36

La madre de Rehvenge hizo su tránsito al Ocaso a las once y once de la mañana.

Estaba rodeada de su hijo y su hija, su nieta dormida y su feroz yerno, y asistida por su querida doncella.

Fue una buena muerte. Una muerte muy buena. Cerró los ojos y, una hora después, jadeó un par de veces y dejó escapar una larga exhalación, como si su cuerpo estuviera suspirando con alivio, mientras su alma se liberaba de la jaula corporal. Y fue curioso… Nalla se despertó en ese momento y miró fijamente… no a su granhmen, sino por encima de la cama. Mientras sus manitas rechonchas se estiraban hacia arriba, sonrió e hizo un gorjeo, como si alguien acabara de acariciarle la mejilla.

Rehv se quedó mirando el cuerpo. Su madre siempre había creído que renacería en el Ocaso, pues las raíces de su fe se hundían en el rico terreno de su educación como Elegida. Rehv esperaba que eso fuera cierto. Quería creer que ella seguiría viviendo en alguna otra parte.

Esa esperanza lo único que aliviaba el dolor que sentía en el pecho, al menos en parte.

Cuando la doggen comenzó a llorar en voz baja, Bella abrazó a su hija y a Zsadist. Rehv se mantuvo aparte, sentado al pie de la cama y observando cómo el rostro de su madre se iba poniendo pálido.

Cuando sintió un hormigueo en las manos y los pies, recordó que el legado de su padre, al igual que el de su madre, siempre lo acompañaría.

Se puso en pie, les hizo una pequeña venia a todos y se retiró. En el baño que había a la salida de la habitación en la que solía alojarse, miró debajo del lavabo y se felicitó por haber tenido la precaución de esconder un par de ampollas de dopamina. Después de encender la luz del techo, se quitó el abrigo de piel y se bajó por los hombros la chaqueta Gucci. Cuando el resplandor rojizo que venía de arriba lo puso demasiado nervioso, porque pensó que la tensión de la muerte estaba estimulando su lado perverso, apagó la luz, abrió la ducha y esperó hasta que se levantara un manto de vapor antes de continuar.

Se tomó otro par de antibióticos mientras golpeaba el suelo con el zapato.

Cuando sintió que ya podía soportarlo, se enrolló la manga de la camisa y deliberadamente evitó mirarse al espejo. Después de llenar una jeringa, usó su cinturón Louis Vuitton para hacerse un torniquete alrededor del bíceps, tirando del cuero negro y apretándolo contra las costillas.

Cuando la aguja de acero se deslizó dentro de una de sus venas infectadas, apretó el émbolo…

—¿Qué estás haciendo?

La voz de su hermana lo hizo levantar la cabeza de inmediato. En el espejo, ella estaba observando fijamente la aguja que tenía en el brazo y esas venas rojas y podridas.

Lo primero que cruzó por su mente fue gritarle que se largara de ahí. Rehv no quería que ella viera lo que hacía, y no sólo porque eso lo obligaba a decir más mentiras. También porque era un asunto privado.

Pero en lugar de eso, sacó tranquilamente la jeringa, la tapó y la arrojó a la papelera. Mientras se oía el chisporroteo de la ducha, se bajó la manga y luego se puso la chaqueta y el abrigo.

Cerró la llave del agua.

—Soy diabético —dijo. Mierda, le había dicho a Ehlena que tenía Parkinson. Maldición.

Bueno, tampoco es que ellas dos se fueran a conocer pronto, ¿o sí?

Bella se llevó la mano a la boca.

—¿Desde cuándo? ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. —Rehv esbozó una sonrisa forzada—. ¿Tú estás bien?

—Espera, ¿desde cuándo eres diabético?

—Hace dos años que me inyecto. —Al menos eso no era mentira—. Voy a ver a Havers regularmente. —¡Ding! ¡Ding! Eso también era verdad—. Estoy bien.

Bella le miró el brazo.

—¿Ésa es la razón por la que siempre tienes frío?

—Mala circulación. Por eso necesito el bastón. Me falla el equilibrio.

—Pensé que habías dicho que habías tenido una lesión.

—La diabetes afecta al proceso de curación, las heridas tardan más en cicatrizar.

—Ah, claro. —Bella asintió con tristeza—. Deberías habérmelo dicho.

Mientras Bella lo miraba con sus grandes ojos azules, Rehv pensó que odiaba mentirle, pero enseguida recordó el rostro apacible de su madre.

Rehv le pasó el brazo a su hermana por la espalda y la sacó del baño.

—No es nada grave. Y estoy trabajando en ello.

El aire estaba más frío en la habitación, pero sólo se dio cuenta porque Bella se envolvió entre sus brazos.

—¿Cuándo haremos la ceremonia? —preguntó Bella.

—Llamaré a la clínica y le pediré a Havers que venga al anochecer para amortajarla. Luego tendremos que decidir dónde enterrarla.

—En el complejo de la Hermandad. Ahí es donde quiero que esté.

—Si Wrath permite que los doggen y yo vayamos, está bien.

—Desde luego. Z está hablando con el rey ahora mismo.

—No creo que queden muchos miembros de la glymera en la ciudad que quieran despedirse.

—Traeré su libreta de direcciones de abajo y redactaré un anuncio.

Era una conversación absolutamente objetiva y práctica, lo cual mostraba que la muerte era, verdaderamente, parte de la vida.

Cuando Bella dejó escapar un sollozo, Rehv la apretó contra su pecho.

—Ven aquí, hermana mía.

Mientras estaban allí juntos, con la cabeza de ella contra su pecho, Rehv pensó en la cantidad de veces que había tratado de salvarla del mundo. Sin embargo, la vida había seguido su curso de todas maneras.

Dios, cuando Bella era pequeña, antes de su transición, Rehv estaba convencido de que podía protegerla y cuidarla. Cuando ella tenía hambre, él se aseguraba de que tuviera comida. Cuando necesitaba ropa, se la compraba. Cuando no podía dormir, se quedaba con ella hasta que cerraba los ojos. Pero ahora que Bella era adulta, Rehv sentía que su repertorio se reducía a servirle apenas de consuelo. Aunque tal vez así era como funcionaban las cosas. Cuando eres pequeño, lo único que necesitas para olvidar la tensión del día y sentirte seguro es una canción de cuna.

Al abrazarla, Rehv deseó que existiera una solución tan rápida para consolar a los adultos.

—Voy a echarla mucho de menos —dijo Bella—. No éramos muy parecidas, pero siempre la quise.

—Fuiste su mayor alegría. Siempre.

Bella se echó hacia atrás.

—Y tú también.

Rehv le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—¿Quieres descansar aquí con tu familia?

Bella asintió con la cabeza.

—¿Dónde podemos quedarnos?

—Pregúntales a los doggen de mahmen.

—Eso haré. —Bella le dio un apretón en la mano que él no pudo sentir y luego salió de la habitación.

Cuando se quedó solo, fue hasta la cama y sacó su móvil. Ehlena no le había mandado ningún mensaje la noche anterior y mientras buscaba el teléfono de la clínica entre su lista de contactos, trató de no preocuparse. Tal vez se había quedado a hacer el turno de día. Dios, esperaba que así fuera.

No había muchas posibilidades de que algo malo hubiese ocurrido. Muy pocas, en realidad.

Pero, de todas maneras, la llamaría inmediatamente después.

—Clínica, buenos días —se oyó que contestaban en Lengua Antigua.

—Habla Rehvenge, hijo de Rempoon. Mi madre acaba de morir y necesito hacer los arreglos para que su cuerpo sea embalsamado.

La hembra que estaba al otro lado de la línea dejó escapar una exclamación. Ninguna de las enfermeras lo quería a él, pero todas adoraban a su madre. Todo el mundo la adoraba…

Es decir, todo el mundo la había adorado.

Rehv se pasó una mano por la cabeza.

—¿Hay alguna posibilidad de que Havers pueda venir a la casa al anochecer?

—Sí, por supuesto, y permítame decir, en nombre de todo el personal de la clínica, que lamentamos profundamente la desaparición de su madre y esperamos que tenga un tránsito seguro al Ocaso.

—Gracias.

—Espere un momento. —Cuando la hembra volvió al teléfono, dijo—: El doctor irá tan pronto como se oculte el sol. Con su permiso, llevará a alguien que lo ayude…

—¿A quién? —No estaba seguro de cómo se sentiría si fuera Ehlena. No quería que tuviera que lidiar con otro cadáver tan pronto, y el hecho de que fuera su madre podría volverlo incluso más difícil para ella—. ¿A Ehlena?

La enfermera vaciló.

—Ah, no, no será Ehlena.

Rehv frunció el ceño y sus instintos symphath se dispararon, activados por el tono de la hembra.

—Ehlena fue a trabajar anoche, ¿verdad? —Hubo otra pausa—. ¿Fue?

—Lo siento, no puedo hablar sobre…

La voz de Rehv se convirtió en un gruñido.

—Respóndame si fue o no. Es una pregunta sencilla. ¿Fue o no?

La enfermera se puso nerviosa.

—Sí, sí, ella vino…

—¿Y?

—Nada. Ella…

—¿Cuál es el problema?

—No hay ningún problema. —El tono de exasperación de su voz le recordó a Rehv que ese carácter suyo era lo que hacía que todos lo detestaran tanto.

Rehv trató de hablar con más tranquilidad.

—Es evidente que hay un problema y usted me va a decir qué pasa, o seguiré llamando hasta que alguien me responda. Y si nadie lo hace, me presentaré en la clínica y volveré loco a todo el mundo hasta que algún miembro del personal termine diciéndomelo.

Hubo una pausa durante la cual casi resonó el insulto que la enfermera debía de estar pensando.

—Está bien. Ella ya no trabaja aquí.

Rehv tomó aire con fuerza y su mano se posó enseguida en la bolsita llena de pastillas que tenía guardada en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Por qué?

—Eso no puedo revelárselo, independientemente de lo que usted haga.

Se oyó un clic y la enfermera le colgó.

‡ ‡ ‡

Ehlena estaba en el segundo piso, en la cocina destartalada, con el manuscrito de su padre frente a ella. Lo había leído dos veces en el escritorio de su padre y, después de ayudarlo a acostarse, había subido a la cocina, donde lo había vuelto a leer.

El título era En la selva húmeda de la mente del mono.

Querida Virgen Escribana, si antes pensaba que sentía compasión por su padre, ahora se sentía identificada con él. Las trescientas páginas escritas a mano eran una visita guiada a través de su enfermedad mental, un estudio vívido y testimonial de las circunstancias y el momento en que la enfermedad había empezado y de su evolución hasta el momento presente.

Ehlena miró de reojo las láminas de papel de aluminio que cubrían las ventanas. Las voces que lo torturaban en su mente provenían de una cantidad de fuentes y una de ellas eran las ondas de radio que proyectaban los satélites que daban vueltas alrededor de la tierra.

Ehlena sabía todo eso.

Pero, en el libro, su padre describía el papel Reynolds como una representación tangible de la psicosis: tanto el papel aluminio como la esquizofrenia mantenían a raya al mundo real, los dos lo aislaban… y si los dos estaban en su lugar, su padre estaba más seguro que si no lo estaban. La verdad era que él amaba su enfermedad al mismo tiempo que la temía.

Hacía muchos, muchos años, después de que sus familiares lo estafaran en los negocios y lo arruinaran, avergonzándolo frente a la glymera, él había dejado de confiar en su capacidad para interpretar las intenciones y las motivaciones de los demás. Había confiado en las personas equivocadas y… eso le había hecho perder a su shellan.

Lo cierto era que Ehlena tenía una idea equivocada acerca de la muerte de su madre. Justo después de quedar en la ruina, su madre recurrió al láudano para ayudarse a sobrellevar la pena, y el alivio temporal de la droga se había ido haciendo cada vez más necesario para ella mientras la vida, tal como la había conocido, se desmoronaba… el dinero, la posición, las casas, las posesiones… Todo la fue abandonando como palomas que levantan el vuelo en dirección a otro lugar más seguro.

Y entonces el compromiso de Ehlena se había roto y el macho se había alejado, antes de afirmar públicamente que había terminado la relación… porque Ehlena lo había seducido para llevarlo a su cama y aprovecharse de él.

Ése había sido el golpe final para su madre.

Lo que había sido una decisión conjunta entre Ehlena y el macho, se había distorsionado de tal modo que todos juzgaron a Ehlena como a una hembra indigna, una ramera diabólica que había tratado de corromper a un macho que sólo tenía las intenciones más honorables. Con ese rumor rodando entre la glymera, Ehlena nunca podría casarse. Aunque su familia todavía tuviera la posición que habían perdido, nadie se casaría con ella.

La noche que estalló el escándalo, la madre de Ehlena se había encerrado en su habitación y horas más tarde la encontraron muerta. Ehlena siempre había pensado que la causa de la muerte fue una sobredosis de láudano, pero no. De acuerdo con el manuscrito de su padre, se había cortado las venas y se había desangrado sobre las sábanas.

Poco después de ver a su compañera muerta en su cama nupcial, enmarcada por un halo rojo profundo que simbolizaba toda una vida desperdiciada, su padre comenzó a tener alucinaciones.

Su padre fue volviéndose cada vez más paranoico. Y esa paranoia, paradójicamente, era lo que le daba seguridad. Porque cuando estaba bien, sabía que había gente que podía traicionarlo, pero no los conocía, y eso era terrible, le carcomía por dentro. Pero las voces que oía en su cabeza… Eso era otra cosa. Esas voces siempre lo atacaban, eran como monos locos que saltaban entre las ramas de los árboles del bosque de su enfermedad, arrojándole palos y frutos duros en forma de pensamientos; y cuando eso sucedía él sabía a qué atenerse. Conocía a sus enemigos. Podía verlos, sentirlos y comprenderlos como lo que eran, y sus armas para combatirlos eran tener un refrigerador bien ordenado, tapar las ventanas con papel de aluminio, los rituales verbales y sus escritos.

En cambio, ¿en el mundo real? Se encontraba indefenso y perdido, a merced de los demás, sin forma de juzgar qué era peligroso y qué no. La enfermedad, por otra parte, era donde quería estar, porque, tal como decía en el libro, él conocía los confines del bosque, los caminos a través de los árboles y las tribulaciones de los monos.

Allí, su brújula sí indicaba el norte.

Y, para sorpresa de Ehlena, no todo era sufrimiento para él. Antes de caer enfermo, era un abogado experto en la Ley Antigua, un macho famoso por su gusto por el debate y su avidez por enfrentarse a oponentes difíciles. Y resulta que, en su enfermedad, había encontrado precisamente la clase de conflicto que solía disfrutar cuando estaba cuerdo. Las voces de su cabeza, tal como afirmaba con cierta ironía, eran tan inteligentes y diestras como él para debatir. Para él, esos episodios violentos no eran más que el equivalente mental de un buen combate de boxeo y, como siempre terminaba saliendo de ellos, siempre se sentía victorioso.

Su padre también era muy consciente de que nunca abandonaría ese bosque. Como decía en la última línea del libro, ése sería su último domicilio antes de pasar al Ocaso. Y sólo lamentaba que allí no hubiese lugar más que para un habitante, que su estancia con los monos significara que no podía estar con su hija.

Su padre se sentía triste por la separación y la carga que representaba para ella.

Sabía que no era fácil de manejar. Era consciente de los sacrificios de Ehlena. Y le dolía que estuviera tan sola.

Eso era todo lo que ella quería oírlo decir y, mientras leía esas páginas, no le importó que estuvieran escritas y no pudiera oír esas palabras de sus labios. En todo caso, así era mejor, pues podía leerlas una y otra vez.

Su padre sabía muchas más cosas de las que ella pensaba.

Y vivía mucho más contento de lo que ella se podía haber imaginado.

Ehlena acarició la primera página del manuscrito con la mano. La escritura, en tinta azul, porque ningún abogado escribía nunca en negro, era tan ordenada y pulcra como el relato que hacía del pasado, y tan elegante como las conclusiones que sacaba y la sabiduría que ofrecía.

Dios… ella llevaba mucho tiempo viviendo junto a él, pero ahora por fin sabía cómo era la vida de su padre.

En el fondo, todo el mundo era como él. Cada uno en su propio bosque, solo, sin importar cuánta gente se moviera a su alrededor.

¿Acaso la salud mental era simplemente un asunto de tener menos monos? ¿O tal vez la misma cantidad, pero más amables?

El timbre amortiguado de un teléfono móvil la hizo levantar la cabeza. Ehlena se estiró, lo sacó del bolsillo de su abrigo y respondió.

—¿Sí? —Por el silencio que siguió, supo quién era—. ¿Rehvenge?

—Te han despedido.

Ehlena apoyó el codo sobre la mesa y se cubrió la frente con la mano.

—Estoy bien. A punto de ir a acostarme. ¿Y tú?

—Fue por las píldoras que me trajiste, ¿verdad?

—La cena fue muy agradable. Gracias…

—Basta —gritó Rehv.

Ehlena dejó caer el brazo y frunció el ceño.

—¿Perdón?

—¿Por qué lo hiciste, Ehlena? ¿Por qué demonios…?

—Bueno, si no cambias ese tono de voz, esta conversación se va a acabar aquí mismo.

—Ehlena, tú necesitas el trabajo.

—No me digas lo que necesito.

Rehv comenzó a maldecir. Y siguió maldiciendo.

—¿Sabes? —murmuró ella—. Si le agregamos a esta conversación el sonido de unas ametralladoras, tendremos una película de Duro de matar. ¿Cómo te has enterado, en todo caso?

—Mi madre ha muerto.

Ehlena soltó una exclamación de sorpresa.

—¿Qué? Ay, por Dios, ¿cuándo? No, es decir, lo siento…

—Hace cerca de media hora.

Ehlena sacudió la cabeza lentamente.

—Rehvenge, lo siento mucho.

—Llamé a la clínica para… hacer los arreglos. —Rehvenge exhaló con el mismo cansancio que ella estaba sintiendo—. En todo caso… sí. Nunca me mandaste un mensaje para avisarme de que habías llegado a la clínica. Así que pregunté y lo supe.

—Maldición, tenía la intención de hacerlo, pero… —Bueno, estaba muy ocupada viendo cómo la despedían.

—Pero ésa no era la única razón por la que quería llamarte ahora.

—¿No?

—Yo… necesitaba oír tu voz.

Ehlena respiró profundamente y sus ojos se clavaron en las líneas manuscritas de su padre, mientras pensaba en todas las cosas de las que se había enterado, buenas y malas, leyendo esas páginas.

—Es curioso —dijo ella—. Yo siento lo mismo.

—¿En serio? ¿De verdad?

—Absolutamente, sí.