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Wrath renunció a la idea de justificar ante sí mismo su conducta con Beth. Demonios, podía pasarse un mes dándole vueltas al asunto sentado en su delicada silla, pero eso sólo le dejaría el trasero entumecido.

Y, entretanto, los personajes que lo estaban esperando en el corredor estaban comenzando a impacientarse.

Abrió las puertas dobles con el pensamiento y los hermanos se pusieron alerta enseguida. Mientras los miraba desde el otro extremo de su estudio de paredes azul pálido, los reconoció no por su rostro, o la ropa que llevaban puesta o su expresión, sino por el eco que despertaba cada uno en su sangre.

Las ceremonias en la Tumba que los habían unido a todos seguían resonando a pesar del tiempo que había transcurrido desde entonces.

—No os quedéis ahí —dijo Wrath, mientras la Hermandad lo miraba fijamente—. No he abierto las puertas para que os quedéis mirándome como si fuera un mono de feria.

Los hermanos entraron pisando con sus botas, excepto Rhage, que llevaba pantuflas, el calzado que siempre usaba en casa, independientemente de la estación del año. Cada uno se dirigió al lugar que siempre solía ocupar en el salón: Z se acomodó junto a la chimenea y V y Butch se sentaron en el sofá cuyas patas habían reforzado recientemente. Rhage se acercó al escritorio arrastrando los pies y oprimió la tecla del manos libres en el teléfono para que Phury participara desde la distancia en la reunión.

Nadie dijo nada acerca de todos los papeles que estaban tirados por el suelo. Nadie trató de recogerlos. Era como si no hubiese ningún desorden, y eso era lo que Wrath quería.

Mientras cerraba las puertas con el pensamiento, Wrath pensó en Tohr. El hermano estaba en la casa, a sólo unas puertas de allí sobre el corredor de las estatuas, pero era como si estuviera en otro continente. Invitarlo a esa reunión no era una opción, sería más bien una crueldad, teniendo en cuenta el lugar donde se encontraba su cabeza.

—¿Hola? —se oyó decir a Phury desde el otro lado de la línea telefónica.

—Aquí estamos todos —dijo Rhage, antes de desenvolver un caramelo y dirigirse con sus pantuflas hacia una enorme y horrorosa butaca verde.

La butaca era de Tohr y la habían subido de la oficina para que John Matthew descansara en ella cuando Wellsie fue asesinada y Tohrment desapareció. Rhage tenía tendencia a usarla debido a su peso, pues era en realidad la opción más segura para su trasero, aun después de reforzar los sofás con barras de acero.

Cuando todo el mundo se instaló, el salón quedó en silencio, excepto por el ruido que producían las muelas de Hollywood al morder el caramelo de cereza que tenía en la boca.

—Ay, por amor de Dios —gruñó finalmente Rhage—. Dinos de una vez qué pasa. Lo que sea. Estoy que me subo por las paredes. ¿Se ha muerto alguien?

No, pero Wrath se sentía como si hubiese matado a alguien.

Wrath le echó un vistazo general a toda la Hermandad y luego clavó la mirada en cada uno de ellos.

—Voy a ser tu compañero, Hollywood.

—¿Compañero? ¿A qué te refieres? —Rhage miró a su alrededor, como si quisiera verificar que todos hubiesen escuchado lo mismo que él—. No estás hablando de jugar al póquer, ¿verdad?

—No —dijo Z en voz baja—. No creo que lo esté haciendo.

—Puta mierda. —Rhage se sacó otro caramelo del bolsillo de la sudadera negra—. ¿Y eso es legal?

—Lo es ahora —murmuró V.

Phury habló desde el altavoz.

—Esperad, esperad… ¿esto es para reemplazarme a mí?

Wrath negó con la cabeza, aunque el hermano no podía verlo.

—Es para reemplazar a una cantidad de gente que hemos perdido.

Todos los hermanos comenzaron a hablar al mismo tiempo y a subir el tono de voz, como si fuera la espuma de una Coca-Cola recién destapada, hasta que se oyó una voz con eco que provenía del teléfono e interrumpió el murmullo:

—Entonces yo también quiero volver.

Todo el mundo se volvió a mirar el aparato, excepto Wrath, que fijó sus ojos en Z con el fin de poder juzgar la reacción del hermano. Zsadist no tenía problemas para expresar su rabia. Pero cuando se trataba de emociones como la preocupación y la angustia, las escondía como si fueran dinero en un lugar lleno de ladrones. En cuanto oyó las palabras de su gemelo, se puso a la defensiva, con el cuerpo tenso y sin expresar ninguna emoción.

Ah, claro, pensó Wrath. El maldito estaba cagado del susto.

—¿Estás seguro de que sería buena idea? —preguntó Wrath lentamente—. Tal vez volver a pelear no sea lo que necesitas ahora, hermano.

—Llevo casi cuatro meses sin drogarme —dijo Phury a través del altavoz—. Y no tengo intenciones de volver a hacerlo.

—Pero la tensión te lo pondría muy difícil. Podrías recaer.

—Ya, ¿y qué me dices de quedarme sentado sin hacer nada mientras vosotros lucháis en el campo de batalla? ¿Crees que eso no me crea tensión?

Genial. El rey y el Gran Padre de la raza en el campo de batalla por primera vez en la historia. Y ¿por qué? Porque la Hermandad estaba en las últimas.

¡Vaya récord! Como ganar el premio al peor corredor en los juegos olímpicos de los perdedores.

Por Dios.

Pero entonces Wrath se acordó de aquel civil muerto. ¿Acaso eso era mejor? No.

Mientras se recostaba contra el respaldo de su delicada silla, se quedó mirando a Z.

Como si hubiese sentido los ojos del rey sobre él, Zsadist se retiró de la chimenea y comenzó a pasearse por el estudio. Todos sabían en qué estaba pensando: en la imagen de Phury en el suelo del baño, inconsciente por una sobredosis de heroína, con una jeringa a su lado.

—¿Z? —se oyó decir a Phury desde el otro lado—. ¿Z? Levanta el auricular.

Cuando Zsadist levantó el teléfono para hablar con su gemelo, la expresión de rabia que se dibujó en su rostro lleno de cicatrices fue tan evidente que hasta Wrath pudo verla. Y la cosa no mejoró cuando dijo:

—Aja, ajá. Sí. Ajá, ajá. Ya sé. Correcto. —Hubo una larga pausa—. No, todavía estoy aquí. Está bien. Está bien.

Pausa.

—Júramelo. Por la vida de mi hija.

Después de un momento, Z volvió a apretar el botón del manos libres, puso el auricular en su sitio y regresó a la chimenea.

—Estoy adentro —dijo Phury.

Wrath se movió en su silla, pensando en cuánto le gustaría que muchas cosas fueran distintas.

—¿Sabes? Tal vez en otra época te habría dicho que no. Pero ahora, sólo diré… ¿Cuándo puedes empezar?

—Al anochecer. Dejaré a Cormia a cargo de las Elegidas mientras estoy en el campo de batalla.

—¿Tu pareja estará de acuerdo con esto?

Hubo una pausa.

—Cormia sabe con quién se casó. Y voy a ser completamente sincero con ella.

Auch.

—Tengo una pregunta —dijo Z en voz baja—. Es sobre la sangre seca que tienes en la camisa, Wrath.

Wrath se aclaró la garganta.

—En realidad hace un tiempo que volví. A la lucha.

La temperatura del salón descendió dramáticamente, como resultado de la rabia que les produjo a Z y a Rhage el hecho de no estar enterados.

Y luego, de repente, Hollywood soltó una maldición.

—Esperad… esperad. Vosotros dos lo sabíais… lo supisteis antes que nosotros, ¿verdad? Porque ninguno de los dos parece sorprendido.

Butch se aclaró la garganta como si lo estuvieran mirando.

—Él me necesitaba para hacer la limpieza. Y V trató de hacerlo cambiar de opinión.

—¿Cuánto hace que estás en esto, Wrath? —preguntó bruscamente Rhage.

—Desde que Phury dejó de pelear.

—¿Es una broma?

Z se acercó a una de las ventanas del estudio y, a pesar de que las persianas metálicas estaban cerradas, se quedó mirando como si pudiera ver los jardines a través de la lámina de acero.

—Ha sido una suerte que no te mataran.

Wrath enseñó los colmillos.

—¿Acaso creéis que peleo como un maricón sólo porque ahora estoy detrás de este escritorio?

La voz de Phury subió de volumen a través del teléfono.

—Está bien, todo el mundo tiene que relajarse. Ahora todos lo sabemos, y las cosas van a ser distintas a partir de este momento. De ahora en adelante, nadie saldrá a pelear solo. Pero necesito saber una cosa, ¿vas a dar a conocer esta decisión? ¿Vas a anunciarlo en la reunión del consejo de pasado mañana?

Joder, ese pequeño encuentro no era algo que le hiciera mucha ilusión.

—Creo que por ahora lo mantendremos en secreto.

—Sí —replicó Z—, porque ¿para qué molestarse en decir la verdad?

Wrath decidió dejar pasar el comentario.

—Aunque se lo voy a decir a Rehvenge. Sé que hay miembros de la glymera que están preocupados por los ataques. Si la cosa se pone fea, él podrá calmar las cosas un poco con esa información.

—¿Ya hemos terminado? —preguntó Rhage con irritación.

—Sí. Eso es todo.

—Entonces me voy.

Hollywood salió del estudio seguido de cerca por Z, otras dos víctimas de la bomba que Wrath acababa de soltar.

—¿Y cómo se lo ha tomado Beth? —preguntó V.

—¿A ti qué te parece? —Wrath se levantó y siguió el ejemplo de los otros dos que habían salido.

Era hora de ir a buscar a la doctora Jane para que le cosiera las heridas, en caso de que no hubiesen sanado ya.

Necesitaba estar listo para salir a pelear otra vez al día siguiente.

‡ ‡ ‡

En medio de la luz fría y brillante de la mañana, Xhex se desmaterializó más allá de un muro alto y tomó forma en las ramas desnudas de un inmenso arce. La mansión que se veía más allá reposaba en el inmenso paisaje como una perla gris en su montura de filigrana: un cerco de árboles pelados por el invierno rodeaba la vieja mansión de piedra, anclándola al césped y a la tierra.

La débil luz del sol de diciembre caía sobre ella, volviendo venerable y distinguido lo que por la noche parecería apenas austero.

Sus gafas oscuras eran casi negras, la única concesión que tenía que hacerle a su naturaleza vampira si salía durante el día. Detrás de las gafas, su vista seguía siendo certera y Xhex observó cada detector de movimiento, cada luz de seguridad y cada ventana cubierta por una persiana.

Entrar iba a ser todo un desafío. Sin duda, los marcos de las ventanas debían de estar reforzados con acero, lo cual significaba que desmaterializarse y tomar forma dentro iba a ser imposible. Y con su lado symphath Xhex sintió que había mucha gente allí: los empleados en la cocina, los que estaban durmiendo arriba, la gente que había pululado por la casa, dedicados cada uno de ellos a sus tareas. No era una casa feliz, la red emocional que proyectaban sus habitantes estaba llena de sentimientos sombríos y turbadores.

Xhex se desmaterializó utilizando la versión symphath del mhis: es decir, no desaparecía totalmente, sino que se convertía en una sombra más en medio de las sombras que proyectaban las chimeneas y el sistema de calefacción. No era una desaparición total, pero bastaba para pasar los detectores de movimiento.

Cuando se acercó a una rejilla de ventilación, encontró una gruesa malla de acero atornillada a las paredes de metal. Y la chimenea estaba igual. Cubierta con una capa de acero.

No era ninguna sorpresa. La casa tenía un sistema de seguridad muy bueno.

Lo mejor sería entrar de noche, pensó; podía llevarse su taladro de pilas y perforar una de las ventanas de la parte de atrás, una de las que correspondían a las habitaciones de los criados. A esas horas estarían trabajando, así que nadie la oiría.

Entrar. Encontrar al objetivo. Eliminar.

Las instrucciones de Rehv eran dejar un escenario sangriento, así que no tendría que molestarse en esconder el cadáver o deshacerse de él.

Mientras caminaba sobre los pequeños guijarros que cubrían el tejado, los cilicios que llevaba alrededor de los muslos se le clavaban en la carne produciéndole dolor, lo cual, aunque le restaba energía, la ayudaba a concentrarse y a mantener sus impulsos de symphath bajo control. En ese momento los cilicios le iban bien, pero se los quitaría cuando fuera a ejecutar el trabajo.

Xhex se detuvo y miró hacia el cielo. Ese viento seco y cortante prometía nieve pronto. El frío del invierno se aproximaba a Caldwell.

Pero llevaba años en su corazón.

Bajo sus pies, Xhex volvió a percibir la presencia de la gente que había en la casa y leyó sus emociones. Sería capaz de matarlos a todos si se lo pidieran. De matarlos sin vacilar mientras yacían en sus camas o se dedicaban a sus quehaceres; mientras comían a mediodía o se levantaban a orinar en mitad del sueño.

Tampoco le molestaba el caos que producía la muerte, toda esa sangre. Era como si a una pistola H&K o a una Glock le preocupara dejar manchas en la alfombra o en las baldosas. El color rojo era lo único que veía cuando se ocupaba de su trabajo; además, después de un tiempo, todos esos ojos desorbitados y esas bocas aterradas que se aferraban a su último aliento parecían iguales.

Ésa era la mayor ironía. En vida, todo el mundo era un copo de nieve de proporciones individuales y hermosas, pero cuando llegaba la muerte lo único que quedaba era una piel y unos huesos anónimos que se enfriaban y se deshacían a un ritmo predecible.

Ella era el arma conectada al índice de su jefe. Él apretaba el gatillo, ella disparaba, el cuerpo caía y, a pesar del hecho de que algunas vidas cambiaban para siempre, el sol seguía saliendo y ocultándose para todos los habitantes del planeta, incluida ella misma.

Ésa era la naturaleza de su empleo-misión, tal como ella lo concebía: mitad empleo y mitad obligación por lo que Rehv hacía para protegerlos a los dos.

Cuando regresara a ese lugar al caer la noche, haría lo que había ido a hacer y saldría de allí con la conciencia tan intacta como la bóveda de un banco.

Entrar y salir. Y no volver a pensar en ello.

Así era la vida de una asesina.