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Maldita sea, nos tenemos que ir —dijo Rehv desde detrás del escritorio. Después de hacer una última llamada al móvil de Xhex, arrojó el teléfono nuevo como si no fuera más que un pedazo de basura, un gesto que, claramente, se estaba convirtiendo en un mal hábito—. No tengo idea de dónde demonios está, pero nos tenemos que ir.

—Ya regresará. —Trez se puso el gabán de cuero negro y se dirigió a la puerta—. Y es mejor que haya salido a que esté aquí con ese mal humor. Hablaré con el supervisor y le diré que me informe de cualquier cosa que suceda en el club en nuestra ausencia y luego iré por el Bentley.

Cuando salió, iAm revisó por segunda vez, con letal eficiencia, las dos pistolas que llevaba debajo de los brazos. Tenía la mirada serena y las manos firmes y, cuando se sintió satisfecho, descolgó de la percha el abrigo de cuero gris oscuro y se lo puso.

El hecho de que los dos hermanos tuvieran abrigos similares tenía mucho sentido. A iAm y a Trez les gustaban las mismas cosas. Siempre. Aunque no eran gemelos de nacimiento, se vestían de manera similar, siempre iban armados con el mismo equipo y siempre compartían las mismas ideas y los mismos valores y principios.

Sin embargo, había una cosa en la que eran distintos. iAm era más tranquilo, siempre esperaba al lado de la puerta, en silencio y quieto, como un dóberman en estado de alerta. Pero su falta de conversación no significaba que no fuera tan letal como su hermano, porque los ojos del tipo hablaban mucho, a pesar de que su boca no modulara palabra: a iAm no se le escapaba nada.

Y, por supuesto, no se le había escapado un detalle muy importante: que Rehv llevaba en el bolsillo una bolsita con pastillas. Que se había tomado dos y después se había pinchado en el brazo con una jeringa.

—Muy bien —dijo, mientras Rehv se bajaba la manga y se volvía a poner la chaqueta del traje.

—Muy bien ¿qué?

iAm sólo se quedó mirando al vacío, con cara de tú-sabes-perfectamente-de-qué-estoy-hablando.

iAm hacía mucho eso. Con una sola mirada decía miles de cosas.

—No sé lo que estarás pensando —murmuró Rehv—. Pero no te excites mucho pensando que ya está todo superado.

Tal vez se estuviera tratando la infección del brazo, pero todavía había mucha mierda colgando de todos los extremos de su vida.

—¿Estás seguro?

Rehv entornó los ojos y se puso de pie, al tiempo que se metía una bolsa de M&M en el bolsillo del abrigo de piel.

—Confía en mí.

iAm lo miró con cara de incredulidad, al tiempo que clavaba los ojos en el abrigo.

—Eso debe derretirse en la boca, no en la mano.

—Ay, cállate. Mira, hay que tomarse los antibióticos con algo de comer. ¿Acaso tienes a mano un emparedado de jamón y queso en pan de centeno? Yo no.

—Pero te prepararía un plato de lingüine con salsa de Sal y te lo traería. Avísame con más tiempo la próxima vez.

Rehv salió de la oficina.

—¿Te molestaría no ser tan amable y considerado? Haces que me sienta como una mierda.

—Ése es tu problema, no el mío.

iAm dijo algo contra su reloj, al tiempo que salían de la oficina, y Rehv cruzó rápidamente la puerta trasera del club y se subió al coche. Después de eso, iAm desapareció, pues viajaría hasta el restaurante convertido en una sombra. El plan era que él llegara primero al sitio de la reunión y abriera el lugar, mientras Trez iba en el coche con Rehv.

Rehv había organizado la reunión allí por dos razones. Una era que, en calidad de leahdyre del consejo, él era quien determinaba el sitio de reunión y Rehv sabía que todos esos estirados arrugarían la nariz por considerar que ese lugar no estaba a su altura. Lo cual siempre era un placer. Y, en segundo lugar, se trataba de una propiedad que había comprado por inversión, así que estarían en su territorio.

Lo cual siempre era una ventaja.

El restaurante de Salvatore, hogar de la famosa salsa de Sal, era toda una institución de la comida italiana en Caldie y llevaba abierto más de cincuenta años. Cuando el nieto del dueño original, Sal III, como se le conocía, desarrolló una terrible afición por el juego y llegó a deberles a los corredores de apuestas que trabajaban para Rehv 120.000 dólares, la solución fue un intercambio simple: el nieto le entregaba el establecimiento a Rehv y Rehv se comprometía a no dañar la brújula de la tercera generación.

Lo cual, en términos vulgares, significaba que el tipo no iba a terminar con los codos y las rodillas rotos y a punto de necesitar que le cambiaran todas las articulaciones.

Ah, y la receta secreta de la salsa de Sal había sido incluida en el inventario del restaurante, un requisito que iAm había añadido en el último minuto. Durante la negociación, que duró como minuto y medio, la Sombra había dicho que, sin salsa, no había trato. Y también había exigido una prueba de sabor para asegurarse de que la información era la correcta.

Desde esa feliz transacción, el Moro había estado dirigiendo el lugar y, mira por dónde, el negocio estaba dando beneficios. Pero, claro, eso era lo que ocurría cuando no dilapidabas cada centavo extra en malas apuestas. El movimiento del restaurante había aumentado, la calidad de la comida había vuelto a ser la de antes y el lugar estaba siendo objeto de una intensa remodelación, que incluía mesas, sillas, manteles, alfombras y lámparas nuevas, exactamente iguales a las que originalmente había en el local.

Con la tradición no se juega, había dicho iAm.

El único cambio interior que le habían hecho era algo que nadie podía ver: todas las paredes y los techos habían sido reforzados con una malla de acero, al igual que todas las puertas, excepto una.

Nadie se iba a desmaterializar, ni dentro ni fuera del restaurante, sin que la administración lo supiera y diera su permiso.

La verdad era que Rehv era el dueño del sitio, pero el restaurante se había convertido en el proyecto favorito de iAm, y el Moro tenía razón al sentirse orgulloso de sus esfuerzos. Hasta los italianos de la vieja guardia elogiaban su comida.

Quince minutos después, el Bentley se detuvo debajo del toldo que había a la entrada de la casa inmensa de un piso, con su característica fachada de ladrillo. Las luces que rodeaban la casa estaban apagadas, incluso las del cartel con el nombre de Sal, pero el estacionamiento vacío estaba iluminado por el resplandor naranja de viejas lámparas de gas.

Trez esperó un momento en medio de la oscuridad, con el motor encendido y las puertas del coche blindado cerradas, mientras se comunicaba con su hermano a la manera de las Sombras, y después de unos instantes asintió con la cabeza y apagó el motor.

—Todo despejado. —Se bajó del coche y caminó alrededor del Bentley para abrir la puerta de Rehv, mientras éste agarraba su bastón y deslizaba su cuerpo entumecido por el asiento de cuero. Luego se dirigieron hacia las pesadas puertas negras de la entrada; una vez allí, el Moro sacó su arma y la mantuvo contra el muslo.

Entrar en Sal’s era como entrar en el Mar Rojo. Literalmente.

Frank Sinatra los recibió con su tema Wives and Lovers, el cual brotaba de los altavoces empotrados en el techo forrado en terciopelo rojo. En el suelo, la alfombra roja acababa de ser reemplazada y brillaba con el mismo resplandor que la sangre humana recién derramada. Todo alrededor, las paredes rojas exhibían un diseño de hojas de acanto negras y la iluminación era similar a la que se encontraba en las salas de cine, es decir, provenía principalmente del suelo. Durante las horas normales de funcionamiento, la barra y el guardarropa eran atendidos por espectaculares mujeres de pelo negro, vestidas con trajes en rojo y negro, y todos los camareros llevaban traje negro con corbata roja.

A un lado había un par de teléfonos públicos al estilo de los años cincuenta y dos máquinas expendedoras de cigarrillos de la época de Kojak; y, como siempre, el lugar olía a orégano, a ajo y a buena comida. En el fondo, también se sentía el aroma a tabaco, pues aunque se suponía que estaba prohibido el consumo de tabaco en esa clase de establecimientos, la administración permitía que algunos clientes fumaran en el salón del fondo, donde estaban las mesas reservadas y se jugaba al póquer.

Rehv siempre se había sentido un poco incómodo rodeado de tanto rojo, pero sabía que mientras pudiera mirar hacia los dos comedores, y ver cómo se perdían en el fondo las mesas con sus manteles blancos y sus sillones de cuero, todo estaba bien.

—La Hermandad ya está aquí —dijo Trez, mientras bajaban hacia el salón privado donde tendría lugar la reunión.

Cuando entraron en el salón, no se oía ni una palabra, ni una risa, ni siquiera un carraspeo, entre los machos que ocupaban todo el salón. Los hermanos, hombro con hombro, formaban una línea frente a Wrath, que se había colocado delante de la única puerta que no estaba reforzada con acero para poder desmaterializarse en un segundo, en caso de que fuese necesario.

—Buenas noches —dijo Rehv, al tiempo que se sentaba a la cabecera de la larga mesa rodeada por veinte asientos.

Entonces se oyó un murmullo de qué-tal-cómo-estás, pero la pared de guerreros siguió enfocada exclusivamente en la puerta por la que él acababa de entrar.

Sí, si alguien quería joder a su amigo Wrath, tendría que enfrentarse a un verdadero infierno.

Y, vaya, parecía que la Hermandad había adoptado a una mascota, evidentemente. Porque a mano izquierda, una figura dorada parecida a la estatuilla del Oscar brillaba sobre unas botas de combate; tenía el pelo rubio y moreno a la vez, y parecía un rockero de los ochenta en busca de banda. Sin embargo, Lassiter, el ángel caído, no parecía menos feroz que los hermanos. Tal vez fueran sus piercings. O el hecho de que tuviera los ojos blancos. Pero, mierda, ese tipo tenía mucha energía.

Interesante. Considerando cómo lo rodeaban todos, dispuestos a defenderlo hasta la muerte, cualquiera hubiera dicho que Wrath formaba parte del grupo de las especies protegidas.

iAm entró desde el fondo, con una pistola en una mano y una bandeja con capuchinos en la palma de la otra.

Varios hermanos aceptaron lo que les ofrecieron, aunque todas esas tazas diminutas iban a convertirse en polvo si se armaba una trifulca.

—Gracias, amigo. —Rehv también aceptó un capuchino—. ¿Tienes barquillos?

—Ya vienen.

Las instrucciones logísticas de la reunión habían sido definidas con claridad de antemano. Los miembros del consejo debían presentarse en la puerta de entrada del restaurante. Si alguien llegaba a tratar de rozar siquiera cualquier otra puerta, tendrían que asumir el riesgo de que les dispararan. iAm los acompañaría hasta el salón. Cuando salieran, sería otra vez por esa misma puerta y se les ofrecería protección hasta que se desmaterializaran con seguridad. Aparentemente, se trataba de medidas preventivas diseñadas para protegerse de los restrictores, pero la verdad era que todo estaba pensado para proteger a Wrath.

iAm llegó con los barquillos de chocolate.

Se comieron los dulces.

Trajeron más capuchinos.

Frank cantó Fly Me to the Moon. Luego cantó esa canción sobre el bar que está a punto de cerrar y él dice que necesita otro trago para el camino.

Y la canción que habla de tres monedas en una fuente. Y el hecho de que se ha enamorado de alguien.

Junto a Wrath, Rhage balanceó su peso sobre las botas de combate y el cuero de su chaqueta rechinó. A su lado, el rey estiró los hombros y uno de ellos crujió. Butch hizo sonar los nudillos. V encendió un cigarrillo. Phury y Z se miraban el uno al otro.

Rehv miró a iAm y a Trez, que estaban en el umbral. Luego volvió a mirar a Wrath.

—Sorpresa, sorpresa.

Enseguida agarró el bastón, se puso de pie y dio una vuelta por el salón, mientras su naturaleza symphath expresaba respeto por la táctica ofensiva que representaba esta inesperada ausencia de los otros miembros del consejo. Nunca pensó que tuvieran los cojones de no presentarse…

En ese momento, desde la puerta principal del restaurante se oyó un timbre.

Mientras volvía la cabeza, Rehv oyó el suave ruido metálico de los seguros de las pistolas de los hermanos, que ahora todos tenían en la mano.

‡ ‡ ‡

Al otro lado de la calle, frente a las rejas cerradas del cementerio Campo de Pinos, Lash caminó hasta un Honda Civic que estaba estacionado entre las sombras. Cuando puso la mano sobre el capó, lo sintió caliente y no necesitó caminar hasta el otro lado del coche para saber que la ventanilla del lado del conductor estaba rota. Ése era el coche que Grady había usado para llegar hasta la tumba de su ex.

Cuando sintió el ruido de botas que se acercaban por el asfalto, se llevó la mano al arma que guardaba en el bolsillo delantero de la chaqueta.

El señor D se estaba arreglando el sombrero de vaquero cuando llegó junto a él.

—¿Por qué nos dijiste que nos retiráramos…?

Lash levantó tranquilamente el arma y le apuntó a la cabeza.

—Dame una buena razón para no abrirte un agujero en esa maldita cabeza ahora mismo.

Los asesinos que acompañaban al señor D dieron un paso atrás.

—Porque yo fui el que se dio cuenta de que había huido —dijo el señor D con su acento de Texas—. Por eso. Porque estos dos no tenían ni puta idea de dónde estaba.

—Pero tú estabas a cargo. Tú lo dejaste escapar.

El señor D lo miró con sus ojos pálidos.

—Estaba contando todo tu dinero. ¿Acaso quieres que lo haga otro? No lo creo.

Mierda, buena observación. Lash bajó el arma y miró a los otros dos. A diferencia del señor D, al que no le temblaba nada, los dos tipos parecían muy nerviosos, lo cual mostró claramente quién la había cagado.

—¿Cuánto dinero entró? —preguntó Lash, mientras seguía mirando a los asesinos con odio.

—Mucho. Está ahí, en el coche.

—Bueno, mira, fíjate que mi estado de ánimo parece estar mejorando repentinamente —murmuró Lash, mientras guardaba el arma—. En cuanto a la razón por la cual os ordené que os retirarais, Grady está a punto de ir a la cárcel y eso me encanta. Quiero que sea la novia de alguien un par de veces y que disfrute de la vida tras las rejas antes de matarlo.

—Pero ¿qué hay de…?

—Tenemos los contactos de los otros dos distribuidores y nosotros podemos vender la mercancía solos. No lo necesitamos.

El sonido de un coche que se acercaba a las rejas de hierro desde el interior del cementerio hizo que todos volvieran la cabeza. Era el coche sin identificación que estaba estacionado en la esquina, al lado de la tumba nueva; el coche se detuvo y bajó un tipo desarreglado de pelo negro. Después de abrir la cadena, empujó una de las rejas hacia un lado, volvió al coche para entrar, y luego se bajó de nuevo para cerrar las rejas.

No había nadie más en el coche con él.

Luego giró a la izquierda y las luces rojas de la parte trasera desaparecieron rápidamente de la vista.

Lash volvió a mirar el Civic, que era el único medio que tenía Grady de salir de allí.

¿Qué diablos estaba pasando? El policía debía de haber visto a Grady, porque el imbécil había pasado justo frente a su coche…

Lash se quedó rígido y dio media vuelta sobre sus talones, triturando con sus suelas la sal que habían echado para que la gente no se escurriera a causa de la nevada.

Había algo más en el cementerio. Algo que había decidido aparecer en ese instante.

Algo que despedía una energía exactamente igual a la del symphath con el que se había entrevistado al norte del estado.

Lo cual explicaba por qué se había marchado el policía. El tipo había sido inducido a hacerlo.

—Regresad al rancho con el dinero —le dijo Lash al señor D—. Os veré allí.

—Sí, señor. Enseguida.

Lash no oyó la respuesta del señor D. Estaba demasiado interesado en saber qué mierda estaba pasando cerca de la tumba de la chica muerta prematuramente.