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—¿Te llevo el zumo, padre?

Al ver que no había respuesta, Ehlena, hija de sangre de Alyne, dejó de abotonarse el uniforme.

—¿Padre?

Desde el otro extremo del corredor escuchó por encima de las dulces notas de Chopin, un par de pantuflas que se arrastraban sobre las tablas de madera del suelo y una suave cascada de palabras, que caían como una baraja de cartas.

Eso era una buena señal. Se había levantado por su cuenta.

Ehlena se agarró el pelo, lo enroscó y se puso una banda blanca para mantener el moño en su sitio. Sin embargo, seguramente después de unas cuantas horas de estar de turno, tendría que rehacerse el moño. Havers, el médico de la raza, exigía que sus enfermeras siempre estuvieran tan impecables y bien presentadas como todas las cosas de la clínica.

Siempre decía que era fundamental mantener el orden y la disciplina.

Al salir de su habitación, Ehlena agarró un bolso negro que había comprado en Target. Le había costado diecinueve dólares. Una estafa. En él llevaba la minifalda y el jersey imitación Polo que se iba a poner cerca de dos horas antes de que amaneciera.

Una cita. La verdad era que tenía una cita.

El viaje hasta la cocina implicaba subir sólo un piso y lo primero que hizo al subir del sótano fue dirigirse al anticuado refrigerador. Dentro había dieciocho botellas pequeñas de zumo de frutos rojos Ocean Spray, en tres paquetes de a seis. Sacó una de las de delante y luego movió cuidadosamente las otras hacia el frente para que todas quedaran alineadas.

Las píldoras estaban detrás del montón de libros de cocina cubiertos de polvo. Sacó una pastilla de trifluoperazina y dos de loxapina y las puso en una taza blanca. La cuchara de acero inoxidable que utilizó para macerarlas estaba ligeramente torcida, al igual que todas las demás.

Ya llevaba casi dos años macerando píldoras de esa manera.

Cuando el zumo cayó sobre el fino polvo blanco, lo disolvió enseguida, pero para asegurarse de que no se notara el sabor, Ehlena agregó dos cubitos de hielo. Cuanto más frío, mejor.

—Padre, tu zumo está listo. —Ehlena puso la taza sobre la mesita, justo sobre un círculo marcado con cinta que limitaba el lugar donde había que ponerlo.

Los seis armaritos que había al otro lado estaban tan ordenados y relativamente vacíos como el refrigerador; Ehlena sacó una caja de cereales de uno de ellos, al tiempo que de otro sacaba una taza. Después de servirse cereales en la taza, sacó un cartón de leche de la nevera para añadirla a los cereales. Cuando terminó, volvió a ponerlo en su sitio: al lado de otras dos cajas iguales, con la etiqueta bien visible.

Miró su reloj de reojo y comenzó a hablar en Lengua Antigua:

—¿Padre? Debo marcharme ya.

El sol ya se había puesto, y eso significaba que su turno, que empezaba quince minutos después del anochecer, estaba a punto de empezar.

Ehlena miró hacia la ventana que había sobre el lavaplatos de la cocina, aunque la verdad es que eso no la ayudaría a saber si ya había anochecido completamente porque los cristales estaban tapados con láminas de papel de aluminio pegadas al marco con cinta americana.

Aunque su padre y ella no fueran vampiros y pudieran tolerar la luz del sol, todas las ventanas de la casa habrían tenido que estar cubiertas con papel de aluminio de todas maneras, pues ésas eran las persianas con las que se protegían del resto del mundo, aislándose de manera que esa desvencijada casa de alquiler estuviera protegida… de las amenazas que sólo su padre podía percibir.

Cuando terminó con el Desayuno de los Campeones, Ehlena lavó y secó su taza con toallitas de papel, porque las bayetas y los paños de cocina estaban prohibidos en la casa, y puso la cuchara que había usado en su sitio.

—¿Padre mío?

Ehlena apoyó la cadera contra la encimera y esperó, tratando de no mirar con mucha atención las grietas del papel de la pared y el destrozado suelo de linóleo.

La casa era apenas un poco más que una covacha, pero era lo único que ella podía pagar. Entre las consultas médicas de su padre, las medicinas y la enfermera que iba a cuidarlo, apenas quedaba algo de su salario, y hacía mucho tiempo que había gastado lo que quedaba del dinero, la plata, las antigüedades y las joyas de la familia.

Apenas se mantenían a flote.

Y sin embargo, cuando su padre apareció en la puerta del sótano, ella tuvo que sonreír. El fino cabello gris que se proyectaba de su cabeza formaba una especie de halo que hacía que se pareciera a Beethoven, y sus ojos penetrantes y ligeramente bizcos también le daban el aire de un genio loco. No obstante, parecía estar mejor de lo que había estado en mucho tiempo. Para empezar, tenía bien puestos la bata de satén y el pijama de seda, todo limpio, bien combinado y con el cinturón a juego. También él estaba muy limpio, recién bañado, y olía a loción para después del afeitado.

Era una contradicción tan grande: necesitaba que todo a su alrededor estuviera impecable y cuidadosamente ordenado, pero su higiene personal y lo que se ponía no le importaban en absoluto. Aunque tal vez todo eso tenía sentido. Atrapado en sus pensamientos, estaba demasiado distraído con sus alucinaciones para ser consciente de sí mismo.

Las medicinas estaban cumpliendo su cometido, claro, y eso se notaba en que cuando la miraba a los ojos, realmente la estaba viendo.

—Hija mía —dijo el padre en Lengua Antigua—, ¿cómo te encuentras esta noche?

Ella respondió tal como a él le gustaba, en su lengua materna.

—Bien, padre mío. ¿Y tú?

El padre hizo una venia con la gracia del aristócrata que era por su linaje y por la posición que había llegado a tener.

—Como siempre, encantado de saludarte. Ah, sí, la doggen me ha servido el zumo. Qué amabilidad.

Su padre se sentó en medio de un ruido de ropas y luego agarró la taza de cerámica como si fuera la porcelana más fina.

—¿Adónde te diriges?

—A trabajar. Voy a trabajar.

Su padre frunció el ceño mientras le daba sorbos al zumo.

—Sabes muy bien que no apruebo que trabajes fuera de casa. Una dama de tu alcurnia no debería malgastar su tiempo de esa manera. No es correcto, con tu posición…

—Lo sé, padre mío. Pero es lo que me hace feliz.

La cara del padre se suavizó.

—Bueno, eso es distinto. Caramba, no entiendo a las nuevas generaciones. Tu madre dirigía a los criados, llevaba la casa y cuidaba de los jardines, y con eso le bastaba; nunca la vi ociosa, siempre tenía cosas que hacer.

Ehlena bajó la vista, al pensar que su madre se pondría a llorar si viera adónde habían ido a parar.

—Lo sé.

—Harás lo que desees, en todo caso, y yo te amaré aún más.

Ella sonrió al oír esas palabras que había oído toda su vida. Y a propósito…

—¿Padre?

Él bajó la taza.

—¿Sí?

—Es posible que esta noche regrese un poco tarde.

—¿De verdad? ¿Por qué razón?

—Voy a tomarme un café con un macho…

—¿Qué es eso?

El cambio en el tono de voz de su padre hizo que Ehlena levantara la cabeza y mirara a su alrededor para ver qué…

—Ay, no…

—Nada, Padre, de verdad, no es nada. —Ehlena se acercó rápidamente para recoger la cuchara que había usado para machacar las pastillas, la tomó y corrió con ella al lavaplatos como si acabara de quemarse y necesitara echarse agua fría.

La voz de su padre tembló.

—¿Qué… qué estaba haciendo eso ahí? Yo…

Ehlena secó rápidamente la cuchara y la deslizó dentro del cajón.

—¿Ves? Ya no hay nada. ¿Ves? —dijo y señaló hacia el lugar donde estaba—. La encimera está limpia. No hay nada ahí.

—Pero estaba ahí… Yo la vi. Los objetos metálicos no se deben dejar… No es seguro… ¿Quién la dejó… ¿Quién la dejó ahí? ¿Quién dejó la cuchara…?

—La criada.

—¡La criada! ¡Otra vez! Hay que despedirla. Le he dicho… que no se debe dejar nada metálico, no se debe dejar nada metálico, no se debe dejar nada metálico, ellos-están-observando-yvanacastigaralosquedesobedezcanestánmáscercadeloquesabemosy…

Al principio, cuando comenzaron los ataques de su padre, Ehlena solía tocarlo cuando se agitaba, pensando que una palmadita en el hombro o un abrazo podían ayudarle. Pero ahora sabía que eso no se debía hacer. Cuantos menos impulsos sensoriales recibiera su cerebro, más pronto se calmaría el ataque de histeria; siguiendo el consejo de la enfermera que lo cuidaba, Ehlena sólo le señalaba la realidad una vez y luego se quedaba quieta, sin moverse ni hablar.

Era difícil, claro, verlo sufrir sin poder hacer nada para ayudarlo. En especial cuando había sido culpa de ella.

Su padre comenzó a mover la cabeza hacia un lado y hacia el otro y la agitación le alborotó el pelo hasta convertirlo en una peluca erizada, mientras la mano le temblaba tanto que el zumo salió volando de la taza y se regó sobre la mano llena de venas, la manga de la bata y la descascarillada encimera. De sus labios temblorosos, brotaba una retahíla incomprensible y cada vez más rápida, como si alguien hubiese puesto su disco interno a más revoluciones, al tiempo que el arrebato de la locura subía por su columna hasta la garganta y le encendía las mejillas.

Ehlena rogó que no se tratara de un ataque grave. Cuando se producían, los ataques variaban en intensidad y duración y las drogas ayudaban a controlar el nivel de las dos cosas. Pero a veces la enfermedad era más fuerte que la química y las medicinas no servían.

Cuando las palabras de su padre se volvieron totalmente incomprensibles y dejó caer la taza al suelo, lo único que Ehlena pudo hacer fue esperar y pedirle a la Virgen Escribana que el ataque pasara pronto. Mientras se obligaba a mantener los pies pegados al suelo desgastado, cerró los ojos y se abrazó con fuerza.

Si sólo se hubiese acordado de poner la cuchara en su sitio. Si sólo…

Cuando sintió que la silla en la que estaba sentado su padre se corría hacia atrás y se estrellaba contra el suelo, supo que iba a llegar tarde al trabajo. Otra vez.

‡ ‡ ‡

En realidad los humanos eran como ganado, pensó Xhex, mientras miraba desde arriba las cabezas y los hombros de todas las personas que se agolpaban en el bar público de ZeroSum.

Era como si un granjero acabara de echar un saco de avena en el comedero y todas las vacas estuvieran luchando por meter el hocico.

Aunque las características bovinas del Homo sapiens no eran en realidad una mala cosa. Desde el punto de vista de la seguridad, la mentalidad de manada era más fácil de manejar y, en cierto sentido, uno se podía alimentar de los humanos así como se alimentaba de las vacas: esa agitación alrededor de las botellas no era más que una purga de billeteras, y el flujo sólo circulaba en un sentido: hacia las arcas del club.

Las ventas de licor eran buenas. Pero las drogas y el sexo dejaban un margen de ganancia aún más alto.

Xhex se paseó lentamente por el borde exterior de la barra, extinguiendo las ardientes especulaciones de los hombres heterosexuales y las mujeres homosexuales con su fría mirada. Joder, la verdad era que no lo entendía. Nunca lo había entendido. Para ser una hembra que no usaba más que camisetas sin mangas y pantalones de cuero y que llevaba el pelo cortado al rape, como el de un soldado, atraía tanta atención como la que atraían las prostitutas a medio vestir que se mantenían en la sección VIP.

Pero, claro, por esos días estaba de moda el sexo duro y la gente que quería prestarse a prácticas como la autoasfixia erótica, los latigazos y las orgías con esposas abundaba tanto como las ratas del alcantarillado de Caldwell. Y todos salían de noche. Lo cual producía más de la tercera parte de las ganancias mensuales del club.

Muchas gracias.

Sin embargo, a diferencia de las chicas del club, Xhex nunca aceptaba dinero a cambio de sexo. En realidad nunca practicaba el sexo. Excepto aquella vez con Butch O’Neal, ese policía. Bueno, ese policía y…

Xhex llegó hasta la cuerda de terciopelo que separaba la sección VIP y le echó un vistazo a la parte exclusiva del club.

Mierda. Él estaba ahí.

Justo lo que necesitaba esa noche.

El dulce favorito de su libido estaba sentado en la mesa de la Hermandad, al fondo, flanqueado por sus dos amigos, que lo estaban protegiendo de las tres chicas que también se apretujaban contra la mesa. Maldición, era inmenso, vestido con una camiseta de Affliction y una chaqueta de cuero negra, medio de motorista.

Se veía que llevaba armas debajo de la chaqueta. Pistolas. Cuchillos.

Cómo habían cambiado las cosas. La primera vez que había aparecido por allí tenía la estatura de una butaca de la barra y apenas suficientes músculos para partir un palillo. Pero ya no era así.

Al tiempo que ella le hacía una señal al gorila que vigilaba la entrada y subía los tres escalones, John Matthew levantó la mirada de su cerveza. A pesar de la penumbra, sus ojos azul profundo brillaron cuando la vio, destellando como un par de zafiros.

Joder, le daban ganas de arrancárselos. El hijo de puta acababa de pasar por la transición. El rey era su whard. Vivía con la Hermandad. Y era un maldito mudo.

Por Dios. ¿Y realmente creía que lo que sucedió con Murhder había sido malo? Creía que había aprendido la lección hacía dos décadas… Pero noooooo…

La cosa era que, mientras miraba al chico, lo único en lo que podía pensar era en la imagen de él acostado desnudo en una cama, con la polla dura y gruesa en la mano y la palma subiendo y bajando… hasta que él pronunciaba su nombre en un gruñido sordo y eyaculaba sobre sus perfectos abdominales.

Lo trágico era que eso que ella veía no era una fantasía. Toda esa gimnasia realmente había ocurrido. De hecho, ocurría con frecuencia. Y ¿cómo lo sabía? Porque, como una imbécil, le había leído la mente y había visto las imágenes que tenía guardadas en la memoria, con la nitidez de una representación en directo.

Harta de su idiotez, Xhex se adentró en la sección VIP y se mantuvo lejos de él, mientras hablaba con la supervisora de las chicas del piso. Marie-Terese era una morena de piernas largas y pinta de ser muy cara. Al ser una de las que más ganaba, era toda una profesional y, por eso, era exactamente el tipo de puta que querías tener a cargo: nunca se dejaba enredar en majaderías, siempre se presentaba a trabajar a tiempo y nunca traía al trabajo sus problemas personales. Era una buena mujer haciendo un trabajo horrible y haciendo dinero a manos llenas por una buena razón.

—¿Cómo vamos? —preguntó Xhex—. ¿Necesitas algo de mí o de mis chicos?

Marie-Terese echó un vistazo a su alrededor para mirar a las otras chicas, y sus pómulos salientes atraparon la luz haciendo que pareciera no sólo sexualmente atractiva sino realmente hermosa.

—Por ahora estamos bien. De momento hay dos en el fondo. El negocio progresa normalmente, excepto por el hecho de que nuestra amiga no está.

Xhex frunció el ceño.

—¿Otra vez Chrissy?

Marie-Terese inclinó la cabeza y agitó ese pelo largo, negro y adorable.

—Vamos a tener que hacer algo con ese caballero que la ronda.

—Ya se hizo algo, pero por lo visto no fue suficiente. Y si ése es un caballero, yo soy Estée Lauder. —Xhex cerró los puños—. Ese hijo de puta…

—¿Jefa?

Xhex miró por encima del hombro. Por detrás del gorila inmenso que estaba tratando de decirle algo, alcanzó a ver a John Matthew, que seguía observándola.

—¿Jefa?

Xhex se concentró.

—¿Sí?

—Hay un policía que quiere hablar con usted.

Xhex no quitó los ojos del gorila.

—Marie-Terese, diles a las chicas que se tomen un descanso.

—Entendido.

La puta a cargo se movió con premura, a pesar de que sólo parecía estar paseándose sobre sus tacones. Se acercó, una a una, a todas las chicas y les dio un golpecito en el hombro izquierdo y luego golpeó una vez en cada uno de los baños privados que había en el corredor de la derecha.

Cuando no quedó ninguna prostituta en el lugar, Xhex dijo:

—¿Quién es y por qué quiere verme?

—Es detective de homicidios. —El gorila le entregó una tarjeta—. Dice que se llamaba José de la Cruz.

Xhex tomó la tarjeta y enseguida supo la razón por la que ese policía se encontraba allí. Mientras que Chrissy no estaba.

—Hazlo pasar a mi oficina. Estaré allí en dos minutos.

—Entendido.

Xhex se llevó el reloj de pulsera a los labios.

—¿Trez?, ¿iAm? Tenemos un incendio en casa. Decidles a los corredores de apuestas que se tomen un descanso y a Rally que detenga las ruletas.

Cuando recibió confirmación a través del audífono que llevaba en la oreja, volvió a revisar que todas las chicas se hubiesen marchado; luego se dirigió a la parte abierta del club.

Mientras salía de la sección VIP, pudo sentir la mirada de John Matthew sobre ella y trató de no pensar en lo que había hecho hacía dos días al llegar a casa de madrugada… y en lo que probablemente volvería a hacer al final de esa noche, cuando estuviera a solas.

Maldito John Matthew. Desde que había irrumpido en su mente y había visto lo que él había estado haciendo cada vez que pensaba en ella… ella había comenzado a hacer lo mismo.

Maldito. John Matthew.

Como si ella necesitara esa mierda.

Ahora, mientras atravesaba la manada humana, avanzaba con paso feroz, sin preocuparse de no dar codazos a los que estaban bailando. En realidad casi albergaba la esperanza de que alguno se quejara, para poder darle una patada en el culo.

La oficina de Xhex estaba ubicada al fondo, lo más lejos posible del lugar donde estaban las chicas que ofrecían sexo y del lugar donde se producían las discusiones, a veces violentas, y se hacían los negocios, en el espacio privado de Rehvenge. Como jefe de seguridad, ella era la interlocutora directa de la policía y no había razón para que los polis se acercaran a la acción más de lo necesario.

La posibilidad de borrar los recuerdos de la memoria humana era una herramienta útil, pero tenía sus complicaciones.

La puerta estaba abierta y ella pudo evaluar al detective desde atrás. No era demasiado alto, pero tenía un cuerpo musculoso que a Xhex le pareció aceptable. Llevaba una chaqueta deportiva de Men’s Wearhouse y zapatos Florsheim. El reloj que se asomaba debajo del puño de la camisa era Seiko.

Cuando se dio la vuelta para mirarla, sus ojos oscuros parecían los de todo un Sherlock. Es posible que no fuera un detective muy famoso, pero no era ningún tonto.

—Detective —dijo Xhex, al tiempo que cerraba la puerta y pasaba junto a él para sentarse detrás del escritorio.

La oficina no tenía nada. Ni cuadros. Ni plantas. Ni siquiera un teléfono o un ordenador. Los documentos que estaban guardados en los tres archivadores cerrados y a prueba de balas pertenecían sólo a la parte legítima del negocio y la papelera era una trituradora de papel.

Lo cual significaba que el detective De la Cruz no había podido averiguar nada en los ciento veinte segundos que había pasado solo en la oficina.

De la Cruz sacó su insignia y la mostró.

—Estoy aquí por una de sus empleadas.

Xhex hizo el gesto de inclinarse y mirar la placa, pero no necesitaba ver la identificación. Su lado symphath ya le había dicho todo lo que necesitaba saber: las emociones del detective eran la mezcla correcta de sospecha, preocupación, decisión y molestia. Era un hombre que tomaba en serio su trabajo y estaba allí por un asunto profesional.

—¿Qué empleada? —preguntó Xhex.

—Chrissy Andrews.

Xhex se recostó en la silla.

—¿Cuándo la mataron?

—¿Cómo sabe que está muerta?

—No juegue conmigo, detective. ¿Por qué otra razón estaría preguntando por ella alguien de Homicidios?

—Lo siento, esto no es un interrogatorio. —El policía se volvió a guardar la placa en el bolsillo del pecho y se sentó en la silla de respaldo de madera que había frente a ella—. El inquilino que vive debajo de su apartamento se despertó al ver una mancha de sangre en el techo y llamó a la policía. Ninguno de los habitantes del edificio dice conocer a la señorita Andrews y no parece tener ningún pariente que podamos localizar. Mientras revisábamos el apartamento, sin embargo, encontramos recibos de impuestos que registraban este club como su sitio de trabajo. La conclusión es que necesitamos a alguien que identifique el cuerpo y…

Xhex se puso de pie, mientras que la expresión «hijo de puta» le retumbaba en la cabeza.

—Yo lo haré. Permítame organizar a mi gente para poder irme.

De la Cruz parpadeó, como si le sorprendiera la rapidez con que ella había reaccionado.

—Usted… Eh, ¿quiere que la lleve a la morgue?

—¿Del St. Francis?

—Sí.

—Conozco el camino. Lo veré allí dentro de veinte minutos.

De la Cruz se puso de pie lentamente, con los ojos fijos en la cara de Xhex, como si estuviera buscando señales de nerviosismo.

—Supongo que tenemos una cita.

—No se preocupe, detective. No me voy a desmayar al ver un cadáver.

El hombre la miró de arriba abajo.

—¿Sabe? La verdad es que por alguna razón eso no me preocupa.