19

Rehv se despertó en su habitación de la casa de campo en los Adirondacks que usaba como refugio. Sabía dónde estaba por los ventanales que bajaban hasta el suelo y el fuego que chisporroteaba al otro extremo de la habitación; y también porque la parte delantera de la cama tenía unos querubines tallados en el bolillo de caoba. De lo que no estaba seguro era de cuántas horas habían transcurrido desde su cita con la princesa. ¿Una? ¿Cien?

Al otro lado de la habitación en penumbra, Trez estaba sentado en un sillón color sangre, leyendo bajo la luz amarilla de una lámpara de pie.

Rehv carraspeó.

—¿Qué libro es ese?

El Moro levantó la vista y sus ojos almendrados se clavaron en él con una intensidad de la que Rehv habría preferido prescindir.

—Estás despierto.

—¿Qué libro es?

—El Diccionario de la muerte de las Sombras.

—Una lectura ligera. Y yo que pensé que tú eras fanático de Candance Bushnell.[1]

—¿Cómo te sientes?

—Bien. Genial. Lleno de energía. —Rehv gruñó mientras se incorporaba un poco y se recostaba contra los almohadones. A pesar del abrigo de piel que le envolvía el cuerpo desnudo, las colchas, las mantas y los edredones que tenía encima, todavía estaba tan frío como el trasero de un pingüino, así que obviamente Trez debía de haberle inyectado una gran cantidad de dopamina. Al menos el antídoto había funcionado, así que ya habían pasado la asfixia y el ahogo.

Trez cerró lentamente la vieja tapa del libro.

—Sólo me estoy preparando, eso es todo.

—¿Para entrar en el sacerdocio? Pensé que lo tuyo era ser rey.

El Moro dejó el libro sobre una mesita que tenía al lado y se puso de pie. Después de estirar el cuerpo, se acercó a la cama.

—¿Quieres comer algo?

—Sí. Gracias.

—Vuelvo dentro de quince minutos.

Cuando la puerta se cerró detrás de su amigo, Rehv metió la mano en el bolsillo interior del abrigo de piel. Cuando sacó el teléfono y lo revisó, vio que no había mensajes. Ni de voz ni de texto.

Ehlena no lo había llamado. Pero ¿por qué tendría que hacerlo?

Entonces se quedó mirando el teléfono y acarició el teclado con el pulgar. Se moría por escuchar su voz, como si su dulce sonido pudiera borrar todo lo que había sucedido en esa cabaña.

Como si ella pudiera borrar las últimas dos décadas y media.

Rehv buscó en su lista de contactos y seleccionó el número de Ehlena. Probablemente estaba trabajando, pero si le dejaba un mensaje, tal vez lo llamara durante el descanso. Rehv vaciló, pero luego presionó el botón de llamada y se llevó el teléfono a la oreja.

Tan pronto como lo oyó timbrar, cruzó por su mente una imagen muy nítida de él teniendo sexo con la princesa, sus caderas bombeando dentro de ella y las sombras tan obscenas que proyectaba la luz de la luna sobre las tablas del suelo.

Entonces terminó la llamada rápidamente, sintiéndose como si hubiera estado revolcándose por el fango y la porquería.

Dios, no había bastantes duchas en el mundo para que él pudiera estar lo suficientemente limpio como para hablar con Ehlena. No había suficiente jabón ni desinfectante ni estropajo. Mientras se la imaginaba con su uniforme impecable de enfermera, ese cabello rubio rojizo recogido en una discreta coleta y esos zapatos blancos perfectos, Rehv se dio cuenta de que si alguna vez llegaba a tocarla, la mancharía para siempre.

Así que acarició la pantalla del teléfono con su pulgar entumecido, como si fuera la mejilla de Ehlena, y luego dejó caer la mano sobre la cama. Al ver las venas rojas de su brazo recordó otro par de cosas que había hecho con la princesa.

Nunca había pensado en su cuerpo como en un don particular. Era grande y musculoso, así que era útil, y al sexo opuesto le gustaba, lo cual significaba una especie de ventaja para él. Y funcionaba bien… bueno, excepto por los efectos secundarios que sufría a causa de la dopamina y la alergia al veneno de escorpión.

Pero, en realidad, ¿quién quería llevar la cuenta?

Mientras yacía en su cama en medio de la penumbra, con el teléfono en la mano, Rehv vio más escenas abominables del rato que había pasado con la princesa… Ella mamándole la polla, él inclinado sobre ella y follándola por detrás, su boca lamiéndola entre los muslos. Recordó lo que sentía cuando la púa de su polla se enganchaba y los dos quedaban unidos.

Luego pensó en Ehlena mientras le estaba tomando la tensión arterial… y cómo se había alejado de él.

Había hecho muy bien en marcar las distancias.

No debía llamarla.

Con un cuidado deliberado, Rehv movió su pulgar sobre las teclas y abrió su lista de contactos. No vaciló cuando la borró de la lista y, mientras que ella desaparecía de su teléfono, una inesperada sensación de tibieza invadió su pecho… y algo en su interior le dijo que, dado el terrible estigma, heredado de su madre, que pesaba sobre él, acababa de hacer lo correcto.

La próxima vez que fuera a la clínica, pediría que le mandaran otra enfermera. Y si volvía a ver a Ehlena, la dejaría en paz.

En ese momento entró Trez, con una bandeja en la que había cereales, una taza de té y tostadas.

—Mmm —dijo Rehv, sin ningún entusiasmo.

—Sé buen chico y cómete eso. Después te traeré huevos con tocino.

Cuando Trez le puso la bandeja sobre las piernas, Rehv dejó el teléfono sobre el abrigo de piel y agarró una cuchara. De repente, y sin tener ninguna razón en absoluto, dijo:

—¿Alguna vez has estado enamorado, Trez?

—No. —El Moro regresó a su sillón en el rincón y la lámpara iluminó su rostro apuesto y moreno—. Vi cuando iAm lo intentó y decidí que eso no era para mí.

—¿iAm? No te creo. No sabía que tu hermano tuviera una hembra.

—No habla de ella y yo nunca llegué a conocerla. Pero tuvo una época fatal, se sentía miserable, agobiado por un sufrimiento que sólo puede causar una hembra.

Rehv espolvoreó azúcar sobre su tazón de cereales y lo removió.

—¿Crees que algún día te aparearás?

—No. —Trez sonrió y sus dientes perfectos resplandecieron—. ¿Por qué me haces esas preguntas?

Rehv se llevó la cuchara a la boca y comió.

—Por nada en especial.

—Sí. Claro.

—Estos cereales están deliciosos.

—Tú odias los cereales.

Rehv se rió entre dientes y siguió comiendo para mantener la boca cerrada, mientras pensaba que el tema del amor estaba fuera de su área de intereses. A diferencia del trabajo.

—¿Ha pasado algo en los clubes? —preguntó.

—Todo tranquilo hasta ahora.

—Bien.

Rehv terminó lentamente los cereales mientras se preguntaba por qué, si todo iba bien en Caldwell, sentía esa sensación de inquietud en las entrañas.

Probablemente era la comida, pensó.

—¿Has llamado a Xhex para decirle que estoy bien?

—Sí —dijo Trez, al tiempo que agarraba el libro que había estado leyendo—. Y me siento fatal, porque le he mentido.

‡ ‡ ‡

Xhex estaba sentada detrás de su escritorio, mirando a dos de sus mejores gorilas, Rob el Grande y Tom el Silencioso. Eran humanos, pero eran inteligentes y, vestidos con esos vaqueros de cintura caída, proyectaban una engañosa actitud de jovialidad, que era exactamente lo que ella estaba buscando.

—¿Qué podemos hacer por usted, jefa? —preguntó Rob el Grande.

Mientras se inclinaba hacia delante en la silla, Xhex se sacó un fajo de billetes del bolsillo de atrás de sus pantalones de cuero. Lo hizo con gesto deliberado, los repartió en dos montones y los deslizó hacia ellos.

—Necesito que hagáis un trabajo extra para mí.

Los hombres se apresuraron a asentir con la cabeza y a agarrar los billetes.

—Lo que quiera —dijo Rob el Grande.

—Durante el verano tuvimos un camarero al que despedimos por robar. Se llama Grady. ¿Os acordáis de él?

—Vi lo de Chrissy en el periódico.

—Maldito desgraciado —anotó Tom el Silencioso.

A Xhex no le sorprendió que sus ayudantes conocieran la historia.

—Quiero que encontréis a Grady. —Cuando vio que Rob el Grande comenzaba a hacer sonar sus nudillos, negó con la cabeza—. No. Lo único que quiero es que me consigáis una dirección. Si él os ve, lo saludáis y os marcháis sin decirle ni hacerle nada. ¿Está claro? No quiero que lo toquéis.

Los dos sonrieron con malicia.

—No hay problema, jefa —murmuró Rob el Grande—. Se lo dejaremos a usted.

—La policía también lo está buscando.

—Me imagino que sí.

—Pero no queremos que la policía se entere de lo que vais a hacer, quiero decir… de que lo estáis buscando.

—No hay problema.

—Yo me encargaré de cubrir vuestros turnos. Cuanto más pronto lo encontréis, más contenta estaré.

Rob el Grande miró a Tom el Silencioso. Después de un momento, los dos se sacaron del bolsillo los billetes que ella les había dado y los deslizaron sobre la mesa, de vuelta hacia ella.

—Lo haremos por Chrissy, jefa. No se preocupe.

—Con vosotros a cargo de este trabajo, sé que no tengo que preocuparme.

Después de que la puerta se cerró detrás de ellos, Xhex se pasó las palmas de las manos por las piernas, hacia arriba y hacia abajo, haciendo presión sobre los cilicios para que se clavaran en su piel. Se moría de ganas de salir a buscarlo ella misma, pero con Rehv de viaje y los negocios que se iban a realizar esa noche, no podía abandonar el club. Además, tampoco podía ir a buscar a Grady personalmente. Ese detective de homicidios debía estar vigilándola.

Entonces clavó los ojos en el teléfono y sintió ganas de maldecir. Hacía un rato que Trez la había llamado para decirle que Rehv ya había terminado su asunto con la princesa, pero el sonido de la voz del Moro le había revelado algo muy distinto a lo que quería decirle con sus palabras: el cuerpo de Rehv ya no soportaba más esa tortura.

Ésa era otra situación que se veía obligada a tolerar sin poder hacer nada, sólo esperar.

La impotencia no era una condición que le resultara muy familiar, pero cuando se trataba de la princesa, estaba acostumbrada a sentirse impotente. Veinte años atrás, cuando las decisiones de Xhex los pusieron en esa situación, Rehv le había dicho que se haría cargo del asunto pero con una condición: ella lo dejaría manejar las cosas a su manera, sin interferir. La había hecho jurar que se mantendría al margen; y aunque a veces la preocupación era insoportable, había cumplido su promesa y vivía con el peso de saber que Rehv se había visto obligado a entregarse a esa perra por culpa suya.

Maldición, cómo le gustaría que Rehv perdiera el control algún día y le reprochara lo que había hecho, que la culpara y se enfadara con ella. Aunque sólo fuera una vez. Pero, en lugar de eso, él seguía tolerando la situación y pagando la deuda de Xhex con su cuerpo.

Ella lo había convertido en una puta.

Xhex salió de su oficina porque ya no soportaba pasar más tiempo a solas, y al llegar a la zona más animada del club rezó para que hubiese alguna riña entre los asistentes, algo como un triángulo amoroso que estallaba en plena pista de baile y en el que un tipo golpeara a otro por una mujerzuela de labios de silicona y tetas de plástico. O tal vez un encuentro clandestino que salía mal en el baño de hombres del entresuelo. Mierda, estaba tan desesperada que era capaz de desquitarse con un borracho que estuviera enfadado con su jefe o con una pareja que hubiese pasado del manoseo a la penetración en algún rincón oscuro.

Necesitaba golpear algo y su mejor oportunidad era desquitarse con el populacho. Si sólo hubiese…

Pero tenía tanta suerte que todo el mundo parecía estar comportándose bien esa noche.

Malditos cabrones.

Después de un rato terminó en la zona VIP, porque estaba a punto de enloquecer a sus gorilas con sus neuróticos paseos, en espera de que alguien mordiera el anzuelo. Y, además, tenía que ocuparse de un negocio importante.

Al pasar la cuerda de terciopelo, sus ojos se dirigieron a la mesa de la Hermandad. John Matthew y sus amigos no estaban, pero, claro, a esa hora todavía debían de estar cazando restrictores. Si les quedaba tiempo, pasarían a tomarse unas cervezas más tarde.

Pero no le importaba si John aparecía.

En absoluto.

Xhex se dirigió a iAm y preguntó:

—¿Estamos listos?

El Moro asintió con la cabeza.

—Rally tiene la mercancía preparada. Los compradores llegarán dentro de veinte minutos.

—Bien.

Esa noche se iban a cerrar dos negocios que implicaban cifras de seis dígitos; y con Rehv fuera de combate y Trez de viaje con él, iAm y ella estaban encargados de las transacciones. Aunque el dinero iba a cambiar de manos en la oficina, la mercancía se iba a entregar por el callejón, porque cuatro kilos de puro polvo suramericano no era la clase de cosa que ella quería tener paseándose por todo el club. Mierda, el hecho de que los compradores fueran a pagar con dinero en efectivo, guardado en maletines, ya era suficiente problema.

Xhex estaba junto a la puerta de la oficina cuando vio a Marie-Terese acercándose a un tipo que llevaba traje. El hombre la miraba con reverencia y asombro, como si ella fuera el equivalente femenino de un coche deportivo del que alguien acababa de entregarle las llaves.

La luz se reflejó en la argolla que llevaba en el dedo al sacar la cartera.

Marie-Terese negó con la cabeza y alzó su preciosa mano para detenerlo, luego levantó al tipo hasta ponerlo de pie y lo condujo a los baños privados que había al fondo, donde recibiría el dinero.

Xhex dio media vuelta y se encontró frente a la mesa de la Hermandad.

Al mirar hacia el lugar donde solía sentarse John Matthew, Xhex pensó en el cliente de Marie-Terese. Estaba segura de que ese hijo de puta que estaba a punto de pagar quinientos dólares por una mamada o una follada, o tal vez mil por las dos, no miraba a su esposa con esa misma excitación y lujuria. Era la fantasía. El tipo no sabía nada de Marie-Terese, no tenía idea de que, hacía dos años, su ex marido había raptado a su hijo y ella estaba trabajando en eso para recuperar al chico. Para él, ella era un apetitoso pedazo de carne, algo con lo que podía jugar y abandonar después. Sin problemas. Sin ataduras.

Todos los desgraciados eran así.

Y así era también John Matthew. Ella era una fantasía para él. Nada más. Una mentira erótica que evocaba cada vez que quería masturbarse, lo cual, de hecho, era algo de lo que no lo podía culpar, pues ella estaba haciendo lo mismo con él. Y la ironía era que él era uno de los mejores amantes que había tenido, aunque eso se debía a que podía hacerle lo que quisiera, durante el tiempo que quisiera, hasta saciarse. Y nunca había ninguna queja, ninguna exigencia, ningún reproche.

Sin problemas. Sin ataduras.

De pronto Xhex oyó la voz de iAm en el audífono.

—Los compradores acaban de entrar.

—Perfecto. Vamos.

Ahora se encargaría de los negocios. Luego tenía un trabajo privado que hacer, algo que esperaba con ilusión. Al final de la noche, Xhex tendría exactamente el tipo de desfogue que necesitaba.

‡ ‡ ‡

Al otro lado de la ciudad, en un tranquilo callejón de un vecindario seguro, Ehlena estaba estacionada frente a una modesta casa de estilo colonial, sin poder moverse.

La llave no quería entrar en el contacto.

Después de haber terminado lo que debía ser la parte más difícil del viaje, después de haber entregado a Stephan a sus seres queridos, resultaba toda una sorpresa que fuera tan difícil meter la maldita llave en el contacto.

—Vamos… —Ehlena trató de concentrarse para que su mano dejara de temblar. Y terminó viendo cómo el pedazo de metal parecía no encontrar el agujero al que pertenecía.

Se recostó en el asiento y soltó una maldición por estar empeorando el sufrimiento de la familia, pues sabía que esa ambulancia aparcada a la puerta de su casa no era más que otro recordatorio de la tragedia.

Como si haber recibido el cadáver de su hijo amado no fuera suficiente.

Ehlena volvió la cabeza y se quedó mirando las ventanas de la casa. Se veía la sombra de la gente que se movía al otro lado de las cortinas.

Después de aparcar marcha atrás a la entrada de la casa, Alix había entrado y ella se había quedado esperando en medio de la noche. Un momento después, la puerta del garaje se había abierto y Alix había salido con un macho mayor que tenía un gran parecido con Stephan. Ella lo había saludado con una inclinación de cabeza y se habían estrechado la mano, luego había abierto la puerta trasera de la ambulancia. El macho tuvo que taparse la boca con la mano y Alix y ella sacaron la camilla.

—Mi hijo… —había gemido el macho.

Ehlena nunca iba a olvidar el sonido de esa voz. Parecía hueca. Sin esperanza. Desconsolada.

El padre de Stephan y Alix lo habían llevado a la casa y, al igual que en la morgue, poco después se había escuchado un alarido. Esta vez, sin embargo, era el alarido de una hembra, la madre de Stephan.

Alix había regresado, mientras Ehlena metía la camilla en la ambulancia y había parpadeado rápidamente, como si estuviera frente a un viento terrible. Después de presentar sus respetos y despedirse de él, ella se había sentado detrás del volante… y no había podido arrancar el maldito vehículo.

Ehlena vio que, al otro lado de las cortinas, dos figuras se abrazaban. Y luego fueron tres. Y luego llegaron más.

Sin tener ninguna razón evidente, pensó en las ventanas de la casa que su padre y ella habían alquilado, todas cubiertas con papel de aluminio para aislarse del mundo.

¿Quién velaría su cuerpo amortajado cuando terminara su vida? Su padre casi siempre la reconocía, pero la conexión emocional sólo se producía en algunas ocasiones. El personal de la clínica era muy amable, pero eran relaciones de trabajo, no personales. Y Lusie recibía un sueldo por ir a cuidar a su padre.

¿Quién se haría cargo de su padre?

Ella siempre había asumido que él se iba a morir primero, pero, claro, seguramente la familia de Stephan había pensado algo parecido.

Desvió la mirada y se quedó mirando a través del parabrisas de la ambulancia.

La vida era demasiado corta, independientemente de la cantidad de años que vivieras. Cuando a la gente le llegaba la hora, Ehlena no creía que hubiese nadie que estuviera preparado para dejar a sus amigos y a su familia, a las cosas que lo hacían feliz, ya fuera que tuviera quinientos años, como su padre, o cincuenta, como Stephan.

El tiempo era una fuente inagotable de días y noches, pero sólo para el universo.

Y eso le hizo preguntarse qué diablos estaba haciendo ella con su tiempo. Su trabajo le daba un sentido, un propósito, por supuesto, y cuidar a su padre también era un objetivo. Su vida no estaba vacía, tenía obligaciones. Pero ¿hacia dónde iba? A ninguna parte. Y no sólo porque estuviese sentada en esa ambulancia, sin poder ir a ninguna parte porque las manos no dejaban de temblarle.

La cuestión era que no quería cambiar su rutina, no quería dejar de ocuparse de su trabajo ni de su padre. Sólo quería algo para ella, algo que la hiciera sentirse viva.

De repente pensó en los ojos color amatista de Rehvenge y, como si fuera una cámara que se va alejando poco a poco, luego vio su cara afilada, su peinado, su ropa elegante y su bastón.

Esta vez, cuando trató de meter la llave en el contacto, la cosa funcionó y el motor lanzó un rugido. Al sentir una oleada de aire frío que salía del ventilador, apagó la calefacción, puso en marcha el vehículo y salió de la casa, del callejón y del vecindario.

Que ya no le pareció tan tranquilo.

Detrás del volante, sintió que iba conduciendo pero que al mismo tiempo estaba en otra parte, atrapada en la contemplación de la imagen de un macho que no podía tener, pero que necesitaba con urgencia en ese momento.

Ehlena pensó que sus sentimientos eran inapropiados en muchos sentidos. Por Dios, eran una traición a Stephan, aunque en realidad no había llegado a conocerlo. Sencillamente, le parecía una falta de respeto eso de estar deseando a un macho, mientras que los seres queridos de otro que podía haber llegado a ser algo para ella lloraban su muerte.

Daba igual lo que sintiera. De todas maneras, seguía deseando a Rehvenge.

—Maldición.

La clínica estaba al otro lado del río y Ehlena se alegró, porque en ese momento no se sentía capaz de enfrentarse al trabajo. Estaba demasiado sensible, triste y enojada con ella misma.

Lo que necesitaba era…

Un café. Ah, sí, eso era exactamente lo que necesitaba.

A unos ocho kilómetros de allí, en una plaza alrededor de la cual había un supermercado, una floristería, una tienda en la que vendían gafas de sol y un Blockbuster, encontró un Starbucks que estaba abierto hasta las dos de la mañana. Aparcó la ambulancia y se bajó.

Cuando salió de la clínica con Alix y Stephan no se le ocurrió ponerse el abrigo, así que se aferró a su bolso y corrió hasta la acera para llegar cuanto antes al establecimiento. El lugar era muy parecido a todos los demás: madera roja, suelo de baldosas grises oscuras, muchas ventanas, sillas cómodas y mesas pequeñas. Sobre el mostrador había unas tazas a la venta, una vitrina con un surtido de galletas de limón y brownies y bollos; y dos humanos de unos veinte años que estaban encargados de las cafeteras. El aire olía a avellana, a café y a chocolate. Y ese aroma borró de su nariz el olor a hierbas de las mortajas.

—¿Puedo ayudarla? —preguntó el chico más alto.

—Un latte grande, con espuma, sin crema. Para llevar.

El humano sonrió y se quedó mirándola. Tenía una barba oscura, recortada, y llevaba un aro en la nariz; en su camiseta estaba escrito el nombre de una banda representada por unas gotas rojas que podrían haber sido sangre o salsa de tomate.

—¿Quiere algo más? Los rollos de canela están espectaculares.

—No, gracias.

El chico se quedó mirándola mientras le preparaba el café y, para evitar la incomodidad que eso le producía, Ehlena abrió su bolso y miró su teléfono, por si Lusie…

Tenía una llamada perdida.

Ehlena oprimió el botón, mientras rogaba que no se tratara de nada relacionado con su padre…

Entonces apareció el número de Rehvenge, aunque no su nombre, pues ella todavía no lo había agregado a su lista de contactos. Ehlena se quedó mirando el número.

Dios, era como si él le hubiese leído el pensamiento.

—Su café. ¿Hola?

—Lo siento. —Ehlena volvió a guardar el teléfono, tomó el café entre sus manos frías y le dio las gracias.

—Le he puesto doble vaso, para que no se queme.

—Gracias.

—Oiga, ¿trabaja en uno de los hospitales que están cerca? —preguntó el chico mientras le miraba el uniforme.

—En una clínica privada. Gracias otra vez.

Ehlena salió rápidamente y se subió a la ambulancia. Una vez detrás del volante, puso los seguros de las puertas, arrancó el motor y encendió la calefacción de inmediato, porque el aire todavía estaba tibio.

El café estaba realmente bueno. Muy calentito. Delicioso.

Volvió a sacar el teléfono, fue al registro de llamadas recibidas y buscó el número de Rehvenge.

Respiró profundamente y le dio un sorbo grande al café.

Luego oprimió el botón de llamada.

El número tenía un prefijo peculiar. Curioso. ¿De dónde sería?