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El complejo que formaba el hospital St. Francis era toda una ciudad en sí mismo; un conglomerado de construcciones arquitectónicas, erigidas en distintas épocas, que se comunicaban unas con otras a través de una serie de pasadizos y galerías. Una de las construcciones más importantes, era el sector administrativo, que parecía una mansión; otra, los pabellones donde se atendían las consultas externas y las torres de habitaciones para los pacientes internos, con sus enormes ventanales. El único rasgo común a todo el conjunto, y que resultaba esencial, eran las señales en rojo y blanco que indicaban la ubicación de las distintas dependencias.
El único lugar que no necesitaba estar señalizado era justamente hacia el que Xhex se dirigía.
El ala de urgencias era el edificio más nuevo del complejo, unas instalaciones muy modernas, de cristal y acero, que parecían un club nocturno, siempre iluminado y bullicioso.
Difícil no verla.
Xhex se materializó a la sombra de unos árboles que formaban un círculo alrededor de unos bancos. Mientras caminaba hacia las puertas giratorias de la unidad de Urgencias, estaba al mismo tiempo presente y totalmente ausente. A pesar de que se movía por entre los otros peatones y sentía el olor a tabaco que salía de la zona de fumadores y el aire frío que le golpeaba la cara, estaba demasiado distraída con la batalla que se libraba en su interior para ser consciente de lo que la rodeaba.
Cuando entró en el edificio, tenía las manos entumecidas y sentía un sudor frío en la frente. En medio de las luces fluorescentes y el suelo de linóleo, con el personal médico moviéndose a su alrededor, sintió que se paralizaba.
—¿Puedo ayudarla?
Xhex dio media vuelta y levantó las manos, adoptando una posición de combate. El médico que le había hablado se quedó quieto, pero parecía sorprendido.
—Caramba. Tranquila.
—Lo siento. —Xhex bajó los brazos y leyó la placa que él llevaba pegada a la solapa de la bata blanca: «Manuel Manello, M. D. Jefe de Cirugía». Xhex frunció el ceño al sentirlo, al olerlo.
—¿Está usted bien?
A usted qué le importa.
—Necesito ir a la morgue.
El hombre no pareció impresionado, como si alguien con la apariencia de Xhex tuviera cara de conocer a un par de muertos.
—Sí, claro, ¿ve ese pasillo? Tiene que ir hasta el fondo. Ahí verá el aviso de la puerta de la morgue. Sólo siga las flechas. Está en el sótano.
—Gracias.
—De nada.
El médico salió por la puerta giratoria por la que Xhex acababa de entrar y ella atravesó el detector de metales por el que él acababa de pasar. No pitó nada y ella le sonrió al vigilante que la observaba.
El cuchillo que llevaba en la parte baja de la espalda era de cerámica y Xhex había reemplazado los cilicios metálicos por unos hechos de cuero y piedra. Sin problema.
—Buenas noches —le dijo al guardia de seguridad.
El hombre la saludó, pero mantuvo la mano sobre la culata de su arma.
Al final del pasillo, encontró la puerta que estaba buscando, la empujó y comenzó a bajar las escaleras, siguiendo las flechas rojas que el médico había mencionado. Cuando llegó a un pasillo de paredes blancas, se imaginó que estaba cerca y tenía razón. El detective De la Cruz estaba al final del corredor, junto a un par de puertas dobles de acero inoxidable con las indicaciones: «Morgue» y «Sólo personal autorizado».
—Gracias por venir —dijo el detective, mientras ella se acercaba—. Vamos a la sala de observación que está más allá. Voy a avisarles de que ya está aquí.
El detective empujó una de las puertas y, a través de la rendija, Xhex vio una fila de mesas de metal con soportes para la cabeza de los cadáveres.
Sintió que su corazón se detenía y después rugía, aunque no cesaba de repetirse que no debía permitir que eso la afectase. No era ella la que estaba ahí. Eso no era el pasado. No había nadie con una bata blanca encima de ella haciéndole cosas «en nombre de la ciencia».
Además, ella ya había superado todo eso, hacía más de una década…
De repente se oyó un ruido suave que fue aumentando en intensidad y resonó por detrás de ella. Xhex dio media vuelta y se quedó paralizada, pues el miedo era tan fuerte que la pegó al suelo…
Pero sólo era un camillero que empujaba un carrito con ropa sucia. El hombre iba inclinado sobre el carrito, empujándolo con todas sus fuerzas y ni siquiera levantó la vista al pasar junto a ella.
Sin embargo, por un momento Xhex parpadeó y vio otro carrito. Uno lleno de extremidades mezcladas e inmóviles, las piernas y los brazos de los cadáveres que se amontonaban como trozos de leña.
Xhex se refregó los ojos. Claro, ya había superado lo ocurrido… pero siempre y cuando no estuviera en una clínica o un hospital.
Por Dios… tenía que salir de ahí.
—¿Se siente capaz de hacer esto? —preguntó De la Cruz, que estaba junto a ella.
Xhex tragó saliva e hizo un esfuerzo por recuperar la compostura, mientras pensaba que el policía nunca entendería que lo que le causaba ese pánico eran un montón de sábanas, y no el cadáver que estaba a punto de ver.
—Sí. ¿Ya podemos entrar?
El hombre la miró unos segundos.
—Escuche, ¿quiere que esperemos un momento? ¿Le gustaría tomarse un café?
—No. —Al ver que el hombre no se movía, ella se dirigió a una puerta donde había un cartel que decía: «Sala privada de observación».
De la Cruz pasó frente a ella y le abrió la puerta. La antesala que había detrás tenía tres sillas negras de plástico y dos puertas y olía a fresas químicas, el resultado de la combinación del formaldehído y el ambientador. En un rincón, lejos de las sillas, había una mesita con un par de vasos desechables que contenían un poco de café viejo.
Al parecer, había dos tipos de personas: los que se paseaban y los que se sentaban, y si uno se sentaba, se esperaba que apoyara el café de la maquinita sobre las piernas.
Mientras miraba a su alrededor, Xhex sintió las emociones que habían quedado flotando en la habitación, como el moho que queda después de que baja el agua fétida. La gente que había atravesado esa puerta había pasado por muy malos trances. Tenían el corazón roto. La vida destrozada. Su mundo nunca volvería a ser el mismo.
Entonces pensó que no se les debería ofrecer café a las personas que iban a ese lugar. Ya estaban suficientemente nerviosas.
—Por aquí.
De la Cruz la llevó a una estrecha habitación que, en opinión de Xhex, sólo producía claustrofobia: era diminuta, casi sin ventilación, tenía unas luces fluorescentes que titilaban y la única ventana no daba precisamente sobre un jardín de flores silvestres.
La cortina bloqueaba la vista.
—¿Está usted bien? —Volvió a preguntar el detective.
—¿Podemos terminar con esto?
De la Cruz se inclinó hacia la izquierda y oprimió un timbre. Al oír el timbre, la cortina se abrió por la mitad con un siseo, dejando a la vista un cuerpo cubierto con el mismo tipo de sábanas blancas que había en el carrito de la ropa sucia. Al lado de la camilla había un hombre vestido con ropa de cirugía verde y, cuando el detective le hizo una señal, el hombre retiró la sábana.
Chrissy Andrews tenía los ojos cerrados y las pestañas sobre las mejillas, pálidas y cenicientas, como las nubes de diciembre. No parecía serena. Tenía la boca torcida y azul, con los labios rotos por lo que debía de haber sido un puñetazo o un golpe con una cacerola o una puerta.
Los pliegues de la sábana que reposaba sobre su garganta casi escondían por completo las marcas del estrangulamiento.
—Sé quién hizo esto —dijo Xhex.
—Sólo para que quede claro, usted la está identificando como Chrissy Andrews, ¿verdad?
—Sí. Y yo sé quién hizo esto.
El detective le hizo una señal al camillero, que cubrió de nuevo el rostro de Chrissy y cerró las cortinas.
—¿El novio?
—Sí.
—Tienen un largo historial de llamadas por violencia doméstica.
—Demasiado largo. Por supuesto, eso ya se terminó. El desgraciado por fin terminó el trabajo, ¿no?
Xhex salió del cuarto hacia la antesala, y el detective tuvo que apresurarse para alcanzarla.
—Espere…
—Tengo que regresar al trabajo.
Cuando salieron al pasillo, el detective la obligó a detenerse.
—Quiero que sepa que el Departamento de Policía ha abierto una investigación por asesinato. Encontraremos a los sospechosos y los entregaremos a la justicia.
—Estoy segura de eso.
—Además, usted ya hizo su parte. Ahora tiene que dejar que nosotros nos hagamos cargo de todo y terminemos la investigación. Déjenos encontrarlo, ¿está bien? No quiero que usted empiece a vigilarlo.
En ese instante, Xhex recordó el pelo de Chrissy. La chica solía preocuparse mucho por su pelo, siempre se estaba cepillando y luego se alisaba la capa de encima y la llenaba de fijador hasta que parecía la cresta de un peón del ajedrez.
Parecía un regreso a Melrose Place, con Heather Locklear y su casco dorado.
El pelo que había debajo de esa sábana estaba aplastado como una tabla, pegado a los lados, sin duda por obra de la bolsa en la que la debieron de transportar.
—Usted ya hizo su parte —repitió De la Cruz.
No, todavía no.
—Que tenga buena noche, oficial. Y le deseo suerte para encontrar a Grady.
El policía frunció el ceño y luego pareció creerse el cuento de la niña buena.
—¿Necesita que la lleve?
—No, gracias. Y, de verdad, no se preocupe por mí. —Xhex forzó una sonrisa—. No voy a hacer ninguna estupidez.
Por el contrario, ella era una asesina muy inteligente. Entrenada por el mejor.
Y eso de ojo por ojo era más que una frase hecha.
‡ ‡ ‡
José de la Cruz no era un científico de la NASA, ni formaba parte de un grupo de genios, ni era genetista molecular. Tampoco le gustaba el juego y no sólo debido a que era católico.
No tenía necesidad de apostar. Sus instintos eran tan certeros como la bola de cristal de una adivina.
Así que sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando decidió seguir a la señorita Alex Hess al salir del hospital, a una discreta distancia. Cuando pasó las puertas giratorias, no fue a la izquierda, hacia el aparcamiento, ni a la derecha, hacia los tres taxis que estaban estacionados a la entrada. Siguió recta, caminando por entre los coches que iban a recoger y dejar pasajeros y entre taxis vacíos. Después de subirse a la acera, enfiló por el césped helado y siguió caminando hasta atravesar la calle e internarse entre los árboles que la administración de la ciudad había sembrado hacía un par de años para ponerle un poco de verde al centro.
En un abrir y cerrar de ojos, la mujer desapareció como si nunca hubiese estado ahí.
Lo cual, desde luego, era imposible. Estaba oscuro y él estaba levantado desde las cuatro de la mañana del día anterior al anterior, así que tenía los ojos tan alerta como si estuviera bajo el agua.
Iba a tener que vigilarla. Él sabía muy bien lo que era perder a un colega y estaba claro que esa mujer estimaba a la chica muerta. Sin embargo, lo último que se necesitaba para resolver ese caso era que un civil que anduviera por ahí infringiendo la ley y que, tal vez, pudiera llegar incluso a asesinar al principal sospechoso de la policía.
José se dirigió al coche sin identificar que había dejado estacionado detrás del hospital, en el lugar donde limpiaban las ambulancias y los médicos salían a conversar en los descansos.
El novio de Chrissy Andrews, Robert Grady, alias, Bobby G, vivía en un apartamento que había alquilado cuando ella lo echó durante el verano. Cuando José visitó el cuchitril, a eso de la una de la tarde, el lugar estaba vacío, pero gracias a una orden de registro basada en las llamadas al número de emergencias que Chrissy había estado haciendo para denunciar a su novio durante los últimos seis meses, pudo pedirle al casero que le abriera la puerta.
Encontró comida podrida en la cocina, platos sucios en la sala y ropa por toda la habitación.
También había unas cuantas bolsitas de celofán con un polvo blanco que, vaya sorpresa, resultó ser heroína. Imagínense.
El novio no estaba por ningún lado. La última vez que lo vieron en el apartamento fue alrededor de las diez de la noche del día anterior. El vecino de al lado había oído a Bobby G gritando. Luego sintió que la puerta se cerraba de un portazo.
Y los registros de su móvil, que ya habían sido solicitados al operador del servicio, indicaban que había llamado al teléfono de Chrissy a las nueve y treinta y seis.
Inmediatamente montaron un operativo de vigilancia del lugar a cargo de policías encubiertos que rendían informes con regularidad, pero de momento no había habido novedades. Y José no creía que fuera a haberlas. Lo más seguro era que el lugar permaneciera desierto, pues el sospechoso no iba a correr el riesgo de volver allí.
Así que quedaban dos cosas en su radar: encontrar al novio y seguir a la jefa de seguridad de ZeroSum.
Y su instinto le decía que lo mejor para todos sería que él encontrara a Bobby G antes de que lo hiciera Alex Hess.