53

Al amanecer de un día frío y con nubes que se extendían por el cielo azul lechoso, José de la Cruz atravesó las rejas del cementerio Campo de Pinos y comenzó a serpentear entre las filas y filas de tumbas. Los senderos estrechos y sinuosos le recordaban los del tablero de ese juego de mesa llamado Life que solía jugar con su hermano cuando eran pequeños. Cada jugador recibía un cochecito con seis agujeros y empezaba con una ficha. A medida que el juego avanzaba, te ibas moviendo por la pista y recogiendo más fichas que representaban a tu esposa e hijos. El objetivo era adquirir gente, dinero y oportunidades que ibas metiendo en los agujeros del cochecito para llenar los vacíos con los que habías comenzado.

El detective miró a su alrededor, mientras pensaba que, en el juego que se llamaba Vida real, lo que terminabas consiguiendo al final era un agujero de tierra donde meterte. Lo cual no era el tipo de cosa en la que querías que pensaran tus hijos cuando eran pequeños.

Cuando llegó al lugar donde estaba la tumba de Chrissy, estacionó el coche en el mismo sitio donde había estado aproximadamente hasta la una de la mañana del día anterior. Delante había tres patrullas del Departamento de Policía de Caldwell, cuatro policías uniformados con chaquetas gruesas y un trozo de esa cinta amarilla que usaba la policía para delimitar los escenarios de los crímenes y que se extendía de tumba en tumba, formando un cuadrado amplio.

Decidió llevarse su café, a pesar de que debía de estar tibio, y, mientras caminaba, vio las suelas de un par de botas en medio del círculo formado por las piernas de sus colegas.

Uno de los policías miró por encima del hombro; la expresión de su cara le anunció el estado del cuerpo: si le hubiesen ofrecido a ese hombre una bolsa para ayudarse a respirar, sin duda habría vomitado.

—Qué tal, detective.

—Charlie, ¿cómo vamos?

—Bi… bien.

Sí, claro.

—Se nota.

Los otros policías se volvieron a mirarlo y lo saludaron con un gesto de la cabeza. Todos tenían la misma cara de consternación y asco.

La fotógrafa, por su parte, era una mujer que tenía fama de estar un poco perturbada. Cuando se agachó y comenzó a disparar su cámara, tenía una sonrisita en el rostro, como si estuviera disfrutando de lo que veía. Y tal vez estuviera pensando quedarse una de las fotos para guardársela en la cartera.

Grady había acabado muy mal.

—¿Quién lo encontró? —preguntó José, al tiempo que se agachaba para examinar el cadáver. Cortes limpios y abundantes. Eso había sido obra de un profesional.

—El encargado de cuidar el césped —dijo uno de los policías—. Hace cerca de una hora.

—¿Y dónde está ahora? —José se puso en pie y se hizo a un lado para que la perturbada fotógrafa del escenario del crimen pudiera seguir con su trabajo—. Quiero hablar con él.

—En el cobertizo, tomándose una taza de café. El pobre lo necesitaba, no dejaba de temblar.

—Bueno, eso es fácil de entender. La mayoría de los cuerpos de aquí no están encima de las tumbas.

Los cuatro uniformados lo miraron con cara de «sí y tampoco están en ese estado».

—Ya he terminado con el cuerpo —dijo la fotógrafa, mientras tapaba la lente de su cámara—. Y ya he tomado fotos de lo que hay en la nieve también.

José caminó alrededor del escenario del crimen, teniendo cuidado de no dañar las distintas huellas ni sus marcas con números, ni el camino que había quedado marcado en el suelo. Estaba claro lo que había sucedido. Grady había tratado de huir de quienquiera que lo hubiera atrapado, pero había fracasado. A juzgar por las manchas de sangre, lo habían herido, probablemente para impedir que se moviera, y luego lo habían arrastrado hasta la tumba de Chrissy, donde lo habían desmembrado y lo habían matado.

José regresó a donde estaba el cuerpo y, al echarle un vistazo a la lápida, vio una mancha marrón. Sangre seca. Estaba seguro de que la habían puesto allí a propósito y cuando todavía estaba caliente: parte de la sangre había escurrido hasta donde estaban grabadas las letras del nombre Christianne Andrews.

—¿Has fotografiado esto? —preguntó De la Cruz.

La fotógrafa lo miró con odio y luego le quitó la tapa a la lente, tomó una foto y volvió a poner la tapa en su sitio.

—Gracias —dijo De la Cruz—. Te llamaremos si necesitamos algo más. —O encontramos a otro tipo convertido en mierda como éste, pensó para sí.

La mujer volvió a mirar a Grady y dijo:

—Vendré con mucho gusto.

Obviamente, pensó De la Cruz mientras le daba un sorbo a su café y hacía una mueca. Viejo. Frío. Horrible. Igual que la fotógrafa. Joder, el café de la comisaría era el peor del mundo, y si no estuviese en el escenario de un crimen, habría tirado esa inmundicia y habría aplastado la taza desechable.

José le echó un vistazo al lugar. Muchos árboles detrás de los cuales esconderse. Las únicas luces eran las del sendero para los coches. Las rejas estaban cerradas de noche.

Si se hubiese quedado un poco más anoche… podría haber detenido al asesino antes de que castrara a Grady, le diera su última cena y, sin duda, disfrutara viéndolo morir.

—Maldita sea.

Una furgoneta gris que tenía el escudo del condado en la puerta del conductor se detuvo en el sendero. Un tipo con una bolsa negra en la mano bajó a toda prisa y se dirigió corriendo a donde estaba el policía.

—Lo siento, llego tarde.

—No hay problema, Roberts. —José estrechó la mano del médico forense—. Te agradecería que nos dieras una hora aproximada de la muerte en cuanto puedas.

—Claro, pero va a ser difícil. ¿Puede ser con un margen de error de cuatro horas?

—Todo lo que nos puedas decir será de gran ayuda.

Mientras el tipo se agachaba y comenzaba a trabajar, José miró otra vez a su alrededor y luego se acercó y miró detalladamente las huellas. Había tres pares de huellas distintos, uno de los cuales debía ser de Grady. Habría que sacar el patrón de los otros dos para compararlo con los modelos que tenían los investigadores de Criminalística, que debían estar al llegar.

Unas de las huellas sin identificar eran más pequeñas que las otras.

Y De la Cruz estaba dispuesto a apostar su casa, su coche y el dinero para la universidad de sus dos hijas a que le iban a decir que eran huellas de mujer.

‡ ‡ ‡

En el estudio de la mansión de la Hermandad, Wrath estaba sentado derecho en su silla, aferrado a los brazos del frágil mueble con todas sus fuerzas. Beth estaba allí con él y Wrath podía sentir, a juzgar por su olor, que estaba aterrorizada. También había más gente. Hablando. Paseándose de un lado a otro.

No podía ver otra cosa que oscuridad.

—Havers está en camino —anunció Tohr desde la puerta. Como si hubiese oprimido el botón de sonido del mando a distancia, su voz acalló totalmente el salón, silenciando todas las voces y todos los sonidos—. La doctora Jane está hablando con él ahora. Van a traerlo en una de las ambulancias que tiene cristales polarizados, pues es más rápido que tener que esperar a que Fritz lo recoja.

Wrath había insistido en esperar un par de horas incluso antes de llamar a la doctora Jane. Tenía la esperanza de recuperar la vista. Y todavía estaba esperando.

Rogando, más bien.

Beth había demostrado una gran fortaleza, siempre a su lado, agarrada de su mano, mientras él luchaba contra la oscuridad. Pero hacía un rato que se había excusado y había salido del estudio. Cuando regresó, Wrath pudo sentir el olor de sus lágrimas, aunque seguramente se había lavado la cara.

Eso fue lo que lo hizo decidirse a llamar a los médicos.

—¿Cuánto hace que lo llamamos? —preguntó Wrath con brusquedad.

—Aproximadamente veinte minutos.

Mientras el silencio se imponía de nuevo, Wrath sabía que los otros hermanos estaban a su alrededor. Podía oír a Rhage desenvolviendo otro caramelo. Y el roce del pedernal cuando V encendió un cigarrillo y exhaló el humo de ese tabaco turco que le gustaba. Butch estaba masticando un chicle y Wrath podía oír el golpeteo de sus muelas, como si fueran unos zapatos de claqué sobre un suelo de madera. Z estaba allí con Nalla en los brazos y Wrath podía sentir el olor dulce y adorable de la pequeñita y oír los gorjeos ocasionales que le llegaban desde el rincón. Incluso Phury estaba con ellos, pues había decidido quedarse a pasar el día y estaba con su gemelo y su sobrina.

Sabía que todos estaban ahí… y sin embargo estaba solo. Completamente solo, aislado en el fondo de su cuerpo, atrapado dentro de la jaula de la ceguera.

Wrath apretó los brazos de la silla para no gritar. Quería mostrarse fuerte por el bien de su shellan y sus hermanos; su raza necesitaba que fuera fuerte. Quería hacer un par de bromas y reírse de todo eso como si fuera un episodio pasajero, mostrar que todavía tenía las pelotas bien puestas.

Así que se aclaró la garganta, pero en lugar de decir algo como: «Había una vez un tipo que entró en un bar con un loro en el hombro…», lo que brotó de sus labios fue:

—Fue esto lo que viste…

Las palabras resonaron con un tono gutural. Todo el mundo sabía a quién se estaba dirigiendo.

V respondió con voz ronca.

—No sé de qué hablas.

—Mentira. —Wrath estaba en medio de la oscuridad y sus hermanos estaban a su alrededor, pero nadie podía tocarlo. Eso era lo que Vishous había visto—. Pura. Mierda.

—¿Estás seguro de que quieres hablar de esto ahora? —preguntó V.

—¿Es tu visión? —Wrath soltó los brazos de la silla y descargó el puño contra el escritorio—. ¿Fue esta la maldita visión que tuviste?

—Sí.

—Ya viene el doctor —dijo Beth rápidamente y le acarició el hombro—. La doctora Jane y Havers descubrirán lo que te está pasando. Ya verás, todo se arreglará…

Wrath se volvió hacia el lugar desde el que venía la voz de Beth. Cuando estiró el brazo para agarrarle la mano, fue ella la que lo agarró.

¿Acaso era ése su futuro?, pensó Wrath. ¿Depender de ella para que lo llevara a donde tuviera que ir? ¿Para que lo acompañara como si fuera un maldito lisiado?

Tienes que mantener el control. Tienes que mantener el control. Tienes que…

Wrath se repetía esa cantinela incesantemente para contener las ganas de explotar.

Y, sin embargo, la detonación se produjo cuando oyó que la doctora Jane y Havers entraron en el estudio. Supo de quién se trataba porque todos los demás se callaron y dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Ni fumar, ni masticar, ni desenvolver caramelos.

Todo quedó en silencio.

Y luego se oyó la voz del doctor.

—Milord, ¿puedo examinarle los ojos?

—Sí.

Se oyó un ruido como de ropa… Havers debía de estar quitándose el abrigo. Luego se oyó un golpe seco, como si hubiesen puesto algo sobre el escritorio. Luego un ruido metálico… el cierre del maletín del doctor.

Enseguida se oyó la voz perfectamente modulada del médico:

—Con su permiso, ahora voy a tocarle la cara.

Wrath asintió con la cabeza y luego se estremeció al sentir las manos del médico. Abrigó un rayo de esperanza cuando oyó el clic de la linterna con la que seguramente iban a examinarle los ojos. Como de costumbre, se puso tenso y se preparó para sentir el golpe de la luz sobre la retina que Havers fuera a examinar primero. Dios, desde que tenía memoria, siempre había tenido que entornar los ojos al entrar en contacto con la luz, y después de la transición la cosa empeoró. A medida que los años fueron pasando…

—Doctor, ¿podría seguir con el examen?

—Yo… milord, ya he terminado. —Se oyó otro clic, seguramente cuando Havers apagó la linterna—. Al menos esta parte.

Silencio. Luego Beth le apretó la mano con más fuerza.

—¿Y ahora qué? —preguntó Wrath—. ¿Qué se puede hacer ahora?

Más silencio, lo cual, de alguna manera, volvía más negra la oscuridad.

Correcto. No había muchas opciones. Aunque no podía entender por qué le sorprendía. Vishous… nunca se equivocaba.