15
Los aliados eran el tercer engranaje en la maquinaria de la guerra.
Los recursos y los hombres proporcionaban el motor táctico que te permitía enfrentarte al enemigo y reducir el tamaño y la fuerza de sus tropas. Pero los aliados eran la ventaja estratégica, gente cuyos intereses estaban alineados con los tuyos, aunque las filosofías y los objetivos finales de las dos partes no coincidieran. Eran tan importantes como los otros dos si uno quería ganar, pero eran un poco más difíciles de controlar.
A menos de que supieras cómo negociar con ellos.
—Llevamos un rato andando —dijo el señor D desde el volante del Mercedes del difunto padre adoptivo de Lash.
—Y vamos a seguir andando un poco más. —Lash miró de reojo su reloj.
—No me has dicho adónde vamos.
—No. No lo he hecho.
Lash miraba por la ventanilla del coche. Los árboles que rodeaban la carretera del norte parecían dibujos hechos a lápiz, antes de pintar el follaje, pues no eran más que robles yermos, arces altos y delgados y abedules retorcidos. Lo único que había por allí con algo de verde eran las incondicionales coníferas, las cuales habían ido aumentando a medida que se adentraban en el parque de los Adirondacks.
El cielo estaba gris. Al igual que la carretera. Y los árboles. Era como si el paisaje del estado de Nueva York estuviera enfermo. Tenía el aspecto de alguien a quien se le hubiera olvidado vacunarse de la gripe y hubiera agarrado el mayor trancazo de su vida.
Lash tenía dos buenas razones para ocultar a su segundo el lugar al que se dirigían. La primera era de carácter personal, y él la juzgaba como una debilidad, de forma que casi no se atrevía a admitirlo para sus adentros: no estaba seguro de si quería acudir a la reunión que había organizado.
La cuestión era que este aliado era complicado y Lash sabía que se estaba metiendo en un nido de víboras incluso con esa primera aproximación. Sí, había potencial para formar una gran alianza, pero si la lealtad era un buen atributo en un soldado, era indispensable en un aliado. Y, en el lugar hacia el cual se dirigían, la lealtad era un concepto tan desconocido como el miedo. Así que la cosa estaba jodida; ésa era la razón por la que no quería decir nada. Si la reunión no salía bien, o si después de ese intento se convencía de que no iba a funcionar, no seguiría adelante y, en ese caso, no había razón para que el señor D se enterara de los pormenores de la persona con la que estaban tratando.
La otra razón por la cual Lash había guardado silencio era porque no estaba seguro de si la otra parte se iba a presentar. En cuyo caso, tampoco quería dejar un registro de un intento fallido.
A un lado de la carretera, un pequeño cartel verde pintado con letras reflectantes decía: «Frontera de los Estados Unidos a 61 kilómetros».
Sí. Sesenta y un kilómetros y salías del país… Por eso la colonia symphath se había asentado tan al norte. El objetivo era mandar a esos malditos psicópatas lo más lejos posible de la población vampira, y lo habían logrado. Si se acercaban más a Canadá, tendrían que decirles «púdrete y muérete» en francés.
Lash había tomado contacto con ellos gracias a la vieja agenda de su padre adoptivo, la cual, al igual que el coche, había demostrado ser muy útil. En su calidad de antiguo leahdyre del consejo, Ibix sabía cómo contactar con los symphaths, porque a veces, cuando se encontraba alguno escondido entre la población, tenía que llamarlos para decirles que les enviaba un nuevo deportado.
El correo electrónico que Lash le había enviado al rey de los symphaths había sido corto y amable, y en él se había identificado como la persona que realmente era y no como quien había crecido pensando que era: él era Lash, el jefe de la Sociedad Restrictiva. Lash, el hijo del Omega. Y estaba buscando una alianza en contra de los vampiros que habían discriminado y aislado a los symphaths.
Seguramente el rey querría vengar la falta de respeto que los vampiros habían demostrado hacia su pueblo, ¿no?
La respuesta que había recibido había sido tan deferente que casi vomita, pero luego recordó lo que le habían enseñado en su época de entrenamiento: que los symphaths se comportaban en todo momento como si estuvieran jugando una partida de ajedrez… hasta el momento en que capturaban a tu rey, convertían a tu reina en una puta y quemaban tus castillos. La respuesta del líder de la colonia fue muy positiva: le aseguró a Lash que sería bien acogida una discusión informal sobre sus intereses mutuos y le solicitó que tuviera la bondad de viajar hasta el norte, pues, por definición, las posibilidades de moverse del rey exilado eran muy limitadas.
Lash, por su parte, puso una única condición para asistir a la reunión: que el señor D estuviera presente. Los symphaths querían que fuera hasta donde ellos se encontraban, bien, pero entonces llevaría a uno de sus hombres. Y como el asesino no se podía desmaterializar, era necesario llevar el coche. Por eso el señor D iba al volante de un coche, conduciendo sin saber adónde se dirigía.
Cinco minutos después, el señor D tomó una salida de la autopista y se adentró en un poblado del tamaño de uno de los siete parques de la ciudad de Caldwell. Allí no había rascacielos, sólo edificios de cuatro o cinco pisos, así que parecía que el invierno no sólo hubiese detenido el crecimiento de los árboles sino también de la arquitectura.
Siguiendo las indicaciones de Lash, se dirigieron al oeste, a través de huertos llenos de manzanos sin hojas y granjas.
Tal como lo había hecho en la autopista, Lash parecía devorar el paisaje. Todavía le resultaba asombroso poder ser testigo de la manera como la luz lechosa de diciembre creaba sombras en las aceras o en los techos de las casas, o encima del suelo yermo que había debajo de las ramas de los árboles. Después de su renacimiento, su verdadero padre le había dado un nuevo propósito a su vida, junto con este regalo de la luz del sol. Y él disfrutaba inmensamente de los dos.
El GPS del Mercedes pitó un par de minutos después y pareció volverse loco. Lash se imaginó que eso significaba que se estaban acercando a la colonia y, efectivamente, poco después apareció la calle que estaban buscando. Una señal diminuta indicaba la desviación hacia la Avenida Ilene, que no era ninguna avenida; sólo un camino sin pavimentar en medio de campos de maíz.
El coche avanzó como pudo sobre el camino lleno de baches y Lash pensó que el viaje habría sido mucho más fácil en un cuatro por cuatro. Después de un rato apareció a lo lejos una espesa hilera de árboles, en el centro de la cual estaba la granja, inmaculada, toda blanca y brillante, con persianas verde oscuro y un techo del mismo color. Como las casas que aparecen en las tarjetas de Navidad de los humanos, salía humo de dos de las cuatro chimeneas y en el porche se veían unas mecedoras y árboles a los que les habían dado diversas formas.
Mientras se acercaban, pasaron frente una discreta señal pintada en blanco y verde que decía: «Orden monástica taoísta, fundada en 1982».
El señor D detuvo el Mercedes, apagó el motor y se hizo la señal de la cruz sobre el pecho. Lo cual era una estupidez.
—Hay algo aquí que no me gusta.
El pequeño tejano tenía razón. A pesar de que la puerta principal estaba abierta y la luz del sol se reflejaba sobre el suelo de tablas de cerezo, había algo extraño que acechaba más allá de esa acogedora fachada. Era demasiado perfecta, como si estuviera calculada para que el visitante se relajara y bajara sus defensas.
Era como una chica hermosa pero infectada con una enfermedad venérea, pensó Lash.
—Vamos —dijo.
Los dos se bajaron del coche. El señor D sacó su Magnum, pero Lash ni se molestó en buscar su arma. Su padre le había enseñado muchos trucos y, a diferencia de aquellas ocasiones en las que trataban con humanos, frente a un symphath no tendría problema en exhibir sus talentos especiales. Si acaso, el espectáculo serviría para que esos seres ruines supieran de verdad con quién estaban tratando.
El señor D se acomodó su sombrero de vaquero.
—De verdad, hay algo aquí que produce escalofríos. No me gusta esto.
Lash entornó los ojos. Se veían cortinas de encaje en todas las ventanas, pero a pesar de lo blancas que estaban, había algo aterrador en ellas… Joder, ¿no se estaban moviendo?
En ese momento se dio cuenta de que no se trataba de encaje sino de telas de araña. Llenas de arañas blancas.
—¿De verdad son… arañas?
—Sí. —No sería lo que Lash escogería para decorar las ventanas de su casa, claro, pero tampoco tenía que vivir allí.
Los dos se detuvieron al subir el primer escalón de los tres que llevaban al porche. Joder, algunas puertas abiertas resultaban poco acogedoras y eso era lo que pasaba en aquel sitio; en lugar de «hola-qué-tal», estas puertas parecían decir «entra-para-que-podamos-usar-tu-pellejo-para-hacerle-una-capa-de-superhéroe-a-uno-de-los-pacientes-de-Hannibal-Lecter».
Lash se rió. Quienquiera que estuviera en la casa debía de estarlos vigilando.
—¿Quieres que suba y llame al timbre? —preguntó el señor D—. En caso de que haya un timbre, que no estoy muy seguro.
—No. Esperaremos. Ellos vendrán a nosotros.
Y, mira por dónde, alguien apareció en ese momento al final del corredor.
Lo que venía caminando hacia ellos tenía suficientes vestiduras colgando de la cabeza y los hombros como para competir con un escenario de Broadway. La tela era extraña, de un color blanco que parecía titilar y que atrapaba la luz y la reflejaba en los gruesos pliegues, mientras que todo su peso parecía descansar en un fuerte cinturón blanco de brocado.
Muy impresionante, si a uno le gustaba eso de la monarquía esplendorosa.
—Saludos, amigo —dijo una voz baja y seductora—. Soy el que buscas, el líder de estos parias.
Las eses se alargaban hasta formar casi palabras y el acento sonaba como el temblor de advertencia de la cola de una serpiente cascabel.
Lash sintió un estremecimiento que bajó hasta su polla. Después de todo, el poder era mejor que el Éxtasis como afrodisíaco; y esa cosa que se había detenido entre los batientes de la puerta principal irradiaba autoridad.
Unas manos largas y elegantes subieron hasta la capucha y echaron hacia atrás los pliegues de tela blanca. La cara del líder de los symphaths era tan suave como su espectacular túnica, y los planos de las mejillas y la barbilla formaban ángulos suaves y elegantes. El caldo genético que había engendrado a ese asesino hermoso y afeminado era tan refinado que los sexos eran casi uno, pues las características femeninas y masculinas se mezclaban, con una preponderancia hacia lo femenino.
Sin embargo, la sonrisa era tan fría como la de una piedra. Y esos resplandecientes ojos rojos eran tan sagaces que resultaban casi perversos.
—¿Serían tan amables de seguirme?
La adorable voz de serpiente fundía las palabras una con otra y Lash se sorprendió al darse cuenta de que le gustaba el sonido.
—Sí —dijo Lash, al tiempo que tomaba una decisión allí mismo—. Eso haremos.
Cuando iba a dar un paso hacia delante, el rey levantó la mano.
—Un momento, si eres tan amable. Por favor dile a tu socio que no hay nada que temer. Nada os sucederá aquí. —Las palabras parecían amables, pero el tono desprendía autoridad… por lo cual Lash dedujo que no serían bien recibidos en la casa si el señor D llevaba el arma en la mano.
—Guarda el arma —dijo Lash en voz baja—. Yo me encargaré.
El señor D volvió a guardar la Magnum 375, sin contestar, y el symphath se apartó de la puerta.
Mientras subían los escalones, Lash frunció el ceño y miró hacia abajo. Sus pesadas botas de combate no producían ningún ruido sobre la madera; y lo mismo ocurría con las tablas del porche, a medida que se acercaban a la puerta.
—Nos gusta el silencio. —El symphath sonrió y enseñó incluso unos dientes completamente parejos, lo cual fue una sorpresa. Era evidente que los colmillos de estas criaturas, que alguna vez estuvieron íntimamente relacionadas con los vampiros, habían desaparecido de su boca. Si todavía se alimentaban de sangre, no debía ser muy a menudo, a menos que les gustaran los cuchillos.
El rey indicó con el brazo hacia la izquierda.
—¿Pasamos a la sala?
La «sala» podría ser mejor descrita como una «pista de bolos con mecedoras». No había nada más que un suelo de madera brillante y paredes blancas desnudas. Al fondo había cuatro mecedoras que formaban un semicírculo alrededor de la chimenea encendida, como si tuvieran miedo de tanto espacio vacío y se hubiesen reunido para darse apoyo.
—Por favor, tomad asiento —dijo el rey, al tiempo que se levantaba las vestiduras y se sentaba en una de las frágiles sillas.
—Tú quédate de pie —le dijo Lash al señor D, quien obedientemente se situó detrás del asiento de Lash.
Las llamas no producían ningún chisporroteo mientras devoraban los leños que las originaban. Las mecedoras no crujieron cuando el rey y Lash se sentaron. Las arañas guardaron silencio y cada una se acomodó en el centro de su tela, como si se prepararan para ser testigos de algo.
—Usted y yo tenemos una causa común —dijo Lash.
—Eso pareces creer.
—Pensé que a su raza le resultaría atractiva la venganza.
Al ver que el rey sonreía, un extraño estremecimiento se agitó en el sexo de Lash.
—Pareces estar mal informado. La venganza no es sino una defensa cruda y emocional en contra de una afrenta.
—¿Acaso me está diciendo que ustedes están por encima de eso? —Lash se recostó y comenzó a mecerse hacia delante y hacia atrás—. Hmmm… Entonces tal vez haya juzgado mal a su raza.
—Somos más sofisticados que eso, sí.
—O tal vez sólo sean un puñado de maricones con túnica.
La sonrisa desapareció.
—Somos muy superiores a aquellos que creen que nos tienen presos. Por supuesto que preferimos estar en compañía de los nuestros. ¿Acaso crees que no fuimos nosotros mismos los que ideamos todo este montaje? Qué ingenuo eres. Los vampiros son la base de la cual evolucionamos, chimpancés comparados con nuestra inteligencia superior. ¿Preferirías vivir entre animales si pudieras vivir en medio de la civilización, con los de tu propia especie? Por supuesto que no. Los iguales se buscan. Los iguales se necesitan. Quienes tienen una inteligencia superior sólo deben ser alimentados por aquellos de un estatus similar. —El rey alzó la cabeza, orgulloso—. Tú sabes que eso es cierto. Tú tampoco te quedaste donde comenzaste, ¿no es cierto?
—No, yo tampoco lo hice. —Lash enseñó sus colmillos, mientras pensaba que su maldad encajaba tan poco con los vampiros como la de los devoradores de pecados—. Ahora estoy donde tengo que estar.
—Así que ya ves. Nosotros deseábamos exactamente el mismo resultado que hemos obtenido con esta colonia, aunque los vampiros crean otra cosa. Pero, si no hubiera sido así, tampoco habríamos buscado venganza. Sólo habríamos emprendido alguna acción para corregir lo hecho y lograr un resultado favorable a nuestros intereses.
Lash dejó de mecerse.
—Si no estaba interesado en hacer una alianza, podría habérmelo dicho en un maldito correo electrónico.
Una extraña luz relampagueó en los ojos del rey, una luz que excitó a Lash todavía más, pero que también le causó repulsión. No le gustaban los homosexuales y, sin embargo… bueno, demonios, a su padre le gustaban los machos; tal vez él también tenía un poco de eso.
¿Y acaso eso no le habría dado al señor D un motivo para rezar?
—Pero si te hubiese mandado un correo, no habría tenido el placer de conocerte. —Esos ojos de rubí acariciaron todo el cuerpo de Lash—. Y eso habría sido una crueldad con mis sentidos.
El pequeño tejano se aclaró la garganta, como si se estuviera ahogando con la lengua.
Después de que se desvaneciera el gesto de desaprobación en su rostro, la silla del rey comenzó a mecerse de nuevo sin hacer ruido.
—Sin embargo, hay algo que puedes hacer por mí… lo cual, a su vez, me obligaría a proporcionarte lo que estás buscando que, supongo, será localizar vampiros, ¿no es verdad? Ésa ha sido durante mucho tiempo la lucha de la Sociedad Restrictiva. Encontrar a los vampiros en sus casas ocultas.
El bastardo había dado en el blanco. Lash había sabido dónde atacar en el verano porque conocía personalmente las propiedades de los que había matado, pues había asistido a los cumpleaños de sus amigos, a las bodas de sus primos y a los bailes que daba la glymera en esas mansiones. Pero, ahora, lo que quedaba de la élite de los vampiros se había dispersado fuera de la ciudad, a sus casas de seguridad fuera del estado, y esas direcciones no las conocía. ¿Y qué había de los civiles? No tenía ni idea de por dónde comenzar a buscarlo, pues nunca se había relacionado con el proletariado.
Los symphaths, en cambio, podían percibir la presencia de los demás, humanos y vampiros por igual, y podían verlos a través de los muros y los sótanos subterráneos. Lash necesitaba ese tipo de visión si quería hacer progresos; era la única herramienta que faltaba entre todas las que le había dado su padre.
Lash volvió a impulsarse con sus botas de combate contra el suelo y comenzó a mecerse al mismo ritmo del rey.
—¿Y qué es exactamente lo que necesita de mí? —preguntó, arrastrando las palabras.
El rey sonrió.
—Las parejas son la unidad fundamental de nuestra sociedad, ¿no es cierto? La unión de un macho y una hembra. Y, sin embargo, en medio de esta íntima relación es frecuente la discordia. Se hacen promesas, pero no se cumplen. Se hacen votos, pero se olvidan. Y hay que tomar medidas contra esas transgresiones.
—Parece que estuviera hablando de una venganza, señor.
Ese rostro de líneas suaves adquirió de repente una expresión de autosatisfacción.
—Venganza no, no. Acción correctiva. El hecho de que implique una muerte… sólo es un detalle de lo que la situación requiere.
—Una muerte, ¿ah? ¿Acaso los symphaths no creen en el divorcio?
Los ojos de rubí brillaron con desprecio.
—En el caso de un cónyuge desleal, cuyas acciones fuera de la cama actúan en contra del alma de la relación, la muerte es el único divorcio.
Lash asintió con la cabeza.
—Ya veo la lógica. Y ¿quién es el objetivo?
—¿Te estás comprometiendo a hacerlo?
—Aún no. —Lash no tenía claro hasta dónde quería llegar. El hecho de ensuciarse las manos dentro de la colonia no entraba en sus planes.
El rey dejó de mecerse y se puso de pie.
—Entonces piénsalo y toma una decisión. Cuando estés listo para recibir de nosotros lo que necesitas para tu guerra, vuelve otra vez a mí y yo te mostraré cómo proseguir.
Lash también se puso en pie.
—¿Y por qué no mata usted mismo a su pareja?
La sonrisa lenta que se dibujó en el rostro del rey fue como la de un cadáver, rígida y fría.
—Mi querido amigo, el insulto que más me ofende no es la deslealtad, la cual espero, sino la arrogante presunción de que nunca voy a descubrir el engaño. La primera es una nimiedad. Pero la última es inexcusable. Ahora… ¿os acompaño hasta el coche?
—No. Ya conocemos el camino.
—Como desees. —El rey le tendió su mano de seis dedos—. Ha sido un placer…
Lash le tendió la mano, a su vez y, cuando sus palmas se tocaron, sintió una corriente eléctrica que le recorrió el brazo.
—Sí. En fin. Ya tendrá noticias mías.