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18 de febrero
¡Ah!, cuántos sueños; es lo mejor que hay. Cuántos impulsos, cuántos entusiasmos, qué sed puede tener un corazón, que aún no sabe nada de la vida, y brinca de impaciencia de arrojarse a ella.
Qué aspiraciones de ideal, qué temblores inquietos, qué estremecimientos del alma, que brinca dentro de sí misma creyendo que va a escaparse del cuerpo; tiene sed de un dios y lo busca por todas partes, cree tocarlo y se despecha al no hallar de él más que el reflejo en las obras que ha inspirado; por la noche mira a ver si se entreabre el cielo; los sentidos jóvenes y ardientes no le permiten conformarse con una comunión espiritual; quieren tocar, abrazar a ese dios al que buscan, y se creen engañados cuando se escabulle.
¡Señor! Ay, por qué nos hiciste de arcilla. ¿No puedes creer sin tocar, no puedes amar sin ver, pobre cuerpo? A veces cuando rezas y crees sentir a Dios en persona junto a ti, ¿por qué darte la vuelta para verle? La ilusión cesa y la oración muere en tus labios; entonces te acuestas desolado y te dices que ese dios al que no puedes ver no es más que una ilusión.
¡Oh! María, quién te dio
ese deseo insensato de tocar al Señor.
Al reconocerle le gritaste: «Maestro» y te prosternaste a sus pies para besárselos, pero él, rehuyendo tu abrazo, Noli me tangere, te dijo; y entonces tu corazón se sintió inquieto.
¡Oh, qué bella y buena lectura, estos griegos!; pero yo querría siempre el decorado: leer a Sófocles como un filósofo alemán. Platón en una celda de anacoreta, Eurípides al son de la música de Chopin, Teócrito a la orilla de un arroyo, y Safo en las rocas de los acantilados.
[…] Es de noche, me paso la mano por los largos cabellos, apago la lámpara, me pongo el gorro de piel y me arrebujo en mi gran abrigo. Ahora abro la ventana y disfruto por anticipado llenando una gran pipa de larga boquilla curiosamente contorneada… el momento delicioso en que uno acerca la cerilla, lo retrasa expresamente para desearlo más… ahora hundido en mi sillón, miro las estrellitas de oro mientras suben de mi pipa bonitas nubes azules —es por eso por lo que la fumo, pues el tabaco en sí mismo no me da placer, es sólo para veros, bonitas nubes azules. Suben ligeras, en espiral, y siguen elevándose hasta que se pierden en la noche.
Sin embargo, me llegan por vaharadas y como desde el cielo unos acordes de Wagner; vagos e imperiosos, mecen mi ensueño y hacen ondular los pensamientos. Y mi sueño me muestra Salamina y la alegría de los griegos; diríase que el sol irradia risa, están todos borrachos y cantan el peán.
Ved, ved a los jóvenes efebos y sus danzas sagradas. Su hermoso cuerpo blanco reluce al sol, frotado con aceite, y la alegría les enrojece las mejillas. ¡Oh bello arte de Grecia! Qué hermosos eran al sol todos vuestros jóvenes adolescentes; el orgullo estaba en sus ojos y la fuerza en sus hombros; ved cómo se agrupan y giran con gracia en torno al altar de Baco. ¡Oh bello arte de Grecia! Vosotros comprendíais la belleza. Io, Io, Peán, canta, Sófocles, canta, este día te ha revelado tu genio.
Pero la música se ha callado y mi ensueño ha cesado. El humo sigue ascendiendo y siguen centelleando las estrellas. ¡Ah, qué necio es el tiempo en que vivimos, que cubre de ropas groseras esas formas que los griegos adoraban! Ya no sabemos nada de lo bello —lo confortable lo ha matado— y con ello se ha ido todo; la prosa ha sustituido el entusiasmo. ¡Dios mío!, qué sosa es esta época con su materialismo, que no entiende nada de las artes. Por los menos los griegos…
Sin embargo, una buena pipa también tiene su encanto.
14 de mayo
La melancolía en la Antigüedad, yo no la iría a buscar en el sombrío dolor de Níobe, ni en la locura de Ayax, sino en el amor engañado de Narciso por una vana imagen, por un reflejo que rehúye sus labios ávidos y que rompen sus brazos tendidos por el deseo, en su postura encorvada como una flor de las aguas, en su mirada perdidamente fija, en sus cabellos que lloran sobre su frente como hojas de sauce.
15 de mayo
Vi a Louis [Pierre Louÿs][23] anoche y sentí vergüenza. Él tiene el valor de escribir, yo no me atrevo. ¿Qué es pues lo que me falta?
Y, sin embargo, cuántas cosas se agitan en mí, y no piden sino ser cristalizadas sobre el papel.
¡Tengo miedo! Tengo miedo a marchitar, fijándola, la frágil y fugitiva idea, miedo a que adquiera la rigidez de la muerte, como esas mariposas cuyas alas extendemos sobre la madera, y que sólo son hermosas cuando vuelan.
¡Oh, cobarde! ¡Si es verdad que piensas, si es verdad que sientes, debes traducirte!
Pero si todos pensaran lo mismo, ¿quién escribiría? ¿No es hora de partir?
Ten, pues, confianza en tus fuerzas; al primer impulso, lánzate.
¡Y yo también soy poeta!
Hay que colocar el propio ideal bien alto y caminar con los ojos fijos en él.
¡Escribir! ¡Ah, qué delirante júbilo!, ¡qué locura! Pensar, soñar, y cantar lo que se ha soñado y pensado.
Hacer el bien a los demás, empujar la rueda del progreso, y no pasar como una sombra vana que no deja huella alguna de su paso.
12 de julio
Estoy loco, estoy loco, forjo quimeras, y luego me asustan, como Don Quijote que ve dragones en los molinos de viento. No temas; cree nada más.
Cuando Musset decía «el infinito me atormenta», no podía saber todo lo que leería yo en ello.
Dejadme; no sabéis lo que sufre un corazón que no sabe su camino.
Leo demasiado; todo eso fermenta.
8 de agosto
Y ahora que me reencuentro a mí mismo, querría medir el camino recorrido; es tan largo que me asusta; he cambiado de camino y ya no sé cuál es el bueno.
Yo quería, como lo dije con afectación, pero pensándolo sinceramente, «matar el yo» de Pascal,[24] y ahora ese «yo» lo respeto, lo venero, y me esfuerzo por desarrollarlo. Y es que por otra parte mi meta ha cambiado mucho; la ambición ha entrado a formar parte de ella. Como he pensado que para traducirse, hay que conocerse, me he buscado.
Me he encontrado tan pálido y tan indeciso que he querido acentuar los contornos de mi personalidad, que estoy puliendo.
26 de agosto
Una de las más pérfidas tentaciones es la curiosidad falsa y, por así decirlo, indiscreta hacia Dios. Hay que decidirse a ignorar muchas cosas y tomárselo con paciencia, como algo pasajero.
29 de octubre
El Ende vom Lied de Schumann me ha producido una impresión profunda que me durará mucho tiempo. Es el canto de muerte de la felicidad, todavía alegre, como por el recuerdo, pero lleno de incipientes lágrimas a la vista del futuro.
Como cuando se ve una puesta de sol —el ojo conserva aún durante mucho tiempo la visión de su esplendor que ilumina la oscuridad— nada me ha mostrado tan bien la huida irremediable de los días felices. ¿No es esa la idea de Victor Hugo en los Adieux de l’hôtesse grabe [Adioses de la anfitriona árabe]?
Et non erat qui cognosceret me[25].
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3 de febrero
Sale el primer número de Potache Revue.[26] Ver que Louis está impreso es ver que yo habría podido estarlo y eso ha sido para mí un golpe, al convertir instantáneamente todos los sueños dorados y fugaces en la permanencia de la realidad.
Ese primer paso, uno sueña con darlo enseguida, parece que el tiempo que pasa sea un insoportable retraso, luego cuando está dado, casi sin que uno se dé cuenta, se queda uno estupefacto diciéndose: «¿Cómo? ¿Ya?». […]
Hemos pasado una exquisita velada meciéndonos en sueños ambiciosos y embriagadores […]. Nos hemos contado nuestros proyectos: quizá dejar Potache y caminar los dos juntos. Pienso que un poco más tarde; en cualquier caso deberemos dejar la revista, pero habrá tenido algo positivo: darnos audacia y permitir que nos ejercitemos.
Qué cosa tan deliciosa es prometerse seguir siendo amigos más tarde y empujarnos mutuamente; hay algo terriblemente amargo en el tener éxitos y fracasos uno solo. Se me ha ocurrido crear un cuaderno para nosotros dos, que circularía sin cesar del uno al otro y en el que cada uno iría escribiendo lo que acaba de hacer; me parece que la amistad saldrá fortalecida de ello.[27]
Él quiere en el futuro hacer los versos (ocho sílabas) de la jovencita en el convento.[28]
Yo pienso en primer lugar, para entrenarme, ejercitarme con obras coloristas, más bien cortas, sin sentido pero con magia de palabras. Luego (?) Las flores del sueño[29] y sobre todo el diario póstumo[30] que se precisa cada vez más; hay que atreverse y trabajar.
Somos felices viendo los enormes progresos ya realizados. He tenido algunos momentos de intensa felicidad escribiendo «Reivindicación»[31]; he trabajado en él una semana; hace casi un año que lo estaba pensando. Desgraciadamente lo he hecho no a mi gusto sino al gusto de Potache, donde lo he enviado. Habrá que rehacerlo más tarde.
El tema es exquisito —es el canto de las palabras—, lo he hecho decadente y verlainesco —muchos versos estaban hechos desde mucho tiempo atrás—, he trabajado en él muchas noches hasta las 12 o la 1; luego, cuando me dormía con lápiz y papel a mi lado, me venían versos, en medio del sueño, que escribía deprisa; hasta cinco veces he llegado a encender la vela, y los versos que me han llegado en sueños son los más bonitos.
Nunca he estado tan contento como cuando sentía que lo que había hecho me gustaba. Mi primera verdadera obra de teatro la he confiado a Louis —él la enviará a Potache—; casi lo lamento un poco… es una obra perdida ahora.
18 de febrero
Cada día paso por una serie de entusiasmos en los que creo tener ya en mano todas las victorias, y de desánimos en los que me veo como el más necio rimador y el ambicioso más fatuo. […]
24 [de febrero]
El sueño de Louis no es mi sueño; esa mezcla de encanto languideciente y de trabajo amable no consigue atraerme. Me gusta la austeridad en el trabajo, algo que crezca y se haga sólido, algo áspero que haga sentir la vida intensa y noble.
Querría, a los veintitrés años, a la edad en que se desencadena la pasión, domarla mediante un trabajo furioso y embriagador. Querría, mientras los otros se entregan a los bailes, las fiestas y el fácil desenfreno, encontrar una fiera voluptuosidad en vivir una vida monástica, solo, absolutamente solo, o rodeado de algunos blancos cartujos, de algunos ascetas, retirado en una agreste cartuja, en plena montaña, en un país sublime y severo.
Querría habitar una celda desnuda, acostarme sobre una tabla con una almohada de crin, al lado de un reclinatorio de madera, simple, enorme, con una Biblia infolio siempre abierta sobre el soporte, encima un velón de aceite siempre ardiendo, y en el insomnio encontrar éxtasis violentos, furiosamente encorvado sobre un versículo, en la noche envolvente, impresionante; no oiría ningún ruido, sino los grandes clamores de la montaña, las voces lúgubres de los glaciares, o los cánticos de medianoche cantados en una sola nota por los cartujos que velan.
Querría vivir diez horas en una hora y perder la noción del tiempo —a mi lado un cántaro lleno, pan y un arenque—, comer cuando tuviera hambre, dormir a cualquier hora, cuando hubiera acabado mi tarea.
Querría llevar el capuchón blanco y las sandalias, el gran manto blanco, de franela, y el ceñidor de seda negra; en mi celda una inmensa mesa de roble y encima, libros abiertos.
Un gran atril para trabajar de pie, con un libro abierto; encima de mi cabeza una hilera de libros, toda mi biblioteca. Leería la Biblia, Platón, Spinoza, Kant, Dante, Rabelais, los estoicos; me perdería en las abstracciones sobrehumanas, me elevaría por encima de las heladas cumbres de la metafísica: aprendería griego, italiano. Me entregaría a desenfrenos de ciencia de los que saldría estupefacto y roto como Jacob de su lucha con Dios, pero igual que él saldría vencedor.
Y cuando la carne exasperada se rebelara contra ese tormento en un ardiente sobresalto de deseo, entonces, la disciplina azotaría el cuerpo como un látigo y lo derribaría de dolor; o en la montaña, correría como un gigante entre las arduas rocas hasta cerca de la nieve, hasta que la carne jadeante, agotada, vencida, gritase pidiendo clemencia, o quizá sobre la nieve profunda revolcarse como una fiera furiosa y encontrar en ese contacto helado no sé qué escalofrío extraordinario.
¿Y este sueño, no es dulce?
Todo se ha quedado dormido a nuestro alrededor, y por la ventana abierta de par en par a las estrellas, en el aire ardiente de una noche de verano, vibra algún canto triste de pájaro nocturno, o ese estremecimiento de las hojas mojadas, cuando una brisa las agita, tan dulce que parece un murmullo de amor; estamos solos los dos en el cuartito, enloquecidos de ternura y de fiebre, sintiendo en la caricia del aire embriagador el perfume de los tilos, del heno, de las rosas; en el misterio de la hora, en la calma de la noche algo inaudito que hace que las mejillas se bañen de lágrimas y que el alma parezca querer dejar el cuerpo, desvanecerse en un beso.
Y el uno contra el otro, tan cerca que un mismo estremecimiento nos envuelve, cantar la noche de mayo, con palabras extraordinarias, y luego, cuando toda palabra se ha apagado, permanecer largo tiempo, creyendo que la luna se ha detenido en el cénit, con los ojos locamente fijos en la misma estrella, dejando en nuestras mejillas juntas nuestras lágrimas mezclarse y confundirse nuestras almas en una fusión sobrenatural.
28 de febrero
¡Qué no daría yo por saber si otros, si aquellos a los que amo han sufrido como yo de la obsesión de la carne!
No puedo creerlo, me parece que lo vería en sus ojos; y además no hablarían de esas cosas con semejante ligereza: por mi parte no me atrevo a hablar de ellas y algunos por ese motivo me creen pudibundo, pues si hablara de ellas tendría demasiado que decir, y no podría hacerlo en son de burla como veo que todos ellos hacen: no, no saben lo que es.
No conocen esas luchas que renacen sin cesar, esas luchas tan agotadoras, que incluso cuando sale uno de ellas vencedor, le dejan roto. Pero qué orgullo en el triunfo de la victoria, y la dulzura de estima que uno solo conoce y la alegría de decirse: «Salvado un día más». Alegría infantil de la meta propuesta, alcanzada laboriosamente, cuatro días, cinco… a veces una semana, la alegría radiante de la pureza reconquistada.
Y eso sin tregua, todos los meses, todos los años, sin siquiera la esperanza de que cese… ¡pues no son precisamente fáciles victorias!
Por eso en mi libro me gustaría decir por fin todo lo que me llena el corazón, contarme a mí mismo (peor para ellos si no lo comprenden) todas mis luchas, todas mis angustias, mis caídas tan profundas, que me parecía que ninguna vergüenza igualaba la mía y que el enorme grito de Pablo «¡Miserable de mí! ¡Quién me librará de este cuerpo de muerte!» no sería nada comparado con el que yo habría querido arrojar al cielo. Querría flagelar con todas mis fuerzas a los que se ríen de la castidad como de una tontería, a los que se burlan de la virtud como de una debilidad y creen que un libertino tiene más carácter que un monje; querría gritarles las agonías de fiebre cuando se encierra uno en su cuarto para huir del demonio que le persigue, pero que por mucho que se encierre no le deja en paz y se instala a su lado, le observa, le tienta, le inflama, le deja estupefacto, de modo que sale uno de esas luchas como muerto, jadeante, desposeído. Y cuando durante todo ese tiempo se piensa que los demás van al placer sin deseo, se piensa en ¡cuánto darían ellos por sentir hasta el más leve escalofrío de fiebre, y que uno de ese temblor muere, que le consume a uno hasta el corazón! […]
5 de marzo. Escrito en un vagón, solo, de noche
Anoche creí que todo había terminado y recé mucho rato pidiendo a Dios que tuviera piedad de mí y nos protegiera a los dos.[32] Sentía que si eso ocurría mi vida estaba como rota.
Nunca hasta entonces había comprendido cuánto la amaba y cuán fuertes eran los sutiles vínculos que enlazan nuestras dos almas en su amor común y en el amor a Dios.
Si eso llega a ocurrir alguna vez no sé lo que haré pero a mí mismo me da miedo, pues te arrastraré en mi sufrimiento; pero este dolor es intolerable incluso en el pensamiento, y enloquecedor.
Y sin embargo, ¿por qué? ¿Acaso no basta conocerse de un modo que sería imposible si las dos almas no se sintieran hermanas, amarse con un amor más profundo y más vinculante que todos los amores apasionados nacidos ayer, marchitos mañana, con un amor creciente y noble porque se funde con el amor a Dios, y que se ha hecho necesario al alma por una costumbre insinuante? ¿Acaso no basta no vivir más que de ese amor, sentirse indispensable, ver desgarramiento y duelo por todos los demás lados? Y sin embargo ¿por qué?
Es que el mundo se ha dado unas reglas que todo hombre digno del mundo debe seguir, es que… ¡ah!, ¿puede ser que quienes nos rodean sean tan ciegos que no sospechen que cada día que pasa vuelve más íntima la comunión de nuestras dos almas?
Muchas veces me he preguntado lo que piensan; no es posible que no sospechen nada, que no sientan el peligro cada día más inminente; pero entonces, ¿qué prevén, qué proyectos tienen?, ¡quizá creen que no es más que una chiquillada que se derrumbará con el primer embate de la brutal realidad! ¿Por qué disimular?, los malentendidos hieren el corazón más que la verdadera realidad pues la imaginación presta a las cosas, al no conocerlas, más tristeza de la que tienen en realidad.
Mire a donde mire me veo siempre aplastado por acontecimientos de los que no soy dueño y que no pueden no sucederme.
No me puedo hacer una idea de la vida sin ti.
11 de marzo
Quizá hay un relato breve, áspero, que se puede escribir sobre el suicidio de un niño al que todo el mundo trata como a un niño pero que por su parte se siente hombre (en fin, esto habrá que explicarlo) —ama, nadie le cree, se burlan de él—, él se exalta, se desespera viendo que no le toman en serio y para imponer a los demás esa seriedad que ellos no quieren otorgarle, se suicida[33].
Qué embriagador, sentir la propia vida predicha al leer ciertas páginas de juventud que uno creería haber escrito uno mismo.
El Noviembre de Flaubert me ha incendiado el corazón.
«A veces, no pudiendo más, devorado por pasiones sin límites, rebosando de lava ardiente que fluía en mi alma, amando con un amor furioso cosas sin nombre, echando de menos sueños magníficos, tentado por todas las voluptuosidades del pensamiento, queriendo sorber todas las poesías, todas las armonías […].»
«Al no consumir en absoluto la existencia, la existencia me consumía. Mis ensueños me fatigaban más que grandes trabajos; una creación entera, inmóvil, irrevelada a sí misma vivía sordamente bajo mi vida. Yo era un caos durmiente de mil principios fecundos que no sabían cómo manifestarse, ni qué hacer de sí mismos. Buscaban su forma y esperaban su molde.»
Quant à moi mes tras sont rompus
Pour avoir étreint des nuées[34].
[Por mi parte tengo los brazos rotos
de tanto abrazar nubes]
El ensueño me roe, consume todas mis fuerzas y me deslumbra hasta tal punto que su imagen se interpone siempre entre mis ojos y la realidad. Me siento a trabajar teniendo muchas horas por delante, luego la idea de un verso, de una cadencia interrumpida acaricia dulcemente primero mi oído, luego se hincha, insiste y se vuelve penetrante de manera que mis ojos abandonan el libro y miran el aire como para seguirla; luego llega el ensueño que me embriaga: pienso en poemas proyectados; me exalto en empresas quiméricas, construyo un relato, veo su héroe, sus gestos, su garbo: es exquisito. Se vive así una vida fabulosa, intensa; ¡y qué pálida parece la vida real en comparación! ¡Allain, Allain, te lo haré decir[35]!
15 de marzo
Soñemos, ¿quieres?, es preferible. El ensueño mece el pensamiento y hace olvidar la tristeza.
Louis dice que ha encontrado su tema, «El poeta»; le envidio. No he pensado más que en eso, construyendo en la imaginación innumerables escenas de ese poema.
Cuando no escribo, me esfuerzo por excitar sensaciones, o aumentar mis conocimientos: querría que ni un minuto transcurriera sin resultado y que incluso el vagabundeo delicioso hiciera vibrar en mí un no sé qué nuevo. Para mejor ver la estrella y la luna, con su reflejo en el agua y el púrpura espléndido del cielo, como todos los faroles de gas me molestaban, tuve la idea, para rehuir su fulgor, de bajar a las orillas del Sena. La poesía es encantadora pero poco práctica: allá abajo me crucé con dos individuos sospechosos que fingí no ver y después, en cierto lugar, como el Sena se había desbordado y casi rozaba el muro, me vi obligado a caminar sobre un innoble amasijo de desperdicios para salir del mal paso. Con todo, el dulce chapoteo del agua sobre la orilla era encantador.
Al llegar al puente me detuve un buen rato para contemplar el agua temblorosa que la luna irisaba y recamaba de plata; la miraba bizqueando un poco, como he aprendido ahora a mirar los colores, de manera que uno no ve más que los tintes y pierde la noción de las formas en una armonía de tonos indistintos; muy pronto estaba del todo aturdido y fascinado por el remolino del agua que yo, inmóvil, contemplaba; no sabiendo ya dónde estaba, me creía en la proa del barco de Inglaterra mirando el agua iluminada por el fanal en una larga estela luminosa.
Me sentí observado y di media vuelta corriendo, pero tan embriagado por esa noche un poco tibia y toda llena de estrellas que iba cantando en voz alta la romanza de Chaikovski con lágrimas en los ojos.
A mediados de la Cuaresma
O quam pitosum!![36]
Mi buen Louis, dices que uno de tus sueños sería ir al baile de la ópera disfrazado de mujer; pero eso no es nada: puestos a soñar, soñemos a lo grande. De entrada: los dos, o eso espero, y luego: no a la Ópera; a Venecia, tú disfrazado de Colombina, yo de Arlequín, y alegres, radiantes de juventud; tú rozagante y de lo más femenino, con un refajo corto, un gran abanico y un vestido deliciosamente plisado; yo ligero, gracioso con un aplomo y una desenvoltura como para desconcertar al más pintado; los dos con antifaz; yo con mi saco lanzaría el confeti y todo el día, como un par de insensatos, brincaríamos por la ciudad, tú colgado de mi brazo, riendo y corriendo aventuras; sería exquisitamente poético. Pero la noche sobre todo, la noche sería encantadora. Saltaríamos a una gran góndola resplandeciente de farolillos rojos que se reflejarían en el agua de los canales.
Entre los rumores de la ciudad en plena fiesta, haríamos que nos siguieran una docena de otras góndolas.
En la nuestra y en las dos siguientes, violines, violonchelos y guitarras y hasta que saliera el sol cantaríamos serenatas a las estrellas. Tú tomarías tu violín, yo mi violonchelo, quizá cantaría, quizá sería mucho mejor callarse; no tocaríamos más que melodías exquisitas, las Mariposas de Schumann, su Carnaval, que siempre he soñado oír en Venecia, y Der Hidalgo. Luego, como es triste y necio irse a la cama, permaneciendo en nuestra góndola iríamos más allá del Lido y dejaríamos Venecia por mar para ir a ver mundo.
Quizá la vida nos reserva muchas cosas hermosas.
30 de mayo
Qué obra de teatro se podría escribir sobre este hastío del alma que siente la primavera invadirla y el amor, ese amor desesperante en su fastidiosa banalidad que lo rodea por todas partes. Qué envilecimiento para la mente, caer al nivel de todos los burgueses enamorados, de todos los donjuanes sentimentales y guitarristas; qué caída, despeñarse desde las alturas del éxtasis, de las meditaciones metafísicas, de las especulaciones sobrehumanas. […]
Diríase que el amor se ha prostituido, al pasar por el corazón de tantos imbéciles. […]
[8 de julio]
Baccalauréat[37].
8 de julio
Fin de la infancia. Mi vida empieza hoy. […]
Apuntes de un viaje a Bretaña[38]
Auray
Al caer la noche voy solo a los menhires: los últimos segadores volvían, sobre las carretas llenas de heno, con cantos que se perdían a lo lejos, cantos que se respondían unos a otros: el trigo zumbaba de rumor de grillos.
En una curva del camino, indistinguible por la oscuridad, la masa gris del menhir, echado por el suelo en el derrumbamiento de cuatro enormes rocas, partes desgajadas del mismo monolito: la impresión de un titán derribado por el rayo, feroz y soberbio todavía a pesar de su caída.
Encaramado a lo más alto, durante largo rato he visto los faros uno por uno encenderse en la noche, luego las estrellas más claras.
Al volver abajo, en la avenida cubierta de dólmenes, la oscuridad me impregna de un sentimiento salvaje y solitario; errando en la oscuridad que apenas corta, encima de mi cabeza, un fragmento azul de cielo; en ese azul lucen algunas claridades de estrellas, muy lejos: siento la roca encima de mi cabeza; me viene a la mente Velléda[39] y poco a poco pierdo la noción de las cosas presentes.
Lunes. De Quimperlé a Pouldu por los bosques.
De estos dos días en las rocas, pasados escalando, azotado por el viento marino, mojado por la espuma, me queda un aturdimiento de vida que me enardece.
La sangre me quema, y, en todo el cuerpo, siento un temblor de músculos impacientes por la energía no usada.
En la inmovilidad del viaje, ayer, viendo los prados verdes, me daban unas ganas rabiosas de rodar por la hierba y de correr sin rumbo.
¡Oh, durante dos años, haber estado encorvado sobre libros abiertos, refrenando, en el goce de un trabajo a menudo enloquecido, todos los deseos del cuerpo que se debatía, alterado por el movimiento! Tras la fatiga de las primeras marchas y el primer asombro ante el aire libre, qué furiosos deseos se elevan, tumultuosamente, y me sacuden entero.
Esta noche, casi sin dormir, pues el pensamiento era demasiado fuerte, soñaba con marchas enormes, fatigas que prosternan la carne, y en un ensueño lleno de visiones se desarrollaban campos dorados, pendientes de colinas que refresca el curso, sombreado de sauces, de un río fugitivo. En el río, volvía a ver a los niños entrevistos desde el vagón, que se zambullen en él y bañan su torso frágil, sus miembros tostados por el sol en ese frescor envolvente.
Luego arrebatos de rabia por no ser uno de ellos, uno de esos golfos de los caminos que se pasan el día merodeando al sol y por la noche se echan en una zanja o sobre el heno riéndose del frío o de la lluvia, y cuando tienen fiebre se zambullen enteros en el frescor de los ríos.
Esta mañana me levanté a las cinco. Llegué a Quimperlé, una ciudad exquisita que desciende hasta el río en un revoltijo de casas y de huertos distribuidos en bancales; con todo, la cruzo deprisa pues tengo necesidad de campo. A las siete, estoy en plena campiña. Sigo el río que refleja las arboledas y las rocas de un bosque hasta perderse de vista; todo está sumido en una bruma húmeda que azula los tintes y confiere al río un misterio de profundidad que tienta. El cielo es ocultado por esa bruma que se extiende; la tierra parece flotar en una nube. La caricia del aire, demasiado tibio, me enloquecía: sí, creía volverme loco; era algo que llegaba a bocanadas alucinantes, yo estaba como delirando. Mis sentidos adquirían una acuidad extraordinaria que casi me asustaba: los colores me halagaban o me herían como si me tocaran.
Eché a correr, bajo las ramas bajas cargadas de rocío, que a mi paso sacudían sobre mi frente gotitas chorreantes. Iba como un hombre ebrio; en mis oídos tintineaban, con todos los desgarramientos de la orquesta, los sollozos del final en do menor sostenido.
El bosque se abrió más alto, más solemne, con frescores de gruta bajo las copas de los árboles y recogimientos de catedral.
Entusiasmos infinitos me sacudían y hacían aflorar a mis labios versos que cantaba en voz alta. Disfrutaba dolorosamente de mi soledad; la poblaba de los seres que amo; ante mis ojos se dibujaban poco a poco los cuerpos flexibles de los niños desnudos que jugaban en la playa y cuya belleza me persigue; habría querido bañarme yo también, junto a ellos y, con mis manos, sentir la suavidad de su piel morena. Pero estaba solo; entonces me entró un gran escalofrío y, en el derrumbamiento de un ensueño, lloré como un niño.
En el camino, gritos y cantos se acercaron y, de súbito, una banda de niños corriendo surgió y luego se alejó.
Me levanté. Los seguí. Primero de lejos, luego mezclado con ellos, con sus risas, con sus bromas. Eran ocho, el mayor no tenía aún dieciséis años, el más pequeño apenas diez. Vestidos de harapos, descalzos, parecían bajo los altos árboles una banda de Pulgarcitos que, saliendo del cuento, se había extraviado. Yo reprimía el asco que me daba esa promiscuidad.
Iban a Saint-Maurice, llevándose cañas y calzones de baño para nadar y pescar. Hice con ellos toda la ruta: duró dos horas y media. Al llegar a un brazo de río, sacaron de tres cestas mendrugos de pan y botellas y se sentaron a comer. Pensando que no se bañarían antes de algunas horas, me puse en marcha, buscando algo que comer. No había tomado nada desde las cinco y media… una taza de café solo con un poco de pan y mantequilla. Salgo, pues, al camino principal buscando una venta.
Durante una hora y media caminé, cansado por todo lo que había andado ya, por el calor y por el hambre que empezaba a tener. Caminé por preciosos senderos a través de bosques de pinos, por rocas suspendidas sobre el agua. La incertidumbre respecto a la dirección que debía seguir me hacía dar interminables vueltas. Por fin, cerca de un cruce de caminos, una granja, con la tradicional rama de muérdago sobre la puerta que indica la venta de sidra. Tuve que conformarme con un poco de mantequilla sobre pan: era todo lo que pudieron darme. Tras ese escaso almuerzo, volví a hacer en sentido inverso el mismo camino, para reunirme con los niños que había dejado atrás: ya se habían bañado, muchos estaban ya vestidos, uno solo aún en el agua buscaba cangrejos y platijas. Lo que significa, por supuesto, que estaba metido en el cieno; el mar al bajar había dejado al descubierto sus fondos grises apestosos, y él chapoteaba ahí dentro, innoble, con una cabeza en forma de peonza que parecía esculpida en bofe de ternera, el cuerpo enfangado de pies a cabeza. Luego, cuando hubo vuelto a la orilla y se hubo puesto la camisa, se quedó largo rato semidesnudo, rascándose con una navaja el barro de los pies.
Eso me daba arcadas.
Me marché. […]
Martes. De Pouldu a Pont Aven. Escrito en una venta de Riae
Al llegar a Tudy, la costa se abre; es el río de Pont-l’Abbé.
Visto desde la barca, el estuario, ancho, indefinido, parece un paisaje de Oriente; la costa tantas veces soñada del Cuerno de Oro.
En un mar color turquesa, salientes de tierra cubiertos de pinos marítimos, de tronco canijo, con una breve copa verde oscuro, cuya silueta sumida en un polvillo dorado parece la de extrañas palmeras.
Caía la noche: entré en la iglesia ya oscura. Dos mujeres oraban, arrodilladas sobre las losas. En la sombra, sus capas blancas parecían aún más blancas, alumbrando las tinieblas. Bajo los arcos de bóveda, parecía merodear un gran misterio, que llenaba el ábside de un temor vago, en la oscuridad indecisa, detrás del altar en el que el oro de las antorchas lucía débilmente.
Por las vidrieras caía una luz de crepúsculo, una claridad pálida, agonizante. La sombra era religiosa, en el silencio parecían flotar plegarias. Y yo sentía que me subía a la garganta una necesidad de llorar, tanta era la paz de esas cosas.
Las dos capas, prosternadas, estaban perdidas en el éxtasis.
[París], otoño
Con Pierre [Louÿs]. Subimos al sexto piso de una casa de la calle Monsieur-le-Prince, buscando un local donde pueda celebrarse la tertulia, reunirse el cenáculo[40]. Encontramos, allá arriba, una gran habitación, que la ausencia de muebles agranda todavía más. A la izquierda de la puerta, el techo desciende oblicuamente como en las buhardillas. Abajo de todo, una trampilla da a un granero que recorre la casa bajo las tejas. Enfrente, una ventana a la altura del pecho deja ver por encima de los tejados de la Escuela de Medicina, por encima del Barrio Latino, la extensión a cuanto alcanza la vista de las casas grises, el Sena y Notre-Dame en la puesta de sol, y, a lo lejos, Montmartre, apenas distinguible en la bruma del anochecer que se eleva.
Y soñamos los dos la vida de estudiante pobre en una habitación como ésa, sin otra fortuna que la que proporciona el trabajo libre. Y a los pies, ante el escritorio, París. Y encerrarse allí, con el sueño de la obra, y no salir sino con la obra terminada.
Ese grito de Rastignac que domina la ciudad, desde la alturas del Père-Lachaise: «Y ahora… ¡tú y yo, cara a cara!».[41]
”
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Enero
Mi sensibilidad se excita junto a Madeleine; nada me deja indiferente, siento dolores profundos por una palabra, por una mirada que no he sentido cuando, sin embargo, la esperaba, y arrobamientos pueriles por una sonrisa, un gesto de caricia. Me ahogo en un vaso de agua; me encuentro del todo desarmado.
Por la noche junto al lecho de mi tío.[42] Ella le daba de beber, y yo le sostenía —nuestras almas se unían en nuestra común piedad y las sentíamos fundirse dulcemente—, era algo que el dolor santificaba.
Nuestras manos luego se apretaron; yo me desmayaba de ternura.
Es algo extraño el que siempre el dolor nos haya unido: después de la muerte de papá[43], después de la separación tras las largas vacaciones de La Roque[44], tras la partida de Lucienne[45], en los sufrimientos morales que la precedieron[46], y ahora junto al lecho de mi tío.
Y mi amor, poco a poco, ha sido santificado por todo ello y ha crecido en una especie de piedad adorativa y de común adoración hacia algo que está por encima de nosotros.
Y también la emoción religiosa ha hecho siempre que comulgaran nuestras almas.
Y también el extraño sentimiento de que el alma de Anna[47] revive en Ella… ¡oh, cuando en La Roque, en la habitación de la muerta cada vez más amada, la sorprendí arrodillada, rezando a la cabecera de su cama, ataviada con una mantilla negra como la que Anna tenía por costumbre llevar con las manos juntas y la cabeza inclinada… había reconocido mis pasos y no por ello se había levantado. Sentí que rezaba por mí, de manera que, habiéndome acercado, recé de pie junto a ella, por ella, nuestras dos oraciones se mezclaron, y ambos sentimos el mutuo apaciguamiento. ¡Y después! ¡Oh, el beso entre las lágrimas!
Una inquietud por todo el cuerpo, un nerviosismo tan grande que he salido por salir, no sabiendo ya qué hacer, errando de mi trabajo a la ventana, anhelando campos que se extendieran a lo lejos, desconocidos, con vueltas y revueltas de valles tentadores, de céspedes floridos incitantes.
¡Qué va a ser de mí, Dios mío, si ya la primavera me agita, y eso que no ha brotado todavía ninguna hoja! Sin duda la pureza es bella y la deseo… ¡oh!, ¡fuera todo lo demás!
Pero ardo de pies a cabeza, me consumo en ensueños.
¿No es pues posible, eso que pedís, Señor?
¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo lucharé? ¿Y después? ¿Cómo terminará esto? A veces me pregunto si no es una forma de vanidad, una de las más decepcionantes, esta castidad continuada… ¿y a qué precio, Señor?
Pero ¿entonces?, ¿qué hacer? Se me subleva el corazón sólo de pensar en lo demás.
Cuando era muy joven aún, un niño, todavía en la ignorancia de las cosas, entrevistas sin embargo, pensaba que más tarde yo no tendría amantes, y que mis amores irían todos hacia la armonía; soñaba con noches de amor ante el órgano, embriagado por la ficción soñada, que se me aparecía casi sensible como una brumosa Beatriz, como una Dama Elegida, muy pura, con un vestido con pliegues de zafiro y pálidos brillos de estrellas.
Y luego, nada más allá; Ella, la única, yo creía que se haría cargo de todas mis ternuras.
¡Estaba loco! ¡No pensaba más que en el alma!
Ya muy joven vivía en el ensueño; mi alma se liberaba del cuerpo, y era exquisito ese sueño de las cosas mejores. Pero ahora los he separado demasiado, ya no soy su dueño; van cada uno por su lado, el cuerpo y el alma. El alma sueña con ternuras todavía más castas; la carne, por su parte, se refocila en ya no sé qué lodo.
De modo que a veces me desespero porque no sé cuándo llegará el reposo.
En el que la carne participe.
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18 de marzo
Vivo en la espera. No me atrevo a empezar nada. Mi decisión se irrita de tanto decirse: dentro de dos semanas, ¡cómo trabajaré! cuando entregue mi tiempo entero a Allain.[48] ¡Oh, esas largas jornadas de lucha con la obra! Su visión me persigue siempre y me estropea el trabajo presente.
Tengo la cabeza atestada de mi obra; se agita en mi cabeza; no puedo ya leer, ni tampoco escribir; se interpone siempre entre el libro y mis ojos. Es una inquietud de espíritu intolerable. A veces me dan unos arrebatos en que lo dejaría todo, enseguida, anularía las clases, enviaría a paseo a todo el mundo y las exigencias de las visitas que debo hacer, para encerrarme en mí mismo «como una torre» y elaborar mi visión…
10 de noviembre
Empiezo por fin a comprender que lo que habría querido llamar «amigo», es la hoja.
25 de junio
He vuelto a ver a Louis. ¡Misericordia! ¿Nos reconciliaremos?
¡Ha roto mi carta ante mis ojos! ¿Por qué? Era perfectamente sincera. Con ésta es la tercera vez que nos vemos para tener una explicación; ya hemos pasado por esa dolorosa experiencia; no podemos «entendernos»; en consecuencia, la intimidad es imposible. Entonces, ¿por qué volver a empezar una vez más? Aunque yo quisiera seguir siendo amigo suyo, ¿por qué quiere él seguirlo siendo mío?, si ya ni siquiera le aprecio y sus discursos prolijos y paradójicos no me dejan sino un poso de fatiga y de aburrimiento… ¡oh, el aburrimiento!
[Julio] Alckmaar [Bélgica]
Jardín de tulipanes y de azucenas rosas. Había calles limpitas entre las casas diminutas. Yo erraba sobre mosaicos lavados, y, ante las puertas pintadas, niñitas a juego frotaban manchas que no se veían. Por encima de los tejados se paseaban mástiles de navíos; porque aquí Dios ha hecho las aguas más altas que la tierra.
Sábado, 8 de agosto
Esta moral de Schopenhauer (Fundamento de la moral) tan empírica me irrita. A decir verdad, no es una moral, sino una psicología: el análisis del buen móvil. Una moral debe ser a priori. Y realmente no sé, en tal caso, por qué tanto atacar la moral kantiana, so pretexto de una petición de principio, si la suya abunda en errores peores. Para empezar, ¿hay alguna filosofía que no mendigue eternamente los principios sobre los cuales toda ella se construye?
1 de enero
Wilde[49] no me ha hecho, creo, más que daño. Con él, desaprendí a pensar. Tenía emociones más variadas, pero ya no sabía ordenarlas; sobre todo, ya no podía seguir las deducciones de los demás. Algunos pensamientos, a veces; pero mi torpeza para manejarlos me los hacía abandonar. Retomo ahora, con dificultad, pero con grandes alegrías, mi historia de la filosofía, en la que estudio el problema del lenguaje (que retomaré con Müller y Renán).
3 de enero
Me preocupa no saber quién seré; ni siquiera sé quién quiero ser; pero bien sé que hay que elegir. Querría andar por caminos seguros, que lleven sólo allí a donde habría decidido ir; pero no sé; no sé lo que debo querer. Siento mil identidades posibles en mí; pero no puedo resignarme a no querer ser más que una. Y me asusto, a cada instante, a cada palabra que escribo, a cada gesto que hago, de pensar que es un rasgo más, imborrable, de mi figura, que se fija; una figura dudosa, impersonal; una figura cobarde, puesto que no he sabido elegir y delimitarla fieramente.
Señor, concédeme no querer más que una cosa y quererla sin cesar.
Se puede, pues, decir esto, que entreveo, y que sería una sinceridad al revés (del artista):
Debe, no contar su vida tal como la ha vivido, sino vivirla tal como la contará. Dicho de otra manera: que su retrato, pues eso es lo que será su vida, se identifique con el retrato ideal que anhela; y, más sencillamente: que sea como quiere ser.
París, fines de abril
Y ahora mi oración (pues todavía es una oración): Oh Dios mío, que estalle en pedazos esta moral demasiado estrecha y que yo viva, ¡por fin!, plenamente; y dadme, ¡dadme la fuerza de hacerlo sin temor! y sin ver todo el rato que voy a pecar.
Necesito ahora un esfuerzo tan grande para dejarme llevar por mí mismo, como antaño para resistirme.
Esa moral de privaciones se había convertido hasta tal punto en mi moral natural, que la otra ahora me resulta muy penosa y difícil. El placer me requiere un esfuerzo. Me es penoso ser feliz.
¿Una moral fácil?… ¡Desde luego que no!, que no había sido una moral fácil, la que me había guiado, sostenido, y después depravado, hasta entonces. Pero sé muy bien que cuando quiera saborear esas cosas, que me había prohibido por demasiado bellas, no será como un pecador, a escondidas, ya con la amargura del arrepentimiento, no, sino sin remordimiento, con fuerza y alegremente.
Salir por fin del ensueño y vivir una vida poderosa y colmada.
Honfleur. Por la calle. [Agosto]
He releído, antes de irme, todo mi diario; lo he hecho con una repugnancia inexpresable. No encuentro en él más que orgullo; orgullo hasta en la manera de expresarme siempre con una pretensión cualquiera, ya sea de profundidad, ya de agudeza. Mis pretensiones de metafísica son ridículas; este análisis perpetuo de los propios pensamientos, esa ausencia de acción, esas lecciones de moral, son la cosa en el mundo más fastidiosa, insípida y casi incomprensible cuando uno la ha dejado atrás. Hay verdaderamente algunos de esos estados, que sin embargo sé que fueron sinceros, en los cuales no puedo volver a entrar. Es para mí algo terminado, letra muerta, una emoción que se ha enfriado para siempre.
Llego, por reacción, a desear no ocuparme más, en absoluto, de mí mismo; a no inquietarme, cuando quiero hacer algo, por saber si está bien o mal; sino simplemente hacerlo, ¡y qué más da! Ya no deseo en absoluto cosas estrafalarias y complicadas; las cosas complicadas, ni siquiera las entiendo, incluso; querría ser normal y fuerte, simplemente para no pensar más en ello.
El deseo de escribir bien estas páginas de diario les quita todo mérito, incluso el de la sinceridad. Ya no significan nada, pues no están nunca lo bastante bien escritas para tener mérito literario; en definitiva, todas confían en una gloria, una celebridad futura que les dará interés. Es algo profundamente despreciable. Sólo algunas páginas piadosas y puras me gustan; lo que más me gusta en mi yo de antaño, son los momentos de oración.
Poco ha faltado para que lo rompiera todo; al menos he suprimido muchas páginas[*].
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La Roque, sábado. [Septiembre]
[…] No, no es el orgullo, o al menos no es sólo el orgullo lo que me detiene y me impone esta obstinada resistencia al placer; sino más bien un sentimiento irrepudiable, instintivo, el más profundo quizá que hay en mí, un sentimiento de fidelidad, a M.[50], a mí, a mí mismo sobre todo. El temor de trazar así un retrato de mí que no sería verídico. No ser constante con uno mismo es una idea que me resulta insoportable; y también el horror de cometer cualquier cosa que me obligara a la mentira, aunque sólo fuera respecto a ella.
Y como no quisiera que pudiera haber cobardía alguna en esta actitud, y quizá lo que llamo resistencia no es más que una constante huida, es necesario que pueda escribir más tarde:
«Quise acercarme lo bastante a una mujer para reconocer todo lo que podía con ella, y convencerme de que mi voluntad, si yo no quería, no era ni guiada ni engañada por mi cuerpo; que yo era, si no quería, perfectamente libre y meritorio.»
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Lo propio de un alma cristiana es imaginar batallas en uno; al cabo de poco tiempo no comprende uno muy bien por qué… Pues, en definitiva, sea quien sea el vencido, es siempre una parte de uno mismo; y es ésa una usura inútil. Me he pasado la juventud oponiendo en mí dos partes de mí, que quizá no pedían otra cosa que entenderse. Por amor al combate, imaginaba luchas y dividía mi naturaleza.
En casa de los Laurens, en Yport. [Septiembre]
Ha habido esta noche una tormenta tan violenta que he tenido que levantarme y renunciar al sueño. No son todavía las cinco; la noche es sumamente oscura y la lluvia chorrea por fuera. La habitación alta en la que estoy, en la torre, tiene ocho ventanas, y el viento las sacude todas y cada una. Ahora iré a ver el mar. Verdaderamente, es una noche que aterroriza; no se siente uno protegido; e imagino un viento todavía más fuerte, que haría estallar los cristales y derribaría las puertas; si se le quitara el tejado a una casa se vería a una familia bajo el cielo, sin luz, entre las paredes temblorosas de una casa que apenas se sostiene, y que cede. Me imagino sobre todo al padre apoyándose con todas sus fuerzas en la puerta, al principio del drama, para impedir que entre el viento…
Hojas sueltas
Para Marcel Drouin
Recursos para entrenarse y para incitar a trabajar
1. Intelectuales:
a) Idea de la muerte inminente.
b) Emulación; sentimiento preciso de la propia época y de la producción de los demás.
c) Sentimiento artificial de la propia edad; emulación por la comparación con la biografía de los grandes hombres.
d) Contemplación del trabajo de los pobres; sólo una furiosa labor puede excusar a mis ojos mi riqueza. La fortuna considerada únicamente como permiso para un trabajo libre.
e) Comparación del trabajo de hoy con el trabajo de la víspera; y elegir como referencia el día en el que uno ha trabajado más; convencerse con este falso razonamiento: nada me impide trabajar lo mismo hoy.
f) Lectura de obras mediocres o malas; sentir en ellas al enemigo y exagerarse la sensación de peligro. Trabajar por odio a esas obras. (Recurso poderoso; pero más peligroso que la emulación.)
2. Materiales (todos dudosos):
a) Comer poco.
b) Mucho calor en las extremidades.
c) No dormir demasiado (7 horas bastan).
d) No intentar nunca motivarse instantáneamente por la lectura ni por la música; o bien elegir un autor antiguo y no leer (pero hacerlo piadosamente) más que unas pocas líneas. Los que yo tomo en este caso son siempre los mismos: Virgilio, Molière y Bach (leído sin ayuda del piano); el Cándido de Voltaire; o, por razones muy distintas, los primeros volúmenes de la correspondencia de Flaubert, o las Cartas a su hermana, de Balzac.
En mi habitación, una cama baja; un poco de espacio, un mueble de madera con ancha tabla horizontal a la altura del pecho; una mesita cuadrada; una silla dura. Imagino echado; compongo andando; escribo de pie; paso a limpio sentado. Estas cuatro posiciones se me han vuelto casi indispensables.
No me citaría como ejemplo si no me fuera muy difícil el trabajo. Tiendo a figurarme que cualquier otro trabaja más fácilmente que yo; y me digo que, en consecuencia, lo que yo he hecho, cualquier otro habría podido muy bien hacerlo.
Nunca he estado profundamente convencido de mi superioridad sobre ningún otro; es así como consigo conciliar mucha modestia con mucho orgullo.
e) Estar en buena salud. Haber estado enfermo.
En el cuarto donde se trabaja, ninguna obra de arte, o muy pocas y muy graves (nada de Botticelli): Masaccio, Miguel Ángel, la Escuela de Atenas de Rafael; pero mejor algunos retratos o algunas máscaras: de Dante, de Pascal, de Leopardi; la fotografía de Balzac, de…
En cuanto a libros, sólo diccionarios. Nada que distraiga o que seduzca. Nada debe salvarnos del aburrimiento, más que el trabajo.
No hacer política y no leer casi nunca los periódicos; pero no perder ocasión de hablar de política con cualquiera; eso no nos enseñará nada sobre la cosa pública, pero nos instruirá admirablemente sobre el carácter de la gente.
Hojas de ruta (1895-1896)[51]
29 de diciembre
Después de cenar me he reunido con Roberto Gatteschi en el circo romano donde debíamos encontrarnos con D’Annunzio[52]. Éste llega hacia las 10 y, una hora más tarde, abandonamos el circo con Orvieto,[53] que me presenta a su amigo. Vamos juntos al Gambrinus; D’Annunzio toma allí con glotonería heladitos de vainilla que se sirven en pequeñas cajas de cartón. Está a mi lado y habla con una amabilidad encantadora, sin, me parece, preocuparse mucho de su personaje. Es bajo; de cerca, su figura parece ordinaria o ya conocida, hasta tal punto nada en él está destinado a mostrar al exterior literatura ni genio. Lleva una barbita en punta, de un rubio pálido, y habla con una voz detallada, un poco helada, pero suave y casi zalamera. Su mirada es algo fría; es un poco cruel quizá, pero quizá es la apariencia de su delicada sensualidad lo que hace que me lo parezca. Lleva un sombrero hongo negro, simplemente.
Se informa sobre los franceses; habla de Mauclair, de Régnier, de Paul Adam;[54] y al decirle yo riendo: «¡Pero usted lo ha leído todo!», contesta con gran encanto: «Todo, sí. Creo que hay que haberlo leído todo. Lo leemos todo —prosigue—, con la esperanza que renace siempre de encontrar por fin la obra maestra que tanto esperamos». No le gusta mucho Maeterlinck, cuyo lenguaje le parece demasiado sencillo. Ibsen le desagrada por «su falta de belleza». «Ya ve —dice como para excusarse—: soy latino.»
Prepara un drama moderno, de forma antigua y que observará «las tres unidades»… Con Hérelle,[55] durante el verano pasado, recorrió en yate las costas de Grecia y «leyó a Sófocles bajo las puertas en ruinas de Micenas».
[…] Y al asombrarme yo de que su gran erudición literaria le permita una producción tan sostenida y tan perfecta, o de que su trabajo de escritor le deje tiempo para leer tanto: «Oh —dice—, tengo un método propio para leer deprisa y todos los libros. Soy un trabajador tremendo; durante nueve o diez meses al año, sin parar, trabajo doce horas al día. Ya he producido una veintena de volúmenes».
Dice esto por lo demás sin la menor fanfarronería y suavemente. La velada se prolonga así sin dificultad.
Roma, 16 de enero
Oscar Wilde es el único poeta moderno que me haya interesado como otra cosa que como autor de versos. Absurda teoría la que se inventó en Francia siguiendo a Gautier y Flaubert, según la cual hay que separar la obra del hombre,[56] como si la obra se adhiriese al hombre al modo de un postizo, como si todo lo que está en la obra no estuviera antes en el hombre, como si la vida del hombre no fuera el sostén de sus obras, su primera obra. Qué estupidez, querer excusar la existencia de Wilde por sus obras; su vida es más importante que sus obras: «He puesto mi genio en mi vida —me decía—, y no he puesto más que mi talento en mis obras; lo sé, y ése es el gran drama de mi vida».
Nápoles
Capri flota misteriosa sobre las transparentes aguas. Me gustan las grutas del mar. ¡Cuánta agua había en las de Belle-Isle! ¡Cuántos colores esmaltaban las de Morgat! Pero no me gusta la gruta Azul; esos reflejos de un color helado, no azul, sino índigo, parecían imaginados por un dios verdaderamente demasiado poco colorista. Yo tenía prisa por salir. Del otro lado de la isla, otra gruta, menos conocida, es exquisita; pequeña, un estrecho pasillo con tres entradas; la luz se refracta de tal modo que sólo los rayos verdes penetran e impregnan tanto el agua que producen una especie de fosforescencia. Todos los objetos sumergidos en ella se envuelven de una pálida llama verde tierno; las manos bajo el agua se colorean de verde como la piel de las náyades de Pierre Louÿs.
[Túnez.] Febrero-marzo
En el otoño de hace tres años, nuestra llegada a Túnez fue maravillosa. Era todavía, aunque ya muy estropeada por los grandes bulevares que la atraviesan, una ciudad clásica y bella, uniforme armoniosamente, cuyas casas encaladas parecían iluminarse de noche íntimamente como lámparas de alabastro.
En cuanto se dejaba el puerto francés, ya no se veía un solo árbol; iba uno a buscar sombra a los zocos, esos grandes mercados cubiertos, abovedados o cubiertos de telas o de tablas; no penetraba en ellos más que una luz reflejada que los llenaba de una atmósfera especial; esos zocos parecían una segunda ciudad subterránea en la ciudad; vasta más o menos como un tercio de Túnez. Desde lo alto de la terraza en la que Paul Laurens[57] se instalaba para pintar, no se veía, hasta el mar, sino una escalera rota, de blancas terrazas cortadas por ramblas como fosos en los que se estiraba el aburrimiento de las mujeres. Al caer la noche, todo el blanco era malva y el cielo era color de rosa de té; al salir el sol, el blanco se volvía rosa sobre un cielo ligeramente violeta. Pero después de las lluvias del invierno, los muros verdean, los cubre el musgo y el borde de las terrazas parece el de un macizo de flores. […]
He buscado también en vano ese café oscuro, al que no iban más que los altísimos negros del Sudán. Algunos tenían un dedo del pie cortado en signo de su servidumbre. Llevaban, la mayoría, asomando por debajo del turbante, un manojito de flores blancas, de jazmines olorosos, que les embriaga; cae sobre la mejilla como un bucle de cabello romántico y da a su semblante la expresión de una languidez voluptuosa.
Aman el perfume de las flores hasta tal punto que, a veces, como de este modo no lo aspiran lo bastante para su gusto, se meten en los orificios de la nariz algunos pétalos arrugados. En ese café, uno de ellos cantaba, otro contaba historias; y palomas amaestradas revoloteaban y se les posaban en los hombros.
Touggourt, 7 de abril
Hay, no lejos de la ciudad, un miserable cementerio que la arena invade lentamente; apenas se distinguen algunas tumbas. En el desierto, la idea de la muerte nos persigue; y, cosa admirable, no es triste. En Biskra, detrás del viejo fuerte, en el mismo centro del oasis, las lluvias han abarrancado el antiguo cementerio, y, como los muertos son enterrados directamente en la tierra, los huesos deshechos son, en algunos lugares, tan abundantes como las piedras.
La tormenta de arena ha durado hasta la noche; cuando se ha puesto el sol hemos subido al alminar. El cielo era color ceniza, las palmeras deslustradas; la ciudad apizarrada. Un inmenso viento venía del este como un soplo de maldición divina anunciada por profetas. Y, en esa desolación, vimos alejarse una caravana.
Touggourt, 9 de abril
A causa de la extraordinaria sequía, todo el ganado ha muerto este año, y la carne se ha hecho tan rara que ha habido que resignarse a comer camello.
Saliendo de la ciudad, se ve, bajo un tejadillo de palmas secas, uno de esos enormes animales, descuartizado, de carne violeta y que se cubre de moscas en cuanto uno deja de espantarlas. Las moscas, en estos países, son tan numerosas como la posteridad de Abraham. Ponen los huevos en las carroñas abandonadas, ovejas, caballos o camellos muertos y abandonados pudriéndose al sol; sus larvas se alimentan libremente de los cadáveres; luego, transformadas, en enjambres, en hordas, alcanzan las ciudades. Uno se las traga, las respira, le pican, le exasperan, le oscurecen; las paredes vibran de moscas, los puestos de los carniceros y otros vendedores de comida crepitan de moscas. En Touggourt, los comerciantes tienen pequeños plumeros de palmas e intentan desviarlas hacia el vecino. En Kairuán hay tantas que lo mejor es no hacer nada. Los comerciantes sólo las espantan cuando un cliente pide ver la mercancía. Nuestro coche, al llegar, estaba envuelto por una nube. En el hotel, los platos y los vasos se protegían con tapaderas de metal que no quitábamos, no levantábamos, más que para comer y beber.
18 de agosto
Por primera vez me hace sufrir verdaderamente…
En toda Francia no tengo ni doce buenos lectores. Y Valéry me reprocha que «tiendo —según él— mis redes demasiado bajo».
Uno tras otro veo cómo alcanzan el éxito aquellos que yo no querría ni siquiera como lectores, cuyo pensamiento simple y fácil muestra a las claras lo único que puede mostrar.
Incluso Drouin, que me aprecia, no aprecia sino un poco lo que hago, lo noto perfectamente. Cree (sin confesárselo a sí mismo) que no está lograda una obra que no logra abrirse paso en el gran público.
Le falta poco para preferir a lo demás mis Lettres à Angèle[58]. Por mi parte no puedo considerar fallida una obra escrita tal como la quería escribir. Mi error era apreciar demasiado al lector. Sigo ignorando, hoy como ayer, para quién escribo realmente.
Saúl[59] es diferente: realmente lo he escrito para un público… pero con todo el tema se arriesga a permanecer oculto para casi todos. ¡¡Cuando veo, todavía hoy, que Faguet no ve en Les Revenants sino una banal historia de incesto!![60]
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La Roque, 23 de agosto
Salgo de viaje en la mañana helada. La bajada hacia Lisieux es admirable. Lisieux parece una ciudad del norte, y la mañana una espléndida mañana de invierno.
Corrijo Candaule[61] en el vagón que me lleva a Trouville; me siento desolado por los cortes que los consejos de Ghéon[62] me han hecho hacer al primer acto. Vagón de tercera atestado; hay gente que escupe. Caras repugnantes.
Ghéon me espera en la estación de Trouville. El cielo está radiante; tras haber vagabundeado un poco hasta la hora de partida de la diligencia a las 10, alcanzamos Villerville en la imperial, poniendo a la sombra, lo mejor que podemos, los camarones que llevo a madame Vangeon. Villerville a Criqueboeuf, a pie bajo un sol radiante. […]
Llegamos a Trouville, muy exaltados, maduros para toda clase de extravagancias; la pretensión que tenemos de reanudar un largo trabajo al día siguiente aumenta y enfebrece nuestro alborozo. […]
El atardecer es espléndido. Ha caído ya la noche cuando empezamos a pensar en cenar. Búsqueda de un restaurante con menú a dos francos cincuenta; cena al aire libre en una terracita diminuta; por el bulevar del puerto vemos pasar siluetas curiosas o seductoras. Nos fijamos en un marinerito con una camisa roja; o mejor dicho nos fijamos en la camisa roja del marinerito.
Buena cerveza en esa cena. G. toma sidra; empezamos a reafirmarnos con más orgullo. Comemos congrio; y el resto bueno, pero trivial.
Noche espléndida; vista desde la escollera llena de gente, Trouville es fantástica; los grandes fanales blancos del gran hotel; las arcadas del casino. […]
Es tarde; el paseo está más o menos desierto. Ninguna silueta nos atrae. Caminamos por la escollera; la luna ahora ilumina el río Toques; es un maravilloso fluir de plata entre las gruesas vigas de la estacada. Ya es casi la una; sería bueno que encontráramos habitación. Queremos buscarla en el muelle del puerto. Caminando por él pasamos ante un restaurante abierto, lleno de siluetas tan extraordinarias que nos prometemos entrar a tomar una caña en cuanto hayamos reservado habitaciones. Dejo como prenda, en la habitación, un par de calcetines y La jeune fille nue [La muchacha desnuda] de Jammes, ejemplar en papel de Holanda, y volvemos al Calisaya. Nada más que extranjeros, que sospechamos originarios de la República Argentina o de algún sitio de por allí; sarasas, bookmakers, granujas. Comen; se atiborran escandalosamente. Cañas exquisitas, heladas. Larga espera de cualquier cosa; nada. Estamos a punto de irnos a dormir, bastante fatigados. Al volver una esquina un marinero aún joven parece esperar, ¿qué? Pasamos; nos volvemos: ahora son tres; damos marcha atrás; parecen jóvenes. ¡Estupor! Es el chaval de la camisa roja; uno de los otros dos tiene muy buena pinta. Volvemos a la escollera, medio siguiéndolos, medio precediéndolos; por fin se inicia la conversación. Llevan layas y un cesto. Van a pescar agujas; pero la marea está todavía alta o casi; no empezará a bajar hasta dentro de dos horas y no estará baja del todo hasta las 5 y media o las 6.
¿Qué van a hacer entre tanto? Acostarse en la arena, dicen. Y pensamos: y nosotros con ellos. Se intercambian cigarrillos. Nos vamos a sentar a un banco de la escollera. No tienen aspecto de resistirse demasiado; el que está junto a Ghéon en absoluto, parece; al principio tenía menos buena pinta, pero es que es el de más edad, dieciocho años, y es el más atrevido. Falsas maniobras. Él, el mayor, querría apartar a los otros dos. Se van, vuelven. Dos señores pasan por delante de nosotros y van a sentarse a un banco próximo.
Nosotros, por decencia, nos apartamos. Hemos sido burlados: he aquí a esos dos señores en nuestro lugar, sentados en nuestro banco, con los dos, los tres niños… ¡No!, los niños se apartan; vienen con nosotros; parecen furiosos. «¡Los muy cochinos!», dicen. Los interrogamos; nos enteramos de que era el pequeño el que les interesaba y que ofrecían dinero a los otros dos. El hermano apela a los buenos sentimientos, se indigna, protesta, dice que valen más los marineros que ellos, etc.
Van a bajar a la arena para dormir. El mayor de los tres se para un momento antes de dejarnos y nos pregunta dónde podemos volvernos a encontrar; como los demás nos meten prisa calculamos mal las distancias y cuando después de dar una vuelta sobre las tablas, a fin de despistar a los señores, cuando tras haberlos «acostado»[63] en su hotel o casi, para decirlo con las palabras que usa la policía, volvemos hacia los críos, ya no encontramos a nadie. Enorme búsqueda entonces por la playa, ahora ya completamente desierta. […]
Nos disponemos a volver a subir. Un marinero se acerca, por el muelle de piedra. Ghéon está muerto de miedo; cuando le pregunta: «¿Qué hacen aquí?», responde con una voz que intenta parecer jovial: «Pues… nos paseamos». ¡Miedo estúpido!: es el chaval en persona. Nos estaba buscando por su lado. Tras algunas precauciones bajamos los tres a la playa y maravillados por la noche, protegidos por el saliente de la escollera, nos echamos los tres. Las ideas de su compañero no son tan intransigentes como al principio parecía; éste nos informa de que el otro quería venir también y que lo que decía era de cara a su hermano pequeño. Estamos bien así. No, estaremos aún mejor debajo de la escollera. El agua del Touques chapotea ahora a nuestros pies. La luna ilumina a ese marinerito que, alegre, resplandece de sensualidad, y por momentos parece verdaderamente hermoso. Bajo la luna, se desnuda; su cuerpo parece gris y como ceniciento. Es quizá la alegría más tosca que he conocido; comparable sólo a la del lago de Como en una noche tan radiantemente hermosa como ésta; pero, gozo aún más intenso. Una barca jalada pasa, pasa muy cerca; nos hacemos los dormidos; pasan hombres por encima de nuestras cabezas. Estamos acurrucados como piedras en la arena. El cinismo del chico todavía puede asombrarnos; dice, cuando le preguntamos si tiene hermanos: «Sólo una hermana. Pero es demasiado pequeña: ocho años; todavía no hay nada que hacer; cuando tenga catorce nos vamos a divertir». Nos devora, nos absorbe la luz y la calma radiante de la noche.
Por fin nos levantamos. Sería indecoroso ir a acostamos. Veremos el alba y la aurora. Entre tanto seguimos vagabundeando, ebrios de alegre insomnio, de orgullo lírico y de admiración hacia todas las cosas.
Los tres chavales vuelven a aparecer; convinimos en fingir que no nos habíamos vuelto a ver. La facilidad de la mentira me turbará siempre. Ese chico que hace un momento, a nuestro lado… ahora finge una perfecta indiferencia; dice haber vuelto a su casa a dormir un par de horas. Parece que una cierta hostilidad verdadera o fingida se eleva contra nosotros. Les acompañamos desde muy lejos; avanzamos sin parar hacia el mar indefinidamente retirado, entramos en ese desierto azul, cada vez más fantásticamente azul a medida que uno se adentra en él. Ojalá estuvieran aquí Madeleine y tantos otros… Mi alegría es tan violenta que me dan ganas de llorar; corremos, gritamos, decimos cosas cómicas, desaparecida toda fatiga, con el espíritu lúcido, extraño, abierto a todos los pensamientos.
”
8 de enero
¿Por qué de El inmoralista imprimo trescientos ejemplares?… Para disimular un poquito, ante mí mismo, mis malas ventas. Si imprimiera mil doscientos, me parecerían cuatro veces peores; me harían sufrir cuatro veces más.
10 de enero
La necesidad de escribir de Stendhal… La necesidad que me hace escribir estas notas no tiene nada de espontáneo, nada de irresistible. Nunca me ha dado placer escribir deprisa. Es por eso por lo que quiero forzarme a hacerlo.
24 de enero
¡La ternura de Paul Valéry…![64] Es infantil y encantadora. Nadie comprende tan bonitamente la amistad, ni tiene tanta delicadeza. Siento hacia él el afecto más vivo; se necesita todo lo que él dice para disminuirlo. Es uno de mis mejores amigos; si fuera sordo y mudo, no existiría otro mejor.
Cuverville, 2 de marzo
Mi Inmoralista me queda ya tan lejos, que no puedo decidirme a corregir las galeradas.
27 de marzo
Que más tarde, un joven de mi edad y de mi valor se sienta, al leerme, emocionado y rehecho como me siento yo todavía a los treinta años leyendo los Recuerdos de egotismo de Stendhal: no tengo otra ambición. Por lo menos es lo que me parece al leerlos.
Agosto, a las 4 de la madrugada
Incluso en el instante en que la dejabas [a Madeleine], no has podido ocultarle tu alegría. ¿Por qué casi te irrita el que ella no haya podido esconder sus lágrimas?
Weimar. [Agosto]
A los ochenta años, ¿me acordaré todavía, y con suficiente sorpresa, de este fin de viaje a Weimar?
Sin embargo, no he inventado lo que ya esta noche me parece inverosímil.
No nos habíamos dicho ni una palabra; charlamos después del modo más cordial del mundo; en nuestra charla, el hermano mayor participó primero, luego los otros dos viajeros. Supe que tenía catorce años; su hermano dieciséis; iban más allá de Weimar, y venían de ya no sé dónde; eran estudiantes. Uno y otro elegantes, muy alemanes, pero no sin distinción.
No nos habíamos dicho una palabra. Parecían incluso un poco orgullosos, sobre todo el menor, el más encantador. Yo temía irritarle por mi mirada, pero no podía bajar los ojos; y le miraba sin cesar. ¿Fue por eso por lo que tomó su esclavina negra, colgándola en una esquina de la red, formando una especie de tienda, se echó debajo más que a medias, y fingió que se quedaba dormido? Pasó un buen rato, durante el cual yo mismo me dormí.
Cuando me desperté, él, de pie, miraba por la ventana. Me levanté; me coloqué detrás de él; empezamos con la punta de los dedos a cogernos la mano. Yo no habría sido capaz de envalentonarme; fue él quien me invitó a hacerlo. Vi, sentí que le gustaba. Al poco rato medio echado en la banqueta, usó mi manta de viaje; facilitó el acceso, luego lo facilitó más todavía. Vino un túnel. Después, no hubo más que desconocidos muy bien educados hablándose. Luego en el vagón la conversación se hizo general.
Dornburg. [Agosto]
De estos tres castillos de Dornburg sólo hemos visitado dos; y de esos dos, uno sólo nos ha gustado; es el que habitaba Goethe. Enseñan la mesa en la que escribía la Farbenlehre, Ifigenia y fragmentos de Fausto. Me detengo; miro la mesa; busco en lo que tocó la obra algún secreto de formación de la obra; la vista que se tenía desde esa ventana era bella, como lo es todavía hoy; nada turba la paz de estos lugares, sino nuestras voces. Y me acordaré de ese pavimento blanco y rosa en el vestíbulo, en lo alto de la escalera; a la derecha un estrecho piano blanco permanece aún…
La renuncia al viaje (1903-1904)[65]
Argel (Fort National)
Viernes [16 de octubre] por la mañana
Noche atroz; aire espeso; sueño, a pesar de mi fatiga, despedazado por pulgas, mosquitos, chinches, y la algarabía ininterrumpida de las obras.
Acostado desde las 8, a las 10 vuelvo a levantarme, enloquecido de sed; mientras aún es tiempo voy corriendo al muelle para tomar helados y cañas.
A las 6 me he levantado, completamente insomne. Ni un soplo de viento. Apenas una disminución del calor tras el agobio, el jadeo de la noche.
Mi habitación, en la esquina del hotel, da a la terraza alta, frente a la ciudad, dominando el puerto. Por encima del mar, al pie del cielo, una espesa franja de bruma, de vapor, oculta la salida del sol; se diría calor cuajado.
Sopla el siroco. Uno se ahoga. En la terraza, descalzo; las baldosas están calientes. Todo sin brillo; los más delicados blancos están marchitos. Se siente que el sol, en cuanto haya franqueado esa pared de bruma, hará que el calor sea deslumbrante. Y de un salto, el sol la franquea.
El mercado esta mañana; ya no al aire libre, ¡ay!, sino cubierto. Frutas de color vivo, tomates, berenjenas y, del color de la arcilla y de la piel, frutos-raíces maravillosos que hay que decidirse sin embargo a reconocer como simples patatas.
Bou-Sesada
[Viernes, 23 de octubre.]
A las 7
Ante nosotros esas lejanas cerúleas montañas, a las que nos acercamos lentamente, se vuelven lentamente menos azules y parecen, al flotar no tan transparentes, posarse más realmente. Y largamente el ojo interrogante escucha cómo un tono azul pasa al rosa, luego del rosa al pardo, al ardiente.
A las 11
Bajo la luz inmoderada el espejismo ahora se amplifica. Surtidores, jardines profundos, palacios: es, ante la inexistente realidad, como un poeta despojado, el desierto impotente que sueña.
Entre Bou-Sesada y M’Silah, lunes [26 de octubre]
Imposible escribir esta mañana; el aire está helado. Desde las 5 de la madrugada hasta las 8, arrebujado en mis mantas, me esfuerzo por ser hermético. El cielo, ayer impecable, se carga y adquiere, inmediatamente después de salir el sol, un repugnante color de ungüento gris.
Esta mañana me siento lleno de odio contra este país, y lo deshabito furiosamente. Me escucho recordar la Tercera sinfonía de Schumann. Me recito también la Sonata al gran duque Rodolfo, en do menor; pero la parte del violín se me escapa en ciertos momentos. Por fin, en cuanto la temperatura me permite exponer las manos al aire, saco de la bolsa de viaje un Virgilio y releo la égloga a Polión.
Nada de eso me basta; querría, esta mañana, poder ir al Louvre y releer algo de La Fontaine.
Argel (Blida)
Argel, miércoles 28 de octubre
El cielo está triste; llueve; pero el aire está sereno. Desde lo alto de la terraza, hacia el mar, miro; en todo lo que se ve de mar, no hay un solo pliegue. De ahí vendrás [Madeleine] mis ojos inventan el camino y la estela del barco; ¡si pudieran alcanzar a ver Marsella…! ¡Que el mar te lleve con clemencia!, ¡y que el movimiento de las olas te sea dulce! Sueño con los tiempos en los que se decía: ¡que un viento ligero hinche tus velas!…
Jueves por la noche [29 de octubre]
Una noche, me alargaron la pipa, y con un gesto tan amistoso… ¡Qué importante bocanada aspiré! Para fumar hachís es bueno estar en ayunas, parece ser; yo había comido… Sentí inmediatamente algo así como un gran puñetazo en la nuca; todo zozobró; cerré los ojos, sentí entonces mis pies salir volando por encima de mi cabeza, y luego hundirse el suelo, huir debajo de mí…
Unos instantes más tarde estaba sudando, con un sudor frío; pero de la indisposición, abominable en un primer momento, ya no quedaba casi nada más que un vértigo, ¿me atreveré a decirlo?: agradable, el de quien, despojado de su peso, no sintiera ya demasiado dónde se posa, y flotara, flotara…
Lunes [16 de noviembre]
Querría tener suficiente hambre, algún día, para desear comer esos garbanzos, un puñado lleno que el mercader cogería directamente del cuenco y echaría en un cucurucho de papel color paja, manchado de salmuera.
… tener suficiente sed para beber del gollete de la urna de cobre que esa mujer, de la que no puedo ver el rostro, sostiene en su cadera y hacia mis labios calientes inclinaría.
… cansado, en esa barraca, esperar la noche, y no ser, entre los que la noche reúne en ella, indistinto, más que uno entre unos cuantos, simplemente.
… ¡oh!, saber, cuando esa gruesa puerta negra, ante ese árabe, se abra, lo que le acogerá, detrás…
Querría ser ese árabe, y que lo que le espera me esperase.
Alrededores de Argel
Sí, es así, pensé, como producen las rosas más bellas, sólo los rosales sometidos al entumecimiento del invierno. En esta tierra de África, tan rica y acogedora, la pequeñez de esas flores, que al principio nos asombraba, su estrechez, el agarrotamiento de su belleza proviene de que el vigoroso rosal no interrumpe jamás su floración. Cada flor se abre en él sin impulso, sin premeditación, sin compás de espera…
Del mismo modo la eflorescencia más admirable del hombre exige un torpor previo. La inconsciente gestación de las grandes obras sumerge al artista en una especie de entumecimiento estúpido; y no permitirlo, asustarse, querer volver a ser demasiado pronto capaz, avergonzarse de los propios inviernos, eso basta para —por quererlas más numerosas— estrangular y abortar cada flor.
Biskra. Sábado [5 de diciembre]
¡Angustia! ¡Desolación! Protegido del viento por un derrumbamiento de arcilla, de arena y de piedras, me siento junto al borde hundido de un lago sin brillo en el que el agua se pudre bajo espesos juncos. Y si por lo menos, apacentando sus flacas cabras, viniera a sentarse aquí algún pastor músico… Estoy solo. Busco en mí por qué exceso de vida encontrar, en la contemplación de tanta desolación, alguna delicia, y poblar de estremecimiento tanta muerte. No me muevo. El viento agita los juncos. Un sol incierto hace intentos de sonreír al desierto, y, como un fardo sobre la muerte, se platean montones de sal desmenuzada.
Domingo [6 de diciembre]
¡No, no echaré a perder, trabajando, este día espléndido! Estaré fuera hasta la noche. Tiempo radiante… Dirijo mi devoción esta mañana al Apolo sahariano, que veo con los cabellos dorados, con los miembros negros, con ojos de porcelana. Esta mañana mi alegría es perfecta.
En el ayuno del día, esperando la noche, Bachir el pobre, mi amigo, pela las hojitas del kif que fumará durante la velada. Así en la miseria de su vida espera la noche de la tumba, prepara su paraíso.
Cuando le hablo de su miseria:
—Qué quieres, señor Gide —me contesta—, pasará.
No quiere decir con eso que espere ser rico alguna vez, no, sino que lo que pasará, es su vida.
Fontaine Chaude [Fuente Caliente]
¿Y ahora qué vengo a buscar aquí? Quizá, así como un cuerpo ardiente se complace en sumergirse desnudo en agua fría, mi espíritu, despojado de todo, zambulle en el desierto helado su fervor.
Los guijarros que hay en el suelo son hermosos. La sal reluce. Por encima de la muerte flota un sueño.
He cogido con la mano uno de esos guijarros; pero, en cuanto dejó el suelo, perdió su esplendor, su belleza.
3 de mayo
Me he encontrado con Blanche[66] en el parque de Luxemburgo; yo estaba con Jaloux[67] que acababa de llegar de Marsella. Blanche estaba con no sé quién.
Cada vez que me encuentro a Blanche, siento inmediatamente que no llevo la corbata que debería llevar, que mi sombrero no está cepillado y los puños de mi camisa están sucios. Eso me inquieta mucho más que lo que voy a decirle.
¿He anotado ya en alguna parte la conversación que tuvo con Régnier?[68] Yo estaba presente y oí esto:
—¡Oh!, querido amigo, qué bonito pantalón lleva usted; ¿de dónde sale?
Y Régnier, bastante molesto, respondió con dignidad y malicia:
—De la tintorería.
Desde que la conocí, hace dos años, sigo explorando la frase sin fondo de Odilon Redon,[69] ese aforismo, axioma, que dice como un consejo para los jóvenes, esa máxima de la que toda su estética depende, al parecer: «Encerrarse con la naturaleza».
8 de septiembre
El número de las cosas que no hay por qué decir aumenta para mí cada día.
Noviembre
Desde el 25 de octubre de 1901, el día en que terminé El inmoralista, no he vuelto a trabajar seriamente. Mi artículo sobre Wilde, mi conferencia de Alemania, esta última en Bruselas (y que no me ha divertido; y que he dicho muy mal) no pueden contar. Un sombrío embotamiento del espíritu me hace vegetar desde hace tres años. Quizá, al ocuparme demasiado de mi jardín, en contacto con las plantas he adquirido sus hábitos. La menor frase me cuesta; hablar, por lo demás, me cuesta casi tanto como escribir. Y hay que decir también que me estaba volviendo muy exigente: al menor asomo de pensamiento, algún crítico irritable, siempre emboscado al fondo de mi espíritu, se erguía para decirme: «¿Estás completamente seguro de que vale la pena que…?» Y, como el esfuerzo era enorme, inmediatamente se retiraba el pensamiento.
El viaje a Alemania, el verano pasado, sacudió un poco mi apatía; pero, en cuanto volví aquí, tomó otra vez posesión de mí. Acusé al clima (llovió sin cesar este año); acusé al aire de Cuverville (y sigo temiendo aún hoy que tenga sobre mí alguna influencia soporífica); acusé a mi régimen (es verdad que era muy malo; no salía del jardín, en el que, durante horas, contemplaba una por una cada planta); incriminé mi vida privada (¿y cómo mi espíritu, del todo estancado, habría podido vencer a mi cuerpo?). Lo cierto es que me embrutecía; sin exaltación, sin gozo. Finalmente, muy inquieto, resuelto a sacudirme este torpor al que se añadía una inquietud enfermiza, me persuadí y persuadí a Em. [Madeleine] de que sólo el entretenimiento de un viaje podía salvarme de mí mismo. A decir verdad, no persuadí a Em.; bien lo intuí, pero ¿qué hacer? Avanzar a pesar de todo. Resolví, pues, partir. Me mataba dando explicaciones para legitimar mi conducta; partir no me bastaba; necesitaba además, que Em. aprobase mi partida. Me topaba con un desesperante muro de indiferencia. O mejor dicho no: no me topaba; me hundía; perdía pie; me atascaba. Hoy sé perfectamente y entonces sospechaba ya, el deplorable malentendido causado por esta voluntaria (y sin embargo casi inconsciente…) abnegación (no encuentro otra palabra) de Em. No contribuyó poco a desmoralizarme. Nada más penoso que la exageración de mi inquietud, de mis sentimientos, etc., para vencer esa indiferencia. Afortunadamente, el recuerdo de todo eso se debilita ahora… Si tuviera que revivir mi vida, no vería acercarse esos días sin angustia…
Y así y todo, partí (dejando instrucciones minuciosamente detalladas para las plantaciones de árboles frutales que Croux [el jardinero] no debía enviarme más tarde). Partí pues (si la memoria no me falla: el 10 de octubre); y primeramente llevé a Dominique [sobrino de Gide] a casa de sus padres, en Burdeos. Pensaba alcanzar África cruzando España; los barcos no lo permitían. El horror a las travesías casi me hacía dudar; pero, en Marsella, adonde llegué hacia las 6 de la mañana, el tiempo espléndido, el aire muy sereno, me decidieron, y reservé un billete para esa misma tarde.
Proyectaba un libro sobre África, no había podido escribirlo en Cuverville basándome en las muy insuficientes notas que había traído de mi viaje con Em. y Ghéon. Necesitaba volver a ver ese país. Partía con la firme intención de escribir cada día. Consideraciones, reflexiones, todo eso puede añadirse después; lo irrecuperable, lo ininventable, es la sensación.
De ese viaje me traje las notas que pasé a limpio (y casi sin cambiar una palabra) a mi regreso a Cuverville. Em. no vino a reunirse conmigo en Argel hasta más de un mes después de mi partida. Ese mes de soledad me dejó como nuevo; la tranquila vida que llevamos después no me ha dejado sino buenos recuerdos. En Argel, y luego durante el resto del viaje, pude leer el primer volumen de la correspondencia de Nietzsche y ese libro contribuyó no poco a mi restablecimiento. También en Argel, leí Vacances d’un jeune homme sage [Vacaciones de un joven formal], libro bastante mediocre que acababa de publicarse, y el delicioso Enfant à la balustrade [Niño asomado a la balaustrada][70], que inmediatamente releí en voz alta a Em. Después cogimos, en cuanto estuvimos en Biskra, Der Geheimnisvoll [Lo misterioso] de Tieck[71], que descubrí en la biblioteca del hotel. En voz baja y cada uno por su lado, leímos el diálogo Vom Tragischen que Bahr[72] acababa de enviarme. En Roma atacamos valientemente Michael Kohlhaas que no terminamos hasta llegar a París, para inmediatamente coger La marquesa de O [de Kleist].
Hizo un tiempo espantoso cuando cruzábamos Sicilia, y no volvimos a ver el sol hasta que llegamos a Roma. En Nápoles, o mejor dicho en Sorrento, fui a ver al misterioso Vollmoeller[73] (he narrado largamente esa visita en una carta a Drouin). En Roma vi a Maurice Denis; pero le acompañaba Mithouard[74] y no le vi tanto como me habría gustado. En cambio, vi todos los días a Jean Schlumberger quien, por una progresiva confidencia, se ha hecho muy amigo mío.[75]
En Cuverville ordeno y paso a limpio mis notas de viaje. Excelente estudio de piano. Preparación del tenis. Regreso de este último viaje deseoso de forzarme a pesar de todo a trabajar en mi casa (es decir en París y en Cuverville), comprendiendo que M. no es mujer que pueda sentirse en su casa fuera de aquí o de París. Me obligo a hacer más ejercicio; me siento mejor; pero sigo sufriendo la misma terrible dificultad de trabajar […].
Mi volumen (Saúl y [El rey] Candaule) se publicó a finales del invierno (creo); ausencia casi total de artículos. Pero desde Alemania, propuestas de traducción y de representación.
Miércoles 1 de marzo
Entierro de Schwob.[76] Parece no haber amigos; hombres de letras, parientes, forman un grupo bastante distante; solo, pegado a la tumba, el chino,[77] al que por primera vez veo vestido a la europea, sin coleta; admiro en su rostro extraño y casi bello la expresión aislada de su dolor.
Square des Invalides, 20 de marzo
¿Voy a descansar en este jardín? Sí, entro en él, y aunque sólo sea por un momento, me siento. Aquí mismo, recuerdo, me senté el año pasado. Era verano; el aire estaba caliente; yo estaba sudando y me dolía la cabeza. En este lugar saboreé algunos instantes deliciosos. Iba a visitar, o acababa de visitar, a Arthur Fontaine.[78] ¿Qué libro leía? Es extraño que no me acuerde. No debí de leer mucho, pues me acuerdo del color de las flores, en este arriate que tengo aquí delante; está lleno hoy de margaritas. Son las primeras flores del año; me refrescan el espíritu. Pero M.[79] me ocupa demasiado la mente; no tengo en la cabeza nada más que calor y fatiga. ¡Qué exhausto estoy! ¡Qué cautivadores son estos cantos de pájaro! ¡Qué refrescante, este césped!
22 de abril
Reconozco que me siento mejor, en el hecho de que vuelvo a sentir el gusto y la necesidad de escribir. No una necesidad de trabajo, pues ésta no me ha abandonado nunca, sino esa especie de transposición inmediata e involuntaria de la sensación y de la emoción en palabras. Si hoy hubiera estado solo, me parece que no habría dejado de escribir en todo el día.
Apenas puedo garabatear estas pocas palabras esta noche en mi cama. En la mesilla de noche, el Diario de Stendhal.
Lunes [8 de mayo]
Hacia los veinte años, mi juventud, mi pelo largo, mi aspecto sentimental y una levita que a mi sastre le había salido perfecta, hacían que se me mirase con buenos ojos en los salones de madame Beulé y de la condesa de Janzé. Si hubiera seguido frecuentándolos, estaría hoy en La Revue des Deux Mondes [Revista de Ambos Mundos]; pero no habría escrito Los alimentos terrenales. Escapé muy pronto de ese mundo en el que, para parecer un joven formal, tenía que vigilarme demasiado.
Miércoles [10 de mayo]
Vuelvo a sentir el mayor placer en escribir, y de cualquier manera, en este cuaderno. Anhelo, a través de las ocupaciones del día, los instantes en que podré estar a solas con él.
Cuverville
Recuerdo los días de mi juventud en que la felicidad habitaba mi corazón como un dios.
14 de mayo. Regreso de Cuverville. En el vagón.
Habría querido hablar de Hofmannsthal[80]. Es bastante curioso que después de dos horas de conversar con él no encuentre nada que decir al respecto… Y sin embargo me ha gustado mucho. Pero su parte de sombra no me ha parecido muy vasta, ni que esconda gran cosa de lo divino. Charlo con él con mucho gusto, tanto más cuanto que es casi siempre él quien habla. Me agradaría mucho volverle a ver.
Martes, 16 de mayo
El lunes por la mañana, fui al Salón[81], donde había quedado con M., Ghéon y Jean;[82] Paul [Laurens] quiso venir con nosotros, lo que nos estropeó la visita. Nos arrastramos los cinco de sala en sala. Luego almuerzo sombrío. Ciertamente, si me tengo que aburrir (cosa que siempre encuentro inútil), prefiero que no sea con M. Es un fallo en la igualdad, en la continuidad de nuestra alegría. Cada vez más siento la voluntad de no dar a M. más que alegría, de no recibir de él más que alegría. Y tomo esa palabra alegría en el sentido más pleno, más rico; digo «alegría» aquí, como diría: «felicidad, cordialidad, virtud, salud».
Y esta mañana escribo para no cansarme ni irritarme mientras los espero, para no entristecerme pensando que maldicen esta cita… Aquí llegan.
Ayer, después de comer, Ghéon y yo, habiendo dejado a los demás, fuimos a la exposición Whistler.[83] Prolongamos esa visita durante casi dos horas, admirando sobre todo la última serie, la de las figurillas a lápiz realzado con pastel, sobre cartón pardo, y ciertas casas vistas de frente (la tienda de caramelos entre otras).
Auteuil, miércoles [17 de mayo]
Antes de ir a reunirme con Ghéon y M., en la plaza Saint-Sulpice, paso por las oficinas de L’Occident para recoger las Muses de Claudel [el poema Ode aux muses] Las frases que leo mientras ando se apoderan completamente de mi pensamiento. Esa zozobra de todo mi ser, y como la advertencia que desde hace casi un mes estaba esperando. […]
Gh. viene a comer; los dos vamos a reunimos con M. en los bulevares. Entramos en el Napolitain y ante tres punchs a la romana, charlamos deliciosamente. No puedo menos que hablar aquí sino del placer que me produjo a mí esa conversación; pero ese placer fue tan profundo y tan vivo que me parece indudable que fue también compartido por los otros. Cuando llegó la hora de levantarme, de dejarlos, me dio cierta pena sentir que ya había apurado toda esa alegría, y tuve que forzar un poco mi exaltación y mi inspiración; no quería lamentar el tener que dejarlos. Los acompañé hasta el hotel, y me despedí de ellos riendo.
Es indudable cada vez más que mi amistad hacia M. se intelectualiza, se desensualiza, si puedo expresarme así, cada vez más. No por ello es menos fuerte —al contrario— por el hecho de que suba de mi carne a mi cerebro. Ya cuento más con su pensamiento que con su cuerpo.
Jueves [18 de mayo]
Vuelvo a verle; llega al atardecer. Releo con él las páginas de mi Diario. Sí, he hecho bien en escribirlas. Contar todo eso no es posible. Es eso lo que quiero mostrar a Marcel [Drouin]; sólo entonces comprenderá lo que tan mal le dije en Burdeos.
Ahora ya me queda lejos. Al releerlas todavía me trastornan, pero las miro con ojos ajenos. «¡No me abandonaréis, oh musas moderadoras!» [cita del poema de Claudel]. Ahora tengo que subir sobre mí mismo.
Sábado [20 de mayo]
Hofmannsthal ha vuelto esta mañana; verle me da un gran placer. Habla en voz un poco alta, le falta secreto, pero las palabras con las que le aturde a uno un poco no son nada necias. Atuendo y corbata de muy buen gusto. No se sienta más que un momento, se levanta enseguida, camina a zancadas, se para, vuelve a andar, se topa con sillones, mesa, sonríe y se comporta como un niño grande.
Leídos con el mayor interés los capítulos sobre las costumbres de los escorpiones, en J.-H. Fabre. Con mucho gusto le escribiría un prefacio. (Souvenirs entomologiques [Recuerdos entomológicos], libro por lo demás bastante mediocremente escrito.)
El conde Kessler me lleva a comer al pabellón de Armenonville con los Hofmannsthal.
La cultura de esos alemanes me confunde. Sobre un punto cualquiera de nuestra literatura no puedo pillarla en falta. Esta noche no siento en mí más que desánimo y sueño. Una lectura en voz alta del De profundis de Wilde, tanto en alemán como en inglés, me reconforta un poco.
Lunes [22 de mayo]
Quisiera coger con la mano todas esas causas de esterilidad, que tan bien distingo, y estrangularlas todas. Todas las negaciones en mí yo las había cultivado sabiamente. Ahora me debato contra ellas; cada una tomada aisladamente es bastante fácil de vencer; pero rica en parentescos; sabiamente aliada a las demás. Es una red de la que no me desenredo. ¿De qué me sirve aquí este diario? Me aferro a estas hojas como a algo fijo entre tantas cosas fugitivas. Me impongo la obligación de escribir en ellas cualquier cosa, pero regularmente cada día… ¡Incluso aquí busco las palabras, tanteo, e inscribo tu nombre, Loxias![84]
Jueves [1 de junio]
El martes, en cuanto hemos acabado de comer, Em. y yo vamos a los Campos Elíseos por los que tiene que pasar el rey de España [Alfonso XIII]. Ciertamente, si el rey hubiera sido menos joven y menos guapo, los sollozos no me habrían apretado la garganta cuando lo he visto saludar a la multitud al pasar. Tenía el rostro contraído, saludaba con un estrecho saludito militar.
Cuando, dos horas más tarde, le hemos visto volver del Elíseo, su sonrisa era muy distinta; sus rasgos ya no parecían crispados sino divertidos, no expresaban más que una alegría asombrada y casi todavía infantil. […]
Por la noche salimos en coche por los bulevares y las plazas iluminadas. Em. vuelve a casa; yo vuelvo solo a los Campos Elíseos y luego me dirijo a la Ópera. Ningún encuentro demasiado notable. El aire está polvoriento e inflamado. En la avenida de la Ópera (que el rey debe descender tras la representación de gala, para volver al palacio de Asuntos Exteriores) la muchedumbre se aprieta cada vez más; por último, bastante angustiado me escapo y alcanzo, por un camino indirecto, la plaza del Teatro Francés. La muchedumbre aquí está menos apretujada. Falta poco para las doce de la noche. El Teatro Francés se vacía. El cortejo no puede tardar. Me izo sobre una de las columnas del pórtico del teatro y espero, al lado de algunos niños. Desde esta plaza oí muy bien la bomba,[85] hizo mucho menos ruido de lo que se ha dicho. Varias personas que estaban cerca de mí creyeron y afirmaron que era un petardo; a mí me pareció un tiro. Nuevamente pude comprobar en mí la dificultad de tomarme en serio el acontecimiento. Me divertía mucho e, incluso, el miedo a la muchedumbre, que no me abandonó casi ni un instante, mantenía en mí una excitación de todos los sentidos y latidos felices del corazón. Los periódicos hablaron al día siguiente de un «tumulto indescriptible» inmediatamente después. Fue todo lo contrario: me asombró la inmovilidad que siguió a la detonación. La muchedumbre durante un intervalo de quizá cuatro minutos permaneció como congelada por el estupor. Luego hubo una ola admirable que provocó un movimiento de la policía. Un poco más tarde una carga de guardias municipales a caballo me llenó de miedo, de horror y de una especie de entusiasmo. Era, sin embargo, perfectamente dueño de sí mismo, y sólo me molestaban las lágrimas que me acudían a los ojos. Pero imposible tomar en serio lo que estaba viendo; no me parecía que fuera vida verdadera. Terminada la obra, los actores iban a salir a saludar.
19 de julio
Conservo aún en mí una enorme cantidad de alegría que no habré encontrado la manera de gastar.
En el vagón. 8 de agosto.
«Serlo no es todo: necesito que se sepa que soy feliz.» Mientras pienses eso, no serás aún feliz.
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15 de agosto
Rota la cabeza por dos noches de insomnio; inquietudes atroces, crispación de los músculos del pecho y en consecuencia casi imposibilidad de respirar sin gemir; exasperación de los pensamientos. Forma física del remordimiento. ¡Ah, si pudiera arrancar de mi vida esta página, lavar este sonrojo de mi frente! […] Querría escaparme, huir, hundirme en la hierba, hacerme daño revolcándome por el suelo aullando.
1 de septiembre
De nuevo pierdo pie; me dejo empujar por esas olas monótonas, arrastrar por el fluir de los días. Una gran somnolencia me embota desde que me levanto hasta la noche; el juego la sacude de vez en cuando, pero lentamente pierdo el hábito del esfuerzo. Comparo lo que soy a lo que era, a lo que habría querido ser. Sólo con que… pero no, todo se afloja en esta facilidad de la existencia. La voluptuosidad se insinúa por todas partes; mis mejores virtudes se degradan y hasta a la expresión de mi desesperación le falta filo.
¡Cómo encontrar absurda una moral que me hubiera protegido contra esto! Mi razón a la vez la condena y la llama; llamo en vano. Si tuviera un confesor, iría a verle, le diría: «Impóngame la más arbitraria de las disciplinas, hoy la encontraré sabia; si me aferró a alguna creencia que haga sonreír a mi razón, es porque espero encontrar en ella alguna fuerza contra mí mismo».
Si llega un día la salud, me sonrojaré por haber escrito esto.
2 de diciembre
De Rusia las noticias más consternantes;[86] eso hace en mi pensamiento como un bajo continuo, a través de todas las ocupaciones del día.
5 de diciembre
Paul Claudel ha venido a almorzar. Chaqueta demasiado corta; corbata con un largo nudo color anilina; la cara aún más cuadrada que anteayer; las palabras a la vez figuradas y precisas; voz entrecortada, breve y autoritaria.
Su conversación, muy viva y rica, no improvisa nada, eso se nota. Recita verdades que ha elaborado pacientemente. Sin embargo, sabe bromear, y sólo con que se abandonara un poco más al instante, no carecería de cierto encanto. Busco lo que falta, con todo, a sus palabras… ¿un poco de humana ternura?… No; ni siquiera es eso; tiene algo mucho mejor. Es, pienso, la voz más pasmosa que he oído nunca. No, no seduce; convence… o impone. Yo no intentaba siquiera defenderme de él; y cuando, después del almuerzo, hablando de Dios, del catolicismo, de su fe, de su felicidad, al decirle yo que le entendía muy bien, añadió:
«Pero, Gide, entonces, ¿por qué no se convierte usted?…» (eso sin brutalidad, sin sonreír), le dejé ver hasta qué punto sus palabras me turbaban el espíritu. […]
«Durante mucho tiempo, durante dos años, estuve sin escribir; pensaba que debía sacrificar el arte a la religión. ¡Mi arte! Sólo Dios podía conocer la enormidad de ese sacrificio. Me salvó comprender que el arte y la religión no deben ser, en nosotros, antagónicos. Que no debían tampoco confundirse. Que debían ser, por así decirlo, perpendiculares uno a otro; y que su misma lucha era el alimento de nuestra vida. Hay que recordar aquí las palabras de Cristo: “No la paz, sino la espada”. Es eso lo que Cristo quiere decir. No debemos buscar la felicidad en la paz, sino en el conflicto. La vida de un santo es de principio a fin una lucha; el mayor santo es aquel que al final sale más vencido.» […]
Habla inagotablemente; el pensamiento ajeno no detiene ni por un momento el suyo; ni un cañón le haría dar un rodeo. Para charlar con él, para intentar charlar, está uno obligado a interrumpirle. Él espera cortésmente que uno haya acabado la frase y luego reanuda la suya allí donde la había dejado, en la misma palabra, como si el otro no hubiera dicho nada.
Escandalizaba a Francis Jammes[87] hace poco (en 1900), respondiendo a la angustia de éste: «Yo tengo a mi Dios». (La mayor ventaja de la fe religiosa, para el artista, es que le permite un orgullo inconmensurable.)
Al marcharse me deja la dirección de su confesor.
Día de Navidad
Natanson[88] me repite estas frases de Maillol[89]:
«¡El modelo! ¡El modelo! Anda y que te zurzan, el modelo. Cuando necesito saber algo, me voy a ver a mi mujer a la cocina; le levanto la camisa; y tengo el mármol.» Todo esto dicho con un fuerte acento del sur.
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Al principio de la guerra ruso-japonesa, repetí hasta la saciedad a Marcel y a algunos más: «Vended los fondos rusos, comprad fondos japoneses». Y ese consejo que daba a los otros, no me atreví a seguirlo yo mismo, a pesar de mi convicción y de una especie de previsión que ningún acontecimiento ha desmentido. Cuando pienso en eso por la mañana, me amarga el día.
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15 de enero
Anoche, temiendo no poder dormir, salí antes de acostarme. Ya no son los grandes bulevares lo que me atrae —ahí me importunan parándome constantemente— sino los alrededores del Odeón. A punto de dejar el bulevar Raspail, de huir a la otra punta de París, descubro el Barrio Latino.
Hay, detrás del Collège de France, siguiendo el Lycée Saint Louis, una calle informe, vaga, mal bordeada por empalizadas en algunos sitios, apenas iluminada; el niño al que estaba siguiendo desaparece por ella. Ni su sonrisa, ni mi curiosidad, pudieron decidirme a seguir sus pasos.
”
El viernes pasado, en casa de Charmoy[90], curiosa velada. En el estudio atestado de enormes estatuas, fantásticamente iluminadas por una veintena de velas colocadas harto ingeniosamente, hincadas aquí y allá, en las esquinas de los bancos, en los pliegues de los mantos de sus ángeles, esos enormes ángeles que sostienen el monumento de Beethoven, en ese estudio, que una estufita de hierro colado caldeaba excesivamente, esperamos, José, su mujer y yo, a la princesa de Broglie y a miss Barney.[91]
Hacia las 10 se oye el automóvil de la princesa, la cual poco después aparece en la puerta, en plena noche. La princesa está envuelta en un abrigo de armiño, que deja caer entre las manos de Charmoy. Un vestido de terciopelo negro que apenas le cubre el pecho resalta el vasto campo de piel nacarada; tiras de azabache impiden que caiga la parte superior del vestido. El rostro es pequeño, fatigado; el peinado, casi virginal, intenta en vano rejuvenecerlo. No es que esté arrugada, sin embargo; pero los rasgos de la cara penosamente tensos.
En cuanto entra, me mira de hito en hito, a través de sus quevedos; unos quevedos montados sobre una varilla de oro, enganchada por una cadenita a un delicado brazalete de rubíes.
Su preocupación por seducir es flagrante.
Sobre el respaldo de una silla de paja, que ella considera «poco amable», alguien coloca unas pieles; en el suelo, para sus diminutos pies, una bolsa de agua caliente, a la que ella añade, envolviéndola, un chal. Junto a ella, detrás de ella, miss Barney se esconde en un elocuente silencio y deja que la otra se pavonee.
29 de marzo
Releo mis antiguas cartas a Em. que me he traído de Cuverville. En vano busco en ellas algún alimento para mi novela.[92] Pero contemplo al desnudo todos los defectos de mi espíritu. No hay uno solo contra el cual no me irrite.
9 de abril
Releo algunas páginas de Anatole France… […] Es elocuente, fino, elegante. Es el triunfo del eufemismo. Pero no hay inquietud en él; lo agota uno de una vez. No creo demasiado en la supervivencia de aquellos sobre los cuales todo el mundo está de acuerdo en el primer momento. Dudo mucho que nuestros nietos, cuando a su vez abran los libros de France, lean en ellos más y mejor de lo que hemos leído nosotros. Sé que en lo que a mí respecta, nunca he sentido que precediera mi pensamiento. Por lo menos lo explica. Es eso lo que sus lectores le agradecen. France los halaga. Cada uno de ellos puede pensar: «¡Qué bonito! A fin de cuentas, no debo ser tan tonto: esto es lo que yo también pensaba».
Es cortés; es decir, que se preocupa siempre por los demás. Quizá no otorga un gran valor a aquello que no puede mostrarles. Por lo demás sospecho que él no existe demasiado, al margen de lo que nos muestra. Está entero en la conversación, en las relaciones. […]
Domingo [13 de mayo]
Llegada a Cuverville ayer. Hace tan buen tiempo que este día se emparenta con los más felices de mi infancia. Escribo esto en la gran habitación que está sobre la cocina, entre las dos ventanas abiertas por las que fluye la tibia alegría del sol. Sólo mi imagen cansada, que veo en el espejo de la pared por encima de mi mesa, perturba el desarrollo perfecto de mi felicidad. (Necesito volver a aprender metódicamente a ser feliz. Es una gimnasia, como la de las pesas: se consigue.) Tengo los pies al sol, en unas pantuflas con el orillo verde y azul. Este calor entra en mí, sube en mí como savia. No haría falta, para ser perfectamente feliz, más que no comparar este instante a otros instantes del pasado, de los que a veces no sabía disfrutar del todo porque los comparaba a otros instantes del futuro. Este instante no está en ningún aspecto menos lleno de delicias que cualquier otro del porvenir o del pasado. La hierba del césped es profunda como una hierba de cementerio. Los manzanos del patio de la granja no son más que espesos copos de flores. Su tronco, encalado, prolonga la blancura hasta el suelo. Ni un soplo que no me traiga algún perfume; sobre todo el de la glicina, a la izquierda, ahí, pegada a la casa, florida con tanta abundancia que desde aquí se oyen sus abejas. Una abeja ha entrado en esta habitación y no quiere salir. La luz unge cada objeto como miel.
Pude recorrer todo el jardín, ayer, antes de la puesta de sol. El gran manzano inclinado hacia la pista de tenis sonreía a los últimos rayos, susurraba y se volvía rosa. Un terrible aguacero, unas horas antes, había sumergido la comarca y purgado el cielo de cualquier nube, volviendo también más tierno el follaje de todos los árboles. En particular el de dos grandes hayas de color púrpura, aún no del todo púrpura, sino transparente, sino rubio, que me caía encima como una cabellera. Cuando, saliendo por la puertecita del fondo del jardín, volví a ver el sol, el acantilado luminoso que formaba ante él el hayedo, todo me pareció tan tiernamente bello, tan nuevo, que casi lloré de alegría. […]
La violencia de esa emoción me había como fulminado; sentí, cuando volvía a casa, un dolor de cabeza bastante fuerte, y, en cuanto terminé de cenar, agobiado de sueño, fui a acostarme.
Martes [15 de mayo]
Me asusta lo que he envejecido estos últimos tiempos. Ciertamente hay algo en mí que no va bien. No se puede ni envejecer más deprisa, ni ser más consciente de ello. Aún no puedo tomármelo en serio: creo que es una fatiga pasajera. Ya sentía este espantoso avejentamiento el año pasado, por esta época.
Miércoles [16 de mayo]
[…] Los instantes pasados junto a Em. (en el jardín, especialmente) son de una extraordinaria dulzura. Su ternura, su encanto, su poesía, crean a su alrededor una especie de resplandor en el que me caliento, en el que se derrite mi pesadumbre.
2 de enero
Visita de Giovanni Papini, director de la revista Leonardo.[93] Más joven de lo que creía, con un rostro expresivo y casi bello. Un poco demasiado petulante; menos, sin embargo, que los demás italianos que conozco. Demasiado halagador; pero parece, con todo, pensar parte de lo que dice. Como todos los italianos que conozco, cree demasiado en su propia importancia; al menos la muestra demasiado; o de un modo distinto a como lo haría un francés. ¡Si supiera lo que a mí me cuesta tomarme en serio!…
5 de enero
[…] A las 2, en casa de Léon Blum.[94] Lo que es agradable con él es que lo recibe a uno siempre como si lo hubiera visto la víspera. La conversación fluye sin dificultad entre nosotros. Su libro sobre el matrimonio tiene que estar acabado dentro de un mes. Escribe más o menos a vuelapluma. No estoy seguro de que se equivoque. El artista en él no tiene gran valor, y su frase, como la de Stendhal, no necesita ir a buscar otra cosa que el movimiento mismo de sus ideas; éstas brotan sin más de la boca o de la pluma, abundantes y nítidas a la vez; más nítidas, es cierto, que abundantes, sin gran Schaudern[95], pero, en consecuencia, expresables fácilmente de cabo a rabo. […]
Un timbrazo interrumpe nuestra charla. Sale; vuelve a entrar al cabo de un momento y dice: «¿No te importa que haga pasar a Simone Le Bargy?».[96] Ésta, en cuanto entra, toma mi mano que yo no sabía si debía tenderle y manifiesta un gran placer en verme, aunque sin duda no sabe quién soy. El rostro muy empolvado bajo un velo, ojos socarrones y más burlones que inteligentes; el cuerpo absorbido por el vestido, falda y bolero de pieles, manguito. Se hace la friolera y se arrebuja. Su voz es flexible y mimosa. Hablamos de insomnios, de cloral, etc.; hablamos también del escándalo de ayer, de esa exhibición desvergonzada en el Moulin-Rouge de Colette Willy con madame de Morny en la absurda obra que ésta firma Yssim,[97] Willy, que se encontraba en la sala, brindaba con grandes aspavientos, parece ser; la indignación del público se volvió contra él, etc.
16 de junio
[…] Inmensa repugnancia hacia casi toda la producción literaria de hoy y el contento que suscita en el «público». Siento cada vez más que obtener un éxito al lado de uno de ésos no podría satisfacerme. Más vale retirarme. Saber esperar; aunque sea más allá de la muerte. Aspirar a ser desconocido, es el secreto de la más noble paciencia. Al principio, con tales frases, rendía a mi orgullo un tributo de palabras. Ahora es algo más. La altura del orgullo se mide por la profundidad del desprecio. […]
El libro de Blum, Del matrimonio, suscita muchos comentarios. […] Pero la constante, la única preocupación confesa por la felicidad, en ese libro, no deja de chocarme. Tengo tan pocas pruebas de que, en el más fácil y el menos dispendioso entendimiento de sus satisfacciones, el hombre se vuelva más digno de que le ame y le admire… ¡¡Y qué decir de la mujer!! Las más bellas figuras de mujeres que he conocido son mujeres resignadas; y no imagino siquiera que pueda gustarme, que pueda incluso no despertar en mí alguna pizca de hostilidad, el contento de una mujer cuya felicidad no comportase un poco de resignación.
A Francis Jammes
2 de julio
Querido amigo:
Acepta pues, te lo ruego, que el pensamiento es mi fruto, como la poesía es tu flor, un producto natural. Porque mis frutos a veces estaban perfumados y porque tú eres muy sensible a los perfumes, has podido a veces olerlos, nunca saborearlos.
A fuerza de simpatía he podido comprender Existences[98], tu Paludes. Acepta pues, te lo ruego, que, paralelamente, lo que en mi obra te parece raciocinio superfluo está hinchado de sangre y de lágrimas, y que mi cerebro puede latir como un corazón… […]
No soy más que un niño que se divierte… y un pastor protestante que le aburre.
24 de octubre
Desbordado de nuevo. Trabajé ayer desde la mañana hasta las 2 una carta a Haguenin[99] destinada a facilitar y a favorecer su interés. Habla de presentar mi obra al público berlinés. Habla bien. Empiezo a estar hastiado de no ser, en cuanto un gran fervor deja de sostenerme, me debato. El amor propio herido no ha producido nunca nada de valor, pero a veces mi orgullo sufre una verdadera desesperación. Y vivo algunos días como en la pesadilla de alguien a quien se hubiera emparedado vivo en su tumba. Miserable estado que es bueno conocer; haber conocido. Escribiré esto más tarde, cuando haya salido de él.
Sin noticias de Berlín donde deben estrenarme antes del 28.
Pienso en Keats. Me digo que dos o tres admiraciones apasionadas como la mía le habrían hecho vivir. Vanos esfuerzos, me siento por momentos totalmente marchito de tanto silencio.
21 de enero
Voy a casa de Marcel Drouin que me ayuda, hasta la cena, a tomar conocimiento de los recortes de la prensa alemana. Ayer, 20 de enero, recibí mi recorte número ciento cincuenta y tres (Candaule se estrenó el 9); todos injuriosos, malvados, estúpidos, infames, con la única excepción de dos artículos de Haguenin, en el National Zeitung y en el Zeit.
(He recibido, después, tres excelentes artículos de revistas; vendrán otros.)
28 de julio
Divertidos, estos poemas de Valery Larbaud.[100 Leyéndolos, comprendo que, en mis Alimentos [terrenales], debería haber sido más cínico.
Hablando de Valery Larbaud, Philippe[101] decía a Ruyters[102]: «Siempre es un placer conocer a alguien a cuyo lado Gide parece pobre».
4 de julio
De paso en París para los envíos de ejemplares de La Porte étroite, paso por casa de los Valéry para saber cómo está Jeannie Valéry [la esposa del poeta] a la que se hablaba de operar. Degas[103] está con ella, y la fatiga desde hace casi una hora, pues es muy duro de oído y ella tiene poca voz. Encuentro a Degas envejecido, pero por lo demás, como siempre; apenas un poco más terco, más aferrado a sus opiniones, exagerando su hosquedad y siempre rascando el mismo sitio de su cerebro en el que el prurito se localiza cada vez más. Dice: «¡Ah, los que pintan del natural! ¡Vaya bromistas, vaya sinvergüenzas! ¡Los pintores paisajistas! Cuando me tropiezo con alguno en el campo, siempre me dan ganas de pegarle un tiro. ¡Pim, pam!» (Levanta el bastón, cierra un ojo y apunta a los muebles del salón.) «Habría que tener un servicio de orden que se encargara de eso.» Etc., etc. Y sigue: «¡La crítica de arte! ¡Qué ridiculez! Yo siempre digo (y en efecto recuerdo haberle oído decir exactamente las mismas frases hace tres o cuatro años): las Musas nunca hablan entre sí; cada una trabaja por su lado; y cuando no trabajan, bailan». Y repite dos veces más: «Cuando no trabajan, bailan». Y también:
«El día en que se empezó a escribir Inteligencia con mayúscula, la pifiamos. No hay Inteligencia; se tiene la inteligencia de esto, de lo otro. No hay que tener más inteligencia que la de lo que se hace.»
11 de julio
A Georges [Rondeaux, hermano de Madeleine] no le gusta La puerta estrecha; prefiere mis otros libros; y está en su derecho; pero empieza a equivocarse cuando reprocha a éste que no tenga las cualidades que conferían seducción a algunos de los otros; yo intento hacerle entender que lo importante, lo difícil, era precisamente no ponerlas, aquí, esas cualidades que no eran las que convenían a esta novela.
Domingo, 7 de diciembre
El libro [La Porte étroite] se me aparece ahora como un turrón cuyas almendras son buenas (id est: cartas y diario de Alissa) pero cuya masa es pastosa, mediocremente escrita; pero no podía ser de otra manera con la primera persona: el carácter insulso de mi Jerôme implicaba una prosa insulsa. De modo que, a fin de cuentas, creo que el libro está logrado. Pero ¡qué impaciencia de escribir otra cosa! En diez años por lo menos no volveré a atreverme a usar las palabras: amor, corazón, alma, etc.
3 de diciembre
[…] La palabra sinceridad es una de las que cada vez me cuesta más comprender. ¡He conocido a chicos jóvenes que alardeaban de sinceridad!… Algunos eran pretenciosos e insoportables; otros, brutales; hasta el sonido de su voz sonaba falso… En general, se cree sincero todo joven con convicciones y carente de sentido crítico.
¡Y qué confusión entre sinceridad y «descaro»! La sinceridad no me interesa, en arte, más que cuando es difícilmente consentida. Sólo las almas muy banales alcanzan fácilmente la expresión sincera de su personalidad. Pues una personalidad nueva sólo se expresa sinceramente en una forma nueva. La frase que nos es personal ha de ser tan particularmente difícil de tensar como el arco de Ulises.
20 de enero
Agradable visita de Boylesve[104]; bien veo que la conversación no irá muy lejos con él, pero verle me resulta cada vez más agradable. Está conmigo Ghéon, que después me acompañará a casa de la condesa de Noailles.[105] Se trata de que nos entregue la nota sobre La Mère et l’Enfant [La madre y el niño][106] que tiene la gentileza de dar a La Nouvelle Revue Française.
Madame de Noailles está en un hotel (Princess Hotel) de la calle Presbourg; las ventanas de su habitación dan al arco de l’Étoile. Nos esperaba; se le nota un poco; está echada en una tumbona formada por dos sillones y un taburete que los une, sinuosamente envuelta en una especie de camisa rumana o griega de tusor negro con un ancho ribete blanco-gris, de ese blanco suave del papel de China y de ciertos fieltros japoneses; esa camisa flota ampliamente alrededor de los brazos desnudos y cargados de brazaletes venecianos. Un chal circula a su alrededor, color de yema de huevo duro o mejor dicho de huevo «pasado por agua»; color de albaricoque seco. Sirena, termina misteriosamente bajo una tela tunecina. Lleva el pelo suelto, descuidado; negro como el azabache; cortado en un breve flequillo sobre la frente, pero cayendo como mojado sobre los hombros. Nos presenta a la princesa de Caraman-Chimay [su hermana], que me apunta con un impertinente que no soltará durante toda la visita.
Imposible anotar nada de la conversación. Madame de Noailles habla con una volubilidad prodigiosa; las frases se le apretujan en los labios, se aplastan, se confunden; dice tres o cuatro a la vez. El resultado es una sabrosísima compota de ideas, de sensaciones, de imágenes, un tutti-frutti acompañado por gestos de manos y de brazos, y sobre todo de ojos, que lanza al cielo en un pasmo no demasiado fingido, sino más bien demasiado fomentado.
Hablando de Montfort[107] en cierto momento, lo compara con una tenca de ojos saltones, e imita al pez cuando se aplasta contra el cristal del acuario. Esa imagen, muy exacta, nos hace reír, y cuando más tarde la mencionamos, ella se inquieta:
«No se les ocurra repetirlo; ¡oh!, se lo ruego, ¡no digan que les he dicho eso!, me enemistarían con él… ¡Y yo que siempre me prometo no hablar nunca mal de nadie!»
Henri Ghéon, que parece un campesino del Danubio recién desembarcado de Orsay, con sus zapatones llenos de barro, pero, como de costumbre, muy a sus anchas, se halla mucho más interesado, seducido, de lo que se esperaba. Habría que estar muy envarado para no sucumbir al hechizo de esta extraordinaria poetisa de cerebro hirviente y sangre fría.
[Valencia], marzo-abril
He dormido como un mineral. ¡Encantadora mañana! Una alegría inaudita tintinea por toda la ciudad; es la hora en que los rebaños la atraviesan; cada cabra que pasa desgrana, correteando, la nota única de su esquila. El aire está todo perfumado de azul; los tejados brillan. Huir, ¡ah!, huir más al sur, hacia un exotismo más total. Es en mañanas como ésta cuando la esperanza más confiada y más audaz de nuestra alma leva anclas, y cuando el vellocino de oro tiembla ante Jasón.
Elche
Gracias a nuestros abrigos del Tirol pasamos aquí por dos toreros catalanes.
Al igual que hace poco en Sevilla, los «círculos» son lo que más admiro en Murcia. Dichos círculos tienen la particularidad de ser siempre rectangulares. Parecen el interior de un autobús cuyos dos lados hubieran retrocedido mucho. Apoyados contra las dos paredes laterales, dos hileras de sillones frente a frente. En cada sillón un circulista. Cada circulista fuma un puro, y por el rabillo del ojo observa pasar al transeúnte. El transeúnte, mientras pasa, mira al circulista fumar su puro. Un gran espejo sin azogue separa a los circulistas de los transeúntes: visto desde fuera el círculo parece un acuario.
Los círculos sin pretensiones están al mismo nivel que la calle. (Es una calle por la que no pasan coches.) Otros, situados un poco más arriba, presentan las rodillas del circulista a la altura de los ojos del transeúnte. El sentado domina. Ni libros, ni periódicos, ni otro consumo que el de los puros; ni conversación posible de sillón a sillón, demasiado distantes. En la fachada de uno de esos acuarios donde flotan así algunos rodaballos, se lee: Círculo instructivo[108].
Cuando llega uno a España sediento de sol, de danza y de canto, nada tan lúgubre como la sala de un cinematógrafo en el que la lluvia nos obliga a refugiarnos. Cantos y danzas, en vano los hemos buscado hasta Murcia. En Sevilla sin duda se encuentran aún; en Granada… Sí, me acuerdo de que en el Albaycin [sic], hace unos veinte años (nada desde entonces, ni siquiera los cantos de Egipto, ha sabido tocar un lugar más secreto de mi corazón): era, de noche, en una amplia sala de mesón, un chico gitano que cantaba; un coro, a media voz, de hombres y mujeres, luego súbitas pausas, cortaban ese canto jadeante, excesivo, doloroso, del chico, en el que se sentía su alma, cada vez que se quedaba sin aliento, expirar. Hubiérase dicho un primer esbozo de la última balada de Chopin; pero era algo que quedaba como al margen de la música; no español, sino gitano, irreductiblemente… Para volver a oír ese canto, ¡ah!, habría cruzado tres Españas. Pero huiré de Granada por temor de no volver a oírlo.
París, 15 de abril
Ayer, almuerzo en casa de Rouché[109] con Gabriele D’Annunzio. […] D’Annunzio, más afectado, refrenado, crispado, más reducido, y también más vivaz que nunca. Los ojos desprovistos de bondad, de ternura; la voz más zalamera que verdaderamente acariciadora; la boca menos golosa que cruel; la frente bastante bella. Nada en él en que el don deje paso al genio. Menos voluntad que cálculo; poca pasión, o de la fría. Suele decepcionar a aquellos a los que su obra engancha (es decir, engaña). […]
24 de abril
[…] He dejado casi de salir y me levanto cada mañana con la alegría de saber que se extiende ante mí una larga sucesión de horas. Me zambullo en el trabajo (La Mivoie[110]) aunque no de todo corazón ni perfectamente seguro de estar escribiendo lo que debería escribir en primer lugar. El tono no difiere lo bastante, para mi gusto, del de La puerta estrecha, voy a tener que matizar más, escribir despacio. Sueño con las Caves [Les Caves du Vatican, Los sótanos del Vaticano], que imagino escritas en un estilo airoso, muy diferente.
Las últimas aventuras que he corrido me han dejado una repugnancia inexpresable.
30 de mayo
[…] Si ser protestante es ser cristiano sin ser católico, soy protestante. Pero no puedo reconocer otra ortodoxia que la ortodoxia romana, y, si el protestantismo, calvinista o luterano, quisiera imponerme la suya, me volvería inmediatamente hacia la romana, en tanto que única. «Ortodoxia protestante»: estas palabras no tienen para mí ningún sentido. No reconozco autoridad alguna; y si alguna reconociera, sería la de la Iglesia.
Pero mi cristianismo no pertenece más que a Cristo. Entre él y yo, tengo a Calvino o a san Pablo por dos pantallas igualmente nefastas. ¡Ah, si el protestantismo hubiera sabido de entrada rechazar a san Pablo! Pero es con san Pablo, no con Cristo, con quien precisamente Calvino está emparentado.
15 de junio
Cada año, cuando vuelvo a ver mi jardín, el mismo desengaño: desaparición de las especies y de las variedades raras: triunfo de las comunes y mediocres. «Supresión de los casos mejores… dominio inevitable de los tipos medios, e incluso de los que están por debajo de la media», decía Nietzsche «anti-Darwin». […]
17 de junio
Si Grecia, entre sus artistas, no cuenta a ningún lacedemonio, ¿no es porque Esparta dejaba morir a los niños enclenques?
12 de julio
Sentimiento de lo indispensable. Nunca lo he tenido tan fuerte, desde que escribí André Walter, como ahora con Corydon[111]. Aprensión de que otro se me adelante; me parece que el tema está en el aire; me asombra que nadie haga el gesto de alargar la mano antes que yo. […]
Hacia Marsella, en automóvil [Julio]
[…] Situar la idea de perfección, el anhelo, ya no en el equilibrio y la mesura, sino en el extremo, en el quién da más, es eso quizá lo que mejor señalará nuestra época y la distinguirá de forma más enojosa.
Para tener éxito en ese terreno, hay que estar dispuesto a cortar por lo sano. El quod decet[112] del arte es el primer obstáculo eliminado.
Los jóvenes que he conocido más fanáticos del automovilismo eran antes los que menos curiosidad sentían por los viajes. El placer del que se trata ahora ya no es ver mundo, o siquiera llegar deprisa a tal sitio, del cual por lo demás nada atrae ya; sino precisamente el ir deprisa. Y por más que las sensaciones así paladeadas resulten tan inartísticas, antiartísticas, como las del alpinismo, hay que reconocer que son intensas e irreductibles; la época que las ha conocido sufrirá sus consecuencias; es la época del impresionismo, de la visión rápida y superficial; es fácil adivinar cuáles serán sus dioses, sus altares; a fuerza de irreverencia, de desconsideración, de inconsecuencia, hará aún más sacrificios, pero de manera inconsciente o inconfesada. […]
“
Qué bello es el placer sin amor; sin deseo, qué noble es el amor. Qué desgraciado es el hombre.
”
Viaje a Andorra
Ax-les-Thermes, jueves [19 de agosto]
Llegada a las 10 de la noche. No hay sitio en el hotel Sicre; en esta época del año, suponer que lo haya es injuriar a monsieur Sicre. El portero del hotel nos lleva por la carretera de España hasta una de las últimas casas del pueblo, en la que aceptan huéspedes. La dueña ya está acostada; lúgubre espera en una salita polvorienta, invadida por hormigas aladas, bajo las miradas estúpidas de los retratos de familia.
Para llegar a lo que me hará las veces de dormitorio, me indican que hay que cruzar la cocina, y luego una especie de cobertizo tenebroso; mientras lo cruzo, distingo muy bien, a la luz de mi candela, un montón de colada, pero no los brazos de la carretilla que la sostiene; carretilla con la que tropiezo, proyectando al suelo los enseres que llevo para pasar la noche, la luz, y yo mismo cuan largo soy. A falta de espectadores, obligado a reírme solo, en la oscuridad, frotando mis contusiones.
Viernes [20 de agosto]
Me he levantado demasiado pronto; mis compañeros no están listos y el coche no ha de venir a buscarnos hasta las 6. Fuera, el cielo ya rebosa júbilo; el aire es ácido y fresco como un sorbete. ¡Cuánta claridad! En la plaza, agrios chillidos de un cerdo al que desangran; un caballo resopla en el torrente; se abren las primeras tiendas, en las que puedo comprar chocolate, galletas y polvo insecticida. A las seis y cuarto partimos.
Merens, a las 10 [20 de agosto]
[…] ¡Qué abominable albergue! Mientras escribo esto, un fonógrafo ladra en la sala, en la que vamos a comer enseguida. Llegan seis curas, que enseguida se encuentran a sus anchas.
Nosotros queríamos almorzar a las 11, y luego marcharnos, para poder dormir esta noche en la Seo de Urgel. Nos obligan a esperar.
—No tienen ustedes prisa —afirma el mesonero.
—¿Y usted qué sabe?
—¡Bueno! No serán los primeros huéspedes que tengan que esperar.
¡Qué almuerzo! Nuestro apetito, y eso que es robusto, salta a pies juntillas por encima de platos inconfesables; pero, durante toda la comida, el mesonero no deja ni un momento de abanicar a sus huéspedes con un enorme plumero espantamoscas compuesto por banderolas multicolores.
Domingo [22 de agosto]
En cuanto pasamos la aduana, posada[113], en la que nos sirven salchichón negro y astroso queso de cabra. Al fondo de la sala, que la claridad de fuera hace oscura, una escalera con escalones de pizarra; sobre el de más arriba se sienta una chiquilla desnuda. Mira cómo destripan un cordero, del que el posadero cuelga al techo, muy bajo, las vísceras; al poco rato, levantándome distraídamente, me golpearé la frente con ellas. Nuestro guía, sentado a nuestro lado, espolvorea de sal gris un tomate. Sobre la mesa, escapado del queso, un flaco gusano caracolea. La vieja posadera pesa el salchichón para saber cuánto hemos consumido.
Prados húmedos; rocas luminosas. Sobre la Cerdaña feliz, el valle se abre; la luz chorrea de la cima de los montes como leche. […]
Seo de Urgel [23 de agosto]
Bourg-Madame, puerta de España, no debe su auge más que a la proximidad de Puigcerdà. [La guía] Baedeker nos informa de que Puigcerdà es frecuentado por la alta sociedad española.
A la hora en que llegamos, es decir al atardecer, la alta sociedad deserta furiosamente la ciudad; fastuosos autos[114] descienden en tromba la pendiente que nosotros ascendemos. ¿Adónde van? Tendremos la respuesta dentro de una hora, cuando, volviendo a bajar a Bourg-Madame, nos los encontremos, alineados a lo largo del único tramo de calle. De 5 a 7, los autos de Puigcerdà bajan a aprovisionarse de gasolina, que en Francia cuesta más barata. ¡Qué ricos son! Algunos, a modo de trompa, exhiben un dragón de cobre dorado que parece haber llegado volando del Brasil. Nada que hacer, nada que ver, nada que beber en Bourg-Madame. A lo largo de veinte metros, contra las paredes de las casas se alinean bancos de madera; allí se sientan señoras y señoritas[115] de la alta sociedad, de la que cada auto español derrama sobre el empedrado de Bourg-Madame entre ocho y doce representantes. Otras señoras y la mayor parte de los hombres están de pie sin decir nada, y sin parecer pensar en nada. Todas y todos muy feos, muy ordinarios, insolentemente ricos e inmensamente necios. ¿Qué hacen el resto del día? Ahora que los autos han bebido, ¿qué esperan?… Al otro lado de la calle, los chóferes se dan humos, como grandes de España.
17 de octubre
Ciertos días, a mi espíritu, como a mi cuerpo, le duele cada pliegue. Una sonrisa o una palabra me hiere. Todo lo que hago o digo me desagrada. En la carta de Rivière que ha llegado hoy, la frase: «No es usted santo de la devoción del Paris-Journal» ha bastado para envenenarme la mañana.
Temo tener que luchar muy pronto contra una falsa imagen de mí que están trazando, un monstruo al que dan mi nombre, y que erigen en mi lugar, y que de puro feo y estúpido da miedo.
Innata deslealtad de ciertos críticos.
Lunes, 14 de noviembre
Paul-A. Laurens, que se entretenía entonces rondando a madame Dickemare, pasaba todas las veladas en el casino de Biskra. Yo pasaba todas las mías en una tienducha baja de techo y poco clara que, de día, servía para un raquítico comercio de jena, y donde se reunían por la noche Bachir, Mohammed, Larbi, el hermano de Bachir y algunos otros amigos suyos. Se jugaba a las tres cartas o a las damas. Bachir preparaba el café. La pequeña pipa de kif, de boca en boca, circulaba. A Athman le hacía gracia que yo llamara «pequeño casino» a ese lugar lúgubre. Pues sí, allí pasaba todas las noches. ¿Qué hacía? Hoy me lo pregunto. No fumaba ni jugaba con los demás y no estaba enamorado en particular de ninguno de ellos; no, sino de esa misma atmósfera, de esa sombra, de ese silencio, de su compañía de la que ya no podía prescindir. Cada uno de ellos era, si no muy bello, al menos lleno de esbeltez y de gracia; en otro sitio los he descrito.[116] Sé muy bien que hoy, más inquieto, ¡ay!, más avanzado en el libertinaje, no podría permanecer contemplativo como entonces. Ni una sola noche de esos dos meses que frecuenté el lugar precisé en alguno de ellos mis deseos. Fue eso lo que me permitió prolongar interminablemente mi placer. El tiempo pasaba; nunca, desde entonces, he vuelto a perder tan completamente la noción del tiempo, de la edad y de la hora. El kif nada habría añadido.
27 de marzo
Almuerzo con Barrès[117] (en casa de Blanche). Se preocupa mucho de su personaje; sabe guardar silencio a fin de no decir nada que no sea importante. Ha cambiado mucho, en los casi diez años que hace que no le he visto; pero sigue teniendo esa seducción apremiante, aunque se mantiene apartado y sabe mantener la reserva y la distancia. ¡Qué prudencia! ¡Qué economía! No es una gran inteligencia, no es un «gran hombre», pero sí un hábil industrioso de sí mismo hasta alcanzar la apariencia del genio. Industrioso sobre todo de las circunstancias; sabe sacar partido a lo que tiene, hasta el punto de ocultar lo que le falta.
En la compañía que fuera, aunque fuese en la de los necios, X. [el mismo Gide] jamás se resignaba, si podía evitarlo, a no gustar. Le costaba convencerse de que no había en él ningún rasgo con el cual pudiese seducir, aunque fuera al espíritu más distinto al suyo. Habría sido difícil decir si en él, más que la necesidad de amar, la necesidad de ser amado era lo que dominaba y lo que más le empujaba. Sólo si eso fallaba intentaba hacerse respetar o temer; pero no renunciaba de buen grado.
8 de mayo
En casa de Raphaël Schwartz[118], pintor-grabador —judío quizá, ruso seguro— que quiere retratarme. […]
Como muchos hoy en día, se demuestra a sí mismo que es colorista no empleando más que colores vivos; tiene un ojo cruel. Pretende llegar al misterio descuidando el dibujo. Reconoce uno, en una mujerona de barro, medio desnuda, el modelo de un gran retrato con armonías de loro feroz (fondo amarillo ranúnculo, vestido verde aspidistra, en la mano libro color tomate): su mujer.
Pasamos mucho tiempo buscando la pose que debo tomar. En cuanto la he tomado, disfruto del largo silencio que me espera […]; pero Schwartz pretende hablar. Presiento algo peor: por dos veces, sonriendo a la placa en la que empieza a trabajar, ha dicho: «Ahí arriba hay alguien que se muere de ganas de conocerle». Bruscamente, se sobresalta al oír un ruidito en el piso de arriba, que parece una señal.
—¡Solange! ¡Solange! Monsieur Gide está aquí. ¡Te esperamos!
La mujer del retrato baja los escalones sonriéndole a mi reflejo en el gran espejo ante el cual poso.
Madame Schwartz nació en la isla de la Reunión; de ahí el brillo de sus labios y la languidez de sus ojos. No lleva corsé, y la punta de sus senos bien formados se nota bajo el tusor de su ligera blusa; cara y cuerpo voluptuosos; cabellos castaño dorado recogidos en forma de turbante alrededor de la cabeza. Un poco más de práctica con el bello sexo me habría advertido que la bella Solange escribía y que contaba con aprovechar mi pose para infligirme una lectura. La conversación (en la que por lo demás, para no perturbar mi pose, yo participaba lo menos posible) no tenía otro fin que inducir esa lectura. Había que tomar carrerilla: Schwartz me comunicó su deseo de añadir dos mujeres a su álbum. «Sin duda madame Curie por una parte… y madame de Noailles»; pero como esa primera tentativa no había conducido a nada, la conversación decaía, cuando, no recuerdo a propósito de qué, después de que hubimos hablado de la universalidad de dones del marido, con toda inocencia pregunté:
—¿Y usted, madame, no hace nada?
—¡Yo! ¡Oh! ¡Nada! —respondió ella apresuradamente.
Un silencio durante el cual Schwartz inclinado sobre su placa, sonríe con una sonrisa llena de sobrentendidos, y luego, poniendo la mano en forma de corneta, como para que su voz no llegara más que a mí:
—Escribe.
Solange, inmediatamente:
—¡Pero quieres callarte! ¡Si será ridículo! Monsieur Gide, no le escuche… ¿Puede llamarse «escribir» a arrojar sobre el papel algunos poemas que una no puede retener dentro de sí?… Cuando se los leí a Verhaeren, no quería creer que yo no tuviera costumbre de escribir… Pero ¡escribir!, ¿para qué? Es lo que me pregunto cada día delante de mi hoja de papel: «¿A quién le interesará esto?». (Y repitiendo y acentuando cada sílaba:) «¿A quién le-in-te-re-sa-rá es-to? ¿A quién puede interesarle?…» (Evidentemente está esperando que yo conteste: «Pues… a mí, a lo mejor», y como yo sigo mudo, opta por precisar: «¿No le parece, monsieur Gide?».)
Entonces Schwartz, acudiendo en su ayuda:
—Cuando la emoción es sincera…
Y ella inmediatamente:
—¡Oh! ¡Si hablamos de sinceridad…! Es hasta curioso: empiezo sin saber muy bien lo que voy a escribir; cuando lo releo, son versos; ritmo sin darme cuenta; sí, es superior a mis fuerzas: todo lo que escribo está ritmado. Monsieur Gide, querría que me dijese: ¿cree usted que se llega a algún sitio a fuerza de trabajar y cincelar?…
Aquí, un poco neciamente, intento establecer un matiz entre esas palabras e insinúo que «quien dice trabajar no dice forzosamente cincelar». Pero no se me entiende; y más vale dejarlo estar. La conversación toma impulso ahora por una nueva pista.
—¿Así que usted conoce mucho a Verhaeren? ¡Qué conversador tan agradable! ¿Le ha oído usted contar? ¡Ah!, el otro día, en Saint-Cloud, nos pasamos todo el día contándonos historias… De hecho ha sido una de las cosas que me han animado a escribir. «Si no escribe usted esos recuerdos, ¡es usted una criminal!», me dijo. Yo acababa de contarle la muerte de mi abuelo… ¡Figúrese que encargaron dos ataúdes!, sí, dos ataúdes: la criada se equivocó… […] Es como ese otro recuerdo que tanto le gustó… Figúrese usted que yo había tomado la costumbre de comprar cada mañana un ramo de flores, al pasar, a un golfillo de unos catorce años, que estaba siempre en el mismo sitio. Según la estación, eran violetas, o mimosas… Así durante dos años. Hasta que un día, no pude salir, pero tenía una amiga que conocía al niño y que le dio mi dirección para que me llevara a casa el ramo que yo no había podido llevarme. Veo llegar al niño, el cual, en cuanto le hacen pasar, me tira el ramo, de lejos, desde la puerta, gritando: «¡Ah! ¡Se cree usted que los niños no sentimos nada! Sí, todos los días, desde hace dos años, cuando pasa usted, me mira y no ve que yo la miro… ¡Ah! ¿Se cree usted que no sienten nada, los niños pobres, porque no tienen derecho a decir nada? …» Y va y sale corriendo, cerrando de un portazo. Desde entonces no le he vuelto a ver…
YO: Se suicidó.
ELLA, soñadora: Quizá… ¡Huy, pues recuerdos como éstos, tengo un montón!
YO: ¿Y es eso lo que escribe?
ELLA: No. Pero es lo mismo; lo que escribo es como si fueran recuerdos. Así, mire, le leí a Verhaeren unos versos que le gustaron mucho… vamos, encontró que la forma no era perfecta, pero que había sentimiento.
ÉL: ¡Eso es lo que importa!
Etc., etc.
—Se me está deshaciendo el peinado —dice ella al pasar por delante del espejo—, tengo que subir a arreglarme.
Desaparece; vuelve a aparecer poco después:
—Veamos, monsieur Gide, a ver si sabe usted hacer de Sherlock Holmes. ¿A que no sabe qué llevo en la mano derecha? (Tiene las dos manos detrás de la espalda.)
Son los versos, indeciblemente sosos, cuya lectura, decididamente, no me será ahorrada.
Luego, en el enorme silencio que se hace tras su lectura, arroja su última baza, desesperadamente:
—¡Y si le dijera que ahora estoy escribiendo una obra de teatro!
YO: ¡¡¡Hummm!!! (Saco el reloj.) ¡Oh! Es mucho más tarde de lo que creía. ¿Tiene usted todavía para mucho?
ÉL: Veinte minutos.
YO, resignado: ¡Bueno! ¿Y de qué trata su obra?
ELLA: ¡No! No quiero hablar de eso. No se la he contado a nadie todavía, etc.
Sin embargo, como yo no hago ninguna pregunta, se decide:
ELLA: Pues verá. Mi punto de partida es que, en la literatura contemporánea, no se pintan más que personajes de mujeres mediocres, personajes vergonzosos. Yo quiero mostrar a una mujer que siente que, en su interior, el amor maternal sustituye poco a poco al amor conyugal. ¿Me sigue?
YO: En absoluto.
ELLA: Sí; se ha casado con un hombre del montón, y poco a poco siente que desarrolla hacia él un amor… maternal. Empieza por elevarlo hasta su propia altura; le da alas; y entonces él, a su vez, se eleva por encima de ella… Dígame qué le parece. Etc.
Nueve días en Brujas. [Mayo]
Prefiero la amistad, el aprecio y la admiración de un hombre honrado a las de cien periodistas. Pero como cada periodista, él solo, hace más ruido que cien hombres honrados, no hay que asombrarse de que se haga en torno a mis libros un poco de silencio, o mucho ruido descortés.
Hojas sueltas
—No parece usted comprender, monsieur —me decía a menudo el bueno de Lyon, mi profesor—, que ciertas palabras están hechas para ir con otras; mantienen entre sí relaciones que no hay que cambiar.
—Qué quiere que le diga, querido maestro, también para las palabras estoy convencido de la utilidad de las malas compañías.
No es que no supiera complacerme nunca en las metáforas, incluso en la más romántica; pero como me repugna el artificio, para mí mismo me las prohibía. Ya desde los Cahiers d’André Walter hice prácticas de un estilo que buscaba una más secreta y más esencial belleza. «Lenguaje un poco pobre», decía el bueno de Heredia[119], a quien presenté mi primer libro, sorprendiéndose de no encontrar en él más imágenes. Ese lenguaje, lo quise más pobre aún, más estricto, más depurado, considerando que el adorno no tiene razón de ser si no es para ocultar algún defecto, y que sólo el pensamiento que no es lo bastante bello debe temer la perfecta desnudez.
A las famosas «tres unidades» yo añadiría una cuarta: la unidad de espectador. Implicaría que importa que, trátese de una obra de teatro o de un libro, la creación poética se dirija, de principio a fin, al mismo lector o espectador. Estas reflexiones suben en mí al leer el último libro de Wells.[120] […] Hay en este libro páginas que no pueden divertir más que a niños, a personas nuevas; otras páginas para complacer a los viejos experimentados que somos, pero que disgustarán a los primeros; otras, por último, en las que no parece divertir más que a no sé qué otro yo suyo; tanto los niños como yo hemos dejado de escuchar. […]
Hotel Bellevue, Neuchâtel [Suiza] [enero]
[…] Antes de regresar a mi mediocre habitación, me entretengo en el cinematógrafo; el chiquillo con traje de terciopelo color café claro con la manga rota (tenía una mütze [gorro] de lana blanca), tan populachero, tan saludable, tan risueño, que viene a sentarse a mi lado, charla conmigo, intenta retenerme cuando me quiero levantar, afirmando que tengo derecho a más espectáculo…
¿He alcanzado el extremo de la experiencia? ¿Y voy a saber ahora recobrar el dominio de mí mismo? Es necesario un sabio empleo de la energía que me queda. ¡Cuán sencillo sería ahora arrojarme a la garita de un confesor! ¡Cuán difícil es ser a la vez, para uno mismo, el que manda y el que obedece! Pero ¿qué director espiritual comprendería con suficiente sutileza esta fluctuación, esta indecisión apasionada de todo mi ser, esta igual aptitud para los contrarios? Despersonalización tan voluntariamente, tan difícilmente obtenida, que sólo podría ser explicada, exculpada, por la producción de las obras que autoriza y con vistas a la cual me he esforzado en suprimir mis preferencias. Absurdidad del método objetivo (Flaubert). Dejar de ser uno: ser todos. […]
Jueves [24 de enero]
Cuando me oigo charlar, me dan ganas de hacerme trapense. Y todo el asco, la exasperación que me produce mi charla no me corrige de nada. ¡La indulgencia que debe hacer falta a los otros, a veces, para soportarme!… Hay ciertos defectos de mi espíritu, que conozco y que execro, que no consigo vencer. ¡Si al menos pudiera no ser consciente de ellos! […]
Andermatt [Suiza], 27 de enero
Heme de nuevo en este país «que Dios hizo para que fuera horrible» (Montesquieu). La admiración hacia la montaña es un invento del protestantismo. Extraña confusión de los cerebros incapaces de arte, entre lo altivo y lo bello. Suiza: admirable cantera de energía; hay que bajar, ¿cuánto?, para volver a encontrar el abandono y la gracia, la pereza y la voluptuosidad, sin los cuales el arte, como el vino, no es posible. Si del árbol la montaña hace un abeto, se adivina lo que puede hacer del hombre. Estética y moralidad de coníferas.
El abeto y la palmera: dos extremos.
Miércoles [31 de enero]
Para mejor administrarlo, anotaré minuciosamente el uso de mi tiempo.
7 y media: baño, lectura del artículo de Souday sobre Suarès[121].
8 y media a 9: desayuno.
9: piano (primer preludio para órgano Bach-Liszt). Estudio interrumpido por la llegada del doctor Dussansay para vendarle el brazo a Em.
10 a 11: cartas a Rilke y a Eugène Rouart[122].
11 a 12: paseo, luego paso a limpio mis notas sobre Los poseídos[123].
Almuerzo.
1 a 2: estudio de piano.
2 a 3: lectura de Clayhanger[124], luego fatiga intensa y abandono atroz. Duermo de 3 a 4.
Por deseo y necesidad de aferrarme a algo sólido, me aplico a traducir las cartas de Hebbel[125] (las fechadas en Francia). Me resulta a la vez laborioso e interesante, de modo que prosigo ese trabajo hasta la hora de cenar.
Con todo mi corazón y con toda mi alma escucho esa reclamación de la virtud.
Viernes [2 de febrero]
Jornada apenas un poco mejor, que paso entera en el cuartito de al lado de la biblioteca, entre un fuego de tarugos y el pequeño radiador eléctrico. He traducido a Hebbel toda la mañana y una parte de la tarde; finalmente lo dejo, no desanimado, sino cada vez más convencido de que estas cartas no interesarán ni a diez lectores y de que la N.R.F. no puede desear publicarlas. […]
Sábado [3 de febrero]
Pensamiento incierto y doloroso. Nada que anotar aquí, a pesar de la aplicación con que tomo en cuenta incluso lo insignificante. Sólo el estudio del piano y la lectura (Clayhanger y Singleton[126]) salvan este día de la nada.
Miércoles, 7 de febrero
Si desapareciese ahora, nadie podría adivinar, a juzgar por lo que llevo escrito, lo mejor que me queda por decir. ¿Por qué temeridad, por qué presunción de larga vida, he dejado siempre lo más importante para el final? ¡O por qué timidez, al contrario, por qué respeto a mi tema y temor de no ser aún digno de él!…
Es así como de año en año aplacé La Porte étroite. A quién convenceré entonces de que este libro es gemelo de El inmoralista y que los dos temas crecieron conjuntamente en mi espíritu, encontrando el uno en el exceso del otro un permiso secreto y manteniéndose ambos en equilibrio.
Jueves [8 de febrero]
Leído Singleton e intentado retomar la visita de Julius a Lafcadio[127]. Esta noche vuelvo a sentirme tan cansado, que me cuesta escribir esas pocas líneas y no lo hago más que por deber.
Nuevos ataques en L’Indépendance, nuevos ataques en Les Marges (en tres sitios)[128]. ¡Qué perseverancia en el odio!
Viernes [9 de febrero]
Se añade ahora a mi atonía un dolor de cabeza constante y una gran fatiga del pensamiento. Me siento desesperantemente lejos de mí mismo. Me costó dormirme y, hacia el final de la noche, ese odio de Montfort y esa manera de falsear mi pensamiento empezaron a hacerme sufrir tanto que me levanté para escribir un prefacio a La Porte étroite. No eran aún las 5. Me debatí algún tiempo (pero ¿qué hacer comprender a los que no quieren comprender?); luego, extenuado, volví a acostarme vestido y me hundí en el sueño.
Domingo [11 de febrero]
Ya empezaba a sonrojarme de la congoja a la que me había abandonado estos últimos días y de haber, con tan poco orgullo, «dado curso a mis lamentaciones». Pero, hacia el final del día, después de una clase de inglés, so pretexto de higiene y por desocupación (inquietud también), he vuelto a salir; he errado por el bosque de Bolonia, mucho tiempo, muy lejos, lamentable. El cielo estaba de nuevo nublado. La carta de Copeau[129] me ha restaurado (y también una de las mejores conversaciones que he tenido nunca con Em. Pero de todo lo que concierne a Em., me prohíbo hablar aquí).
7 de mayo
Hace diez días que volví [de Florencia] (hace dos domingos, por la noche); tendría que haber retomado mi diario inmediatamente. Desde el día siguiente a mi regreso, he reanudado el trabajo, es decir que he empezado a pasar a limpio las páginas de los Sótanos que me quedaban por corregir. Impaciencia por someterlas a Copeau. Vino el viernes pasado a pasar tres días en casa. Excelente lectura pero que me deja entrever cuán lejos estoy aún de lo que me debo. Mis personajes, que al principio me parecían fantoches, se llenan poco a poco de sangre verdadera y ya no los despacho tan fácilmente como esperaba. Exigen cada vez más, me obligan a tomármelos cada vez más en serio y mi primitiva fábula se muestra cada vez menos suficiente. Necesidad de un enorme trabajo.
Visita de Jean-Marc Bernard[130] anteayer por la mañana; simpático, pero más apasionado que inteligente; prodigiosamente inculto, como todos esos nacionalistas que, so pretexto de cultivar únicamente su tierra y sus muertos, ignoran más o menos todo el resto del mundo. Confiesa por lo demás, y amablemente, sus ignorancias y las lagunas monstruosas de su partido.
Escrito el 8 de mayo
No fui a Túnez. Me encontré con madame Mayrisch[131] en Marsella. Dejé partir el barco del lunes; pasé la noche en Toulon; luego fui a Cannes, donde me encontré con Valery Larbaud y Arnold Bennett (éste, instalado en California, gana unos mil francos al día; le pagan un chelín por palabra; escribe sin parar todos los días de 6 de la mañana a 9, luego se mete en el cuarto de baño, hace sus abluciones y no vuelve a pensar en su trabajo hasta la mañana siguiente). Por miedo al mal tiempo y por impaciencia, renuncio a Túnez y me dirijo a Florencia, donde el mismo día de mi llegada encuentro alojamiento en el número 20 del lungarno Acciaioli, en un dormitorio-salón muy agradable (primo piano sobre el muelle) por tres liras al día. Estaba todavía tan cansado y reducido a tan poca cosa que Vannicola[132] y Papini, a los que vi desde los primeros días, se preguntaban de qué había sido víctima (me lo confesaron después). No pude recobrar cierto dominio sobre el trabajo y sobre mí mismo sino al cabo de ocho días de esfuerzos constantes. No importa, el trabajo me reconquistó poco a poco y pude llevar mi libro hasta el punto que esperaba alcanzar en Italia. Ni iglesias, ni museos (aparte de Santa Croce y el museo etrusco), pero sentía que todo estaba allí, a mi alcance, como un buen consejero; carta casi cotidiana a Em.; importante correspondencia con Claudel; todo el tiempo ocupado en el escritorio y en el piano, no saliendo casi más que para comer y, por la noche, un poco de picos pardos. ¡¡¡Qué ciudad, Florencia!!! Degradación del pobre Vannicola. Larbaud viene a verme y perturba bastante mi trabajo; pero ¡tan amable! ¡Y su conversación, qué interesante!
Por fin, el 16, meto todos mis papeles en el cajón y me voy a buscar a Ghéon a Pisa; lo llevo a Florencia esa misma noche (le ponen una cama en mi salón) y llevamos, durante diez días, una prodigiosa vida inenarrable, de inapreciable provecho. […]
10 de noviembre
Me siento de excelente humor para trabajar; pero más dispuesto a leer que a escribir, extraordinariamente ávido y como en los mejores días. Encontré por milagro, en un mercadillo de Toulouse, un pequeño volumen de Spenser[133], en una excelente edición, con abundantes notas y un glosario, en absoluto ajado. […]
Noche admirable que me ha dejado como nuevo el cuerpo y el espíritu. El frenesí extraordinario de esta noche me ha dejado en un estado de radiante equilibrio.
Admiraba yo cuán fácilmente alcanzo la felicidad, y hasta qué punto me es natural la dicha, mientras leía no sé qué artículo en el que X e Y. confesaban no haber conocido más que dos o tres instantes de felicidad perfecta en la vida. La otra noche, junto con Lazare Coulon; esta mañana, con Spenser, primero mi cuerpo, después mi alma, eran tan felices como uno y otro pueden serlo. Y qué importa que no lo fuesen «a la vez», puesto que uno no llega a la felicidad sino durante el sueño del otro.
11 de noviembre
Cada día difiero y aplazo un poco más mi oración: ¡que venga el tiempo en el que mi alma por fin liberada no se ocupe más que de Dios!
23 de noviembre
He dormido bien; gracias quizá a una abundante libación de agua de azahar. Toda la mañana trabajando. […] Escribo el grueso de la conversación entre Julius y Lafcadio después del crimen, sin ponerme demasiado nervioso, pero sin conseguir darme cuenta sobre la marcha de la calidad de lo que escribo. Quizá cuando la relea mañana la encontraré execrable; no importa, creo por lo menos que el dibujo general de la escena es bueno.
19 de diciembre
Visita a Paul Claudel ayer, en casa de su hermana. Gran cordialidad de su acogida. Entro enseguida en el cuartito que ocupa y que domina, desde el fondo de la alcoba, un crucifijo.
Paul Claudel está más macizo, más ancho que nunca; diríase que se lo ve reflejado en un espejo deformante; ni cuello, ni frente; parece un martillo pilón. Pronto sale a colación Rimbaud, cuyo volumen de obras completas prologado por él, que acaba de salir en el Mercure, está sobre la mesa. Tuvo recientemente ocasión de hablar con no sé qué empleado o representante comercial que, durante bastante tiempo, había podido frecuentar a Rimbaud en Dakar o en Adén; que lo describía como un ser absolutamente insignificante que se pasaba el día entero fumando, agachado a la manera oriental, y contando, cuando alguien le iba a ver, necias historias de portera, y, de vez en cuando, poniéndose la mano delante de la boca mientras reía con una especie de risa interior de idiota. En Adén salía a pleno sol con la cabeza descubierta, a unas horas en que el sol sobre la nuca produce el efecto de un garrotazo. En Dakar vivía con una mujer del país, con la que tuvo un niño o al menos un aborto, «lo que basta para anular (dice Claudel) las imputaciones de vicio nefando que aún hoy se asocian a veces a su nombre; pues, si hubiera tenido ese vicio (del que, al parecer, es dificilísimo curarse), no hace falta decir que lo habría conservado en ese país en el que es aceptado y facilitado hasta el punto de que todos los oficiales, sin excepción, viven abiertamente con su boy».
Al reprocharle yo que en su estudio haya escamoteado la vertiente feroz del carácter de Rimbaud, dice que no ha querido describir más que al Rimbaud de la Temporada en el infierno; en el que debía desembocar el autor de las Iluminaciones. Viéndonos arrastrados por un momento a hablar de sus relaciones con Verlaine, Claudel, con la mirada ausente, toca un rosario que hay encima de la chimenea, en una copa.
Habla de pintura con exageración y estulticia. Sus palabras son un flujo continuo que ninguna objeción, que ninguna interrogación incluso, detiene. Toda otra opinión que la suya no tiene razón de ser ni casi disculpa a sus ojos. […]