25
Al otro lado de Caldwell, en una calle bordeada de árboles, Lash estaba sentado en un sillón cubierto con terciopelo negro, en un apartamento elegante. Junto a él, colgando del techo, estaba el otro vestigio que quedaba de los sofisticados y adinerados humanos que habían vivido antes en el lugar: varios metros de hermosas cortinas de damasco que llegaban hasta el suelo y acentuaban las ventanas redondas que se asomaban a la acera.
Lash adoraba esas malditas cortinas. Eran de color vino, doradas y negras, adornadas con flecos y borlas de raso dorado del tamaño de canicas. En su exuberante gloria, le recordaban cómo solían ser las cosas cuando él vivía en aquella inmensa mansión tudor ubicada en la colina.
Lash extrañaba la elegancia de esa vida. La servidumbre. Las comidas. Los coches.
Estaba pasando demasiado tiempo con las clases bajas.
Y, mierda, con las clases bajas humanas, considerando el lugar del que salían los restrictores.
Estiró la mano y acarició las cortinas, haciendo caso omiso de la nube de polvo que se levantó en el aire cuando las tocó. Adorables. Pesadas y sólidas, sin nada barato: ni la tela, ni los colores, ni los dobladillos y ribetes cosidos a mano.
Al sentirlas, Lash se dio cuenta de que necesitaba una buena casa para él y pensó que tal vez ese apartamento podría servirle. De acuerdo con el señor D, la Sociedad Restrictiva era dueña de la propiedad desde hacía tres años, pues un antiguo jefe de restrictores la había comprado porque estaba convencido de que había vampiros en la zona. Tenía un garaje para dos coches en el callejón de atrás, así que tenía privacidad, y el lugar era lo más cercano a la elegancia con lo que podría soñar durante algún tiempo.
Grady entró con un móvil pegado a la oreja. Mientras hablaba, la voz del desgraciado resonaba contra los techos altos.
Debidamente motivado por la glándula suprarrenal, el tipo ya había escupido los nombres de siete distribuidores y los había estado llamando uno por uno hasta convencerlos de que se reunieran con él.
Lash bajó la mirada hacia el pedazo de papel en el que Grady había garabateado la lista. Sólo el tiempo diría si todos esos contactos funcionarían, aunque fuera una vez, pero uno de ellos era definitivamente sólido. La séptima persona, cuyo nombre estaba encerrado por un círculo negro, era alguien que Lash conocía: el Reverendo.
Alias de Rehvenge, hijo de Rempoon. El dueño de ZeroSum.
Alias del desgraciado que había sacado a Lash a patadas del club porque había vendido unos cuantos gramos aquí y allá. Mierda, Lash no entendía por qué no se le había ocurrido antes. Por supuesto que Rehvenge debía de estar en la lista. Demonios, él era el río que surtía todos los canales, el tipo con el que trataban directamente los traficantes suramericanos y chinos.
Vaya si las cosas se ponían interesantes.
—Bien, te veré allí —dijo Grady. Cuando colgó, miró a Lash—. No tengo el número del Reverendo.
—Pero sabes dónde encontrarlo, ¿no?
Claro. Todo el mundo en el negocio de las drogas, desde los vendedores pequeños hasta los clientes y la policía, sabían dónde estaba el tipo y por eso era asombroso que el lugar no hubiese sido clausurado hacía mucho tiempo.
—Pero eso va a ser problemático. Estoy vetado en el ZeroSum.
Otro más.
—Eso tiene solución.
Aunque no se podría solucionar enviando a un restrictor a hacer el trato. Iban a necesitar a un humano para eso. A menos que pudieran sacar a Rehvenge de su cueva, lo cual era poco probable.
—Entonces, ¿ya puedo irme? —preguntó Grady, mientras miraba la puerta principal con desesperación, como si fuera un perro loco por salir a orinar.
—Dijiste que necesitabas permanecer escondido. —Lash sonrió y enseñó sus colmillos—. Así que vas a regresar con mis hombres a su casa.
Grady no protestó, sólo asintió con la cabeza y cruzó los brazos sobre esa chaqueta con el águila bordada. Su actitud respondía por partes iguales a un rasgo de personalidad, miedo y agotamiento. Era evidente que ya se había dado cuenta de que estaba en un lío mucho más gordo del que se había imaginado al principio. No cabía duda de que creía que los colmillos eran artificiales, pero alguien que pensaba que era un vampiro podía ser casi tan letal y peligroso como un vampiro de verdad.
De pronto se abrió la puerta de la cocina y el señor D entró con dos paquetes cuadrados envueltos en papel celofán. Eran paquetes del tamaño de una cabeza y Lash vio una cantidad de signos de dólar mientras que el asesino se acercaba.
—Los encontré en los paneles de atrás.
Lash sacó su navaja e hizo un pequeño agujero en cada uno. Luego probó rápidamente el polvo blanco y volvió a sonreír.
—Es de buena calidad. Vamos a cortarla. Ya sabes dónde ponerla.
El señor D asintió y regresó a la cocina. Cuando volvió a entrar, los otros dos asesinos estaban con él y Grady no era el único que parecía agotado. Los restrictores necesitaban recargar energías cada veinticuatro horas y éstos debían de llevar sin parar ¿qué? ¿Unas cuarenta y ocho horas? Hasta Lash, que podía aguantar varios días sin descansar, empezaba a sentirse exhausto.
Hora de dormir.
Lash se levantó de la silla y se puso la chaqueta.
—Yo conduzco. Señor D, tú irás en la parte de atrás del Mercedes y te asegurarás de que Grady disfrute del paseo. Los otros dos se pueden llevar el pedazo de lata ese.
Todos salieron y dejaron el Lexus en el garaje, sin placas y con el número de identificación borrado.
El viaje hasta el apartamento ubicado en el conjunto residencial La Granja no fue muy largo, pero Grady logró quedarse dormido. Por el espejo retrovisor, Lash podía ver al desgraciado inconsciente, con la cabeza recostada contra el asiento y la boca abierta en medio de un ronquido.
Lo cual era casi una falta de respeto, en realidad.
Lash aparcó frente al apartamento donde se bajaban el señor D y sus dos amigos, y volvió la cabeza para mirar a Grady.
—Despierta, imbécil. —Al ver que el tipo parpadeaba y bostezaba, Lash sintió desprecio por su debilidad y el señor D tampoco parecía favorablemente impresionado—. Las reglas son sencillas. Si tratas de huir, mis hombres te dispararán en el acto o llamarán a la policía y le dirán exactamente dónde estás. Mueve la cabeza para saber si entiendes lo que estoy diciendo.
Grady asintió, aunque Lash tenía la impresión de que lo habría hecho de todas formas, sin importar lo que acabaran de decirle.
Lash quitó los seguros.
—Sal de mi coche.
Hubo más gestos de asentimiento, mientras las puertas se abrían y sentían el golpe del viento helado. Al bajarse del Mercedes, Grady se cerró bien la chaqueta y esa estúpida águila pareció cerrar sus alas sobre el humano. El señor D no parecía tan afectado por el frío… una de las ventajas de estar muerto.
Lash dio marcha atrás para salir del estacionamiento y se dirigió al lugar donde se hospedaba en la ciudad. Su casa era otra ratonera en un conjunto residencial lleno de ancianos, con ventanas que sólo tenían cortinas compradas en Target para ahuyentar los ojos curiosos de los vecinos. La única ventaja era que nadie en la Sociedad conocía la dirección. Aunque dormía donde el Omega por razones de seguridad, cuando regresaba a ese lado se sentía un poco aturdido durante cerca de media hora y no quería que lo pillaran desprevenido.
Pero dormir no era exactamente lo que él necesitaba. No cerraba los ojos ni dormitaba, parecía más bien desmayado, lo cual, según el señor D, era lo que ocurría cuando uno era restrictor. Por alguna razón, con la sangre de su padre en ellos, los asesinos parecían teléfonos móviles que no se podían usar cuando se están cargando.
Mientras pensaba en regresar a ese moridero, Lash se sintió deprimido y se sorprendió conduciendo hacia la parte rica de la ciudad. Las calles allí le resultaban tan conocidas como las líneas de su mano, y rápidamente encontró las columnas de piedra de su antigua casa.
Las rejas estaban cerradas y no podía ver más allá de la muralla que rodeaba la propiedad, pero conocía bien lo que había dentro: los jardines y los árboles, la piscina y la terraza… todo perfectamente bien mantenido.
Mierda. Lash quería volver a vivir así. Esta vida de pobre con la Sociedad Restrictiva era como ponerse ropa barata. No era él. En ningún aspecto.
Aparcó el Mercedes y se quedó allí, observando fijamente la entrada. Después de asesinar a los vampiros que lo habían criado y de enterrarlos en el jardín lateral, había saqueado la mansión y se había llevado todo lo que no estaba clavado o pegado al suelo; las antigüedades estaban guardadas en las casas de varios restrictores tanto dentro como fuera de la ciudad. No había regresado desde el día en que fue a recoger ese coche y suponía que, a través de los testamentos de sus padres, la propiedad había pasado a manos del pariente de sangre más cercano que hubiese quedado después de los golpes que él le había infligido a la aristocracia.
No creía que la propiedad estuviera ya a nombre de la raza. Después de todo, había sido infiltrada por restrictores y, en consecuencia, estaba vetada para siempre.
Lash extrañaba la mansión, aunque no podría haberla usado como centro de operaciones. Había demasiados recuerdos allí y, sobre todo, estaba demasiado cerca del mundo vampiro. Sus planes, las cuentas y los detalles íntimos de la Sociedad Restrictiva no eran la clase de cosas que él querría dejar caer en manos de la Hermandad.
Ya llegaría el momento en que se volviera a encontrar con esos guerreros, pero sería bajo sus condiciones. Desde que había sido asesinado por ese mutante defectuoso de Qhuinn y su verdadero padre había ido a buscarlo, el único que lo había visto era ese desgraciado de John Matthew e incluso el encuentro con ese idiota mudo había sido casi un espejismo, la clase de cosa que, considerando que todos habían visto su cadáver, alguien podría interpretar como una alucinación.
A Lash le gustaba hacer grandes entradas. Cuando saliera al mundo vampiro, sería desde una posición de dominio. Y lo primero que iba a hacer sería vengar su propia muerte.
Sus planes para el futuro le hicieron extrañar un poco menos el pasado y cuando levantó la vista hacia los árboles sin hojas que agitaba el viento, pensó en la fuerza de la naturaleza.
Y quiso ser exactamente eso.
Cuando sonó su móvil, lo abrió y se lo llevó a la oreja.
—¿Qué?
—Hemos tenido una infiltración, señor —dijo el señor D con seriedad.
Lash apretó el volante con las palmas de las manos.
—¿Dónde?
—Aquí.
—Maldición. ¿Qué se llevaron?
—Frascos. Los tres que había. Por eso sabemos que fueron los hermanos. Las puertas y las ventanas están intactas, así que no sabemos cómo entraron. Ha debido de ser en algún momento de las últimas dos noches, porque la última vez que dormimos aquí fue el domingo.
—¿Entraron al apartamento de abajo?
—No, ése está perfecto.
Al menos había una cosa buena. Sin embargo, perder frascos era un problema.
—¿Por qué no se disparó la alarma de seguridad?
—No estaba puesta.
—Por Dios Santo. Será mejor que estés ahí cuando llegue. —Lash terminó la llamada y giró el volante. Cuando aceleró, el Mercedes salió disparado contra las rejas y el parachoques delantero se estrelló contra los barrotes.
Genial.
Cuando llegó al apartamento, estacionó al pie de la escalera y casi arrancó la puerta del coche cuando se bajó. Mientras el viento le desordenaba el pelo, subió los escalones de dos en dos y entró en el apartamento, listo para matar a alguien.
Grady estaba sentado en una butaca frente a la mesa de la cocina, sin chaqueta, con las mangas enrolladas y una cara de esto-no-es-asunto-mío.
El señor D estaba saliendo de una de las habitaciones y estaba en medio de una frase: «… no entiendo cómo encontraron este…».
—¿Quiénes fueron los idiotas que la cagaron? —dijo Lash, al tiempo que cerraba la puerta para acallar los aullidos del viento—. Eso es lo único que me importa. ¿Quién fue el imbécil que no puso la alarma de seguridad y reveló esta dirección? Y si no aparece nadie, te haré responsable a ti —dijo, apuntándole con el dedo al señor D.
—No fui yo. —El señor D miró con odio a sus hombres—. Hace dos días que no piso este sitio.
El restrictor que estaba a la izquierda levantó los brazos; no fue un gesto de sometimiento, sino de ataque.
—Aquí tengo mi cartera y no he hablado con nadie.
Todos los ojos cayeron sobre el tercer asesino, que respondió airado:
—¿Qué diablos pasa? —Luego hizo el ademán de buscarse algo en el bolsillo posterior—. Aquí tengo mi…
Metió la mano hasta el fondo, como si eso le fuera a ayudar. Luego comenzó a revisarse todos los bolsillos de los pantalones, la chaqueta y la camisa. No cabía duda de que se habría revisado el mismo culo si hubiera creído que había posibilidades de que su cartera estuviera en algún lugar del colon.
—¿Dónde está tu cartera? —preguntó Lash en voz baja.
De pronto cayó en cuenta.
—El señor N… ese maldito. Discutimos porque quería que le prestara dinero. Peleamos y él debió de robarme la cartera.
El señor D se acercó tranquilamente al asesino por detrás y le dio un golpe en la cabeza con la culata de su Magnum. El impacto hizo que el restrictor saliera dando vueltas como una lata de cerveza y fuera a estrellarse contra la pared, dejando una mancha negra contra la pintura, cuando se escurrió hasta caer sobre la alfombra barata.
Grady dejó escapar un grito de sorpresa, como un perrito al que se golpea con un periódico.
Y luego sonó el timbre. Todo el mundo se volvió a mirar a la puerta y luego a Lash.
Entonces señaló a Grady.
—Quédate donde estás. —Cuando el timbre volvió a sonar, le hizo una señal al señor D—. Contesta.
Mientras pasaba por encima del restrictor caído, el tejano se metió el arma en la cinturilla de los pantalones, en la parte baja de la espalda. Abrió la puerta sólo un poco.
—Entrega de Domino’s —dijo una voz masculina, al tiempo que entraba una bocanada de viento—. ¡Ay… mierda, cuidado!
Fue como una maldita comedia de errores, la típica escena de una película llena de payasadas. El viento empujó la caja de la pizza cuando el repartidor la estaba sacando de la bolsa aislante roja y la pizza de pepperoni y algo más salió volando hacia el señor D. Como el buen empleado que era, el chico con la gorra de Domino’s se lanzó para atraparla… y terminó estrellándose con el señor D e irrumpiendo en el apartamento.
Lash estaba seguro de que a los empleados de Domino’s debían de enseñarles específicamente a no hacer eso, y con razón. Aunque seas un héroe, si entras en la casa de alguien puedes encontrarte con todo tipo de cosas malas: pornografía en la televisión; un ama de casa gorda con calzones de abuela y sin sujetador; una covacha asquerosa con más cucarachas que gente.
O un miembro de los muertos vivientes, con una herida en la cabeza cubierta de sangre negra.
No había manera de que el chico de la pizza no hubiese visto lo que había al otro lado del pasillo. Y eso significaba que habría que encargarse de él.
‡ ‡ ‡
Después de pasarse el resto de la noche deambulando por el centro de Caldwell en busca de un restrictor para pelear, John tomó forma en el patio de la mansión de la Hermandad, al lado de todos los coches que estaban estacionados en fila. Un viento helado golpeó sus hombros, como un matón que quisiera tumbarlo, pero él resistió el ataque.
Una symphath. Xhex era symphath.
Mientras la cabeza le daba vueltas por la revelación, Qhuinn y Blay tomaron forma al lado de él. Había que decir que ninguno de los dos le había preguntado qué diablos había ocurrido en ZeroSum. Sin embargo, los dos seguían mirándolo como si fuera un tubo de ensayo en un laboratorio de ciencias, como si estuvieran esperando que cambiara de color o se convirtiera en espuma o algo así.
—Necesito un poco de espacio —dijo con señas, sin mirarlos a los ojos.
—No hay problema —contestó Qhuinn.
Hubo una pausa, mientras John esperaba que sus amigos entraran a la casa y Qhuinn carraspeó una vez. Dos.
Luego, con voz ahogada, dijo:
—Lo siento. No quería presionarte otra vez. Yo…
John negó con la cabeza y dijo:
—No tiene que ver con el sexo. No te preocupes. ¿Vale?
Qhuinn frunció el ceño.
—Está bien. Bueno. Ah… si nos necesitas, estaremos por ahí. Vamos, Blay.
Blay siguió a Qhuinn y los dos subieron los escalones de piedra y entraron a la mansión.
Cuando por fin se quedó solo, John no tenía idea de qué hacer o adónde ir, pero pronto iba a amanecer, así que a menos que quisiera trotar un poco por los jardines, no tenía muchas más opciones al aire libre.
Aunque, Dios, se preguntó si sería capaz de entrar. Se sentía contaminado por lo que acababa de descubrir.
Xhex era symphath.
¿Lo sabría Rehvenge? ¿Lo sabría alguien más?
Era muy consciente de lo que estaba obligado a hacer por ley. Lo había aprendido durante el entrenamiento: cuando se trataba de symphaths, había que denunciarlos para que fueran deportados o uno podía ser acusado de complicidad. La ley era bastante clara.
Pero… ¿qué sucedía después?
Sí, no había que ser adivino para saberlo. Xhex sería deportada como basura que se arroja a un vertedero… y las cosas no serían fáciles para ella. Era evidente que era mestiza. Él había visto fotografías de los symphaths y ella no se parecía en absoluto a esas malditas criaturas altas, delgadas y aterradoras. Así que seguramente sería asesinada en la colonia, porque, según lo que sabía, los symphaths eran como la glymera cuando se trataba de discriminar a los demás.
Excepto por el hecho de que a ellos les gustaba torturar a los que despreciaban. Y no precisamente con palabras.
¿Qué diablos podía hacer…?
Cuando el frío lo hizo estremecerse debajo de su chaqueta de cuero, entró en la casa y se dirigió a las escaleras. Las puertas del estudio estaban abiertas y podía oír la voz de Wrath, pero no se detuvo a ver al rey. Siguió caminando y entró en el corredor de las estatuas.
Tampoco iba para su cuarto.
John se detuvo frente a la puerta de Tohr y se tomó un momento para alisarse el cabello. Sólo había una persona con la que quería hablar sobre eso y rogó que, por una vez, Tohr fuera capaz de darle algún tipo de respuesta.
Necesitaba ayuda. Con desesperación.
John golpeó con suavidad.
No hubo respuesta. Entonces volvió a golpear.
Mientras esperaba y esperaba, se quedó mirando los paneles de la puerta y pensó en las últimas dos ocasiones en que había irrumpido a una habitación sin ser invitado. La primera había tenido lugar durante el verano, cuando había irrumpido en la habitación de Cormia y la había encontrado desnuda y encogida sobre la cama, con sangre escurriéndole por los muslos. ¿El resultado? Le había dado una paliza horrible a Phury sin tener ninguna razón, pues el sexo había sido de común acuerdo.
La segunda vez había sido con Xhex, esa misma noche. Y mira la situación en que eso lo había puesto.
John golpeó con más fuerza y sus nudillos produjeron un ruido suficientemente alto como para despertar a un muerto.
No hubo respuesta. Peor aún, no se oía nada. Ni la televisión, ni la ducha, ni voces.
Retrocedió un poco para ver si veía un resplandor por debajo de la puerta. Nada. Así que Lassiter tampoco estaba ahí.
El pavor lo hizo tragar saliva y abrió la puerta lentamente. Sus ojos se clavaron primero en la cama, y cuando vio que Tohr no estaba acostado, sintió pánico. Atravesó corriendo la alfombra oriental hacia el baño, preparado para encontrar al hermano tirado en el jacuzzi, con las venas cortadas.
Pero ahí tampoco había nadie.
Una extraña chispa de esperanza se encendió en su pecho cuando regresó al corredor. Después de mirar a derecha e izquierda, decidió comenzar con la habitación de Lassiter.
No hubo respuesta y, al mirar adentro, se encontró con una habitación muy ordenada que olía a aire fresco.
Eso era bueno. El ángel tenía que estar con Tohr.
John corrió hasta el estudio de Wrath y, después de golpear en el marco de la puerta, asomó la cabeza y examinó con atención el sofá, los sillones y la chimenea contra la que a los hermanos les gustaba recostarse.
Wrath levantó la vista desde el escritorio.
—Hola, hijo. ¿Qué sucede?
—Ah, nada. Ya sabes… Discúlpame.
John bajó corriendo las escaleras, a sabiendas de que si Tohr estaba haciendo su primera excursión de regreso al mundo, no querría que se montara un escándalo. Probablemente comenzaría por algo sencillo, como ir a la cocina a comer algo con el ángel.
Abajo, John atravesó el vestíbulo de mosaico y, cuando oyó voces masculinas a mano derecha, miró en la sala de billar. Butch estaba inclinado sobre la mesa, a punto de jugar, y Vishous estaba detrás de él, tratando de hacerle fallar el tiro. El televisor de pantalla plana gigante estaba encendido y sólo había dos vasos sobre la mesa, uno con un líquido color ámbar y el otro con algo transparente que no parecía agua.
Tohr no estaba ahí, pero tampoco le gustaban mucho los juegos. Además, considerando la manera en que Butch y V se trataban, no eran la clase de compañía que uno querría si estuviera volviendo a meter los pies en las aguas sociales.
John dio media vuelta y se apresuró a atravesar el comedor, que estaba listo para la cena y entró en la cocina, donde encontró… a los doggen preparando tres clases distintas de salsa para pasta y sacando del horno el pan italiano recién horneado y mezclando ensaladas y abriendo botellas de vino rojo para que respiraran y… nada de Tohr.
La esperanza comenzó a evaporarse del pecho de John y en su lugar sintió una terrible amargura.
Entonces se acercó a Fritz, el maravilloso mayordomo, quien lo saludó con una sonrisa que llenaba todo su rostro arrugado y viejo.
—Qué tal, señor, ¿cómo se encuentra usted?
Cuando le contestó, John hizo las señas frente a su pecho, para que nadie pudiera verlo.
—Escucha, ¿acaso has visto a…?
Mierda, no quería que todos los de la casa se preocuparan sin motivo, y en realidad no había motivo para preocuparse. La mansión era enorme y Tohr podía estar en cualquier parte.
—¿… alguien? —terminó.
Fritz apretó sus cejas blancas y pobladas.
—¿A alguien, señor? ¿Se refiere a las señoras de la casa o…?
—A los señores —dijo John por señas—. ¿Has visto a alguno de los hermanos?
—Bueno, he estado preparando la cena durante la mayor parte de la última hora, pero sé que varios ya han llegado del campo de batalla. Rhage se comió sus emparedados en cuanto regresó. Wrath está en el estudio y Zsadist está bañando a su hijita. Veamos… ah, y creo que Butch y Vishous están jugando al billar, pues uno de los criados les sirvió bebidas en la sala de billar hace un momento.
Correcto, pensó John. Si de pronto aparecía un hermano al que nadie había visto en cuatro meses, seguramente su nombre habría sido el primero de la lista.
—Gracias, Fritz.
—¿Está usted buscando a alguien en particular?
John negó con la cabeza y volvió a salir al vestíbulo, esta vez con los pies más pesados. Al entrar en la biblioteca, no tenía la esperanza de encontrar a nadie, pero decidió mirar por si acaso. El salón estaba lleno de libros, pero ahí no estaba Tohr.
¿Dónde podía estar?
Tal vez no se encontraba en la casa.
John salió apresuradamente de la biblioteca y se deslizó al pasar junto a las escaleras, mientras las suelas de sus botas de combate chirriaban con cada uno de sus pasos. Abrió de par en par la puerta oculta que había debajo de los escalones y tomó el túnel subterráneo que salía de la mansión.
Por supuesto. Tohr debía de haber ido al centro de entrenamiento. Si por fin se iba a despertar y quería volver a vivir, eso significaría que regresaría al campo de batalla. Y eso significaba hacer ejercicio y volver a poner su cuerpo en forma.
Cuando John salió a la oficina del centro de entrenamiento, ya había regresado al reino de la esperanza y no se sorprendió cuando vio que Tohr no estaba en su escritorio.
Ahí era donde le habían contado que Wellsie estaba muerta.
John salió corriendo al pasillo.
El sonido metálico de las pesas fue como una sinfonía para sus oídos: una enorme sensación de alivio rugió en su pecho y sintió un hormigueo en los pies y en las manos.
Pero tenía que estar tranquilo. Mientras se acercaba al cuarto de pesas, escondió la sonrisa, abrió la puerta y…
Blaylock lo miró desde el banco, mientras que la cabeza de Qhuinn subía y bajaba al tiempo que hacía los ejercicios…
Al ver que John miraba a su alrededor, los dos suspendieron lo que estaban haciendo: Blay volvió a poner la barra sobre el soporte y Qhuinn se bajó lentamente de la máquina.
—¿Habéis visto a Tohr? —preguntó John por señas.
—No —dijo Qhuinn, mientras se secaba la cara con una toalla—. ¿Por qué habría de estar aquí?
John sintió que se ahogaba por la preocupación y se dirigió al gimnasio, donde no encontró más que las luces del techo, las tablas de pino del suelo y las colchonetas azules. La sala de equipos sólo albergaba los equipos. La sala de terapia física estaba vacía. Al igual que la clínica de Jane.
Entonces salió corriendo y tomó el túnel en dirección hacia la casa.
Cuando llegó, corrió escaleras arriba y se dirigió a las puertas abiertas del estudio. Esta vez no llamó, fue directamente hasta el escritorio de Wrath y dijo por señas:
—Tohr se ha ido.
‡ ‡ ‡
Cuando el chico de la pizza se abalanzó para agarrar la caja, todos los demás se quedaron inmóviles.
—Casi se me cae la pizza —dijo el humano—. No queremos que…
El tipo se quedó paralizado, mientras sus ojos recorrían la mancha negra de la pared y bajaban hacia el bulto que se quejaba sobre la alfombra.
—Joder —gritó Lash, al tiempo que se sacaba la navaja del bolsillo, accionaba la hoja y se acercaba al hombre por detrás. Cuando el repartidor de Domino’s se puso en pie, Lash lo agarró del cuello y le clavó el cuchillo en el corazón.
Cuando el tipo comenzó a tambalearse y a jadear, la caja de la pizza aterrizó en el suelo con la tapa abierta.
La salsa de tomate y el pepperoni tenían el mismo color de la sangre que brotaba de la herida del muchacho.
Grady saltó de la butaca y señaló al asesino que todavía estaba en pie.
—¡Él me dejó pedir la pizza!
Lash le apuntó con el cuchillo.
—Cierra la boca.
Grady se volvió a sentar en la butaca.
El señor D estaba enfurecido cuando se acercó al restrictor que quedaba.
—¿Tú lo dejaste pedir una pizza? ¿Sí?
El asesino gruñó:
—Tú me pediste que entrara y vigilara la ventana del cuarto de atrás. Así fue como descubrimos que faltaban los frascos, ¿recuerdas? El idiota que está en la alfombra fue el que lo dejó llamar.
El señor D no pareció convencido con la lógica del asunto, pero a pesar de lo divertido que habría sido atacar a esa maldita rata, no había mucho tiempo. El humano que se había presentado a entregar la pizza no iba a hacer más entregas y sus amigos de uniforme lo iban a notar tarde o temprano.
—Pide refuerzos —dijo Lash, al tiempo que cerraba la navaja y se acercaba al asesino que yacía en el suelo—. Que vengan con un camión. Luego saca las armas. Nos mudamos de aquí y del apartamento de abajo.
El señor D se puso al teléfono y comenzó a dar órdenes, mientras que el otro asesino se dirigía a la habitación del fondo.
Lash miró de reojo a Grady, que contemplaba la pizza como si estuviera pensando seriamente en levantarla de la alfombra y comérsela.
—La próxima vez que tú…
—Las armas no están.
Lash se volvió a mirar al restrictor.
—¿Perdón?
—Las cajas con las armas han desaparecido del armario.
Durante una fracción de segundo, en lo único en lo que pudo pensar Lash fue en matar algo y la única cosa que salvó a Grady de ser el elegido fue que se metió a la cocina y salió de su campo visual.
Pero luego la lógica dominó a la emoción y miró al señor D.
—Quedas a cargo de la evacuación.
—Sí, señor.
Lash señaló al asesino que yacía en el suelo.
—Quiero que lo lleven al centro de persuasión.
—Sí, señor.
—¿Grady? —Al ver que no respondía, Lash maldijo y entró en la cocina, donde encontró al tipo con la cabeza entre el refrigerador, mirando los compartimentos vacíos. Ese tipo era un idiota o estaba completamente loco, y Lash se inclinaba más por lo segundo—. Nos vamos.
El humano cerró la puerta del refrigerador y comenzó a caminar como el perro que era: rápidamente y sin protestar, y con tanta prisa que se dejó la chaqueta.
Lash y Grady salieron de nuevo al frío y subirse al interior cálido del Mercedes fue un alivio.
Mientras Lash salía lentamente del conjunto residencial, porque hacerlo muy rápido llamaría la atención de los vecinos, Grady lo miró.
—Ese tipo… no el de la pizza… el que murió… ese tipo no era normal.
—No. No lo era.
—Y tú tampoco.
—No. Yo soy Dios.