6

Ella estaba mintiendo, pensó Rehv. Claro que le tenía miedo. Y a propósito de cosas lastimosas…

Ella era la enfermera que Rehv siempre esperaba que lo atendiera cada vez que acudía a la clínica. Era la única que hacía que esas visitas fueran al menos parcialmente soportables. Era su Ehlena.

Vale, no era suya en lo más mínimo. Sólo sabía su nombre porque estaba escrito en la placa azul y blanca que llevaba pegada al uniforme. Sólo la veía cuando iba a sus revisiones periódicas. Y ella no sentía ninguna simpatía por él.

Pero, aun así, Rehv pensaba en ella como si fuera suya, eso era un hecho que no podía negar. El asunto era que ellos sí tenían algo en común, algo que atravesaba las divisiones de las especies, eclipsaba las distintas clases sociales y los unía aunque ella lo habría negado.

Esa hembra también estaba sola; y de la misma forma que él lo estaba.

Su armazón emocional tenía la misma estructura que el de él y el de Xhex, y el de Trez y iAm: sus sentimientos estaban rodeados por el vacío de alguien que vive separado de su tribu. Alguien que vive entre extraños, pero que se encuentra esencialmente separado de todo. Un ermitaño, un paria, alguien que ha sido expulsado.

Rehv no conocía los motivos, pero estaba completamente seguro de que sabía cómo era la vida para ella: eso fue lo que le llamó la atención la primera vez que la vio. Luego se fijó en sus ojos, en su voz y en su aroma. Por último, su inteligencia y la agudeza de sus respuestas habían terminado de impresionarlo.

—Tiene la tensión muy alta. —Ehlena le quitó el brazalete de un tirón, quizá deseando arrancarle un pedazo de piel—. Creo que su cuerpo está tratando de luchar contra la infección de su brazo.

Ah, su cuerpo estaba luchando contra algo, claro que sí, pero no tenía nada que ver con lo que se estaba cocinando en los lugares donde se inyectaba. Ese día no se encontraba en el estado de impotencia que normalmente disfrutaba cuando se inyectaba la dopamina. No estaba tan relajado como en otras ocasiones.

¿Y cuál era el resultado?

Que tenía la polla tan tiesa como un bate debajo de los pantalones. Lo cual, al contrario de lo que se creía popularmente, no era una buena señal, en especial esa noche en concreto. Después de la conversación que había mantenido con Montrag, se sentía ansioso, agitado… un poco alocado por la tensión.

Y Ehlena era tan… hermosa…

Aunque no era hermosa de la misma manera en que lo eran las chicas del club; su belleza no era obvia, exagerada, inyectada, implantada ni esculpida. Ehlena era naturalmente adorable, con esos rasgos finos y discretos, ese pelo rubio rojizo y esas piernas largas y esbeltas. Sus labios eran rosados porque de verdad eran rosados, no por efecto de un lápiz labial grasiento y brillante que duraba dieciocho horas. Y sus ojos color caramelo eran luminosos porque eran una mezcla de amarillo, rojo y dorado, no por efecto de una cantidad de capas de maquillaje y rímel. Y tenía las mejillas rojas porque él se le estaba metiendo debajo de la piel.

Lo cual, aunque podía sentir que ella había tenido una noche difícil, no le molestaba para nada.

Pero, claro, eso era típicamente symphath, pensó Rehv con desdén.

Curioso, la mayor parte del tiempo no le importaba ser lo que era. Toda su vida había sido un constante espejismo cambiante, formado por mentiras y engaños. Así eran las cosas. Pero cuando estaba cerca de ella, Rehv deseaba ser normal.

—Veamos cómo está su temperatura —dijo ella, al tiempo que cogía un termómetro electrónico del escritorio.

—Más alta que lo normal —apostilló él.

Ehlena clavó su mirada color ámbar en los ojos de Rehv.

—Por la infección de su brazo.

—No, por sus ojos.

Ella parpadeó y luego pareció recobrar la compostura.

—Tengo serias dudas acerca de eso.

—Entonces usted subestima sus encantos.

Mientras que ella negaba con la cabeza y miraba con atención el termómetro, antes de ponérselo, Rehv olió su perfume.

Y sus colmillos se alargaron.

—Abra la boca. —Ehlena levantó el termómetro y se quedó esperando—. ¿Y bien?

Rehv se quedó mirando fijamente esos asombrosos ojos de tres colores y abrió la boca. La enfermera se inclinó, con actitud muy profesional, como siempre, pero se quedó paralizada. Al ver los caninos de Rehv, en su perfume se concentró un elemento misterioso y erótico.

Una sensación de triunfo inflamó las venas de Rehv mientras gruñía:

—Tómeme.

Entonces pasó un largo momento, durante el cual los dos quedaron unidos por hilos invisibles de pasión y anhelo. Luego ella hizo un gesto de desagrado con la boca.

—Nunca, pero le voy a tomar la temperatura porque tengo que hacerlo.

Le metió el termómetro en la boca y él tuvo que apretarlo con los dientes para evitar que le pinchara una de las amígdalas.

Sin embargo, la cosa estaba bien. Aunque no pudiera tenerla, la había excitado. Y eso era más de lo que él se merecía.

Se oyó un pito, un intervalo y luego otro pito.

—Cuarenta y dos —dijo ella y dio un paso atrás, mientras quitaba la cubierta de plástico y la arrojaba a la papelera de desechos biológicos—. Havers estará con usted en cuanto acabe la operación que está realizando. Espere aquí.

La puerta se cerró detrás de ella y el chasquido que produjo pareció mandarlo a la mierda.

Joder, ella estaba excitada.

Rehv frunció el ceño, pues toda esa atracción sexual le había hecho acordarse de algo en lo que no le gustaba pensar.

Más bien, de alguien.

Sin embargo, la erección desapareció tan pronto como se dio cuenta de que era lunes por la noche, lo cual significaba que el día siguiente era martes. El primer martes del último mes del año.

El symphath que llevaba dentro se estremeció, al mismo tiempo que cada centímetro de su piel le abrasaba como si tuviera los bolsillos llenos de arañas.

Mañana por la noche, él y su chantajista tendrían otra de sus citas. Por Dios, ¿cómo podía ser posible que ya hubiese pasado un mes? Parecía como si cada vez que se diera la vuelta fuera otra vez el primer martes y él se dirigiera en su coche hacia el norte del estado, hacia esa desolada cabaña, para hacer otra presentación obligatoria.

El proxeneta convertido en puta.

Los juegos de poder, la violencia y el sexo salvaje eran la moneda de cambio de las transacciones con su chantajista, la base de su vida «amorosa» a lo largo de los últimos veinticinco años. Todo era sucio, sórdido, perverso y degradante, pero él lo hacía una y otra vez para mantener a salvo su secreto.

Y también porque su lado oscuro se excitaba con eso. Era Amor al estilo symphath, la única ocasión en que podía ser tal como era, sin barreras que lo contuvieran, su única rendija de horrible libertad. Después de todo, a pesar de lo mucho que se medicara y tratara de encajar, él estaba atrapado por el legado de su difunto padre, por la sangre maligna que llevaba en las venas. No se podía negociar con el ADN; y aunque era mestizo, el devorador de pecados que llevaba dentro era el carácter dominante.

Así que, ante una hembra valiosa y digna como Ehlena, él siempre se mantendría al otro lado del escaparate, con la nariz pegada al cristal y las manos abiertas en señal de deseo, pero sin poderse acercar lo suficiente como para tocarla. Eso era lo más justo con ella. A diferencia de su chantajista, Ehlena no se merecía lo que él podía ofrecerle.

La moral que había aprendido por su cuenta le decía que al menos eso era cierto.

Sí. Bravo. Bien por él.

El siguiente tatuaje que se haría sería una aureola sobre la cabeza.

Cuando bajó la vista hacia el desastre que le subía por el brazo izquierdo, vio lo que crecía allí con toda claridad. No sólo se trataba de una infección por pincharse deliberadamente con jeringas sin esterilizar o inyectarse sin desinfectar previamente la piel con alcohol. Se trataba de un suicidio lento, y por eso prefería morirse antes que mostrárselo al médico. Él sabía exactamente lo que iba a pasar si ese veneno entraba dentro de su corriente sanguínea. Y deseaba intensamente que eso sucediera cuanto antes.

De repente se abrió la puerta y Rehv levantó la vista, listo para enfrentarse a Havers, pero no era el médico. La enfermera había regresado y no parecía muy contenta.

De hecho, parecía agotada, como si él fuera un problema más que no pudiera eludir y no tuviera la energía para lidiar con esa actitud que él adoptaba cuando ella estaba cerca.

—He hablado con el doctor —dijo—. Está en el quirófano terminando una cirugía, así que va a tardar un poco en venir. Quiere que le tome una muestra de sangre…

—Lo siento —dijo Rehv con torpeza.

Ehlena se llevó la mano al cuello del uniforme para cerrárselo.

—¿Perdón?

—Siento haberte importunado. Lo último que necesitas es que un paciente te trate así. En especial en una noche como ésta.

Ehlena frunció el ceño.

—Estoy bien.

—No, no lo estás. Y no, no te estoy leyendo la mente. Se nota que estás muy cansada. —De repente, Rehv se dio cuenta de cómo se sentía Ehlena—. Me gustaría compensarte.

—No es necesario…

—Invitándote a cenar.

Bueno, en realidad no tenía la intención de decir eso. Y teniendo en cuenta que acababa de felicitarse por guardar las distancias con ella, la verdad era que se estaba portando como un hipócrita.

En realidad, su próximo tatuaje debería ser más bien la cabeza de un burro.

Porque se estaba portando como una bestia.

No le sorprendió que Ehlena lo mirara como si estuviera loco. En términos generales, cuando un macho se portaba como él lo había hecho, lo último que quería una hembra era pasar más tiempo con él.

—Lo siento, no. —Ni siquiera terminó la frase con el consabido «nunca salgo con pacientes».

—Claro. Entiendo.

Mientras ella reunía los instrumentos para extraerle sangre y se ponía los guantes, Rehv buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una tarjeta de presentación, la cual escondió entre la palma de su mano enorme.

Ehlena realizó el procedimiento con agilidad, extrayéndole sangre del brazo bueno y llenando los tubos de aluminio con rapidez. Era una ventaja para él que los tubos no fueran de vidrio y que Havers hiciera los análisis personalmente. La sangre de los vampiros era roja. Pero la de los symphaths era azul. El color de la sangre de Rehv era una mezcla de los dos, y cualquiera que la hubiera visto habría sabido la verdad sobre él. Pero nadie en la clínica lo sabía porque tenía un acuerdo con Havers. Claro, el médico no tenía conciencia de cómo funcionaban las cosas, ni de que, en realidad, era una víctima de los poderes de Rehv. Pero él no podía hacer otra cosa: la ignorancia de Havers era fundamental: así podía tratarlo sin comprometer su integridad.

Cuando terminó, Ehlena tapó los tubos con tapitas plásticas, se quitó los guantes y se dirigió hacia la puerta como si él no fuera más que un mal olor.

—Espera —dijo Rehv.

—¿Necesita un analgésico para el brazo?

—No, quiero que tengas esto —dijo Rehv y le tendió la tarjeta—. Y llámame si alguna vez tienes ganas de hacerme un favor.

—A riesgo de parecer poco profesional, nunca voy a tener ganas de estar con usted. Bajo ninguna circunstancia.

Ay. Aunque no podía culparla.

—El favor es perdonarme. No tiene nada que ver con una cita.

Ehlena bajó la vista hacia la tarjeta y luego negó con la cabeza.

—Será mejor que la guarde. Para alguien que sí vaya a usarla.

Mientras la puerta se cerraba, Rehv arrugó la tarjeta con la mano.

Mierda. ¿Qué demonios estaba pensando? Lo más probable era que ella tuviera una bonita vida, en una casa muy ordenada, con dos padres amorosos. Tal vez también tuviera un novio, que algún día sería su hellren.

Sí, y el hecho de que él fuera el mafioso, el proxeneta y el matón del barrio realmente no encajaba dentro de ese panorama. En absoluto.

Rehv arrojó la tarjeta a la papelera que estaba al lado del escritorio y luego observó cómo daba vueltas, antes de caer entre un montón de Kleenex y de papeles arrugados y una lata de Coca-Cola vacía.

Mientras esperaba al médico, se quedó observando la basura y pensando que, para él, la mayor parte de la gente que había sobre el planeta era como eso: cosas que se podían usar y desechar sin ningún reparo. Gracias a su naturaleza perversa y al negocio en que se movía, había roto muchos huesos y muchas cabezas vacías, y había sido el causante de muchas sobredosis.

Ehlena, por su parte, se pasaba la vida salvando a la gente.

Sí, tenían una cosa en común, cierto.

Gracias a los esfuerzos de él, ella tenía trabajo.

Perfecto.

‡ ‡ ‡

Afuera de la clínica, en medio del aire helado, Wrath y Vishous estaban frente a frente.

—Quítate de mi camino, V.

Vishous, desde luego, hizo caso omiso de las palabras de Wrath. Lo cual no era ninguna sorpresa. Aun antes de que se supiera que era hijo de la Virgen Escribana, el desgraciado funcionaba a su manera, como una rueda suelta.

Era más fácil darle órdenes a una piedra.

—Wrath…

—No, V. Aquí no. No ahora…

—Yo te vi. En mis sueños, esta tarde. —La voz de V resonaba con un tono lúgubre—. Tuve una visión.

A pesar de que no quería saberlo, Wrath dijo:

—¿Y qué viste?

—Estabas de pie, en un campo oscuro, solo. Todos estábamos a tu alrededor, pero no podíamos llegar hasta ti. Era como si te hubieras separado de nosotros y nosotros de ti. —El hermano agarró a Wrath con fuerza—. Por lo que he visto a través de Butch, sé que estás saliendo solo al campo de batalla y me he quedado callado. Pero no puedo permitir que lo sigas haciendo. Si mueres, la raza quedará jodida, por no mencionar lo que le pasaría a la Hermandad.

Wrath hizo un esfuerzo para enfocar la cara de V, pero la luz de seguridad que había sobre la puerta era fluorescente y despedía un resplandor que le taladraba el cerebro.

—Tú no sabes qué significa ese sueño.

—Y tú tampoco.

Wrath pensó en el peso de ese civil muerto.

—Podría no ser nada…

—Pregúntame cuándo tuve la visión por primera vez.

—… más que un temor tuyo.

—Pregúntame. Cuándo tuve la visión por primera vez.

—Cuándo.

—En 1909. Hace cien años que la tuve por primera vez. Ahora pregúntame cuántas veces la he tenido en este mes.

—No.

—Siete veces, Wrath. Y esta tarde fue la gota que colmó el vaso.

Wrath se movió.

—Me voy. Y si me sigues, te ganarás una paliza.

—No puedes andar solo. Eso es un peligro.

—Estás de broma, ¿verdad? —Wrath lo fulminó con la mirada a través de las gafas oscuras—. ¿La raza se está extinguiendo y tú me vas a joder por ir a perseguir al enemigo? A la mierda. No me voy a quedar sentado detrás de un puñetero escritorio moviendo papeles de un lado para otro mientras mis hermanos están en el campo de batalla, haciendo algo útil…

—Pero tú eres el rey. Tú eres más importante que nosotros…

—¡A la mierda con esa historia! ¡Yo soy uno de vosotros! Recibí inducción, bebí la sangre de mis hermanos y ellos tomaron de la mía, ¡yo quiero pelear!

—Mira, Wrath… —V adoptó un tono tan sereno y sensato que daban ganas de arrancarle todos los dientes. Con un hacha—. Sé exactamente cómo es eso de no querer ser quien eres. ¿Acaso crees que me excita tener estos malditos sueños? ¿O crees que este sable de luz que tengo permanentemente en la mano es una delicia? —V levantó su mano enguantada, como si la ayuda visual pudiera apoyar sus «argumentos»—. No puedes cambiar el hecho de ser quien eres. No puedes cambiar quiénes fueron tus padres. Tú eres el rey y, en tu caso, las reglas son distintas. Así es como son las cosas.

Wrath hizo su mejor esfuerzo para imitar el tono contenido y tranquilo de V.

—Y yo digo que llevo trescientos años luchando, así que no soy exactamente un novato que acaba de salir al campo de batalla. También me gustaría señalar que el hecho de que sea rey no significa que pierda mi derecho a elegir…

—Tú no tienes heredero. Y por lo que me ha contado mi shellan, reaccionaste muy mal cuando Beth te dijo que quería intentar quedar embarazada cuando tuviera su primer periodo de necesidad. Dijiste que no querías oír hablar de eso. ¿Cómo dijo ella que le dijiste? Ah… sí. «No quiero tener hijos en un futuro cercano… tal vez jamás».

Wrath exhaló con fuerza.

—No puedo creer que me estés diciendo esas cosas.

—¿Conclusión? ¿Qué pasa si terminas muerto? La estructura social de la raza se desintegrará, y si eres capaz de arriesgar la supervivencia de la raza por hacer lo que te parece bien, sin pensar en los demás, eres un completo idiota. Reconócelo, Wrath. Tú eres el corazón de todos nosotros… Así que no, no puedes salir a luchar simplemente porque te dé la gana. Mierda, así no son las cosas, tú…

Wrath agarró al hermano de las solapas y lo lanzó contra la pared de la clínica.

—Cuidado, V. Estás en el límite de faltarme al respeto.

—Si crees que golpearme va a cambiar las cosas, anda, pégame. Pero te garantizo que después de los golpes, cuando los dos estemos en el suelo sangrando, la situación seguirá siendo exactamente la misma. No puedes cambiar lo que eres por nacimiento.

Butch, que estaba observándolos en silencio, se bajó del Escalade y se ajustó el cinturón, como si se estuviera preparando para interrumpir una gresca.

—La raza te necesita vivo, imbécil —dijo V—. No me hagas apretar el gatillo, porque lo haré.

Wrath volvió a fijar sus débiles ojos en V.

—Creí que me querías vivito y coleando. Además, matarme sería traición y te castigarían con la pena de muerte. No importa de quién seas hijo.

—Mira, no estoy diciendo que no debas…

—Cállate, V. Por una vez en la vida, cierra tu maldita boca.

Wrath soltó la chaqueta de cuero de V y dio un paso atrás. Por Dios, tenía que marcharse o esa confrontación iba a terminar exactamente en lo que Butch estaba esperando.

Wrath apuntó a V con un dedo.

—No me sigas. ¿Lo has entendido? No me sigas.

—Eres un estúpido —dijo V con tono de agotamiento—. Tú eres el rey. Todos tenemos que seguirte.

Wrath se desmaterializó mientras maldecía y sus moléculas se dispersaban hacia el otro lado de la ciudad. Mientras viajaba, no podía creer que V hubiese mencionado a Beth y el asunto del heredero. Ni que Beth hubiese compartido algo tan íntimo con la doctora Jane.

Hablando de idioteces, V estaba loco si pensaba que Wrath iba a poner en riesgo a su adorada esposa preñándola con un heredero cuando entrara en su periodo de necesidad dentro de un año. La mayoría de las veces, las hembras morían al dar a luz.

Él daría su propia vida por la raza si tuviera que hacerlo, pero no había manera de que pusiera a su shellan en peligro.

Y aunque le garantizaran que ella iba a vivir, tampoco quería que su hijo terminara exactamente donde él estaba… atrapado y sin opciones, sirviendo a su pueblo con pesar, mientras que sus súbditos iban muriendo uno a uno, en una guerra que él no podía hacer nada para terminar.