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Rehvenge no iba a ver a su madre con suficiente frecuencia.

Ésa fue la idea que cruzó por su cabeza mientras estacionaba frente a la casa de seguridad a la que había trasladado a su madre hacía cerca de un año. Después de que la mansión familiar de Caldwell fuera atacada por restrictores, Rehv había sacado a todo el mundo de esa casa y los había instalado en esta mansión Tudor que estaba bien al sur de la ciudad.

Era lo único bueno que había salido del secuestro de su hermana; bueno, eso y el hecho de que Bella hubiese encontrado un macho digno en el hermano que la rescató. La cosa era que, gracias a que Rehv se había llevado a su madre de la ciudad, ella y sus amados doggen habían podido escapar de lo que la Sociedad Restrictiva le había hecho a la aristocracia en el verano.

Rehv estacionó el Bentley frente a la mansión y, antes de bajarse del coche, la puerta de la casa se abrió y apareció la doncella de su madre, en el umbral de la puerta, iluminada por la luz de la casa y protegida contra el frío.

Los zapatos de Rehv resbalaban mucho, así que tuvo cuidado al bajarse y caminar sobre la nieve.

—¿Ella está bien?

La doggen se quedó mirándolo, con los ojos llenos de lágrimas.

—Está llegando la hora.

Rehv entró y cerró la puerta.

—No es posible.

—Lo siento mucho, señor. —La doggen se sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su uniforme gris—. Lo siento… mucho.

No tiene tantos años.

—Su vida ha sido más larga que los años que tiene.

La doggen conocía bien lo que solía ocurrir en la casa en la época en que el padre de Bella estaba vivo. Había recogido los cristales rotos y las piezas de vajilla destrozadas. Había puesto vendas y había ofrecido sus cuidados.

—De verdad, no soporto la idea de que ella se marche —dijo la doncella—. Me sentiré perdida sin mi señora.

Rehv le puso una de sus manos entumecidas sobre el hombro y apretó con suavidad.

—No lo sabes con seguridad. No ha ido a ver a Havers. Déjame ir a verla, ¿vale?

Cuando la doggen asintió con la cabeza, Rehv comenzó a subir lentamente las escaleras hasta el segundo piso, pasando frente a retratos familiares pintados al óleo que él había llevado de la antigua casa.

Al llegar arriba, tomó a mano izquierda y golpeó en una puerta doble.

—¿Mahmen?

—Estoy aquí, hijo mío.

La respuesta en Lengua Antigua llegó desde otra puerta y él retrocedió y se dirigió al vestidor, al tiempo que la fragancia del perfume Chanel n.º 5 lo calmaba.

—¿Dónde estás? —dijo, mirando los metros y metros de ropa colgada.

—Estoy al fondo, mi hijo querido.

Mientras caminaba a través de las filas de blusas, faldas, vestidos y trajes de baile, Rehv respiró profundamente. El perfume típico de su madre estaba en cada una de esas prendas que colgaban ordenadas por color y forma. La botella de la que había salido ese característico perfume estaba sobre el tocador, entre tarros de maquillaje, lociones y polvos.

Rehv la encontró frente al espejo de tres cuerpos, planchando.

Lo cual era más que raro y lo obligó a mirarla de arriba abajo.

Su madre tenía un aspecto majestuoso incluso vestida con su bata color rosa, su pelo blanco y esa cabeza perfectamente proporcionada. Estaba estupenda, sentada en un taburete alto, con su enorme diamante en forma de pera brillándole en la mano. La mesa de planchar detrás de la cual estaba sentada tenía en un extremo una cesta tejida y un frasco de almidón y, en el otro, un montón de pañuelos recién planchados. Cuando Rehv la vio, su madre estaba planchando un pañuelo y el cuadrado amarillo pálido sobre el que estaba trabajando estaba doblado por la mitad mientras que la plancha emitía un chisporroteo al pasar una y otra vez sobre la tela.

—Mahmen, ¿qué estás haciendo?

Era obvio, pero su madre era la señora del castillo, y Rehv no podía recordar haberla visto trabajando nunca, ni lavando o haciendo cualquier labor doméstica. Uno tenía doggens para que hicieran esas cosas.

Madalina levantó la vista para mirarlo; sus ojos azules estaban apagados y cansados, y la sonrisa parecía más forzada que una sincera expresión de alegría.

—Éstos eran de mi padre. Los encontramos cuando estábamos revisando las cajas que trajimos del ático de la antigua casa.

La «antigua casa» era la casa en la que habían vivido durante casi un siglo, en Caldwell.

—Podrías pedirle a tu doncella que hiciera eso. —Rehv se acercó y le dio un beso en la mejilla—. A ella le encantaría ayudarte.

—Se ha ofrecido a hacerlo, sí. —Después de ponerle una mano sobre la cara, su madre volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo y dobló otra vez el cuadrado de lino, tomó de nuevo el frasco de almidón y roció un poco sobre el pañuelo—. Pero esto es algo que debo hacer yo.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Rehv, al tiempo que hacía una seña con la cabeza hacia el asiento que estaba al lado del espejo.

—Ah, por supuesto, estoy olvidando mis modales. —Madalina dejó la plancha en el soporte y comenzó a bajarse del taburete—. Y debemos ofrecerte algo de…

Rehv levantó la mano.

—No, mahmen, acabo de comer.

Ella le hizo una inclinación de cabeza y se reacomodó en el taburete.

—Te agradezco que me hayas concedido esta audiencia, ya que conozco la naturaleza tan activa de tu…

—Soy tu hijo. ¿Cómo puedes pensar que no vendría a verte?

Madalina puso el pañuelo recién planchado sobre el montoncito ordenado de pañuelos iguales y sacó el último de la cesta.

La plancha echó vapor cuando ella la pasó sobre el cuadrado de tela blanca. Mientras su madre se movía con lentitud, Rehv la observó a través del espejo. Los huesos de la clavícula asomaban por encima de la bata de seda y también se podía ver la columna vertebral en la parte de la nuca.

Cuando se fijó en la cara de su madre, vio que le brotaba una lágrima que cayó sobre el pañuelo.

Ay… Querida Virgen Escribana, pensó Rehv. No estoy listo para esto.

Rehv se apoyó en el bastón y se arrodilló frente a ella. Giró el taburete para que quedara frente a él, le quitó la plancha de la mano y la dejó sobre el soporte, dispuesto a llevar a su madre a la clínica de Havers, preparado para pagar cualquier medicina que le concediera más tiempo.

—Mahmen, ¿qué te aflige? —Rehv agarró uno de los pañuelos recién planchados y le secó los ojos—. Cuéntale a tu hijo de sangre cuáles son los pesares que agobian tu corazón.

Madalina comenzó a llorar y Rehv siguió tratando de secarle las lágrimas, una por una. Estaba muy hermosa, a pesar de la edad que tenía y de que estaba llorando, una Elegida que había caído en desgracia y había llevado una vida dura y que, sin embargo, seguía estando llena de gracia.

Cuando ella habló finalmente, lo hizo con un hilillo de voz:

—Me estoy muriendo —dijo y sacudió la cabeza antes de que él pudiera hablar—. No, seamos sinceros. Mi fin ha llegado.

Ya veremos, pensó Rehv para sus adentros.

—Mi padre —dijo Madalina y tocó suavemente el pañuelo con el que Rehv le había secado las lágrimas—, mi padre… Es curioso que ahora piense noche y día en él, pero así es. Él fue el Gran Padre de la raza hace mucho tiempo y amaba a sus hijos. Su mayor orgullo era su linaje y, a pesar de que éramos muchos, tenía relaciones con todos y cada uno. ¿Estos pañuelos? Fueron hechos con sus vestiduras. Yo tenía aptitud para la costura y, como él lo sabía, me regaló algunas de sus túnicas.

Madalina estiró una mano huesuda y acarició el montoncito de pañuelos que había planchado.

—Cuando abandoné el Otro Lado, él me dijo que me llevara algunos. Yo estaba enamorada de un hermano y convencida de que sólo viviría plenamente si estaba con él. Desde luego, en ese momento…

Sí, ésa había sido la parte de su vida que le había causado tanto dolor: fue entonces cuando la violó un symphath y quedó embarazada de Rehvenge; se vio obligada a dar a luz una monstruosidad de híbrido que, de alguna manera, había logrado amamantar y había amado tanto como cualquier hijo querría ser amado. Y durante todo el tiempo que estuvo en cautiverio en manos del rey symphath, el hermano al que ella amaba estuvo buscándola… y murió antes de poder rescatarla.

Y esas tragedias no fueron todo.

—Después de… después de regresar, mi padre me llamó a su lecho de muerte —siguió diciendo Madalina—. Entre todas las Elegidas, entre todas sus compañeras y sus hijos, quería verme a mí. Pero yo no quería ir. No podía soportar… Ya no era la hija que él conocía. —Sus ojos se clavaron en Rehv con un aire de súplica—. No quería que él volviera a saber de mí. Había perdido la pureza.

Joder, Rehv conocía esa sensación, pero su mahmen no necesitaba soportar ese peso. Ella no tenía idea de la clase de problemas a los que él debía enfrentarse y nunca lo sabría, porque era evidente que la principal razón por la que se había prostituido era para que ella no tuviera que soportar la tortura de que su hijo fuera deportado.

—Cuando hice caso omiso de sus llamadas, la directrix vino a verme y dijo que él estaba sufriendo. Que mi padre no quería irse al Ocaso hasta que yo fuera a verlo. Que estaba dispuesto a permanecer en el doloroso trance de la muerte durante toda una eternidad, a menos que yo lo liberara. A la noche siguiente, fui a verlo con el corazón afligido. —Ahora la mirada de su madre adquirió fiereza—. Desde mi llegada al templo del Gran Padre, él quiso abrazarme, pero yo no podía… permitírselo. Yo era una desconocida a pesar de tener un rostro que él amaba, eso era todo y traté de hablar de cosas intrascendentes e impersonales. Fue en ese momento cuando él dijo algo que hasta ahora no había podido entender plenamente. Dijo: «El alma afligida no pasará al Otro Lado, aunque el cuerpo muera». Él estaba cautivo porque dejaba un asunto sin resolver muriendo antes de que se solucionaran mis problemas. Sentía como si hubiese fracasado en su misión. Sentía que si me hubiese mantenido en el Otro Lado, mi destino habría sido más amable, que jamás me habrían pasado todas las desgracias que se cebaron sobre mí.

Rehv sintió que la garganta se le apretaba y una horrible sospecha se instaló en su lóbulo frontal.

La voz de su madre era débil pero franca.

—Me acerqué a la cama; él me agarró la mano y yo sostuve su mano entre las mías. Entonces le conté que amaba a mi hijo de sangre y que me iba a emparejar con un macho de la glymera; le dije que no todo estaba perdido. Mi padre me miró a la cara para comprobar la verdad de mis palabras y cuando se sintió satisfecho con lo que veía, cerró los ojos… y se dejó llevar. —Respiró profundamente—. Y ahora a mí me pasa lo mismo. No me puedo marchar de este mundo tal como están las cosas.

Rehv negó con la cabeza.

—Todos estamos bien, mahmen. Bella y su hija están bien y a salvo. Y yo…

—Basta, por favor. —Su madre estiró la mano y le agarró la barbilla, tal como solía hacer cuando él era muy joven y proclive a causar problemas—. Sé lo que hiciste. Sé que asesinaste a mi hellren, Rempoon.

Rehv se quedó pensando si sería mejor mantener la mentira, pero considerando la expresión de su madre, era evidente que sabía la verdad y no había nada que pudiera hacer o decir para convencerla de que estaba equivocada.

—¿Cómo? —dijo Rehv—. ¿Cómo lo supiste?

—¿Quién podría haberlo hecho, salvo tú? —Cuando ella le soltó y le acarició la mejilla, Rehv se sintió conmovido por la tibieza de su mano—. No olvides que veía tu rostro cada vez que mi hellren se enfurecía. Hijo mío, mi fuerte y poderoso hijo. Mírate.

Ese orgullo tan sincero y amoroso que Madalina sentía por él era algo que Rehv nunca había podido entender, teniendo en cuenta las circunstancias de su concepción.

—También sé —susurró ella— que mataste a tu padre biológico. Hace veinticinco años.

Ahora sí se quedó impresionado.

—No deberías saber nada de esto… ¿Cómo lo has averiguado? ¿Quién te lo contó?

Madalina retiró la mano de la cara de Rehvenge y señaló hacia su tocador, hacia un recipiente de cristal que él siempre había pensado que era para hacerse la manicura.

—Es difícil deshacerse de los viejos hábitos de una Elegida escribana. Lo vi en el agua. Justo después de que sucediera.

—Y lo mantuviste en secreto —dijo él con asombro.

—Sí, Pero ya no puedo seguir haciéndolo. Por eso te he llamado.

Ese horrible sentimiento volvió a agitarse dentro de él. Se sentía atrapado entre lo que su madre le iba a pedir que hiciera y su fuerte convicción de que su hermana no se beneficiaría en lo más mínimo de conocer los sucios secretos de su familia. Bella había vivido protegida de esa maldad toda su vida y no había razón para revelarle todo ahora, en especial si su madre estaba muriéndose.

Aunque Madalina no se estaba muriendo, se recordó Rehv.

—Mahmen…

—Tu hermana nunca debe saberlo.

Rehv se quedó rígido, rogando haber oído bien.

—¿Perdón?

—Júrame que harás todo lo que esté en tu mano para garantizar que ella nunca se entere. —Cuando su madre se inclinó hacia él y lo agarró de los brazos, Rehv sabía que le estaba enterrando los dedos en la carne, aunque no lo sentía—. No quiero que ella tenga que cargar con ese peso. Tú fuiste obligado a hacerlo, y yo te habría ahorrado ese dolor si hubiese podido, pero no pude. Y si ella no sabe nada, la siguiente generación no tendrá que sufrir. Nalla no soportará el peso de ninguno de esos secretos. Podrán morir contigo y conmigo. Júramelo.

Rehv se quedó mirando a su madre a los ojos. Nunca la había querido más de lo que la quería en ese momento.

Luego asintió con la cabeza una vez.

—Mírame a la cara y ten la seguridad de que Bella nunca lo sabrá. Lo juro. Bella y su descendencia estarán libres de ese peso. El pasado morirá contigo y conmigo.

Los hombros de su madre parecieron aflojarse debajo de la bata y el suspiro tembloroso que exhaló fue clara manifestación de su sensación de alivio.

—Eres el hijo que otras madres sólo pueden desear.

—¿Cómo puede ser eso cierto? —dijo él con voz suave.

—¿Cómo podría no serlo?

Madalina recuperó la compostura y tomó el pañuelo que él tenía en la mano.

—Voy a tener que planchar este pañuelo otra vez, y después tal vez puedas acompañarme hasta mi cama.

—Desde luego. Y me gustaría llamar a Havers.

—No.

—Mahmen…

—Quisiera morir sin ninguna intervención médica. Ya nadie puede salvarme, en todo caso.

—No puedes saber si…

Madalina levantó su hermosa mano con el pesado diamante en el anular.

—Estaré muerta antes de que caiga la noche mañana. Lo vi en el agua.

Rehv sintió que no podía respirar y sus pulmones se negaban a funcionar. No estoy listo para esto. No estoy listo. No estoy listo…

Madalina se esmeró mucho con el último pañuelo, alineando perfectamente las esquinas, pasando la plancha lentamente hacia arriba y hacia abajo. Cuando terminó, puso el cuadrado perfecto con los otros y se aseguró de que todos estuvieran bien colocados en un perfecto montón.

—Listo —dijo.

Rehv se apoyó en el bastón para ponerse de pie y le ofreció su brazo. Juntos fueron arrastrando los pies hasta la alcoba, tambaleándose un poco.

—¿Tienes hambre? —preguntó Rehv, al tiempo que apartaba las mantas y la ayudaba a acostarse.

—No, así estoy bien.

Sus manos trabajaron juntas para alisar las sábanas, las mantas y el edredón, hasta que todo quedó perfectamente doblado, formando una línea recta a la altura del pecho. Cuando se enderezó, Rehv supo que su madre nunca volvería a levantarse y sintió un dolor insoportable.

—Bella debe venir —dijo con tono brusco—. Tiene que despedirse.

Su madre asintió con la cabeza y cerró los ojos.

—Dile que venga ahora y, por favor, pídele que traiga a la niña.

‡ ‡ ‡

En Caldwell, en la mansión de la Hermandad, Tohr se paseaba por su habitación. Lo cual era un chiste, en realidad, considerando lo débil que se encontraba. Decir que se tambaleaba sería más apropiado.

Cada minuto y medio miraba el reloj; el tiempo parecía pasar a un ritmo alarmantemente rápido, como si el reloj de arena del mundo se hubiese roto y los segundos, al igual que la arena, se estuviesen dispersando por todo el lugar.

Necesitaba más tiempo. Más… Mierda, ¿realmente eso serviría de algo?

No se podía imaginar cómo iba a hacer para sobrevivir a lo que estaba a punto de suceder, y sabía que esperar más tiempo no iba a cambiar eso. Por ejemplo, no podía decidir si era mejor tener un testigo o no. La ventaja era que así todo sería menos personal. La desventaja era que, si se desmoronaba, habría otra persona más en la habitación que lo vería en ese estado.

—Me quedaré.

Tohr miró de reojo a Lassiter, que estaba sentado en la silla, al pie de la ventana. El ángel tenía las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y una de sus botas de combate se movía de un lado a otro. Odiosa manera de contar el paso del tiempo, pensó Tohr.

—Vamos —dijo Lassiter—. Ya te he visto desnudo. ¿Qué podría ser peor que eso?

Era su típica manera de hablar para molestarlo, pero pronunció las palabras en un tono sorprendentemente amable.

Entonces se oyó un delicado golpe en la puerta. Al parecer no era un hermano y, teniendo en cuenta que tampoco olía a comida, tampoco debía de ser Fritz con una bandeja de comida destinada al inodoro.

Evidentemente, la llamada a Phury había surtido efecto.

Tohr comenzó a temblar de pies a cabeza.

—Está bien, tranquilo, vamos. —Lassiter se puso en pie y se le acercó rápidamente—. Quiero que te sientes aquí. No querrás hacer esto cerca de la cama. Vamos, no opongas resistencia. Tú sabes que así es como debe ser. Es la llamada de la biología, no tu decisión, así que tienes que dejar de sentirte culpable.

Tohr sintió que lo empujaban hacia un asiento de respaldo duro que estaba junto al escritorio y pensó que era muy oportuno, pues sus rodillas parecían estar perdiendo interés en su trabajo y estaban tan flojas que se desplomó con fuerza sobre el asiento.

—No sé cómo hacerlo.

La maravillosa cara de Lassiter apareció frente a la de Tohr.

—Tu cuerpo lo hará por ti. Olvida tu mente y tu corazón y deja que tus instintos hagan lo que hay que hacer. No es culpa tuya. Es la única manera de sobrevivir.

—Yo no quiero sobrevivir.

—No me digas. Y yo que pensaba que toda esa mierda autodestructiva no era más que un pasatiempo.

Tohr no tuvo energías para responder al ángel. No tenía fuerzas para marcharse de la habitación. Ni siquiera tenía suficiente fuerza para llorar.

Lassiter fue hasta la puerta y la abrió.

—Hola, gracias por venir.

Tohr no podía soportar mirar a la Elegida que entró en la habitación, pero no había manera de ignorar su presencia: su delicada fragancia a flores llegó rápidamente hasta él.

La fragancia natural de Wellsie era más fuerte que eso, y no se componía sólo de rosas y jazmines, sino de las especias que reflejaban su temple.

—Milord —dijo una voz femenina—. Soy la Elegida Selena y he venido a servirle.

Hubo una larga pausa.

—Acércate —dijo Lassiter en voz baja—. Necesitamos terminar con esto.

Tohr se cubrió la cara con las manos y dejó caer la cabeza. Era lo único que podía hacer para respirar, mientras la hembra se sentaba en el suelo, a sus pies.

A través de los dedos huesudos, vio el color blanco de su túnica. A Wellsie no le gustaban mucho los vestidos. El único que le gustaba de verdad era ese traje rojo y negro que se había puesto para la ceremonia de apareamiento.

Una imagen de esa ceremonia sagrada cruzó por su mente y Tohr vio con trágica claridad el momento en que la Virgen Escribana les unió las manos y declaró que era un buen apareamiento, realmente muy bueno. Había sentido una gran calidez al estar unido a su hembra a través de la madre de la raza; y esa sensación de amor y optimismo había aumentado un millón de veces al mirar a su shellan a los ojos.

Parecía que tenían por delante toda una vida de felicidad y dicha… y sin embargo ahí estaba, después de haber sufrido una pérdida inconcebible. Solo.

No, peor que solo. Solo y a punto de tomar la vena de otra hembra y meter sangre de otra hembra en su organismo.

—Esto está pasando demasiado rápido —musitó—. No puedo… Necesito más tiempo…

Que Dios lo ayudara si ese ángel decía una sola palabra acerca de que ése era el momento oportuno, pues iba a hacer que el maldito deseara que sus dientes estuvieran hechos de acero.

—Milord —dijo suavemente la Elegida—, si lo desea, puedo regresar. Y volver otra vez, si ése tampoco es el momento correcto. Y regresaré y regresaré hasta que esté listo. Por favor… milord, créame, sólo quiero ayudar, no hacerle daño.

Tohr frunció el ceño. Ella parecía muy amable y no había ni una onza de seducción en ninguna de las sílabas que salieron de sus labios.

—Dime de qué color es tu pelo —dijo Tohr a través de sus manos.

—Es negro como la noche y lo llevo recogido sobre la cabeza, en el moño más apretado que mis hermanas y yo pudimos hacer. También me tomé la libertad de envolverlo en un turbante, aunque usted no lo pidió. Pensé que… tal vez eso podía ayudar.

—Dime de qué color son tus ojos.

—Son azules, milord. De color azul pálido, como el cielo.

Los ojos de Wellsie eran de color jerez.

—Milord —susurró la Elegida—, usted no tiene que mirarme. Permítame que me coloque detrás de usted, para que beba de mi muñeca. Así no tendrá que verme.

Tohr oyó el murmullo de una túnica suave y el olor de la hembra se desplazó hasta que comenzó a llegarle desde atrás. Entonces dejó caer las manos y vio las largas piernas de Lassiter, enfundadas en vaqueros. El ángel tenía cruzados los tobillos otra vez, pero esta vez estaba recostado contra la pared.

Un brazo delicado apareció delante de él.

Lentamente, la manga de la túnica blanca fue subiendo y subiendo.

La muñeca que quedó expuesta parecía frágil y la piel era blanca y fina.

Las venas que se veían debajo de la superficie eran azules, muy claras.

Los colmillos de Tohr brotaron de la parte superior de su boca y un gruñido escapó de sus labios. El maldito ángel tenía razón. De repente su mente se quedó en blanco; lo único que existía era su cuerpo y aquello de lo que se había privado durante tanto tiempo.

Tohr le clavó una mano en el hombro a la Elegida, siseó como una cobra y mordió la muñeca de la hembra hasta el hueso, encajando sus colmillos. Se oyó un grito de alarma y un forcejeo, pero él se olvidó de todo mientras bebía; sus sorbos parecían puños que tiraran de una cuerda, succionando esa sangre hacia sus entrañas con tanta rapidez que no tenía tiempo de saborearla.

Casi acaba con la Elegida.

Lo supo después, cuando Lassiter finalmente logró apartarlo de ella dándole un puñetazo en la cabeza. Tohr se resistía a dejarla y cuando Lassiter trataba de separarlo de la hembra, él se resistía y se agarraba a ella con más fuerza.

El ángel caído tenía razón.

La horrible biología era la última fuerza y lograba dominar hasta al corazón más fuerte.

Y hasta al más respetuoso de los viudos.