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Cuando Ehlena regresó a casa, trató de poner buena cara, se despidió de Lusie y fue a ver a su padre, que estaba «haciendo increíbles avances» en su trabajo. Cuando vio que estaba bien, lo dejó y se dirigió a su habitación para conectarse a Internet. Debía ver cuánto dinero tenían, hasta el último centavo, y no creía que le fuera a gustar lo que iba a encontrar. Después de entrar en su cuenta bancaria, vio las facturas que aún tenían que pagar y sumó lo que debía pagar la primera semana del mes. La buena noticia era que todavía recibiría el salario de noviembre.
La cuenta de ahorros no llegaba a los once mil dólares.
Ya no quedaba nada que vender. Y no había de dónde recortar del presupuesto mensual.
Lusie tendría que dejar de ir, lo cual era una desgracia porque seguramente aceptaría otro trabajo para cubrir el vacío y cuando Ehlena encontrara un nuevo empleo, ya no podría volver a llamarla para que cuidara a su padre.
Aunque eso era suponiendo que pudiera conseguir otro puesto. Desde luego, no podría volver a trabajar como enfermera. Ser despedida con justa causa no era precisamente el tipo de información que quedaría bien en su currículum.
¿Por qué había robado esas malditas pastillas?
Ehlena se quedó mirando la pantalla, sumando y volviendo a sumar los numeritos, hasta que todo se volvió borroso y ya ni siquiera pudo ver la suma total.
—¿Hija mía?
Apagó rápidamente el ordenador, pues a su padre no le gustaban mucho los aparatos electrónicos, y trató de poner buena cara.
—¿Sí?
—Me preguntaba si te gustaría leer uno o dos pasajes de mi trabajo. Pareces nerviosa y pienso que la lectura tranquiliza mi mente. —El padre se le acercó arrastrando los pies y le tendió el brazo con cortesía.
Ehlena se puso en pie, porque a veces lo único que puedes hacer es seguir las indicaciones de los demás. No quería leer ninguna de las incoherencias que su padre había escrito. No era capaz de fingir que todo estaba bien. Deseaba que, aunque fuera sólo por una hora, su padre volviera a ser el de antes, para poder hablar con él acerca de la difícil situación en que se encontraban.
—Me encantaría —dijo con un tono de voz apagado y elegante.
Ehlena lo siguió hasta su estudio, lo ayudó a sentarse en la silla y miró a su alrededor, hacia el desorden de papeles. Qué desastre. Había carpetas de cuero negras atiborradas de hojas. Archivadores repletos de papeles. Cuadernos de espiral con páginas a medio arrancar, como lenguas de perro. Hojas de papel en blanco desperdigadas por aquí y por allá, como si las páginas hubiesen tratado de huir pero no hubiesen podido llegar más lejos.
Todo eso era su diario, o al menos eso era lo que él decía. En realidad, sólo eran un montón de disparates, la manifestación física de su caos mental.
—Aquí. Siéntate. Siéntate. —Su padre despejó el asiento que había junto a su escritorio y movió algunos cuadernos.
Ehlena se sentó y puso las manos sobre las rodillas, tratando de mantener el control. Era como si el desorden de la habitación fuera un imán giratorio que hiciera que sus propios pensamientos y maquinaciones giraran todavía más rápido; y ésa no era precisamente la ayuda que necesitaba en ese momento.
Su padre le echó un vistazo a la oficina y sonrió, a modo de disculpa.
—Tanto esfuerzo para un resultado comparativamente tan pequeño. Como cultivar perlas. Las horas que he pasado aquí, las muchas horas que me ha llevado lograr mi propósito…
Ehlena apenas lo escuchaba. Si no podía pagar el alquiler de esta casa, ¿adónde irían? ¿Existiría algo más barato que no tuviera ratas y cucarachas por todas partes? ¿Cómo se sentiría su padre en un ambiente desconocido? Querida Virgen Escribana, Ehlena había pensado que habían tocado fondo la noche en que su padre quemó la otra casa, mejor, que tenían alquilada. ¿Pero acaso esto no era caer todavía más bajo?
De pronto, Ehlena se dio cuenta de que todo se había vuelto borroso. Su padre no debía verla llorar. Él seguía hablando, mientras ella se moría del pánico en silencio.
—Me he propuesto registrar con exactitud todo lo que he visto…
Ehlena no oyó mucho más.
Se desmoronó. Sentada en esa silla, ahogada por la charla insulsa de su padre, enfrentada a las consecuencias de sus acciones y a las circunstancias en que su mala decisión los había puesto, rompió en llanto.
Era mucho más que la pérdida de su empleo. Era Stephan. Era lo que había ocurrido con Rehvenge. Era el hecho de que su padre era un adulto que no podía comprender la realidad de su situación.
Era el hecho de que estaba completamente sola.
Ehlena se envolvió entre sus brazos y lloró, exhalando roncos gemidos a través de los labios, hasta que se sintió tan exhausta que no pudo hacer otra cosa que dejarse caer sobre su propio regazo.
Después de un rato soltó un gran suspiro y se secó los ojos con la manga del uniforme que ya no tendría que usar más.
Cuando levantó la vista, su padre estaba sentado en la silla completamente inmóvil, con una expresión de absoluto desconcierto.
—Pero… hija mía.
Eso era lo que pasaba cuando uno perdía el control. Ya no tenían dinero, ya no pertenecían a una clase social privilegiada, pero los viejos hábitos se resistían a morir. Y la reserva y la compostura de la glymera todavía definían la relación entre ellos hasta tal punto, que, para su padre, esa sesión de llanto era tan extraña como si se hubiese tumbado sobre la mesa del desayuno y un extraterrestre hubiera brotado de su estómago.
—Perdóname, padre —dijo ella, sintiéndose como una tonta—. Creo que debo retirarme.
—No… espera. Ibas a leer.
Ehlena cerró los ojos y sintió que la piel se le estiraba por todo el cuerpo. En cierto sentido, toda su vida estaba definida por la patología de su padre, y aunque ella sentía que sus sacrificios eran parte de su deber, esa noche estaba demasiado alterada para fingir que algo tan inútil como la «obra» de su padre tenía una importancia crucial.
—Padre, yo…
De pronto se abrió uno de los cajones del escritorio.
—Aquí tienes, hija. Tienes en tus manos más de un pasaje.
Ehlena se obligó a abrir los párpados…
Y tuvo que inclinarse para asegurarse de que estaba viendo bien. Entre las dos manos de su padre había un montoncito de hojas blancas perfectamente alineadas.
—Ésta es mi obra —dijo él con sencillez—. Un libro para ti, mi hija querida.
‡ ‡ ‡
Rehv estaba esperando en el primer piso, junto a las altas ventanas de la sala, mirando hacia el césped. Las nubes se habían despejado y una luna creciente colgaba del brillante cielo invernal. En su mano adormecida tenía su nuevo móvil, que acababa de cerrar, al tiempo que soltaba una maldición.
No podía creer que, arriba, su madre estuviese en su lecho de muerte y que en ese mismo momento su hermana y su hellren se estuviesen dirigiendo a la casa a toda velocidad para llegar antes del amanecer… Y en esa situación, él seguía pensando en el trabajo.
Otro traficante muerto. Lo cual sumaba tres en las últimas veinticuatro horas.
Xhex había sido breve y concisa, muy en su estilo. A diferencia de Ricky Martínez e Isaac Rush, cuyos cuerpos habían sido encontrados junto al río, este tipo había aparecido en su coche, en el estacionamiento vacío de un centro comercial, con una bala en el cráneo. Lo cual significaba que el coche tenía que haber sido llevado hasta allí con el cuerpo adentro: nadie sería tan estúpido como para matar a ese desgraciado en un lugar que, sin duda, debía tener cámaras de seguridad. Sin embargo, como los informes de la policía no daban más detalles, iban a tener que esperar hasta ver los periódicos del otro día y las noticias de la mañana.
El problema, y la razón por la cual había lanzado una maldición, era que los tres le habían hecho una compra grande a él en el curso de las últimas dos noches.
Lo cual era la razón de que Xhex lo hubiese interrumpido en la casa de su madre. El negocio de las drogas no sólo no estaba reglamentado, sino que carecía por completo de reglas, y el punto de equilibrio que habían alcanzado en Caldwell para que él y sus colegas pudieran seguir haciendo dinero era muy frágil.
Al ser un jugador importante, los proveedores de Rehv eran una combinación de traficantes de Miami, importadores del puerto de Nueva York, destiladores de Connecticut y fabricantes de Rhode Island. Todos eran hombres de negocios, igual que él, y la mayoría eran independientes, es decir, que estaban afiliados a la mafia de Estados Unidos. La relación era sólida y los hombres del otro lado eran tan cuidadosos y escrupulosos como Rehv: sus operaciones no eran más que una serie de transacciones financieras en las que la mercancía cambiaba de manos, como sucedía en cualquier otro segmento legítimo de la economía. Los cargamentos llegaban a varias residencias de Caldwell y eran transferidos a ZeroSum, donde Rally era el encargado de probar, cortar y empaquetar la mercancía.
Era una maquinaria bien engrasada, que habían tardado diez años en establecer, y requería una combinación de empleados bien remunerados, amenazas de daño físico, atentados reales y un trabajo constante de mantenimiento.
Tres cadáveres eran suficiente para acabar con todo el negocio y causar no sólo un déficit económico, sino una lucha de poder entre los niveles más bajos que nadie necesitaba: alguien estaba liquidando a la gente en su territorio; y sus colegas no tardarían mucho en preguntarse él estaba haciendo una purga o, peor aún, si alguien lo estaba purgando a él. Los precios iban a fluctuar, las relaciones se volverían más tensas, la información comenzaría a distorsionarse.
El problema era muy grave.
Tenía que hacer algunas llamadas para asegurarles a sus importadores y productores que él seguía teniendo el control de Caldwell y nada iba a impedir la venta de su mercancía. Pero, por Dios, ¿por qué ahora?
Rehv miró hacia el techo.
Por un momento, fantaseó con renunciar a todo, sólo que eso sólo era pura mierda. Mientras la princesa estuviera en su vida, tenía que mantenerse en el negocio, porque no podía permitir que esa perra acabara con la fortuna de su familia. Dios sabía que el padre de Bella ya había hecho la mayor parte del trabajo en ese sentido, al tomar malas decisiones financieras.
Mientras las princesa estuviera vivita y coleando, Rehv seguiría siendo el gran distribuidor de Caldie y él haría las llamadas que tenía que hacer, aunque no desde la casa de su madre, ni durante el tiempo que le dedicaba a los suyos. Los negocios podían esperar hasta que terminara de atender a su familia.
Aunque había una cosa clara. En el futuro, Xhex, Trez y iAm iban a tener que estar todavía más atentos, porque era seguro que, si alguien era lo suficientemente ambicioso como para apartar del camino a esos intermediarios, era muy probable que se atreviera a atacar a un pez gordo como Rehv. El problema era que, al mismo tiempo, sería importante que Rehv se dejara ver por el club, pues en tiempos de inestabilidad era crítico dar la cara, especialmente en un momento en el que sus contactos en el negocio estarían pendientes de ver si iba a salir huyendo. Prefería que lo tomaran por la persona que tal vez estaba detrás de los asesinatos a que pensaran que era un maricón que salía corriendo de su territorio cuando las cosas se ponían feas.
Sin tener ninguna razón en especial, Rehv abrió el teléfono para ver si tenía llamadas perdidas. No. Ninguna noticia de Ehlena. Todavía.
Probablemente sólo estaba ocupada en la clínica, atrapada en el ajetreo. Claro, eso debía ser. Estaría bien. En la clínica estaba a salvo. Estaba en un lugar bastante apartado y tenía mucha seguridad; además, él se habría enterado si algo malo hubiese ocurrido.
Maldición.
Rehv frunció el ceño y miró su reloj. Hora de tomarse otras dos pastillas.
Se dirigió a la cocina y se estaba tomando un vaso de leche con más penicilina, cuando un par de faros iluminaron la estancia. Rehv dejó el vaso sobre la mesa, apoyó su bastón en el suelo y fue a saludar a su hermana, a su cuñado y a su sobrina.
Bella ya tenía los ojos rojos cuando entró, porque Rehv le había explicado con claridad lo que sucedía. Su hellren estaba justo detrás de ella, con la niñita dormida entre sus enormes brazos y una expresión solemne en el rostro lleno de cicatrices.
—Hermana mía —dijo Rehv, al tiempo que abría los brazos. Mientras estrechaba a Bella entre sus brazos, chocó palmas con Zsadist—. Me alegra que estés aquí, amigo.
Z asintió con su cabeza rapada.
—A mí también.
Bella dio un paso atrás y se secó los ojos rápidamente.
—¿Está en cama, arriba?
—Sí y su doncella está con ella.
Bella tomó a su hija en brazos y Rehv los acompañó arriba. Frente a las puertas de la habitación, golpeó primero y esperó a que su madre y su leal doncella se prepararan.
—¿Está muy mal? —susurró Bella.
Rehv miró a su hermana, mientras pensaba que ésta era una de las pocas ocasiones en las que no podía proteger a Bella.
Luego dijo con voz ronca.
—Ha llegado la hora.
Bella apretó los ojos, al mismo tiempo que su mahmen decía con voz temblorosa:
—Pasad.
Cuando Rehv abrió una de las puertas, oyó que Bella tomaba aire, pero más que eso, sintió las emociones que proyectaba su cuerpo: tristeza y pánico, entretejidas entre sí, superponiéndose una sobre otra hasta formar una estructura sólida. Era una mezcla de sentimientos que sólo había visto en los funerales. Lo cual tenía sentido, trágicamente.
—Mahmen —dijo Bella, al tiempo que avanzaba hacia la cama.
Cuando Madalina le extendió los brazos, su rostro estaba inundado de felicidad.
—Mis amores, mis queridísimos amores.
Bella se inclinó y besó a su madre en la mejilla; luego le pasó a Nalla con cuidado. Como su madre no tenía suficiente fuerza para sostener al bebé, pusieron una almohada debajo para sujetarle el cuello y la cabeza.
La sonrisa de su madre parecía resplandecer.
—Mira esa carita… Será una belleza, ya lo veréis. —Luego levantó una mano esquelética hacia Z—. Y el orgulloso papá, que cuida a sus hembras con tanta fuerza y entereza.
Zsadist se acercó y tomó la mano que le ofrecían, inclinándose hacia delante y rozando los nudillos de ella contra la frente, lo cual era el saludo acostumbrado entre madres y yernos.
—Siempre las mantendré a salvo.
—Ciertamente. De eso estoy segura. —Madalina le sonrió al feroz guerrero, que parecía totalmente fuera de lugar entre las cortinas de encaje que rodeaban la cama, pero luego le faltó la fuerza y dejó caer la cabeza hacia un lado.
—Mi mayor alegría —susurró Madalina mientras miraba a su nieta.
Bella se sentó en el borde de la cama y acarició suavemente la rodilla de su madre. El silencio en la habitación se convirtió en una especie de manto suave, un capullo de paz que los envolvió a todos, relajándolos.
Sólo había una cosa buena en todo eso: una muerte natural, que tenía lugar en el momento adecuado, era una bendición tan grande como una vida larga y pacífica.
Su madre no había tenido la segunda, pero Rehv iba a cumplir su promesa y se aseguraría de que la paz permaneciera en esa habitación aun después de que ella se hubiese ido.
Bella se inclinó sobre su hija y susurró:
—Dormilona, despiértate para granhmen.
Cuando Madalina acarició la suave mejilla del bebé, Nalla se despertó con un gorjeo. Y unos ojos amarillos tan grandes como diamantes se enfocaron en el adorable y viejo rostro que tenían en frente. La niña sonrió y estiró sus manos regordetas. Cuando agarró el dedo de su abuela, Madalina levantó la vista y miró a Rehv por encima de la siguiente generación. En su mirada había una súplica.
Y él le dio exactamente lo que ella necesitaba. Se llevó el puño al corazón, se inclinó un poco y volvió a sellar su promesa.
Su madre parpadeó, con los ojos anegados en lágrimas, y la emoción de la gratitud llegó hasta él como una ola de brisa cálida. Aunque no podía sentir el calor, se dio cuenta de que su temperatura corporal había subido porque, instintivamente, se desabrochó el abrigo de piel.
Rehv también sabía que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para cumplir su promesa. Una buena muerte no sólo era rápida e indolora. Una buena muerte implica que dejas tu mundo en orden, que pasas hacia el Ocaso con la satisfacción de que tus seres queridos, aunque tendrán que atravesar el proceso de duelo, están bien cuidados y a salvo y de que no dejas nada sin decir ni hacer.
O dicho, como en este caso.
Ése era el mayor regalo que Rehv le podía dar a la madre que lo había criado con más amor del que merecía, la única manera en que podía compensarla por las circunstancias de su cruel nacimiento.
Madalina sonrió y dejó escapar un suspiro largo y agradecido.
Todo estaba como debía estar.