16

Ella estaba con él… Ay, Dios, ella por fin estaba otra vez con él.

Tohrment, hijo de Hharm, estaba desnudo y apretado contra el cuerpo de su amada, sintiendo la piel de satén de ella y oyendo sus gemidos cuando él acercó la mano a sus pechos. Pelo rojo… un manto de pelo rojo cubría la almohada sobre la que le dio la vuelta y las sábanas blancas que olían a limón… una melena de pelo rojo que se enrollaba en su grueso antebrazo.

Sentía los pezones de su amada duros contra su pulgar y sus labios suaves bajo los suyos, mientras la besaba profunda y lentamente. Cuando ella estuviera lista para él, se pondría sobre ella y la tomaría desde arriba, penetrándola con fuerza y manteniéndola debajo de él.

A ella le gustaba sentir el peso de él. Le gustaba sentirlo encima, cubriéndola. En su vida cotidiana, Wellsie era una hembra independiente, con un carácter fuerte y tan testarudo como el de un bulldog, pero en la cama le gustaba que él estuviera encima.

Tohr bajó la boca hacia los senos de ella, chupándole el pezón, acariciándolo con los dedos, besándolo.

—Tohr…

—¿Qué sucede, leelan? ¿Más? Creo que voy a hacerte esperar un poco más…

Pero en realidad no podía hacerlo. Siguió besándole los pezones y acariciándole el estómago y las caderas. Mientras ella se retorcía debajo de él, le lamió el cuello y le pasó los colmillos por la yugular. No podía esperar más para alimentarse. Por alguna razón, se estaba muriendo de ganas por tomar sangre. Tal vez había estado luchando mucho.

Los dedos de ella se metieron entre el pelo de él.

—Toma mi vena…

—Todavía no. —El aguijón de la espera sólo iba a hacer que fuera mejor; cuanto más la deseaba, más dulce le sabía la sangre.

Volvió a subir hasta su boca y la besó con más fuerza que antes, penetrando con la lengua en la boca de ella mientras deliberadamente le frotaba la polla contra los muslos, con la promesa de otra invasión más profunda allá abajo. Ella estaba completamente excitada y su aroma subía a través de las sábanas con olor a limón, haciendo que los colmillos de Tohr palpitaran dentro de su boca y la punta de su sexo comenzara a llorar.

Su shellan era la única hembra que había conocido. Los dos eran vírgenes cuando llegaron a la primera noche… y nunca había querido estar con nadie más.

—Tohr…

Dios, él adoraba el sonido de la voz de ella. Adoraba todo de ella. Estaban prometidos el uno al otro desde antes de nacer y había sido amor a primera vista. El destino había sido muy bondadoso con ellos.

Tohr deslizó la palma de la mano por la cintura de Wellsie y entonces…

Se detuvo, pues se dio cuenta de que algo estaba mal. Algo…

—Tu vientre… tienes el vientre plano.

—Tohr…

—¿Dónde está el bebé? —Tohr se alejó movido por el pánico—. Tú estabas embarazada. ¿Dónde está el bebé? ¿Está bien? ¿Qué te ha pasado… estás bien?

—Tohr…

Tohr abrió los ojos y esos ojos que llevaba cien años mirando se clavaron en él. Tristeza, una tristeza de esas que te hacen desear no haber nacido nunca, extinguió todo el deseo sexual del hermoso rostro de ella.

Entonces ella levantó la mano y la puso sobre la mejilla de él.

—Tohr…

—¿Qué pasa?

—Tohr…

El brillo que titilaba en sus ojos y el temblor de su adorable voz lo partieron por la mitad. Y luego ella comenzó a alejarse, su cuerpo fue desvaneciéndose bajo las manos de él y ese pelo rojo, y esa hermosa cara y esos ojos tristes se fueron evaporando hasta que sólo quedaron las almohadas. Luego llegó el golpe final, el olor a limón de las sábanas y esa fragancia naturalmente limpia que ella despedía abandonaron su nariz y fueron reemplazadas por… nada…

Tohr se sentó de un salto en el colchón, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón tan dolorido como si le hubiesen clavado cien puñales. Jadeando, se puso la mano en el pecho y abrió la boca para gritar.

Pero no salió nada. No tenía fuerzas.

Mientras se dejaba caer sobre las almohadas, se secó las mejillas húmedas de lágrimas con manos temblorosas y trató de calmarse. Cuando finalmente logró respirar, frunció el ceño. El corazón le saltaba entre las costillas, aleteando como un loco y, sin duda a causa de esos erráticos espasmos, un terrible mareo le daba vueltas en la cabeza.

Entonces se quitó la camiseta y bajó la mirada hacia sus pectorales desinflados y ese torso encogido y deseó que su cuerpo siguiera marchitándose. Los ataques habían estado presentándose cada vez con mayor regularidad y fuerza y Tohr deseó que se organizaran y lo ayudaran a despertarse muerto un día. El suicidio no era posible si querías entrar en el Ocaso y estar con tus seres queridos desaparecidos, pero él estaba actuando guiado por la suposición de que uno efectivamente podía dejarse morir. Lo cual no era, técnicamente, un suicidio, nada como pegarse un tiro o ponerse una soga alrededor del cuello, o cortarse las venas.

El olor a comida que venía del corredor lo hizo mirar el reloj. Cuatro de la tarde. ¿O serían las cuatro de la mañana? Las cortinas estaban cerradas, así que no sabía si las persianas exteriores estaban subidas o bajadas.

Luego oyó un golpecito en la puerta.

Lo cual, gracias a Dios, significaba que no era Lassiter, quien simplemente entraba cada vez que quería. Era evidente que los ángeles caídos no tenían muy buenos modales. Y tampoco sabían qué era respetar el espacio de los demás. Ni ningún tipo de límite. Era obvio que esa inmensa pesadilla resplandeciente había sido expulsada del cielo porque a Dios le disgustaba tanto su compañía como a Tohr.

Entonces se oyó de nuevo un golpecito. Así que debía de ser John.

—¿Sí? —dijo Tohr, al tiempo que se bajaba la camiseta y se apoyaba contra las almohadas. Sus brazos, que en otra época solían ser tan fuertes como grúas, se esforzaron para sostener el peso de sus hombros.

El chico, que ya no era un chico, entró con una bandeja llena de comida y una expresión llena de optimismo infundado.

Tohr le echó un vistazo a la bandeja que John dejó sobre la mesita. Pollo a las hierbas, arroz con azafrán, judías y pan fresco.

Le importaba tan poco que podían haberle traído carne podrida envuelta en alambre de púas. Pero de todas maneras agarró el plato, desenrolló la servilleta y sacó el tenedor y el cuchillo y comenzó a usarlos.

Masticar. Masticar. Masticar. Tragar. Otra vez masticar. Tragar. Beber. Masticar. Comer era una actividad tan mecánica como la respiración, algo de lo que apenas era consciente, una necesidad, no un placer.

El placer era cosa del pasado… y la manera como lo torturaban sus sueños. Cuando recordaba a su shellan junto a él, desnuda, envuelta en sábanas con olor a limón, la imagen hacía que su cuerpo se encendiera por dentro y se sentía vivo de verdad, no esa falsa vida. Pero la llama de su deseo se desvanecía rápidamente, una llama que no forma de mantenerse sin ella.

Masticar. Cortar. Masticar. Tragar. Beber.

Mientras él comía, el chico se sentaba en una silla junto a las cortinas cerradas, con el codo apoyado sobre la rodilla y la barbilla sobre el puño, como todo un Pensador de Rodin. John siempre estaba así últimamente, siempre tenía algo dándole vueltas en la cabeza.

Tohrment sabía bien de qué se trataba, pero la solución que terminaría con las tristes preocupaciones de John iba a ser muy dolorosa para él.

Y Tohr sentía pena por eso. Mucha pena.

Por Dios, ¿por qué Lassiter no había podido dejarlo donde lo había encontrado en ese bosque? Ese ángel podría haber seguido su camino, pero no, Su Excelencia la Luz Halógena tenía que ser un héroe.

Tohr desvió los ojos hacia John y su mirada se fijó en el puño del chico. Era enorme y la barbilla y la mandíbula que reposaban sobre él eran fuertes, masculinas. El chico había terminado convirtiéndose en un tipo muy atractivo; pero, claro, siendo hijo de Darius, tenía buenos genes. De los mejores.

Y si uno se fijaba bien… realmente se parecía a D, una copia exacta, a decir verdad, excepto por los vaqueros. Darius nunca se habría puesto unos vaqueros, ni siquiera unos de marca y desteñidos como los que John llevaba.

De hecho… D solía adoptar esa misma posición cuando estaba reflexionando sobre la vida, imitando al pensador de Rodin, concentrado y…

De repente, un destello plateado brilló en la mano libre de John. Era una moneda y el chico se la estaba pasando por entre los dedos, con un movimiento nervioso.

Esa noche, John estaba más pensativo que de costumbre. Algo había ocurrido.

—¿Qué sucede? —preguntó Tohr con voz ronca—. ¿Estás bien?

John levantó los ojos con sorpresa.

Para evitar su mirada, Tohr bajó los ojos, pinchó el pollo y se metió un trozo entre la boca. Masticar. Masticar. Tragar.

A juzgar por los ruidos que se oían, John se estaba estirando lentamente, como si tuviera miedo de que un movimiento muy brusco pudiera espantar la pregunta que flotaba entre ellos.

Tohr volvió a mirarlo y se quedó esperando. Entonces John se metió la moneda entre el bolsillo y comenzó a hablarle por señas:

—Wrath está combatiendo otra vez. V acaba de contárnoslo a mí y a los chicos.

Tohr no tenía muy fresco el lenguaje de señas, pero tampoco lo había olvidado por completo y la sorpresa lo hizo bajar el tenedor.

—Espera… todavía es el rey, ¿no?

—Sí, pero esta noche les dijo a los hermanos que iba a volver a entrar en las rotaciones. Supongo que lleva un tiempo saliendo a combatir, pero no se lo había contado a nadie. Creo que la Hermandad está molesta con él.

—¿Rotaciones? No puede ser. El rey no puede pelear.

—Pues ahora lo está haciendo. Y Phury va a regresar.

—¿Qué demonios dices? No se supone que el Gran Padre… —Tohr frunció el ceño—. ¿Acaso hay algún cambio en la guerra? ¿Ha pasado algo?

—No lo sé.

John se encogió de hombros y volvió a recostarse en la silla, mientras cruzaba las piernas a la altura de la rodilla. Otra cosa que Darius siempre hacía.

En esa postura, el hijo parecía tan viejo como el padre, aunque no tanto por la manera como estaba sentado sino por el cansancio que reflejaban sus ojos azules.

—Eso no es legal —dijo Tohr.

—Ahora lo es. Wrath se reunió con la Virgen Escribana.

Una serie de preguntas comenzaron a hervir en la cabeza de Tohr, aunque su cerebro luchaba contra ellas por la falta de costumbre. En medio de ese remolino, era difícil pensar de manera coherente; entonces se sintió como si estuviera tratando de sostener cien bolas de tenis entre los brazos; sin importar cuánto se esforzara, algunas se caían y salían rebotando, creando un gran desorden.

Así que renunció a entender lo que ocurría.

—Pues bien, eso sí que es un cambio… Les deseo suerte.

El largo suspiro de John resumió bastante bien toda la situación, mientras Tohr se desconectaba otra vez del mundo y volvía a masticar. Cuando terminó, dobló la servilleta con cuidado y le dio un último sorbo al vaso de agua.

Encendió el televisor y puso la CNN, porque no quería pensar y no soportaba el silencio. John se quedó cerca de media hora más y cuando era evidente que ya no se podía quedar quieto por más tiempo, se puso en pie y se estiró.

—Te veré esta noche.

Ah, entonces era por la tarde.

—Aquí estaré.

John recogió la bandeja y salió sin detenerse ni vacilar. Al principio solía vacilar mucho, como si cada vez que llegaba a la puerta tuviera la esperanza de que Tohr lo detuviera y dijera: «Estoy listo para afrontar la vida. Voy a volver a la carga. Me siento lo suficientemente bien como para preocuparme por ti».

Pero la esperanza no duraba eternamente.

Cuando se cerró la puerta, Tohr se quitó las sábanas de encima y bajó las piernas por el borde del colchón.

Estaba listo para enfrentarse a algo, sí, aunque no precisamente a la existencia. Con un gemido, y haciendo un esfuerzo, se fue tambaleando hasta el baño, se dirigió al inodoro y levantó la tapa de porcelana. Luego se inclinó y le dio la orden a su estómago de que evacuara la comida sin hacer ruido.

Al principio tenía que meterse el dedo en la garganta, pero ya no hacía falta. Sólo apretaba el diafragma y la comida salía huyendo como ratas de una inundación.

—Tienes que dejar de hacer esa mierda.

La voz de Lassiter se confundió con el ruido del agua de la cisterna. Lo cual no tenía sentido.

—Jesús, ¿tú nunca llamas a la puerta antes de entrar?

—Soy Lassiter. L-A-S-S-I-T-E-R. ¿Cómo es posible que todavía me confundas con otro? ¿Acaso tengo que ponerme una etiqueta?

—Sí, póntela sobre la boca. —Tohr se desplomó sobre el mármol y hundió la cabeza entre las manos—. ¿Sabes? Ya te puedes ir a casa. Puedes marcharte cuando quieras.

—Entonces empieza a moverte. Porque eso es lo que necesito.

—Vaya, ésa sí que es una razón para vivir.

Se oyó un tintineo, lo cual significaba que, tragedia de tragedias, el ángel acababa de subirse a la mesita de baño.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer esta noche? Espera, déjame adivinar, nos vamos a sentar en silencio. O, no… Vas a combinarlo con algo más. La meditación profunda, ¿no? Eres un maldito chiquillo malcriado. Buu ju. Lo próximo que harás será meterte en una banda de rock duro.

Mientras lanzaba una maldición, Tohr se levantó y se dirigió a la ducha para abrir la llave, con la esperanza de que, si no miraba al bocazas, Lassiter se aburriría más rápidamente y se iría a arruinarle la tarde a otro.

—Pregunta —dijo el ángel—. ¿Cuándo vamos a cortar esa alfombra que te está creciendo en la cabeza? Si crece más, vamos a tener que segarla como si fuera heno.

Mientras Tohr se quitaba la camiseta y los bóxers, disfrutó del único consuelo que le quedaba cuando tenía que tolerar la compañía de Lassiter: se exhibió desnudo ante él.

—Joder, tener el culo plano es una cosa —murmuró Lassiter—, pero tus glúteos parecen dos balones de baloncesto desinflados. Me pregunto… Oye, seguro que Fritz tiene una bomba de bicicleta. Podías pedírsela para inflártelos…

—¿No te gusta el espectáculo? Ya sabes dónde está la puerta. Es esa cosa a la que nunca llamas antes de entrar.

Tohr no dejó que el agua se calentara; sólo se metió debajo del chorro y se aseó sin tener ninguna razón en particular, no tenía orgullo, así que no le importaba lo que la gente pensaba de su higiene.

El vómito tenía un propósito. Pero la ducha… tal vez sólo era una costumbre.

Entonces cerró los ojos y abrió los labios frente al chorro. El agua entró en su boca lavando la bilis; cuando pasó el sabor amargo, un pensamiento cruzó por su cabeza.

Wrath estaba saliendo a combatir. Solo.

—Oye, Tohr.

Tohr frunció el ceño. El ángel nunca lo llamaba por su nombre.

—¿Qué?

—Esta noche es diferente.

—Sí, sólo si me dejas en paz. O te cuelgas del techo. Este lugar es muy grande, tienes mucho sitio donde elegir.

Tohr agarró la barra de jabón y se la pasó por el cuerpo; al hacerlo, sintió cómo sus huesos sobresalían a través de la piel.

Wrath luchando solo.

Champú. Acondicionador. Otra vez debajo del chorro. Abrir la boca.

Allá afuera. Solo.

Cuando salió de la ducha el ángel estaba esperándolo con la toalla en la mano, como todo un criado.

—Esta noche es diferente —dijo Lassiter en voz baja.

Tohr se volvió a mirar al tipo y lo vio realmente por primera vez, aunque llevaban cuatro meses juntos. El ángel tenía el cabello negro y rubio y tan largo como el de Wrath, pero no se vestía como un amanerado, a pesar del estilo de su peinado. Se vestía como un militar, con camisa negra, pantalones de camuflaje y botas de combate, aunque no era un soldado. El maldito tenía tantos piercings como una almohadilla de costurera y tantos accesorios como un joyero, con aros dorados y cadenas que le colgaban de las orejas, las muñecas y las cejas. Y podías estar seguro de que también tenía aros en el pecho y debajo de la cintura, pero eso era algo en lo que Tohr se negaba a pensar. No necesitaba ayuda para vomitar, muchas gracias.

Cuando la toalla cambió de manos, el ángel dijo con solemnidad.

—Hora de despertarse, Cenicienta.

Tohr estaba a punto de señalar que era la Bella Durmiente la que se despertaba, cuando un recuerdo se encendió en su memoria con tanta nitidez como si acabaran de inyectárselo en su lóbulo frontal. Era el recuerdo de la noche en que había salvado la vida de Wrath, allá por 1958, y las imágenes llegaron hasta él con total claridad.

El rey había estado combatiendo. Solo. En el centro.

Y estaba medio muerto y desangrándose en una alcantarilla.

Lo había atropellado un coche. Un descapotable del mismo azul de las sombras.

Según Tohr supo más tarde, Wrath estaba persiguiendo a un restrictor y, al doblar una esquina, ese coche inmenso como una lancha lo había atropellado. Tohr estaba a dos manzanas de allí y oyó el chirrido de los frenos y el impacto, pero no pensó en hacer absolutamente nada.

Los accidentes de tráfico humanos no eran su problema.

Pero luego un par de restrictores pasaron corriendo por el callejón en el que él estaba. Los asesinos iban corriendo como locos, en medio de la brisa del otoño, como si los estuvieran persiguiendo, sólo que nadie iba detrás de ellos. Tohr esperó, suponiendo que no tardaría en aparecer alguno de sus hermanos. Pero no llegó nadie.

Eso no tenía sentido. Si el atropellado había sido uno de los asesinos, sus socios no habrían salido corriendo. Habrían matado al conductor humano y a cualquier otro pasajero, luego habrían metido a su camarada en el maletero del coche y se habrían marchado del lugar: lo último que quería la Sociedad Restrictiva era un asesino malherido y chorreando sangre negra en la calle.

Tal vez sólo era una coincidencia. Un peatón humano. O alguien que iba en bicicleta. O dos coches.

Aunque sólo se oyeron los frenos de un coche. Y nada de eso explicaba por qué habían pasado ese par de paliduchos corriendo como si fueran un par de pirómanos que acabaran de iniciar un incendio.

Tohr había corrido hasta la calle del Comercio y, al dar vuelta a la esquina, alcanzó a ver a un macho humano con sombrero y un abrigo grueso, acurrucado al pie de un cuerpo que le doblaba el tamaño. La esposa del tipo, que estaba vestida con uno de esos vestidos vaporosos de los cincuenta, estaba al pie de los faros del coche, envuelta en su abrigo de piel.

Su brillante falda roja tenía el mismo color de las rayas que quedaron sobre el pavimento, pero el olor de la sangre derramada no era humano. Era la sangre de un vampiro. Y el atropellado tenía el pelo negro y largo…

La voz de la mujer estalló en un chillido.

—Tenemos que llevarlo al hospital…

Tohr había irrumpido en la escena y había dicho:

—Él es mío.

El hombre había levantado la vista.

—Es amigo suyo… No lo vi… Vestido de negro y salió de la nada…

—Yo me ocuparé de él. —En ese punto, Tohr había dejado de dar explicaciones y había hecho que los dos humanos quedaran en una especie de estupor, mientras les inculcaba mentalmente la idea de que regresaran a su coche y se marcharan convenciéndolos de que sólo habían golpeado un cubo de basura. Luego pensó que la lluvia se encargaría de la sangre que había quedado en la parte frontal del coche y después ellos arreglarían la abolladura.

Tohr sentía que el corazón le palpitaba como loco cuando se inclinó sobre el cuerpo del heredero del trono de la raza. Había sangre por todas partes y seguía brotando a borbotones de una herida en la cabeza de Wrath, así que Tohr se había quitado la chaqueta, había cortado una manga con los dientes y había sacado una tira de cuero. Después de envolver las sienes del heredero y apretarlas con tanta fuerza como pudo con ese vendaje improvisado, le hizo señas a un camión que pasaba y le apuntó con su arma al tipo que iba detrás del volante, obligándolo así a que los llevara a casa de Havers.

Wrath y él se habían montado en la parte de atrás del camión y Tohr había mantenido la presión sobre la cabeza del heredero, en medio de la lluvia helada. Era una lluvia tardía de noviembre, o tal vez diciembre. Afortunadamente no era verano, pues el frío contribuyó a disminuir el ritmo cardíaco de Wrath y su presión arterial.

A medio kilómetro de la clínica de Havers, en la parte más elegante de Caldwell, Tohr le había dicho al humano que se detuviera y luego le había borrado el recuerdo de todo lo ocurrido.

Los minutos que transcurrieron mientras llevó a Wrath hasta la clínica habían sido los más largos de su vida, pero finalmente llegaron y Havers pudo cerrar lo que resultó ser una perforación de la arteria temporal.

Al día siguiente, el pronóstico seguía siendo reservado. Aunque Marissa estaba allí para alimentar a Wrath, el rey había perdido tanta sangre que no había reaccionado de acuerdo con lo esperado y Tohr se había quedado a su lado durante todo el tiempo. Mientras Wrath yacía en cama absolutamente quieto, Tohr había sentido como si toda la raza estuviese entre la vida y la muerte, pues el único que podía acceder al trono se encontraba encerrado en un sueño que estaba a sólo unos pasos de convertirse en un estado vegetativo permanente.

La noticia se había difundido y la gente venía desesperada. Las enfermeras y los médicos. Los otros pacientes que pasaban a rezar por el rey. Los hermanos, que habían estado llamando por turnos cada quince minutos.

La sensación colectiva era que, sin Wrath, no había esperanza. No había futuro. No había oportunidades.

Sin embargo, Wrath había sobrevivido y se había despertado con ese mal humor que hace que suspires con alivio… porque si un paciente tiene energía para estar de mal humor, puedes estar seguro de que va a sobrevivir.

A la noche siguiente, después de permanecer inconsciente veinticuatro horas seguidas y haber asustado a todo el mundo, Wrath se había quitado la vía intravenosa, se había vestido y se había marchado.

Sin decirles ni una palabra a ninguno de ellos.

Durante algún tiempo Tohr había esperado… algo. Tal vez no un agradecimiento, pero sí una especie de reconocimiento o… algo. Demonios, en la actualidad Wrath era un maldito hijo de puta, pero ¿en esa época? En esa época era mucho peor, un mal bicho. ¿No decirle nada? ¿Después de que le había salvado la vida?

La actitud de Wrath le recordó a Tohr su propia actitud. Tampoco él había dado las gracias a John, ni a sus hermanos, que lo habían cuidado, y soportaban todas sus extravagancias.

Se envolvió la toalla alrededor de la cintura y pensó en lo más importante de ese recuerdo. Wrath estaba luchando solo. Cincuenta años atrás, cuando lo atropelló aquel coche, había sido un golpe de suerte que Tohr estuviera cerca y lo encontrara antes de que fuera demasiado tarde.

—Hora de despertarse —dijo Lassiter.