18

Ehlena estaba en la puerta de la morgue de la clínica, con los brazos cruzados sobre el pecho, el corazón en la garganta y rezando. A pesar del uniforme que llevaba puesto, no estaba allí como profesional y el cartel que rezaba «sólo personal autorizado», y que estaba a la altura de sus ojos, le bloqueaba el paso tanto como a cualquiera que fuera vestido de calle. Los minutos pasaban tan lentos como siglos mientras ella seguía mirando el cartel como si se le hubiese olvidado leer. Las palabras «sólo personal» estaban sobre uno de los batientes de la puerta y la palabra «autorizado» estaba sobre el otro. En letras grandes y rojas. Debajo había una traducción en Lengua Antigua.

Alix acababa de entrar con Havers.

Por favor… que no sea Stephan. Por favor, permite que el NN no sea Stephan.

El alarido que se escuchó a través de las puertas la hizo cerrar los ojos con tanta fuerza que la cabeza comenzó a darle vueltas.

Después de todo, no la habían dejado plantada.

Diez minutos después, Alix salió de la morgue, pálido y con los ojos rojos, como si hubiese derramado muchas lágrimas. Havers iba detrás; el médico también parecía desconsolado.

Ehlena dio un paso adelante y abrazó a Alix.

—Lo siento.

—¿Cómo… cómo voy a decírselo a sus padres… Ellos no querían que yo viniera aquí… Ay, Dios…

Ehlena lo mantuvo abrazado hasta que Alix se enderezó y se pasó las dos manos por la cara.

—Estaba muy ilusionado con la idea de salir contigo.

—Yo también.

Havers le puso una mano a Alix en el hombro.

—¿Quieres llevártelo?

El macho se volvió hacia las puertas, mientras hacía un gesto desgarrador con la boca.

—Seguramente querrán empezar pronto con… los rituales fúnebres… pero…

—¿Quieres que lo embalsame? —preguntó Havers en voz baja.

Alix cerró los ojos y asintió con la cabeza.

—No podemos dejar que su madre vea su cara. Eso la mataría. Y yo lo haría, sólo que…

—Nosotros nos encargaremos —dijo Ehlena—. Puedes confiar en que lo trataremos con respeto y reverencia.

—No creo que yo sea capaz… —Alix se volvió a mirarla—. ¿Crees que eso me convierte en una mala persona?

—No. —Lo agarró de las manos—. Y te prometo que lo haremos con amor.

—Pero yo debería ayudar…

—Puedes confiar en nosotros. —Al ver que el macho parpadeaba rápidamente, Ehlena lo condujo lejos de las puertas de la morgue—. Quiero que esperes en una de las salitas.

Ehlena acompañó al primo de Stephan por el corredor hasta un pasillo lleno de habitaciones. Cuando pasó otra enfermera, le pidió que lo llevara a una sala de espera y luego regresó a la morgue.

Antes de entrar, respiró profundamente y enderezó los hombros. Luego abrió las puertas de un empujón y sintió el olor a hierbas y vio a Havers al lado de un cuerpo que estaba cubierto con una sábana blanca. Ehlena se tambaleó.

—Me da mucha pena —dijo el médico—. Mucha pena. No quería que ese pobre chico viera a su primo así, pero él insistió en verlo después de identificar la ropa. Tenía que verlo.

—Porque tenía que estar seguro. —Eso era lo que ella habría querido de haber estado en esa misma situación.

Havers levantó la sábana y la dobló a la altura del pecho y Ehlena se tuvo que tapar la boca con la mano para contener un grito.

La cara golpeada y sucia de Stephan estaba casi irreconocible.

Ehlena tragó saliva una vez. Y luego otra. Y luego una tercera.

Querida Virgen Escribana, hacía veinticuatro horas este chico estaba vivo. Vivo y caminando por el centro, pensando en encontrarse con ella. Luego había tomado una mala decisión al girar por una calle y no por otra, y había terminado allí, sobre una cama helada de acero inoxidable, esperando su funeral.

—Traeré las mortajas —dijo Ehlena con voz ronca, mientras Havers quitaba completamente la sábana.

La morgue era un espacio pequeño, con sólo seis unidades de refrigeración y dos mesas de reconocimiento, pero estaba bien provista de equipo y suministros. Las mortajas ceremoniales estaban guardadas en un armario junto al escritorio y, cuando abrió la puerta, un olor a hierbas frescas invadió el ambiente. Las tiras de tela tenían siete centímetros de ancho y estaban dispuestas en rollos que tenían el tamaño de dos puños de Ehlena. Impregnadas con una mezcla de romero, lavanda y sal marina, despedían un olor bastante placentero, que de todas maneras la hacía retroceder cada vez que lo sentía.

Era el olor de la muerte.

Ehlena sacó diez rollos y se los puso entre los brazos, luego regresó a donde estaba el cadáver de Stephan completamente expuesto, con sólo una tela sobre las caderas.

Después de un momento, Havers salió de un cuarto que había al fondo, vestido con una bata negra atada con un cinturón negro. Alrededor del cuello, colgada de una cadena de plata larga y pesada, llevaba una herramienta cortante muy afilada, que era tan vieja que la filigrana del mago tenía puntos negros dentro del diseño curvilíneo.

Ehlena inclinó la cabeza mientras Havers recitaba las oraciones de rigor a la Virgen Escribana para rogar por el descanso de Stephan y su tranquilo paso al Ocaso. Cuando el doctor estuvo listo, ella le pasó el primer rollo de tela y comenzaron con la mano derecha de Stephan, tal como se acostumbraba. Con toda suavidad y cuidado, Ehlena sostuvo el brazo frío y gris, mientras Havers envolvía la carne con fuerza, doblando la tira de lino sobre sí misma. Cuando llegaron al hombro, comenzaron con la pierna derecha; luego la mano izquierda y la pierna izquierda.

Cuando levantaron la tela que tenía sobre las caderas, Ehlena se dio la vuelta para no mirar, como debía hacerlo por ser hembra. En el caso de que el cadáver fuera de una hembra, ella no habría tenido que volverse, pero un asistente macho sí habría tenido que hacerlo como muestra de respeto. Después de que las caderas quedaron amortajadas, cubrieron el torso hasta el pecho y luego los hombros.

Con cada vuelta del lino, el olor a hierbas penetraba en su nariz hasta que sintió que no podía respirar.

O tal vez no era el olor lo que impregnaba el aire; lo que no la dejaba respirar eran los pensamientos que bullían en su cabeza. ¿Acaso él habría sido su futuro? ¿Habría ella llegado a conocer su cuerpo si hubieran tenido la oportunidad? ¿Acaso ese macho podría haber sido su hellren y el padre de sus hijos?

Preguntas que nunca tendrían respuesta.

Ehlena frunció el ceño. No, en realidad, sí habían sido resueltas.

La respuesta a cada una de ellas era «no».

Mientras le entregaba otro rollo al médico de la raza, Ehlena se preguntó si Stephan habría llevado una vida plena y satisfactoria.

No, pensó. Había sido estafado. Completamente estafado.

Engañado.

La cara era lo último que se cubría y Ehlena levantó la cabeza de Stephan mientras el doctor le envolvía lentamente el lino. Le costaba trabajo respirar y, cuando Havers le cubrió los ojos, una lágrima rodó por su mejilla y aterrizó sobre la tela blanca.

Havers le puso una mano sobre el hombro y luego terminó el trabajo.

La sal que contenían las fibras del lino servía para sellar la piel, de manera que ningún fluido se escapara de la tela, y el mineral también preservaba el cuerpo para el sepulcro. Las hierbas servían para ocultar cualquier olor, pero también simbolizaban los frutos de la tierra y los ciclos del crecimiento y la muerte.

Ehlena soltó una maldición y regresó al gabinete para sacar un sudario negro con el que Havers y ella envolvieron a Stephan. El color negro simbolizaba la carne mortal y corruptible y el blanco simbolizaba la pureza y la incandescencia del alma dentro de su hogar eterno en el Ocaso.

Alguna vez había oído que los rituales cumplían un propósito importante más allá de las funciones prácticas. Se suponía que ayudaban en la recuperación psicológica, pero allí, junto al cadáver de Stephan, Ehlena sintió que eso no era más que un invento. No era más que una falsa manera de clausurar el asunto, un patético intento de contener las exigencias de un destino cruel con una tela que despedía un dulce aroma.

Como un forro limpio con el que se cubría la mancha de sangre de un sofá.

Guardaron un minuto de silencio junto a la cabeza de Stephan y luego sacaron la camilla por la puerta de atrás de la morgue y la empujaron hasta el sistema de túneles que iba por debajo hasta los garajes. Allí pusieron a Stephan en una de las cuatro ambulancias que habían sido camufladas para que parecieran exactamente iguales a las que usaban los humanos.

—Yo los llevaré a la casa de sus padres —dijo Ehlena.

—¿Necesita que alguien la acompañe?

—Creo que Alix estará mejor si no hay más gente.

—Entonces, tenga cuidado, ¿está bien? Y no sólo con ellos, sino por su propia seguridad.

—Sí. —En cada una de las ambulancias había una pistola debajo del puesto del conductor y cuando Ehlena comenzó a trabajar en la clínica, Catya le había enseñado a disparar; por eso estaba segura de que podría controlar cualquier situación que se le presentara.

Cuando Havers y ella cerraron las puertas de la ambulancia, Ehlena miró de reojo hacia la entrada del túnel.

—Creo que voy a regresar a la clínica por el estacionamiento, necesito un poco de aire.

Havers asintió con la cabeza.

—Y yo haré lo mismo. Me parece que también necesito aire.

Así que los dos salieron a la noche fría y clara.

‡ ‡ ‡

Como la buena puta que era, Rehv hizo todo lo que le pidieron. El hecho de que fuera brusco e inclemente era una concesión a su libre albedrío… y, claro, parte de la razón por la cual a la princesa le encantaba su acuerdo.

Cuando todo terminó y los dos estaban exhaustos —ella por haber tenido tantos orgasmos y él porque el veneno de escorpión ya había entrado en su torrente sanguíneo—, esos malditos rubíes seguían donde él los había arrojado. En el suelo.

La princesa estaba despatarrada contra el marco de la ventana, resoplando y con los dedos de tres falanges completamente extendidos, probablemente porque sabía que eso asqueaba a Rehv; él estaba al otro lado de la cabaña, lo más lejos de ella que podía, de pie, tambaleándose sobre sus débiles piernas.

Mientras trataba de respirar, Rehv pensó que odiaba la manera como el aire de la cabaña olía a sexo sórdido. Al mismo tiempo, el aroma de ella lo cubría por completo, como un manto, sofocándolo tanto que a pesar de que tenía sangre symphath en sus venas, sentía deseos de vomitar. Aunque tal vez sólo fuera por el efecto del veneno. Qué diablos importaba.

La princesa levantó una de sus manos huesudas y señaló la bolsita de terciopelo.

—Recógelos.

Rehv la miró a los ojos y negó con la cabeza lentamente.

—Será mejor que vuelvas ya a tu casa con nuestro tío —dijo con voz ronca—. Estoy seguro de que empezará a desconfiar si tardas en regresar.

En eso tenía razón. El hermano de su padre era un sociópata calculador y desconfiado. Exactamente igual que ellos dos.

Era un rasgo de familia, como decían.

La túnica de la princesa se levantó mágicamente del suelo y fue flotando hasta donde se encontraba su dueña; mientras estaba suspendida en el aire, ella sacó de un bolsillo interno una faja ancha y roja. Después se la metió entre las piernas para cubrir su sexo y conservar lo que él había dejado en su interior. Luego se vistió y cubrió con un pliegue la rasgadura que él le había hecho en la túnica. Por último se puso el cinturón de oro, o al menos Rehv suponía que era de oro pues reflejaba la luz.

—Saluda a mi tío de mi parte —dijo Rehv arrastrando las palabras—. Bueno… tal vez sea mejor que no lo hagas.

—Re-có-ge-los.

—O te inclinas tú misma para recoger esa bolsa o te irás sin ella.

Los ojos de la princesa brillaron con esa clase de rabia que hace que sea tan divertido discutir con asesinos, y los dos se quedaron mirándose con odio durante unos cuantos minutos.

Pero la princesa fue la primera en ceder. Tal como él había previsto.

Para satisfacción de Rehv, fue ella la que los recogió y su capitulación casi lo hizo eyacular otra vez, pues su púa amenazaba con engancharse en algo, a pesar de que no tenía nada cerca.

—Podrías ser rey —dijo ella, mientras estiraba la mano y levantaba los rubíes del suelo con el pensamiento—. Mátalo y podrías ser rey.

—Si te mato a ti, podría ser feliz.

—Tú nunca serás feliz. Eres de otra raza y vives una mentira entre inferiores. —La princesa sonrió. Su rostro reflejaba un verdadero placer—. Excepto cuando estás aquí conmigo. Aquí puedes ser sincero. Hasta el próximo mes, mi amor.

La princesa le mandó un beso con sus manos horrorosas y se desmaterializó, desapareciendo de la misma manera en que se evaporaba su aliento afuera de la cabaña, devorado por el aire de la noche.

Las rodillas de Rehv se doblaron y él se desplomó sobre el suelo como un costal de huesos. Mientras yacía allí, sobre las tablas burdas, sintió todo: cómo se retorcían los músculos de sus muslos, la comezón en la punta de su polla a medida que el prepucio volvía a su lugar, la compulsión a tragar saliva que le producía el veneno de escorpión.

Mientras que el aire de la cabaña se enfriaba, Rehv sintió un ataque de náuseas que subían como una oleada fétida y grasienta desde su estómago duro hasta su garganta. Entonces trató de vomitar y abrió la boca, pero no salió nada.

Sabía bien que no debía comer nada antes de una de esas citas.

Trez entró por la puerta de manera tan sigilosa que sólo cuando vio sus botas frente a su cara, Rehv se dio cuenta de la presencia de su amigo.

El Moro le habló con suavidad.

—Vamos a sacarte de aquí.

Rehv esperó a que se le pasaran las arcadas para tratar de levantarse del suelo.

—Déjame… espera que me vista.

El veneno de escorpión iba avanzando a toda velocidad por su sistema nervioso central, bloqueando sus terminales nerviosas, de modo que arrastrarse hasta donde estaba su ropa implicaba un embarazoso despliegue de debilidad. El problema era que tenía que dejar el antídoto en el coche, porque si no la princesa se daría cuenta, y esa demostración de debilidad sería como entregarle un arma cargada a tu enemigo.

Evidentemente, Trez se desesperó ante ese espectáculo, porque se acercó y recogió el abrigo.

—Sólo ponte esto para que podamos salir rápidamente de aquí.

—Yo… quiero vestirme. —Era el orgullo de la puta.

Trez soltó una maldición y se arrodilló con el abrigo.

—Por Dios santo, Rehv…

—No… —Un terrible jadeo lo interrumpió y lo tumbó contra el suelo, dándole la oportunidad de ver de cerca los nudos de las tablas de pino.

Joder, esa noche estaba mal. Peor que nunca.

—Lo siento, Rehv, pero me voy a hacer cargo de ti.

Trez hizo caso omiso de los patéticos esfuerzos por rechazar la ayuda y, después de envolverlo en el abrigo de piel, lo recogió del suelo y lo llevó en brazos como si fuese un fardo.

—No puedes seguir haciendo esto —dijo Trez, mientras que sus largas piernas los llevaban rápidamente al Bentley.

—Mírame.

Tenía que hacerlo, para que él y Xhex no sólo se mantuvieran vivos sino en el mundo libre.