17

Cuando cayó la noche, Ehlena elevó una oración rogando poder llegar a tiempo esa noche al trabajo. Mientras los minutos pasaban, esperó en la cocina, con el zumo listo y las medicinas preparadas. Había sido muy meticulosa: había lavado y guardado la cuchara. Había revisado dos veces todas las superficies. Incluso se había asegurado de que el salón estuviese ordenado.

—¿Padre? —llamó.

Mientras esperaba oír movimientos y algunas palabras con sentido, pensó en el curioso sueño que había tenido durante el día. Se había imaginado a Rehv a lo lejos, con los brazos colgando a los lados. Su magnífico cuerpo desnudo estaba iluminado, como si estuviera expuesto, y sus músculos se apretaban en un despliegue de poder, bajo una piel cálida y tostada. Tenía la cabeza hacia abajo, con los ojos cerrados, como si estuviera reposando.

Cautivada, hipnotizada, había caminado hacia él a través de un frío suelo de piedra, mientras repetía su nombre una y otra vez.

Pero él no había respondido. No había levantado la cabeza. No había abierto los ojos.

El miedo había soplado entonces por sus venas y había acelerado su corazón, y al fin había corrido hacia él, pero Rehv había permanecido distante, como una meta que nunca puedes alcanzar, como un destino al que nunca puedes llegar.

Se había despertado con lágrimas en los ojos y temblando. A medida que la impresión cedía, el significado se fue aclarando; aunque no necesitaba que su subconsciente le dijera lo que ya sabía.

Mientras salía de su ensoñación, Ehlena volvió a llamar:

—¿Padre?

Al no recibir respuesta, agarró la taza de su padre y bajó al sótano. Lo hizo lentamente, aunque no porque tuviera miedo de que se le cayera el zumo sobre el uniforme blanco. De vez en cuando su padre tardaba en levantarse y ella tenía que bajar a buscarlo; y siempre bajaba los escalones de esa manera, preguntándose si finalmente habría ocurrido, si su padre habría sido llamado al Ocaso.

No estaba lista para perderlo. Aún no, a pesar de lo difíciles que eran las cosas.

Ehlena asomó la cabeza en la habitación de su padre y lo vio sentado frente a su escritorio tallado, rodeado de montones de papeles y velas apagadas.

Gracias, Virgen Escribana.

Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, Ehlena pensó en que esa falta de luz terminaría por afectar a la vista de su padre, pero las velas se quedarían como estaban, porque no había fósforos ni mecheros en la casa. La última vez que él había tocado un fósforo fue cuando vivían en su vieja casa y le había prendido fuego al apartamento porque las voces que oía en la cabeza le habían dicho que lo hiciera.

Eso había sido hacía dos años. Tras ese episodio, comenzó su tratamiento y empezó a medicarse.

—¿Padre?

El anciano levantó la vista del desorden del escritorio y pareció sorprendido.

—Hija mía, ¿cómo te encuentras esta noche?

Siempre la misma pregunta, y ella siempre le daba la misma respuesta, en Lengua Antigua:

—Bien, padre mío. ¿Y tú?

—Como siempre, encantado de saludarte. Ah, sí, la doggen ha preparado mi zumo. ¡Qué amable! —Su padre tomó la taza—. ¿Adónde vas?

Esto siempre llevaba al mismo desenlace: él decía que no aprobaba que trabajara y ella le explicaba que lo hacía porque quería; luego él encogía los hombros y decía que no entendía a los jóvenes.

—Tengo que dejarte —dijo ella—, pero Lusie llegará enseguida.

—Sí, bien, bien. En realidad estoy ocupado con mi libro, pero la atenderé de forma apropiada, aunque no puedo perder mucho tiempo con ella porque necesito seguir con mi trabajo. —Luego movió la mano en el aire, en un elegante gesto que contrastaba con el caos que había creado a su alrededor, con los montones de papeles desordenados y llenos de disparates—. Necesito concentrarme en esto.

—Por supuesto, Padre.

Terminó el zumo y cuando ella se acercó para tomar la taza, frunció el ceño.

—Seguramente la criada puede hacerlo.

—Pero me gusta ayudarla. Ella tiene mucho que hacer. —¿Acaso no era la verdad? La doggen era ella, y estaba muy cansada. Tenía que mantener el orden en esa locura de casa, tenía que hacer las compras y ganar el dinero con el que pagaban las cuentas, además de cuidarlo. Sí. La doggen estaba cansada. La doggen estaba agotada.

Pero la taza tenía que volver a la cocina sin falta.

—Padre, por favor suelta la taza para que pueda llevarla arriba. La criada tiene miedo de molestarte y me gustaría ahorrarle esa preocupación.

Por un momento, los ojos del padre se enfocaron en ella de la manera en que solían hacerlo antes.

—Tienes un corazón hermoso y generoso. Estoy orgulloso de que seas mi hija.

Ehlena parpadeó y dijo con voz ronca:

—Eso significa mucho para mí.

Él le tomó la mano y le dio un apretón.

—Vete, hija mía. Vete a ese trabajo tuyo y regresa a casa con historias interesantes para contarme.

Ay… Dios.

Eso era exactamente lo que su padre solía decirle en la época en que ella asistía a una escuela privada y su madre estaba viva y todos vivían con la familia y la glymera como gente respetable.

Aunque sabía que, cuando regresara a casa, lo más probable era que él no recordara haberle dicho eso, Ehlena sonrió y se conformó con disfrutar de sus recuerdos.

—Como siempre, padre mío. Como siempre.

Se marchó cuando sintió el ruido de páginas y el tic-tic-tic de una pluma sobre un tintero de cristal.

En el piso de arriba, lavó la taza, la secó y la puso en el armario y luego se aseguró de que todo estuviera donde debía estar en el refrigerador. Cuando recibió un mensaje de Lusie diciendo que estaba en camino, salió por la puerta, la cerró y se desmaterializó hasta la clínica.

Al entrar al trabajo, se sintió aliviada de estar llegando como todo el mundo, a tiempo, y de poder guardar sus cosas en el casillero y conversar con los demás sobre cualquier cosa antes de iniciar el turno.

Sólo que, cuando estaba sirviéndose un café, Catya se le acercó con una sonrisa de oreja a oreja.

—Y bien… ¿Qué tal anoche…? Vamos, cuéntame.

Ehlena terminó de llenar su taza y ocultó una mueca de dolor mientras le daba un sorbo al café que le quemó la lengua.

—Creo que decir que me plantaron es un buen resumen.

—¿Te plantaron?

—Sí. No apareció.

Catya sacudió la cabeza.

—Maldición.

—No, está bien. De verdad. Me refiero a que tampoco tenía muchas expectativas. —Sí, sólo toda una fantasía acerca del futuro, que incluía cosas como un hellren, una familia propia y una vida digna de vivirse. En realidad no era mucho—. Está bien.

—¿Sabes? Anoche estaba pensando. Tengo un primo que es…

—Gracias, pero no. Con mi padre en ese estado, yo no debería salir con nadie. —Ehlena frunció el ceño al recordar la rapidez con que Rehv había estado de acuerdo con ella en eso. Aunque uno podría decir que era una actitud muy caballerosa, era difícil no sentirse un poco molesta.

—Preocuparte por tu padre no significa…

—Oye, ¿por qué no voy a hacerme cargo de la recepción mientras el cambio de turno?

Catya se contuvo, pero sus ojos siguieron enviando cientos de mensajes que podrían resumirse en la pregunta: ¿Cuándo se irá a despertar esta chica?

—Me voy —dijo Ehlena y dio media vuelta.

—No va a durar para siempre.

—Claro que no. Estaré sólo un rato, ya han llegado la mayoría de los del turno de noche.

Catya negó con la cabeza.

—No me refería a eso y tú lo sabes. La vida no es eterna. Tu padre tiene una enfermedad mental grave y tú eres muy buena con él, pero él puede seguir así un siglo más.

—En cuyo caso, todavía me quedarán setecientos años. Estaré en la recepción. Discúlpame.

Al llegar a la recepción, Ehlena se sentó detrás del ordenador y lo conectó. No había nadie en la sala de espera porque el sol acababa de ocultarse, pero los pacientes no tardarían en llegar y ella estaba impaciente por tener algo que hacer.

Mientras revisaba la agenda de Havers, no vio nada inusual. Controles. Procedimientos. Controles posquirúrgicos…

Entonces se oyó el timbre de la puerta exterior y se volvió para mirar el monitor de seguridad. Había alguien fuera, un macho que estaba enfundado en su abrigo para protegerse del viento helado.

Ehlena apretó el botón del intercomunicador y dijo:

—Buenas noches. ¿En qué le puedo ayudar?

El rostro que apareció en el monitor era de alguien conocido. Hacía tres noches. Era el primo de Stephan.

—¿Alix? —dijo ella—. Soy Ehlena. ¿Cómo estás…?

—He venido a ver si él está aquí.

—¿Él?

—Stephan.

—No lo creo, pero voy a ver la lista de ingresos. Pasa. —Ehlena pulsó el botón que abría la puerta exterior y comenzó a revisar la lista de pacientes ingresados. Uno por uno, fue revisando los nombres en el ordenador, mientras iba abriendo las puertas para que él entrara.

No había ningún registro de Stephan en la lista de pacientes.

Cuando Alix entró en la sala de espera, Ehlena se quedó fría al ver la expresión de su cara. Las ojeras que tenía bajo los ojos grises hablaban de algo más que una noche sin dormir.

—Stephan no llegó a casa anoche —dijo él.

‡ ‡ ‡

Rehv odiaba diciembre y no sólo porque el frío hacía que quisiera volverse pirómano para calentarse un poco.

En diciembre anochecía temprano. El sol, ese maldito y perezoso inútil, renunciaba a trabajar desde las cuatro y media de la tarde, lo que significaba que sus pesadillas del primer martes del mes empezaban más temprano.

Eran apenas las diez de la noche cuando entró en el Parque Estatal Black Snake, después de un viaje de dos horas desde Caldwell. Trez, que siempre se desmaterializaba hasta allí, ya debía de estar en posición en los alrededores de la cabaña, camuflándose y preparándose para vigilarlo.

Y también para servir de testigo.

El hecho de que el tipo, que era indiscutiblemente su mejor amigo, tuviera que observar todo el asunto era parte del carrusel del terror y le añadía un elemento más de vergüenza. El problema era que al final, cuando todo terminaba, Rehv necesitaba ayuda para regresar a casa y Trez era bueno para ese tipo de trabajo.

Xhex quería hacerlo, claro, pero no se podía confiar en ella. No cerca de la princesa. Si él se descuidaba un segundo, la cabaña podía terminar con una nueva pintura interior, una pintura verdaderamente repugnante.

Como siempre, Rehv estacionó en el aparcamiento sin pavimentar, al lado de los caminos que conducían a diversas rutas turísticas por la montaña. No había más coches y esperaba que tampoco hubiera nadie por ninguno de los caminos.

Rehv miró por el parabrisas de su coche y lo vio todo rojo. Aunque despreciaba a su media hermana, odiaba mirarla y deseaba que esa sucia relación que sostenían terminara algún día, su cuerpo no estaba adormecido ni frío, sino despierto y vibrante. Su polla estaba dura y alerta dentro de sus pantalones, lista para lo que estaba a punto de suceder.

Ahora sólo necesitaba obligarse a salir del coche.

Puso la mano sobre el tirador de la puerta, pero no pudo abrirla.

Todo estaba tan tranquilo… Lo único que perturbaba el silencio eran los zumbidos que producía el motor del Bentley al enfriarse.

Sin ninguna razón en particular, Rehv pensó en la adorable risa de Ehlena y eso fue lo que lo ayudó a abrir la puerta. Haciendo un esfuerzo, sacó la cabeza del coche, al tiempo que su estómago se apretaba con tanta fuerza que estuvo a punto de vomitar. Mientras el frío calmaba sus náuseas, trató de sacarse a Ehlena de la cabeza. Ella era tan limpia, tan honorable, tan amable que no soportaba la idea de tenerla en sus pensamientos cuando estaba a punto de hacer lo que iba a hacer.

Lo cual era una sorpresa.

Proteger a alguien de la crueldad del mundo, de la muerte y el peligro, de lo impuro, lo obsceno y lo repugnante no era algo que formara parte de su naturaleza. Pero se había enseñado a hacerlo cuando se trataba de las únicas tres hembras normales que había en su vida. Por la que lo había traído al mundo, por su hermana, a la que él había educado como si fuera su hija, y por la pequeña que su hermana había dado a luz recientemente. Por esas tres mujeres, él estaba dispuesto a enfrentarse a toda clase de amenazas, estaba dispuesto a matar con sus propias manos a cualquier cosa que les hiciera daño, estaba dispuesto a perseguir y destruir incluso a la amenaza más insignificante.

Y, de alguna manera, la agradable conversación que había tenido con Ehlena de madrugada había añadido su nombre en esa corta lista.

Lo cual significaba que tenía que sacarla de su mente. Junto con las otras tres.

Él podía vivir como una puta, porque obtenía un alto precio de la hembra con la que follaba y, además, la prostitución era exactamente lo que merecía, teniendo en cuenta la forma en que su verdadero padre había forzado su concepción cuando raptó a su madre. Pero la cosa terminaba ahí. Él era el único que entraba en esa cabaña y hacía que su cuerpo hiciera lo que hacía.

Esas pocas personas normales que había en su vida tenían que permanecer alejadas de todo eso, por lo que debía sacarlas de sus pensamientos y su corazón cuando iba allí. Más tarde, cuando se recuperara, se bañara y durmiera, podría volver a recordar los ojos color caramelo de Ehlena, cómo olía a canela y cómo se había reído cuando habían conversado, aunque no quería hacerlo. Así que la sacó, junto con su madre, su hermana y su adorada sobrina, de su lóbulo frontal y guardó todos sus recuerdos en una sección alejada de su cerebro, la cual cerró con llave.

La princesa siempre trataba de meterse en su cerebro y él no quería que ella supiera nada de las personas que le importaban.

Cuando una ráfaga de viento casi le cierra la puerta contra la cabeza, Rehv se arropó con el abrigo de piel, salió del coche y cerró con llave el Bentley. Mientras caminaba hacia el sendero, el suelo debajo de sus zapatos Cole Haans parecía estar congelado y la tierra crujía bajo de sus suelas.

Técnicamente, el parque estaba cerrado durante el invierno y había una cadena que impedía el paso hacia el camino que conducía a las cabañas que se podían alquilar. Sin embargo, más que la administración del parque, lo que mantenía alejada a la gente era el clima. Hacía tanto frío que a nadie se le ocurría planear una excursión en esa época del año.

Después de pasar por encima de la cadena, pasó, sin siquiera mirarlo, junto al cartel indicador de los diversos recorridos por la montaña, y donde los excursionistas escribían su nombre. Él jamás lo hacía, naturalmente. Porque los guardias humanos no necesitaban saber lo que ocurría entre dos symphaths en una de esas cabañas.

Una cosa buena de diciembre era que el bosque resultaba menos claustrofóbico durante los meses de invierno, pues los robles y los arces quedaban convertidos apenas en unos troncos huesudos y pelados que dejaban ver el cielo cubierto de estrellas. A su alrededor, los árboles que se mantenían siempre verdes estaban de fiesta y sus ramas mullidas parecían un insulto a sus hermanos ahora desnudos, en compensación por toda esa exhibición de vistoso follaje que los otros árboles hacían durante el otoño.

Después de cruzar la línea de árboles, Rehv siguió el camino principal, que se iba estrechado gradualmente. De él salían pequeños senderos a derecha e izquierda, marcados con avisos burdos de madera con nombres como «Sendero de los caminantes», «Relámpago luminoso», «Cumbre alta» y «Cumbre baja». Rehv siguió caminando derecho, mientras su aliento producía pequeñas volutas de vapor al salir de su boca y el sonido de sus zapatos sobre el suelo congelado parecía atronador. Encima de su cabeza, la luna estaba brillante, una media luna afilada como un cuchillo, que resplandecía con el color rubí de los ojos de su chantajista, un brillo peligroso que se debía a que sus instintos symphath no estaban bajo control.

Trez apareció en la forma de una brisa helada que arrasó el sendero.

—Qué tal, amigo —dijo Rehv en voz baja.

La voz de Trez resonó dentro de su cabeza, mientras que la Sombra de su amigo se condensaba en una niebla resplandeciente. «Termina rápido con ella. Cuanto más pronto te demos lo que necesitas después, mejor».

—Las cosas son como son.

«Cuanto más pronto, mejor».

—Ya veremos.

Trez soltó una maldición y volvió a disolverse en una ráfaga de viento frío que desapareció de su vista en un instante.

La verdad es que, a pesar de lo mucho que Rehv odiaba ir allí, algunas veces no quería marcharse. Le gustaba hacerle daño a la princesa, y ella era una buena oponente. Inteligente, rápida y cruel. Ella era el único escape de su lado perverso y, como un atleta que se muere por hacer ejercicio, Rehv necesitaba ejercitarse.

Además, tal vez era un poco como lo que le pasaba con su brazo: la podredumbre le sentaba bien.

Rehv tomó el sexto sendero a la izquierda, un sendero en el que apenas cabía una persona, y enseguida divisó la cabaña. Bajo la brillante luz de la luna, sus troncos parecían color vino.

Al llegar a la puerta, estiró la mano izquierda para abrir y, cuando agarró la palanca de madera, pensó en Ehlena y en cómo se preocupaba tanto que lo había llamado para saber cómo estaba su brazo.

Por un breve momento, el sonido de la voz de Ehlena en su oído regresó hasta él.

«No entiendo por qué no quiere preocuparse por su salud».

Entonces la puerta se abrió bruscamente, arrebatándole la palanca y estrellándose contra la pared.

La princesa estaba en el centro de la cabaña: sus brillantes vestiduras rojas, los rubíes que llevaba en la garganta y sus ojos rojos como la sangre… todo proyectaba el color del odio. Con el pelo recogido sobre la nuca, esa piel tan pálida y los escorpiones albinos vivos que usaba a manera de pendientes, era todo un engendro, una muñeca de horror, diseñada por una mano perversa. Y ella era perversa. Su maldad se proyectaba hacia Rehv en oleadas que emanaban del centro de su pecho, aunque ninguna parte de su cuerpo se movía y su cara pálida permanecía impasible.

De manera similar, su voz era tan cortante como una hoja afilada.

—Esta noche no estás pensando en una escena de playa. No, nada de playa esta noche.

Rehv escondió en lo más recóndito de su mente la imagen de Ehlena imaginándose un glorioso paisaje de las Bahamas, todo sol, mar y arena. Era uno que había visto hacía años en la televisión, un «refugio especial», como había dicho el presentador, con personas en traje de baño que paseaban tomadas de la mano. Dada su nitidez, la imagen era la máscara perfecta para ocultar las sensibilidades de su materia gris.

—¿Quién es ella?

—¿Quién es quién? —dijo él, al tiempo que entraba.

La cabaña estaba caliente gracias a ella, un pequeño truco de agitación molecular del aire que se magnificaba por el hecho de que estaba molesta. Sin embargo, el calor que la bruja generaba no era agradable, como el de una chimenea, era más como el sudor que sobreviene con la fiebre.

—¿Quién es la hembra en la que estabas pensando?

—Sólo es una modelo que vi en un anuncio de la tele, mi querida perra —dijo él con tanta tranquilidad como pudo. Sin darle la espalda a la princesa, cerró la puerta con sigilo—. ¿Celosa?

—Para estar celosa, tendría que sentirme amenazada. Y eso sería absurdo. —La princesa sonrió—. Pero creo que tienes que decirme quién es ella.

—¿Eso es todo lo que quieres hacer? ¿Hablar? —Rehv dejó que su abrigo se abriera y se agarró la polla dura y las pelotas—. Por lo general me quieres para algo más que conversar.

—Es cierto. Para lo que mejor sirves es para ser lo que los humanos llaman… un consolador, ¿no es cierto? Un juguete con el que una hembra se produce placer.

Hembra no es necesariamente la palabra que yo usaría para describirte a ti.

—En efecto. Amada sería mejor.

La princesa se llevó su horrenda mano al moño y sus dedos huesudos y de tres falanges se deslizaron por la cuidadosa armazón, mientras que su muñeca parecía más delgada que el asa de una batidora de alambre. Su cuerpo era igual: todos los symphaths tenían la constitución de un jugador de ajedrez, no de un atleta fornido, lo cual coincidía con su preferencia por luchar con la mente y no con el cuerpo. Cubiertos con sus túnicas, no parecían hembras ni machos, sino una versión destilada de los dos sexos; y esa era la razón por la cual la princesa lo deseaba tanto. A ella le gustaba el cuerpo de Rehv, sus músculos, su virilidad evidente y brutal; y, por lo general, quería que él la dominara físicamente durante el sexo, algo que seguramente no obtenía en casa. Hasta donde Rehv entendía, la versión symphath del acto sexual no era más que un puñado de posturas mentales, seguidas de dos contactos breves y un jadeo por parte del macho. Además estaba seguro de que su tío debía tener la polla como la de un hámster y las pelotas del tamaño de la goma de borrar de un lápiz.

Aunque nunca lo había visto desnudo… pero, vamos, el tipo no era exactamente un modelo que exudara testosterona.

La princesa se movió alrededor de la cabaña como si estuviera exhibiendo su elegancia, pero tenía un propósito mientras iba de una ventana a otra y miraba hacia fuera.

Maldición, siempre con ese gusto por las ventanas.

—¿Dónde está tu perro guardián esta noche? —preguntó ella.

—Siempre vengo solo.

—¿Le mientes a tu amada?

—¿Por qué querría que alguien viera esto?

—Porque soy hermosa. —La princesa se detuvo frente a la ventana que estaba al lado de la puerta—. Está allí, a mano derecha, junto al pino.

Rehv no necesitaba inclinarse para mirar por la ventana y ver que ella tenía razón. Desde luego que la princesa podía sentir a Trez, pero no podía estar exactamente segura de dónde estaba o qué era.

Sin embargo, él dijo:

—Allí no hay más que árboles.

—Falso.

—¿Acaso le temes a las sombras, princesa?

Mientras ella lo miraba por encima del hombro, el escorpión albino que colgada de su oreja también lo miró, o al menos eso le pareció a Rehv.

—No se trata de temor. Más bien de deslealtad. No me gusta la deslealtad.

—A menos que seas tú la que la practica, claro.

—Ah, yo te soy muy leal, mi amor. Excepto por el hermano de nuestro padre, como sabes. —Ella dio media vuelta y alzó los hombros hasta erguirse totalmente—. Mi cónyuge es el único aparte de ti. Y vengo aquí sola.

—Eres muy virtuosa, aunque, como ya te he dicho, por favor lleva a más machos a tu cama. Lleva a cientos de machos.

—Ninguno se compararía contigo.

Rehv sentía ganas de vomitar cada vez que ella le hacía un cumplido faso y ella lo sabía. Lo cual, naturalmente, era la razón de que insistiera en decir cosas como ésa.

—Y dime —dijo él para cambiar de tema—, ya que has mencionado a nuestro tío, ¿cómo se encuentra ese desgraciado?

—Todavía cree que estás muerto. Así que sigo honrando mi parte de la relación.

Rehv metió la mano en el bolsillo de su abrigo de piel y sacó los doscientos cincuenta mil dólares en rubíes tallados. Arrojó el paquete al suelo, junto al ruedo de la túnica de ella, y se quitó el abrigo. Luego se quitó la chaqueta del traje y los zapatos. Después las medias de seda y los pantalones y la camisa. No tenía bóxers que quitarse. ¿Para qué molestarse?

Rehvenge se quedó allí, completamente erecto, con los pies bien plantados en el suelo y respirando lentamente.

—Y yo estoy listo para completar nuestra transacción.

Los ojos rubí de la princesa bajaron por el cuerpo de Rehv y se detuvieron en su sexo, mientras abría los labios y se pasaba la lengua bífida por el labio inferior. Los escorpiones que colgaban de sus orejas retorcieron sus tenazas con ansiedad, como si estuvieran respondiendo a la excitación sexual.

Ella señaló la bolsita de terciopelo.

—Recoge eso y dámela como debe ser.

—No.

—Recógela.

—Pero si a ti te gusta agacharte frente a mí. ¿Por qué querría privarte de tu pasatiempo favorito?

La princesa metió las manos en las larguísimas mangas de su túnica y se acercó a Rehv con esa manera de moverse propia de los symphaths, flotando sobre el suelo de madera. Mientras se acercaba, él se quedó quieto porque prefería morirse antes que retroceder ante gente como ella.

Se quedaron mirándose a los ojos; y en el profundo y tenso silencio que siguió, Rehv sintió una terrible afinidad con ella. Ambos eran iguales y, aunque él detestaba admitirlo, sentía cierto alivio al poder ser tal como era.

—Recógela…

—No.

La princesa descruzó los brazos y una de sus manos de seis dedos desgarró el aire hasta asestarle una bofetada tan dura y afilada como sus ojos de rubí. Rehv se negó a dejar que su cabeza se moviera por el impacto, mientras que el sonido del golpe reverberaba en el aire, como si se hubiese roto un plato.

—Quiero que me entregues el tributo de manera apropiada. Y quiero saber quién es ella. Ya había percibido tu interés por ella antes… cuando estabas lejos de mí.

Rehv mantuvo ese anuncio de la playa clavado a su lóbulo frontal y pensó que su enemiga estaba fingiendo.

—Yo no me inclino ante ti ni ante nadie, perra. Así que si quieres esa bolsa, vas a tener que tocarte los dedos de los pies. Y en cuanto a lo que crees saber, te equivocas. No hay nadie que me interese.

Ella volvió a golpearlo; el dolor bajó por su columna vertebral y rebotó en la cabeza de su polla.

—Te inclinas ante mí cada vez que vienes aquí con tu patético pago y tu sexo ávido. Tú necesitas esto, tú me necesitas.

Rehv adelantó la cabeza para acercarse al rostro de la princesa.

—No te creas tan importante, princesa. Tú eres una obligación, no una elección.

—Error. Tú vives para odiarme.

La princesa le agarró la polla con la mano y sus horrorosos dedos se cerraron sobre él con fuerza. Al sentir la mano de ella y sus caricias, se sintió asqueado… y sin embargo su erección soltó una gota en reacción a la atención de la princesa, aunque no podía soportarlo: aunque no la encontraba atractiva en lo más mínimo, su lado symphath estaba completamente absorto en esa batalla de voluntades. Eso era lo que le resultaba erótico.

La princesa se inclinó sobre él y le acarició con el índice la púa que tenía en la base de la polla.

—Quienquiera que sea la hembra que tienes en la cabeza, ella no puede competir con lo que nosotros tenemos.

Rehv puso las manos alrededor del cuello de su chantajista y presionó con los pulgares hasta que ella jadeó.

—Podría arrancarte la cabeza.

—No lo harás. —La princesa rozó sus labios rojos y brillantes contra la garganta de él y el carmín de pimientos picantes que usaba irritó la piel de Rehv—. Porque no podríamos hacer esto si estuviera muerta.

—No subestimes el atractivo de la necrofilia. En especial si se trata de ti. —Rehv la agarró del moño y tiró con fuerza hacia atrás—. ¿Comenzamos nuestro negocio?

—Después de que recojas la bolsa…

—No la voy a recoger. Yo no me inclino. —Con la mano que tenía libre, le rasgó de un tirón la parte delantera de la túnica, dejando al descubierto la fina malla que siempre llevaba puesta. Luego le dio la vuelta y la empujó de cara contra la puerta, mientras la tocaba por entre los pliegues de satén rojo y ella jadeaba. La malla con que se forraba el cuerpo estaba impregnada de veneno de escorpión, y mientras él se abría paso hasta la vagina, el veneno penetraba en su piel. Con suerte, podría follarla un rato mientras todavía tenía la túnica encima…

La princesa se desmaterializó para escapar de las manos de Rehv y volvió a tomar forma al lado de la ventana que Trez podía ver. Con una maniobra rápida, su túnica desapareció, por orden de su voluntad, y su piel quedó al descubierto. Tenía el cuerpo como el de la serpiente que era, sinuoso y muy delgado. Y envuelta en esa malla resplandeciente daba la impresión de estar cubierta de escamas cuando la luna se reflejaba en la trama de la tela.

Entonces tomó posición con un pie a cada lado de la bolsa de rubíes.

—Vas a adorarme —dijo ella, al tiempo que hundía su mano entre sus muslos y se acariciaba la vagina—. Con tu boca.

Rehv se acercó y se arrodilló. Luego levantó la mirada hacia ella y dijo con una sonrisa:

—Y tú serás la que recoja esa bolsa.