22
Montrag, hijo de Rehm, colgó el teléfono y se quedó mirando a través de las puertas francesas del estudio de su padre. Los jardines, los árboles y el césped, al igual que la mansión y todo lo que había dentro, eran ahora suyo. Ya no era esa herencia lejana que recibiría algún día.
Mientras observaba el paisaje, disfrutó de la sensación de posesión que bullía en su sangre, pero no se sintió muy satisfecho con la vista. Todo estaba desnudo por el invierno, las jardineras estaban vacías de flores, los árboles frutales protegidos con mallas, los arces y los robles sin hojas. En consecuencia, se podía ver el muro de protección, lo cual no era muy atractivo. Lo mejor era que esos antiestéticos dispositivos de seguridad estuvieran ocultos.
Montrag dio media vuelta y dirigió sus ojos hacia una vista más placentera, que estaba colgada de la pared. Con un rubor de reverencia, observó su pintura favorita tal como siempre lo hacía, porque realmente Turner merecía veneración, tanto por su maestría como por los temas que elegía. En especial en esta obra: la representación de un sol que se ocultaba tras el océano era una obra maestra en muchos sentidos; los matices de color dorado y melocotón y ese rojo profundo eran una fiesta para aquellos ojos que habían sido privados por la biología de la contemplación del verdadero resplandor que sostenía, inspiraba y calentaba al mundo.
Una pintura como ésa sería el orgullo de cualquier colección.
Y él tenía tres Turner sólo en su casa.
Con una mano que se crispó en anticipación, agarró el borde inferior derecho del marco dorado y descolgó el paisaje marino. La caja fuerte que estaba detrás tenía las mismas dimensiones del cuadro y estaba incrustada en la pared. Pulsó los botones para introducir la combinación y sintió un chasquido apenas audible que no permitía imaginarse que cada uno de los pasadores retráctiles era tan grueso como un brazo.
La caja se abrió sin producir ruido y enseguida se encendió una luz interior que iluminó un espacio de tres metros cúbicos lleno de estuches de cuero con joyas, fajos de billetes de cien dólares y documentos guardados en carpetas.
Montrag acercó un banco bordado que servía de escalera y se subió a él. Después de meter la mano hasta el fondo, detrás de todas las escrituras de las propiedades y los certificados de acciones, sacó una caja metálica y volvió a cerrar la caja de seguridad y a dejar la pintura tal como estaba. Con una sensación de excitación y ansiedad, llevó la caja metálica hasta el escritorio y sacó la llave del compartimento secreto que había en el cajón inferior a mano izquierda.
Su padre le había enseñado la combinación de la caja de seguridad y le había mostrado la ubicación del compartimento secreto; y cuando Montrag tuviera hijos, les pasaría a ellos ese conocimiento. Ésa era la única forma que la familia tenía de asegurarse de que las cosas de valor no se perdieran. Transmitiéndoselas de padre a hijo.
La tapa de la caja metálica no se abrió con la misma precisión y suavidad de la caja fuerte. Se abrió con un crujido, pues las bisagras parecieron protestar por el hecho de que interrumpieran su descanso y por eso mostraron de mala gana lo que había en su vientre metálico.
Todavía estaban ahí. Gracias a la Virgen Escribana, todavía estaban ahí.
Mientras Montrag metía las manos en la caja, pensó en lo aparentemente insignificantes que parecían esas páginas, cuyo papel no valía ni un centavo. Sin embargo, su valor era incalculable.
Sin ellas, se encontraba en peligro de muerte.
Sacó uno de los dos documentos sin preocuparse por cuál elegía, pues los dos eran idénticos. Entre sus dedos sostuvo con extremo cuidado el equivalente vampiro de una declaración jurada, una disertación de tres páginas, escrita a mano y firmada con sangre, acerca de un suceso que había tenido lugar hacía veinticuatro años. La firma que lo autentificaba en la tercera página era casi ilegible, unos garabatos color marrón trazados con mano temblorosa que apenas se podían leer.
Pero, claro, era la firma de un hombre que estaba agonizando.
El «padre» de Rehvenge, Rempoon.
El documento exponía la horrible verdad de la familia en Lengua Antigua: el secuestro de la madre de Rehvenge por parte de los symphaths, la concepción y el nacimiento de Rehvenge, la manera como ella había escapado y se había casado después con Rempoon, un aristócrata. El último párrafo era tan importante como todo lo demás:
Por mi honor y el honor de mis ancestros y descendientes de sangre, en verdad juro que esta noche, mi hijastro Rehvenge cayó sobre mí y le infligió a mi cuerpo heridas mortales con sus propias manos. Lo hizo con malicia y premeditación, después de llevarme al estudio con el pretexto de provocar una discusión. Yo estaba desarmado. Después de herirme, revolvió el estudio y preparó el lugar para que pareciera que había sido invadido por intrusos. Pero en verdad me dejó abandonado en el suelo, para que la mano helada de la muerte se hiciera cargo de mi forma corpórea y se marchó de la casa. Poco después fui despertado por mi querido amigo Rehm, quien había venido a visitarme con el propósito de discutir asuntos de negocios.
No tengo esperanzas de vivir. Mi hijastro me ha asesinado. Ésta es mi última confesión sobre la tierra y como espíritu encarnado. Ruego a la Virgen Escribana que me lleve al Ocaso con premura por obra de su misericordia.
Tal como el padre de Montrag le había explicado después, Rempoon tenía razón en casi todo lo que afirmaba. Rehm había ido a visitarlo para hablar de negocios y había encontrado no sólo que la casa estaba vacía, sino el cuerpo ensangrentado de su socio; ante esa situación, se había comportado como lo habría hecho cualquier macho razonable: había saqueado el estudio de su amigo. Actuando bajo la suposición de que Rempoon estaba muerto, se había propuesto encontrar los documentos de los negocios que tenían en común. Si no quedaba constancia, nadie sabría lo que compartían y Rehm quedaría como el único propietario.
Después de tener éxito en su búsqueda, Rehm se disponía a marcharse de allí cuando Rempoon había dado señales de vida y un nombre había brotado de sus labios resecos.
Rehm era un oportunista, pero no podía ser cómplice de un asesinato, eso era demasiado para él, así que llamó al médico y en el tiempo que tardó Havers en llegar hasta la casa, los balbuceos del moribundo habían revelado una historia estremecedora que valía más que todos los negocios que tenían en común. Rehm había reaccionado rápidamente, tomando nota de la historia, recogiendo la asombrosa confesión acerca de la verdadera naturaleza de Rehvenge; luego hizo que Rempoon firmara las páginas, de modo que quedaran convertidas en un documento legal.
Después su socio quedó inconsciente, y murió poco antes de que llegara Havers.
Al marcharse, Rehm se llevó los documentos y la declaración y después fue tratado como un héroe por haber intentado salvar al moribundo.
A la postre, aunque la utilidad de la confesión era evidente, no estaba muy claro si sería prudente poner en juego esa información. Enfrentarse a un symphath era peligroso, como lo demostraba la sangre derramada de Rempoon. Siempre tan calculador, Rehm decidió guardarse la información, y eso hizo… hasta que fue demasiado tarde para poder utilizarla.
Por ley, uno estaba obligado a entregar a los symphaths y Rehm tenía la clase de prueba que permitía denunciar a uno. Sin embargo, al tomarse tanto tiempo para considerar sus opciones, se había colocado en la arriesgada posición de que lo acusaran de estar protegiendo la identidad de Rehvenge. Presentar la denuncia veinticuatro o cuarenta y ocho horas después estaba bien. Pero ¿una semana después? ¿Dos semanas? ¿Un mes?
Ya era demasiado tarde. Sin embargo, en lugar de malgastar por completo esa oportunidad, Rehm le contó a Montrag toda la historia, y el hijo comprendió enseguida el error que había cometido su padre. Tal y como estaban las cosas, no se podía hacer nada… salvo que Rehm muriera y su hijo descubriera los documentos al revisar sus pertenencias después de su muerte. Y eso era precisamente lo que había sucedido en el verano. Rehm había sido asesinado durante los ataques y el hijo había heredado todo, entre otros, los documentos.
Nadie podía culpar a Montrag por algo que había hecho su padre, pues él no tenía por qué saberlo. Lo único que tenía que hacer era afirmar que se había encontrado esos papeles entre las cosas de su padre y, al entregar los documentos y a Rehv, sólo estaría haciendo lo que se suponía que debía hacer.
Nunca se sabría que hacía mucho tiempo que él conocía la existencia de esos papeles.
Y nadie dudaría nunca de que la idea de matar a Wrath había sido de Rehv. Después de todo, se trataba de un symphath y no se podía confiar en nada de lo que ellos decían. Más aún, sería la mano de Rehv la que apretara el gatillo; y en caso de que no lo hiciera él personalmente sino que se lo encargara a alguien, en calidad de leahdyre del consejo quedaría en una posición que lo señalaría como la persona que más se beneficiaría de esa muerte. Razón por la cual Montrag había intrigado para que Rehv ocupara ese cargo.
Rehvenge mataría al rey y luego Montrag se presentaría ante el consejo y se postraría ante sus colegas. Diría que había encontrado los papeles cuando se trasladó definitivamente a la casa de Connecticut, un mes después de sucedidos los ataques y de que Rehv fuera nombrado leahdyre. Juraría que nada más encontrarlos había llamado al rey y había revelado la naturaleza del problema en su conversación telefónica, pero que Wrath lo había obligado a guardar silencio debido a la posición tan comprometedora en que esa información dejaba al hermano Zsadist: después de todo, el hermano estaba emparejado con la hermana de Rehvenge y eso lo volvía pariente de un symphath.
Wrath, desde luego, no podría negar nada después de muerto y, más aún, el rey no contaba con la simpatía de los miembros del consejo porque siempre había hecho caso omiso de las críticas constructivas de la glymera. En consecuencia, el consejo no tendría problemas en aceptar otra falta de su parte, ya fuera real o inventada.
Era una maniobra complicada, pero iba a funcionar porque, con el rey muerto, los miembros restantes del consejo serían el primer lugar adonde acudiría la raza a buscar al asesino y Rehv, un symphath, era el chivo expiatorio perfecto. ¡No tenía nada de raro que un symphath hiciera algo como eso! Y Montrag contribuiría a descubrir el motivo declarando que Rehv había ido a verlo antes del asesinato y había hablado con extraña convicción acerca de un cambio de una naturaleza nunca antes vista. Adicionalmente, la escena de un crimen nunca quedaba completamente limpia. No cabía duda de que quedaría algo que vinculara a Rehv con la muerte, ya fuera porque efectivamente había quedado algo, o porque todo el mundo estaría buscando exactamente ese tipo de evidencia.
¿Y qué pasaría cuando Rehv acusara a Montrag? Nadie le creería, en primer lugar porque se trataba de un symphath, pero también porque, siguiendo la tradición de su padre, Montrag siempre había cultivado una reputación de seriedad y honorabilidad tanto en los negocios como en las relaciones sociales. Por lo que sabían los otros miembros del consejo, su comportamiento era irreprochable; para ellos, era una persona incapaz de engañar, un macho digno y decente, que procedía de un linaje impecable. Nadie tenía idea de que él y su padre habían estafado a muchos de sus socios y parientes de sangre, porque ellos habían tenido cuidado de elegir a aquellos que atacaban, para mantener las apariencias.
¿El resultado? Rehv sería acusado de traición y arrestado y lo condenarían a pena de muerte, de acuerdo con la ley vampira, o sería deportado a la colonia symphath, donde sería asesinado por ser un mestizo.
Cualquiera de los dos resultados sería aceptable.
Todo estaba dispuesto, razón por la cual Montrag acababa de llamar a su amigo más cercano.
Después de sacar la declaración jurada, Montrag la dobló y la deslizó en un sobre grueso color crema. Luego sacó de una caja de cuero una hoja con su membrete personal, le escribió una rápida misiva al macho que nombraría como su segundo y preparó el escenario para la caída de Rehvenge. En la nota explicaba que, tal como le había dicho en su conversación telefónica, eso era lo que había encontrado entre los papeles privados de su padre… y si el documento resultaba válido, temía por el futuro del consejo.
Naturalmente, el documento sería verificado por la oficina legal de su colega. Y para ese momento, Wrath ya estaría muerto y Rehv listo para ser inculpado.
Montrag encendió una barra de cera roja, dejó caer unas gotas sobre la pestaña del sobre y lo selló. En la parte de delante escribió el nombre del macho y luego, en Lengua Antigua, especificó: Entrega personal. Después cerró la caja de metal y le echó la llave. Por último, devolvió la llave a su escondite en el cajón secreto del escritorio.
Presionó un botón del teléfono para llamar al mayordomo, quien tomó el sobre y se dirigió de inmediato a cumplir con la tarea de entregarlo en mano a su destinatario.
Satisfecho, Montrag volvió a llevar la caja metálica hasta la caja de seguridad, la abrió y metió la otra declaración jurada a su lugar. El hecho de guardar una copia para él era una medida de precaución, una salvaguarda en caso de que algo le ocurriera al documento que, en ese momento, iba camino a la frontera con Rhode Island.
Cuando volvió a poner el Turner en su sitio, el paisaje le habló, como siempre, y por un momento se permitió escapar de ese caos que estaba creando a propósito y se dejó absorber por ese mar tranquilo y encantador. La brisa debía ser cálida, pensó.
Querida Virgen Escribana, cuánto extrañaba el verano durante estos meses fríos, pero, claro, lo que alegraba el corazón era precisamente el contraste. Sin el frío del invierno, no podrían apreciarse las sofocantes noches de julio y agosto.
Montrag se imaginó dónde estaría dentro de seis meses, cuando la luna llena del solsticio se levantara sobre la inmensa ciudad de Caldwell. En junio sería rey, un monarca elegido y respetado. Si su padre hubiese vivido para verlo…
Montrag tosió. Luego tomó aire de manera brusca. Sintió algo húmedo en su mano.
Bajó la mirada. Toda la parte delantera de su camisa blanca estaba cubierta de sangre.
Al abrir la boca para gritar, trató de respirar profundamente, pero sólo se escuchó un gorgoteo…
Entonces se llevó las manos al cuello y encontró un géiser que manaba de su arteria carótida, abierta de par en par. Al dar media vuelta, vio frente a él a una hembra que llevaba el pelo cortado al rape y pantalones de cuero negros. El cuchillo que apretaba en la mano tenía la hoja roja y su cara parecía una máscara de tranquilidad y desinterés.
Montrag cayó de rodillas delante de ella y luego se torció hacia la derecha, mientras seguía tratando de contener la sangre dentro de su cuerpo y no desparramarla sobre la alfombra de su padre.
Todavía estaba vivo cuando ella lo puso boca arriba, sacó un instrumento redondeado hecho de ébano y se arrodilló junto a él.
‡ ‡ ‡
Como asesina, el trabajo de Xhex se medía por dos criterios. En primer lugar, ¿le había dado a su objetivo? Lo cual no requería explicación. En segundo lugar, ¿había sido un asesinato limpio? Lo cual tenía que ver con si había habido daños colaterales en forma de otras muertes para protegerse ella, o su identidad, y/o la identidad del individuo que le había encargado el trabajo.
En ese caso, el primer criterio estaba asegurado, teniendo en cuenta la velocidad a la que Montrag se estaba desangrando. El segundo todavía estaba en duda, así que tenía que moverse rápido. Xhex sacó el lys de sus pantalones de cuero, se inclinó sobre el desgraciado y no desperdició más de una fracción de segundo viendo cómo se enturbiaban sus ojos.
Lo agarró de la barbilla y le volvió la cara para que la mirara de frente.
—Míreme. ¡Míreme!
Los ojos desorbitados del macho se clavaron en ella y, cuando lo hicieron, ella acercó el lys.
—Usted sabe por qué estoy aquí y quién me envió. No fue Wrath.
Evidentemente, Montrag todavía debía tener suficiente oxígeno en el cerebro, porque alcanzó a modular con los labios el nombre de Rehvenge, antes de comenzar a cerrarlos de nuevo.
Ella le soltó la cara y le dio una bofetada.
—Preste atención, idiota. ¡Míreme!
El macho volvió a clavar los ojos en ella y ella volvió a agarrarle por la barbilla.
—Míreme.
Mientras presionaba el lys contra la cuenca del ojo, junto a la nariz, Xhex entró en su cerebro y activó toda clase de recuerdos. Ah… interesante. El macho había sido un verdadero hijo de puta, especializado en joder a la gente por dinero.
Las manos de Montrag se agarraron de la alfombra con fuerza, mientras trataba de gritar. El globo ocular salió del cráneo como una cucharada de melón dulce, tan perfectamente redondo y limpio como era posible. El ojo derecho salió con la misma facilidad y Xhex los guardó en una bolsita de terciopelo, mientras los brazos y las piernas de Montrag se sacudían sobre la valiosa alfombra, con los labios tan abiertos que era posible ver cada uno de sus dientes, incluyendo las muelas.
Xhex lo abandonó a su suerte, mientras salía por las puertas francesas que estaban detrás del escritorio y se desmaterializaba hasta el arce desde el cual había estudiado el lugar el día anterior. Esperó allí cerca de veinte minutos y luego vio cuando un doggen entraba al estudio, veía el cadáver y dejaba caer la bandeja de plata que llevaba en las manos.
Cuando la tetera y la taza de porcelana rebotaron contra el suelo, Xhex sacó su teléfono, lo abrió y marcó el número de Rehv. Cuando oyó su voz, dijo:
—Listo. Acaban de encontrarlo. La ejecución fue limpia y te estoy llevando el recuerdo. Nos vemos aproximadamente en diez minutos.
—Bien hecho —dijo Rehv con voz ronca—. Muy bien hecho.