40

El día siguiente a su conversación con Ehlena, por la noche, Rehv bajaba con cuidado por la escalera curva de la casa de seguridad de su familia, para acompañar a Havers hasta la puerta por la que el médico de la raza había entrado hacía apenas cuarenta minutos. Bella y la enfermera que lo había ayudado los seguían. Nadie decía nada; sólo se oía el golpeteo inusualmente fuerte de las pisadas sobre la alfombra.

Mientras bajaba las escaleras, lo único que podía sentir era el olor de la muerte. El aroma a las hierbas rituales se había metido en lo profundo de sus fosas nasales, como si se estuviera escondiendo del frío, y Rehv se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que dejara de sentir ese olor cada vez que respiraba.

Le daban ganas de limpiarse las fosas nasales con un papel de lija.

A decir verdad, estaba desesperado por tomar un poco de aire fresco, pero no se atrevía a moverse más deprisa. Apoyándose en el bastón y el pasamanos tallado, lo estaba haciendo bien, pero, después de ver a su madre amortajada, no sólo tenía el cuerpo adormecido sino también la mente. Y lo último que necesitaba era caerse contra el suelo de mármol del vestíbulo.

Rehv bajó el último escalón, se pasó el bastón a la mano derecha y se abalanzó a abrir la puerta. El viento frío que entró fue una bendición y una desgracia al mismo tiempo. Si bien su temperatura corporal descendió en picado, por fin pudo aspirar una bocanada de aire helado que reemplazó parte de lo que lo asfixiaba con la penetrante promesa de la nieve que estaba por caer.

Luego se aclaró la garganta y le tendió la mano al médico de la raza.

—Ha tratado usted a mi madre con un respeto increíble. Se lo agradezco.

Detrás de sus gafas de marco de carey, los ojos de Havers tenían una expresión de compasión que sobrepasaba el respeto profesional y manifestaba un sincero sentimiento de duelo, al tiempo que estrechaba la mano de Rehv.

—Ella era muy especial. La raza ha perdido a una de sus guías espirituales.

Bella dio un paso al frente para abrazar al médico y Rehv le hizo una inclinación de cabeza a la enfermera que lo había ayudado, pues sabía que ella preferiría mil veces que él no la tocara.

Después de que los dos salieron por la puerta principal para desmaterializarse de regreso a la clínica, Rehv se tomó un momento para observar la noche. No cabía duda de que iba a volver a nevar, y esta vez no iba a caer la nieve ligera de la noche anterior.

Rehv se preguntó si su madre habría alcanzado a ver los copos que habían caído el día anterior. O se habría perdido esa última oportunidad de ver los delicados milagros de cristal que caían del cielo.

Dios, nadie tenía una cantidad infinita de noches en la vida. Ni podía ver una cantidad infinita de copos de nieve.

A su madre le encantaba ver caer la nieve. Cada vez que había nevadas, solía sentarse en el salón, encender las luces de fuera y apagar las de dentro y quedarse contemplando la noche. Se sentaba allí hasta que la nevada terminaba. Durante horas.

Rehv se preguntaba qué era lo que veía en la nieve. Nunca se lo había preguntado.

Por Dios, ¿por qué tenían que terminar las cosas?

Le dio la espalda al espectáculo invernal, cerró la pesada puerta de madera y se recostó contra los paneles. Frente a él, debajo de la araña de luces, su hermana arrullaba a su hija entre los brazos. Se veía que estaba muy cansada, pero no había salido una sola queja de sus labios.

No había dejado a Nalla ni un segundo desde que su madre había muerto, pero al bebé no parecía molestarle. Dormía en los brazos de su madre, con el ceño fruncido por la concentración, como si estuviera creciendo tan rápido que ni siquiera pudiera descansar mientras estaba en reposo.

—Yo solía arrullarte así —dijo Rehv—. Y tú dormías de esa manera. Profundamente.

—¿De verdad? —Bella sonrió y acarició la espalda de Nalla.

Le había puesto un pijamita blanco y negro, con el logo del tour de la banda AC/DC y Rehv no pudo evitar sonreír. No le sorprendía en lo más mínimo que su hermana hubiese desechado toda esa ropa cursi y llena de animalitos que solían ponerles a los bebés. Era genial. Si él alguna vez tenía hijos…

Rehv frunció el ceño y contuvo de inmediato ese pensamiento.

—¿Qué sucede? —preguntó su hermana.

—Nada. —Sí, sólo la primera vez en la vida que pensaba en tener descendencia.

Tal vez se debía a la muerte de su madre.

Tal vez era por Ehlena, le dijo una vocecita interior.

—¿Quieres algo de comer? —dijo Rehv—. Z y tú deberíais cenar algo antes de volver a casa.

Bella miró hacia el segundo piso, donde se oía el ruido de una llave abierta.

—Sí, me gustaría.

Rehv le puso una mano en el hombro y atravesaron juntos el vestíbulo rodeado de paisajes enmarcados y luego el comedor de paredes color vino. En contraste con el resto de la casa, la cocina era muy austera y absolutamente funcional, pero tenía una bonita mesa, donde sentó a su hermana y a su sobrina, en una de las sillas con respaldo.

—¿Qué te gustaría tomar? —dijo Rehv, mientras se dirigía al refrigerador.

—¿Tienes cereales?

Rehv abrió el armario donde se guardaban las galletas y la comida enlatada, con la esperanza de… sí. Al lado de las galletas de chocolate había una caja enorme de copos de maíz.

Sacó la caja y miró a Tony, el tigre, pintado con vivos colores.

Mientras pasaba un dedo por los contornos del dibujo, dijo en voz suave:

—¿Todavía te gustan los Frosted Flakes?

—Ah, claro. Son mis cereales favoritos.

—Bien. Eso me alegra.

Bella se rió.

—¿Por qué?

—¿No… lo recuerdas? —Rehv se contuvo de repente—. Aunque, claro, ¿por qué tendrías que acordarte?

—Acordarme de ¿qué?

—Fue hace mucho tiempo. Te estaba viendo comer cereales y… fue muy bonito, eso es todo. Ver cuánto te gustaba. Me gustaba ver cuánto te gustaban los cereales.

Rehv sacó un tazón, una cuchara y la leche desnatada y lo llevó todo a la mesa.

Mientras Bella se cambiaba a su hija de lado, de manera que le quedara libre la mano derecha, Rehv abrió la caja y la bolsa de plástico y comenzó a servirle.

—Dime hasta dónde —dijo él.

El suave golpeteo de los copos al caer en el tazón era un sonido más de la vida normal y cotidiana, pero pareció resonar con más fuerza de lo normal. Al igual que las pisadas al bajar la escalera. Era como si al silenciarse el corazón de su madre, hubiese subido el volumen del resto del mundo y Rehv se sentía como si necesitara tapones para los oídos.

—Ahí —dijo Bella.

Rehv cambió la caja de cereales por una caja de leche y comenzó a verter un chorro de líquido blanco sobre los copos.

—Otra vez, con sentimiento.

—Ahí.

Rehv se sentó mientras cerraba la tapa de la caja de leche y tuvo el buen sentido de no preguntarle a su hermana si quería que sostuviera a la niña. A pesar de lo difícil que era comer así, Bella seguramente no quería soltar a su hija ni por un momento y eso estaba bien. Más que bien. Verla buscar consuelo en la siguiente generación también era un consuelo para él.

—Hummm —murmuró Bella al meterse a la boca la primera cucharada.

En el silencio que se impuso entre ambos, Rehv se permitió regresar a otra cocina, en otra época, allá por los días en que su hermana era mucho más joven y él tenía las manos menos sucias. Recordó en particular ese tazón de cereales que ella no recordaba, aquella vez en que ella quería repetir, y para hacerlo tuvo que luchar contra todo lo que ese desgraciado de su padre le había enseñado acerca de las hembras y la necesidad de mantenerse delgadas y no repetir nunca. Rehv había aplaudido en silencio cuando la vio cruzar la cocina de su antigua casa y llevar la caja de cereal hasta su silla; y cuando la vio servirse por segunda vez, había llorado lágrimas de sangre y había tenido que excusarse y encerrarse en el baño.

Había matado al padre de Bella por dos razones: su madre y su hermana.

Una de sus recompensas había sido contemplar esa dubitativa libertad con la que Bella había decidido comer más porque tenía hambre. La otra había sido saber que su madre ya no tendría más moretones en la cara.

Rehv se preguntó qué pensaría Bella si supiera lo que él había hecho. ¿Lo odiaría? Tal vez. Él no sabía muy bien cuánto recordaba su hermana de todos esos abusos, en particular cómo su padre solía golpear a su mahmen.

—¿Estás bien? —preguntó Bella de repente.

Rehv se pasó una mano por la cabeza.

—Sí.

—Es difícil saber cómo estás. —Bella le dedicó una sonrisa, como si quisiera asegurarse de que no sonara mal lo que iba a decir—. Nunca sé si estás bien.

—Lo estoy.

Bella miró a su alrededor.

—¿Qué vas a hacer con esta casa?

—La conservaré por lo menos otros seis meses. Se la compré hace un año y medio a un humano y tengo que conservarla un poco más o perdería dinero.

—Tú siempre tan bueno con las finanzas. —Bella se inclinó para comerse otra cucharada—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Lo que quieras.

—¿Tienes a alguien?

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes… a una hembra. O a un macho.

—¿Crees que soy marica? —Al ver que Rehv se reía, Bella se puso colorada y él sintió deseos de abrazarla por eso.

—Bueno, está bien si lo eres, Rehvenge. —Bella asintió de una manera que lo hizo sentirse como si acabara de darle unas palmaditas en la mano para tranquilizarlo—. Me refiero a que nunca te he visto con una hembra. Y no quiero suponer… que tú… Ah… bueno, fui a verte a tu habitación hace un rato y te oí hablando con alguien. No es que estuviera escuchando a escondidas, no lo hice… Ay, mierda.

—Está bien. —Rehv le sonrió y luego se dio cuenta de que no había una manera fácil de contestar a esa pregunta. Al menos, la parte sobre si tenía a alguien.

Ehlena era… ¿Qué era ella?

Rehv frunció el ceño. La respuesta que se le ocurrió brotó de lo más profundo de su interior. Y teniendo en cuenta la superestructura de mentiras sobre la que reposaba su vida, no estaba seguro de que hacer ese tipo de túneles fuera buena idea. Su montaña de carbón ya era lo suficientemente inestable como para hacer perforaciones tan profundas.

Bella bajó lentamente la cuchara.

—Por Dios… sí tienes a alguien, ¿no?

Rehv se obligó a responder de una manera que disminuyera el número de complicaciones. Aunque era como sacar sólo una caja de una montaña de basura.

—No. No, no tengo a nadie. —Luego clavó la mirada en el tazón—. ¿Quieres un poco más?

Bella sonrió.

—Sí. —Mientras él le servía, dijo—: ¿Sabes? El segundo tazón siempre es el mejor.

—Completamente de acuerdo.

Bella les dio un golpecito con la cuchara a los copos.

—Te quiero, hermano mío.

—Y yo a ti, hermana. Siempre.

—Creo que mahmen está en el Ocaso mirándonos. No sé si crees en eso, pero ella sí creía y yo he comenzado a hacerlo después del nacimiento de Nalla.

Rehv era muy consciente de que Bella había estado a punto de morir en el parto y se preguntaba qué habría visto en esos momentos en que su alma no estaba ni aquí ni allá. Nunca había pensado mucho en dónde terminaría uno al morir, pero quería creer que ella tenía razón. Si alguien podía ver a sus descendientes desde el Ocaso, sin duda sería su adorable y piadosa madre.

Eso le brindaba consuelo y confirmaba su decisión.

Su madre nunca iba a tener que preocuparse desde allá arriba por que se supiera su secreto. No por boca de él.

—Ay, mira, está nevando —dijo Bella.

Rehv miró de reojo hacia la ventana. Bajo la luz de las lámparas que iluminaban la entrada, se veían pequeños puntos blancos.

—A ella le habría encantado —murmuró Rehv.

—¿A mahmen?

—¿Recuerdas cómo solía sentarse a ver caer la nieve?

—No le gustaba ver caer la nieve.

Rehv frunció el ceño y miró a su hermana por encima de la mesa.

—Claro que sí. Se pasaba horas…

Bella negó con la cabeza.

—Le gustaba contemplar el paisaje después de que hubiera caído la nieve.

—¿Cómo lo sabes?

—Una vez se lo pregunté. Que, por qué se quedaba contemplando la nieve durante tanto rato. —Bella reacomodó a Nalla entre sus brazos y le acarició el pelo—. Dijo que era porque cuando la nieve cubría el suelo, las ramas de los árboles y los techos, ella recordaba cómo era vivir en el Otro Lado con las Elegidas, donde todo estaba bien. Dijo que… después de que caía la nieve, regresaba a la época antes de caer en desgracia. Nunca entendí a qué se refería con eso y ella nunca me explicó esa parte.

Rehv miró otra vez por la ventana. Al ritmo que estaba cayendo la nieve, iba a tardar un rato en formar su manto blanco.

No era de extrañar que su madre se quedara contemplando el paisaje durante tanto tiempo.

‡ ‡ ‡

Wrath se despertó en medio de la oscuridad, pero de una oscuridad feliz y deliciosa. Tenía la cabeza contra la almohada, la espalda contra el colchón, las mantas subidas hasta la barbilla y el aroma de su shellan en lo más profundo de su nariz.

Había dormido feliz durante varias horas; y se daba cuenta por la necesidad de estirarse que sentía. Además, ya no le dolía la cabeza. No le dolía… Por Dios, llevaba viviendo con el dolor desde hacía tanto tiempo, que sólo ahora se daba cuenta de lo mal que estaba.

Wrath se desperezó con fuerza, estirando los músculos de las piernas y los brazos hasta que se sintió bien despierto.

Luego dio media vuelta y encontró el cuerpo de Beth, de manera que le deslizó un brazo por debajo de la cintura y se pegó a ella hundiendo la cara entre el cabello sedoso de su shellan. Ella siempre dormía del lado derecho y era él quien solía abrazarla por detrás, pues le gustaba rodear el cuerpo más pequeño de su hembra con el suyo, porque eso hacía que se sintiera seguro de que siempre podría protegerla.

Sin embargo, tuvo cuidado de mantener retiradas las caderas. Tenía la polla dura y llena de anhelos, pero se sentía agradecido sólo por el hecho de poder dormir con ella… y no iba a estropear ese momento haciendo que se sintiera incómoda.

—Mmm —dijo ella, al tiempo que le acariciaba el brazo—. Ya estás despierto.

—Así es. —De hecho, estaba bastante despierto.

Se oyó un ruido, mientras ella daba media vuelta sobre el brazo de él para quedar de frente.

—¿Has dormido bien?

—Ay, sí.

Cuando sintió un tironcito en el pelo, supo que Beth estaba jugando con las puntas rizadas y se alegró de tener el pelo largo. Aunque se lo tenía que recoger cuando salía a pelear, y tardaba mucho en secarse cuando se lo lavaba —de hecho, era tan largo que tenía que usar un secador de pelo, lo cual le parecía muy afeminado—, a Beth le encantaba y Wrath podía recordar varias ocasiones en que lo había visto cubriendo los senos desnudos de…

Correcto, lo mejor sería no seguir por ese camino. Porque, si seguía como iba, tendría que montarse sobre ella o se volvería loco.

—Me encanta tu pelo, Wrath. —En medio de la oscuridad, la voz susurrante de Beth fue como sentir el contacto de sus dedos, una experiencia delicada y devastadora.

—Me encanta que lo acaricies —contestó Wrath con voz ronca—, que metas tus manos en él, que hagas lo que quieras.

Se quedaron quién sabe cuánto tiempo allí, acostados frente a frente, mientras Beth jugueteaba con los gruesos rizos de su pelo.

—Gracias —dijo ella en voz baja— por contarme lo de esta noche.

—Preferiría poder darte una buena noticia.

—De todas maneras me alegra que me lo hayas contado. Prefiero saberlo.

Wrath encontró la cara de Beth al tacto y mientras le acariciaba las mejillas con los dedos y los labios con la nariz, la vio con sus manos y la conoció con su corazón.

—Wrath… —La mano de Beth se posó sobre su erección.

—Ay, mierda… —Wrath sintió un tirón en la espalda y levantó las caderas.

Ella se rió en voz baja.

—Tu lenguaje amoroso haría avergonzarse a un camionero.

—Lo siento, yo… —Wrath sintió que el aire se le atragantaba en la garganta, cuando ella comenzó a acariciarlo por encima de los calzoncillo que se había dejado puestos por respeto a ella—. Mier… Quiero decir…

—No, así me gusta. Ése eres tú.

Beth lo empujó hasta dejarlo acostado de espaldas y se montó sobre las caderas de Wrath… Puta mierda. Él sabía que ella se había acostado con un camisón de franela, pero donde fuera que estuviera el dichoso camisón, no era encima de las piernas, porque el centro dulce y ardiente de Beth se frotó contra su polla.

Wrath dejó escapar un gruñido y perdió el control. Con un movimiento rápido, la acostó de espaldas, se bajó por los muslos los Calvin Klein que rara vez usaba y la penetró. Cuando ella soltó un grito y le clavó las uñas en la espalda, Wrath sintió que sus colmillos se alargaban completamente y comenzaban a palpitar.

—Te necesito —dijo—. Necesito esto.

—Yo también.

Wrath le dio rienda suelta a toda su potencia, sin ninguna consideración por ella, pero, claro, a ella también le gustaba a veces así, el sexo salvaje, desbocado, en que el cuerpo de él se apropiaba por completo del de ella.

El rugido que Wrath lanzó cuando alcanzó el orgasmo hizo que temblaran el óleo que colgaba sobre su cama y los frascos de perfume que Beth tenía sobre la cómoda, pero él siguió embistiéndola, más bestia que amante civilizado. Y cuando el aroma de Beth llegó hasta su nariz, Wrath supo que ella lo deseaba tal como era; cada vez que eyaculó, ella llegó al clímax con él, aferrándose a su sexo, apretándolo para no dejarlo escapar.

Casi sin aliento, pero con voz de mando, Beth dijo:

—Toma mi vena…

Wrath siseó como un predador; se lanzó sobre el cuello de ella y la mordió.

El cuerpo de Beth se sacudió debajo de él y, en medio de sus caderas, Wrath sintió una humedad tibia que no tenía nada que ver con lo que había dejado dentro de ella. En la boca de Wrath, la sangre de Beth fue como el don de la vida y, al bajar espesa por su garganta y llenarle el estómago con una fuente de calor, encendió su cuerpo desde dentro.

Las caderas de Wrath tomaron el control mientras se alimentaba de ella y él siguió complaciéndola y complaciéndose. Cuando quedó saciado, lamió las marcas del mordisco y volvió a penetrarla, levantándole una pierna para poder llegar más adentro, mientras eyaculaba dentro de ella. Después de volver a eyacular, Wrath le agarró la cabeza y se la acercó a su garganta.

Pero no alcanzó a dar ninguna orden, cuando Beth lo mordió y, tan pronto como notó que las afiladas puntas le perforaban la piel, Wrath sintió el más dulce de los dolores y volvió a tener un orgasmo, más brutal que todos los demás: el saber que él tenía lo que ella necesitaba y deseaba, que ella vivía de lo que corría por sus venas, era la cosa más erótica del mundo.

Cuando su shellan terminó de comer y cerró los pinchazos con la lengua, Wrath se dejó caer de espaldas en la cama, pero siguió pegado a ella, con la esperanza de que…

Ah, sí, Beth se montó sobre él y comenzó a cabalgar. Y cuando ella tomó el control, él buscó sus senos y descubrió que todavía llevaba puesto el camisón, así que se lo sacó por encima de la cabeza y lo arrojó a cualquier parte. Cuando volvió a encontrar los senos al tacto, le parecieron tan firmes e irresistibles que tuvo que incorporarse un poco para meterse uno de los pezones entre la boca. Y mientras él chupaba, ella se movía, hasta que se volvió demasiado difícil mantener esa posición y tuvo que volver a dejarse caer sobre la cama.

Beth lazó un grito y después gritó él y luego los dos llegaron al clímax. Cuando todo acabó, ella se desplomó sobre la cama y allí se quedaron, uno al lado del otro, jadeando.

—Ha sido maravilloso —dijo ella con la respiración entrecortada.

—Absolutamente maravilloso.

Wrath tanteó con la mano en medio de la oscuridad hasta encontrar la mano de Beth y allí se quedaron durante un buen rato.

—Tengo hambre —dijo ella.

—Yo también.

—Traeré algo de comer.

—Pero no quiero que te vayas. —Wrath le apretó la mano y la acercó a él para besarla—. Tú eres la mejor hembra que puede tener un macho.

—Yo también te amo.

Como si estuvieran conectados al mismo enchufe, a los dos les rugió el estómago al mismo tiempo.

—Bueno, tal vez sí es hora de comer algo. —Wrath dejó que su shellan se alejara, mientras los dos se reían—. Pero, ven, déjame encender la luz para que puedas encontrar tu camisón.

Al instante, Wrath supo que algo andaba mal. Beth dejó de reírse y se quedó paralizada.

—¿Leelan? ¿Estás bien? ¿Acaso te he hecho daño? —Ay, Dios… había sido tan brusco—. Lo siento…

Ella lo interrumpió con una voz ahogada.

—La luz ya está encendida, Wrath. Yo estaba leyendo desde antes de que te despertaras.