38
En el funeral de Chrissy había quince personas que la conocían y una que no la había conocido; y mientras Xhex inspeccionaba el cementerio azotado por el viento, estaba buscando a una decimoséptima persona que tal vez se hubiera escondido entre los árboles o tras alguna lápida.
No era de extrañar que ese maldito camposanto se llamara Campo de Pinos, pues había ramas por todas partes, lo cual ofrecía amplio refugio para alguien que no quisiera ser visto. Maldición.
Había encontrado el cementerio en las Páginas Amarillas. Los dos primeros cementerios a los que había llamado estaban al completo. El tercero sólo tenía sitio en el Muro de la eternidad, como había dicho el empleado, para cuerpos que habían sido incinerados. Y finalmente había encontrado ese Campo de Pinos y había comprado el rectángulo de tierra sobre el que todos se encontraban en ese momento.
El ataúd rosa había costado cerca de cinco mil. El lote, otros tres mil. El sacerdote, cura, o como quiera que lo llamaran los humanos, había sugerido que una donación de cien dólares sería adecuada.
Sin problema. Chrissy se lo merecía.
Xhex volvió a escrutar los malditos pinos, con la esperanza de hallar al sinvergüenza que la había matado. Bobby Grady tenía que ir. La mayoría de los hombres violentos que mataban al objeto de su obsesión permanecían conectados a sus parejas emocionalmente. Y aunque la policía lo estaba buscando, y él tenía que saberlo, el impulso de verla muerta superaba toda lógica.
Xhex volvió a concentrarse en el sacerdote. El macho humano estaba vestido con un abrigo negro y el cuello blanco se asomaba a la altura de la garganta. En las manos, encima del lindo ataúd de Chrissy, sostenía una Biblia de la que estaba leyendo un pasaje en voz baja y respetuosa. Entre las páginas de canto dorado de la Biblia había cintas de satén, que usaba para marcar las secciones que más usaba y cuyos extremos sobresalían por la parte de abajo y ondeaban en el viento despidiendo rayos rojos, amarillos y blancos. Xhex se preguntó cómo sería su lista de «favoritos». Matrimonios. Bautismos, si es que ésa era la palabra. Funerales.
¿Rezaría por los pecadores?, se preguntó Xhex. Si recordaba bien la doctrina cristiana, creía que tenía que hacerlo. El sacerdote no sabía que Chrissy había sido prostituta, pero si lo hubiera sabido no habría cambiado nada: habría usado el mismo tono respetuoso para hablar de ella.
Eso hizo que Xhex se sintiera bien, aunque no podía explicar por qué.
Desde el norte llegó una brisa helada, y Xhex volvió a escrutar el paisaje. Chrissy no se iba a quedar allí cuando terminara la ceremonia. Como tantos rituales, esto no era más que un espectáculo. Como la tierra estaba congelada, tendría que esperar hasta la primavera, alojada en un congelador en la morgue. Pero al menos tendría una lápida, de granito rosa, claro, instalada en el lugar donde sería enterrada. Xhex había decidido que la inscripción fuera sencilla, sólo su nombre y las fechas de nacimiento y muerte, pero había pedido que hicieran un trabajo de ornamentación en los bordes.
Éste era el primer rito funeral humano al que asistía y le resultaba absolutamente extraño, todo eso de encerrar el cuerpo primero en una caja y luego bajo tierra. La idea de quedar bajo tierra era suficiente para que le dieran ganas de cerrarse el cuello de la chaqueta de cuero. No. Eso no era para ella. En ese aspecto era completamente symphath.
Las piras funerarias eran la única manera de marcharse.
Frente a la tumba, el sacerdote se inclinó con una pala de plata y escarbó el suelo para tomar un puñado de tierra.
—De las cenizas a las cenizas, del polvo al polvo.
Luego lanzó la tierra al aire y el viento se la llevó. Xhex suspiró, pues a esta parte sí le encontraba sentido. En la tradición symphath, los muertos eran elevados sobre una plataforma de madera y les prendían fuego por debajo, mientras que el humo se dispersaba tal como se había dispersado la tierra, a merced de los elementos. Y ¿qué quedaba? Lo único que quedaba era la ceniza.
Desde luego, los symphaths eran quemados porque nadie confiaba en que estuvieran realmente muertos cuando «morían». A veces sí lo estaban. Pero a veces sólo estaban fingiendo. Y valía la pena asegurarse.
La mentira, sin embargo, era la misma en las dos tradiciones. Al ser arrastrado por el viento, libre del cuerpo, desaparecías pero seguías siendo parte de todo.
El sacerdote cerró la Biblia e inclinó la cabeza y, al ver que todo el mundo seguía su ejemplo, Xhex volvió a mirar a su alrededor, rogando que el maldito Grady estuviera por ahí.
Pero, por lo que podía ver o sentir, no había aparecido todavía.
Mierda, todas esas lápidas… plantadas en esas colinas arrasadas por el invierno. Aunque todas eran diferentes —las había altas y finas, o bajas y a ras del suelo, blancas, grises, negras, rosadas, doradas—, todo el paisaje tenía un orden y las filas de los muertos se alineaban como casas de un conjunto residencial, con senderos asfaltados e hileras de árboles.
Una tumba llamó especialmente su atención. Tenía una estatua que representaba a una mujer con una túnica. La mujer miraba hacia los cielos con una cara y una pose tan serenas y tranquilas como el cielo nublado que observaba. Estaba tallada en granito gris, el mismo color del aire que se cernía sobre ella, y al mirar a simple vista era difícil saber hasta dónde llegaba la tumba y dónde comenzaba el horizonte.
Xhex movió la cabeza para volverse a concentrar y miró a Trez; y cuando sus ojos se encontraron, él movió la cabeza de modo imperceptible. Lo mismo hizo iAm. Ninguno de los dos había captado tampoco la presencia de Bobby.
Entretanto, el detective De la Cruz la estaba mirando, y Xhex lo sabía no porque le estuviese correspondiendo la mirada sino porque podía sentir cómo cambiaban las emociones del humano cada vez que sus ojos se posaban en ella. El policía entendía lo que ella sentía. Y una parte de él la respetaba por querer vengarse. Pero estaba decidido a impedirlo.
Cuando el sacerdote dio un paso atrás y le gente comenzó a conversar, Xhex se dio cuenta de que el servicio había terminado y observó cómo Marie-Terese era la primera en romper filas y acercarse al sacerdote para estrecharle la mano. Estaba espectacular con esa ropa de luto; el velo negro que le cubría la cabeza parecía realmente el de una novia, y el rosario y la cruz que llevaba en la mano le daban un aspecto sereno y piadoso, casi monacal.
Era evidente que el sacerdote aprobaba su atuendo y esa cara seria y hermosa, y lo que fuera que le había dicho, pues el hombre le hizo una reverencia y le apretó la mano. Mientras la miraba, las emociones que proyectaba se inclinaron hacia un amor puro y casto.
Ésa era la razón por la que la estatua le llamaba la atención, pensó Xhex. La mujer de la túnica era idéntica a Marie-Terese. Extraño.
—Bonito servicio, ¿no?
Xhex dio media vuelta y vio al detective De la Cruz.
—Me parece que sí. Pero no sabría decírselo con certeza.
—Entonces no es católica.
—No. —Xhex les hizo una seña a Trez y a iAm, mientras la concurrencia se dispersaba. Los chicos iban a llevar a todo el mundo a almorzar antes de ir a trabajar, como otra forma de honrar la memoria de Chrissy.
—Grady no ha aparecido —dijo el detective.
—No.
De la Cruz sonrió.
—¿Sabe? Su manera de hablar es igual a su manera de decorar.
—Me gusta lo simple.
—¿Sólo los hechos, señora? Pensé que eso era lo que yo debía decir. —El policía miró de reojo a la gente que se alejaba hacia los tres coches estacionados en el sendero. Uno por uno, el Bentley de Rehv, una furgoneta Honda y el Camry de cinco años de Marie-Terese fueron arrancando.
—Y ¿dónde está su jefe? —murmuró De la Cruz—. Esperaba verlo aquí.
—Él es un ave nocturna.
—Ah.
—Mire, detective, tengo que irme.
—¿De verdad? —Luego hizo un gesto con el brazo—. Pero ¿en qué? ¿O acaso le gusta caminar con este clima?
—He aparcado en otro sitio.
—¿Ah, sí? ¿Acaso no estaba pensando en quedarse un rato? Ya sabe, para ver si alguien llegaba retrasado.
—¿Y por qué querría hacer eso?
—Sí, no hay razón, en realidad.
Hubo una pausa muy, muy larga, durante la cual Xhex se quedó mirando la estatua que le recordaba a Marie-Terese.
—¿Quisiera llevarme hasta mi coche, detective?
—Sí, claro.
El coche sin ningún distintivo era tan corriente como la ropa del detective, pero, al igual que su abrigo, era caliente y, al igual que lo que llenaba la ropa del detective, era fuerte, y el motor sonaba como el motor de un Corvette u otro coche igual de potente.
De la Cruz la miró de reojo mientras arrancaba.
—¿Adónde vamos?
—Al club, si no le molesta.
—¿Fue ahí donde dejó su coche?
—Vine con otra persona.
—Ah.
Mientras De la Cruz avanzaba a lo largo del sinuoso camino que salía del cementerio, Xhex observaba las tumbas y, por un breve instante, pensó en la cantidad de cuerpos que había abandonado.
Incluido el de John Matthew.
Había hecho su mejor esfuerzo para no pensar en lo que había sucedido entre ellos y en cómo había dejado ese cuerpo, grande y fuerte, desparramado sobre su cama. Los ojos de John, mientras la veía salir por la puerta, habían estado llenos de un dolor que ella no se podía permitir el lujo de interiorizar. No porque no le importara, sino porque le importaba demasiado.
Ésa era la razón por la que había tenido que marcharse y la razón por la cual no podía permitirse volver a estar a solas con él. Ya había pasado por eso antes y los resultados habían sido más que trágicos.
—¿Está usted bien? —preguntó De la Cruz.
—Yo estoy bien, detective. ¿Y usted?
—Bien. Perfecto. Gracias por preguntar.
Frente a ellos aparecieron las puertas del cementerio. Las rejas de hierro forjado estaban abiertas de par en par.
—Voy a regresar por aquí, ¿sabe? —dijo De la Cruz, mientras frenaba un momento y luego aceleraba para salir a la calle—. Porque creo que Grady va a aparecer en algún momento. Tiene que hacerlo.
—Bueno, pues entonces ya no nos veremos.
—¿No?
—No. Puede estar seguro de eso. —Porque era muy buena para esconderse.
‡ ‡ ‡
Cuando el teléfono de Ehlena emitió un pito en su oído, ella tuvo que quitárselo de la oreja.
—¿Qué demonios… Ah, se está acabando la batería. Espera.
La risa profunda de Rehvenge la hizo detenerse un momento, mientras buscaba el cable del cargador, para poder oír hasta el último eco de ese sonido.
—Listo, ya está conectado. —Ehlena se volvió a acomodar sobre las almohadas—. Ahora, ¿dónde estábamos…? Ah, sí. Tengo curiosidad, ¿exactamente qué clase de hombre de negocios eres?
—Uno que tiene éxito.
—Lo cual explica el guardarropa.
Rehv se volvió a reír.
—No, lo que explica el guardarropa es mi buen gusto.
—Pero el buen gusto no es barato, y tú puedes pagarlo.
—Bueno, mi familia tiene dinero. Dejémoslo ahí, ¿vale?
Ehlena se concentró de manera deliberada en el edredón, para no tener que acordarse de la habitación de mierda en la que se encontraba. Mejor aún… Estiró la mano y apagó la lámpara que tenía sobre las cajas de leche que había apilado al lado de su cama.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Rehvenge.
—La luz. Acabo de apagarla.
—Ay, joder, te he tenido despierta demasiado rato.
—No, yo sólo… quería estar a oscuras, es todo.
Rehv bajó tanto la voz que Ehlena apenas podía oírlo.
—¿Por qué?
Parecía asustado, como si temiera que ella le fuera a contar que era porque no quería pensar en el lugar en el que se encontraba.
—Yo… quería estar todavía más cómoda.
—Ehlena. —De repente, el deseo pareció impregnar el tono de Rehv y cambió el tenor de la conversación de una charla intrascendente a… algo muy sexual. Y, en un instante, ella regresó a la cama de Rehv en ese ático y se sintió desnuda, con la boca de él contra su piel.
—Ehlena…
—¿Qué? —preguntó ella con voz carrasposa.
—¿Todavía llevas puesto tu uniforme? ¿El que yo te quité?
—Sí. —La palabra pareció más una inhalación que otra cosa y fue mucho más que una simple respuesta a la pregunta que él le había hecho. Ehlena sabía lo que él quería y ella también lo quería.
—Los botones de la parte delantera —murmuró Rehv—. ¿Querrías desabrocharte uno para mí?
—Sí.
Cuando Ehlena desabrochó el primer botón, él dijo:
—Y otro.
—Sí.
Así siguieron hasta que el uniforme quedó abierto completamente por la parte delantera y ella se alegró de haber apagado las luces, pero no porque se sintiera avergonzada, sino porque la oscuridad la ayudaba a pensar que él estaba a su lado en la cama.
Rehvenge gruñó.
—Si estuviera ahí, ¿sabes qué estaría haciendo? Estaría acariciándote los senos con mis dedos. Y encontraría un pezón y comenzaría a trazar círculos alrededor para prepararlo.
Ehlena hizo lo que él describía y comenzó a jadear mientras se tocaba. Luego cayó en cuenta…
—Para prepararlo para ¿qué?
Rehv se rió con una risa profunda y larga.
—Quieres oírmelo decir, ¿no es así?
—Así es.
—Para mi boca, Ehlena. ¿Recuerdas lo que sentiste? Porque yo recuerdo con precisión a lo que sabes. Déjate el sujetador puesto y pellízcate los pezones por mí… Como si estuviera chupándotelos a través de esas bonitas copas de encaje que usas.
Ehlena acercó el pulgar y el dedo índice y agarró el pezón entre los dos. El efecto no se comparaba con el hecho de que él estuviera chupándola con su boca caliente y húmeda, pero fue lo bastante bueno, sobre todo porque él le había dicho lo que tenía que hacer. Ehlena volvió a pellizcarse y esta vez arqueó la espalda levantándose de la cama y gimiendo el nombre de Rehv.
—Ay, Dios… Ehlena.
—Y ahora… que… —Mientras respiraba con dificultad, sintió una palpitación entre las piernas y se dio cuenta de que estaba húmeda, desesperada por lo que iban a hacer después.
—Quiero estar ahí contigo —rugió Rehv.
—Estás conmigo. De verdad que lo estás.
—Otra vez. Vuelve a pellizcarte para mí. —Al oír que ella se estremecía y volvía a susurrar su nombre, Rehv se apresuró a darle la siguiente orden—: Súbete la falda para mí. De manera que quede alrededor de tu cintura. Deja el teléfono un segundo y hazlo rápido. Estoy impaciente.
Ehlena dejó que el teléfono cayera sobre la cama y se subió la falda más arriba de las caderas. Tuvo que tantear con la mano para encontrar el móvil y luego se lo llevó rápidamente a la oreja.
—¿Hola?
—Dios, qué bien… He oído el roce de la tela subiendo por tu cuerpo. Quiero empezar con tus muslos. Dirígete primero a los muslos. Déjate puestas las medias y comienza a acariciarte hacia arriba.
Obedeció con gusto.
—Recuerda cuando te lo estaba haciendo yo —dijo él con voz seductora—. Recuerda.
—Sí, ay, sí…
Ehlena estaba jadeando con tanta fuerza por la ansiedad, que casi no oyó el rugido de Rehv.
—Quisiera poder olerte.
—¿Sigo subiendo? —le preguntó.
—No. —Al sentir que Ehlena protestaba, se rió como todo un amante, con una risa profunda y suave, llena de satisfacción y promesas—. Sube por la parte de afuera del muslo hasta la cadera y luego vuelve a bajar.
Ehlena obedeció y él la fue guiando a través de las caricias.
—Me encantó estar contigo. No puedo esperar a estar ahí otra vez. ¿Sabes qué estoy haciendo?
—¿Qué?
—Me estoy relamiendo. Porque estoy pensando que voy subiendo por tus muslos con mi boca y que luego paso mi lengua una y otra vez por ese lugar donde me muero por estar. —Ehlena volvió a gemir y a susurrar su nombre y fue recompensada—. Ve allí, Ehlena. Por encima de las medias. Ve a donde yo quisiera estar.
Cuando lo hizo, Ehlena sintió a través del fino nailon todo el calor que habían generado y su sexo respondió humedeciéndose todavía más.
—Quítatelas —dijo Rehv—. Las medias. Quítatelas, pero quédate con ellas en la mano.
Ehlena volvió a poner el teléfono sobre la cama y no le importó si rompía las medias mientras se las sacaba rápidamente por las piernas. Luego recuperó el teléfono y, apenas se lo llevó a la oreja, preguntó qué más.
—Desliza la mano por entre las bragas. Y dime lo que sientes.
Hubo una pausa.
—Ay, Dios… Estoy mojada.
Cuando Rehvenge gimió, Ehlena se preguntó si tendría su pene duro: ella había visto que sí podía tener erecciones, pero, claro, ser impotente no significaba que la polla no se pudiera endurecer. Sólo significaba que, fuera cual fuera la razón, no podías eyacular.
Por Dios, cómo le gustaría poder darle algunas órdenes a él, órdenes que estuvieran de acuerdo con el nivel sexual al que podía funcionar. Sólo que no sabía hasta dónde podía llegar.
—Acaríciate y piensa que soy yo —gruñó Rehv—. Que es mi mano.
Ehlena hizo lo que él decía y tuvo un orgasmo, que la hizo estremecerse mientras pronunciaba el nombre de Rehv en una explosión tan silenciosa como pudo.
—Deshazte de las bragas.
Entendido, pensó Ehlena, mientras se las sacaba por las piernas y las lanzaba quién sabía a dónde.
Volvió a acostarse, con la ilusión de volver a hacer eso otra vez, cuando él dijo:
—¿Puedes sostener el teléfono contra tu oreja con el hombro?
—Sí. —Joder, estaba dispuesta a transformarse en contorsionista si eso era lo que él quería.
—Agarra las medias con las dos manos, estíralas bien y luego pásatelas por entre las piernas, moviéndolas hacia delante y hacia atrás.
Ehlena se rió con tono seductor y luego dijo con voz dulce:
—¿Quieres que me frote con las medias?
Rehv pareció respirarle en el oído.
—Mierda, sí.
—Eres un pervertido.
—Un baño de tu lengua podría limpiarme. ¿Qué dices?
—Sí.
—Adoro cómo suena esa palabra en tus labios. —Al oír que ella se reía, él dijo—: ¿Qué estás esperando, Ehlena? Tienes que darles un buen uso a esas medias.
Ehlena apoyó el teléfono contra su cuello, encontró una buena posición y luego, sintiéndose como una puta y feliz de sentirse así, tomó sus medias blancas, se acostó de lado y se metió las medias por entre las piernas.
—Despacio y con firmeza —dijo él, jadeando.
Ehlena gimió al sentir el primer contacto, mientras que esa cuerda dura y suave penetraba en su sexo y se pegaba a todos los lugares correctos.
—Muévete contra las medias —dijo Rehvenge con satisfacción—. Déjame oír bien lo que se siente.
Ehlena hizo exactamente lo que él le decía y las medias se fueron empapando y calentando hasta tener la misma temperatura de su vagina. Siguió haciéndolo, remontando las sensaciones y las palabras de Rehvenge, hasta que volvió a tener un orgasmo y luego otro: en medio de la oscuridad, con los ojos cerrados y la voz de Rehv en su oreja, fue casi tan bueno como estar con él.
Cuando quedó exhausta, con la respiración entrecortada pero feliz, se acurrucó alrededor del teléfono.
—Eres tan hermosa —dijo él con voz suave.
—Sólo porque tú me haces serlo.
—Ay, te equivocas con respecto a eso. —Rehv bajó la voz—. ¿Vendrías a verme esta noche más temprano? No puedo esperar hasta las tres.
—Sí.
—Bien.
—¿Cuándo?
—Estaré aquí, con mi madre y mi familia, hasta las diez. ¿Puedes venir a esa hora?
—Sí.
—Tengo esa reunión, pero podremos tener un poco más de una hora para nosotros.
—Perfecto.
Hubo una larga pausa, una que ella tuvo la alarmante sensación de que se habría podido llenar con un «Te amo» de lado y lado, si hubiesen tenido el valor.
—Que duermas bien —suspiró él.
—Tú también, si puedes. Y, escucha, si no puedes dormir, llámame. Estaré aquí.
—Lo haré. Lo prometo.
Hubo otro largo silencio, como si cada uno estuviera esperando a que el otro colgara primero.
Ehlena se rió, aunque la idea de dejarlo ir le rompía el corazón.
—Está bien, a la de tres. Uno, dos…
—Espera.
—¿Qué?
Rehv tardó un minuto en contestar.
—No quiero colgar.
Ehlena cerró los ojos.
—Yo me siento igual.
Rehvenge dejó escapar el aire, lentamente.
—Gracias. Por quedarte conmigo.
La palabra que se le ocurrió no tenía mucho sentido y Ehlena no estaba segura de por qué la dijo, pero la dijo:
—Siempre.
—Si quieres, puedes cerrar los ojos e imaginarte que estoy junto a ti. Abrazándote.
—Eso haré.
—Bien. Que duermas bien. —Rehv fue el que cortó la comunicación.
Cuando Ehlena apartó el teléfono de la oreja y colgó, el teclado se iluminó con un brillo azul. Estaba caliente por la cantidad de tiempo que lo había tenido contra la oreja y acarició la pantalla con el pulgar.
Siempre. Ella quería estar ahí para él siempre.
El teclado se apagó y la luz se extinguió de una forma tan brusca que Ehlena sintió pánico. Pero podía llamarlo; Rehv seguía estando en el planeta aunque no estuviera hablando con ella por teléfono.
Y siempre existía la posibilidad de llamarlo.
Dios, la madre de Rehv había muerto. Y entre toda la gente con la que había podido pasar esas horas, la había elegido a ella.
Ehlena se tapó las piernas con las sábanas y el edredón, se acomodó alrededor del teléfono, lo acunó entre sus manos y se quedó dormida.