21

Una hora después de que Trez devolviera la bandeja a la cocina, Rehv tenía el estómago completamente revuelto. Joder, si ya no podía comer ni cereales después de sus citas, ¿qué otra cosa le quedaba? ¿Plátanos? ¿Arroz blanco?

¿Papilla de bebé?

Y lo único que estaba jodido no era su sistema digestivo. Si hubiese podido sentir algo, seguramente tendría un dolor de cabeza que haría juego con una horrible sensación de náuseas. Cada vez que veía una luz, como cuando Trez abrió la puerta para mirarlo, los ojos de Rehv comenzaban a parpadear sin control y luego empezaba a salivar y a tragar compulsivamente. Así que debía de tener náuseas, aunque no las sintiera.

Cuando sonó su teléfono, puso la mano sobre el aparato y se lo llevó a la oreja sin volver la cabeza. Estaban ocurriendo muchas cosas en ZeroSum esa noche y tenía que estar al tanto.

—¿Sí?

—Hola… he visto una llamada perdida suya en mi móvil…

Los ojos de Rehv se clavaron en la puerta del baño, a través de la cual se veía el resplandor de una luz suave.

Ay, Dios, todavía no se había bañado.

Todavía estaba cubierto con los fluidos del sexo con la princesa.

Aunque Ehlena estaba como a tres horas de viaje y él no tenía una cámara enfrente, sintió que no debía hablar con ella en esas condiciones. No estaba bien.

—Hola —dijo con voz ronca.

—¿Está usted bien?

—Sí. —Lo cual era una absoluta mentira y el tono de su voz lo hacía evidente.

—Bueno, yo, ah… Como le he dicho, he visto una llamada suya… —Al oír un ruido ahogado que brotó de la boca de Rehv, Ehlena se detuvo—. Usted está enfermo.

—No…

—Por Dios santo, por favor venga a la clínica…

—No puedo. Yo… —Dios, no soportaba la idea de estar hablando con ella—. No estoy en la ciudad. Estoy al norte del estado.

Hubo una larga pausa.

—Yo le llevaré los antibióticos.

—No. —Ella no podía verlo así. Mierda, ella no podía volver a verlo nunca más. Estaba sucio. Era una puta sucia e impura, que dejaba que alguien a quien odiaba lo tocara, le mamara la polla, lo usara de la forma más soez y lo obligara a hacerle lo mismo a ella.

La princesa tenía razón. Él era un maldito consolador.

—¿Rehv? Déjeme ir a verlo…

—No.

—¡Maldita sea, no se haga eso! ¿Por qué no quiere cuidarse?

—¡Tú no puedes salvarme! —gritó él.

Después del estallido, Rehv pensó: Jesús… ¿qué he hecho?

—Lo siento… he tenido una mala noche.

Cuando Ehlena por fin habló, su voz parecía casi un susurro.

—No me haga eso. No me haga verlo un día en la morgue. No me haga eso.

Rehv cerró los ojos con fuerza.

—Yo no te estoy haciendo nada.

—Claro que sí. —La voz de Ehlena se quebró en un sollozo.

—Ehlena…

El gemido de desesperación que salió de su boca se sintió al otro lado de la línea con nitidez.

—Ay… Por Dios. Haga lo que le dé la gana. Mátese, allá usted.

Y colgó.

—Mierda. —Rehv se refregó la cara—. ¡Mierda!

Entonces se sentó y arrojó el teléfono contra la puerta de la habitación. Y justo cuando el aparato rebotó contra los paneles de madera y salió volando, él se dio cuenta de que había roto su teléfono y, con él, el número de Ehlena.

Con un rugido, se levantó de la cama con torpeza, apartando bruscamente las mantas, que cayeron al suelo. Y eso fue lo peor que pudo pasar porque, al levantarse como enloquecido, los pies se le enredaron en las mantas y aterrizó estrepitosamente contra el suelo. El impacto produjo una explosión como la de una bomba y el entarimado se sacudió mientras él se arrastraba tratando de alcanzar el teléfono, cuya pantalla todavía emitía un destello de luz.

Por favor, ay, por favor, si Dios existe…

Cuando estaba casi a punto de agarrar el teléfono, la puerta se abrió de par en par y aunque no alcanzó a golpearlo en la cabeza, sí le dio al teléfono, que salió volando como un disco de hockey en dirección opuesta. Mientras Rehv giraba sobre el suelo y se estiraba para alcanzarlo, le gritó a Trez:

—¡No me dispares!

Trez estaba en posición de ataque, con el arma apuntando primero a la ventana, luego al armario y por último hacia la cama.

—¿Qué demonios ha sido eso?

Rehv se estiró totalmente para agarrar el teléfono, que todavía estaba dando vueltas debajo de la cama. Cuando lo alcanzó, cerró los ojos y se lo acercó a la cara.

—¿Rehv?

—Por favor…

—¿Qué? Por favor… ¿qué?

Rehv abrió los ojos. La pantalla estaba parpadeando y entonces oprimió algunas teclas rápidamente. Llamadas recibidas… llamadas recibidas… llamadas re…

—Rehv, ¿qué demonios está pasando?

Ahí estaba. El número de Ehlena. Rehv se quedó mirando los siete dígitos que seguían al prefijo como si fuera la combinación de su propia caja de seguridad, tratando de memorizarlos todos al tiempo.

Entonces la pantalla se apagó y el dejó caer la cabeza sobre el brazo.

Trez se agachó a su lado.

—¿Estás bien?

Rehv salió de debajo de la cama y se sentó, mientras que la habitación le daba vueltas alrededor como un carrusel.

—Ay… mierda.

Trez se guardó el arma.

—¿Qué ha pasado?

—Se me cayó el teléfono.

—Claro. Por supuesto. Porque pesa tanto como para hacer esa clase de… Oye, tranquilo. —Trez lo agarró cuando estaba tratando de levantarse—. Ahora, ¿adónde vas?

—Necesito una ducha. Necesito…

En ese momento cruzaron por su mente más imágenes de él con la princesa. La vio con la espalda arqueada y esa malla roja rasgada a la altura del trasero, y él enterrado en lo profundo de su sexo, bombeando hasta que su púa se enganchó dentro de ella, de manera que su semen pudiera penetrar bien adentro.

Rehv se tapó los ojos con los puños.

—Necesito…

Ay, Jesús… Él tenía orgasmos cuando estaba con su chantajista. Y no sólo una vez, por lo general eyaculaba tres o cuatro veces. Al menos las prostitutas de su club, que odiaban lo que hacían por dinero, podían hallar consuelo en el hecho de que no disfrutaban haciéndolo. Pero la eyaculación de un macho lo decía todo, ¿no es así?

Las náuseas empeoraron y en un ataque de pánico se arrastró hasta el baño. Los cereales y las tostadas lograron liberarse y Trez permaneció a su lado para sostenerlo sobre el inodoro mientras vomitaba. Rehv no podía sentir las arcadas, pero estaba seguro de que su esófago debía de estar partiéndose en dos, porque después de un par de minutos de toser, tratar de respirar y ver estrellitas, comenzó a escupir sangre.

—Acuéstate —dijo Trez.

—No, la ducha…

—No estás en condiciones…

—¡Tengo que quitármela de encima! —vociferó Rehv y su voz se escuchó no sólo en la habitación sino por toda la casa—. Por Dios Santo… ¡No la soporto!

Hubo un momento de verdadera tensión. Rehv no era la clase de persona que pedía un salvavidas, aunque se estuviera ahogando, y nunca se quejaba del arreglo con la princesa. Sencillamente cumplía las citas, hacía lo que tenía que hacer y pagaba las consecuencias porque era el precio que tenía que pagar por mantener a salvo su secreto y el de Xhex.

«Pero a una parte de ti le gusta», señaló una vocecita interior. «Cuando estás con ella, puedes ser tú mismo sin tener que disculparte».

—Siento haberte gritado —le dijo a su amigo con voz ronca.

—No, no pasa nada, no te preocupes. No te culpo. —Trez lo levantó con cuidado del suelo y trató de recostarlo contra los lavabos—. Ya era hora.

Rehv se impulsó hacia la ducha.

—No —dijo Trez y lo empujó hacia atrás—. Déjame calentar el agua.

—Pero si no la voy a sentir.

—Tu temperatura corporal ya tiene suficientes problemas. Sólo espera ahí.

Mientras Trez se inclinaba hacia la ducha de mármol y abría la llave del agua, Rehv se quedó mirando su pene, que yacía flácido a lo largo de su muslo. Parecía la polla de otro, y eso le parecía bien.

—Tú eres consciente de que yo podría matarla si me lo pidieras —dijo Trez—. Podría hacer que pareciera un accidente. Nadie lo sabría.

Rehv negó con la cabeza.

—No quiero que te metas en este embrollo. Ya hay suficiente gente involucrada.

—La oferta sigue en pie.

—Lo tendré en cuenta.

Trez sacó la mano y la metió debajo del chorro. Mientras tenía la palma de la mano debajo del agua, sus ojos color chocolate se volvieron hacia Rehv y abruptamente se pusieron blancos de la rabia.

—Pero quiero que tengas claro que si te mueres despellejaré viva a esa perra siguiendo la tradición de los s’Hibe y le mandaré la piel a tu tío. Luego asaré su cuerpo y masticaré la carne hasta dejar sus huesos pelados.

Rehv sonrió un poco, mientras pensaba que eso no sería canibalismo, pues, desde el punto de vista genético, las Sombras tenían tanto en común con los symphaths como los humanos con los pollos.

—Eres todo un Hannibal Lecter —murmuró Rehv.

—Ya sabes cómo va esto. —Trez se sacudió el agua de la mano—. En mi pueblo solíamos cenar symphaths.

—¿Acaso vas a estropear tus habas?

—No, pero me podría tomar un buen Chianti para acompañarla y le pondría también patatas fritas. Me gusta comer patatas con la carne. Vamos, métete debajo de la ducha y quítate el hedor de esa puta de encima.

Trez se acercó y le ayudó a moverse.

—Gracias —dijo Rehv en voz baja, mientras los dos caminaban lentamente hacia la ducha.

Trez encogió los hombros, pues sabía muy bien que Rehv no estaba hablando de esa visita al baño.

—Tú harías lo mismo por mí.

—Cierto.

Bajo el chorro de agua, Rehv se frotó con jabón hasta que la piel le quedó roja y sólo salió de la ducha después de enjabonarse tres veces. Cuando cerró el grifo, Trez le alcanzó una toalla y él se secó lo más rápido que pudo para no perder el equilibrio.

—A propósito de favores… —dijo Rehv—. Necesito tu teléfono. Tu teléfono y un poco de privacidad.

—Está bien. —Trez lo ayudó a volver a la cama y lo tapó—. Joder, suerte que este edredón no aterrizó en la chimenea.

—Entonces, ¿me prestas tu teléfono?

—¿Vas a ponerte a jugar fútbol con él?

—No si me cierras la puerta.

Trez le entregó un Nokia.

—Cuídalo. Está nuevo.

Cuando se quedó solo, Rehv marcó con cuidado y presionó «llamar», con el alma colgando de un hilo y sin saber si había recordado bien el número o no.

Ring. Ring. Ring.

—Dígame…

—Ehlena, lo siento…

—¿Ehlena? —dijo una voz femenina—. Lo siento, aquí no hay ninguna Ehlena.

‡ ‡ ‡

Ehlena se quedó sentada en la ambulancia, conteniendo las lágrimas, porque eso era lo que estaba acostumbrada a hacer. Sabía que nadie estaba viéndola, pero el hecho de estar sola no marcaba ninguna diferencia. Mientras el café se enfriaba en el vaso doble y la calefacción funcionaba de manera intermitente, mantuvo la compostura porque eso era lo que siempre hacía.

Hasta que la radio emitió un pitido y la sacó de su entumecimiento.

—Base a cuatro —dijo Catya—. Base llamando a cuatro.

Cuando Ehlena se inclinó para tomar el transmisor del radio, pensó: ¿Lo ves? Ésa es exactamente la razón por la cual nunca puedes bajar la guardia. ¿Cómo podría responder si estuviera desecha en lágrimas? Imposible.

Ehlena presionó con el pulgar el botón de hablar.

—Aquí cuatro.

—¿Estás bien?

—Ah, sí. Sólo necesitaba… Ya estoy de regreso.

—No hay prisa. Tómate tu tiempo. Sólo quería asegurarme de que estuvieras bien.

Ehlena miró de reojo el reloj. Dios, eran casi las dos de la mañana. Llevaba casi dos horas sentada ahí, asfixiándose con el motor y la calefacción encendidos.

—Lo lamento. No tenía idea de qué hora era. ¿Necesitas la ambulancia?

—No, sólo estábamos preocupados por ti. Nos enteramos de que ayudaste a Havers con ese cadáver y…

—Estoy bien. —Bajó la ventanilla para que entrara un poco de aire y comenzó a andar—. No tardo, enseguida llego.

—No te preocupes. Escucha, ¿por qué no te tomas libre el resto de la noche?

—Está bien…

—No es una sugerencia. Y he cambiado los turnos para que mañana también tengas el día libre. Necesitas un descanso después de lo de hoy.

Ehlena quería protestar, pero sabía que parecería una actitud defensiva y, además, después de tomada la decisión, no había nada que discutir.

—Está bien.

—Tómate tu tiempo para regresar.

—Lo haré. Cambio y fuera.

Ehlena colgó el transmisor del radio y se dirigió al puente que la llevaría al otro lado del río. Cuando aceleró para tomar la rampa, su teléfono sonó.

Así que Rehv le estaba devolviendo la llamada. No le sorprendía.

Sacó el teléfono sólo para confirmar que era él y no porque tuviera la intención de contestarle.

¿Número desconocido?

Pulsó «contestar» y se puso el teléfono en la oreja.

—¿Aló?

—¿Eres tú?

La voz profunda de Rehv todavía le producía estremecimientos, aunque estaba furiosa con él. Y con ella misma. Básicamente le enfurecía toda la situación.

—Sí —dijo ella—. Pero éste no es su número.

—No, no lo es. Mi móvil tuvo un accidente.

Ehlena se apresuró a hablar antes de que él comenzara a disculparse.

—Mire, lo que le pase no es de mi incumbencia. Tiene usted razón, yo no lo puedo salvar…

—Pero ¿por qué quieres intentarlo?

Ella frunció el ceño. Si la pregunta hubiera sido formulada con un tono acusador o de autocompasión habría colgado y habría cambiado de número para que no volviera a llamarla. Pero en la voz de Rehv sólo se oía una sincera confusión. Eso y agotamiento.

—Sencillamente no lo entiendo… no entiendo por qué —murmuró Rehv.

La respuesta de Ehlena fue sencilla y le brotó del alma.

—¿Cómo podría no hacerlo?

—¿Y si no lo merezco?

Ella pensó en el cadáver de Stephan sobre esa camilla de acero inoxidable, en su cuerpo frío y lleno de golpes y magulladuras.

—Cualquiera al que le palpite el corazón merece ser salvado.

—¿Por eso te hiciste enfermera?

—No. Me hice enfermera porque algún día quiero ser médico. El instinto salvador es, sencillamente, mi forma de ver el mundo.

El silencio que se instaló entre los dos duró una eternidad.

—¿Estás en un coche? —dijo él después de un rato.

—En una ambulancia, en realidad. Voy de regreso a la clínica.

—¿Vas por ahí sola? —gruñó Rehv.

—Sí y puede ahorrarse el discurso machista. Tengo un arma debajo del asiento y sé cómo usarla.

Una risita se oyó al otro lado del teléfono.

—Está bien, eso me excita. Lo siento, pero así es.

Ella tuvo que sonreír.

—Usted me vuelve loca, ¿lo sabía? Aunque es un completo desconocido, me vuelve loca.

—En cierta forma me siento halagado. —Hubo una pausa—. Siento lo de hace un rato. He tenido una mala noche.

—Sí, bueno, yo también. Las dos cosas: también lo siento y también he tenido una mala noche.

—¿Qué sucedió?

—Es demasiado largo de explicar. ¿Qué hay de usted?

—Lo mismo.

Cuando Rehv se movió, las sábanas sonaron.

—¿Otra vez está acostado?

—Sí. Y, sí, esta vez tampoco quieres saberlo.

Ella sonrió.

—¿Otra vez me está diciendo que no debo preguntar qué lleva puesto?

—Exacto.

—Nos estamos empezando a repetir, ¿lo sabía? —Ehlena se puso seria—. Usted parece estar bastante enfermo. Tiene la voz ronca.

—Estoy bien.

—Mire, yo puedo llevarle lo que necesita. Si no puede ir a la clínica, yo puedo llevarle las medicinas. —El silencio que se oía al otro lado era tan denso y duró tanto que ella dijo—: ¿Hola? ¿Está usted ahí?

—Mañana por la noche… ¿podemos vernos?

Ehlena apretó el volante.

—Sí.

—Estoy en el último piso del Commodore. ¿Conoces ese edificio?

—Sí.

—¿Puedes ir a medianoche?

—Sí.

Rehv exhaló con resignación.

—Te estaré esperando. Ya sabes, último piso, apartamento de la izquierda. Conduce con cuidado, ¿vale?

—Lo haré. Y no vuelva a tirar el teléfono.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque si yo hubiese tenido un espacio abierto frente a mí, en lugar del parabrisas de una ambulancia, habría hecho lo mismo.

La risa de Rehv la hizo sonreír, pero se quedó seria cuando acabó la conversación y guardó de nuevo el teléfono en su bolso.

Aunque iba a una velocidad constante de cien kilómetros por hora y la carretera era recta y no tenía baches, Ehlena se sentía como si estuviera totalmente fuera de control, oscilando entre uno y otro carril y dejando un rastro de chispas mientras destrozaba el vehículo de la clínica.

Encontrarse con él al día siguiente por la noche, estar con él a solas en un lugar privado, era exactamente lo que no debía hacer.

Pero de todas maneras iba a hacerlo.