52
Al otro lado de la ciudad, en la mansión de la Hermandad, Tohr estaba sentado en la sala de billar, con el trasero sobre una silla que había arrastrado hasta allí y había acomodado de manera que pudiera ver la puerta del vestíbulo. En la muñeca derecha llevaba un reloj nuevo Timex Indiglo negro, que estaba poniendo en hora, y junto al codo izquierdo tenía un vaso largo que contenía un vaso de leche malteada. Ya casi había terminado de poner en hora el reloj, pero apenas había tocado la bebida.
Su estómago no estaba tolerando muy bien la cantidad de comida que estaba ingiriendo, pero a él no le importaba. Necesitaba ganar peso rápidamente, así que su organismo simplemente tendría que seguir órdenes.
Con un pito final, el reloj anunció que estaba listo y Tohr se lo puso en la muñeca, mientras miraba la hora que brillaba en la pantalla: 4.57 de la mañana.
Entonces volvió a mirar hacia la puerta del vestíbulo. A la mierda con el reloj y la comida. Lo que realmente estaba haciendo era esperar a que John atravesara esa maldita puerta con Qhuinn y Blay.
Quería asegurarse de que su chico estuviera en casa y a salvo. Aunque John ya no era un chico y había dejado de ser suyo desde que lo había abandonado a su suerte hacía un año.
—¿Sabes? No puedo creer que no estés viendo esto.
La voz de Lassiter lo obligó a tomar el vaso y beber de la pajita, para no tener que volver a decirle a ese maldito que se callara. Al ángel le encantaba la tele, pero sufría de déficit de atención. Siempre estaba cambiando de canal. Así que sólo Dios sabía lo que estaría viendo ahora.
—Quiero decir que es una mujer que anda sola por el mundo. Ella es genial y viste divinamente. De verdad es un programa estupendo.
Tohr miró por encima del hombro. El ángel estaba tumbado en el sofá, con el mando de la tele en la mano y la cabeza apoyada en un cojín bordado en punto de cruz por Marissa que decía: Colmillos para recordar. Y más allá, en la televisión de pantalla plana, estaba…
Tohr casi se atraganta con la malteada.
—¿Qué diablos estás haciendo? Ésa es Mary Tyler Moore, imbécil.
—¿Así es como se llama?
—Sí. Y, no te ofendas, pero no deberías excitarte tanto con ese programa.
—¿Por qué?
—Porque es un programa para mujeres, idiota. El hecho de que te guste es equivalente a pintarte las uñas de los pies.
—Me da igual. Me gusta.
El ángel no pareció entender que ver a Mary Tyler Moore en un canal para niños no era lo mismo que ver artes marciales en un canal de deportes. Si alguno de los hermanos lo veía con ese programa puesto, Lassiter recibiría una buena zurra.
—Oye, Rhage —gritó Tohr en dirección al comedor—. Ven a ver lo que está viendo en la tele esta lámpara de lava.
Hollywood llegó con un plato lleno de puré de patata y rosbif. En general no creía en los vegetales, que consideraba un «desperdicio de espacio calórico», así que la ensalada era algo que no formaba parte de su dieta.
—¿Qué está viendo… Oye, mira, si es Mary Tyler Moore. Yo la adoro. —Rhage se sentó en uno de los sillones, al lado del ángel—. Me encanta como se viste.
Lassiter miró a Tohr con cara de te-lo-dije.
—Y Rhoda también es atractiva.
Los dos chocaron las manos.
—Totalmente de acuerdo.
Tohr volvió a concentrarse en su malteada.
—Sois una vergüenza para el sexo masculino.
—¿Por qué, porque no nos encanta Godzilla? —le espetó Rhage.
—Al menos yo puedo mantener la cabeza en alto. En cambio vosotros deberíais estar viendo eso metidos en un armario.
—No tengo necesidad de ocultar mis preferencias. —Rhage arqueó las cejas, cruzó las piernas y levantó el meñique de la mano con la que sostenía el tenedor—. Yo soy quien soy.
—Por favor, no me tientes con esa clase de declaración —murmuró Tohr, al tiempo que ocultaba una sonrisa y le daba un sorbo a la malteada.
Cuando se quedaron en silencio, miró de reojo hacia donde ellos estaban, listo para seguir, cuando…
Rhage y Lassiter lo estaban mirando fijamente, con una tímida expresión de aprobación.
—Ay, por Dios, dejad de mirarme así.
Rhage fue el primero en reaccionar.
—No puedo evitarlo. Estás tan sexy con esos pantalones anchos. Tengo que comprarme un par porque nada me parece más sexy que unos pantalones que te quedan como si llevaras un par de bolsas de basura cosidas a las pelotas.
Lassiter asintió con la cabeza.
—Totalmente fantásticos. Yo también quiero unos.
—¿Te los has comprado en Casa Hogar? —Rhage ladeó la cabeza—. ¿En la sección de bolsas de basura?
Antes de que Tohr pudiera responder, Lassiter intervino.
—Joder, sólo espero que a mí me queden tan bien como a ti. ¿Haces algún tipo de ejercicio? ¿O es una consecuencia natural de tu falta de trasero?
Tohr se rió.
—Estoy rodeado de traseros. Créeme.
—Lo cual explica por qué te sientes tan seguro andando por ahí sin nada en las nalgas.
Rhage concluyó:
—Si lo pensamos bien, tienes un cuerpo muy parecido al de Mary Tyler Moore. Así que me sorprende que no te guste.
Tohr le dio un sorbo a la malteada.
—Voy a subir de peso sólo para darte tu merecido por decir eso.
Rhage siguió sonriendo, pero sus ojos adoptaron una expresión seria.
—Eso espero. Estoy deseando verlo.
Tohr volvió a concentrarse en la puerta del vestíbulo y dejó de bromear.
Sin embargo, Lassiter y Rhage no siguieron su ejemplo y los dos continuaron conversando y bromeando sobre lo que veían en la tele, lo que Rhage estaba comiendo, dónde tenía piercings el ángel y…
Tohr se habría marchado de allí si hubiera podido ver la puerta principal desde algún otro sitio…
De repente el sistema de seguridad dejó escapar un pitido y alguien abrió la puerta principal de la mansión. Hubo una pausa y luego otro pitido, seguido del sonido de un gong.
Mientras Fritz corría a abrir, Tohr se sentó más derecho, lo cual era patético, considerando el estado de su cuerpo. Mantenerse erguido no iba a cambiar mágicamente el hecho de que pesaba menos que la silla en la que descansaba su trasero inexistente.
Qhuinn fue el primero en entrar, vestido de negro. Los piercings metálicos que tenía en la oreja y en el labio inferior reflejaron la luz. Blaylock iba detrás, vestido de manera muy elegante, con un suéter de cuello alto de cachemira. Mientras los dos chicos se dirigían a las escaleras, la expresión de su rostro parecía tan distinta como la ropa que llevaban puesta. Era evidente que Qhuinn había tenido una buena noche, a juzgar por esa sonrisa de buen polvo. Blay, por su parte, parecía que viniera del dentista, pues tenía una expresión triste en la boca y los ojos clavados en el suelo.
Tal vez John no iba a regresar. Pero ¿dónde estaría?
Cuando John entró al vestíbulo, Tohr no pudo evitar levantarse de la silla, pero enseguida se tuvo que agarrar al respaldo porque las piernas comenzaron a temblarle.
El rostro de John no mostraba ninguna expresión. Tenía el pelo revuelto, y no por causa del viento, y una serie de arañazos en el cuello, de los que producen las uñas de una mujer. Despedía olor a whisky, distintos perfumes y sexo.
Parecía cerca de cien años mayor que la última vez que se había sentado junto a la cama de Tohr, en la misma postura del Pensador, hacía sólo unas noches. Ya no era un chico. Era un macho completamente adulto, que estaba tratando de desahogarse de la manera en que la mayoría de los tipos lo hacían desde el principio de los tiempos.
Tohr se volvió a hundir en la silla, suponiendo que John no lo iba a ver, pero tan pronto como puso el pie en el primer escalón, el muchacho volvió la cabeza como si supiera que alguien lo estaba observando. Su expresión no cambió en absoluto cuando se encontró con la mirada de Tohr. Sólo levantó la mano sin hacer mucho esfuerzo y siguió de largo.
—Me preocupaba que no fueras a venir a casa —dijo Tohr en voz alta.
Qhuinn y Blay se detuvieron. Rhage y Lassiter se callaron. Las únicas voces que llenaban el vacío eran las de Mary y Rhoda.
John apenas se detuvo un instante para decir por señas:
—Éste no es mi hogar. Sólo es una casa. Y necesito quedarme en algún lado.
John no se quedó esperando una respuesta y la actitud de sus hombros sugería que tampoco estaba interesado en obtener ninguna. Tohr habría podido pasarse horas hablando, tratando de convencerlo de cuánto se preocupaba por él la gente que vivía allí, pero no lo hizo porque estaba claro que John no lo habría escuchado.
Cuando los tres chicos desaparecieron escaleras arriba, Tohr terminó la malteada, llevó el vaso a la cocina y lo metió en el lavaplatos; sabía que ningún doggen le preguntaría si quería algo más de comer o de beber, pero Beth estaba revolviendo una olla llena de estofado y parecía que se moría por ofrecerle un plato, así que no se quedó.
El viaje hasta el segundo piso fue duro y largo, pero no porque se sintiera físicamente débil. Le había hecho mucho daño a John y ahora estaba cosechando lo que había sembrado.
De repente, de las puertas cerradas del estudio brotó un estrépito y un grito, como si estuvieran atacando a alguien, y el cuerpo de Tohr, que todavía estaba muy frágil, reaccionó por instinto; le dio un golpe a la puerta y la abrió de par en par.
Wrath estaba agachado detrás del escritorio, con los brazos extendidos frente a él, el ordenador, el teléfono y los papeles tirados por el suelo, como si los hubiera empujado, y la silla volcada hacia un lado. Tenía en la mano las gafas oscuras que siempre usaba y sus ojos miraban fijamente al frente.
—Milord…
—¿Las luces están encendidas? —Wrath estaba respirando con dificultad—. ¿Las malditas luces están encendidas?
Tohr corrió hasta donde se encontraba el rey y lo agarró del brazo.
—Afuera en el corredor, sí. Y también está encendida la chimenea. ¿Qué sucede?
El poderoso cuerpo de Wrath comenzó a temblar con tanta fuerza que Tohr tuvo que sostenerlo. Lo cual requería de muchos más músculos de los que él tenía. Mierda, si no llegaba ayuda pronto, los dos se iba a caer al suelo. Así que cerró bien los labios contra los dientes y silbó con fuerza, antes de volver a preocuparse por tratar de no soltar al rey.
Rhage y Lassiter fueron los primeros en llegar corriendo e irrumpieron como locos.
—¿Qué demonios pasa?
—Enciende las luces —volvió a gritar Wrath—. ¡Que alguien encienda las malditas luces!
‡ ‡ ‡
Cuando Lash se sentó frente a la mesa de granito, en la cocina vacía del nuevo apartamento, su estado de ánimo mejoró notablemente. Por supuesto, no había olvidado que la Hermandad se había llevado unas cajas llenas de armas y unos frascos de restrictores. Tampoco había olvidado que, gracias a esa infiltración, habían perdido el apartamento de La Granja. Ni que Grady había escapado. Ni que había un symphath esperándolo en el norte del estado, que sin duda debía de estar furioso porque él todavía no había aparecido para cometer el crimen que le había encargado…
No había olvidado sus problemas, no, pero el dinero constituía una gran distracción. Y ver mucho dinero en efectivo era una distracción muy grande.
El señor D dejó sobre la mesa otra bolsa de plástico. De ella salieron más fajos de billetes, cada uno sujeto con una banda de caucho. Cuando el asesino terminó de sacar el dinero, ya casi no se veía el granito de la mesa.
Vaya manera de tranquilizarlo, pensó Lash, mientras observaba cómo el señor D terminaba de vaciar las bolsas.
—¿Cuánto hay en total?
—Setenta y dos mil setecientos cuarenta. Van en fajos de cien.
Lash agarró uno de los fajos. Ése no era el dinero limpio y nuevo que salía de los bancos. Eran billetes sucios y arrugados, que habían salido de bolsillos de vaqueros, carteras casi vacías y chaquetas manchadas. Lash prácticamente podía oler la sensación de desesperación que impregnaba esos billetes.
—¿Cuánta mercancía nos queda?
—Suficiente para otras dos noches como ésta, pero no más. Y sólo quedan dos distribuidores. Aparte del más grande.
—No te preocupes por Rehvenge. Yo me ocuparé de él. Entretanto, no matéis a los otros dos distribuidores, llevadlos a un centro de persuasión. Necesitamos saber quiénes son sus contactos. Quiero saber dónde y cómo consiguen la mercancía. —Desde luego, lo más probable era que todos hicieran negocios con Rehvenge, pero tal vez había alguien más. Un humano que fuese más maleable—. Quiero que mañana a primera hora vayas al banco y abras una caja de seguridad para guardar esto. Este dinero es el que nos va a permitir comenzar por nuestra cuenta y no vamos a perderlo.
—Sí, señor.
—¿Quién vendió la mercancía contigo?
—El señor N y el señor I.
Genial. Los dos idiotas que habían dejado escapar a Grady. Sin embargo, se habían manejado bien en las calles, y Grady había tenido un fin creativo y horrible. Además, Lash había tenido la oportunidad de ver a Xhex en acción. Así que no todo estaba perdido.
Tenía que ir a hacer una visita a ZeroSum.
En cuanto a N e I, matarlos era darles un final mejor del que se merecían, pero por ahora necesitaba a esos idiotas en la calle, haciendo dinero.
—Quiero que esos dos restrictores salgan esta noche a vender mercancía.
—Pensé que querías…
—En primer lugar, tú no piensas. Y, en segundo lugar, necesitamos más de esto. —Lash arrojó el fajo de billetes arrugados en unas de las bolsas—. Tengo planes que cuestan dinero.
—Sí, señor.
Sin embargo, de repente Lash pareció reconsiderar lo que acababa de hacer y se inclinó para recoger el fajo que acababa de arrojar. Era difícil soltar todo ese dinero y, aunque todo era suyo, de pronto la guerra le pareció menos interesante.
Entonces se agachó, agarró una de las bolsas y la llenó.
—¿Has visto ese Lexus?
—Sí, señor.
—Ocúpate de él. —Se metió la mano al bolsillo y le arrojó las llaves del coche al señor D—. Va a ser tu nuevo coche. Si vas a ser mi representante en las calles, tienes que parecer alguien que sabe cómo son las cosas.
—¡Sí, señor!
Lash entornó los ojos, mientras pensaba en lo poco que se necesitaba para motivar a ese estúpido.
—No la cagues mientras no estoy, ¿vale?
—¿Adónde vas?
—A Manhattan. Llámame al móvil si necesitas algo. Nos vemos después.