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Rehvenge presionó las teclas Ctrl-P de su portátil y se inclinó hacia atrás para recoger las hojas que la impresora fue escupiendo una por una. Cuando la impresora emitió un último zumbido y un suspiro, puso las hojas sobre el escritorio, las separó en montoncitos y puso sus iniciales en la parte superior de cada una. Luego firmó su nombre tres veces. La misma firma, las mismas iniciales, los mismos garabatos en cursiva.
No llamó a Xhex para que le sirviera de testigo. Ni le pidió a Trez que lo hiciera.
El elegido fue iAm. El Moro fue el que firmó con el nombre que había adoptado para todos los propósitos humanos, en calidad de testigo, para dar fe de la autenticidad del testamento, la transferencia de las propiedades y el fideicomiso. Después de terminar, Rehv firmó con su nombre verdadero una carta que estaba escrita en Lengua Antigua, junto con una declaración de su linaje.
Cuando terminaron, Rehv lo metió todo en un portafolios negro Louis Vuitton y se lo entregó a iAm.
—Quiero que la saques de aquí en treinta minutos. Llévatela aunque tengas que sacarla a rastras. Y asegúrate de que tu hermano esté contigo y todo el personal haya salido.
iAm no dijo nada. En lugar de eso, sacó el cuchillo que mantenía en la parte baja de la espalda, se hizo un corte en la palma de la mano y se la extendió a Rehv, mientras su sangre goteaba densa y azul sobre el teclado del portátil. El Moro se portó con la solidez que Rehv necesitaba en ese momento, absolutamente firme e imperturbable.
Lo cual era la razón de que, desde hacía mucho tiempo, hubiese sido el elegido para realizar los trabajos más jodidos.
Rehv tuvo que tragar saliva mientras se ponía en pie y estrechaba la mano que le ofrecían. Después de darse la mano en ese pacto de sangre, sus cuerpos se encontraron en un abrazo afectuoso y decidido.
—Te conocí bien. Te quise como si fueras sangre de mi sangre. Te honraré por siempre jamás —dijo iAm en voz baja y en Lengua Antigua.
—Cuídala, ¿vale? Estará furiosa durante algún tiempo.
—Trez y yo haremos lo que tengamos que hacer.
—Nada de esto es culpa suya. Ni el comienzo ni el final. Xhex va a tener que entenderlo algún día.
—Lo sé.
Entonces se separaron y Rehv tuvo que hacer un esfuerzo para soltar el hombro de su viejo amigo, sobre todo porque ésa era la única despedida que iba a tener: Xhex y Trez habrían estado en desacuerdo con lo que él iba a hacer, habrían tratado de buscar otras soluciones. iAm, en cambio, era más fatalista. También más realista, porque la verdad era que no había ninguna otra salida.
—Vete —dijo Rehv con voz quebrada.
iAm se llevó la palma de la mano ensangrentada al corazón, hizo una reverencia y se marchó sin mirar hacia atrás.
A Rehv le temblaban las manos cuando se levantó el puño de la camisa para mirar el reloj. El club estaba cerrando en ese momento. Eran las cuatro de la mañana y el personal de limpieza llegaría a las cinco en punto. Lo cual significaba que aún dispondría de media hora cuando todo el mundo se marchara.
Tomó su móvil y se dirigió a la habitación, mientras marcaba un número al que llamaba con frecuencia.
Cuando cerró la puerta, la cálida voz de su hermana llegó desde el otro lado de la línea.
—Hola, hermano mío.
—Hola. —Rehv se sentó en la cama, mientras se preguntaba qué podía decir.
Al fondo se oían los lloriqueos lastimeros de Nalla y Rehv se quedó inmóvil. Podía imaginárselas a las dos, la pequeñina contra el hombro de su hermana, un frágil paquetito de futuro envuelto en una manta suave con ribetes de satén.
Para los mortales, la única eternidad eran los hijos.
Pero él nunca los tendría.
—¿Rehvenge? ¿Estás ahí? ¿Estás bien?
—Sí. Sólo te he llamado porque… quería decirte que… —Adiós—. Que te quiero.
—Eso es muy dulce. Es difícil, ¿cierto? Pensar que mahmen ya no está.
—Sí, así es. —Rehv cerró los ojos y, como si estuviera acordado, en ese momento Nalla comenzó a llorar con más fuerza, con unos aullidos que llegaban hasta el otro lado de la línea.
—Disculpa el escándalo de mi cajita de música —dijo Bella—. A Nalla sólo le gusta dormirse mientras la paseo, pero mis pies ya no dan para más.
—Escucha… ¿Recuerdas esa canción de cuna que solía cantarte? ¿Cuando eras pequeña?
—Ay, por Dios, ¿aquella sobre las estaciones? ¡Sí, claro! Hacía años que no pensaba en eso… Solías cantármela cuando no podía dormir. Incluso cuando ya era una niña mayor y no necesitaba canciones de cuna.
Sí, la misma, pensó Rehv. Aquella canción tomada de los Antiguos mitos, que hablaba de las cuatro estaciones del año y de la vida, la que los había acompañado a él y a su hermana durante muchas noches de insomnio, él cantando y ella descansando.
—¿Cómo era? —dijo Bella—. No recuerdo…
Rehv comenzó a tararearla, al principio con torpeza, tratando de rescatar las palabras del fondo de su memoria oxidada, y un poco desafinado porque su voz siempre había sido muy profunda para la tonalidad en la que estaba escrita.
—Ah… eso es —murmuró Bella—. Espera, déjame poner el altavoz…
Se oyó un pito y un eco y luego, mientras Rehv cantaba, los gritos de Nalla se fueron silenciando, como llamas que se extinguen bajo la suave lluvia de las palabras antiguas.
La capa verde pálido de la primavera… el velo brillante y florido del verano… la urdimbre fresca del otoño… la manta fría del invierno… Estaciones que no sólo afectaban a la tierra sino a todos los seres vivos, la montaña que había que esforzarse por escalar y el goce de la victoria, seguido del descenso de la cima y la luz suave y blanca del Ocaso, que era la morada eterna.
Rehv cantó la canción completa dos veces y la última fue la mejor. Pero se detuvo ahí, porque no quería correr el riesgo de que la siguiente no saliera tan bien.
Entonces Bella dijo con una voz profunda, cargada de lágrimas.
—Lo has hecho. Se ha dormido.
—Tú puedes cantársela también.
—Lo haré. Claro que lo voy a hacer. Gracias por recordarme esa canción. No sé por qué no había pensado en ella hasta ahora.
—Tal vez en algún momento habrías terminado por recordarla.
—Gracias, Rehv.
—Duerme bien, hermana mía.
—Hablamos mañana, ¿vale? Te noto preocupado…
—Te quiero.
—Ah… Yo también te quiero. Te llamaré mañana.
Hubo una pausa.
—Cuídate. Cuídate tú y cuida a tu hija y a tu hellren.
—Lo haré, querido hermano. Adiós.
Rehv colgó y se quedó con el teléfono en la mano. Para mantener la pantalla encendida, presionaba la tecla del Menú cada dos minutos.
Se moría por no poder llamar a Ehlena. Quería mandarle un mensaje. Buscarla. Pero ella estaba en el lugar que tenía que estar: era mejor que lo odiara a que tuviera que sufrir por él.
A las cuatro y media, recibió el mensaje de iAm que estaba esperando. Sólo dos palabras.
Todo despejado.
Rehv se puso de pie. El efecto de la dopamina estaba llegando a su fin, pero todavía tenía suficiente en las venas, así que sin el apoyo del bastón se tambaleó un poco y tuvo que agarrarse a algo para mantener el equilibrio. Cuando estuvo seguro de que no se iba a caer, se quitó el abrigo de piel y la chaqueta; luego se quitó las armas que siempre llevaba debajo de los brazos y las dejó sobre la cama.
Era hora de irse, hora de usar el sistema que había instalado cuando compró el edificio.
Regresó a la oficina, se sentó detrás del escritorio y abrió el último cajón. Dentro había una caja negra no más grande que el mando de un televisor y, aparte de él, sólo iAm sabía de qué se trataba y para qué servía. iAm también era el único que conocía la existencia de los huesos que estaban escondidos debajo de la cama de su jefe, unos huesos que habían pertenecido a un macho humano más o menos del mismo tamaño de Rehv. Pero, claro, iAm era el que los había conseguido.
Rehv cogió el control remoto y se puso en pie, mientras miraba a su alrededor por última vez. El escritorio estaba lleno de papeles organizados en perfectos montoncitos. El dinero estaba en la caja de seguridad. Las drogas estaban guardadas en el cuarto donde Rally las pesaba.
Cuando salió de la oficina, el club estaba totalmente iluminado debido a que ya estaba cerrado y el salón VIP mostraba todos los rastros de la noche, como una prostituta que ha tenido una noche agitada: había marcas de pisadas sobre el suelo negro brillante, círculos de agua sobre las mesas, servilletas empapadas sobre las sillas y por todas partes. Las camareras limpiaban después de que salía cada cliente, pero la verdad era que los humanos no podían ver muy bien en la oscuridad.
Al otro extremo, la cascada estaba apagada, así que se podía ver perfectamente el salón abierto al público general, el cual no parecía estar en mejores condiciones. La pista de baile estaba toda rayada. Había cocteleras y envolturas de caramelos por todas partes, y hasta un par de bragas que alguien había dejado abandonadas en un rincón. En el techo se podía ver todo el sistema de iluminación de rayos láser, lleno de cables, vigas y portalámparas. Y, con la música apagada, los altavoces gigantes parecían osos negros que estuvieran hibernando en una cueva.
En este estado, el club era como El mago de Oz visto tras bambalinas: toda la magia que se vivía allí noche tras noche, toda la agitación y el entusiasmo, era en realidad una combinación de recursos electrónicos y alcohol, una ilusión para la gente que atravesaba las puertas principales, una fantasía que les permitía ser lo que no eran en su vida cotidiana. Tal vez soñaban con ser poderosos porque se sentían débiles, o con ser sexys, porque se sentían feos, o sofisticados y ricos, porque no lo eran, o jóvenes, cuando estaban aproximándose a la mitad de la vida. Tal vez querían superar el dolor de una relación fracasada, o vengarse porque los habían dejado plantados, o pretender que no estaban buscando pareja cuando en realidad estaban desesperados por encontrar a alguien.
Claro, todo el mundo iba allí a divertirse, pero Rehv estaba absolutamente seguro de que debajo de esa apariencia alegre y despreocupada había un agujero lleno sordidez y oscuridad.
El club, tal como se veía ahora, era la metáfora perfecta de su vida. Rehv había sido el mago, había engañado a todos los que lo rodeaban durante mucho tiempo, mientras se mezclaba con los que eran normales a través de una combinación de drogas y mentiras.
Pero ese momento ya había pasado.
Echó una última mirada al club y salió por la gran puerta principal. El luminoso negro sobre negro de ZeroSum estaba apagado, para indicar que el club ya había cerrado por esa noche. Para siempre, en realidad.
Al salir, miró a izquierda y derecha. No había nadie en la calle, ni coches ni peatones a la vista.
Fue hasta el callejón donde estaba la entrada lateral que llevaba directamente al salón VIP y luego atravesó hasta el otro extremo y revisó el callejón por el otro lado. No había ningún indigente ni personas deambulando por ahí.
En medio del viento helado, se detuvo un momento para concentrarse en los edificios que rodeaban el club y ver si percibía alguna energía que indicara que había humanos por ahí. Nada. En realidad todo estaba despejado.
Listo para irse, atravesó la calle, caminó dos manzanas y luego se detuvo, deslizó hacia abajo la tapa del control remoto y tecleó un código de ocho números.
Diez… nueve… ocho…
Encontrarían los huesos calcinados. Rehv se preguntó por un momento de quién serían esos huesos. iAm no había dicho nada y él tampoco se lo había preguntado.
Siete… seis… cinco…
Bella iba a estar bien. Tenía a Zsadist y a Nalla; y a los hermanos y sus shellans. Iba a ser muy difícil para ella, pero terminaría por superarlo y eso era mejor que enterarse de una verdad que la destruiría: no tenía ninguna necesidad de saber que su madre había sido violada y su hermano era una criatura híbrida, mitad vampiro y mitad devorador de pecados.
Cuatro…
Xhex se mantendría alejada de la colonia. iAm se aseguraría de eso, porque iba a obligarla a cumplir la promesa que ella había hecho la noche anterior: Xhex se había comprometido a hacerse cargo de alguien y la carta que Rehv había escrito en Lengua Antigua, y de la cual iAm era testigo, era precisamente la exigencia de que se cuidara a sí misma. Sí, le había tendido una trampa. Estaba seguro de que ella había pensado que él le iba a pedir que matara a la princesa, o tal vez que se encargara de velar por Ehlena. Pero, después de todo, él era un symphath. Y ella había cometido el error de dar su palabra sin saber a qué se estaba comprometiendo.
Tres…
Rehv recorrió con los ojos el techo del club y se lo imaginó convertido en escombros.
Dos…
Rehv sintió una punzada en el pecho y supo que era el dolor por perder a Ehlena. Aunque, técnicamente, él era el que se estaba muriendo.
Uno…
La explosión que se produjo debajo de la pista de baile principal activó otras dos, una debajo del bar del salón VIP y otra debajo del balcón del entresuelo. Con un estruendo tremendo y una terrible sacudida, el edificio se desmoronó mientras volaban por todas partes pedazos de ladrillo y cemento.
Rehvenge se tambaleó hacia atrás y se estrelló contra el escaparate de un salón de tatuajes. Después de recuperar el aliento, se quedó observando la fina nube de polvo que caía como si fuera nieve.
Ya había caído Roma y sin embargo era difícil marcharse.
Las primeras sirenas se oyeron menos de cinco minutos después y Rehv esperó hasta ver la fila de luces de los coches patrulla que bajaban a toda velocidad por la calle del Comercio.
Después cerró los ojos, se tranquilizó… y se desmaterializó rumbo al norte.
Hacia la colonia.