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Cuando Rehvenge atravesó los límites de la ciudad de Caldwell, pensó en cuánto le gustaría poder irse directamente a ZeroSum. Sin embargo, sabía que no debía hacerlo. La verdad era que tenía un problema muy gordo.

Desde el momento en que salió de la casa de seguridad de Montrag, en Connecticut, había tenido que parar dos veces a un lado de la carretera para inyectarse dopamina. Sin embargo, su droga milagrosa le estaba fallando otra vez. Si hubiese tenido más dopamina en el coche, habría llenado otra jeringa, pero ya se le había agotado.

No le pasó inadvertido lo ridículo que resultaba el hecho de que él, un importante traficante de drogas, tuviera que correr a toda prisa a buscar a su camello, y era una verdadera pena que el mercado negro no tuviera más demanda por ese neurotransmisor. Tal como estaban las cosas en este momento, la única forma de conseguir la droga era a través de medios legítimos, pero pronto iba a tener que arreglar eso. Si era lo suficientemente inteligente para distribuir X, cocaína, yerba, metanfetamina, oxicontin y heroína a través de sus dos clubes, seguramente podría encontrar la manera de conseguir sus propios frascos de dopamina.

—Ah, vamos, muévete. Sólo es una rampa de salida. Seguramente ya habías visto alguna.

No había tenido ningún problema mientras circulaba por la autopista, pero en la ciudad el tráfico era muy lento, y no sólo porque había atasco. Además, él debía conducir con mucho cuidado pues, al carecer de visión en profundidad, le resultaba difícil juzgar la distancia que lo separaba de los otros coches, de manera que debía conducir con más precaución de lo que le hubiera gustado.

Y además estaba este maldito idiota, en ese coche que debía de tener como cien años, al que le encantaba frenar todo el tiempo.

—No… no… por lo que más quieras, no te cambies de carril. Ni siquiera puedes ver por el retrovisor…

Rehv tuvo que frenar de improviso porque el señor Tímido realmente pensaba que debía andar por el carril rápido y parecía creer que la manera de incorporarse a él era detenerse completamente.

Por lo general, a Rehv le encantaba conducir. Incluso prefería conducir a desmaterializarse, porque, cuando estaba medicado, era el único momento en que se sentía como él mismo: rápido, ágil, poderoso. Conducía un Bentley no sólo porque fuera sofisticado y porque podía pagarse uno, sino por los seiscientos caballos de potencia que tenía bajo el capó. El hecho de permanecer con el cuerpo adormecido y tener que apoyarse en un bastón para mantener el equilibrio hacía que la mayor parte del tiempo se sintiera como si fuera un macho viejo y disminuido, y le encantaba tener la oportunidad de parecer… normal.

Desde luego, el hecho de no sentir el dolor también tenía sus ventajas. Por ejemplo, cuando se golpeara la frente contra el volante en un par de minutos, lo único que iba a pasarle era que iba a ver estrellitas. Pero el dolor de cabeza no sería problema.

La clínica provisional de la raza vampira estaba a unos quince minutos del puente al que se disponía entrar y las instalaciones no eran suficientes para las necesidades de sus pacientes, pues apenas era un poco más que un refugio convertido en hospital de guerra. Sin embargo, esa solución provisional era lo único que la raza tenía por el momento, como cuando un jugador suplente entra en el campo porque el quarterback se ha partido la pierna por la mitad.

Después de los ataques del verano, Wrath estaba trabajando con el médico de la raza para construir un nuevo establecimiento permanente, pero, como todo, iba a llevar su tiempo. En la medida en que la Sociedad Restrictiva había saqueado tantos lugares, nadie pensaba que fuera buena idea usar propiedades que la raza tuviera actualmente, porque sólo Dios sabía cuántas direcciones más tendrían los asesinos. El rey estaba buscando la posibilidad de comprar otro lugar, pero tenía que ser un sitio retirado y…

Rehv pensó en Montrag.

¿Realmente la guerra había llegado al punto de matar a Wrath?

El discurso moralista de su lado vampiro, que había heredado de su madre, resonó momentáneamente en su cabeza, pero no despertó ninguna emoción. En ese momento sus pensamientos sólo obedecían al cálculo de sus intereses. Un cálculo libre de las trabas de la moralidad. La conclusión a la que había llegado cuando dejó la casa de Montrag era inflexible, y ahora sólo se sentía más decidido.

—Gracias, querida Virgen Escribana —musitó Rehv, cuando vio que el coche viejo se apartaba de su camino y, milagrosamente, aparecía su salida, cuyo cartel verde le pareció un regalo que llevara su nombre.

¿Verde?

Rehv miró a su alrededor. El color rojo había comenzado a desaparecer de su visión, mientras que los otros colores del mundo volvían a aparecer a través de aquella niebla bidimensional. Respiró con alivio. No quería llegar a la clínica en tan mal estado.

Como si estuviera previsto, al instante comenzó a sentir frío, aunque sin duda el Bentley debía de estar a una agradable temperatura, así que enseguida se inclinó y puso la calefacción. A pesar de que eran una molestia, los escalofríos eran otra señal de que la medicación estaba comenzando a funcionar.

Durante toda su vida, Rehv había tenido que guardar el secreto de lo que era. Los devoradores de pecados como él tenían dos opciones: o bien fingían ser normales, o bien terminaban siendo enviados a la colonia que había al norte del estado, deportados de la sociedad que los consideraba un desperdicio tóxico. El hecho de que él fuera un mestizo no importaba. Si tenías en tu naturaleza un rasgo de symphath, eras considerado uno de ellos, y con razón. El problema con los symphaths era que les gustaba demasiado la maldad que llevaban en sus entrañas como para poder confiar en ellos.

Por Dios santo, sólo había que ver lo que había pasado esa noche. ¡Lo que estaba dispuesto a hacer! Una sola conversación y él ya estaba apretando el gatillo; y no sólo porque tuviera que hacerlo, sino porque quería hacerlo. En realidad, porque necesitaba hacerlo. Las intrigas de poder eran como el oxígeno para su lado perverso, eran algo que necesitaba y a lo que no se podía negar. Y las razones que apoyaban su decisión eran típicamente symphath: buscaba sólo su provecho y el de nadie más, ni siquiera el beneficio del rey, a quien consideraba como una especie de amigo.

Ésa era la razón por la cual si un vampiro común y corriente sabía de un devorador de pecados que anduviera por ahí, mezclado con la población general, por ley tenía que informar para que el sujeto fuera deportado o sufriría todo el peso de la ley: encerrar a los sociópatas en lugares convenidos para ello y mantenerlos alejados de las personas decentes y respetuosas de la ley era un sano instinto de supervivencia en cualquier sociedad.

Veinte minutos después, Rehv llegó frente a una reja de hierro que, a las claras, tenía un propósito exclusivamente funcional. Totalmente carente de gracia, estaba formada por un conjunto de barras sólidas soldadas entre sí y coronadas por un rollo de alambre de púas. A la izquierda había un intercomunicador y cuando Rehv bajó la ventanilla para llamar al timbre, las cámaras de seguridad se enfocaron en la parte delantera del coche, el parabrisas y la puerta del lado del conductor.

Así que no se sorprendió al oír el tono de tensión de la voz femenina que contestó.

—Señor… No sabía que tenía usted una cita.

—No la tengo.

Pausa.

—Como no se trata de una emergencia, el tiempo de espera puede ser más bien largo. Tal vez quiera programar una…

Rehv miró con odio hacia la cámara más cercana.

—Déjeme entrar. Ahora. Tengo que ver a Havers. Y sí, es una emergencia.

Tenía que regresar al club y hacer acto de presencia en su oficina cuanto antes. Las cuatro horas que ya había estado ausente esa noche eran toda una vida cuando se trataba de administrar lugares como ZeroSum y Iron Mask. Allí no sólo pasaban cosas de vez en cuando, las situaciones difíciles eran el pan de cada día y él era el último eslabón de la cadena.

Después de un momento, esas horribles rejas se abrieron y Rehv no perdió ni un segundo en entrar.

Cuando salió de la última curva, la granja que tenía frente a sus ojos no parecía justificar toda la seguridad que la rodeaba, al menos no a simple vista. La estructura de dos pisos era de un estilo colonial y carecía de todo detalle. No tenía portones. Ni postigos. Ni chimeneas. Ni plantas.

Comparada con la antigua casa de Havers y con la clínica vieja, esa casa parecía apenas un cobertizo.

Rehv estacionó frente a la estructura separada que albergaba los garajes y donde estaban las ambulancias y se bajó. El hecho de que la fría noche decembrina lo hiciera estremecer era otra buena señal, así que se inclinó para sacar del asiento trasero del Bentley su bastón y uno de sus muchos abrigos de piel. Junto con la sensación de entumecimiento general, otro de los efectos secundarios de su escudo químico era una disminución de la temperatura corporal que convertía sus venas en conductos de aire acondicionado. Vivir todos los días dentro de un cuerpo que no podía sentir ni calentarse no era ninguna fiesta, pero tampoco tenía opción.

Si su madre y su hermana no hubieran sido normales, tal vez él habría podido ceder a la tentación, como Darth Vader, y entregarse a su lado malo para pasar las horas jodiendo a sus camaradas e induciéndoles al mal. Pero Rehv se había puesto en la situación de ser cabeza de su familia y eso lo mantenía entre la espada y la pared.

Rehv rodeó el edificio, mientras se cerraba el abrigo de piel sobre la garganta. Cuando llegó a una puerta insignificante, oprimió el botón que estaba empotrado en el marco de aluminio y miró hacia el ojo electrónico. Un momento después, se oyó cómo se abría la cerradura con un siseo y empujó la puerta para entrar a una habitación blanca del tamaño de un armario. Después de mirar fijamente al ojo de la cámara, oyó cómo se abría otra cerradura y un panel oculto se deslizaba sobre un riel; Rehv descendió por unas escaleras. Otro punto de control. Otra puerta. Y finalmente estaba dentro.

El área de la recepción era como la sala de espera de cualquier clínica familiar, con filas de asientos y revistas apiladas sobre pequeñas mesas, una televisión y un par de plantas. Era más pequeña que la de la clínica vieja, pero estaba limpia y ordenada. Las dos hembras que estaban sentadas allí se pusieron muy tensas cuando lo vieron.

—Por aquí, señor.

Rehv le sonrió a la enfermera que salió de detrás del mostrador de la recepción. Cuando se trataba de él, si la espera iba a ser larga siempre lo llevaban a una sala de reconocimiento. A las enfermeras no les gustaba que Rehv asustara a la gente que estaba en la sala de espera, y tampoco les gustaba tenerlo cerca de ellas. Lo cual resultaba perfecto para él. No era un tipo muy sociable.

La sala de reconocimiento a la que lo llevaron estaba en la zona de consulta externa, lejos de las urgencias, y se trataba de una sala que ya conocía. La verdad era que ya había estado en todas las salas de reconocimiento.

—El doctor está en cirugía y el resto del personal está con otros pacientes, pero le pediré a una enfermera que venga a hacerle un reconocimiento. —La enfermera se alejó como si alguien acabara de entrar en paro al otro lado del corredor y ella fuera la única que pudiera revivirlo.

Rehv se sentó sobre la mesa de reconocimiento con el abrigo puesto y el bastón en la mano. Para pasar el tiempo, cerró los ojos y dejó que las emociones que flotaban en el lugar penetraran en él como si se tratara de una película: las paredes del sótano se disolvieron y la estructura emocional de cada individuo fue brotando de la oscuridad, mientras un conjunto de vulnerabilidades, ansiedades y debilidades quedaban expuestas frente a su lado symphath.

Rehv las controlaba todas e instintivamente sabía qué botones debía oprimir para manipular a la enfermera que se encontraba en la sala de al lado y que estaba preocupada porque su hellren ya no se sentía atraído hacia ella… pero que de todas maneras no había perdido el apetito. Y al macho al que estaba tratando la enfermera, que se había caído por las escaleras y se había cortado el brazo… porque estaba borracho. Y al farmacéutico que estaba al otro lado del corredor, que hasta hacía poco se había dedicado a robar pastillas de Xanax para su uso personal… hasta que descubrió las cámaras escondidas que habían instalado para atraparlo.

Los instintos autodestructivos de los demás eran el mejor espectáculo que podía ver un symphath, y era todavía más especial cuando uno era el productor. Y aunque su visión había vuelto a ser «normal» y su cuerpo estaba adormecido y frío, lo que tenía en el fondo del corazón estaba sólo contenido, no había desaparecido.

Porque para la clase de espectáculos que él podía montar, siempre habría fuentes de inspiración y financiación.

‡ ‡ ‡

—Mierda.

Cuando Butch estacionó el Escalade frente a los garajes de la clínica, Wrath comenzó a maldecir. Bajo la luz de los faroles de la camioneta, apareció la silueta de Vishous como si fuera la de una chica de calendario, acostada sobre el capó de un Bentley muy conocido.

Wrath se quitó el cinturón de seguridad y abrió la puerta.

—Sorpresa, señor —dijo V, al tiempo que se enderezaba y daba unos golpecitos sobre la capota del coche—. La reunión en el centro con nuestro amigo Rehvenge debió de ser realmente breve, ¿no te parece? A menos que ese tío haya descubierto cómo estar en dos lugares a la vez. En cuyo caso, yo debería conocer su secreto, ¿no crees?

Maldito. Desgraciado.

Wrath se bajó de la camioneta y decidió que lo mejor que podía hacer era hacer caso omiso del hermano. Las otras opciones eran tratar de justificar razonablemente su mentira, lo cual sería un desastre debido a que, a pesar de todos los defectos que V coleccionaba, ninguno tenía que ver con su capacidad intelectual; o, tal vez, iniciar una pelea a puñetazos, lo cual sería apenas una distracción temporal y sólo constituiría una pérdida de tiempo cuando los dos tuvieran que recuperarse.

Después de rodear la camioneta, Wrath abrió la puerta trasera del Escalade.

—Cura a tu amigo. Yo me encargaré del cadáver.

Cuando Wrath levantó el peso muerto del civil y se volvió, la mirada de V se posó en un rostro que resultaba irreconocible a causa de los golpes.

—Maldición —dijo V entre dientes.

En ese momento, Butch se bajó de la camioneta; tenía muy mal aspecto. Cuando el olor a talco de bebé inundó el ambiente, sus rodillas parecieron ceder y apenas pudo agarrarse a la puerta para mantenerse en pie.

Vishous corrió en su ayuda y tomó al policía entre sus brazos con fuerza.

—Mierda, hermano, ¿cómo estás?

—Listo… para lo que sea. —Butch se agarró a su mejor amigo—. Sólo necesito ponerme debajo de la lámpara un rato.

—Cúralo —dijo Wrath, al tiempo que comenzaba a avanzar hacia la clínica—. Yo voy a entrar.

Después de que Wrath se alejara, las puertas del Escalade se cerraron una detrás de otra y luego se vio un resplandor, como si las nubes hubiesen destapado súbitamente la luna. Wrath sabía lo que los dos hermanos estaban haciendo dentro de la camioneta, porque había visto la rutina una o dos veces: estaban abrazados el uno al otro, mientras la luz blanca de la mano de V los envolvía, para que la maldad que Butch había inhalado penetrara en V y poder destruirla.

Gracias a Dios tenían una forma de sacar esa mierda del policía. Y el hecho de poder sanar a su amigo también era bueno para V.

Wrath llegó hasta la primera puerta de la clínica y simplemente se quedó mirando la cámara de seguridad. Enseguida lo dejaron entrar; en cuanto se abrió la primera cerradura, el panel que ocultaba las escaleras apareció ante él. Sólo tardó unos segundos en encontrarse en la clínica.

Nadie quería detener al rey de la raza, y menos cuando llevaba un cadáver en los brazos.

Wrath se detuvo en el rellano, mientras que se abría la última puerta, y mirando directamente a la cámara, dijo:

—Traigan una camilla y una sábana enseguida.

—Ahora mismo, señor —dijo una vocecilla tímida.

Un segundo después, dos enfermeras abrieron la puerta y mientras una convertía la sábana en una cortina que garantizara la privacidad, la otra empujó una camilla hasta el pie de las escaleras. Wrath depositó el cuerpo del civil con decisión, pero con tanta delicadeza como si el macho todavía estuviera vivo y tuviera fracturados todos los huesos del cuerpo; luego la enfermera que había llevado la camilla extendió otra sábana, pero Wrath la detuvo antes de que envolviera el cuerpo.

—Yo lo haré —dijo, y le quitó la sábana de las manos.

La enfermera le entregó la sábana e hizo una venia.

Mientras recitaba palabras sagradas en Lengua Antigua, Wrath convirtió la humilde sábana de algodón en un sudario. Después de terminar de rezar por el alma del macho y desearle un viaje libre y fluido hasta el Ocaso, las enfermeras y él guardaron hicieron un minuto de silencio antes de comenzar a envolver el cuerpo.

—No encontramos ninguna identificación —dijo Wrath en voz baja, mientras que acariciaba el borde de la sábana—. ¿Alguna de ustedes reconoce su ropa? ¿El reloj? ¿Alguna cosa?

Las dos enfermeras negaron con la cabeza y una de ellas murmuró:

—Lo llevaremos a la morgue y esperaremos. Es lo único que podemos hacer. Su familia seguramente vendrá a buscarlo.

Wrath retrocedió y se quedó observando mientras se llevaban el cuerpo. Por casualidad notó que la llanta delantera de la camilla vibraba un poco, como si fuera nueva y tuviera miedo de no hacer bien su trabajo… aunque no lo notó porque viera la llanta con claridad, sino por el silbido que producía.

Parecía no encajar bien. No ser capaz de resistir el peso.

Y Wrath se sintió identificado con esa sensación.

Esa maldita guerra con la Sociedad Restrictiva estaba durando demasiado, y a pesar de todo el poder que él tenía y de toda la determinación que animaba su corazón, la raza no la estaba ganando: aguantar con firmeza los ataques del enemigo era sólo una forma de perder gradualmente, porque seguían muriendo inocentes.

Entonces dio media vuelta hacia las escaleras y olió el miedo y el respeto que irradiaban las dos hembras que estaban sentadas en las sillas de plástico de la sala de espera. En un gesto inesperado, se levantaron y le hicieron una reverencia y esa deferencia resonó en sus entrañas como una patada en las pelotas. Ahí estaba él, entregando a la víctima más reciente de esta lucha, pero ni de lejos la última, y esas dos todavía querían rendirle sus respetos.

Wrath les devolvió la venia, pero no fue capaz de pronunciar palabra. El único vocabulario del que disponía por el momento se componía de insultos e imprecaciones, todas dirigidas contra él mismo.

La enfermera que había estado sosteniendo la sábana que hizo las veces de cortina terminó de doblarla y dijo:

—Milord, tal vez tenga usted un minuto para ver a Havers. Saldrá de cirugía en un cuarto de hora, más o menos. Parece que está usted herido.

—Tengo que regresar al… —Wrath se detuvo antes de que se le escapara la expresión «campo de batalla»—. Tengo que irme. Por favor avísenme cuando aparezca la familia de ese macho, ¿está bien? Me gustaría reunirme con ellos.

La enfermera se inclinó y se quedó en esa posición porque quería besar el inmenso diamante negro que reposaba en el dedo anular de la mano derecha del rey.

Wrath apretó los ojos y le extendió el objeto de veneración que ella quería honrar.

Entonces percibió el contacto de unos dedos fríos y ligeros y un aliento delicado que rozó apenas su piel. Y, sin embargo, se sintió como si lo despellejaran.

Cuando la enfermera se incorporó, dijo con reverencia, en Lengua Antigua:

—Que tenga usted una buena noche, milord.

—Tú también, leal súbdita.

Wrath dio media vuelta y subió las escaleras corriendo, pues sentía que necesitaba más oxígeno del que había en la clínica. Justo cuando llegó a la última puerta, se tropezó con una enfermera que estaba entrando con tanta prisa como él estaba saliendo. El impacto fue tan fuerte que a ella se le cayó el bolso negro que llevaba colgado del hombro y él apenas tuvo tiempo de agarrarla para que toda ella no fuera a parar también al suelo.

—Ay, mierda —gritó Wrath, al tiempo que se arrodillaba para recoger las cosas de la hembra—. Lo siento.

—¡Milord! —La enfermera le hizo una reverencia y luego se dio cuenta de que él estaba recogiendo sus cosas—. Usted no tiene por qué hacer eso. Por favor, permítame…

—No, ha sido culpa mía.

Wrath metió de nuevo en el bolso lo que parecía ser una falda y un jersey, y luego estuvo a punto de darle un cabezazo a la hembra cuando se puso de pie.

Tuvo que agarrarla del brazo otra vez.

—Mierda, lo siento. Otra vez…

—Estoy bien… De verdad.

El bolso cambió de manos con torpeza y pasó de alguien que estaba apurado a alguien que estaba apenado.

—¿Estás bien? —preguntó Wrath, dispuesto a comenzar a rezarle a la Virgen Escribana para poder salir de allí.

—Ah, sí, pero… —De repente la voz de la enfermera pareció pasar del tono de reverencia al profesional—. Está usted sangrando, milord.

Wrath hizo caso omiso del comentario y la soltó. Aliviado de ver que la hembra permanecía firme sobre sus pies, le deseó buenas noches en Lengua Antigua.

—Milord, creo que debería ver a…

—Siento haber tropezado contigo —gritó Wrath por encima del hombro.

Cuando abrió la última puerta, descansó al sentir el aire frío que penetraba en sus pulmones. Respiró varias veces para aclararse la cabeza y se recostó un momento contra el revestimiento de aluminio de la clínica.

Al sentir que el dolor de cabeza volvía a instalarse detrás de sus ojos, se levantó las gafas oscuras y presionó con los dedos sobre el puente de la nariz. Correcto. Siguiente parada… la dirección que aparecía en la identificación falsa del restrictor.

Tenía que recoger un frasco.

Volvió a ponerse las gafas, se enderezó y…

—No tan rápido, milord —dijo V, al tiempo que tomaba forma justo frente a él—. Tenemos que hablar, tú y yo.

Wrath enseñó los colmillos.

—No tengo ganas de conversar, V.

—Tendrás que hacerlo. Mierda.