27

Cuando la Hermandad se reunió en su estudio, Wrath mantuvo vigilado a John desde su puesto privilegiado, detrás del delicado escritorio. Al otro lado del salón, el chico parecía destrozado. Estaba pálido e inmóvil, y no había participado para nada en la discusión. Sin embargo, lo peor era el olor que despedían sus emociones: no había ninguna emoción. Ni el olor picante de la rabia. Ni el olor ácido y ahumado de la tristeza. Ni siquiera el olor a limón del miedo.

Nada. De pie, en medio de los hermanos y sus dos mejores amigos, estaba aislado por su insensibilidad y su ensimismamiento… Estaba con ellos, pero en realidad no.

Y eso no era bueno.

El dolor de cabeza, que parecía tan pegado a su cráneo como los ojos, las orejas y la boca, asaltó de nuevo a Wrath en las sienes y se recostó en su silla con la esperanza de que estirarse un poco pudiera ayudarlo a controlar la tensión.

Pero no hubo suerte.

Tal vez una amputación cerebral funcionara. Dios sabía que la doctora Jane era buena con el bisturí.

Sentado en la horrorosa silla verde, Rhage se estaba comiendo un caramelo, lo cual ayudaba a romper uno de los incómodos silencios que habían caracterizado la reunión.

—Tohr no puede haber ido lejos —murmuró Hollywood—. No tiene suficientes fuerzas.

—He preguntado por aquí —dijo Phury por el teléfono desde el Otro Lado—. Y no está con las Elegidas.

—¿Y si vamos a dar una vuelta por su antigua casa? —sugirió Butch.

Wrath negó con la cabeza.

—No creo que haya podido ir allí. Hay demasiados recuerdos.

Mierda, ni siquiera la mención de esa casa, en la que John había vivido, había logrado producir una reacción en el muchacho. Pero al menos ya estaba oscuro, así que podían salir a buscarlo.

—Voy a quedarme aquí para ver si regresa —dijo Wrath, al tiempo que las puertas dobles se abrían y V entraba al estudio—. Quiero que vosotros vayáis a buscarlo por la ciudad, pero antes de que os marchéis, oigamos qué noticias nos cuenta nuestra presentadora particular. —Le hizo un gesto con la cabeza a Vishous—. ¿Katie?

La mirada de V fue la versión ocular de un corte de manga, pero después de eso procedió a decir:

—Anoche, en los registros de la policía, un detective de homicidios denunció el hallazgo de un cadáver en la dirección de la cual salieron esas cajas de armas. Un humano. Repartidor de pizzas. Una sola herida de cuchillo en el pecho. Sin duda el pobre desgraciado debió de haber visto algo que no debía ver. Acabo de terminar de revisar clandestinamente los detalles del caso y, mira lo que he encontrado: una nota sobre una mancha negra y grasienta en la pared al lado de la puerta. —Hubo un murmullo de comentarios, muchos de los cuales incluían obscenidades—. Sí, bueno, ésta es la parte interesante. La policía ha averiguado que los vecinos vieron un Mercedes en el estacionamiento, cerca de dos horas antes de que el gerente de Domino’s llamara a denunciar la desaparición de su empleado, que no había regresado a trabajar después de hacer una entrega justamente en esa dirección. Y uno de los vecinos vio a un hombre rubio, naturalmente, que se subía al coche con otro de pelo oscuro. Dijo que era raro ver ese tipo de coches tan elegantes en ese barrio.

—¿Un Mercedes? —dijo Phury desde el otro lado de la línea.

Después de acabar con otro caramelo entre sus fauces, Rhage arrojó un palito blanco a la papelera.

—Sí, ¿desde cuándo la Sociedad Restrictiva invierte tanto dinero en sus coches?

—Exacto —dijo V—. No tiene sentido. Pero esto es lo grave. Los testigos también dijeron haber visto la noche anterior un Escalade negro de aspecto sospechoso… y a un hombre vestido de negro que estaba sacando… Ah, sí, ¿cómo era? Cajas, sí, cuatro malditas cajas de esos apartamentos.

Cuando su compañero de casa miró intencionalmente a Butch, el policía negó con la cabeza.

—Pero no dicen que anotaran el número de matrícula del Escalade. Y en cuanto regresé le cambiamos la matrícula, así que no creo que haya problema por ese lado. ¿Y qué me decís del Mercedes? Los testigos suelen confundir las cosas todo el tiempo. Es posible que el rubio y el otro no tengan nada que ver con el asesinato.

—Bueno, voy a seguir pendiente del asunto —dijo V—. No creo que haya ninguna posibilidad de que la policía vaya a vincular el asunto con algo que tenga que ver con nuestro mundo. Demonios, muchas cosas pueden dejar una mancha negra, pero será mejor que estemos muy alerta.

—Si el detective que está a cargo es el que estoy pensando, es bueno —dijo Butch con calma—. Muy bueno.

Wrath se puso de pie.

—Muy bien, ya se ha puesto el sol. Largaos de aquí. John, quiero hablar contigo en privado por un momento.

Wrath esperó a que las puertas se cerraran detrás del último de los hermanos para empezar a hablar.

—Vamos a encontrarlo, hijo. No te preocupes. —Sin respuesta—. ¿John? ¿Qué sucede?

El chico sólo cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia el frente.

—John…

John descruzó los brazos y dijo algo por señas que, de acuerdo con lo poco que veían los ojos de Wrath, fue algo como:

—Voy a salir con los demás.

—Por supuesto que no. —John lo miró con incredulidad—. Eso no va a ocurrir, dado que estás hecho un zombi. Y olvídate de la cantinela de que estás bien. Si crees por un segundo que te voy a dejar pelear, estás loco.

John caminó por el estudio como si estuviera tratando de calmarse. Después de unos minutos, se detuvo y dijo por señas:

—No puedo quedarme aquí en este momento. En esta casa.

Wrath frunció el ceño y trató de interpretar lo que John había dicho, pero el esfuerzo sólo empeoró su dolor de cabeza.

—Lo siento, ¿qué has dicho?

John abrió la puerta de un tirón y, un segundo después, entró Qhuinn. Hubo muchas señas y luego Qhuinn se aclaró la garganta.

—Dice que no puede quedarse en la casa esta noche. Sencillamente no puede.

—Está bien, entonces marchaos a un club y emborrachaos hasta quedar inconscientes. Pero nada de pelear. —Wrath dio gracias en silencio por la tranquilidad que le suponía el saber que Qhuinn estaba unido para siempre a John—. Y, John… voy a encontrarlo.

Hubo más señales de manos y luego John se volvió hacia la puerta.

—¿Qué ha dicho, Qhuinn? —preguntó Wrath.

—Ah… ha dicho que eso no le importa.

—John, no lo dices en serio.

El chico volvió a dar media vuelta e hizo más señas y Qhuinn tradujo:

—Dice que, sí, realmente lo dice en serio. Dice que… no puede vivir así por más tiempo… esperando, preguntándose todas las noches y todos los días, cuando entra a esa habitación, si Tohr se ha… John, un poco más despacio… Ah… si el macho decidió ahorcarse o se marchó otra vez. Aunque lo encontréis y vuelva… John dice que para él se acabó. Ya lo han abandonado demasiadas veces.

Difícil argumentar contra eso. Tohr no había sido un buen padre últimamente y su único logro en ese campo era la creación de la siguiente generación de los muertos vivientes.

Wrath hizo una mueca de dolor y se masajeó las sienes.

—Mira, hijo, no soy ningún genio de la ciencia, pero puedes hablar conmigo.

Hubo un largo silencio, marcado por un extraño olor… un olor seco, casi rancio… ¿Pesar? Sí, era pesar.

John se inclinó un poco, como para dar las gracias, y luego salió.

Qhuinn vaciló.

—No lo dejaré pelear.

—Entonces le salvarás la vida. Porque si agarra un arma en el estado en que está en este momento, regresará a casa en un ataúd.

—Entendido.

Cuando la puerta se cerró, el dolor rugió en las sienes de Wrath y lo obligó a volverse a sentar.

Dios, lo único que quería hacer era ir a su habitación y la de Beth y meterse entre su cama enorme y poner la cabeza sobre las almohadas que olían a ella. Quería llamarla y rogarle que viniera, sólo para poder abrazarla. Quería que lo perdonara.

Quería dormir.

Pero en lugar de eso, el rey se volvió a poner en pie, recogió sus armas del suelo, al lado del escritorio, y se las puso. Salió del estudio con la chaqueta de cuero en la mano, bajó la escalera, cruzó el vestíbulo y salió a la noche helada. Tal como lo veía, el dolor de cabeza se iba a quedar con él, independientemente de adónde fuera, así que podía hacer algo útil e ir a buscar a Tohr.

Mientras se ponía la chaqueta, recordó a su shellan y el lugar al que ella había ido la noche anterior.

Puta mierda. Ya sabía exactamente dónde estaba Tohr.

‡ ‡ ‡

Ehlena tenía la intención de marcharse de la terraza de Rehvenge enseguida, pero cuando se internó entre las sombras, no resistió la tentación de volver a mirar el apartamento. A través de los paneles de vidrio, vio a Rehvenge dar media vuelta y caminar lentamente.

De pronto, se golpeó la espinilla contra algo.

—¡Maldición!

Mientras saltaba en un pie y se frotaba la pierna, le lanzó una mirada de odio a la jardinera de mármol contra la que se había estrellado.

Cuando se enderezó, se olvidó del dolor.

Rehvenge estaba ahora en otra habitación y se había detenido frente a una mesa puesta para dos. Había dos velas que brillaban en medio del resplandor del cristal y la plata y la larga pared de vidrio le mostró todo el trabajo que él se había tomado para complacerla.

—Maldición —susurró.

Rehvenge se sentó de la misma manera lenta y deliberada con la que caminaba: primero miró hacia atrás, como si se quisiera asegurarse de que el asiento estaba donde debía estar, luego se agarró con las dos manos de la mesa y se dejó caer en la silla. Puso sobre la mesa la bolsa que ella le había dado y, mientras parecía acariciarla, sus elegantes dedos contrastaban con esos hombros anchos y el misterioso poder que irradiaba su rostro.

Mientras lo observaba, Ehlena dejó de sentir el frío, el viento y el dolor en la espinilla. Bañando por la luz de las velas, con la cabeza inclinada hacia abajo y el perfil tan fuerte y sólido, Rehvenge estaba increíblemente apuesto.

Bruscamente, él volvió la cabeza y la miró, aunque ella estaba en la penumbra.

Ehlena dio un paso atrás y sintió el muro de la terraza contra la cadera, pero no se desmaterializó. Ni siquiera cuando lo vio apoyar su bastón en el suelo y ponerse en pie.

Ni cuando la puerta que tenía frente a él se abrió obedeciendo su orden mental.

Tendría que saber mentir mejor para pretender que sólo estaba mirando la noche. Y ella no era tan cobarde como para huir.

Ehlena dio un paso hacia él.

—No se ha tomado la pastilla.

—¿Eso es lo que estás esperando?

Ehlena cruzó los brazos sobre el pecho.

—Sí.

Rehvenge miró de reojo hacia la mesa y los dos platos vacíos.

—Dijiste que tenía que tomarlas con algo de comer.

—Sí, es cierto.

—Pues bien, parece que vas a tener que verme comer, entonces. —El elegante gesto que le hizo con el brazo para invitarla a avanzar era una provocación que ella no quería aceptar—. ¿Te sentarás conmigo? ¿O quieres quedarte aquí afuera con el frío que hace? Ah, espera, tal vez esto ayude. —Apoyándose en el bastón, Rehvenge fue hasta la mesa y apagó las velas.

La espiral de humo que se elevó desde la mecha le pareció un lamento por todas las posibilidades que se habían extinguido: él había preparado una agradable cena para los dos. Había hecho un esfuerzo. Se había vestido con elegancia.

Ehlena entró.

—Siéntate —dijo Rehv—. Regresaré con mi plato. A menos que…

—Ya he comido.

Rehv hizo una ligera inclinación y le señaló la silla.

—Por supuesto.

Rehvenge dejó el bastón contra la mesa y caminó hasta la cocina apoyándose en los respaldos de los asientos, en el aparador y en el marco de la puerta. Cuando regresó, pocos minutos después, repitió el mismo circuito con la mano que tenía libre y luego se dejó caer con cuidado en el asiento que estaba en la cabecera de la mesa. Agarró un estilizado tenedor de plata y no dijo ni una palabra, mientras cortaba la carne con cuidado y comía con circunspección y buenos modales.

Por Dios, ella se sentía como la bruja del paseo, sentada frente a un plato vacío, con el abrigo puesto y completamente abrochado.

El sonido de los dientes de plata sobre la porcelana hacía que el silencio entre ellos fuera tan agudo como un grito.

Mientras acariciaba la servilleta que tenía enfrente, se sintió horrible por muchas cosas y, aunque no era muy conversadora, se sorprendió hablando porque sencillamente ya no soportaba guardárselo todo.

—Hace dos noches…

—¿Mjj? —Rehvenge no la miró, sólo mantuvo la mirada clavada en el plato.

—No me plantaron. Ya sabe, en esa cita.

—Bueno, me alegro por ti.

—Lo asesinaron.

Rehvenge levantó la cabeza enseguida.

—¿Qué?

—Stephan, el tipo con el que se suponía que iba a encontrarme… fue asesinado por restrictores. El rey llevó su cadáver a la clínica, pero yo no sabía que era él hasta que su primo fue a buscarlo. Yo… ah, pasé todo el turno de anoche amortajando el cuerpo y entregándoselo a su familia. —Ehlena sacudió la cabeza—. Lo golpearon… Estaba irreconocible.

La voz se le quebró y se negó a seguir, así que sólo se quedó allí, acariciando la servilleta, con la esperanza de calmarse un poco.

Dos suaves golpecitos metálicos indicaron que el tenedor y el cuchillo de Rehv acababan de posarse sobre el plato y luego él estiró el brazo y le puso su mano inmensa sobre el antebrazo.

—Lo siento mucho. No me sorprende que no tengas ganas de nada de esto. Si lo hubiese sabido…

—No, está bien. De verdad. Pero no sé qué me pasa… Sencillamente no me siento bien esta noche. No soy yo misma.

Rehv le apretó el brazo y luego se recostó en la silla, como si no quisiera agobiarla, un gesto que ella le habría agradecido en circunstancias normales. Pero esa noche le pareció una lástima… para usar una palabra que a él le gustaba. El peso de su mano a través del abrigo había sido una sensación agradable.

Y hablando de eso, estaba realmente caliente.

Ehlena se desabrochó el abrigo y se lo quitó.

—Hace calor aquí.

—Como te he dicho, puedo bajar un poco la temperatura si quieres.

—No. —Ella frunció el ceño y lo miró—. ¿Por qué siempre tiene frío? ¿Es un efecto secundario de la dopamina?

Rehv asintió con la cabeza.

—En realidad ésa es la razón por la que necesito el bastón. No puedo sentir mis brazos, ni las piernas.

Ella no sabía de otros vampiros que reaccionaran de esa manera a la droga, pero, claro, las reacciones individuales era infinitas. Y, también, el equivalente vampiro de la enfermedad de Parkinson era serio.

Rehvenge retiró su plato y los dos se quedaron en silencio por un buen rato. Bajo la luz del comedor, parecía en cierta forma disminuido, como si su energía usual se hubiese reducido y tuviera bajo el ánimo.

—Usted tampoco parece el mismo de siempre —dijo ella—. No es que lo conozca muy bien, pero parece…

—¿Cómo?

—Como yo me siento. Como si estuviera en coma.

Rehv se rió entre dientes.

—Eso suena muy apropiado.

—¿Quiere hablar de ello?

—¿Quieres algo de comer?

Los dos se rieron y luego se quedaron serios.

Rehvenge sacudió la cabeza.

—Mira, si ya has comido, al menos déjame que te traiga un postre. Es lo menos que puedo hacer. Y no es una cita. Las velas están apagadas.

—De hecho, ¿sabe qué?

—¿Mentiste cuando dijiste que ya habías comido y ahora te estás muriendo de hambre?

Ella se volvió a reír.

—Exacto.

Cuando los ojos amatista de Rehv se clavaron en los suyos, el aire entre ellos se heló, a pesar del calor, y Ehlena tuvo la sensación de que él veía mucho, demasiado. En especial cuando dijo con voz ronca:

—¿Me dejarás alimentarte?

Hipnotizada, cautivada, ella susurró:

—Sí. Por favor.

La sonrisa de Rehv reveló unos colmillos largos y blancos.

—Esa era la respuesta que estaba esperando.

¿A qué sabría la sangre de él en su boca?, se preguntó impulsivamente Ehlena.

Rehvenge soltó un gruñido gutural, como si supiera con exactitud lo que ella estaba pensando. Pero no dijo nada. Simplemente, se levantó de la mesa y fue hasta la cocina.

Cuando regresó con el plato de ella, Ehlena había logrado controlarse un poco mejor, aunque, cuando Rehv le puso la comida enfrente, el olor de especias fue delicioso… y no tenía nada que ver con lo que Rehv había cocinado.

Decidida a mantener el control, Ehlena se puso la servilleta en las piernas y probó el rosbif.

—¡Por Dios, esto está delicioso!

—Gracias —dijo Rehv, al tiempo que se sentaba—. Es la manera como lo hacían siempre los doggen de mi casa. Pones el horno a cuatrocientos setenta y cinco grados, metes el rosbif y lo horneas durante media hora, luego apagas todo y lo dejas reposar allí. No puedes abrir la puerta ni para mirarlo. Ésa es la regla y tienes que confiar en el proceso. ¿Dos horas después?

—Exquisito.

—Exquisito.

Ehlena se rió cuando los dos dijeron la misma palabra al mismo tiempo.

—Bueno, pues está de verdad muy rico. Se deshace en la boca.

—Con el fin de que quede claro, para que no vayas a pensar que soy un chef, es lo único que sé cocinar.

—Bueno, hay una cosa que sabe hacer perfectamente, y eso es más de lo que pueden decir muchos.

Rehv sonrió y bajó la vista hacia las pastillas.

—Si me tomo una de estas ahora, ¿te marcharás cuando acabes de cenar?

—Si digo que no, ¿me dirá por qué está tan callado?

—Es difícil negociar contigo.

—Sólo quiero un trato justo. Yo ya le he contado por qué estoy hoy de este humor tan extraño.

Una sombra cruzó por el rostro de Rehv y lo hizo apretar la boca y las cejas.

—No puedo hablar de eso.

—Claro que puede.

Sus ojos, que ahora se habían vuelto duros, relampaguearon por un instante.

—¿Igual que tú puedes hablar sobre tu padre?

Ehlena bajó la mirada al plato y cortó un pedazo de carne con especial cuidado.

—Lo siento —dijo Rehv—. Yo… Mierda.

—No, está bien. —Aunque no era verdad—. A veces puedo ser muy insistente. Lo cual es bueno para mi profesión. Pero no tan bueno cuando se trata de cosas personales.

Cuando el silencio volvió a imponerse, Ehlena comió más rápido, mientras pensaba que se iría tan pronto como terminara.

—Estoy haciendo algo de lo que no me siento orgulloso —dijo Rehv bruscamente.

Ella levantó la mirada. La expresión de la cara de Rehv se había vuelto totalmente malévola y la rabia y el odio lo convertían en alguien que, de no haberlo conocido de antes, le habría inspirado miedo. Aunque esa mirada maligna no iba dirigida a ella. Era una manifestación de lo que estaba sintiendo hacia él mismo. O hacia alguien más.

Ehlena sabía que no debía insistir. En especial teniendo en cuenta el estado de ánimo en que él se encontraba.

Así que se sorprendió cuando él dijo:

—Es una situación permanente.

¿Sería un asunto de negocios o un asunto personal?, se preguntó Ehlena.

Rehv levantó los ojos hacia ella.

—E involucra a cierta hembra.

Claro. Una hembra.

Muy bien, ella no tenía derecho a sentirse como si le apretaran el corazón. No era de su incumbencia que él ya estuviera con alguien. O que fuera un seductor que montaba todo ese espectáculo de la cena con rosbif y velas para quién sabe cuántas hembras distintas.

Ehlena carraspeó y dejó el tenedor y el cuchillo sobre el plato. Mientras se limpiaba la boca con la servilleta, dijo:

—Caramba. ¿Sabe? Nunca se me ocurrió preguntarle si tenía pareja. No tiene ningún nombre grabado en la espalda…

—Ella no es mi shellan. Y no la amo en lo más mínimo. Es complicado.

—¿Acaso tienen un hijo?

—No, gracias a Dios.

Ehlena frunció el ceño.

—Pero ¿tienen una relación?

—Supongo que se podría decir que sí.

Sintiéndose como una completa idiota por haberse dejado envolver por él, Ehlena puso la servilleta sobre la mesa, al lado de su plato, y le sonrió de una manera muy profesional, al tiempo que se ponía de pie y agarraba su abrigo.

—Tengo que irme ahora. Gracias por la cena.

Rehv soltó una maldición.

—No he debido decir nada…

—Si su meta era meterme en la cama, tiene razón. Fue una mala jugada. Sin embargo, me alegra que haya sido honesto…

—Yo no estaba tratando de meterte en la cama.

—Ah, claro que no, porque la estaría engañando a ella. —Por Dios, ¿de verdad estaba molesta por esto?

—No —replicó Rehv—, es porque soy impotente. Créeme, si pudiera tener una erección, la cama sería el primer lugar al que querría ir contigo.