54
Al caer la noche, Ehlena maceró las píldoras de su padre en el fondo de una taza y, cuando tuvo un polvo fino y suficientemente consistente, se dirigió al refrigerador, sacó el zumo y lo sirvió. Por primera vez en la vida se alegró de vivir en medio de todo ese orden que su padre exigía, porque su mente no estaba en lo que estaba haciendo.
En el estado en que se encontraba, tenía que dar gracias si sabía en qué estado del país vivía. Nueva York, creía.
Ehlena miró el reloj. No tenía mucho tiempo. Lusie llegaría dentro de veinte minutos. A la misma hora que el coche de Rehv.
El coche de Rehv. No él.
Cerca de una hora después de que ella lo llamara y le dejara el mensaje sobre su ex novia, había recibido un mensaje de voz de él. No la había llamado. Había marcado directamente al buzón y había dejado un mensaje.
Su voz parecía seria y solemne: «Ehlena, lamento mucho que te hayan abordado de esa manera y me aseguraré de que no vuelva a suceder. Me gustaría verte al anochecer, si estás disponible. Enviaré mi coche a recogerte a las nueve, a menos que me hagas saber que no puedes». Una pausa. «Lo siento mucho».
Ehlena se sabía el mensaje de memoria porque lo había escuchado unas cien veces. Rehv parecía otro, y ella no entendió nada de lo que le dijo. Fue como si estuviera hablando en otro idioma.
Como era natural, no había podido pegar los ojos durante el día y al final había llegado a la conclusión de que había dos formas de entender la actitud de Rehv: o bien le horrorizaba pensar que ella hubiese tenido que lidiar con esa hembra, o su reunión había resultado desastrosa.
Tal vez era una combinación de las dos cosas.
Ehlena se negaba a creer que esa loca con los ojos desorbitados tuviera alguna credibilidad. Joder, esa hembra le había hecho recordar a su padre cuando estaba en uno de sus episodios psicóticos: con una idea fija, obsesionado, viviendo en otra realidad. Ella quería hacerle daño y había calibrado sus palabras con mucho cuidado.
De todas maneras, le habría gustado hablar con él. Se habría sentido mucho más tranquila si le hubiera oído decir que no había de qué preocuparse. Bueno, ya quedaba poco; enseguida tendría la oportunidad de hablar con Rehv y todo se aclararía.
Después de asegurarse de que la cocina quedaba exactamente en el mismo estado en que se encontraba cuando subió, se dirigió al sótano, a la habitación de su padre.
Lo encontró en la cama, con los ojos cerrados y el cuerpo muy quieto.
—¿Padre? —No se movió—. ¿Padre?
El zumo se vertió cuando ella dejó bruscamente la taza sobre la mesa.
—¡Padre!
El padre abrió los ojos y bostezó.
—Buenos días, hija mía, ¿cómo te encuentras hoy?
—¿Estás bien? —Ehlena lo miró de arriba abajo, aunque él estaba completamente tapado con el edredón. Estaba pálido y tenía el pelo revuelto, pero parecía estar respirando perfectamente bien—. ¿Cómo estás?
—El inglés es un idioma muy brusco, ¿no te parece? Háblame en Lengua Antigua, por favor.
Ehlena se contuvo.
—Perdóname. Yo sólo… ¿Estás bien?
—En efecto, lo estoy. Estuve levantado hasta muy tarde pensando en otro proyecto, lo cual explica que me haya quedado en cama un poco más de lo normal. Creo que voy a permitir que las voces que oigo en mi cabeza salgan a la página en blanco. Pienso que puede ser beneficioso para mí ofrecerles otra forma de escape distinta de mí mismo.
Ehlena sintió que las rodillas se le aflojaban y se dejó caer pesadamente en la cama.
—Tu zumo, padre. ¿Quieres tomártelo ahora?
—Ah, perfecto. La criada es tan considerada al prepararlo que no puedo hacerle el feo de no tomarlo.
—Sí, es muy considerada. —Ehlena le entregó las medicinas y lo observó mientras se las tomaba, al tiempo que sentía que su propio corazón recuperaba el ritmo normal.
Últimamente la vida no había sido más que una serie de ¡Bangs! ¡Pums! y ¡Cracs! como salidos de una historieta de Batman, y ella no había hecho más que rebotar a lo largo de la página hasta que ya no sabía dónde estaba.
Cuando su padre terminó, lo besó en la mejilla y le dijo que iba a salir un rato; luego salió de la habitación. Con la taza en la mano. Cuando Lusie llamó a la puerta, diez minutos después, Ehlena ya había recuperado casi totalmente el control. Iba a encontrarse con Rehv, disfrutaría de su compañía y luego retomaría la búsqueda de un trabajo cuando regresara a casa. Todo iba a salir bien.
Cuando abrió la puerta, echó los hombros hacia atrás con determinación.
—¿Cómo estás?
—Bien. —Lusie miró por encima del hombro—. ¿Sabías que hay un Bentley estacionado frente a tu puerta?
Ehlena levantó las cejas y asomó la cabeza por la puerta. En efecto, estacionado frente a su casucha de alquiler había un flamante Bentley, nuevo y espectacular, que parecía tan fuera de lugar como un anillo de diamantes en la mano de una pordiosera.
En ese momento se abrió la puerta del conductor y se bajó el macho de piel oscura e increíblemente atractivo que lo conducía.
—¿Ehlena?
—Ah… sí.
—Vengo a recogerla. Soy Trez.
—Yo… necesito un minuto.
—Tómese su tiempo. —Al sonreír, el macho enseñó un par de colmillos y ella se sintió más tranquila. No le gustaba estar con humanos. No confiaba en ellos.
Ehlena volvió a entrar y se puso el abrigo.
—Lusie… ¿crees que podrás seguir viniendo? Parece que voy a poder seguir pagándote.
—Claro. Yo haría cualquier cosa por tu padre. —Lusie se sonrojó—. Es decir, por vosotros dos. ¿Entonces eso significa que ya has encontrado trabajo?
—Sí. Resulta que no estoy tan en las últimas como creía. Y detesto que esté solo.
—Bueno, yo lo cuidaré bien.
Ehlena sonrió y sintió ganas de darle un abrazo.
—Como siempre. En cuanto a esta noche, no estoy segura de cuándo…
—Vete tranquila. Estaremos bien.
Obedeciendo un impulso, Ehlena abrazó a Lusie.
—Gracias. Muchas… gracias.
Luego agarró su bolso y salió por la puerta, antes de quedar como una tonta. Tan pronto como salió al aire frío, el conductor se acercó para ayudarla a subir al Bentley. Vestido con un gabán de cuero negro, parecía más un matón que un conductor, pero cuando volvió a sonreír, sus ojos oscuros relampaguearon con una extraordinaria luz verde.
—No se preocupe. La llevaré con mucho cuidado.
Y Ehlena le creyó.
—¿Adónde vamos?
—Al centro. Él la está esperando.
Ehlena se sintió extraña cuando el macho le abrió la puerta, aunque sabía que lo hacía por amabilidad, y no tenía nada que ver con una actitud servil. Sólo que ya no estaba acostumbrada a que los machos honorables le dedicaran ese tipo de atenciones.
Por Dios, el Bentley olía deliciosamente.
Mientras Trez regresaba hasta el asiento del conductor, Ehlena acarició el fino cuero de la tapicería y no pudo recordar haber sentido antes nada tan lujoso.
Cuando el coche salió por el callejón hasta la calle, apenas pudo sentir los baches que normalmente la dejaban tiritando. El coche avanzaba suavemente. Lujosamente.
¿Hacia dónde iban?
Al sentir una brisa tibia que invadía el asiento trasero, Ehlena volvió a recordar el mensaje de Rehv; una duda se encendió en su cabeza y, al igual las luces de frenos de los coches, siguió encendiéndose y apagándose de manera intermitente, poniéndole freno a ese discurso de que todo iba a salir bien.
Y la sensación fue empeorando con el paso del tiempo. El centro de la ciudad no era un lugar que conociera muy bien y Ehlena se sintió tensa cuando pasaron por la zona en la que estaban todos los rascacielos de lujo. Donde se había reunido con Rehv, en el Commodore.
Tal vez la iba a llevar a bailar.
Sí, claro, porque cuando un macho invita a bailar a una hembra no le advierte que se ponga un vestido para la ocasión.
Cuanto más avanzaban por la calle del Comercio, más acariciaba Ehlena el asiento, pero no porque la sensación le resultara agradable. El panorama se iba volviendo cada vez más sórdido, a medida que los restaurantes reconocidos y los edificios de oficinas de Caldwell iban dando paso a locales donde hacían tatuajes y bares de esos que tenían pinta de estar llenos de borrachos sentados en la barra y recipientes sucios con cacahuetes en las esquinas. Luego venían los clubes, esos lugares estridentes y llenos de luces que ella nunca frecuentaba porque no le gustaba el ruido, ni las luces ni la gente que iba a ellos.
Cuando apareció a lo lejos el cartel negro que anunciaba ZeroSum, Ehlena supo que iban a detenerse frente a él y sintió que el corazón se le hundía en el pecho.
Curiosamente, tuvo la misma reacción que había tenido al ver a Stephan en la morgue: Esto no puede ser cierto. Esto no puede estar pasando. No es así como se supone que deben ser las cosas…
Sin embargo, el Bentley no se detuvo frente al club y Ehlena sintió un rayito de esperanza.
Pero, claro, doblaron por el callejón con el que limitaba y se detuvieron frente a una entrada privada.
—Es el dueño de este club —dijo Ehlena con voz ahogada—. ¿Verdad?
Trez no dio muestras de haber oído la pregunta, pero tampoco había necesidad. Cuando el macho rodeó el coche y le abrió la puerta, ella se quedó rígida en el asiento trasero del Bentley, mirando fijamente el edificio de ladrillo. Inconscientemente, tomó nota de las manchas de hollín que se veían en la pared cerca del techo y de las salpicaduras de barro que ensuciaban la parte inferior. Todo estaba manchado. Sucio.
De repente recordó la sensación de estar en la parte de abajo del Commodore y mirar hacia arriba, hacia esa construcción absolutamente reluciente, de vidrio y cromo. Ésa era la fachada que Rehv había escogido mostrarle.
Esta otra, llena de mugre, era la que se había visto obligado a mostrarle.
—La está esperando —dijo Trez con amabilidad.
La puerta lateral del club se abrió de par en par y entonces apareció otro Moro. Detrás de él todo era oscuridad, pero Ehlena alcanzó a oír el golpeteo de la música.
Entonces se preguntó si realmente necesitaba ver eso.
Bueno, necesitaba hablar con Rehv, eso estaba claro. Y luego se le ocurrió que si todo lo que le había contado esa mujer tan rara era cierto, ella tenía un problema muy grave… Había tenido sexo… con un symphath.
Había permitido que un symphath se alimentara de ella.
Ehlena sacudió la cabeza.
—No quiero entrar… Por favor, lléveme a ca…
En ese momento apareció una hembra, una hembra que tenía una constitución dura y fuerte, como la de un macho, y no sólo en lo que tenía que ver con el cuerpo. Tenía una mirada gélida y calculadora.
La hembra se acercó y se inclinó sobre el coche.
—Aquí nadie le va a hacer daño. Se lo juro.
En fin… el daño ya estaba hecho, pensó Ehlena, mientras sentía un dolor fuerte en el pecho, como el que siente la gente cuando tiene un ataque cardíaco.
—Él la está esperando —dijo la hembra.
Lo que hizo que Ehlena finalmente se bajara del coche fue su carácter: ella nunca huía. Nunca en la vida había huido de las situaciones difíciles y no iba a empezar a hacerlo ahora.
Cuando entró por la puerta, enseguida se dio cuenta de que estaba en un lugar donde ella nunca habría elegido estar. Todo era oscuridad; la música le taladraba los oídos como si fuese una ráfaga de puños y el olor a sudor y demasiada gente acalorada le dieron ganas de taparse la nariz.
La hembra iba adelante y los Moros se hicieron uno a cada lado, de manera que sus cuerpos enormes iban abriéndole camino a través de una masa humana de la que ella no deseaba formar parte. Las camareras vestidas con uniformes negros ceñidos llevaban bandejas con infinitas combinaciones alcohólicas y mujeres medio desnudas se restregaban contra hombres trajeados; lo más llamativo era que todo el mundo miraba hacia otro lado, como si lo que fuera que hubiesen pedido, o quienquiera que estuviese frente a ellos no pudiera satisfacerlos.
Se detuvieron frente una puerta negra y Trez dijo algo contra su reloj. La puerta se abrió y Trez se hizo a un lado, como si esperara que ella pasara allí como si nada, como quien entra al recibidor de la casa de su tía.
Pero no.
Al mirar hacia dentro, Ehlena no vio más que un techo negro, paredes negras y un suelo negro brillante.
Pero en ese momento Rehvenge apareció en su campo visual. Era tal y como lo recordaba: un macho grande, vestido con un abrigo de piel, que tenía el pelo peinado en un penacho, ojos color amatista y un bastón rojo.
Sin embargo, le resultaba un absoluto desconocido.
‡ ‡ ‡
Rehvenge se quedó mirando a la hembra que amaba y vio en su rostro pálido y tenso exactamente la expresión que había tratado de provocar.
Repulsión.
—¿Quieres entrar? —dijo, pues necesitaba terminar lo que había empezado.
Ehlena miró a Xhex.
—¿Usted es de seguridad? —Xhex frunció el ceño, pero asintió con la cabeza—. Entonces quiero que entre conmigo. No quiero estar a solas con él.
Al oír esas palabras, Rehv sintió como si acabaran de cortarle la garganta, pero aun así no mostró ninguna reacción cuando Xhex dio un paso adelante y Ehlena la siguió.
La puerta se cerró, cortando el estruendo de la música, pero el silencio en el interior de ese extraño cuarto era tan estridente como un grito.
Ehlena miró el escritorio donde él había dejado deliberadamente un fajo de billetes con veinticinco mil dólares y un bloque de cocaína envuelto en papel celofán.
—Me dijiste que hacías negocios —dijo ella—. Supongo que fue culpa mía suponer que se trataba de negocios legítimos.
Lo único que Rehv pudo hacer fue mirarla fijamente; se había quedado sin palabras y tenía la respiración tan alterada que no creía poder hablar. Lo único cosa que podía hacer mientras ella permanecía rígida y furiosa frente a él era memorizar su imagen, desde la manera como llevaba recogido el pelo rubio rojizo, pasando por los ojos color caramelo y su sencillo abrigo negro, hasta su forma de mantener las manos en los bolsillos, como si no quisiera tocar nada.
Rehv no quería recordarla así, pero como ésa era la última vez que la vería, no pudo evitar fijarse en cada detalle.
Ehlena desvió los ojos hacia las drogas y el dinero en efectivo, y luego lo miró a los ojos.
—Así que es cierto. Todo lo que dijo tu ex novia.
—Es mi hermanastra. Y, sí. Todo.
La mujer que amaba dio un paso hacia atrás para alejarse de él y el miedo la hizo llevarse la mano a la garganta. Rehv sabía exactamente lo que Ehlena estaba pensando: estaba recordando la imagen de él alimentándose de su vena y la imagen de ellos dos juntos y desnudos en la cama. Estaba replanteándose sus recuerdos y tratando de asimilar el hecho de que no había sido un vampiro el que se había alimentado de su cuello.
Había sido un symphath.
—¿Por qué me has traído aquí? —dijo ella—. Simplemente habrías podido decirme por teléfono que… No, no importa. Me voy a casa. Y no vuelvas a llamarme, no te molestes en buscarme…
Rehv hizo una pequeña venia y luego dijo con voz ahogada:
—Como quieras.
Ehlena dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
—Ahora, ¿tendría alguien la amabilidad de dejarme salir de este maldito lugar?
Después de que Xhex se acercara y le abriera la puerta, Ehlena salió casi corriendo.
Cuando la puerta se cerró, Rehv la trancó mentalmente y se quedó allí, donde ella lo había dejado.
Estaba destruido. Completamente acabado. Y no sólo porque pensaba entregarse en cuerpo y alma a una sociópata sádica que lo iba a torturar hasta matarlo e iba a disfrutar cada minuto de su sufrimiento.
Cuando sintió que su vista se nublaba y todo se volvía rojo, sabía que no era porque su lado malo estuviera aflorando. No había ninguna posibilidad. Se había inyectado suficiente dopamina durante las últimas doce horas como para dormir a un caballo, porque de otra manera no estaba seguro de ser capaz de dejar marchar a Ehlena. Necesitaba enjaular su lado malo por última vez… para poder hacer lo correcto por la razón correcta.
Así que no, ese color rojo no iba a desembocar en la pérdida de la percepción de profundidad y en el regreso de las sensaciones corporales.
Rehvenge sacó del bolsillo de su chaqueta uno de los pañuelos que su madre había planchado y se lo llevó a los ojos. Las lágrimas rojas que brotaban de ellos no eran sólo por Ehlena y por él mismo. Bella había perdido a su madre hacía apenas cuarenta y ocho horas.
Y al final de la noche iba a perder también a su hermano.
Rehv respiró profundamente, con tanta intensidad que las costillas le dolieron. Luego se guardó el pañuelo y siguió con el proceso de acabar con su vida.
De una cosa estaba seguro: la princesa iba a tener que pagar. Pero no por lo que le había hecho y le iba a hacer a él. Nada de eso.
No, ella se había atrevido a acercarse a su hembra. Y por esa razón él iba a acabar con ella, aunque eso terminara por matarlo.