63
La noche siguiente, Ehlena observaba mientras su nuevo amigo, Roff el cerrajero, taladraba un agujero en la caja fuerte de la pared. El ruido del poderoso taladro le perforaba los oídos y el olor a metal quemado le recordaba el del desinfectante que usaban en la clínica de Havers. Pero la sensación de que estaba haciendo una cosa útil compensaba todas esas molestias.
—Ya casi he terminado —gritó el cerrajero por encima del estruendo.
—Tómese su tiempo —gritó ella como respuesta.
El asunto entre ella y la caja se había vuelto un problema personal y esa maldita iba a quedar abierta esa noche, pasara lo que pasara. Después de revisar la alcoba principal con la ayuda de los criados e incluso registrar la ropa de Montrag, lo cual había sido un poco siniestro, Ehlena había llamado al cerrajero y ahora estaba disfrutando al ver cómo la cabeza del taladro desaparecía dentro del metal.
Lo que había dentro de la caja no le importaba tanto como superar la barrera de no tener la combinación, y era un alivio sentirse ella misma otra vez. Ehlena siempre había sido la primera en abrirse camino a través de las dificultades… de manera similar a ese taladro.
—Estoy adentro —dijo Roff, al tiempo que retiraba el taladro—. ¡Por fin! Venga a echar un vistazo.
Cuando el eco del estruendo se fue desvaneciendo hacia el silencio y el cerrajero se tomó un descanso, Ehlena se acercó y abrió la puerta. Dentro estaba tan oscuro como la boca de un lobo.
—Recuerde —dijo Roff, al tiempo que empezaba a guardar sus herramientas—, tuvimos que cortar la electricidad y el circuito que la unía al sistema de seguridad. Por lo general, debería haber una luz que se encienda al abrir la puerta.
—Claro. —Ehlena miró de todas formas, pero parecía una cueva—. Muchísimas gracias.
—Si quiere que le busque otra caja, puedo hacerlo.
El padre de Ehlena siempre había tenido cajas de seguridad, algunas empotradas en las paredes y un par abajo, en el sótano, que eran tan pesadas y grandes como un coche.
—Supongo que… vamos a necesitar una.
Roff miró el estudio y después le sonrió.
—Sí, señora. Creo que la va a necesitar. Pero yo me encargo; y me aseguraré de que consiga lo que necesita.
Ehlena se volvió hacia el macho y le tendió la mano.
—Ha sido usted muy amable.
El macho se sonrojó desde el cuello del mono hasta la línea del pelo.
—Señora… ha sido muy agradable trabajar para usted.
Ehlena lo acompañó hasta la puerta principal y luego regresó al estudio con una linterna que le había prestado el mayordomo.
La encendió y miró dentro de la caja fuerte. Papeles. Carpetas llenas de documentos. Algunos estuches que reconoció de la época en que todavía existían las joyas de su madre. Más documentos. Certificados de acciones. Fajos de dinero en efectivo. Dos libros de contabilidad.
Después de acercar una mesa, Ehlena fue sacándolo todo, ordenándolo en una serie de montoncitos. Cuando llegó al fondo, encontró una cajita de seguridad que le costó tanto trabajo levantar que se le escapó un gruñido.
Le tomó cerca de tres horas revisar todos esos papeles y, cuando terminó, estaba absolutamente asombrada.
Montrag y su padre habían sido el equivalente corporativo de la mafia.
Entonces se levantó del asiento en que se había instalado, subió a su habitación y abrió un cajón de la cómoda antigua en la que había guardado su ropa. El manuscrito de su padre estaba agarrado con una banda de caucho, que retiró con un solo movimiento de la mano. Mientras hojeaba las páginas… encontró la descripción del acuerdo de negocios que había cambiado la vida de su familia.
Ehlena se llevó la página del manuscrito hasta el estudio para compararla con los documentos y los libros de contabilidad. Al revisar los libros en los que estaban registradas cientos de transacciones relacionadas con distintos negocios, o con propiedades y otras inversiones, encontró una que coincidía con esa fecha, y a la cual correspondía la misma cantidad en dólares y el mismo concepto que había sido registrado por su padre.
Ahí estaba. El padre de Montrag había sido la persona que había engañado a su padre y el hijo también había estado involucrado en la estafa.
Mientras se dejaba caer contra el respaldo de la silla, Ehlena recorrió el estudio con la mirada.
El karma era una cosa muy complicada, ¿no?
Volvió a mirar los libros de contabilidad para ver si había otros miembros de la glymera de los que se hubiesen aprovechado. Pero no, desde que Montrag y su padre habían arruinado a la familia de Ehlena, no había habido más estafas y Ehlena se preguntó si no habrían comenzado a hacer negocios con los humanos para disminuir las posibilidades de ser descubiertos y quedar ante la raza como los pillos que eran.
Luego miró de reojo la cajita de seguridad.
Como ésa era evidentemente una noche para sacar al aire la ropa sucia, Ehlena agarró la cajita. No tenía combinación sino una cerradura que se debía abrir con una llave.
La llave que encontró en el cajón del escritorio…
Cinco minutos después, luego de haber abierto con éxito el compartimento secreto que había en el último cajón, sacó la llave que había encontrado la noche anterior y la llevó hasta donde estaba la cajita. No tenía dudas de que se trataba de la llave que estaba buscando.
Y así fue.
Al abrir la tapa, sólo encontró un documento y, mientras desenrollaba esas páginas color crema, tuvo exactamente la misma sensación que había tenido cuando habló por primera vez con Rehvenge por teléfono y él le preguntó: «Ehlena, ¿estás ahí?».
Esto iba a cambiarlo todo, pensó Ehlena sin tener ningún fundamento.
Y así fue.
El documento era una declaración jurada en la que el padre de Rehvenge señalaba a su asesino, escrita por el macho cuando estaba agonizando.
Ehlena lo leyó dos veces seguidas. Y una tercera.
El testigo era Rehm, el padre de Montrag.
La cabeza de Ehlena comenzó a hacer cálculos y enseguida corrió al ordenador. Sacó el portátil, abrió los resultados de la búsqueda de registros clínicos de la madre de Rehv… Y bueno… la fecha en que la declaración jurada había sido dictada por el moribundo era la misma de aquella última noche en que la madre de Rehv fue llevada a la clínica por una paliza.
Ehlena tomó la declaración y la volvió a leer. De acuerdo con lo que afirmaba su padrastro, Rehvenge era un symphath y un asesino. Y Rehm lo había sabido. Al igual que Montrag.
Los ojos de Ehlena se posaron en los libros de contabilidad. Considerando lo que había en esos registros, el padre y el hijo habían sido unos oportunistas descarados. Era difícil creer que esa clase de información no hubiese sido usada en un momento u otro. Muy difícil.
—¿Señora? Le traigo un té.
Ehlena levantó la vista y miró a la doggen que estaba en la puerta.
—Necesito saber algo.
—Desde luego, señora. —La criada se acercó con una sonrisa—. Dígame en qué puedo ayudarla.
—¿Cómo murió Montrag?
En ese momento se oyó un tintineo, al tiempo que la criada prácticamente arrojaba la bandeja sobre la mesa.
—Señora… estoy segura de que usted no desea hablar de eso.
—¿Cómo murió?
La doggen miró todos los papeles que estaban regados por el suelo y que habían salido de las entrañas de la caja. A juzgar por la expresión de resignación de sus ojos, Sashla había comprendido que se habían revelado unos secretos, secretos que no dejaban muy bien parado a su antiguo amo.
La diplomacia y la deferencia acallaron la voz de la criada.
—No quisiera hablar mal de los difuntos, ni ser irrespetuosa con la memoria del amo Montrag. Pero usted es ahora la dueña de la casa y, como lo ha solicitado…
—Está bien. No estás haciendo nada malo. Y necesito saberlo. Si te sirve de algo, piensa en esto como en una orden directa.
Eso pareció aliviar a la hembra y entonces asintió y comenzó a hablar con voz vacilante. Cuando terminó, Ehlena se quedó mirando el piso reluciente.
Al menos ahora sabía por qué habían retirado la alfombra.
‡ ‡ ‡
A Xhex le tocaba el turno de la medianoche en el Iron Mask, al igual que sucedía en ZeroSum. Lo cual significaba que cuando su reloj marcaba las tres y cuarenta y tres minutos, era hora de comenzar a revisar los baños, mientras los camareros servían la última copa y sus gorilas empezaban a sacar a la calle a los borrachos.
El Iron Mask no se parecía en nada a ZeroSum. En lugar de la decoración en acero y vidrio, este club tenía un estilo neo-victoriano, y todo era negro y azul oscuro. Había muchas cortinas de terciopelo y reservados privados con sofás; y nada de esa porquería tecnopop: la música era un suicidio acústico, tan depresiva como un velatorio. No había pista de baile. Ni salón VIP. Había más lugares para tener sexo. Menos drogas.
Pero la energía escapista era la misma y las chicas todavía estaban trabajando y el licor seguía rodando como una avalancha de barro.
Trez dirigía el lugar con mucha discreción; atrás quedaban los días de una oficina escondida en el fondo y la llamativa presencia de un dueño exhibicionista. Él era un gerente, no un zar de las drogas, y las políticas y los procedimientos del club no incluían palizas ni amenazas con armas de fuego. Como resultado, había muchas menos cosas que controlar debido a que no se vendía ni se compraban drogas y, además, los góticos eran por naturaleza más depresivos e introspectivos, en comparación con los tarados hiperacelerados y fanfarrones que frecuentaban ZeroSum.
Sin embargo, Xhex echaba de menos el caos. Echaba de menos… muchas cosas.
Xhex soltó una maldición y entró en uno de los aseos de señoras. Inclinada sobre uno de los lavabos, una mujer se miraba atentamente al espejo, pasándose los dedos por debajo de los ojos, pero no para limpiarse el rímel sino para esparcírselo más sobre una piel blanca como un papel. Dios sabía que tenía suficiente maquillaje con qué trabajar; llevaba tanto rímel que parecía que alguien la hubiese golpeado con un puño de hierro.
—Estamos cerrando —dijo Xhex.
—Claro, no hay problema. Nos vemos mañana. —La chica se retiró del espejo y salió del baño enseguida.
Eso era lo que más le molestaba de los góticos. Sí, parecían un esperpento, pero en realidad eran mucho más tranquilos que esos miembros de fraternidad frustrados y esas chicas que soñaban con ser Paris Hilton. Además, sus tatuajes eran mucho mejores.
Sí, el Iron Mask era mucho menos complicado… lo cual significaba que Xhex tenía tiempo más que suficiente para dedicarse a profundizar su relación con el detective De la Cruz. Ya había estado dos veces en la comisaría de policía de Caldwell para declarar, lo mismo que muchos de los gorilas, entre otros Rob el Grande y Tom el Silencioso, los dos grandullones a los que ella había mandado a buscar a Grady.
Naturalmente, los dos habían mentido bajo juramento y habían dicho que habían estado trabajando con ella durante la noche en que Grady murió.
A esas alturas ya estaba claro que iban a llevar a Xhex ante el gran jurado, pero también estaba claro que los cargos no iban a prosperar. No cabía duda de que los de criminalística se habían empeñado en buscar fibras y cabellos en el cadáver de Grady, pero no iban a encontrar mucho por ese camino, pues el ADN de los vampiros, al igual que su sangre, se desintegraba rápidamente. Además, ella ya había quemado la ropa y las botas que llevaba ese día, y el cuchillo que había usado era de los más corrientes y podía comprarse en cualquier tienda de artículos de caza.
Lo único que tenía De la Cruz eran evidencias circunstanciales.
Y eso tampoco importaba. Si por alguna razón las cosas se ponían muy complicadas, sencillamente desaparecería. Tal vez se fuera al oeste. O tal vez regresara al Viejo Continente.
Por Dios santo, debería haberse marchado de Caldwell hacía mucho tiempo. Porque estar tan cerca y sin embargo tan lejos de Rehv la estaba matando.
Después de revisar los lavabos, Xhex dobló la esquina hacia el baño de hombres. Llamó con fuerza a la puerta y después asomó la cabeza.
Los jadeos, movimientos y golpes que se oían significaban que había al menos una mujer y un hombre. ¿O tal vez dos de cada uno?
—Estamos cerrando —gritó.
Evidentemente había sido muy oportuna, porque el grito de una mujer que llegaba al orgasmo resonó contra las baldosas y luego se oyeron un montón de jadeos.
Lo cual no tenía muchas ganas de escuchar. Porque eso le recordaba el corto tiempo que había estado con John… Pero, claro, ¿qué no se lo recordaba? Desde que Rehv se había marchado y ella había dejado de dormir, había tenido muchas, muchas horas durante el día para mirar fijamente el techo de su cabaña y contar las maneras en que la había cagado.
No había regresado al apartamento de la ciudad y estaba pensando que iba a tener que venderlo.
—Vamos, muévanse —dijo Xhex—. Estamos cerrando.
Nada. Sólo resuellos.
Harta de la respiración poscoital del grupo que estaba en el cubículo para minusválidos, Xhex le dio un puñetazo al dispensador de toallas desechables.
—Lárguense de aquí. Ya.
Eso los puso en movimiento.
La primera en salir fue lo que ella llamaría una mujer con un atractivo ecléctico. La hembra estaba vestida al estilo gótico, con las medias rotas, unas botas que pesaban como cuatrocientos kilos y muchas correas de cuero, pero era toda una belleza y tenía un cuerpo de muñequita.
Y había quedado bastante satisfecha.
Tenía las mejillas coloradas y el cabello negro despeinado, efectos obvios del hecho de haber sido follada contra los azulejos de la pared.
Qhuinn fue el siguiente en abandonar el baño y Xhex se quedó tiesa, porque ya sabía con exactitud quién sería el tercero en esta terna sexual.
Qhuinn la saludó rápidamente al pasar. Y después…
John Matthew salió abrochándose los pantalones. Llevaba una camiseta de Affliction que tenía subida a la altura de las costillas y no llevaba bóxers. Bajo las luces fluorescentes, la piel suave y lampiña de su abdomen parecía tan tensa que Xhex pudo ver los músculos que bajaban por el torso hacia las piernas.
No la miró, pero no porque se sintiera tímido o avergonzado. Sencillamente no le importaba que ella estuviera ahí, y no era ninguna representación. Su proyección emocional estaba… vacía.
Al acercarse a los lavabos, John abrió la llave del agua caliente y sacó un poco de jabón del dispensador que estaba incrustado en la pared. Mientras se lavaba las manos con las que había acariciado a esa mujer, apretó los hombros, como si estuviera tenso.
Tenía una barba de varios días, bolsas debajo de los ojos y hacía tiempo que no se cortaba el pelo, de manera que las puntas habían comenzado a rizarse en la nuca y alrededor de las orejas. Pero, sobre todo, apestaba a alcohol y el olor parecía brotar de los poros mismos, como si, independientemente de lo mucho que trabajara su hígado, el pobre no pudiera filtrar completamente el alcohol de su sangre.
Eso no era bueno ni seguro. Xhex sabía que John seguía peleando. Lo había visto llegar con moretones recientes y ocasionalmente tenía una venda.
—¿Cuánto tiempo más piensas seguir así? —le preguntó ella con voz cortante—. ¿Follando y bebiendo sin parar?
John cerró la llave del agua y se acercó al dispensador de toallas desechables que ella había abollado. Estaba a menos de sesenta centímetros de ella cuando sacó un par de cuadrados blancos y se secó las manos con la misma precisión con que se las había lavado.
—Por Dios, John, estás malgastando tu vida.
John arrojó las toallas arrugadas a la papelera de acero inoxidable. Al llegar a la puerta, la miró por primera vez desde que ella lo dejara abandonado en su cama. Sin embargo, su rostro no mostró ninguna señal de reconocimiento o recuerdo de lo que había ocurrido. Esa mirada azul que solía relampaguear se había vuelto opaca.
—John… —A Xhex se le quebró ligeramente la voz—. De verdad lo siento.
Con un cuidado deliberado, John le hizo un corte de manga y se marchó.
Al quedarse sola en el baño, Xhex se acercó al lavabo y se inclinó hacia delante, igual que la chica gótica de hacía un rato. Cuando su peso se desplazó hacia delante, pudo sentir los cilicios que se le clavaban en el muslo y se sorprendió al sentirlos.
Ya no los necesitaba, pero los seguía usando por costumbre.
Desde que Rehv se había entregado, ella sufría tanto que ya no necesitaba la ayuda extra para controlar su lado perverso.
En ese momento sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo de sus pantalones de cuero y se sintió agotada. Cuando sacó el teléfono, revisó el número… y cerró los ojos.
Llevaba un tiempo esperando esto. Desde que había arreglado que todas las llamadas que entraran al antiguo teléfono de Rehv fuesen remitidas al suyo.
Xhex aceptó la llamada y dijo con voz serena:
—Qué tal, Ehlena.
Hubo una larga pausa.
—No esperaba que me contestara nadie.
—Entonces ¿para qué ha marcado su número? —Otra larga pausa—. Mire, si es por el dinero que está entrando en su cuenta, no hay nada que yo pueda hacer. Él la incluyó en el testamento. Si no lo quiere, regáleselo a una institución de caridad.
—¿Qué… qué dinero?
—Tal vez todavía no ha entrado. Pensé que el testamento ya había sido certificado por el rey. —Hubo otra pausa larga—. ¿Ehlena? ¿Está usted ahí?
—Sí… —contestó ella en voz baja—. Aquí estoy.
—Si no es sobre el dinero, entonces ¿para qué ha llamado?
El silencio le parecía normal, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido antes. Pero lo que la hembra contestó sí la dejó boquiabierta.
—He llamado porque no creo que él esté muerto.