32
A Lash no le importaba si era de día o de noche.
Cuando él y el señor D aparcaron frente a un molino abandonado y los faros del Mercedes giraron formando un arco, pensó que no le importaba si se encontraba con el rey de los symphaths a mediodía o a medianoche, porque de alguna manera ya no se sentía intimidado por ese desgraciado.
Lash cerró el automóvil y echó a andar con el señor D a través de un camino de asfalto destrozado, hasta una puerta que parecía bastante sólida, considerando el estado en que se encontraba el molino. Gracias a la nieve que caía, el lugar parecía sacado de un anuncio que ofreciera unas pintorescas vacaciones en Vermont, siempre y cuando no miraras con mucha atención el estado del techo ni el revestimiento.
El symphath ya había llegado. Lash lo sabía con la misma certeza con que sentía los copos de nieve en sus mejillas y oía el ruido que producían las piedras sueltas debajo de sus botas de combate.
El señor D abrió la puerta y Lash entró primero, para demostrar que no necesitaba que un subordinado le despejara el camino. El interior del molino no era más que un montón de aire frío, pues el edificio rectangular hacía mucho tiempo que había sido despojado de cualquier cosa útil.
El symphath estaba esperando en el fondo, cerca de la inmensa rueda que todavía reposaba en el río, como una mujer vieja y gorda en un baño refrescante.
—Amigo mío, qué gusto volver a verte —dijo el rey, y su voz de serpiente se deslizó por las vigas.
Lash se acercó al tipo lentamente, tomándose su tiempo, mientras revisaba y volvía a revisar las sombras que proyectaban las ventanas. Sólo estaba el rey. Y eso era bueno.
—¿Has reflexionado sobre mi propuesta? —dijo el rey.
Lash no tenía ganas de jugar. Después del asunto con el repartidor de Domino’s, la noche anterior, y considerando que tenían que eliminar a otro traficante dentro de una hora, no era momento para juegos.
—Sí. Y ¿sabes una cosa? No estoy seguro de que necesite hacerte ningún favor. Estoy pensando que si no me das lo que quiero… Tal vez envíe a mis hombres al norte, a matarte a ti y a los otros engendros que viven allí.
En la cara inexpresiva y pálida del symphath se dibujó una sonrisa serena.
—Pero ¿y de qué te serviría eso? Sería destruir las herramientas mismas con las cuales deseas derrotar a tu enemigo. No parece una medida muy lógica para un gobernante.
Lash sintió un hormigueo en la punta de la polla, pues aparentemente el respeto lo excitaba, aunque se negó a reconocerlo.
—¿Sabes? No pensé que un rey pudiera necesitar ayuda. ¿Por qué no puedes perpetrar el crimen tú mismo?
—El hecho de que parezca que la muerte ocurrió al margen de mi influencia me reportaría ciertos beneficios y circunstancias atenuantes. Con el tiempo aprenderás que las maquinaciones clandestinas son, a veces, mucho más efectivas que aquellas que realizas a la vista de tu pueblo.
Cierto, aunque, de nuevo, Lash no iba a reconocerlo.
—No soy tan joven como piensas —dijo. Joder, había envejecido como un billón de años en los últimos cuatro meses.
—Y no eres tan viejo como crees. Pero ahora no es el momento de tener esa conversación.
—No estoy buscando un terapeuta.
—Lo cual es una lástima. Pues soy bastante bueno en eso de penetrar en la cabeza de los demás.
Sí, Lash era testigo de eso.
—Y este objetivo tuyo. ¿Es un macho o una hembra?
—¿Acaso importaría?
—En lo más mínimo.
El symphath pareció brillar de verdad.
—Es un macho. Y, como te he dicho, hay ciertas circunstancias inusuales.
—¿En qué sentido?
—Será difícil llegar hasta él. Su guardia privada es bastante feroz. —El rey flotó hasta una ventana y miró hacia fuera. Después de un momento, volvió la cabeza como si fuera un búho, girando el cráneo hasta que quedó casi mirando hacia atrás, y luego sus ojos blancos resplandecieron por un momento con una luz roja.
—¿Crees que puedes manejar una operación así?
—¿Eres homosexual? —preguntó Lash abruptamente.
El rey se rió.
—¿Te refieres a si prefiero tener amantes de mi mismo sexo?
—Sí.
—¿Acaso eso te haría sentir incómodo?
—No. —Sí, porque eso quería decir que él se sentía excitado por un tipo al que le gustaban los machos.
—No sabes mentir muy bien —murmuró el rey—. Pero eso llegará con los años.
A la mierda.
—Y yo no creo que seas tan poderoso como crees que eres.
Cuando la especulación sexual se desvaneció, Lash se dio cuenta de que había tocado una fibra sensible.
—Ten cuidado con las aguas del enfrentamiento…
—Ahórrame los aforismos y las sentencias, Alteza. Si tuvieras un buen par de cojones debajo de esa túnica, te desharías tú mismo de ese tipo.
Una expresión de serenidad volvió a cubrir la cara del rey, como si Lash acabara de probar su inferioridad con ese estallido.
—Sin embargo, voy a pedirle a alguien que se encargue del asunto por mí. Eso es mucho más sofisticado, aunque no espero que lo entiendas.
Lash se desmaterializó y tomó forma justo frente al tipo; entonces, cerró las palmas de sus manos sobre esa garganta diminuta y, de un solo empujón, arrojó al rey contra la pared.
Sus ojos se encontraron, y mientras Lash sentía que penetraban en su mente, instintivamente cerró la entrada a su lóbulo frontal.
—No vas a revolverme la cabeza, imbécil. Lo siento.
La mirada del rey se volvió tan roja como la sangre.
—No.
—No, ¿qué?
—No prefiero tener amantes de mi mismo sexo.
Fue una salida perfecta, claro, pues implicaba que Lash quería acercarse porque era él al que le gustaban los machos. Así que lo soltó y se alejó.
La voz del rey resonó entonces menos sinuosa y más pragmática.
—Tú y yo hacemos una buena pareja. Creo que los dos obtendremos lo que buscamos de esta alianza.
Lash dio media vuelta y se enfrentó al tipo.
—Ese sujeto al que quieres ver muerto, ¿dónde puedo encontrarlo?
—Te lo diré en el momento oportuno. Hay que elegir el momento oportuno…
‡ ‡ ‡
Rehvenge observó a Ehlena mientras se vestía y aunque verla ponerse otra vez ese uniforme no era exactamente lo que deseaba, el espectáculo de ella inclinada hacia delante, subiéndose lentamente las medias de seda no estaba tan mal.
En absoluto.
Ella se rió cuando recogió el sujetador y lo hizo girar alrededor de su dedo.
—¿Ya me puedo poner esto?
—Por supuesto.
—¿Y también me lo tengo que poner despacio?
—Sólo pensé que sería mejor no apresurarse con las medias. —Rehv sonrió como un lobo, porque así era como se sentía—. Me refiero a que esas cosas se rompen, ¿no? Ay, joder…
Ehlena no esperó a que él terminara de hablar, sino que arqueó la espalda y se puso el sujetador. El pequeño baile que realizó mientras se lo volvía a abrochar dejó a Rehv jadeando… y eso fue antes de que ella se subiera los tirantes por los hombros, dejando las copas encajadas debajo de los senos.
Luego se le acercó.
—No recuerdo cómo funciona. ¿Puedes ayudarme?
Rehv gruñó y la acercó, mientras le chupaba un pezón y le acariciaba el otro con el pulgar. Cuando ella gimió, él puso las copas en su sitio.
—Me alegra ser tu ayudante de ropa íntima, pero ¿sabes? Me gustaba más cuando no lo tenías puesto. —Rehv levantó las cejas y ella se rió con tanta libertad y facilidad que Rehv sintió que el corazón se le paralizaba—. Me gusta ese sonido.
—Y a mí me gusta hacerlo.
Ehlena dio un paso hacia el lugar donde había quedado su uniforme, se lo puso y abrochó los botones.
—Qué lástima —dijo él.
—¿Quieres oír algo muy tonto? Me puse el uniforme aunque no tengo que ir a trabajar esta noche.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Quería mantener las cosas a un nivel profesional y, mírame ahora, feliz de que no haya funcionado de esa manera.
Rehv se levantó y la envolvió entre sus brazos, sin preocuparse ya por el hecho de estar totalmente desnudo.
—Yo también estoy feliz.
La besó con suavidad y, cuando se separaron, ella dijo:
—Gracias por una velada maravillosa.
Rehv le colocó el pelo detrás de las orejas.
—¿Qué vas a hacer mañana?
—Trabajar.
—¿A qué hora sales?
—A las cuatro.
—¿Vas a venir?
Ella no esperó para contestar.
—Sí.
Mientras salían de la habitación y atravesaban la biblioteca, él dijo:
—Ahora voy a ver a mi madre.
—¿De veras?
—Sí, me llamó y me pidió que fuera a verla. Nunca lo hace. —Era maravilloso estar compartiendo detalles de su vida con ella. Bueno, al menos algunos—. Ha estado tratando de volverme más espiritual y espero que esto no sea para convencerme de que haga algún tipo de retiro.
—A propósito, ¿a qué te dedicas tú? ¿En qué trabajas? —Ehlena se rió—. No sé casi nada sobre ti.
Rehv clavó la mirada en la vista de la ciudad.
—Ah, hago muchas cosas distintas. En su mayoría en el mundo humano. Sólo tengo que cuidar a mi madre, ahora que mi hermana está emparejada.
—¿Dónde está tu padre?
En la tumba helada, donde pertenece ese desgraciado.
—Murió.
—Lo siento.
La mirada cálida de la chica hizo que Rehv sintiera una punzada de culpa en el pecho. No se arrepentía de haber matado a su padre; sólo le apenaba tener que ocultarle a Ehlena tantas cosas.
—Gracias —dijo Rehv.
—No quisiera entrometerme. En tu vida ni en tu familia. Sólo tengo curiosidad, pero si prefieres…
—No, es sólo que… no estoy acostumbrado a hablar mucho sobre mí. —¿No era ésa la verdad?—. ¿No… no está sonando un móvil?
Ehlena frunció el ceño y se alejó.
—El mío. Lo tengo en el abrigo.
Ehlena corrió hasta el comedor y fue evidente la tensión de su voz cuando contestó.
—¿Sí? Ah, hola. Sí, no, Yo… ¿Ahora? Claro. Y lo gracioso es que no voy a tener que cambiarme porque… Ah. Sí. Ajá, ajá. Está bien.
Cuando llegó al arco que comunicaba con el comedor, Rehv oyó que Ehlena cerraba el teléfono.
—¿Todo bien?
—Ah, sí. Sólo cosas de trabajo. —Ehlena se acercó mientras se ponía el abrigo—. No es nada. Probablemente algún asunto sobre los turnos.
—¿No quieres que te lleve hasta allí? —Dios, le encantaría llevarla al trabajo y no sólo porque eso les daría la oportunidad de estar juntos un rato más. Un macho quería hacer cosas por su hembra. Protegerla. Cuidarla…
Bueno, bueno, ¿qué mierda estaba pasando? No es que no le gustaran las ideas que se le ocurrían acerca de ella, pero era como si alguien le hubiese cambiado el CD. Y, no, no era un disco de Barry Manilow.
Aunque definitivamente se trataba de algo romántico.
—No es necesario, pero gracias. —Ehlena se detuvo frente a una de las puertas correderas—. Esta noche ha sido toda una… revelación.
Rehv fue hasta donde estaba ella, le agarró la cara con las manos y la besó con decisión. Cuando retrocedió, dijo con tono sombrío:
—Sólo gracias a ti.
Ehlena pareció resplandecer, con una luz que venía de dentro, y de repente Rehv quiso tenerla desnuda otra vez para poder entrar dentro de ella: el instinto de marcar su territorio se sacudía en su interior, y la única manera de apaciguarlo era diciéndose que había dejado una buena dosis de su olor en la piel de ella.
—Mándame un mensaje cuando llegues a la clínica, para saber que estás a salvo —dijo él.
—Lo haré.
Un último beso y ella atravesó la puerta y se perdió en la noche.
‡ ‡ ‡
Al despedirse de Rehvenge, Ehlena se sintió volar y no sólo porque se hubiese desmaterializado y sus moléculas estuviesen viajando por encima del río hacia la clínica. En su opinión, la noche no estaba fría; estaba fresca. No tenía el uniforme todo arrugado por haber estado tirado en la cama; sólo tenía un toque de modernidad. No tenía el pelo todo revuelto; era un peinado informal.
La llamada para que fuera a la clínica no había sido una intrusión; era una oportunidad.
Nada podía bajarla de ese estado de incandescente elevación. Se sentía como una estrella en medio del cielo de terciopelo, inalcanzable, intocable, por encima de los conflictos terrenales.
Sin embargo, después de tomar forma frente a los garajes de la clínica, perdió algo de su brillo. Le pareció injusto sentirse así después de lo que había sucedido allí la noche anterior. Estaba segura de que la familia de Stephan no concebía ahora ninguna posibilidad de dicha. Debían acabar de terminar el ritual mortuorio, por Dios santo… Pasarían años antes de que pudieran sentir algo remotamente parecido a lo que ella sentía en el pecho cuando pensaba en Rehv.
Si es que algún día podían volver a sentir algo así. Ehlena tenía la sensación de que los padres de Stephan nunca podrían volver a ser como antes.
Soltó una maldición y atravesó rápidamente el estacionamiento, mientras sus zapatos dejaban pequeñas huellas negras sobre la nieve. Como miembro del personal, pasó sin problema los controles hasta la sala de espera y enseguida llegó a la recepción. Una vez allí, se quitó el abrigo y se dirigió al mostrador.
El enfermero que estaba detrás del ordenador levantó la mirada y sonrió. Rhodes era uno de los pocos machos del personal y decididamente uno de los empleados más queridos de la clínica, el tipo de persona que se llevaba bien con todo el mundo y era de sonrisa fácil y dado a los abrazos.
—Hola, chica, ¿cómo…? —Rhodes frunció el ceño cuando ella se acercó y luego empujó la silla hacia atrás, para poner un poco de espacio entre los dos—. Eh… hola.
Ehlena frunció el ceño y miró hacia atrás, esperando ver un monstruo, a juzgar por la manera en que él se había alejado.
—¿Estás bien?
—Ah, sí. Absolutamente. —La miró con ojos inquisitivos—. ¿Y tú?
—Bien. Contenta de venir a ayudar. ¿Dónde está Catya?
—Me parece que dijo que te esperaría en la oficina de Havers.
—Entonces voy para allá.
—Sí, claro.
Ehlena notó que la taza de Rhodes estaba vacía.
—¿Quieres que te traiga un café cuando vuelva?
—No, no —dijo rápidamente y levantó las dos manos—. Estoy bien. De verdad. Gracias.
—¿Estás seguro de que estás bien?
—Sí. Absolutamente. Gracias.
Ehlena se alejó, sintiéndose como una leprosa. Por lo general, Rhodes y ella se llevaban muy bien, pero esa noche le pasaba algo…
Ay, por Dios, pensó Ehlena. Rehvenge debía de haber dejado su olor en ella. Tenía que ser eso.
Dio media vuelta… Pero ¿qué podía decir?
Con la esperanza de que Rhodes fuera el único que lo sintiera, se dirigió a su taquilla, colgó el abrigo y se encaminó a la oficina de Havers, saludando a todos los pacientes y compañeros que se encontró en el camino. Cuando llegó a la oficina, la puerta estaba abierta, el doctor estaba sentado detrás de su escritorio y Catya estaba en el asiento de enfrente, con la espalda hacia la puerta.
Ehlena dio un golpecito en la puerta.
—Hola.
Havers levantó la mirada y Catya miró por encima del hombro. Los dos parecían agobiados.
—Pase —dijo el doctor con tono brusco—. Y cierre la puerta.
Ehlena sintió que el corazón comenzaba a palpitarle mientras obedecía. Había una silla vacía al lado de Catya y se sentó porque de repente comenzaron a temblarle las piernas.
Había estado en esa oficina muchas veces, por lo general con el propósito de recordarle al médico que comiera, porque, cuando comenzaba a revisar historias clínicas, perdía la noción del tiempo. Pero esto no tenía nada que ver con el doctor Havers.
Hubo un largo silencio, durante el cual los ojos pálidos del doctor se negaron a posarse en los de ella, mientras jugueteaba con las patillas de sus lentes de carey.
Catya fue la que habló; se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo.
—Anoche, antes de marcharme, uno de los guardias de seguridad que había estado monitoreando las cintas de las cámaras me mencionó que tú estabas en la farmacia. Sola. Dijo que te vio tomar unas pastillas y salir con ellas. Vi la grabación y revisé las estanterías y se trataba de antibióticos.
—¿Por qué no le pidió que viniera? —dijo Havers—. Habría examinado a Rehvenge si hubiera venido a verme.
El momento que siguió parecía sacado de una serie de televisión, cuando hay un primer plano del rostro del personaje: Ehlena se sintió como si todo comenzara a alejarse de ella, la oficina parecía retirarse hacia el fondo, mientras ella quedaba bajo el escrutinio microscópico de las luces.
Una serie de preguntas comenzaron a dar vueltas en su cabeza. ¿Realmente había pensado que podría salirse con la suya? Ella sabía que había cámaras de seguridad… y sin embargo no había pensado en eso cuando decidió irrumpir en la farmacia la noche anterior.
Todo iba a cambiar como resultado de eso. Su vida, que siempre había sido una lucha, se iba a volver insoportable.
¿El destino? No… La estupidez.
¿Cómo diablos había podido hacer eso?
—Presentaré mi renuncia —dijo ella con tono brusco—. A partir de esta noche. Nunca debí hacerlo… Estaba preocupada por él y, como estaba muy impresionada por lo de Stephan, cometí un terrible error. Lo lamento mucho.
Ni Havers ni Catya dijeron nada, pero tampoco tenían que hacerlo. Era un asunto de confianza y Ehlena había traicionado la confianza que habían depositado en ella. Al igual que una cantidad de reglas acerca de la seguridad de los pacientes.
—Vaciaré mi taquilla y me iré inmediatamente.