viviría aquí…
[…] Desconfía de los aspavientos artísticos; el verdadero artista no luce un chaleco rojo, ni se complace en hablar de su arte. De todos esos que gritan tanto, piensa que no hay muchos que, al éxito inmediato de Pradon, prefiriesen la atenta perfección de la otra Fedra[134].
15 de agosto
Cuántas veces el amoroso júbilo, precisamente el más seductor, me dejó en un delirio de todos los sentidos, tan exasperado, tan atroz, que, mucho tiempo después, seguía sin aflojar y llevaba hasta el agotamiento mi frenesí, no consintiendo en hacer las paces, en despedirme del instante, sino insaciablemente ávido y como persiguiendo a través del placer algo más allá del placer.
24 de enero
[…] Volviendo a pensar esta noche en la figura de Blum —a la que no puedo negar ni nobleza, ni generosidad, ni caballerosidad, aunque estas palabras, para serle aplicadas, deban desviarse sensiblemente de su verdadero sentido— me parece que esa especie de resolución de poner continuamente por delante el judío ante todo e interesarse ante todo por él, esa predisposición a reconocerle talento, incluso genio, procede en primer lugar del hecho de que un judío es particularmente sensible a las cualidades judías; procede sobre todo de que Blum considera la raza judía como superior, como llamada a dominar después de haber sido largo tiempo dominada, y cree que es su deber trabajar con vistas a su triunfo, contribuir a él con todas sus fuerzas.
Sin duda entrevé el posible advenimiento de esa raza. Sin duda entrevé en el advenimiento de esa raza la solución de numerosos problemas sociales y políticos. Llegará un tiempo, piensa, que será el tiempo del judío; y, desde ahora, importa reconocer y establecer su superioridad en todos los órdenes, en todos los terrenos, en todas las ramas del arte, del saber y de la industria. Es una inteligencia maravillosamente organizada, organizante, neta, clasificadora, y que podría, diez años después, encontrar cada idea exactamente en el lugar en que el razonamiento la colocó, como encuentra uno un objeto en un armario. Aunque sea sensible a la poesía, es el cerebro más antipoètico que conozco; creo también que, a pesar de su valor, se sobrestima un poco. Su debilidad es dejarlo ver. Le gusta darse importancia; quiere ser el primero en haber reconocido el valor de Fulano; dice, hablando del pequeño Franck[135]: «Creo que lo envié a verte, en tiempos»; y, hablando de Claudel: «Era la época en que éramos sólo unos pocos, con Schwob, los que le admirábamos». […]
¿Por qué hablar aquí de defectos? Me basta que las cualidades de la raza judía no sean cualidades francesas; y aun suponiendo que éstos (los franceses) fuesen menos inteligentes, menos resistentes, menos valerosos en todos los aspectos que los judíos, aun así resulta que lo que tienen que decir no puede ser dicho sino por ellos, y que la aportación de las cualidades judías a la literatura, en la que nada vale sino lo personal, aporta menos elementos nuevos, es decir, un enriquecimiento, de lo que corta la palabra a la lenta explicación de una raza, falseando gravemente, intolerablemente, su significado.
Es absurdo, es incluso peligroso negar las cualidades de la literatura judía; pero importa reconocer que, en nuestros días, hay en Francia una literatura judía, que no es la literatura francesa, que tiene sus cualidades, sus significados, sus direcciones particulares. […]
Habría aún mucho que decir sobre esto. Habría que explicar por qué, cómo, a consecuencia de qué razones económicas y sociales, los judíos, hasta ahora, han callado. Por qué la literatura judía no tiene mucho más de veinte años, pongamos cincuenta quizá. Por qué, tras esos cincuenta años, su desarrollo ha seguido una marcha tan triunfal. ¿Es que se han vuelto más inteligentes de golpe? No. Pero antes, no tenían derecho a hablar; quizá no tenían ni siquiera el deseo de hacerlo, pues es notable que de todos los que hablan hoy, no hay uno solo que hable por necesidad imperiosa de hablar; quiero decir para el cual el fin último sea la palabra y la obra, y no el efecto de esa palabra, el resultado material o moral. Hablan porque se los invita a hablar. Hablan más fácilmente que nosotros porque tienen menos escrúpulos. Hablan más alto que nosotros porque no tienen las razones que tenemos de hablar a veces a media voz, de respetar ciertas cosas.
No niego, desde luego, el gran mérito de algunas obras judías, pongamos el teatro de Porto-Riche[136] por ejemplo. Pero ¡de cuánto mejor grado las admiraría si nos llegaran traducidas! Pues qué me importa que la literatura de mi país se enriquezca si es en detrimento de su significado. Más valdría, el día en que los franceses no tuvieran ya fuerza suficiente, desaparecer, que dejar que unos malcriados representaran el papel de aquéllos en su lugar, en su nombre.
28 de marzo
[…] Fue en Florencia donde recibí la carta conminatoria de Claudel desencadenada por la página 478 de los Sótanos[137]. ¡Ojalá los acontecimientos no me tomen la delantera! ¿Es de veras prudente salir de viaje como proyecto hacerlo con madame de Mayrisch y Ghéon, no estando terminado ni Corydon, ni lo demás? …
Pero, toda mi vida y sin cesar, he tenido y he encontrado por todas partes ese temor de no tener tiempo, de que de pronto faltara la tierra bajo mis pasos.
La marcha turca
1 de mayo [de 1914]
Constantinopla justifica todas mis prevenciones y va derecho al infierno de mi corazón junto con Venecia. ¿Admira uno alguna arquitectura, algún revestimiento de mezquita? Se entera (y lo sospechaba) de que es albanés o persa. Todo ha venido aquí, como en Venecia, más que en Venecia, a golpe de fuerza, a golpe de dinero. Nada ha brotado del suelo; nada autóctono se encuentra por debajo de esta espuma espesa formada por el frote y el roce de tantas razas, historias, creencias y civilizaciones.
El traje típico turco es lo más feo que imaginarse pueda; y la raza, verdaderamente, lo merece.
Brousse, domingo [3 de mayo]
[…] Cinco niños judíos nos acompañan hoy desde la mezquita Verde hasta el bazar y al hotel. […] Asisten a la escuela francesa y hablan nuestra lengua con una desconcertante abundancia. Preguntan a nuestra compañera:
—¿Es verdad, madame, que en Francia cada perro tiene un dueño? —Y también:
—En Francia, ¿verdad que el agua no es buena, y no se puede beber más que vino?
Cada uno de ellos se propone alcanzar París dentro de dos años, después de un primer examen, luego, una vez allí, proseguir sus estudios en la escuela judía oriental de Auteuil, para convertirse por fin en un Monsieur.
Martes [5 de mayo]
Nada más decepcionante al principio que ese bazar por el que dimos el primer día un paseo desencantado. Por encima de las tiendas banalizadas, los chales de seda de colorines, todos iguales, nos hacían huir. Pero el segundo día entramos en las tiendas…
Ese segundo día compré tres trajes: uno verde y otro amaranto; cada uno estriado de hilos de oro. El verde tiene reflejos violeta; conviene a los días de meditación y de estudio. El amaranto tiene reflejos de plata; lo necesito para escribir un drama. El tercero es color de fuego; me lo pondré los días de duda, y para auxiliar la inspiración. […]
En ruta hacia Nicea, 9 de mayo
¡Oh, qué bella era la luz! cuando, tras franquear el puerto, descubrí la otra vertiente… Había dejado que mis compañeros volvieran a los coches, y continuado solo a pie la subida, tomando atajos, apretando el paso, deseoso de llegar antes que ellos al puerto y poder pasar en él unos instantes; pero retrocedía sin cesar, como sucede en las montañas en las que la altura que parece la última esconde otra más lejana, desde la cual se descubre nuevamente otra elevación.
Era la hora en que los rebaños que vuelven animan las pendientes del monte, y yo caminaba desde hacía un buen rato por la sombra en la que cantaban, antes de dormirse, los pájaros.
En el otro flanco todo era de oro. El sol se ponía más allá del lago de Nicea hacia el cual íbamos a descender, deslumbrado por los rayos horizontales. Se distinguía, medio oculto por la vegetación, el pueblecito de Isnic, demasiado holgado entre las murallas de la antigua fortaleza. Apremiados por la hora, nuestros coches sin freno rodaron cuesta abajo a toda marcha desdeñando los zigzags, acortando camino por los peligrosos atajos. Yo no entiendo muy bien lo que hace volcar los coches, puesto que los nuestros no volcaron… Al pie del monte, los caballos se pararon para tomar aliento; había una fuente, y creo que se les hizo beber. Nosotros habíamos reanudado la marcha. El aire era extrañamente tibio; nubes de efímeras bailaban en el crepúsculo dorado. A nuestra derecha, aunque el cielo estuviera ya oscuro, no se veía ni una estrella; y nos asombrábamos de que pudiera brillar tanto Venus, única, por encima del arrebol del cielo. Cuando íbamos a franquear la puerta de Adriano, la luna empezó a aparecer por encima del hombro del monte, la luna llena, enorme, súbita y sorprendente como un dios. Y desde mi primera llegada a Touggourt [Argelia], no creo haber saboreado una emoción más extraña que esta entrada de noche en el pueblecito de Isnic, vergonzoso, enmohecido, descompuesto de miseria y de fiebre, arrebujado en sus escombros solemnes y en su pasado demasiado enorme. […]
Afioun Kara Hissar
[…] Nuestro tren repatría a gran cantidad de soldados. Los que hemos encontrado en el tren al subir en Eski-Cheir vienen de Constantinopla; han hecho la guerra de los Balcanes, y salen por fin ahora de los hospitales o de las cárceles. Los que suben en Afioun Kara Hissar vuelven por Esmirna del Yemen, tras haber reducido una insurrección de los árabes. Terriblemente reducidos ellos mismos. La mayoría harapientos, sórdidos; algunos parecen moribundos. […]
Konya
[…] El hotel está al lado de la estación y la estación está lejos de la ciudad; un trenecito lleva a ella cruzando los más lúgubres suburbios… Pero antes de hablar de Konya, tengo que decir hasta qué punto me había hecho ilusiones sobre esta ciudad. Y es que creía, todavía (y me cuesta no creer), que cuanto más lejos va uno más extraño es lo que ve. No hace mucho tiempo que el tren permite ir casi fácilmente a Konya. Antes de partir había visto fotografías de admirables restos de monumentos seléucidas que debía encontrar aquí. A partir de ellos construía toda la ciudad, tan suntuosa y oriental como puede desearse. Sabía además que era la ciudad de los derviches, algo así como un Kairuán turco… […]
Hay que confesar al fin que Konya es, de lejos, de entre todo lo que he visto lo más híbrido, lo más vulgar y lo más feo, desde que estoy en Turquía, del mismo modo que hay que confesar de una vez que el país, el pueblo que lo habita, son más deformes, más informes, de lo que se podía temer o esperar. ¿Había que venir aquí para saber hasta qué punto todo lo que vi en África era puro y particular? Aquí todo está ensuciado, torcido, empañado, adulterado. […]
“
De Konya a Ouchak
No dejar de reproducir el relato del guía: «Era aquí donde vivía la tribu de campesinos (?) que bailaba con un puñal en la boca. Muy valientes esos hombres, monsieur. Se fueron a luchar contra los rusos en… Los mataron a todos; creían que la guerra se hacía con cuchillos. Cuando vieron a los rusos con sus cañones, etc. Muy cómico, monsieur».
”
En el mar Adriático, 29 de mayo
Calma voluptuosa de la carne, tranquila como este mar sin arrugas. Equilibrio perfecto del espíritu. Flexible, sereno, audaz, voluptuoso, semejante al vuelo a través del brillante azul de estas gaviotas, el libre auge de mis pensamientos.
11 de junio
Repetirme cada mañana que lo más importante está aún por decir, y que ya es hora.
13 de junio
El correo de esta mañana me trae, reexpedido por Ruyters, un enorme montón de recortes de periódicos. ¡Qué sabiduría sería no leer ninguno! A veces, sin embargo, algunos juicios erróneos son instructivos; en general, observo que no son debidos tanto a imperfecciones de mi obra como a singularidades de mi manera de vivir.
Lo importante es perseverar; la inanidad de ciertas críticas se hará evidente por sí misma. Hay que confesar por otra parte que hasta ahora casi nada de mis escritos deja entender claramente adónde quiero llegar. Considero preferible que no se descubra hasta más tarde. […]
18 de junio
[…] Este éxito triunfal [el de la representación en París de Noche de Reyes de Shakespeare] casi me molesta, hasta tal punto me había acostumbrado a predecir al mérito la falta de éxito, a llevar hasta más allá del óbito el reconocimiento de nuestras virtudes. […]
6 de julio
Trabajo insuficiente; entrego demasiado al estudio del piano; y, so pretexto de liberarme de ellas, dejo siempre lo más importante para después de las pequeñas tareas insignificantes. […] El tiempo huye, y todo lo importante que tengo que decir está aún por decir. Todo lo que he escrito hasta el día de hoy no ha sido más que para prepararlo. No he hecho más que excavar donde voy a construir. Toda mi obra hasta ahora no ha sido más que negativa; no he mostrado, de mi corazón y de mi espíritu, más que el revés.
12 de julio
Recibo esta mañana, reexpedido por Tronche, el número de L’Éclair (22 de junio) en el que Henri Massis cree su deber tocar a rebato a propósito de los Sotanos[138].
Me ha sido del mayor provecho; pues, si las acusaciones que dirige contra mí son falsas, al menos debo reconocer que he hecho lo que había que hacer para provocarlas.
En definitiva, lo que Massis y los demás me reprochan es haberse equivocado en sus primeros juicios sobre mí.
En el que formulan hoy se equivocan mucho más y me lo perdonarán todavía menos. Creo que mis libros habrían sido juzgados de manera muy diferente si hubiera podido publicarlos de una sola vez, juntos, simultáneamente, como han crecido en mi espíritu. […]
14 de julio
El secreto de casi todas mis debilidades, es esta espantosa modestia de la que no consigo curarme.
No me convenzo de que tenga derecho a nada.
Me creyeron rebelde (Claudel y Jammes) porque no pude obtener —o no quise exigir— de mí mismo esa cobarde sumisión que me hubiera asegurado la comodidad. Es quizá lo más protestante que hay en mí: el horror a la comodidad.
26 [de julio]
Apenas había llegado a casa de los Blanche cuando estalló un incendio en la dependencia más próxima de la granja; no era más que un viejo hangar, afortunadamente vacío de cosechas; se quemó entero, con el techo de paja, las vigas y el entramado. […] Desde el ultimátum de Austria a Serbia, que publicaban los periódicos de ayer por la mañana, la gente está tan inquieta que al oír tocar a rebato por el incendio, muchos creyeron que era una llamada a las armas.
Esta mañana el rechazo del plazo que pedía Rusia lleva al colmo la inquietud; ya no se habla de otra cosa y J.-É. Blanche se abandona a los presentimientos más negros. Leemos en voz alta el artículo de primera página de L’Écho de Paris, luego el de L’Homme libre de Clemenceau, en el salón en el que esta noche están reunidas madame Blanche y sus dos hermanas. Me he puesto al piano para cambiar el curso de las ideas; he tocado algunas piezas o fragmentos de piezas de Albéniz, con partitura; luego, de memoria, la primera parte de la Sonata en si menor de Chopin, la primera Balada, el Scherzo en si menor, el primer Preludio y el Preludio en mi bemol mayor. Todo horriblemente mal, con la única excepción del primer Preludio. […]
27 de julio
[…] Tres damas con título y ricas han venido esta tarde; una (¿condesa de Cossé?) me ha gustado; gran viajera, de actitudes bastante libres… pero es la otra sobre todo la que se ha dirigido a mí, hablándome de La puerta estrecha que leyó «hace unos diez años, pero que fue un acontecimiento en su vida». Me lleva aparte, a un rincón, y, a cada cumplido que me hace, me dan ganas de sacarle la lengua, o de gritarle: ¡Mierda!
—Ha sabido usted describir tan bien la soledad de las almas… Nada que ver con Mensonges [Mentiras] o La Dame devant le miroir [La dama ante el espejo][139]; hay ahí una ley humana que nadie había enunciado todavía. ¡El muro, monsieur! ¡El espantoso muro! Somos nosotros mismos quienes lo construimos…
YO: ¡Y sin tragaluces! ¡Sin tragaluces, madame!
ELLA: Imposible comunicarse. Cuando lo siente uno entre los demás, querría derribarlo.
YO: Pero los otros no se lo perdonarían, etc.
Y sigue… Ya era hora de escribir Los sótanos.
29 [de julio]
Ayer, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, no hablamos de nada más. No puede uno distraer su pensamiento de eso. […] Leo con la más viva satisfacción la carta de Barrès, invitando a la concentración de tropas. A pesar de todo, no deja de ser reconfortante ver, ante esa espantosa amenaza, borrarse los intereses particulares, y las disensiones, las discordias; en Francia la emulación se convierte enseguida en una especie de furia que empuja a cada ciudadano a la abnegación heroica.
He sufrido un poco por no haber podido charlar ayer más que con judíos […]. Se creen en la obligación (excepto Stern) de mostrar una actitud —la de ser más patriotas que nadie— que no siempre me parece de buena ley. […]
Y, durante toda la mañana, me he imaginado teniendo que anunciar a Juliette [esposa del jardinero] la muerte de su hijo. ¡En qué horrores vamos a tener que hundirnos!
31 de julio
Nos disponemos a entrar en un largo túnel lleno de sangre y de sombra…[140]
1 de agosto
[…] Si Lenoir no nos envía el dinero que le pido, voy a tener que abandonar Cuverville dejando en los cajones una suma irrisoriamente insuficiente. Cuverville es la única casa adonde vendrán, desde varias leguas a la redonda, a alimentarse los pobres de la comarca; ocho mujeres, ocho niños por lo menos se encontrarán reunidos en ella, y, en cuanto a hombres, nada más que Mius [jardinero] y Domi [Dominique Drouin, sobrino de Gide], el día en que Marcel [Drouin] y yo nos hayamos marchado.
Día de espera angustiada. ¿Por qué no se decreta la movilización? Todo aplazamiento es tiempo ganado para Alemania. Se ve que tenemos que dejarnos atacar por consideración hacia el partido socialista. El periódico de esta mañana nos comunica el absurdo asesinato de Jaurès.
So pretexto de salir a coger albaricoques he ido a charlar con Mius. He hablado de mi partida y de la inquietud que me producía dejar aquí tantas mujeres y niños más o menos sin protección. Me ha hecho saber entonces su intención de no dejar la casa en septiembre:
—¡Ni hablar! No me iré así sin más. Monsieur puede estar tranquilo. Pagaré los trescientos francos de retractación si hace falta. Pero no me iré.
Lo dice en el mismo tono gruñón y terco con el que decía que no quería hacer más compras en el mercado. Pero los dos teníamos lágrimas en los ojos al darnos la mano. […]
A la vuelta, no encuentro a nadie. Adelantándose a la movilización, ya se ha hecho partir hoy a las 5 a los aprendices de panadero, zapatero, talabartero, etc. En vez de corazón no siento más que un trapo mojado en el pecho; tengo la idea fija de la guerra hincada entre los ojos como una barra espantosa en la que todos mis pensamientos tropiezan. […]
2 de agosto
Escribo en el tren que me lleva a París; el último, se dice, que estará a disposición de los viajeros. Me angustiaba la idea de encontrarme bloqueado en Cuverville… Marcel parte conmigo.
En París, intentaremos espabilarnos y encontrar algo que podamos hacer. Antes de dejar a Em. esta mañana me he arrodillado junto a ella (lo que no había hecho desde…) y le he pedido que recitara un padrenuestro. Lo he hecho por ella, y mi orgullo ha cedido sin dificultad al amor; por lo demás, todo mi corazón se asociaba a su plegaria. […]
[…] El aire está empapado de una angustia abominable. Fantástico aspecto de París: las calles, vacías de coches, llenas de una gente extraña, a la vez de lo más tensa y tranquila; algunos esperan sobre la calzada con baúles; algunos gritones, a las puertas de los cabarés, vociferan La Marsellesa. De vez en cuando un automóvil cargado de paquetes pasa a toda velocidad. […]
4 de agosto
[…] El pueblo resulta admirable por su entusiasmo, su calma y su determinación. Si Inglaterra se pone en marcha, tenemos claramente las de ganar, pero ¿se pondrá en marcha Inglaterra? El Parlamento propone votar más de mil millones de subvenciones militares.
5 de agosto
Alemania declara la guerra a Bélgica. Inglaterra, a Alemania.
6 de agosto
La idea de que es posible aplastar Alemania toma cuerpo poco a poco; nos defendemos contra ella; no nos convencemos de que no es posible. La admirable dignidad del gobierno, de todo el mundo y de toda Francia, al igual que los pueblos vecinos, permite esperarlo todo.
Se entrevé el comienzo de una nueva era: los Estados Unidos de Europa ligados por un tratado que limite sus armas; Alemania reducida o disuelta; Trieste devuelto a los italianos, Schleswig a Dinamarca; y sobre todo, Alsacia a Francia. Todos hablan de esta reorganización del mapa como del número siguiente de un folletín.
8 de agosto
Día pasado en la Cruz Roja, como la víspera, inscribiendo a los que se ofrecen, y clasificando fichas. […]
Lunes, 10 de agosto
[…] Nos comunican esta tarde en la Cruz Roja (donde he trabajado todo el día) que se ha decidido no tomar a ningún enfermero ni camillero varón, de modo que lo que hemos estado haciendo durante ocho días es inútil.
14 de agosto
[…] Me reprocho todos los pensamientos que no están en función de esta espera angustiada; pero nada me resulta menos natural que lo que altera el equilibrio del espíritu. Si no fuera por la opinión, siento que, bajo el fuego enemigo, disfrutaría aún de una oda de Horacio. […]
No he estado esta tarde, ni la de ayer, en la Cruz Roja, donde finjo ser útil, mucho más de lo que lo soy realmente. No hay ningún caso en que el privilegio adquiera un sabor más odioso. Pero la hipocresía es más odiosa aún, y absurda esta comedia que está uno tentado de representar para sí mismo por temor a quedarse rezagado respecto a los demás. […]
15 de agosto
He aquí que se establece un nuevo tópico, una psicología convencional del patriota, fuera de la cual ya no será posible ser «un hombre honrado». El tono que han tomado los periodistas para hablar de Alemania es como para dar náuseas. Todos se pisan unos a otros los talones y demuestran de lo que son capaces. Todos tienen miedo a quedarse rezagados, a parecer menos «buenos franceses» que los demás. […]
El cielo se ha nublado durante la noche y, de madrugada, al este de París ha estallado una gran tormenta.
Los primeros truenos hacia las 4 de la madrugada parecían explosiones de bomba; cualquiera habría creído que un escuadrón de zepelines atacaba París. Y, en el duermevela, durante un largo rato me he imaginado que bombardeaban París, e incluso que era el fin del mundo. Por mi poca emoción comprendía que me he resignado a todo; pero era en sueños. Por lo demás, ¿puedo saber cómo reaccionaría, enfrentado al peligro real? ¡De qué madera tan sencilla están hechos aquellos que, a cualquier hora del día o de la noche, pueden responder de sí mismos! ¿Cuántos soldados esperan ansiosamente que el acontecimiento les revele si son valientes? ¡Y el que no reacciona como querría, aquel cuya voluntad, solamente, es valerosa! […]
17 de agosto
Declaración de guerra de Japón a Alemania.
18 de agosto
[…] Una tarjeta-carta de Ghéon, muy desilusionado: el pequeño hospital del que se habla de confiarle la dirección no es más que un lugar de recreo; no se ve allí a ningún herido.
Ese mismo acontecimiento que, para tantos otros, debe revelarles su valor, ¿será, pues, para nosotros una escuela de pereza y de pusilanimidad? Henos aquí, pues, obligados al egoísmo. Es contra eso contra lo que en vano nos agitamos.
20 [de agosto]
Hay que dejar que nos convenzan, a pesar de todo, y aceptar que la utilidad no está sólo en la línea de fuego; lo importante es que cada uno esté en su puesto. […]
[…] Anoche, abrumado, exasperado contra esta militarización del espíritu, antes de dormirme, saqué de la biblioteca de Élisabeth Sesame and Lilies del que leí casi todo el prefacio (nueva edición);[141] tenía la sensación de estarme zambullendo en un agua clara, lavándome de todo el polvo y el calor de una excursión demasiado larga por un camino árido.
Sin duda, para los que han sido movilizados, la indumentaria militar autoriza una mayor libertad de pensamiento. Nosotros, que no podemos vestir uniforme, lo que movilizamos es el espíritu. […]
[…] Jean Cocteau me había citado para un «té inglés» en la esquina de la calle Ponthieu y la avenida de Antin. No me ha agradado volver a verle, a pesar de su extrema simpatía; pero es incapaz de gravedad y todos sus pensamientos, sus frases ingeniosas, sus sensaciones, todo ese extraordinario brío de su charla habitual me resulta chocante, como un artículo de lujo exhibido en tiempo de hambruna y de luto. Va vestido casi de soldado, y el latigazo de los acontecimientos le da muy buena cara; no renuncia a nada, y simplemente da un toque marcial a su petulancia. Encuentra, para hablar de las carnicerías de Mulhouse, epítetos divertidos, mímicas; imita el sonido de la corneta, el silbido de los shrapnels [proyectiles]. Luego, cambiando de tema, pues ve que no divierte, dice estar triste; quiere estar triste con la misma clase de tristeza que uno, y de pronto se adapta al pensamiento de uno y se lo explica, luego habla de Blanche, después imita a madame Mühlfeld, después habla de esa señora, en la Cruz Roja, que gritaba por la escalera: «Me prometieron cincuenta heridos para esta mañana; quiero mis cincuenta heridos». Mientras tanto aplasta un pedazo de tarta en su plato y lo degusta a bocaditos; su voz tiene brillos, inflexiones; ríe, se encorva y se inclina hacia uno y le toca. Lo extraño es que creo que sería un buen soldado. Él lo afirma; y que sería valiente. Tiene la despreocupación del golfillo; con él, más que con nadie, me siento torpe, pesado, apático.
16 de septiembre
[…] Obligación de asociarse de nuevo al culto a la familia. Malestar. Horror ante el gesto que pueda ir más allá del sentimiento. […]
Con qué facilidad la vida vuelve a tomar forma, se cierra sobre sí misma. Cicatrizaciones demasiado fáciles. Se abandona uno a esa felicidad mediocre que es la mayor enemiga de la felicidad verdadera. […]
23 de septiembre
A partir del 26 de agosto dejé de llevar el diario que había reanudado el…, y que había llevado regularmente desde ese día. Me parecía indecoroso que mis notas conservasen, frente a acontecimientos tan graves, su aspecto subjetivo; empecé un nuevo cuaderno (de formato mayor, amarillo, con el lomo rojo) en el que he ido anotando, del todo independientemente de mí mismo, lo que, pensaba, podría suministrar material a mi novela;[142] y eso me sirvió en un primer momento, pues en él he apuntado lo que no habría podido escribir en forma de diario. Pero ese nuevo método no vale nada en cuanto los acontecimientos exteriores dejan de predominar sobre la vida íntima. Desde hace ocho o diez días he dejado de escribir, y ese silencio corresponde a un nuevo aflojamiento de la voluntad, de la virtud, que este diario tiene que ayudarme nuevamente a vencer.
Viernes, 2 de octubre
Se cumplen sesenta días desde la movilización.
Los días transcurren en una espera monótona. Hay momentos en que querría estar en París. Pero una vez allí, ¿no lamentaría haber dejado Cuverville?
El miércoles todos habían salido de paseo y yo me quedé solo junto a Em., pelando judías, en el banco que hay delante de la casa. El cielo era de una pureza maravillosa. Apenas intercambiábamos de vez en cuando algunas palabras, pues no podíamos hablar más que de eso; y sin embargo ese gran silencio a nuestro alrededor, en nosotros, se llenaba a pesar de todo de felicidad… […]
4 de octubre
Seguimos sin novedad. La lucha atroz continúa. No dejando de pensar en ella, querría uno contribuir a la victoria.
8 de octubre
Escribo estas líneas en el cuartito del segundo piso que ocupo desde mi regreso aquí; el gran patio verde de Hérouard [granjero] está lleno de jubilosa luz. Los niños varean los manzanos, y escucho con arrobamiento la lluvia de los frutos, que las mujeres recogen sobre la hierba corta. […] Es el penúltimo día que paso aquí, en la paz; mientras que, allá, el país se hunde en el duelo, la devastación, el horror. […]
10 de octubre
La frase de la mujer a la que ponen dificultades, en la estación:
—¡Y además, si quiere que le diga, empiezo a estar hasta el moño de esta guerra de ustedes!
Luce Ruyters escribe a su madre: «Me aburro tanto que trabajo para los pobres». […]
“
Cuando, tras una furiosa carga con bayoneta, los soldados entraron en una granja para descansar y comer algo, ninguno de ellos aceptó degollar el cerdo que debía servirles de almuerzo. Hubo que echarlo a suertes y el designado por la paja más corta se fue lejos de sus camaradas, escondiéndose para cumplir su cometido. Relato de Édouard Ducoté.
”
10 de noviembre
En Cuverville, donde pasaré dos días. Descanso. Por lo demás desde hace ocho días he recobrado un poco de aplomo. Mi fatiga espantosa procedía, creo, de permanecer expuesto a la simpatía el día entero. En el «Hogar franco-belga»[143] un instante de soledad para recobrar la forma personal y relajarse. Me sentía bebido por los demás. Ocupado de la mañana a la noche en ese centro de refugiados a los que alojamos, vestimos y alimentamos, y para los cuales buscamos trabajo, me encontraba a la hora del almuerzo y por la noche la alegría trepidante de Ghéon, el exceso de vida de mis compañeros y mis huéspedes.
Visita al Louvre —desolación.
¿El fin de una civilización?
Os digo que es una nueva civilización que empieza. La de ayer se había apoyado demasiado en la latina; es decir sobre lo más artificial y lo más vano que había producido la cultura. Mientras que la griega era natural… Pero hay que reconocer que era por sus mismos defectos por lo que la latina hallaba acceso a nosotros.
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31 de mayo
Describiré en primer lugar lo que tengo aquí ante los ojos mortales. Instante perfecto de gracia efímera, divinamente renovado, en cada latido de mi corazón. Primavera que me aconsejas todavía, a la que escucho con todo mi ser, a tus intérpretes: flores, nubes, y cantos de pájaros. Aquí ante mí sobre esta vasta mesa, el cuaderno verde en el que escribo, solo en la galería vacía de esta casa solitaria [Cuverville]. Ante mí esa puerta vidriera abierta sobre una terracita cuya escalera lleva al jardín. Los tallos curvos de la glicina buscan apoyo en el hilo que tendí ayer entre el tejado y la barandilla; he notado que giran siempre de izquierda a derecha, como movidas por una voluntad ante la cual mi voluntad debía callarse, pues los tallos contrariados que me obstinaba en inclinar en otra dirección volvían a caer, en vez de apoyarse en el hilo. Más lejos una acacia en flor avanza sobre un muro de verdor, lleno de encantadores boquetes en los que juegan los rayos de luz y la brisa. Olvido las casas, los techos de la ciudad, un poco más lejos, cuyo rumor, sin embargo, me alcanza. Más lejos aún una campiña llena de matices, cortada súbitamente por un foso lleno de angustia y de sangre; la guerra cuyo horror me alcanza incesantemente. Más lejos, por qué insuperable esfuerzo del amor, es a ti a quien entreveo (pues la esperanza no puede abdicar en mi corazón) más allá de los llantos y el duelo; tú que me leerás, que me amarás cuando haya cesado de vivir, tú a quien amo y para quien escribo.
27 de septiembre
Sofocante comunicado, esta mañana. ¿Se va por fin a levantar la tapa? Me da la sensación de que a la primera bocanada de aire libre, me ahogaría. Querría estar junto a Em.
Tarjeta de Copeau ayer por la tarde, extrañamente out of time. Habla de Florencia, de Fra Angelico… ¿Todo eso existe todavía?
28 de septiembre
La esperanza vacila todavía y no se atreve a abrir de par en par las alas, para alzar el vuelo hacia nuevos firmamentos… ¡Qué paciencia se necesita, pues, en la espera! ¿Hasta cuándo deberé seguir callando? ¿Y me quedarán luego suficientes fuerzas y tiempo para hablar?
Me he distraído del Hogar; no voy más que por las tardes y para no encontrar sino una ocupación insuficiente. Estoy hastiado y me escapo sin cesar. No puedo más… […] No puedo darme a medias, prestarme. Durante once meses, en el Hogar, pude dejarme absorber completamente por mi tarea, e interesarme por ella sin reservas. Ahora que la máquina funciona a todo vapor, ¿me está permitido librarme de ella, como de un libro terminado?…
Pues no. Nada, en el mundo material, termina. Todo continúa. Y lo que uno ha empezado a asumir le requiere.
Darius Milhaud[144] vino ayer, hacia el final del día, para tocar el poema sinfónico que acaba de componer sobre unos poemas de Tagore que yo traduje. No he oído más que ruido. Después nos ha tocado de una manera exquisita unas melodías bastante mediocres de Mendelssohn. La víspera yo había acompañado al piano a Marie-Arme Delacre.[145] Cantó cosas de Chausson y de Duparc. La intención, el significado psicológico, me estorban siempre en la música. Esta pierde, para mí, su verdadero significado, al querer adquirir uno demasiado preciso.
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8 de octubre
Aniversario de mi boda, que he querido pasar junto a M. Valentine [hermana de Madeleine] y las pequeñas todavía están aquí. Me aíslo en la gran habitación que está encima de la cocina. En un sillón, a mi lado, la Moune amamanta a los dos pequeños bastardos que le hemos dejado. Aunque todo fuera puesto en la picota (y todo es puesto en la picota), mi espíritu seguiría reposando en la contemplación de las plantas y de los animales. Es de ahí de donde hay que partir y extraer nueva instrucción. Ya no quiero conocer nada que no sea natural. Un carro de hortalizas acarrea más verdades que los bellos períodos de Cicerón. A Francia la pierde la retórica.
Pueblo oratorio, acostumbrado a alimentarse de palabras, hábil en tomar las palabras por las cosas y presto a colocar fórmulas por encima de la realidad. Por más prevenido que esté, no escapo a eso y sigo siendo, aunque denunciándolo, oratorio. Nada inquieta más a Dios. El sentimiento que se quiere tener cubre el que se tiene.
Los artículos de Barrès son los modelos del género; pero el último a quien convencen, es a él mismo. Y por lo demás poco le importa; es su manera de seguir siendo superior. No entiende nada del Evangelio y confunde a Cristo con César. No entiende nada de arte, nada de poesía. Es de aquellos para los cuales el pensar bien no precede necesariamente el hablar bien.
La pregunta se planteaba antes de la guerra: si una civilización, una cultura puede pretender prolongarse indefinidamente y según una trayectoria directa, ininterrumpida. Y como la respuesta es necesariamente negativa, esta segunda pregunta acude como corolario de la primera: nuestra civilización, nuestra cultura, ¿es todavía prolongable? ¿Este capítulo nuevo que vivimos es una continuación de los precedentes? ¿Estamos continuando el pasado? Y si entramos en una nueva era, ¿quién se atreverá a pretender que ese primer capítulo de un nuevo libro no es un capítulo francés y de un nuevo libro francés?
He aquí mi opinión clarísima: Francia está perdida si se aferra al pasado; confío, por el contrario, en que tendrá la fuerza de ir más allá. Todo lo que representa la tradición está llamado a ser arrollado.
Y no es sino mucho tiempo después cuando podrá reconocer, a través del trastorno, la continuidad, a pesar de todo, de nuestro temperamento, de nuestra historia. Corresponde hablar a lo que hasta entonces no ha tenido voz.
Es un cobarde error creer que no podemos luchar contra Alemania si no es refugiándonos en nuestro pasado. Rimbaud, Debussy, Matisse, etc., pueden no parecerse en nada al pasado de nuestra tradición, sin por ello dejar de ser franceses; pueden diferir de todo lo que Francia ha representado hasta hoy y aun así expresar Francia. Si Francia ya no es capaz de novedad, ¿para qué luchar?
El artista que, cuando crea, se preocupa de ser francés y de hacer obra «francesa a fondo», se condena a la carencia de valía. No se trata ya de lo que fuimos; se trata de lo que somos.
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21 de octubre
Desbordado de la mañana a la noche. Hemos tenido [en el Hogar franco-belga], estos últimos días, un alud de casos patéticos. Imposible anotar nada.
26 de octubre
No se puede pedir a un pueblo muy prolífico que tenga los mismos miramientos con la vida humana y el mismo respeto al individuo que una raza que declina. A esta consideración hay que añadir la idea fija, que domina al pueblo alemán, de la superioridad de su raza. […]
¡Confesad que, si estuvierais habitados por la idea fija de una mejora posible de la raza humana, una mejora práctica y casi inmediata, no intentaríais tan obstinadamente prolongar la vida de los malformados, de los tarados, de los indeseables, etc., y fomentar, o incluso simplemente permitir, su reproducción! Para permitir esto, sacrificar aquello. Nada más lógico. Una vez más, se trata de saber lo que merece triunfar.
Cuántas veces, en el Hogar, curando, consolando, sosteniendo a esos pobres harapos humanos, capaces sólo de gemir, lisiados, sin sonrisas, sin ideal, sin belleza, he sentido erigirse en mí la espantosa pregunta: ¿Merecen ser salvados? La idea de sustituirlos por otros, mejor formados, forma parte ciertamente de la filantropía germana. Es lógico y, por lo tanto, monstruoso.
Jueves, 11 [de noviembre]
Embotamiento detestable. En algunos momentos me parece que ya he terminado de vivir y que me agito en una especie de sueño póstumo, una especie de suplemento a la vida, sin importancia ni significado. Este estado de apatía es sin duda la consecuencia natural del exceso sentimental del Hogar. […]
Ayer, en la Obra de los prisioneros de guerra adonde había subido a pedir una información, monsieur Cornélis de Witt, que es, creo, su director, me preguntó si había podido reanudar mis «pequeñas diversiones literarias».
18 [de noviembre]
Del 22 de noviembre al 26, viaje en automóvil con Mrs. Wharton[146].
Hyères, 26 de noviembre
He conocido a Paul Bourget[147]. Me ha recibido con la mayor amabilidad en Costebelle, en su finca de Plantier, en la que me introduce Mrs. Wharton. Gran necesidad de seducir al que sabe que pertenece a otra generación, otro bando, otro partido. Fue en el jardín donde tuvieron lugar las presentaciones.
—Para entrar aquí, monsieur Gide —me dijo primeramente— no necesitará usted pasar por la puerta estrecha.
Eso no quería decir nada concretamente, pero demostraba su cordialidad. Y, poco tiempo después, encontró la manera de hacer alusión a mi Inmoralista, luego, después de que Mrs. Wharton nos hubiera dejado algunos instantes para ir a ver a madame Bourget, a la que una indisposición mantenía en su dormitorio:
—Ahora que estamos solos, dígame, monsieur Gide, si su Inmoralista es un pederasta.
Y ante mi desconcierto, insiste:
—Quiero decir: ¿un pederasta practicante?
—Sin duda es más bien un homosexual que ignora que lo es —contesté yo, como si yo mismo no lo supiera muy bien; y añadí—: Creo que hay muchos así.
Pensaba al principio que de ese modo me quería demostrar que había leído mi libro; pero lo que de veras le importaba era exponerme sus teorías:
—Hay —empezó— dos categorías de perversiones: las que pertenecen al sadismo, y las afines al masoquismo. El sádico y el masoquista, para alcanzar el placer, recurren ambos a la crueldad; pero uno, etc., mientras que el otro, etc.
—¿Coloca usted a los homosexuales entre los depravados de uno de los tipos? —pregunté yo por decir algo.
—Necesariamente —replicó—; pues, tal como observa Régis[148]…
Pero, en ese momento, Mrs. Wharton volvió y no pude conocer si, según él, el homosexual era afín al masoquismo o al sadismo. Lamenté que desviara entonces la conversación: me habría divertido conocer la opinión de Mrs. Wharton, si es que la tiene.
Paul Bourget parece todavía sumamente robusto para su edad; como sarmentoso y tallado en madera de castaño. Hasta sus menores frases respiran literatura; le salpica a uno como el perro de aguas que sacudía piedras preciosas.[149]
—Sea usted bienvenido en… lo que no es Elsenor —me dijo, cuando dejamos el jardín para entrar en la casa. En menos de media hora, encontró la manera de hablar de Régnier (Mathurin)[150], Shakespeare, Molière, Racine (que según confiesa no le gusta mucho), Baudelaire, Boileau, Zola, Balzac, Charles-Louis Philippe, etc., todo ello con una extraordinaria ausencia de verdadero gusto literario, quiero decir una singular incomprensión hacia la poesía, el arte, el estilo; lo que le permite admirar producciones tan ruines como las de Psichari, por ejemplo, para el cual acaba de escribir un prefacio. Nos lee algunas páginas del Voyage du centurion [Viaje del centurión] [de Psichari], en galeradas; se le quiebra la voz; diríase que va a llorar. Por el rabillo del ojo, Mrs. Wharton y yo nos miramos, no sabiendo qué es más digno de admiración: la emoción de Paul Bourget o la mediocridad de esas páginas. Insiste en que leamos todo el libro, del que nos confía las galeradas; y, un poco más tarde, cuando le acompaño a mi vez por los pasillos del hotel de Costebelle adonde nos ha llevado, tras el té y un corto paseo, más una nueva conversación en la habitación de Mrs. Wharton donde hemos hablado de Pascal y del Mystère de Jésus [Misterio de Jesús][151]… me coge el brazo familiarmente e, inclinándose hacia mí:
—Entonces, ¿me promete usted leer el Voyage du centurion? —Y en voz baja, de confidencia solemne, añade—: Créame: no es inferior al Mystère de Jésus.
Esa singular declaración es la última que me hace antes de separarnos.
17 de enero
Ghéon me escribe que ha «dado el gran paso». Cualquiera diría que es un bachiller que acaba de probar el burdel… Pero se trata aquí del altar.
¿Anotaré ahora el extraño sueño que tuve el invierno pasado?
Ghéon, hasta entonces huésped conmigo de los Van Rysselberghe, en la calle Laugier, acababa de partir al frente. Soñé, pues, esto: yo andaba, o mejor dicho flotaba al lado de alguien, de un compañero que pronto identifiqué como Ghéon. Ambos avanzábamos por un paisaje desconocido, una especie de valle boscoso; avanzábamos con arrobamiento. El valle se volvía cada vez más estrecho y más bello y mi arrobamiento llegaba al colmo, cuando mi compañero se detuvo súbitamente y, tocándome el antebrazo, exclamó:
—¡No sigamos! Desde ahora entre nosotros está esto.
No me señalaba nada, pero yo, bajando los ojos, distinguí, colgando de su muñeca, un rosario, y me desperté de pronto con una angustia intolerable.
18 de enero
Mientras escribo a Ghéon, releo el principio del capítulo XV.° del Evangelio de Juan y estas palabras se me iluminan de pronto con una espantosa luz:
«Si alguien no habita en mí, es arrojado afuera como el sarmiento, y se seca; después se recogen los sarmientos, se arrojan al fuego, y arden.»
En verdad, ¿no había sido yo ya «arrojado al fuego», y presa de la llama de los más abominables deseos?…
19 de enero
Hay que revisarlo todo, repasarlo todo, reeducarlo todo en mí. Aquello contra lo que más me cuesta luchar, es la curiosidad sensual. El vaso de ajenjo del borracho no es más atractivo que, para mí, ciertos rostros con los que me cruzo, y lo abandonaría todo para seguirlos… ¿Qué digo? Hay en ello una propulsión tan imperiosa, un consejo tan insidioso, tan secreto, un hábito tan inveterado, que a menudo dudo si puedo escapar de ello sin una ayuda venida de otra parte.
«No tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua.» (Juan, 5, 7)
22 de enero
René Widmer, alférez, nos contaba que su única preocupación, en el momento del ataque, era volver a formar las filas de sus tropas y hacerles conservar el alineamiento.
Fue cuando estaba medio ahogado por un obús asfixiante cuando recibió la bala que le atravesó la cara.
Aún tiene que hacer varios kilómetros a pie, del brazo de X., para alcanzar la ambulancia, donde pasa la noche. A su lado, un pobre soldado de otra compañía gime, con el vientre abierto, agonizante. Dice a René:
—Mi alférez, ¿me querría dar la mano? ¡Sufro tanto!
Y toda la noche conserva la mano de René en la suya y a ratos la aprieta convulsivamente.
24 [de enero]
Anoche una puesta de sol inefablemente extraña y bella; cielo lleno de brumas rosa, anaranjadas; lo admiré, sobre todo, al pasar por el puente de Grenelle, reflejado por el Sena cargado de chalanas; todo se fundía en una armonía cálida y tierna. En el tranvía de Saint-Sulpice, desde donde contemplaba maravillado ese espectáculo, comprobé que nadie, absolutamente nadie, le prestaba atención. No había una sola de las caras que no tuviera un aspecto absorto, serio… Sin embargo, pensé, algunos viajan lejos para no ver nada que sea más bello. Pero el hombre, las más de las veces, no reconoce aquella belleza que no compra, y es por eso por lo que la oferta de Dios es tan a menudo desdeñada.
Imagino una novela cuyo tema sería la iluminación de esta frase: «El peso de mis pecados me arrastra».
25 [de enero]
Noche execrable. Caigo más bajo que nunca.
Esta mañana, al levantarme antes de las 7, salgo un instante, y oigo el canto de un mirlo, extraño, tan precozmente primaveral, tan patético y tan puro, que me hace sentir más amargamente lo marchito que está mi corazón.
Desde hace algunos días, hago un esfuerzo por liberarme, por desinteresarme del Hogar. Me cuesta mucho y el tiempo durante el cual intento dedicarme a otra cosa (por no decir: a mí mismo) está mal empleado, casi perdido. Y, desde el sábado, me asaltan de nuevo abominables imaginaciones, contra las cuales estoy sin armas; no encuentro refugio en ninguna parte. En ciertos momentos, en ciertas horas, me pregunto si no estaré volviéndome loco; todo en mí cede a la manía. Sin embargo, intento organizar la lucha… ¡Qué paciencia y qué astucia serían necesarias!
Y esta tarde, sin embargo, una carta excelente de Ghéon me reconforta un poco.
27 [de enero]
¡Vamos! Una vez más he podido rehacerme. Esa carta de Ghéon me ha ayudado. Anoche una reposada meditación me preparó una noche tranquila. He podido levantarme temprano. A las seis y media ya estaba trabajando, lleno de una extraña paz interior. No he intentado rezar pero mi alma se ofrecía toda entera al divino consejo, como un cuerpo se calienta al sol. Cada hora de este día ha seguido el impulso de esa primera hora. Por lo demás no creo, si se hubiera presentado una tentación, que le hubiera opuesto resistencia; pero no se ha presentado ninguna, y he alcanzado apaciblemente la noche.
28 [de enero]
No me cuesta menos restaurar en mí la idea de pecado de lo que me había costado antes expulsarla.
Sabado, 29 [de enero]
[…] Leídas anoche (y desde hace ya varios días) las admirables páginas de Bossuet sobre la oración, extraídas de no sé dónde y que encabezan mi pequeña edición de las Élévations sur les mystères [Elevaciones sobre los misterios].[152] Pero, cuando seguidamente abordo las dos primeras elevaciones, me embrollo en una serie de pseudorrazonamientos que, lejos de persuadirme, me indisponen y me asquean de nuevo. No, no es por esa puerta por donde puedo entrar; no hay puerta para mí por ese lado. Puedo hacerme el tonto; lo he intentado; pero no mucho tiempo, y no pasa mucho rato antes de que me rebele entero contra esa comedia impía que mi ser se esfuerza en representar. Si la Iglesia exige eso de mí, será que Dios está muy por encima de ella. Puedo creer en Dios, amar a Dios, y todo mi corazón me lleva a ello. Puedo someter mi cerebro a mi corazón. Pero, por lo que más queráis, no busquéis pruebas, razones. Ahí empieza lo imperfecto del hombre; y yo me sentía perfecto en el amor.
1 de febrero
Abandono la lectura de las Élevations de Bossuet antes de que mi repugnancia se desborde y arrastre a su vez lo que querría preservar. […]
Intento reservar, cada noche y cada mañana, media hora de meditación, de despojamiento, de apaciguamiento y de espera… «Mantenerse simplemente atento a esa presencia de Dios, expuesto a sus divinas miradas, continuando así esa devota atención o exposición… con tranquilidad a los rayos del divino sol de justicia.»
5 de febrero
Escrito a Gosse[153], en respuesta a su artículo sobre Francia publicado en la Edinburgh Review:
[…] Le agradezco igualmente que sea, para nuestros viejos defectos franceses, más indulgente de lo que yo puedo serlo. Usted los cubre generosamente, esos viejos defectos, porque conoce bien a los franceses y sabe qué generosidad nos arrastra, hasta en nuestros peores errores. Nadie más que el francés, en general, vive para los demás, o en función de los demás, o en relación a los demás, de ahí tanto su vanidad, su cortesía, su amor a la política, como el que sea terreno abonado para la emulación, el miedo al ridículo, la preocupación por la moda, etc.
En la primera página del Petit Journal Illustré, admiraba yo el otro día una imagen (que también me exasperaba) que representaba la «toma de armas» de un soldado gravemente herido; acostado en una cama de hospital, se incorporaba a medias, al acercarse el general que llegaba para decorarle, exclamaba (según decía el pie de la ilustración): «La cruz de guerra, mi general, se recibe de pie», y luego caía muerto, extenuado por el alarde.
Es admirable, y es absurdo, muy en la línea de la tradición que ya hacía decir a Bossuet: «Las máximas de falso honor, que han hecho perecer a tantos de entre nosotros…» […]
7 de febrero
No he sido nunca más modesto que al obligarme a escribir cotidianamente en este cuaderno páginas que sé y siento tan pertinentemente mediocres, repeticiones, balbuceos, tan poco apropiados para hacerme quedar bien, para ser admirado o amado.
Siempre me ha perseguido el deseo de sacudir los afectos, excepto los de calidad exquisita y superior. Si estos cuadernos salen a la luz del día, más tarde, a cuántos desagradarán, todavía… ¡Pero cuánto amo al que, a pesar de ellos, a través de ellos, querrá seguir siendo mi amigo!
Me aferró a este cuaderno desesperadamente; forma parte de mi paciencia; me ayuda a no hundirme.
Viernes, 11 [de febrero]
[…] La mejor manera de luchar contra la tentación es sencillamente no exponerse a ella. No se puede esperar alcanzar el paraíso de un solo salto. Hace falta resolución, pero hace más falta todavía paciencia. Nada menos romántico, nada menos ingrato a veces, que la minucia de esta higiene moral; no hay grandes victorias; es una lucha sin gloria, al igual que la de las trincheras.
Cada derrota, por el contrario, es súbita, total y parece volverle a hundir a uno hasta el fondo. Es a menudo deliciosa. Por lo menos puede serlo, y me lo repito. Y el Maligno está siempre presto a susurrarme al oído: «Todo esto es una comedia que representas ante ti mismo. En cuanto vengan las brisas de la primavera, te pasarás al enemigo con armas y bagajes. ¿El enemigo? ¿Qué es eso del enemigo? No tienes otro enemigo que tu cansancio. Si fuera más abierto, tu pecado sería glorioso. Sé pues franco, y acepta que si hablas aquí de pecado, es que esta dramaturgia te incomoda y te ayuda a recobrar una agilidad puesta en peligro, la libre disposición de tu cuerpo y de tu espíritu. Hoy tomas por degradación tu hastío; pronto, curado, te sonrojarás de haber pensado que debías recurrir a tales medios para curarte». Entre tanto, sigo estando enfermo, y lo seguiré estando mientras escuche esa voz.
16 de febrero
Anteayer, recaída.
Cree uno caer más bajo que nunca y que todo el esfuerzo de estos últimos días está perdido.
Pero el equilibrio se restablece un poco más deprisa; el abandono no es ya tan completo.
El infierno sería seguir pecando, en contra de la propia voluntad, sin placer. Es natural que el alma entregada al Maligno se convierta, y sin placer para sí misma, en dócil instrumento de condenación para otros. […]
Martes [14 de febrero]
Carta de Claudel, a quien había preguntado si no escribiría un prefacio para el libro de Unamuno [El sentimiento trágico de la vida] del que vamos a publicar una traducción[154]. El libro le huele a herejía: modernismo, protestantismo… ¿Cómo pude equivocarme tanto?… Decididamente todos los caminos no llevan a Roma y sólo quien se calla puede estar completamente seguro de no salir de la ortodoxia. Más vale no entrar en ella; es la mejor y más sencilla manera de no salirse. […]
Viernes [17 de marzo]
Al salir, veo en el pequeño patio delante de la casita dos niños de cuatro a cinco años con una mujer; su madre, evidentemente, a la que saludo. El niño y la niña llevan sendas hojas de cuarentena. El niño me señala con el dedo y repite dirigiéndose a la mujer, varias veces, como hacen los niños cuando quieren que se los escuche:
—¡Tiene pies! Tiene pies…
Era tan extraño que pregunto a la mujer:
—¿Qué dice?
Ella, a su vez, me repite la frase.
—Pero tú también tienes pies —le digo al pequeño acariciándole la mejilla—. No querrás que yo no los tenga…
—Ah, pero es que su padre no tiene más que uno —replica la mujer. […]
22 de marzo
Lucha uno bien, mientras cree que debe luchar; pero desde el preciso momento en que esa lucha parece vana y deja uno de odiar al enemigo… Sin embargo sigo resistiendo; pero menos por convicción que por desafío.
X[155].
Recobrado el control inmediatamente.
27 de marzo
X.
31 de marzo
He abandonado este cuaderno estos últimos días. Ahora que he reanudado el trabajo, me resulta menos útil escribir aquí, y, por tanto, más fastidioso. Sigo avanzando en la redacción de mis recuerdos[156], a veces con mucha vacilación, vueltas atrás, reanudaciones; pero me niego a releerme, e incluso a pasar a limpio, por miedo a que me asquee lo que escribo y a no tener ya el valor de continuar.
No es tanto la duda y la falta de confianza en mí lo que me detiene, sino más bien una especie de repugnancia, de odio y de desprecio sin nombre hacia todo lo que escribo, hacia todo lo que era, todo lo que soy. Realmente, al proseguir la redacción de estas Memorias, lo que hago es una mortificación.
Hace aún mucho frío, pero vuelve a lucir el sol. A pesar de la congoja reinante, todo se hincha de una exaltación prodigiosa, que desborda en los cantos de los pájaros; nunca me habían parecido tan abundantes, tan apremiantes, ni tan patéticos. No creo que haya en ello solamente una invitación de la guerra a dejarnos conmover más particularmente por todo lo puro y alegre que queda aún en nuestra tierra; no: incluso las criadas, los campesinos lo notan:
—¿Oyó ayer madame cómo cantaban los pájaros? —dicen.
5 de abril
X.
11 de abril
X.
Martes, 18 de abril
[…] A qué grado de hostilidad contra mí mismo puedo llegar, pienso que no hay muchos que puedan entenderlo. Llego a no atreverme ni siquiera a hablar y las palabras que se me escapan son aquellas de las que ya no soy dueño y que querría recobrar inmediatamente; cuanto más cerca estoy de desmentirlas, más tajante, neto y perentorio es el tono de mi voz para decirlas, y más insoportable me resulta la menor contradicción. […] Aquel que es siempre constante e igual a sí mismo no conoce nada de todo esto; y es una de las razones por las cuales las personas que gozan de excelente salud son en su mayoría bastante mediocres como psicólogas.
23 de junio
“
Ghéon ha pasado por París. […] Yo esperaba de este reencuentro ánimos, apoyo, consuelo; no me ha aportado más que tristeza, una tristeza profunda y secreta como un duelo que no se puede confesar. Todo, en sus palabras y en sus gestos, para mí que lo conozco, respiraba la resolución, la coacción, la consigna y las instrucciones de un «superior». […]
”
19 de septiembre
Ayer, recaída abominable. La tempestad ha rugido toda la noche. Esta mañana, graniza con abundancia. Me levanto, con la cabeza y el corazón pesados y vacíos: llenos de todo el peso del infierno… Soy el ahogado que pierde valor y ya no se defiende sino débilmente. Los tres llamamientos suenan igual: «Ya es hora. ¡Ya era hora!… Demasiado tarde». De modo que no se distinguen uno de otro, y está sonando el tercero mientras uno se cree aún en el primero.
20 [de septiembre]
Una repugnancia, un odio atroz de mí mismo agrian mis pensamientos desde el despertar. La hostilidad minuciosa con que espío cada movimiento de mi ser lo contorsiona. Defectos o cualidades, ya no tengo nada que sea natural. Todo lo que recuerdo de mí me produce horror.
Domingo [24 de septiembre]
Día vacío; perdido. Me arrastro a lo largo de las horas y no aspiro a nada más que al sueño.
Lunes [25 de septiembre]
¿Es que no veis que habláis a un muerto?
Offranville, viernes
Ayer, saliendo del metro, en la estación del Louvre, vi en el pasillo a una muchacha parada; o al menos caminaba a pasos tan lentos que quienes se apresuraban a su alrededor podían considerarla inmóvil. Leía un libro en rústica de formato bastante grande, y que no parecía una publicación popular. Iba vestida con decencia y toda su actitud respiraba una exquisita reserva. Parecía absorta en su lectura, hasta el punto de olvidar la gente, el lugar; y, curiosamente, iba a acercármele para intentar sorprender el título del libro que la absorbía hasta ese punto, cuando un obrero alto, de unos cuarenta años, de andares desgarbados, que pasaba cerca de ella, con un gran golpe de la mano, de plano, abatió el libro que se espachurró por la acera fangosa. Habría hecho falta, de un puñetazo, enviar a ese hombre a hacer compañía al libro en el suelo. Habría hecho falta usar la fuerza. Pero era un mocetón, de mala catadura además, de mala calaña; me sacaba una cabeza y por si fuera poco, no iba solo; le acompañaba otro obrero mucho más joven, robusto él también, guasón, al que la escena divertía mucho. Ambos tenían el aspecto de gente dispuesta a sacar la navaja; ciertamente el mayor se dominaba a duras penas… En fin, juzgué más prudente servirme de la lengua que del brazo. Pero no encontré más que unas palabras terriblemente poco apropiadas: «¡Ah! ¡Muy inspirado lo que acaba usted de hacer!».
Si hubiera dicho: «¡Qué gracioso!», aún habría tenido un pase; pero «inspirado» olía a aristócrata de una manera deplorable, lo que al punto me exasperó contra mí mismo. «Inspirado» fue acogido con una carcajada socarrona, y repetido con un tono que pretendía imitar mi voz; luego, el hombre que había dado el golpe dijo: «A mí me divierte tanto como leer».
A lo cual no había nada que replicar. Habría hecho mejor en ayudar a la muchacha a recoger su libro. Pero lo había recogido ella, mientras yo seguía a los obreros con los ojos.
Escribo esto con tedio y gran esfuerzo. Se nota.
13 de octubre
Lucho desesperadamente, pero a veces la tristeza puede más, me ahoga. Acabo de releer el último capítulo escrito de mis memorias [Si le grain ne meurt], que me figuraba que iba a escribir a vuelapluma, y que me han costado ya tantas fatigas. No encuentro en ellas nada de lo que habría querido poner; todo me parece concertado, sutil, seco, elegante, marchito. Y ni siquiera he abordado todavía mi tema, ni se puede siquiera aún atisbar el anuncio, ni presentir la proximidad de lo que debía ocupar todo el libro, aquello que me hace escribirlo. He llegado al punto de no saber si debo continuar.
23 de octubre
El accidente lamentable, en el que el sobrino del cura encontró la muerte, se debe únicamente a negligencia, parece ser. No se había puesto ningún centinela, o éste no se encontraba en su puesto, para impedir que entrase una mula cargada de granadas. La mula tropieza y cae; las granadas estallan, provocando la explosión de un depósito de municiones instalado en ese lugar. Ese lugar era, parece ser, un túnel… El accidente, del que no se ha hablado, causó al parecer la muerte de novecientos hombres y de algunos oficiales, incluyendo un general de división. Habiéndose hundido el túnel, no se pudo socorrer inmediatamente a los hombres; los restos que se encontraron cuatro días más tarde estaban completamente carbonizados.
Negligencia; despreocupación; confianza vaga en no sé qué good luck; ¿corregiremos alguna vez en nosotros estos defectos?, que nos cuestan tantos hombres como las sabias «preparaciones» alemanas.
28 de octubre
Había no menos de once alemanes trabajando ayer en el campo de acelgas de los Hérouard; más dos soldados para vigilarlos, que trabajaban igualmente. No pude hablar a ninguno de ellos; o más exactamente no tuve el deseo de hacerlo. Aquel al que di un frasco de yodo ya no estaba. Me dicen que al parecer está enfermo de bastante gravedad.
La lluvia cae con abundancia y los canalones están obstruidos por las hojas muertas. Pero, para levantar la escalera grande, Edmond necesitaba que alguien le echara una mano. Deciden pedir ayuda al único prisionero que trabaja al lado, en el patio de los Freger. Yo sólo lo había entrevisto, inclinado sobre un manzano del que vareaba las manzanas. Su aspecto y la expresión de su cara me habían quitado las ganas de hablarle. Es un sajón, corto y robusto, de treinta y dos años. Nos enteramos por Valentine, que le ha dado conversación, de que es labrador y padre de tres chicos.
—«Futuros soldados», me ha dicho enseguida —añadía ella con indignación citando esa frase que parecía sacada de la historia romana. Y añadía—: ¡Un francés nunca habría dicho eso!
¡Mala suerte!
A Valentine siempre le interesa mucho más apasionarse que instruirse. Cuando le preguntamos qué términos usó el soldado, duda; ya no se acuerda; termina uno por preguntarse si entendió bien.
Fuimos, pues, a buscar a ese hombre; el cual, en esa maniobra difícil e incluso un poco peligrosa, pues la escalera es larguísima, se muestra notablemente hábil y fuerte. Edmond no oculta su pasmo. Edmond tiene cinco hijos en el frente, pero se nota, con todo, que este «enemigo» no le resulta en absoluto antipático; me lo expresa en su lenguaje vacilante, torpe, confuso; se nota que teme decir tonterías, expresarse mal; sin embargo, cuando empieza a estar a sus anchas, me confía:
—¡Es tan rápido! Hasta iba demasiado deprisa… Es un labrador, dicen…
(Un largo silencio.)
—Sí; en fin, un hombre como nosotros.
(Nuevo silencio; luego, con suavidad, sonriendo, pero tristemente y como quien dice, tiernamente:)
—Esa gente tampoco quiere morir…
Temiendo entonces que Edmond se enternezca demasiado, le repito la frase que el sajón dijo a Valentine; al principio, no la entiende. Le explico:
—Sí: futuros soldados. Quiere decir: «Yo estoy prisionero; pero he sembrado; he dejado tres allá que más tarde podrán sustituirme, vengarme».
Pero, mientras lo explico, recuerdo la sonrisa que tenía ese alemán hace un rato, mientras nos hacía un favor, en su mirada —una sonrisa tan infantil, una mirada tan límpida— que dudo decididamente si Valentine entendió bien.
29 de octubre
Me exasperan los periódicos, cuyo optimismo cobarde y caduco parece siempre creer que el triunfo consiste en no rebajarse a registrar los golpes que uno recibe. Me parece que adulan y fomentan uno de los defectos del espíritu francés más peligrosos en tiempos de guerra, pues inevitablemente lo acompaña la falta de preparación. Son los mismos que negaban el peligro alemán antes de la guerra; hoy parecen servirnos en detalle, día a día, la calderilla de esa confianza inepta y ruinosa. Ninguna derrota los corregirá. […]
6 de noviembre
¡Oh, Dios mío, concededme no ser uno de los que destacan en este mundo!
¡Concededme no ser uno de los que tienen éxito!
Concededme no estar entre los felices, los satisfechos, los ahítos; entre aquellos a los que se aplaude, se felicita y se envidia.
19 de enero
No se escribe bien, no se piensa bien, sino aquello que no se tiene ningún interés personal en pensar o en escribir. No escribo estas Memorias para defenderme. No tengo que defenderme, puesto que no se me acusa. Las escribo antes de que se me acuse. Las escribo para que se me acuse.
19 de marzo
Travesía de una nueva región desértica. Días atroces, ociosos, sin otra ocupación que envejecer. Fuera, viento helado, lluvia. Guerra.
30 de abril o 1 de mayo
Hace falta, con todo, cierta dosis de misticismo —o de no sé qué— para seguir hablando, escribiendo, cuando uno sabe que no se le escucha en absoluto.
Llegada a París. 5 de mayo. Sábado por la noche[157]
… Una calma como ésta, hacía meses, años, que no la conocía. Hace falta un verdadero razonamiento para no darle el nombre de felicidad. Sólo con que no hubiera sido despertado varias veces durante la noche por los desórdenes de la Villa [la casa de los Gide en Auteuil, junto a París] (escapes, puertas mal cerradas, etc.), sólo con que hubiera podido dormir hasta la saciedad, me parece que me habría despertado diez años más joven. Incluso tras esta noche mediocre no sentía ninguna fatiga en particular ni sobre todo ese profundo desasosiego del espíritu y de la carne que sigue casi siempre a las satisfacciones imperfectas. Maravillosa plenitud de alegría.
19 [de mayo]
Evito hablar de la única preocupación de mi espíritu y de mi carne [su relación con Marc Allégret]…
Ghéon empieza a parecerse al bueno del cura de Cuverville. Ese parecido nos llama la atención tanto a Em. como a mí. Mismas entonaciones; misma atención un poco distraída y benévola; mismas aprobaciones provisionales; mismas retiradas; misma indefinible ausencia.
Ese día no abordamos ninguno de los problemas que se han alzado entre nosotros.
Pero sí ayer cuando, durante más de una hora, apliqué a nuestra amistad todas esas respiraciones artificiales y tracciones de lengua que suelen practicarse a los ahogados a los que se intenta reanimar. Me esforzaba, al mismo tiempo, en convencerle y en convencerme a mí mismo de que seguíamos pensando igual, y en no conceder, sin embargo, nada de lo que después tuviera que retractarme.
De Ginebra a Engelberg
Aunque sea demasiado silencioso, me gusta viajar con Fabrice [Gide se refiere a sí mismo]. Dice, y le creo, que se siente a los cuarenta y ocho años infinitamente más joven que a los veinte. Goza de esa rara facultad de empezar de nuevo en cada encrucijada de su vida y de seguir siéndose fiel sin parecerse jamás a nada menos que a sí mismo.
Hoy que viaja en primera (lo que no le sucedía desde hacía tiempo), con un traje nuevo de un corte insólito y bajo un sombrero que le sienta prodigiosamente bien, se aborda con asombro en el espejo, y se seduce. Se dice a sí mismo: «Nuevo ser, ¡hoy no quiero negarte nada!» Por haberse regalado una caja de finos cigarrillos orientales, se siente de pronto más millonario que Barnabooth.[158] ¡Cielos!, ¡qué buen tiempo hace! Habiéndose comprimido esta mañana por culpa de la lluvia, ahora estalla. Único en esta vacía región de las «primeras» suizas, recorre el pasillo con gesto dominador, favorecido por la escritura alemana, omnipresente desde que salieron del Valais.
Engelberg, 7 de agosto
Me confesó [Gide sigue hablando de sí mismo en tercera persona] que había sentido en el primer momento, al volver a ver a Michel [Marc] en Chavinaz, una singular decepción. Casi no le reconocía. Tras apenas un mes de ausencia, ¿cómo era posible? El temor a ver crecer demasiado deprisa al adolescente atormentaba sin cesar a Fabrice y precipitaba sus amores. Nada le gustaba tanto en Michel como lo que éste tenía aún de infantil, en la entonación de la voz, en su vehemencia, en su actitud mimosa, y que volvió a encontrar poco después, loco de alegría, cuando ambos, a la orilla del lago, se echaron uno junto al otro. Michel, que vivía con el cuello de la camisa ampliamente abierto casi siempre, se había embutido ese día en una especie de collarín que modificaba hasta su actitud; y es por eso por lo que Fabrice al principio no lo reconocía. Además hay que confesar que Michel se había dejado ya marcar profundamente por Suiza. Y Fabrice se ponía a detestar ese no sé qué bronco y almidonado que aporta Helvecia a todos los gestos, a todos los pensamientos y sin lo cual habría uno podido creerse en Oxford o en la Arcadia.
Saas Fee, 19 de agosto
Me esfuerzo por leer el diario íntimo de Tolstoi, que me he hecho enviar aquí siguiendo los consejos de Igor Stravinski[159], pero no me produce ningún placer ni extraigo de él provecho alguno.
21 de agosto
Ciertos días ese niño adquiría una belleza sorprendente; parecía revestido de gracia y, como hubiera dicho entonces Signoret, «del polen de los dioses»[160]. De su rostro y de toda su piel emanaba una especie de resplandor rubio. La piel de su cuello, de su pecho, de su rostro y de sus manos, de todo su cuerpo, era igualmente cálida y dorada. No llevaba encima ese día, con su calzón de sayal, corto y muy holgado por encima de las rodillas, más que una camisa de seda de un rojo agrio, violáceo, que se esponjaba por encima del cinturón de cuero, y que dejaba un poco abierta, mostrando el cuello, rodeado por un collar de ámbar. Iba descalzo y con las piernas desnudas. Una gorrita de boy-scout le recogía el pelo, que a no ser por ella habría caído revuelto sobre la frente, y, como para desafiar su aspecto infantil, sostenía entre los labios la pipa de brezo con boquilla de ámbar que acababa de regalarle Fabrice y que aún no había fumado nunca. No hay palabras para describir la languidez, la gracia, la voluptuosidad de su mirada. Fabrice, durante largos instantes, perdía, contemplándole, conciencia de la hora, del lugar, del bien, del mal, de las conveniencias y de sí mismo. Dudaba si alguna obra de arte había representado jamás algo tan bello. Dudaba si la vocación mística y la resolución virtuosa de aquel que hacía poco le acompañaba y le precedía en el placer [Henri Ghéon], habrían resistido, ante una invitación tan flagrante, o si, por adorar semejante ídolo, el otro no se habría vuelto otra vez pagano.
20 de septiembre
De qué me sirve retomar este diario, si no me atrevo a ser sincero y si disimulo lo que secretamente ocupa mi corazón.
21 de septiembre
¡Qué buen tiempo hace! El cielo está puro. Mi espíritu alza el vuelo y planea en el aire tranquilo. Al mismo tiempo pienso en la muerte, y no puedo persuadirme de que no me queda más que un número limitado de veranos por vivir. ¡Ah! ¡Qué poco han disminuido mis deseos, y cuánto me va a costar reducirlos! No puedo resignarme a conjugar mi felicidad en pretérito. ¿Y por qué habría de hacerlo? Nunca me había sentido más joven y más feliz que el mes pasado; hasta tal punto, que ni siquiera podía escribirlo. No hubiera podido sino balbucear…
30 de octubre
Nunca había aspirado menos al reposo. Nunca me había sentido tan exaltado por ese exceso de las pasiones que según Bossuet es patrimonio de la juventud, en ese admirable Panegírico de san Bernardo que releía esta mañana. La edad no consigue vaciar ni la voluptuosidad de su atractivo, ni el mundo entero, de su encanto. Por el contrario, a los veinte años las cosas me asqueaban más fácilmente, y estaba menos contento de la vida. Mis abrazos eran más tímidos; respiraba menos fuerte, y me sentía menos amado. Quizá era también que deseaba la melancolía; aún no había entendido la superior belleza de la felicidad.
16 de noviembre
El pensamiento de la muerte me persigue con una obstinación singular. A cada gesto que hago, calculo: ¿cuántas veces ya? Me pregunto: ¿cuántas veces todavía? y siento, lleno de desesperación, precipitarse la revolución del año. Es también que al comprobar cómo a mi alrededor el agua se retira, mi sed aumenta, y me siento tanto más joven cuanto menos tiempo me queda para sentirlo.
Cuverville, 30 de noviembre
Mi alegría tiene algo salvaje, fiero, en ruptura con toda decencia, toda conveniencia, toda ley. Por ella regreso al balbuceo de la infancia, pues no presenta a mi espíritu sino novedad. Necesito inventarlo todo, palabras y gestos; nada del pasado satisface ya mi amor. Todo en mí se abre, se asombra; me late el corazón; una sobreabundancia de vida me sube a la garganta como un sollozo. Ya no sé nada; es una vehemencia sin recuerdos y sin arrugas…
Cuverville, 8 de diciembre
Anoche, regreso de París, adonde había ido el 1 de diciembre. Una inmensa y cantarina alegría no ha dejado de habitarme; sin embargo, anteayer, y por primera vez en mi vida, conocí el tormento de los celos. En vano intentaba defenderme. M. no volvió hasta las 10 de la noche. Yo sabía que estaba en casa de Cahé [su prima]. No vivía. Me sentía capaz de las peores locuras y mi angustia me daba la medida de la profundidad de mi amor. No duró, por lo demás…
Al día siguiente por la mañana, C., a quien fui a ver, acabó de tranquilizarme, contándome, según su costumbre, hasta las menores palabras y gestos de la velada.
15 de diciembre
Excursión a Criquetot. El cielo estaba bajo, muy oscuro, cargado de aguaceros; un fuerte viento del mar desgreñaba las nubes. Pensar en Marc me mantiene en un estado constante de lirismo que no había vuelto a conocer desde mis Alimentos [terrenales]. Dejo de sentir mi edad, el horror de los tiempos, la estación, o lo siento sólo para extraer de ello una exaltación nueva; si fuera soldado, con semejante corazón me dejaría matar alegremente.
Creo que he dejado de preferir «el buen tiempo» a esos cielos de finales de otoño, tan patéticos, de tonos graves, de sonoridades trágicas. Inmensos vuelos de cuervos se desplegaban apasionadamente.
16 de diciembre
Penoso trabajo en Corydon todo el día de ayer y el de hoy. Me pierdo en los montones de notas, esbozos y borradores inservibles, que había dejado en confuso montón, y estoy resentido con Marcel Drouin por haberme interrumpido en plena faena. Me parece sin embargo que lo que tenía que decir es importante. […] ¡Mala suerte! Lo conseguiré.
18 de diciembre
… Es verdad que desde hacía mucho tiempo, y mucho antes de la guerra, estaba obsesionado por la idea abominable de que nuestro país se moría. Todo me mostraba su agotamiento, su decadencia; por todas partes veía uno y otra; me parecía que había que ser ciego para no verlos. Si algo puede salvarnos, pensaba, no puede ser más que una crisis inmensa, como nuestra historia ha atravesado ya más de una, un gran peligro, la guerra… Y al principio de ésta me dejé invadir alegremente por la esperanza. La Patria parecía despertar. Todos habríamos dado nuestra sangre para salvarla. Luego esta guerra nos hizo tocar con el dedo todas nuestras insuficiencias, todos nuestros desórdenes, que compensaba un inmenso derroche de virtudes… Hoy se acusa a la guerra; pero el mal venía de más lejos.
Lunes, 14 [de enero]
He querido uncirme de nuevo a las Memorias, pero he perdido las ganas; los pasajes que he leído en voz alta delante de Mathilde Roberty me han decepcionado; y la comparación con las páginas del maravilloso libro de Proust[161], que estaba releyendo, terminaba de abrumarme.
6 de marzo
Examinadas con Em. las cuentas, que ella acaba de pasar a limpio. El capítulo «dádivas» absorbe más o menos la cuarta parte del gasto anual (que por lo demás sobrepasa ampliamente los «ingresos»). Contento de ver que Em. aprueba tanto como yo ese gasto. Sé que ella, si siguiera su inclinación, daría todavía más, hasta despojarse completamente. ¡Ah! Me gustaría llegar a dar más todavía. Querría llegar a darlo todo; a no disfrutar sino de lo que diera, o recibiera de los demás.
8 de marzo
De nuevo me llaman a París…
Em. no puede saber hasta qué punto se desgarra mi corazón ante la perspectiva de dejarla, y para hallar lejos de ella la felicidad.
18 de abril
Nada me resulta más ajeno que esa ansia de modernismo que inclina, se nota, todos los pensamientos y todas las resoluciones de Cocteau. No digo que se equivoque al creer que el arte no respira más que en su apariencia más nueva. Pero, con todo, a mí sólo me importa aquello que una generación no se llevará consigo. No intento ser de mi época; intento desbordar mi época.
20 de abril
Tiempo glacial. Completamente extenuado por el catarro.
Me pregunto a veces si no es un inmenso error querer corregir a Marc; si no tengo, yo, más que aprender de él de lo que le aprovecharía, a él, adquirir las cualidades que yo querría enseñarle. Heredé de mi madre esta manía de querer siempre retocar a los que amo. Y sin embargo lo que me atrae de Marc es lo mismo que yo llamo sus defectos, que no son quizá sino cualidades poéticas: despreocupación, turbulencia, olvido de la hora, abandono total al instante… ¿Y cómo podría esa audaz afirmación de sí mismo que tanto me gusta en él no ir acompañada de cierto egoísmo?
1 de junio
Me resulta odioso tener que esconderme de ella. Pero ¿cómo remediarlo?… Su desaprobación me resulta intolerable; y no puedo pedirle que apruebe lo que siento, a pesar de todo, que debo hacer.[162]
En París leí (en parte) el abominable libro de [lord Alfred] Douglas, Oscar Wilde y yo. Es imposible llevar más lejos la hipocresía, ni mentir con mayor insolencia. Es una monstruosa tergiversación de la verdad, que me ha llenado el corazón de asco. El simple tono de sus frases habría bastado, me parece, para hacerme sentir que miente, aunque no hubiera sido yo testigo directo de los actos de su vida contra los cuales protesta y de los que pretende lavarse. Pero ni siquiera eso le basta. ¡Afirma que ignoraba las costumbres de Wilde!, y que le apoyó al principio sólo porque creía en su inocencia. ¿A quién convencerá? No lo sé; pero espero no morir sin haberle desenmascarado. Ese libro es una villanía.[163]
“
18 de junio
Amo a Madeleine con toda mi alma; el amor que siento por Marc no le ha robado nada.
[GrantchesterJ, 15 de julio
Esperé a Marc la primera noche; en vano. Al día siguiente, 14 de julio, me extenué durante todo el día. Dos veces con M.; tres veces solo; una vez con X.; luego solo dos veces más. Absurda necesidad de exceso; después, de aniquilación… de punto final. Hoy…
”
12 de octubre
Revisado y corregido, estos últimos días, todo lo que había escrito de La sinfonía pastoral. Me ha dado buena impresión; pero me cuesta tanto más volver a uncirme a ello cuanto que la clase de perfección sutil y matizada que el tema exige está muy lejos de lo que sueño y deseo realizar hoy en día. Me impaciento un poco contra ese trabajo que debo acabar antes que nada.
16 de octubre
Ayer arrastré un dolor de cabeza bastante fuerte todo el día. Sin embargo me uncí de nuevo al trabajo. Tal vez no lo habría dejado tan fácilmente, el mes de junio pasado, si hubiera presentido que me iba a ser tan difícil retomarlo. Pero, en aquellos momentos, ¿acaso era capaz de razonar, de pensar, de calcular?… Una fatalidad irresistible me empujaba hacia adelante, y lo habría sacrificado todo con tal de ver a M. [Marc], sin sospechar siquiera que sacrificaba algo por él.
Hoy me cuesta lo indecible interesarme de nuevo por el estado de ánimo de mi pastor protestante, y temo que el final del libro [La sinfonía pastoral] se resienta de ello. Para intentar reanimar sus pensamientos (los del pastor) he releído pasajes del Evangelio y de Pascal. Pero al mismo tiempo deseo recobrar un estado de fervor, y no quiero dejarme atrapar; tiro de las riendas y fustigo a la vez; lo que no produce nada que valga la pena.
19 de octubre
Lectura y trabajo. Estoy un poco inquieto de encontrarme tan pronto en el tramo final de mi Sinfonía; quiero decir que habré agotado el tema, mientras que las proporciones y el equilibrio del libro requerirían un desarrollo más extenso… Pero quizá me equivoco; y, por lo demás, la peripecia todavía es susceptible de cierta arborescencia.
21 de noviembre[164]
Madeleine ha destruido todas mis cartas. Acaba de hacerme esta confesión, que me abruma. Lo hizo, me ha dicho, inmediatamente después de mi marcha a Inglaterra. ¡Oh, bien sé cuán atrozmente mi partida con Marc la hizo sufrir!; pero ¿tenía que vengarse sobre el pasado?… Es lo mejor de mí lo que desaparece; y ya no podrá equilibrar lo peor. Durante más de treinta años le di (y le seguía dando) lo mejor de mí, día tras día, en cuanto me ausentaba, aunque fuera unos días. Me siento arruinado de pronto. No tengo ánimos para nada. Me habría matado sin esfuerzo.
Si por lo menos esta pérdida fuera debida a algún accidente, la invasión, el incendio… ¡Pero que ella haya hecho eso!…
22 [de noviembre]
¿Comprendió que al hacerlo estaba suprimiendo la última arca en la que mi memoria, más tarde, podía esperar hallar refugio? Todo lo mejor de mí, yo lo había confiado a estas cartas, mi corazón, mi alegría, y mis cambios de humor, la ocupación de mis jornadas… Sufro como si ella hubiera matado a nuestro hijo.
¡Oh, no soporto que se la acuse! Ése es el extremo de la punta. Toda la noche la he sentido hundírseme en el corazón.
24 [de noviembre]
He tomado aspirina para intentar dormir. Pero el dolor me despierta a media noche y entonces creo volverme loco.
—Era lo más precioso que tenía en el mundo… —me dijo—. Después de tu marcha, cuando me encontré tan sola en la gran casa que tú abandonabas, sin nadie que me sirviera de apoyo, sin saber en qué ocuparme, qué hacer de mí… al principio creí que no me quedaba más que morirme. Sí, verdaderamente, creí que mi corazón dejaba de latir, que moría. Sufrí tanto… Quemé tus cartas por hacer algo. Antes de destruirlas las leí todas, una por una.
Fue entonces cuando añadió: «Era lo más precioso que tenía en el mundo».
Si hubiera que volver a hacer el sacrificio, lo haría, estoy seguro; incluso independientemente de cualquier agravio, ya la modestia la empujaba a hacerlo. No soportaba atraer la atención, las miradas, y se quedaba siempre en la sombra. Querría que su nombre no fuera nunca y en ninguna parte pronunciado, excepto por algunas bocas amigas y por las de los pobres campesinos a los que cuida y que la llaman «Madame Gille»; y sobre todo querría suprimir su presencia en mis escritos[*]…
Siempre respeté su pudor, hasta el punto de que casi nunca, en mis cuadernos, hablaba de ella, e incluso ahora mismo, me detengo. Ya nadie, nunca, sabrá lo que ella era para mí, lo que yo era para ella.
No eran propiamente cartas de amor; me repugnan las efusiones y ella no habría soportado que la alabara, de manera que yo le ocultaba casi siempre el sentimiento del que mi corazón rebosaba. Pero en ellas se tejía mi vida ante sus ojos, día a día, a medida que se iba haciendo[*].
“
A ella sola le escribía con abandono.
Nunca una nube, jamás el menor soplo entre nosotros. Quizá no hubo nunca correspondencia más bella… no basta con decir que lo mejor de mí se encontraba en estas cartas, sino lo de ella igualmente, pues yo no escribía nunca para mí mismo. ¡Ah, qué valor tienen al lado de eso mi Puerta estrecha, mis Alimentos, frágiles chispas escapadas de una inmensa hoguera!
Por lo menos ahora ya nada me frena para publicar en vida tanto Corydon como las Memorias.
A menudo he pensado que sólo un uranista puede amar verdaderamente a una mujer, puede trazar del otro sexo alguna de esas puras imágenes que admiramos en Shakespeare, Dante o la Antigüedad.
El amor es menos ardiente pero más fiel cuando no está atravesado por deseos; y me repito esas palabras de Louise Labé[165]:
«La lubricidad y el ardor de los riñones no tienen nada en común, o muy poco, con Amor.»
25 de noviembre
Me convenzo ahora, ¡ay!, de que he falseado su vida todavía mucho más de lo que ella ha podido falsear la mía. Pues, a decir verdad, ella no ha falseado mi vida; y hasta me parece que todo lo mejor de mí me viene de ella. Mi amor por ella ha dominado toda mi vida, pero no ha suprimido nada de mí; sólo le ha añadido el conflicto.
Después de las conversaciones que acabo de tener con ella, estos tres últimos días, conversaciones cortadas por espantosos silencios y por sollozos, pero graves y sin una palabra de acusación o de reproche por ninguna de las dos partes, me parecía que nunca más podría intentar vivir, o al menos, sólo una vida de arrepentimiento y contrición. Me sentía acabado, arruinado, descompuesto. Una lágrima suya pesa más, me decía a mí mismo, que el océano de mi felicidad. O al menos —pues ¿de qué sirve amplificar?— no me reconocía ya ningún derecho a comprar a expensas de su felicidad la mía propia.
Hojas sueltas
Febrero [de 1918]
Sí, las cuestiones políticas me interesan menos, y me parecen menos importantes, que las cuestiones sociales; las cuestiones sociales menos importantes que las cuestiones morales. Pues a fin de cuentas estoy convencido de que la «mala organización» de la que se oyen sin cesar tantas quejas, no es imputable las más de las veces sino a la negligencia, o a la falta de conciencia de los empleados, de los más modestos a los superiores, en el ejercicio de sus funciones. No es tanto el sistema como el hombre mismo lo que hay que reformar, y Paul Valéry me parece tener razón cuando afirmaba, el otro día, que el más importante de los ministerios era el de la Instrucción pública.
Corydon
Lo que me lo hizo emprender, en un primer momento, o me dio la primera idea: el deseo de desmentir esa falsa santidad de la que mi desdén hacia la tentación ordinaria me revestía (a los ojos de Jeanne [hermana de Madeleine], por ejemplo, y que usaba para abrumar a Marcel [Drouin, su marido], por comparación).
Si al menos, en vez de indignarse, intentaran saber de qué estamos hablando. Siempre, antes de discutir, habría que definir. La mayor parte de las querellas desarrollan un malentendido.
Llamo pederasta a aquel que, como la palabra indica, se enamora de los chicos jóvenes. Llamo sodomita («Se dice sodomita, señor juez», respondía Verlaine al juez que le preguntaba si era verdad que era sodomista) a aquel cuyo deseo se dirige a los hombres adultos.
Llamo invertido a aquel que, en la comedia del amor, asume el papel de una mujer y desea ser poseído.
Estas tres clases de homosexuales no siempre son compartimentos estancos; hay deslices posibles de una a otra; pero las más de las veces, la diferencia entre ellas es tal que los unos sienten hacia los otros una profunda repugnancia; repugnancia acompañada de una reprobación que a veces no tiene nada que envidiar a la que vosotros (heterosexuales) manifestáis ásperamente hacia las tres.
Los pederastas, de los que formo parte (¿por qué no puedo decir eso con toda sencillez, sin que inmediatamente queráis ver, en mi confesión, fanfarronada?), son mucho más raros, los sodomitas mucho más numerosos de lo que pude creer en un primer momento. Me baso en las confidencias que he recibido, y estoy dispuesto a creer que en otro tiempo, en otro país, no habría sido lo mismo. En cuanto a los invertidos, que he frecuentado muy poco, siempre me ha parecido que sólo ellos merecían ese reproche de deformación moral o intelectual, sólo a ellos eran aplicables algunas de esas acusaciones, que se suele dirigir a todos los homosexuales.
Añado esto, que puede parecer especioso, pero que creo perfectamente exacto: es que un buen número de heterosexuales, ya sea por timidez, ya sea por semiimpotencia, se comportan frente al otro sexo como mujeres y, en una relación en apariencia «normal», desempeñan el papel de verdaderos invertidos. Se siente uno casi tentado de llamarlos lesbianos. ¿Me atreveré a decir que los creo muy numerosos?
Sucede lo mismo que con la religión. Los que la tienen, lo más amable que son capaces de hacer hacia quienes no la tienen es compadecerlos.
—Pero no somos dignos de compasión. No somos desgraciados.
—Tanto más desgraciados, cuanto que no sabéis que lo sois. Dejaremos pues de compadeceros. Será para detestaros.
Nos aceptan a condición de que nos quejemos; pero si dejamos de ser dignos de lástima, inmediatamente se nos acusa de arrogancia. Pues os aseguro que no. Somos simplemente lo que somos; nos mostramos como somos, sin jactarnos, pero sin desolarnos tampoco.
Que tales amores puedan nacer, tales asociaciones formarse, no me basta con decir que eso es natural; sostengo que es bueno; cada uno de los dos halla en ellas exaltación, protección, desafío; y dudo si son más provechosas para el más joven o para el mayor.
20 de enero
… Ello [la no consumación de su matrimonio] implicaba una especie de contrato, sobre el cual la otra parte no había sido consultada; un contrato que yo le imponía; que yo por lo demás le imponía solamente porque sus perentorias condiciones me eran impuestas a mí mismo por la naturaleza.
Mi obra ya no será más que como una sinfonía en la que falta el acorde más tierno, como un edificio descoronado.
No he sabido nunca renunciar a nada; y protegiendo a la vez en mí lo mejor y lo peor, he vivido descuartizado. Pero ¿cómo explicar que esa convivencia en mí de los extremos no produjera tanto inquietud y sufrimiento, como una intensificación patética del sentimiento de la existencia, de la vida? Las tendencias más opuestas no han conseguido nunca hacer de mí un ser atormentado, sino perplejo, pues el tormento acompaña a un estado del que se desea salir, y yo no deseaba en absoluto escapar a aquello que despertaba todas las virtualidades de mi ser; ese estado de diálogo que, para tantos otros, es más o menos intolerable, se volvía para mí necesario. […]
19 de mayo
El punto de vista de casi todos mis amigos cambia extraordinariamente con la edad; tienen tendencia, todos ellos, a reprocharme mi constancia y la fidelidad de mi pensamiento. Les parece, naturalmente, que no he sabido extraer las enseñanzas de la vida, y, como les ha parecido prudente envejecer, consideran locura mi imprudencia.
7 de agosto
He abandonado este cuaderno por otro en el que voy anotando, inch by inch [pulgada a pulgada], todos los progresos de mi novela [es el Diario de Los monederos falsos].
21 de noviembre
He trabajado más o menos bien todos estos últimos días; pero una abominable tristeza me inunda; he causado la infelicidad de aquella a la que amo más que a nada en el mundo. Y ya no cree en mi amor.
5 de octubre
Roger [Martin du Gard][166] me trae Si le grain ne meurt, del que dos días antes le había entregado un ejemplar. Me comunica su decepción profunda; he escamoteado el tema; ya sea por temor, pudor, preocupación por el público, no me he atrevido a decir nada verdaderamente íntimo, ni he conseguido otra cosa que suscitar interrogantes…
28 de octubre
Anoche saqué todos mis «diarios» de juventud. No los releo sin exasperación, y si no fuera por la humillación saludable que encuentro en su lectura, los haría trizas.
Cada progreso en el arte de escribir se compra al precio de abandonar una complacencia. En esa época las tenía todas, y me inclinaba sobre la página en blanco como quien se mira al espejo.
3 de noviembre
Invitado a almorzar por madame Mühlfeld, con Paul Valéry y Cocteau; voy. Apenas había intercambiado tres frases con ellos, y estaba ya exasperado. Fuera cual fuese el tema al que derivaba la conversación, el ingenio de Valéry y de Cocteau no se esforzaba más que por denigrar; rivalizaban en incomprensión, en negativas. Si los citara, sus frases parecerían absurdas. Ya no soporto más esa especie de paradoja de salón, que no brilla sino a expensas del prójimo. Péguy decía: «No juzgo; condeno»[167]. Ejecutaron de ese modo a Régnier, a madame de Noailles, a Ibsen. Se habló de Octave Feuillet[168], y se convino en que tenía mucho más talento que aquél, de quien Valéry declaró que era «un pelmazo». Viéndome reducido al silencio, pues de qué habría servido protestar, Cocteau declaró que yo estaba «de un humor execrable». No habría podido parecer «animado» más que a condición de hacerles coro, y ya me reprochaba bastante el haber ido a escucharlos.
26 de enero
Dejo Cuverville mañana. Las condiciones físicas y anímicas en las que me encuentro aquí son de lo más deprimente y mi trabajo se ha resentido mucho de ello.
No saboreo aquí ya ni siquiera la alegría de hacerla feliz; es decir que ya no me hago esa ilusión; y la idea de ese fracaso ronda mis noches. Llego incluso a creer que mi amor le resulta gravoso; y a veces me reprocho ese amor como una debilidad, como una locura, e intento convencerme de que no he de dejar que me haga sufrir más… No puedo resignarme al divorcio de nuestros pensamientos. No amo más que a ella en el mundo y no puedo verdaderamente amar sino a ella. No puedo vivir sin su amor. Acepto tener al mundo entero contra mí, pero no a ella. Y debo ocultarle todo eso. Debo representar con ella, y como ella, la comedia de la felicidad. […]
14 de mayo
Ayer pasé con Proust una hora. Desde hace cuatro días envía todas las tardes un automóvil a recogerme, pero todas las tardes yo había salido… Ayer, como precisamente yo le había dicho que no creía que fuera a estar libre, él estaba a punto de salir, y había aceptado una cita fuera de casa. Dice que hacía tiempo que no se levantaba. Aunque, en la habitación donde me recibe, se ahoga uno, él está tiritando; acaba de salir de otra mucho más caliente en la que sudaba la gota gorda; se queja de que su vida no es más que una lenta agonía, y aunque se había puesto, desde mi llegada, a hablarme del uranismo, se interrumpe para preguntarme si puedo darle algunas aclaraciones sobre la enseñanza del Evangelio, del cual no sé quién le ha dicho que hablo particularmente bien. Espera hallar en él algún apoyo y alivio a sus males, que me describe largamente como atroces. Está gordo, o mejor dicho, hinchado; me recuerda un poco a Jean Lorrain[169]. Le entrego un ejemplar de Corydon del que me promete no hablar a nadie; y cuando le digo algunas palabras sobre mis Memorias, exclama: «Puede usted contarlo todo; pero a condición de no decir nunca: Yo». Consejo que no me sirve.
Lejos de negar o de esconder su uranismo, lo expone, y casi podría decir: se jacta de él. Dice no haber amado nunca a las mujeres más que espiritualmente y no haber conocido nunca el amor más que con hombres. Su conversación, atravesada sin cesar por observaciones incidentales, discurre sin ilación. Me comunica su convicción de que Baudelaire era uranista:
—La manera como habla de Lesbos, y sin ir más lejos, la necesidad de hablar de ello, bastarían para convencerme. —Y al protestar yo:
—En todo caso, si era uranista, lo era sin darse cuenta o casi; no puede usted pensar que haya practicado jamás…
—¡Cómo! —exclama él—. Estoy convencido de lo contrario; ¿cómo puede usted dudar que practicase?, ¡él, Baudelaire! Y, en el tono de su voz, parece que mis dudas sean una injuria a Baudelaire. Pero estoy dispuesto a creer que tiene razón; y que los uranistas son aún un poco más numerosos de lo que creía en un principio. En todo caso no suponía que Proust lo fuera de forma tan exclusiva.
Miércoles [24 de mayo]
Anoche, iba a subir a acostarme cuando sonó un timbrazo. Es el chófer de Proust, el marido de Céleste [Céleste Albaret, doncella de Proust], que me devuelve el ejemplar de Corydon que presté a Proust el 13 de mayo, y propone llevarme a su casa, pues Proust se encuentra un poco mejor y me hace decir que puede recibirme, siempre y cuando ello no altere excesivamente mis planes. Y su frase es mucho más larga y más complicada; pienso que debe de haberla aprendido durante el trayecto, pues, al interrumpirle yo, volvió a empezarla y la recitó de carrerilla. Del mismo modo, Céleste, cuando me abrió la puerta la otra tarde, tras haberme dicho cuánto lamentaba Proust no poder recibirme, añadió: «El señor ruega al señor Gide que se convenza de lo mucho que el señor piensa en él». (Anoté la frase inmediatamente.)
Durante mucho tiempo pude dudar si Proust no usaba un poco su dolencia para proteger su trabajo (lo que me parecía muy legítimo); pero ayer, y ya el otro día, pude convencerme de que está realmente muy enfermo. Dice que pasa horas enteras sin poder siquiera mover la cabeza; se pasa todo el día echado, y así varios días seguidos. A ratos pasea por las aletas de la nariz el borde de una mano que parece muerta, con los dedos extrañamente rígidos y separados, y nada es más impresionante que ese gesto maníaco y torpe, que parece un gesto de animal o de loco.
Nuevamente esta noche no hemos hablado casi de nada más que de uranismo; dice que se reprocha esa «indecisión» que le hizo, para alimentar la parte heterosexual de su libro, transponer «a la sombra de las muchachas», todo aquello, de entre sus recuerdos homosexuales, que era gracioso, tierno y encantador, de modo que para Sodoma no le queda más que lo grotesco y lo abyecto. Pero se muestra muy afectado cuando le digo que parece haber querido estigmatizar el uranismo; protesta; y comprendo al fin que lo que nosotros encontramos innoble, objeto de risa o de asco, no le parece, a él, tan repugnante.
Cuando le pregunto si no nos presentará nunca ese Eros bajo un aspecto joven y bello, me contesta que, para empezar, lo que le atrae no es casi nunca la belleza y que considera que tiene muy poco que ver con el deseo; y en cuanto a la juventud, era eso lo que podía más fácilmente transponer (lo que se prestaba mejor a una transposición).
21 de julio
Hace tiempo que habría dejado de escribir si no me habitara esta convicción de que los que vendrán descubrirán en mis escritos lo que los de hoy se niegan a ver en ellos; y que sin embargo yo sé que he puesto.
3 de octubre
Vuelta a Cuverville.
Pasadas entre tres y cuatro horas reaprendiendo las piezas 1 y 4 de las Goyescas (y aún me falta mucho para poseer perfectamente la primera). Ahora tendría que atacar los Monederos falsos, pero por timidez, por indolencia, por cobardía, sonrío a todas las distracciones que se presentan y no sé cómo agarrar mi tema. Me aconsejo recorrer mi habitación de un lado a otro, durante una hora, prohibiéndome toda lectura. Y repetir ese ejercicio como si fuera una novena; a ser posible antes de acostarse. Sin dejarse desanimar si no se atisba ninguna salida las primeras noches.
Escribo, casi sin ninguna dificultad, dos páginas del diálogo con el que pienso abrir mi novela. Pero sólo estaré satisfecho si consigo apartarme aún más del realismo. Poco me importa, por lo demás, si debo, más adelante, romper todo lo que escribo hoy. Lo importante es acostumbrarme a vivir con mis personajes.
17 de octubre
Arrastro una fatiga, una tristeza abominables. La humanidad entera me parece desesperadamente fea y marchita. ¡Qué bestialidad, qué egoísmo en la expresión de todos los rostros! ¡Qué ausencia de alegría, de verdadera vida! ¿Fue por «redimir» a cada uno de esos por lo que un Cristo murió?
29 de noviembre
[…] Desde hace cuatro meses que he vuelto a suscribirme al Correo de la prensa, no recibo más que varapalos. Cualquiera diría que los pago. Un crítico español, evidentemente bien informado, llega a hablar de mi sequedad de corazón y de mi avaricia. El artículo es, por lo demás, bastante divertido; pero ¡qué caricatura dibuja de mí! ¿Emergerán alguna vez, más tarde, mis verdaderos rasgos de debajo de ese montón de calumnias? Las tres cuartas partes de los críticos, y casi todos los de los periódicos, se forman su opinión basándose, no en mis libros por sí mismos, sino en conversaciones de café. Sé por lo demás que no tengo a mi favor ni los cafés, ni los salones, ni los bulevares; y son ellos los que forjan el éxito. De modo que no es ésa la clase de favor que busco, ni he deseado nunca. Dejaré que mis libros elijan pacientemente sus lectores; el pequeño número de hoy forjará la opinión de mañana.
13 de diciembre
¿En qué ocuparme? ¿Qué hacer de mí? ¿Adónde ir? No puedo dejar de amarla. Su rostro, ciertos días, la expresión angélica de su sonrisa, me llenan todavía el corazón de éxtasis, de amor y de desesperación. Desesperación de no poder decírselo. Ni un solo día, ni un solo instante, he sabido atreverme a hablarle. Uno y otra permanecemos amurallados en nuestro silencio. Y a veces me digo a mí mismo que vale más que sea así y que todo lo que podría decirle no sería más que para preparar otras penas.
No puedo imaginarme sin ella; me parece que, sin ella, yo nunca habría sido nada. Cada uno de mis pensamientos había nacido en función de ella. ¿Para quién, si no, habría yo sentido la urgente necesidad de explicarme? Y lo que daba a mis pensamientos tanta fuerza, ¿acaso no era el «a pesar de tanto amor»?
15 de diciembre
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El negocio de Ruyters va muy mal. Creo que hay que considerar perdidos los cuarenta mil francos que invertí en él. Calculaba esta noche todo lo que mis amigos me han hecho perder: Quillot cien mil; Rouart cien mil; Schlumberger, Ruyters y varios cien mil; y debo de haber perdido más de cien mil yo mismo mediante especulaciones absurdas… Ya es hora de que mis libros empiecen a producir algo. Desprecio el dinero cada vez más; pero ya no me puedo permitir seguir perdiéndolo.
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26 de diciembre
Se ha dicho que persigo mi juventud. Es verdad. Y no sólo la mía. Más aún que la belleza, la juventud me atrae, y de modo irresistible. Creo que la verdad está en ella; creo que tiene siempre razón contra nosotros. Creo que, lejos de intentar instruirla, es en ella donde nosotros, los mayores, debemos buscar instrucción. Y bien sé que la juventud es capaz de errores; sé que nuestro papel es prevenirlos lo mejor que podamos; pero creo que a menudo, intentando preservar la juventud, la impedimos. Creo que cada generación nueva llega cargada de un mensaje y debe entregarlo; nuestro papel es ayudarla a que lo entregue. Creo que lo que se llama «experiencia» no es a menudo más que fatiga inconfesada, resignación, sinsabor. Creo verdadera, trágicamente verdadera, esta frase de Alfred de Vigny, que parece sencilla sólo cuando se la cita sin comprenderla: «Una hermosa vida es un pensamiento de juventud realizado en la edad madura». Poco me importa por lo demás que el mismo Vigny no haya visto quizá en ella toda la significación que yo le doy; es una frase que hago mía.
Muy pocos de entre mis contemporáneos han permanecido fieles a su juventud. Casi todos han transigido. Es lo que llaman «dejarse instruir por la vida». Han renegado de la verdad que habitaba en ellos. Las verdades prestadas son aquellas a las que la gente se agarra con más fuerza, tanto más cuanto que son extrañas a nuestro ser íntimo. Se necesita mucha más precaución para entregar nuestro mensaje, mucha más audacia y prudencia, que para adherirnos y añadir nuestra voz a un partido ya constituido. De ahí esa acusación de indecisión, de incertidumbre, que algunos me arrojan a la cabeza, precisamente porque he creído que es ante todo a uno mismo a lo que hay que permanecer fiel.
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Es con los buenos sentimientos con lo que se hace la mala literatura.
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