12

Tienes sangre en la camiseta… y… ¡Ay, por Dios! Tu pantalón. Wrath, ¿qué ha pasado?

De pie en su estudio de la mansión de la Hermandad, frente a su adorada shellan, Wrath se cerró la chaqueta de motociclista sobre el pecho y pensó que por fortuna se había lavado la sangre de restrictor que hasta hacía poco teñía sus manos.

Beth bajó la voz.

—¿Cuánto de esa sangre que estoy viendo es tuya?

Estaba tan hermosa como siempre le había parecido, la única hembra que deseaba, su única compañera posible. Vestida con vaqueros y un suéter negro de cuello alto, con el pelo negro cayéndole sobre los hombros, era la cosa más atractiva que él había visto en la vida.

—Wrath.

—No toda. —La herida que tenía en el hombro debía de haber chorreado sangre sobre su camiseta, seguramente, pero también había sostenido al civil muerto contra su pecho, así que la sangre del macho debía de haberse mezclado con la suya.

Sin poder quedarse quieto, Wrath comenzó a pasearse por el estudio, caminando desde el escritorio hasta las ventanas y otra vez al escritorio. La alfombra que pisaban sus botas de combate era azul, gris y crema, una Aubusson cuyos colores hacían juego con las paredes azul pálido y cuyos diseños curvilíneos contrastaban con los delicados muebles Luis XIV y las lámparas y las rosetas de las molduras.

En realidad, nunca le había gustado la decoración de ese lugar. Y no iba a empezar a gustarle ahora.

—Wrath… ¿cómo llegó esa sangre ahí? —El tono duro de Beth le indicó que ella ya sabía la respuesta a esa pregunta, pero tenía la esperanza de que hubiese otra explicación.

Haciendo un esfuerzo, se volvió a mirar al amor de su vida desde el otro extremo del adornado salón.

—Estoy combatiendo otra vez.

—Estás ¿qué?

—Estoy peleando.

Al ver que Beth guardaba silencio, Wrath se alegró de que la puerta del estudio estuviera cerrada. Vio los cálculos que parecía estar haciendo y sabía que ella estaba pensando en todas esas noches que supuestamente él había pasado «al norte del estado» con Phury y las Elegidas. En todas esas ocasiones en las que había preferido usar camisas de manga larga para dormir, supuestamente porque tenía «frío», cuando en realidad estaba escondiendo magulladuras. En todos esos días en que había dicho que estaba cojeando «porque se había esforzado mucho en el gimnasio».

—Estás peleando. —Beth se metió las manos entre los bolsillos de los vaqueros. Wrath, aunque no podía ver mucho, estaba seguro de que el suéter negro en esos momentos hacía juego con su mirada—. A ver si lo entiendo… ¿lo que me estás diciendo es que vas a empezar a pelear, o que llevas un tiempo peleando?

Era una pregunta retórica, pero era evidente que ella quería que él reconociera la mentira completa.

—Que llevo un tiempo peleando. Los últimos dos meses.

El cuerpo de Beth despidió una oleada de rabia y dolor que se dirigió hacia él; olía a madera y plástico chamuscados.

—Mira, Beth, tengo que…

—Tienes que ser honesto conmigo —dijo ella de manera cortante—. Eso es lo que tienes que hacer.

—Esperaba tener que hacerlo sólo uno o dos meses…

—¡Uno o dos meses! ¿Cuánto hace que… —Beth se aclaró la garganta y bajó la voz—. ¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?

Cuando Wrath se lo dijo, ella se volvió a quedar callada y luego dijo:

—¿Desde agosto? Agosto.

Wrath deseaba que ella estallara. Que le gritara. Que lo insultara.

—Lo siento. Yo… Mierda, de verdad lo siento.

Beth no dijo nada más y el olor de sus emociones se dispersó en medio del aire caliente que salía por las tuberías de la calefacción. En el corredor, un doggen estaba pasando la aspiradora y el sonido del electrodoméstico zumbaba una y otra vez. En medio del silencio que se impuso entre ellos, ese sonido normal y cotidiano era algo a lo que aferrarse, la clase de cosa que oyes todo el tiempo pero que rara vez notas porque estás ocupado con unos papeles, o distraído porque tienes un poco de hambre o estás tratando de decidir si quieres relajarte viendo la tele o haciendo un poco de ejercicio… Era un sonido seguro.

Y en medio de ese momento tan devastador en su relación de pareja, Wrath se aferró al zumbido de la aspiradora con desesperación, mientras se preguntaba si alguna vez podría volver a tener la suerte de pasarlo por alto.

—Nunca se me ocurrió que… —Beth se volvió a aclarar la garganta—. Nunca se me ocurrió que hubiese algo sobre lo que no pudieras hablar conmigo. Siempre había pensado que me decías… todo lo que podías.

Cuando ella dejó de hablar, Wrath sintió que se quedaba paralizado. El tono que estaba usando ahora era el que utilizaba cuando contestaba la llamada de alguien que había marcado un número equivocado: Beth le estaba hablando como si él fuera un desconocido, sin ninguna calidez ni interés particular.

—Mira, Beth, tengo que salir al campo de batalla. Tengo que…

Beth negó con la cabeza y levantó la mano para detenerlo.

—Esto no tiene que ver con el hecho de que estés peleando.

Beth se quedó mirándolo durante un instante. Luego dio media vuelta y se dirigió a las puertas dobles.

—Beth. —¿Ese graznido ahogado de verdad era su voz?

—No, déjame. Necesito un poco de espacio.

—Beth, escucha, no tenemos suficientes guerreros en el campo de batalla…

—¡Es que no es por el hecho de que estés peleando! —Beth dio media vuelta y se enfrentó a él—. Tú me has mentido. Y no me has mentido sólo una vez… ¡Llevas cuatro meses mintiéndome!

Wrath quería argumentar, defenderse, quería señalar que había perdido la cuenta del tiempo, que esas ciento veinte noches y días habían pasado volando a la velocidad de la luz, que lo único que había estado haciendo era poner un pie delante del otro, vivir minuto a minuto, hora tras hora, tratando de mantener a flote la raza, tratando de mantener a raya a los restrictores. No tenía la intención de que eso se prolongara tanto. No tenía la intención de engañarla por tanto tiempo.

—Sólo respóndeme una cosa —dijo Beth—. Una cosa. Y será mejor que me digas la verdad, porque si no, soy capaz de… —Se tapó la boca con una mano, para acallar un suave sollozo—. De verdad, Wrath… ¿de verdad pensaste que te ibas a detener? En el fondo de tu corazón, ¿realmente pensaste que te ibas a…?

Wrath tragó saliva mientras que ella dejaba la frase sin terminar.

Luego respiró profundamente. A lo largo de su vida, lo habían herido muchas, muchas veces. Pero nada, nada de ese sufrimiento que había experimentado por culpa de otros, dolía siquiera una parte de lo que le dolía tener que responder esa pregunta.

—No. —Wrath volvió a tomar aire—. No, no creo… que fuera a detenerme.

—¿Quién ha hablado contigo esta noche? ¿Quién te ha dicho que me lo contaras todo?

—Vishous.

—Debí imaginármelo. Aparte de Tohr, él es, probablemente, la única persona que podría haber… —Beth se envolvió entre sus brazos y Wrath habría entregado la mano con la que empuñaba la daga para poder ser él quien la abrazara—. El hecho de que estés en el campo de batalla me aterroriza, sí, pero olvidas algo… Cuando me apareé contigo, yo no sabía que se suponía que el rey no debía salir al campo de batalla. Estaba preparada para estar a tu lado aunque eso me aterraba… porque sé que tu naturaleza y tu sangre te impulsan a pelear en esta guerra. Eres un idiota… —Se le quebró la voz—. Eres un idiota porque yo te habría dejado hacerlo. Pero en lugar de eso…

—Beth…

Ella lo interrumpió.

—¿Recuerdas esa noche que saliste a principios de verano? ¿Cuándo interviniste para salvar a Z y luego te quedaste en el centro y peleaste con los demás?

Claro que lo recordaba. Cuando regresó a casa, la persiguió escaleras arriba e hicieron el amor en la alfombra de la salita del segundo piso. Varias veces. Había guardado como recuerdo los jirones de ropa que le había arrancado de las caderas.

Dios… y ahora que pensaba en eso… ésa era la última vez que habían estado juntos.

—Me dijiste que era sólo por una noche —dijo Beth—. Una noche. Solamente. Lo juraste y yo confié en ti.

—Mierda… Lo siento.

—Cuatro meses. —Beth negó con la cabeza, mientras su magnífico pelo negro se balanceaba sobre sus hombros, atrapando la luz de manera tan hermosa que hasta Wrath podía ver el esplendor con sus débiles ojos—. ¿Sabes qué es lo que más me duele? Que los hermanos lo sabían y yo no. Siempre he aceptado ese asunto de la sociedad secreta, entiendo que hay cosas que no puedo saber…

—Ellos tampoco lo sabían. —Bueno, Butch sí lo sabía, pero no había razón para pregonarlo a los cuatro vientos—. V lo ha descubierto esta noche.

Beth se tambaleó y tuvo que apoyarse contra la pared para recuperar el equilibrio.

—¿Has estado saliendo a pelear solo?

—Sí. —Wrath estiró la mano para agarrarle el brazo, pero ella se alejó—. Beth…

Beth abrió la puerta con brusquedad.

—No me toques.

Luego la puerta se cerró detrás de ella.

La rabia que sintió contra él mismo lo hizo girar en redondo hasta quedar frente al escritorio y tan pronto como vio todos los papeles, todas las solicitudes, todas las quejas, todos los problemas, fue como si alguien le conectara unos cables a los hombros y le soltara una descarga eléctrica. Se abalanzó sobre el escritorio y barrió con los brazos todo lo que había encima, haciendo volar cosas por todas partes.

Mientras una lluvia de papeles revoloteaba en el aire como copos de nieve, se quitó las gafas y se restregó los ojos, al tiempo que un dolor de cabeza colosal perforaba su lóbulo frontal. Habiéndose quedado sin aire, se tambaleó y, cuando encontró una silla al tacto, se desplomó en ella. Luego soltó un gruñido desgarrador y dejó caer la cabeza hacia atrás. Últimamente, esos dolores de cabeza ocasionados por la tensión se estaban volviendo una molestia diaria que lo dejaba agotado y se prolongaban como un resfriado que se niega a curarse.

Beth. Su Beth…

Cuando oyó un golpecito en la puerta, soltó una maldición.

Entonces se oyó otro golpe.

—¿Qué? —gritó.

Rhage asomó la cabeza por la puerta y se quedó frío.

—Ah…

—¿Qué?

—Sí, bueno… Ah, después de los portazos… y, caramba, ese huracán que pasó por tu escritorio, ¿todavía quieres reunirte con nosotros?

Ay, Dios… ¿Cómo iba a hacer para sobrevivir a otra de esas conversaciones?

Pero, claro, tal vez debería haber pensado en eso antes de decidir mentir a sus seres más queridos.

—¿Milord? —La voz de Rhage pareció suavizarse—. ¿Quieres ver a la Hermandad?

No.

—Sí.

—¿Y necesitas que Phury esté al teléfono?

—Sí. Escucha, no quiero a los chicos en esta reunión. Blay, John, Qhuinn… no están invitados.

—Eso pensé. Oye, ¿quieres que te ayude a ordenar un poco?

Wrath bajó la vista hacia la alfombra de papeles desperdigados por todas partes.

—Yo me ocuparé.

Hollywood demostró que tenía algo de cerebro al no volver a extender su oferta ni preguntarle si estaba seguro. Simplemente se retiró y cerró la puerta.

Al otro lado del corredor, el reloj antiguo que estaba en el rincón dio la hora. Ése era otro sonido familiar que Wrath no solía oír, pero ahora, mientras estaba solo en su estudio, las campanadas resonaron como si salieran de unos altavoces.

Dejó caer las manos sobre los brazos de la frágil silla en la que se había sentado, que parecieron achicarse. Parecía más bien una silla diseñada para que una mujer se sentara en ella a quitarse las medias de seda al final de la noche.

No era un trono. Y ésa era precisamente la razón por la cual la usaba.

No había querido aceptar la corona por muchos motivos, y había pasado trescientos años sin ser rey, a pesar de que le correspondía por derecho de nacimiento, porque no se sentía inclinado a serlo. Pero luego había llegado Beth y las cosas habían cambiado, y él finalmente se había presentado ante la Virgen Escribana.

Hacía dos años de eso. Dos primaveras, dos veranos, dos otoños y dos inviernos.

Al principio tenía muchos planes. Planes geniales y maravillosos para reunir a la Hermandad, tener a todo el mundo bajo el mismo techo, consolidar fuerzas y hacerle frente a la Sociedad Restrictiva. Planes para ganar.

Para salvar.

Para reclamar.

Pero en lugar de eso la glymera había sido asesinada brutalmente. Más civiles morían. Y cada vez había menos hermanos.

No habían hecho ningún progreso. Estaban perdiendo terreno.

Rhage volvió a asomar la cabeza.

—Todavía estamos aquí.

—Maldición, te dije que necesitaba un poco de…

El reloj volvió a sonar y mientras Wrath contaba el número de campanadas, se dio cuenta de que llevaba allí una hora.

Se restregó los ojos.

—Dame otro minuto.

—Lo que necesites, milord. Tómate tu tiempo.